Supongo que lo que más intimida al tener que dar clases en una apartada escuela rural es que en realidad enseñas, a niños de cinco a doce años, cómo mirar el mundo y comprenderlo. Después de 1953, los chicos que tenían que seguir estudios secundarios debían viajar sesenta y cinco kilómetros hasta la capital del condado, y algunos hasta se quedaban allí internos, pero sólo se alejaban de mí en teoría, porque me visitaban con frecuencia. Y durante las frías y claras mañanas de invierno, cuando todavía estaba oscuro, nos reuníamos en el patio de la escuela a contemplar las estrellas con los prismáticos que yo utilizaba para contemplar a los pájaros, unos maravillosos Bausch Lombs que John Wesley había traído a casa al licenciarse de la segunda guerra mundial. La cantidad media de alumnos que yo había tenido cada curso, durante casi cuarenta años, era de quince, y nos quedábamos allí, en la nieve, pasándonos los prismáticos y observando las constelaciones, mientras media docena de caballos atados a la barra humeaban como consecuencia de la larga caminata hasta la escuela, y oíamos cómo masticaban el heno sin parar, al tiempo que las cornejas graznaban a lo lejos en el amanecer invernal. Recuerdo que en una ocasión, un chico llamado Rex, hijo de granjeros y de inteligencia bastante limitada, se había asustado.

–¡Dios! ¿Qué es lo que ocurre allí arriba? – exclamó, pasando de inmediato los prismáticos al siguiente.

No le reprendí por renegar, pues era tan tímido a causa de su poca inteligencia que raras veces decía algo. Después de pasar al siguiente los prismáticos, y de sacudir con vigor la cabeza, Rex se acercó a su yegua Dolly, que estaba atada a la barra, se apoyó en ella en busca de consuelo y se nos quedó mirando hasta que el mundo recuperó la forma de siempre. Lo apodaban Tejón porque siempre andaba mirando al suelo e intentando cazar algo, hasta serpientes de cascabel. El apodo le venía de que, siendo todavía muy joven, pretendía obligar a un tejón a que saliera de un agujero en el que se había metido, perdiendo a su pequeño perro cuando éste quiso protegerle de aquella bestia acorralada. Ahora, con treinta años, se ganaba la vida levantando cercas, cavando a mano hoyos para postes en terrenos difíciles, el tipo de trabajo que los demás no querían hacer.

Claro que a mediados de los sesenta casi todo el mundo tenía televisión y, para bien o para mal, me vi aligerada de algunas de mis tareas, pero desde 1945 hasta la fecha yo había sido para mis alumnos su principal acceso al mundo, junto con sus padres, cuya única preocupación era al parecer la disciplina. Por ejemplo, todos abofeteaban a Rex: sus compañeros de clase, sus padres, y la que le castigaba con más ahínco era su hermana, como si lo hiciera para diferenciarse de su hermano retrasado ante los ojos de los demás. Ahora viene a verme una vez al mes, por lo general los sábados, para hacerme una corta visita, pero nunca quiere entrar en casa. Me trae muestras de plantas, hierbas y flores silvestres, y descripciones de pájaros, pero raras veces recuerda sus verdaderos nombres. Sus visitas me encantan, aunque en invierno tenga que arroparme para salir al frío porche. Nunca me he detenido a reflexionar acerca de las características del mundo en que él cree vivir. Rex está convencido de que el sol se pone a unos ciento quince kilómetros al oeste de aquí, en el rancho de Edson Gale, que constituye el límite de su mundo en esa dirección. Curiosamente, el único que le habla con cierto entusiasmo es Lundquist. Todos los demás retroceden ante su rostro desgreñado y quemado por el viento, su indumentaria sucia y vieja, sus dientes cariados y su manera de hablar que apenas es un murmullo, inepto para las consonantes.

Esto me lleva a la repentina aparición de mi nieto Nelse este verano. La mente es sin duda un órgano curioso, y como los dos tienen la misma edad, en mi imaginación siempre había asociado con Rex al nieto nunca visto y desconocido. Cualquier relación entre los dos es, por supuesto, un mero incidente de la química del cerebro. Por ejemplo, cuando leía El mar que nos rodea, de Rachel Carson, lo hacía en el patio, junto a un parterre de claveles, y de esa manera esta noble mujer ha ido siempre unida a esa flor en mi cerebro. Sin embargo, Nelse lleva treinta años tirando de mí y, cinco años después de que naciera y de que fuera entregado en adopción a aquella pareja de Omaha, yo miraba a los dos niños que ese año tenía en mi escuela de párvulos y me preguntaba qué estaría haciendo el hijo de Dalva en su parvulario. Uno de aquellos dos pequeños era de ascendencia noruega, rubio e inteligente; el otro era Rex, cuyo rasgo destacable era que se orinaba en el suelo del vestuario. Consciente de que el padre de mi nieto era Duane, es lógico que descartara al pequeño y bien educado noruego y centrara mi atención en Rex.

Cuántos miles de veces no habré pensado que debería haber criado al hijo de Dalva, y luego culpado de forma desapasionada a mi suegro por insistir en que esto era imposible. Mi difunto marido era el único en la tierra capaz de enfrentarse, aunque sólo fuera un poco, a aquel hombre que se hacía pasar por un caballero, pero cuyas excentricidades siempre estaban a punto de estallar, a menudo de forma no muy grata. Aunque mi marido también tenía sus propias obsesiones, quizá tan potentes como las de su padre, y siempre prefería actuar en vez de reaccionar, una tendencia que Dalva ha heredado.

Y eso me lleva de nuevo a Nelse, que parece cortado por el mismo patrón, como solíamos decir antes de que la gente dejara de coserse la ropa. Al presentarse a primera hora de aquella mañana de verano, con su peculiar camioneta verde y los rayos amarillos en las puertas, no tenía ni idea, como es lógico, de quién era, aparte de un empleado temporal del Ministerio del Interior, aunque eso era extraño, teniendo en cuenta que hacía unos pocos años habían hecho un control de pájaros. No se había alejado un paso de la camioneta, y ya reconocí en él al hijo de Dalva y del bastardo de su amante. ¿Qué otra cosa podía pensar una madre al ver que su hija de quince años estaba embarazada? Sus andares afectados me parecieron de inmediato demasiado viriles. Dios es testigo de que estas cosas pasan. En cuanto se apartó de la camioneta, lo primero que hice fue rezar para que me cayera bien, pues era muy posible que sucediera lo contrario. La timidez y la arrogancia pueden rozar el narcisismo, y pensé que él poseía ambas cosas, aunque muy pronto advertí que, al igual que muchos de mis alumnos en el transcurso de los años, Nelse, más que arrogante, era que había tenido que tomar graves decisiones sobre muchas cosas desde muy joven. Su manera de hablar era abrupta, como si se entretuviera demasiado en lo que iba a decir, luego hiciera una pausa para reconsiderar su entorno, y al final lo dejara salir. La primera vez que nos sentamos juntos en el porche me lanzaba breves miradas de reojo, sin duda midiendo que yo no sabía quién era. Me fue difícil conservar la calma, porque al cabo de unos minutos estaba convencida de que me caería bien, en parte por el parecido que tenía con mi hija y en parte por el indiscutible interés que de inmediato mostró hacia el mundo de la naturaleza.

Mientras le preparaba el desayuno disfruté con su evidente desasosiego, sentado en el comedor, intentando comprender todas las resonancias del sitio en que se encontraba. ¿Por qué no se había limitado a presentarse como quien era en realidad? Pero de pronto se me ocurrió que quizá se debiera a un sentimiento de modestia relacionado con el hecho de que, dadas las circunstancias del pasado tal vez yo no acogiera demasiado bien su presencia. Si no se trataba de eso, entonces puede que fuera yo la que debía pasar su aprobación. Me asaltó también la espectral sensación de que cuando Duane se presentó ante mí, pensé asimismo que ya le conocía desde hacía tiempo, algo imposible en aquel entonces, si bien más adelante descubriría que mi impresión estaba basada en la realidad. Lo cierto es que no quería a Duane rondando por allí porque, teniendo en cuenta la naturaleza voluble de Dalva, era la clase de joven ante el cual ella sucumbiría, como quizá yo habría sucumbido muchos años atrás.

Mientras le servía a Nelse su desayuno, le hice bromas con la identidad de los retratos que hay al fondo del comedor, y me hubiese gustado añadir que no habría desentonado para formar el cuarto en la saga masculina de la familia. Pero en aquel instante hizo mención de sus diez años de acampada al aire libre y eso me proporcionó un boquete en su coraza, revelando la oscura naturaleza que se ocultaba debajo de aquella agradable superficie. En primer lugar, ¿por qué iba alguien a someterse a un grado tan elevado de incomodidades? Claro que él no lo vería de esta manera, como tampoco Rex tenía idea de lo extraño que era. ¿Y qué querría decir con aquel número? ¿Cuatrocientos tres puntos de acampada?

–¿Cuatrocientos tres? – inquirí, y él asintió.

A continuación, ambos nos permitimos sonreír ante la hipotética absurdidad de las cifras.

–Prefiero las estrellas a los techos -explicó.

Le estudié discretamente aprovechando que comía, y al ver que se volvía hacia mí, bajaba los ojos a los mapas topográficos que yo había desplegado sobre la mesa. Tenía los mismos ojos que Duane, pero los pómulos y la barbilla eran como los de su madre; el cabello tupido y negro de Duane, pero la delicada boca de Dalva. Y la estriada musculatura de sus antebrazos traicionaba la forma en que le habían educado. Era indudable que no podía fisgonear en su vida, porque habría sido impropio y habría dado a entender que conocía sus antecedentes.

Así que pasamos juntos un excelente día completo y la mañana del día siguiente. Era sólo medianamente bueno en lo referente a los pájaros, pero podía deberse a la agitación que sentía por dentro. Hubo un momento en que tropezó de lleno contra un chopo, junto al manantial, pero no creo que se diera cuenta siquiera. Se le veía poco dotado para la charla intrascendente, y admitió que no era aficionado a la radio, la televisión o la prensa. En conjunto, ninguno de estos medios reflejaba el mundo que a él le interesaba conocer. Y el daño más profundo del que se resentía parecía ser el robo de su camioneta en Arizona, donde guardaba sus diarios, su pequeña biblioteca y, lo más importante de todo, su perro.

Al marcharse me quedé temblando, temerosa de que no volviera. Hice todo lo posible para ocultarle a Dalva su visita, pues había vuelto y estaba bastante preocupada con las dificultades de adaptación y con los problemas casi diarios de su huésped, Michael, un hombre detestable pero aun así encantador. En el pasado, cuando ella estaba en la Universidad de Minnesota, había traído a casa un zoquete igualmente brillante. Supongo que hay mujeres que encuentran erótica la inteligencia. No muchas, desde luego, pero sí algunas. Ésa era una de las cualidades de Ted que cautivaron a Ruth, a pesar de su homosexualidad. Yo le quería muchísimo, pero todo aquello le hizo mucho daño a mi hija, y también a mi nieto Bradley, que por lo visto se ha alejado de manera permanente de nosotros, excepto de Paul, que lo encuentra interesante, aunque desagradable. Bradley está en Connecticut, metido en ese nuevo mundo que es la informática. Paul le prestó una escandalosa suma de dinero para que pusiera su empresa en marcha, a pesar de que el padre de Bradley, Ted, se gane muy bien la vida en el mundo del espectáculo. Ruth me comentó que esto había herido los sentimientos de Ted, pero Paul me contó por carta que le había perdonado la deuda a cambio de que Bradley renunciara a cualquier reclamación sobre la propiedad de aquí. Le pregunté a Paul por qué había hecho eso, si sus visitas aquí eran muy escasas, y me contestó que sin duda se debía a su sentimentalismo de solterón por el lugar donde había crecido, y si alguien podía alguna vez arruinar la hacienda, ése sería «Bradley, ese pequeño cabrón ávido de dinero». Esta expresión es muy impropia de Paul, un hombre serio y amable, muy distinto de su hermano, mi marido, que era impulsivo y temperamental como su padre. Quien me gustaba era su madre, aunque lo único que hacía era leer y beber demasiado. Se había marchado a vivir a Omaha después de que los chicos llegaran a la adolescencia, y nunca tuve la ocasión de conocerla a fondo.

Sin embargo, lo que siempre he deseado es que mi familia, alejada por muchas razones, volviera a instalarse aquí para estar juntos. Por supuesto que siempre regresan en verano, para nuestro almuerzo al aire libre, y ahora hasta creo que cabe la posibilidad de que Dalva se quede. No hay mayor acontecimiento eji mi vida como el nacimiento de mis hijas, excepto cuando Dalva se encontró por fin con su hijo, aquella tarde de tanto calor. El amor de Ruth por la música hace que a esta casa le falte algo ahora. ¿Cómo es posible que dos hijas sean tan distintas una de la otra, tanto como Paul y mi marido, o como yo y mi hermano, quien, a pesar de su éxito como cultivador de trigo, nació tan bruto y pendenciero? La cabeza me da vueltas al pensar en eso. Si miro las fotos de mi cíase durante todos estos años enseñando en la escuela rural, puedo recordar las características de la voz de cada uno de mis alumnos. Ninguno se parecía. Ni en la voz ni en el carácter. ¿Es por eso quizá que nos sorprenden los buenos imitadores? Claro que su forma de comportarse no era única. Aquellos muchachos cuyo padre es tosco y lacónico tienden a comportarse de manera tosca y lacónica, imitando los gestos y la manera de hablar de sus padres. Y es cierto que las chicas taciturnas eran las primeras en quedarse embarazadas y en casarse antes de terminar sus estudios, o en marcharse a Denver, Rapid City, Grand Island, Omaha o Lincoln al cumplir los dieciséis años, tan pronto como podían dejar la escuela. De la misma manera, los rostros rígidos y amargados revelaban una existencia desdichada en el hogar, unos padres mal avenidos, o quizás un tío o un empleado incapaces de mantener las manos quietas. Desearía que esto último no fuera tan habitual, o como mínimo entre los que frecuentan la iglesia. Aparentemente no existen muchas pistas acerca de cómo son los hombres, excepto por cómo se comportan. Las explicaciones para un mal comportamiento siempre son inútiles, patéticas. Una chiquilla de apenas diez años confió en mí y, después de decírselo a sus padres, al empleado le dieron una paliza que casi le causó la muerte. No estoy muy segura de dónde esta la ética aquí. Por ejemplo, sé que cuando Michael, nuestro huésped historiador, sedujo (o viceversa) a una estudiante de tercero de instituto y camarera de Lena's, no se merecía la paliza que le dio el padre, pero si conocías al padre y a la hija desde su infancia, entonces las consecuencias eran predecibles en ese caso. Estando Karen sólo en sexto grado, ya se había llevado a un grupo de cinco chicos a la zona de matorrales que hay detrás de la escuela para que se desnudaran a cambio de que ella se levantara la falda. Les dijo que se volvieran de espaldas, cogió sus ropas, corrió con ellas al frente de la escuela y las tiró al abrevadero de los caballos. No era el tipo de suceso que yo amenazara con explicar a los padres, bastaba con la vergüenza de los muchachos al tener que pasar toda la tarde con las ropas mojadas. Karen era famosa por su carácter insidioso, y a los trece años ya provocaba numerosas peleas entre los robustos muchachos de la capital del estado, así como entre los jóvenes vaqueros durante la época del rodeo. Sin embargo, es posible que ella esté mejor adaptada para el mundo en que vivimos que la mayoría. Gracias a los contactos de Michael con Ted, ahora se ha marchado a California y hará falta un hombre muy astuto para aprovecharse de ella.

Después de tantos años de seguir el hilo de mis pensamientos, empiezo a dudar de mi habilidad para distanciarme de mi vida y echarle un vistazo ecuánime. Algunas partes de la experiencia son similares al gesto de pasar la lengua por un diente dolorido. De momento lo que consigues es intensificar el dolor, luego éste mengua, dependiendo de cual sea tu «disposición de ánimo», que es de por sí recelosa. Digamos que una mañana de domingo has salido a dar un largo paseo y en un bosquecillo ves un pájaro poco común, luego subes por la cuesta a la loma que domina el marjal y el arroyo. Por supuesto, recuerdas haber acampado allí con tu marido, ahora muerto, y que primero montasteis vuestra tienda cerca del arroyo, pero había tantos mosquitos que la trasladasteis a lo más alto de la loma. Es un recuerdo maravilloso de ese habitat, a pesar de que él muriera poco después. Hicisteis el amor al ponerse el sol y al amanecer, un equilibrio perfecto. Pero un recuerdo así puede ser insoportable un sábado de enero por la mañana, cuando la electricidad se ha marchado después de una tormenta de nieve y tienes que encender la estufa de leña, y la luz es tan débil a media mañana que te ves obligada a encender las lámparas de petróleo para levantar ese ánimo que no llega. Al otro lado de la ventana de la cocina, el comedero para los pájaros está vacío y los millones de copos de nieve son sólo partículas en la oscuridad, a la vez que un espectro brutal del pasado. El sillón de tu marido está vacío, tal como lo ha estado desde hace más de treinta años, pero ahora más vacío si cabe. La garganta se te llena de lágrimas. Tu disposición de ánimo te lleva a recordar más disputas que momentos de esplendor, un guiso que se quemó en lugar de un banquete bien cocinado, el fuerte estremecimiento que sentiste cuando él telefoneó desde Bassett para decir que la avioneta se había estrellado en un campo de alfalfa durante una tormenta eléctrica y admitió que no debería haber volado. No lloraste porque tus pequeñas hijas estaban delante, tomando su desayuno. O, en una época más reciente, al recordar a Dalva con cinco años ayudando a su padre a desplumar faisanes y un urogallo delante del establo, y al llevarle tú una botella de cerveza fría, de pronto ella se enfurruña y muerde la pechuga desplumada de una de las aves, para luego quedarse mirando con expresión solemne las huellas de sus dientes. ¿Qué significado tiene que te rieras entonces, y todavía te rías al recordarlo, si estás de buen humor, y en cambio en los momentos de melancolía su comportamiento te parezca algo repulsivo? Sencillamente, ella tenía que probarlo todo en la vida, y morder aquella carne cruda era sólo el menor de los presagios. Aunque se tratara de una canción country para hombres, Dalva parecía personificar la letra que decía «No me rodees de cercas».

El invierno pasado, un estado de ánimo recurrente se instaló en mí durante otra tormenta de nieve que no paró en todo un fin de semana. La primera noche, la casa se vio azotada y no paró de chirriar. Por la mañana, las ventanas de la planta baja estaban cubiertas, pues la nieve al principio caía húmeda, antes de que el viento girara del noroeste y se volviera mucho más frío. Notaba la desagradable sensación de vivir dentro de un espacioso capullo de seda. Después de tomar café y leer la Biblia (la versión del rey Jaime), me arropé para salir al garaje y dar de comer a mi corneja, a la que llamo tan sólo Corneja porque me gusta ese nombre, del mismo modo que al primer perro guardián que tuve cuando era pequeña lo llamaba Perro. Afuera vi que los pájaros se apiñaban en el bosquecillo de agracejos, madreselvas y acebuches que yo había plantado con ese propósito. El viento empujaba la nieve hasta ese punto en que se pierde toda visibilidad, y el garaje, que se encontraba a sólo treinta metros de h puerta trasera del cobertizo de la bomba de agua, apenas podía distinguirse. Allá en casa, y en días así, solíamos desovillar un carret de hilo de bramante para salir a dar de comer al ganado, pues habíamos oído contar muchas historias sobre desgraciados que habían muerto congelados al extraviarse, fueran realidad o fantasía esas historias.

En el garaje, Corneja no estaba en su alojamiento de invierno que Lundquist le había hecho con cajas de embalaje para patatas, dotado con una percha y una caja forrada con mi viejo albornoz, a fin de que Corneja pudiera esconderse en la oscuridad. Dejábamos la puerta de la jaula siempre abierta, para que el ave entrara y saliera cuando le viniese en gana. Y se apoyaba en lo alto de una lisa columna de metal, evitando así que algún gato vagabundo intentara atraparla. Me había quedado algo cegada por la nieve, y deposité dentro de la jaula el puñado de trocitos de carne de cerdo que le traía, a la espera de que saliera a picotearlos tranquilamente. Pero no estaba allí dentro. Alcé la vista hacia las vigas, pero entonces oí el chasquido de uno de los limpiaparabrisas, que a ella le encantaba halar, soltó un graznido, levantó el vuelo y se posó sobre mi hombro, desde donde se limpió el pico con mi pelo y tironeó de mi gorra de punto, una gorra que mi madre había tejido sesenta años atrás. Le pregunté, como siempre que hacía mal tiempo, si deseaba entrar en la casa. Me dijo que no, y tuve que forzar bastante la vista para averiguar el motivo. Había atrapado un ratón y lo mantenía sujeto debajo del limpiaparabrisas, dejando en el cristal una pequeña mancha de sangre. Soltó entonces un fuerte graznido, como si se sintiera orgullosa, demasiado fuerte para la proximidad de mi oído. Luego ambas nos volvimos hacia la puerta abierta del garaje y nos quedamos mirando afuera, donde no se veía más que una blanca cortina de nieve que se extendía más allá del umbral. Mi estado de ánimo era una deliciosa y particular sensación de vacío, como si mi mente pensante hubiera desconectado de todo. Me concentré en la perfecta blancura de la puerta y percibí el calor animal debajo de mi abrigo, la corneja pegada a mi oreja, el viento meciendo el garaje con suavidad, y un escalofrío recorrió mi cuerpo ante aquella maravillosa sensación de la nada.

En ese mismo estado de ánimo me hallaba la mañana en que Nelse regresó, después de haberme telefoneado la noche anterior para efectuar otro trabajo, seguramente inventado, de control de nidos de rapaces. Me hallaba de pie a su lado, después de servir el desayuno, observándole mientras estudiaba un fajo de mapas topográficos y pensando que nunca serviría para hacer de espía o de hombre de negocios, porque se le veía venir de lejos, como un gallo en un gallinero. Estando yo en segundo grado, una muchacha lakota compañera e clase solía hacer una imitación tan perfecta de un gallo, que hasta los chicos más obtusos se sentían avergonzados. Nelse estaba tan concentrado en su desayuno y en los mapas topográficos, que por el momento había olvidado su misión, fuera cual fuera.

Sin embargo, un poco antes, cuando todavía estaba sentada en el columpio del porche a la espera de que él llegara, de nuevo me había asaltado aquella espléndida sensación de la nada. Por supuesto que me alegraba de que él volviera, hasta el punto de que sentía mi cuerpo vacío, pero decidí no hacer caso de mis expectativas y de mis preocupaciones. Escuchaba el canto de los escribanos, así como el más suave de los gorriones alpinos. Posada en un poste de la cerca, Corneja mantenía las alas desplegadas para el baño de sol matutino. A lo lejos podía oír a mi vecino Athell Dodson labrando el campo de maíz con su colección de tractores antiguos, que reparaba con obsesiva perseverancia. Alcé los ojos al cielo hasta que las imágenes mentales de mi vida desaparecieron y tan sólo quedó el cielo. No hablé con mi esposo ya fallecido, como suelo hacer a menudo por las mañanas, excepto para decirle: «Tu nieto vuelve a venir». Creo que mi mente se extravió un rato antes de oír que la camioneta de Nelse venía en dirección contraria, desde lo que llamamos «la casa familiar», donde ahora vive Dalva. Ella pertenece a allí; en cambio, yo nunca me he identificado con aquel lugar, sobre todo a causa de la personalidad de mi suegro. No sólo porque era un hombre que infundía temor y generalmente se dejaba dominar por la cólera, sino porque no podía digerir que una docena de cuadros de los que tenía en casa valieran más que lo que mi modesto padre pudiera ganar en doce años de trabajo. El viejo J. W. sólo veía el mundo desde su punto de vista. Reconozco que me sorprendió un poco ver cómo la muerte de John Wesley, mi marido, le hundió por completo. Me inquietaba ver con qué celeridad se adaptó al papel de segundo padre de Dalva, mucho menos de Ruth, pero consideré que la influencia era moderada y positiva. Yo había impartido clases a bastantes muchachas sin padre para saber que esto puede suponer una larga serie de problemas. Me extrañó que en el último año de su vida regresara a su antigua obsesión pictórica, convirtiéndose en un anciano amable, aunque algo chinado, sin rastros del despótico granuja que había sido. En el pueblo se explicaba la broma de que solía actuar como si fuera el dueño de todas las mujeres de Nebraska, y nadie de los que vivían en torno a la línea divisoria del estado podía desmentirlo. Paul, con su sabiduría habitual, comentó que el peligro del arte, sobre todo cuando la vocación se vuelve obsesiva y arraiga dentro de ti, estriba en que no hay manera de volverle la espalda.

Nelse ya casi había terminado de desayunar, y entonces le pregunté:

–¿No tienes que decirme algo?

Se levantó con tal brusquedad que volcó una silla. Y al mirarme, jespués de haber enderezado la silla, lo hizo rehuyendo mis ojos, mudo y desconcertado, recogió sus mapas y mi bolsa y salió presuroso de la casa. Lavé rápidamente los platos del desayuno, me reuní con él y subí a la camioneta como si nada extraordinario hubiese pasado. Entonces él se asomó por la ventanilla del conductor.

–¿Cómo lo ha sabido?

Mi respuesta fue más o menos:

–¿Cómo no iba a saberlo?

¿Por qué no me casé con Paul, el hermano de mi marido? Supongo que porque no lo creí correcto, aunque sé con certeza que en algunas tribus nativas es casi obligatorio. Esta pregunta siempre se vuelve más incisiva en los meses de septiembre y octubre, cuando muchas especies de pájaros se reúnen para volar hacia el sur. Cómo los echo de menos. Pero al mencionarle esto a Paul, un año después de la muerte de John Wesley en Corea, dijo que ésa era la razón de que prefiriera su retiro de Arizona, cerca de la frontera con México. Supongo que lo que siento por él se aproxima al amor, pero no es suficiente. Este verano le advertí a Nelse, respecto a su querida J. M., que para la mayoría de nosotros esta pasión sólo se presenta una única vez en la vida y es bastante improbable que haya una segunda ocasión. Ni Dalva ni Ruth están enteradas de la docena aproximada de encuentros que Paul y yo hemos mantenido en estos años. Hacia el final de su adolescencia, ambas quisieron persuadirme para que volviera a casarme, pero me limité a decirles que en esta parte de Nebraska las reservas de talento eran bastante escasas.

Estuvimos media hora larga circulando por la carretera antes de que Nelse se recuperara por completo y empezara a hacer preguntas, Pero me negué a contestar a la mayoría porque consideraba más adecuado que se las formulara a su verdadera madre. Como es lógico, la más difícil fue ésta:

–¿Por qué me entregaron en adopción?

Tuve que decirle que, por supuesto, no había sido Dalva quien había querido desprenderse de él. Aquí expliqué una pequeña trola. Aunque quizá lo más adecuado fuera el término «mentira». Mi suegro no paraba de incordiarme, y yo hacía lo mismo con él. Cada uno se había posicionado en un extremo de la cuestión, y no había forma de que nos encontráramos en el centro, aunque en días alternos cambiáramos de extremo. Después de haber tomado la decisión de enl tregar a la criatura, ninguno de los dos nos vimos durante dos meses, a pesar de la proximidad de nuestras casas. Parece como si todos tuviéramos la conmovedora certeza de que para cada problema existe una solución. No es así, y no lo fue entonces. Es indudable que nuestras dos elecciones fueron equivocadas.

No fue hasta la mañana siguiente, cerca de Valentine, cuando empecé a formularme preguntas sobre genética, y sólo durante una hora, después de lo cual renuncié. En la doctrina docente se habla mucho de que un niño es, en muchos aspectos, «una página en blanco», pero después de reflexionar al respecto dudo que alguien se lo crea. A pesar de los buenos modales que le inculcaron, y que asoman a la superficie, en Nelse hay mucho de los padres que lo engendraron, una actitud de «todo o nada» respecto a la vida, que dudo proceda de sus padres de adopción. Es cierto que tengo mis dudas de que esta cualidad se pueda transferir genéticamente, pero poco faltó para que me convenciera fle lo contrario. Lo archivé en mi mente bajo el apartado de cosas que estamos destinados a no saber o entender, aunque en el futuro tal vez ideen recursos para aprender esa idea biológica. Nelse parecía tener una buena parte de la aguda inteligencia de Paul y de Dalva, aunque templada por la salvaje vehemencia de su padre. Cerca del canal Ainsworth, que corre paralelo al McKelvie National Forest, Nelse saltó por encima de una cerca dando una voltereta, en vez de subirse a ella o pasar por debajo. Sé que Duane siempre lo hacía así y que en una ocasión había aterrizado casi encima de una serpiente de cascabel. Lo de la serpiente ahora no viene al caso, pero la voltereta era sin duda un gesto violento. Me había explicado que tenía una lesión permanente en la cabeza a causa de su época de futbolista en el instituto, y que hacía poco se había agravado al darse un golpe contra el dintel de la puerta de la camioneta. Al decirle que la fauna que tanto admira toma medidas de cautela para sobrevivir, asintió con gesto serio, pero luego en el McKelvie trepo a un pino para disfrutar de la vista, se quebró una rama y él resbalo unos cuatro metros pendiente abajo, desgarrándose la camisa y h ciéndose un cardenal en la parte baja del pecho. Claro que su apariencia física podía engañarme, y no pude evitar pensar en las cria de perros, caballos y reses. Por ejemplo, a medida que envejeces tiendes a reconocer poco a poco que no eres un ejemplar único, como pensabas en la primera etapa de tu vida. Es posible que tanto mi mente como mi corazón, tan agradecidos por su llegada, pretendieran convertir a Nelse en uno de los nuestros. Pero, si lo era, esto me aliviaría de la última carga de culpa por haberlo entregado en adopción al nacer.

En diciembre voy a cumplir sesenta y cinco años. Se producen ciertos descubrimientos cómicos en el proceso de envejecer, un proceso que antes creías entender, para luego descubrir que sólo lo habías entendido de manera superficial. El primero de todos estos descubrimientos consiste en que todo sucede de pronto. Por ejemplo, volviendo a nuestro estanque, observo cómo las hojas de los chopos empiezan a caer después de la primera helada y en sólo un mes los árboles están desnudos. Y, cuando la luz es la correcta, en el fondo del estanque se ve la enorme aureola de hojas amarillas pegadas al lodo, desde la orilla hasta las partes más profundas. Asimismo, veo los cambios que se producen en los rasgos de mis hijas como no los había visto en los míos, debido quizás a que la visión diaria que tengo de mí, bastante agradable, incluye unos cambios demasiado graduales para que los advierta. Pero mis hijas sólo me visitan una o dos veces al año, y esto hace que perciba de inmediato su proceso de maduración. No tengo problemas para leer el rostro de Dalva, pero el de Ruth es más contenido y requiere un estudio más detallado. Dalva nunca se ha abstenido de los hombres que le han interesado; en cambio, Ruth pasa meses sopesando el asunto antes de abrir una rendija de su corazón. Lo hacía ya en el instituto y en la universidad, mucho antes de su desgraciado matrimonio.

Pero leer el propio rostro es algo muy distinto. A veces se convierte en un proceso tan aburrido que ni siquiera le prestas verdadera atención. La idea de que pasas este momento una sola vez explica una parte importante de la historia, mucho más allá de los espejos. Hace ya mucho tiempo, estando Dalva en la Universidad de Minnesota, me envió un par de raquetas para andar por la nieve, al comienzo de lo que al parecer sería un invierno muy crudo. Salí sola con esos artilugios, pues necesitas habituarte a ellos, pero al cabo de un rato ya disfrutaba de la libertad para meterme por marjales y bosquecillos, infranqueables en invierno si utilizabas los esquíes para ir a campo a traviesa. Un sábado al mediodía regresaba a casa después de un largo paseo y crucé por el estanque, congelado y cubierto de nieve, que alimentan una docena de manantiales y del que sale el riachuelo que desemboca en el Niobrara. Fuera como fuese, poco a poco la superficie de hielo se iba quebrando y yo me iba hundiendo al tiempo que forcejeaba con todas mis fuerzas. No paraba de pensar en una experiencia de mi infancia, en que había visto cómo un ciervo joven luchaba desesperadamente, atrapado por la mitad en la alta cerca que mi padre había levantado para proteger una pila de heno. Las raquetas impulsaban hacia abajo grandes placas de hielo de poco espesor y yo me hundía poco a poco, consciente de los gritos y los chillidos que emitía, el corazón latiéndome espasmódico por el terror. Una corneja pasó volando y tan sólo echó una breve ojeada hacia abajo. El agua me llegaba al pecho y ya estaba a punto de aceptar mi destino, cuando de pronto las raquetas tocaron fondo. Poco faltó para que brillara con luz trémula a pesar de las ráfagas de aire frío que a mi alrededor levantaban la nieve como si fuera niebla a ras del suelo. Enseguida comprendí que estaba en el borde más profundo del banco de arena, tan familiar por las veces que nadábamos allí, y me encaminé hacia la orilla, trepando, arrastrándome por donde el hielo era ya bastante grueso, cerca del ribazo. Al salir de casa, la temperatura debía de rondar los doce grados bajo cero, de modo que mis ropas mojadas empezaron a congelarse y a crujir a medida que avanzaba, proporcionándome cierto alivio contra el viento.

El recuerdo más claro de lo sucedido, después de llegar a casa, fue que la experiencia había sido de esas que no admiten oraciones. Como es natural, durante la larga caminata de regreso, en torno a los dos kilómetros, me había sentido agradecida, pero mientras me hundía no era más que otro animal desesperado enfrentándose a una posible muerte. El ciervo que había quedado atrapado encima de la cerca del pajar de mi padre también se retorcía para liberarse, y mis lágrimas infantiles no le ayudaron en absoluto. A medida que esparcía las ropas delante de la estufa iba hablando con mi marido, sobre todo para decirle: «Poco ha faltado para que tu viuda se reuniera contigo»… Y él me había contestado: «Lo único que tienes que hacer es intentarlo otra vez». Estuve de acuerdo con él y no dije nada mas, aunque sus palabras me habían impactado fuertemente, pues incluían lo bueno y lo malo de la idea de «una sola vez». Esto me ocurre con mayor intensidad en el solsticio de invierno, que es el que marca el paso de mis años. En invierno me alegro al ver que los días son cada vez más luminosos, pero durante la primavera y el verano a menudo me horroriza el paso de los segundos, con la idea sin duda banal de que este verano ya no volverá a producirse excepto a través de recuerdos intermitentes.

Al pensar, como hago a menudo, en cómo mi vida anterior al matrimonio se vio barrida por completo al casarme, ahora también pienso en Nelse. Un día de comienzos de septiembre, mientras observábamos pájaros al amanecer, le pregunté si lamentaba haberse dado a conocer y haberse reunido con nosotros, y en qué medida esto había cambiado la rutina de su vida. Se volvió hacia mi casa, que se encontraba a varios kilómetros de donde estábamos, y luego en dirección a la casa familiar, donde vivía Dalva, como si en realidad pretendiera situarse, luego dijo que no podría haber hecho otra cosa. Había una determinada hosquedad en su aspecto y en su manera de hablar. J. M. había partido para Lincoln la mañana anterior, y yo les había oído discutir a lo lejos, cuando paseaban por la carretera rural antes de que anocheciera. Aquella tarde era indudable su nerviosismo por el cambio radical que se había producido en su vida, y su disgusto por el hecho de que Dalva se hubiese puesto de parte de J. M. respecto al tiempo que él debía pasar en Lincoln. Había estado regateando para pasar tres días en la ciudad y cuatro aquí, y J. M. insistía en lo contrario. Entonces, en mitad de la cena, él se había levantado de la silla y con un muslo de pollo en la mano había exclamado a voz en grito:

–¡Mecagoendios!

En cierto modo, esto me escandalizó y me hizo gracia. Yo sólo había «tomado el nombre de Dios en vano», como solemos decir, una sola vez en mi vida, al tener que conducir hasta Bassett para recoger a John Wesley después de que estrellara su avioneta. Era a última hora de la tarde y él estaba apoyado contra una cerca en compañía de otros granjeros, pasándose unos a otros una botella de whisky. «¡Mecagoendios!», exclamé casi en un aullido. Los hombres apartaron de mí la vista y se volvieron hacia la avioneta estrellada. A los hombres les encanta dar a los actos temerarios una pátina de racionalidad. John Wesley amaba los aeroplanos, pero no le gustaban los aeropuertos, pues pensaba que de algún modo disminuían la gloria de eso que él llamaba su «deporte». Es cierto que en nuestra carretera, su pista de aterrizaje, había días que no pasaba más coche que el del cartero. Ahora me acuerdo de que Dalva, a sus doce años, ya me gritaba que si de mí dependiera nada se habría inventado. Como defensa dije que aprobaba los libros, las gafas, los antibióticos, pero pronto se me agotaron las fuerzas.

El exabrupto de Nelse resonó con el dolor de un macho que se ve atrapado por las hembras. La mesa donde cenábamos se había convertido en una jaula que nosotras habíamos construido para él, Dios sabrá por qué. Incluso habíamos intentado que comiera en exceso. Dalva había traído un vino excelente de la casa familiar, donde Nelse insistió en quedarse, en el viejo barracón de los vaqueros que antes había utilizado su padre. Explicó que a veces sufre de claustrofobia y Lundquist y él arrancaron una parte importante de una pared e instalaron una tela metálica. Yo daba por sentado que más adelante pondrían cristales, pero construyeron unas puertas giratorias, corno las de los establos, para cerrar al marcharse. Argumentó tontamente que en las noches frías le gustaba el frío, y en las noches calurosas le gustaba el calor. Dalva cree que parte de su inquietud le viene del último fin de semana, después de que le mostrara los objetos nativos almacenados en el subsótano y le pidiera que los restituyese al lugar que les corresponde. La respuesta de él fue que ese lugar ya no existía, pero que se lo pensaría. Luego se quedó allí abajo toda la noche, y esto la inquietó. Pienso que Dalva debería hacer suya aquella casa, y no incluir el cuidada de los fantasmas de la familia.

La casa de mi familia estaba al sureste de Gordon, no muy lejos, en términos de Nebraska, del sitio donde se forjó la fama de Mari Sandoz, autora de Old Jules. Ningún blanco ha descrito con tanta claridad el exterminio que llevamos a cabo de nuestros nativos, sobre todo de los sioux. Pine Ridge y su ignominioso enclave de Wounded Knee tan sólo están a ciento sesenta kilómetros al norte, así que Sandoz no era una estudiosa muy distanciada del objeto de su estudio. En gran medida había sido mi heroína durante mi adolescencia y la idea de que una joven de la región podía convertirse en una ciudadana admirada en todo el mundo me emocionaba. Tal vez mi corazón ahora sea más débil, porque soy incapaz de hojear algunos de sus libros, sobre todo Caballo Loco y El otoño de los cheyenes. La crueldad de lo sucedido a nuestros ciudadanos es de una magnitud indescriptible. Lo sé no sólo por haberlo leído en los libros, sino porque nací y me crié en medio de historias sobre las tribulaciones de nuestros nativos, que se han convertido en la parte más oscura de nuestra historia familiar. Mi padre me había contado que su propio padre había abandonado Noruega para huir de la opresión del gobierno: incluido el reclutamiento forzoso por parte del ejército, y sólo para llegar al noroeste de Nebraska poco antes de la masacre de Wounded Knee. Si bien se pensaba en estos aspectos de nuestra historia local, se hablaba muy poco de ellos. Aun así, no ignorábamos que sucedían, del mismo modo que durante la segunda guerra mundial los alemanes no ignoraban la existencia de los campos de exterminio a su alrededor. Y las respuestas que se daban a las preguntas de los pequeños eran muy duras, porque la infancia tiene muy pocas defensas para proteger sus sentimientos. Mi padre era un granjero mediocre, pero no era tonto, y sí aficionado al estudio de nuestra historia. Por extraño que parezca, su mayor trauma social fue haberse casado con una muchacha noruega a pesar de la oposición de ambas familias. Puede que esto parezca una extravagante estupidez ahora, pero la joven pareja se vio obligada a abandonar las raíces de ambos en el condado de Loup para trasladarse al de Sheridan, cerca de Antelope Creek.

Nelse sabe muchas cosas de la historia de los nativos, pero me alegro de que su relación con Michael, nuestro invitado historiador, se viera limitada por los problemas de Michael para hablar, y que al retirarle los aparatos que le inmovilizaban la mandíbula ya le faltara poco para marchar. El temperamento de Nelse habría contribuido a que sintiera admiración por Michael, pero la influencia de éste no habría sido positiva en esos momentos. (Acabo de enviarle a Michael un cheque como supuesto «préstamo» para su encantadora hija, aunque tengo mis dudas al respecto.) Michael es capaz de condensar toda la historia en un continuo reinado del horror. Nunca he conocido a un hombre que estuviera menos en contacto con la cotidianeidad de la vida, debido a su despiadada ceguera hacia su entorno más inmediato. No obstante, era fácil dejarse ganar por su agudeza y sus conocimientos. Hasta el austero Paul le disculpaba lo poco que estuvo por aquí, después de que Michael recuperara el habla. Sin duda, hay un toque de malicia en la mayoría de los alcohólicos crónicos. Son tan egocéntricos, que el mundo sólo existe en la medida que les afecta. Paul y Nelse son algo reacios a los licores fuertes, Paul sin duda debido a su padre, y Nelse por lo que me ha contado de su madre adoptiva, aunque esto no se evidenciara cuando la trajo para una breve visita en septiembre. Al mencionárselo a Nelse, me dijo que sin duda traía su bebida en la maleta. Nelse se refiere a ella como su gran Problema, pero la trata con afectuosa consideración. Además, es obvio que su problema principal reside en la idea de si desea sentar la cabeza y casarse con J. M. Ha iniciado su trabajo fenológico, de un año de duración, en una sección de tierra, de bordes escabrosos, en cuyo interior se hallan el marjal y el estanque, y luego sigue por el arroyo hasta el Niobrara. Con Lundquist ha empezado también la planificación de una especie de experimento agrícola, cuya naturaleza aún no ha explicado con detalle, pero que supone vallar veintiocho hectáreas en siete partes diferenciadas. Incluso fue a pedir consejo al agente del condado y, al ir yo de compras a la capital del condado, me gastaron bromas respecto a que era la primera vez en cien años que un Northridge pedía consejo a alguien. Conmigo se muestran bastante joviales, dado que no me incluyen en la familia de mi marido, aparte de que existe la opinión de que una maestra de escuela rural es una heroína pasiva y, aunque es muy posible que Heve una vida secreta que haría sonrojarse a los temerosos de Dios, allí donde va le dedican una sonrisa.

Es como si a Dalva los problemas la medio asfixiaran. De no ser por Nelse, sus caballos y su perrito, me daría miedo. Su amigo Sam muestra cierto resentimiento incontrolable hacia el dinero, pero no se lo he comentado a ella porque dudo que el problema tenga solución. También J. M. tiene cierta tendencia a comportarse un poco de esta manera, aunque está convencida de que no es por culpa de Nelse. Sin embargo, más problemático y agotador me parece lo del trabajo de Dalva, que no consiguió una subvención gubernamental después de anunciarle que iban a dársela. El Ministerio de Agricultura prefiere los asuntos de cierto relumbrón, y la quiebra cada vez mayor de las granjas en la zona sur del condado es un tema que interesa sólo a la prensa y a las familias que la padecen. Un granjero descendiente de tres generaciones de granjeros se ahorcó en el establo al perder sus derechos de propiedad y ver que después de una subasta dispersaban su ganado y sus herramientas. Dalva pasó varios días con la esposa, los hijos ya adultos y algunos familiares justo antes de dar una conferencia sobre su programa en Lincoln, donde, según ella misma admitió, se le había calentado tanto la lengua que un congresista del estado la había calificado de «simpatizante de los comunistas», algo que ella no aceptó con mucha elegancia. La verdad es que tengo mis dudas en cuanto a su carrera como funcionaría. Imagino que una consejera social psiquiátrica efectiva tiene que aprender a mitigar percepciones y sentimientos para sobrevivir. Además, algunos conservadores de museos la están acosando, seguramente porque Michael se ha ido de la lengua, debido a si es conveniente que guarde unas pinturas tan valiosas en «una vieja granja de madera». Dalva se ha negado a todos los intentos de estos conservadores por hacerle una visita.

Con frecuencia me pregunto por qué su fascinación por la historia natural es tan escasa, como si la mía se hubiera saltado una generación y hubiese aterrizado en Nelse; claro que ella nunca ha sido muy dada a los detalles. La última vez que la he visto feliz fue el pasado fin de semana, ayudando a Nelse y a Lundquist a levantar una cerca. Ante mi sugerencia y el asentimiento de Lundquist, han contratado también a Rex, el maestro de las cercas. Dalva manejaba el tractor con el taladro mecánico y Lundquist se dedicaba sobre todo a supervisar el trabajo. Aunque tiene más de ochenta años, no está en absoluto débil, pues la mayoría de las veces lleva en hombros a su perro. El sábado les llevé la comida para que almorzaran allí mismo, pero Rex no quiso compartirla. Él vive en una cabaña en la pequeña propiedad de su madre, y todas las mañanas ella le da un trozo de carne que saca del congelador. En el bolsillo de su deshilachado abrigo, Rex lleva una pequeña sartén de hierro, y al mediodía la carne ya está descongelada y él enciende una hoguera. Está claro que esto supone una delicia para Rex, y no se muestra reacio a utilizar las partes aprovechables de los restos de animales atropellados en la carretera, como por ejemplo ciervos o serpientes de cascabel, cuya piel vende para hacer cintas de adorno en los sombreros. Se desplaza con una bicicleta de ruedas de balón y provista de una cesta, además de unas alforjas donde lleva sus herramientas para construir las cercas. Nelse se ha ofrecido para pasar a recogerle y llevarle de regreso a su casa, pero Rex no quiere, a pesar de que esto le supone unos veinticinco kilómetros en cada trayecto.

–Me gusta montar en bicicleta -es todo lo que dice.

Ha habido muchas quejas por parte de los granjeros que le contratan, porque cada verano la madre de Rex suele subirse a un autocar con un grupo de varias docenas de mujeres que salen de Scottsbluff para Las Vegas, y se sospecha que el dinero que gana Rex termina en las máquinas tragaperras. La idea de una madre diabólica es dura Para la sensibilidad de los hombres. Cuando Rex estaba en tercer curso, una mañana vi con claridad que sufría fuertes dolores, pero no me decía nada, así que le pregunté a su hermana. Ésta, con actitud satisfecha, me contó que su madre había visto que Rex «se estaba tocando» y le había golpeado con un colgador de ropa en los genitales. n aquella época no teníamos asistente social, así que llamé al shériff y ya no hubo más palizas. Más tarde, el shériff me contó haberle dicho a la mujer que si volvía a pasar algo la desollaría como a un venado. No es que esto sea muy propio de un defensor de la ley, pero funcionó.

He mantenido una discusión a larga distancia con Paul y lo único que la ha mitigado es que la hemos tenido por carta, más que nada porque Paul piensa que muchos problemas tienen su raíz en el hecho de querer discutir asuntos muy serios por teléfono. Su argumentación se fundamenta en que ninguno de nosotros puede expresar en voz alta sus sentimientos con bastante precisión, mientras que el proceso de escribir requiere una mayor reflexión. El problema había empezado una noche de agosto, en que me molestó al decir que era inútil que intentara proteger a Nelse. Especificó que era como si yo tratara de evitar que Nelse saliera huyendo hacia el sol poniente dando fuertes alaridos. A Paul le obsesiona la taxonomía en todas sus ramas, y prefiere un mundo humano sin sombras, aunque sabe que eso es imposible. Tiene en su poder un manuscrito de su padre, al que califica de «falsas memorias» porque en calidad de hijo ha visto cosas que eran completamente distintas. Paul considera «atractivas» esas memorias y piensa que deberíamos dejar que Nelse las leyera, dado que en una semana de reclusión se había leído los diarios del primer J. W. Northridge. Yo me había negado a leer aquel manuscrito, pero a Dalva fé había encantado, como es lógico, ya que en muchos aspectos él había sido un padre para ella y no podía haber hecho nada malo. Dalva piensa que mis objeciones en el tema del incesto son absurdas, porque el encuentro de ella con Duane había sido involuntario. El hecho de que mi marido fuera quizás el padre de los dos me dolió en lo más hondo cuando me enteré. Imagino que éste fue el motivo principal para que al final decidiéramos entregar a Nelse en adopción. No fue la infidelidad de mi marido lo que más me hirió, sino el resultado de todo aquello, un horrible suceso bíblico en el que el hijo ilegítimo, ahora convertido en un adulto, baja de las montañas y sin pretenderlo se empareja con su hermanastra. Ya sé que eso fue un puro accidente, pero ¿por qué tiene que enterarse su hijo? ¿No es suficiente con que se le abandonara? Dalva, cosa nada normal en ella, dijo que decidiera yo. Está harta de discutirlo, y siempre demuestra cierta suspicacia respecto a mis motivos. No consigo con vencerla de que no es la infidelidad de mi marido lo que me preocupa. Si un hombre se va de cacería durante dos semanas, es un blanco fácil para la tentación. Después de toda una vida de asistir a la iglesia, no veo que el animal humano haya evolucionado hasta el punto de no verse limitado por el deseo más vulgar, que se presenta de forma perentoria y espontánea. Y un campamento de caza sin duda ofrece pocas barreras. Lo cierto es que no lo fueron ni su hermano ni su padre, y menos este último, que era famoso por su libertinaje. Así que mi oposición no se debe a remilgos sexuales por mi parte. Además, Paul me irritó el otro día con una carta en donde sugería que, al oo haber yo tenido un hijo varón al que mimar y, teniendo en cuenta que éstos son mucho más lentos que las chicas en su aprendizaje, ahora me aprovechaba de la situación. No estoy muy segura de cómo debo interpretar eso, pues noto una sensación persistente por debajo del esternón y no consigo localizar la causa.

Dalva vino a desayunar a casa el domingo por la mañana e hicimos tortitas dulces de patata, como hacíamos hace mucho tiempo. Ella, Nelse y Rex estuvieron trabajando en las cercas, a pesar de los sermones de Lundquist sobre el hecho de trabajar en domingo. Hace bastante calor para estar en octubre, y después de desayunar nos sentamos en el porche, donde bebimos demasiado café y a Dalva le dio un ataque de risa ante la posibilidad de perder su empleo después de sólo dos meses. El congresista al que ella insultó exige que la despidan, y se aprovecha de ciertos comentarios desafortunados acerca del historial laboral de ella en Santa Monica. Su jefe en Lincoln telefoneó para sugerirle que lo mejor que podría hacer en esos momentos era ofrecer sus disculpas por escrito, pero Dalva le contestó que eso sería lo mismo que pedir disculpas a una caca de vaca por la desafortunada experiencia de haberla pisado. Es evidente la intención del congresista al preguntarle por qué creía que el Gobierno tenía que intervenir y ayudar a salvar una granja que el propio granjero no había sido capaz de salvar. Dalva reconoce que estuvo algo irrespetuosa al replicar que todas las ramas de la economía tienden a «alimentarse del comedero de la plaza pública», incluida la compañía del congresista con sus contratas de gas y petróleo. La expresión era muy antigua y la había aprendido de su abuelo, que políticamente no era de derechas ni de izquierdas, sino que se limitaba a aplastar a cualquiera que se opusiera a sus intereses sobre la tierra.

Fuimos a dar un paseo por el estanque y al detenernos para contemplar una mancha de malva silvestre seca, Dalva dijo de pronto que Paul tenía razón, que yo temía que si Nelse se enteraba de algo pudiera huir a toda velocidad. Según ella, eso era bastante improbable, aparte de que la curiosidad natural de Nelse haría que al final averiguase la verdad. Los leves pinchazos que yo había sentido por debajo del esternón se convirtieron en sacudidas y tuve que sentarme para recuperar el aliento, acordándome de aquella vez, que nuestro padre nos abandonó, aunque sólo por un mes escaso. Mi madre solía caer en fuertes depresiones, aunque de una manera bastante agresiva, y casi siempre tenía ganas de discutir. Gus, mi hermano mayor, que por entonces tendría unos catorce años, era lo bastante bruto para no hacer caso de eso, pero Erik, que tenía doce, se marchaba al establo y dormía allí. Yo tenía diez años y recuerdo con claridad a mi padre gritando en el vestíbulo que si ella no quería hacer el amor cotí él se marcharía a Dakota del Norte. Y así lo hizo, durante un mes. Creo que estábamos bastante asustados, porque eran mediados de marzo y para finales de abril mi padre tenía que empezar a preparar la tierra o de lo contrario no tendríamos cosecha y perderíamos la granja. Por supuesto, mi padre regresó a tiempo, pero esa imagen mental de un hombre marchándose de casa me impresionó muchísimo y se quedó dentro de mí cuando a los dieciocho años Erik nos dejó para siempre. En nuestra zona aún quedaban restos del derecho de progenitura, y Erik veía con claridad que Gus heredaría la granja, de modo que al llegar a la adolescencia había desarrollado una persistente amargura con relación a eso. En aquella época, eso no me parecía bien, y aún sigue sin parecérmelo, un sistema arcaico e injusto para mantener las granjas intactas, pero ruinoso para gran cantidad de hijos que no ocupaban el primer puesto en la línea sucesoria. Muchos terminaban cpmo miserables vagabundos, alcohólicos o peones en permanente estado de irritación. Lo último que supimos de Erik fue a comienzos de los años cincuenta, al seguirle el rastro hasta Eugene, en Oregón, pero su respuesta fue demasiado gélida para soportarlo.

Mi ensoñación había sido tan profunda que se me empezó a ladear la cabeza. Dalva entonó una parodia de una lastimera canción country sobre lo difícil que era ser mujer, y ambas nos reímos, luego seguimos bajando la colina hacia el estanque. El tiempo era caluroso para octubre, y aún había insectos en el aire, así como pájaros retrasados que a esas alturas ya deberían dirigirse al sur: un solitario papamoscas quizá con alguna lesión cerebral, y un mirlo alirrojo que no podía volar muy bien, pues tenía algo rígida el ala izquierda. Nc quise imaginarme el próximo fin de aquella historia.

–Sabes que Nelse piensa ir a Arizona para comprobar cómo esta su perro, y luego bajar hasta la frontera para ver a Paul. Piensa que si lee el manuscrito del abuelo es posible que no vuelva nunca por aquí. Así de sencillo. Yo esperé media vida para que volviera Duane aunque mi mente me decía que eso era imposible. Pero incluso antes cuando tú y papá os ibais de viaje, siempre miraba por la ventana, incluso de noche pensaba que las estrellas que asomaban por el horizonte eran los faros de un coche a lo lejos. Y al morir papá en la guerra, pensaba que podía volver con aquel olor a avión en sus ropas, aquella mezcla de aceite, gasolina y sudor. Estoy segura de que esta añoranza por los seres humanos se inició mucho antes de que dispusiéramos de un lenguaje.

Dalva se sintió algo turbada por aquel discurso e intenté cambiar de tema, pero ella titubeó:

–¿Me preguntas qué diablos haré si pierdo mi trabajo? No tengo ni idea. Sentarme junto a la ventana y aguardar el regreso de nadie. ¿Sabes que envié un cheque a Michael para sacarle bajo fianza de los cargos que se le imputan por conducir borracho? Ahora tendrá que buscar un piso más cerca de la universidad, ya que no puede conducir durante seis meses; sin duda un verdadero servicio a la sociedad. Pero puedes estar tranquila. Si Nelse no regresa, le seguiré allá donde vaya. Y tú podrás darle más consejos. Me dijo que tus consejos eran los mejores que le habían dado en su vida. Eso es todo un cumplido. En cuanto a mí, dijo que ahora comprendía de dónde había sacado algunas de sus peculiaridades.

Entonces me tocó a mí sentirme turbada, y le sugerí que diéramos un largo paseo. Pero Dalva declinó mi oferta. Intentó echar una cabezadita allí mismo, en el banco de arena junto al estanque. Yo necesitaba agotarme, ahora que mis palpitaciones se habían calmado. El asunto de la marcha de Nelse había quedado clarificado, y me encogí por dentro al advertir que la idea se acercaba otra vez, de modo que emprendí rumbo al noroeste, hasta el rincón más lejano de la propiedad, que visito menos de una vez al año porque se halla más allá de la última barrera de árboles que sirve de protección contra los vientos, y allí la posibilidad de ver pájaros es muy remota, con la excepción del área contigua al Niobrara. El terreno es ondulado y las hierbas, indígenas, puesto que nunca se ha cultivado. De recién casada, a menudo iba allí con mi marido en la época de caza. Por allí cerca había un lugar donde los gallos de la pradera efectuaban sus vistosas danzas de apareamiento en primavera, en las que los machos andan pavoneándose con gran ostentación. También había muchos Urogallos de cola puntiaguda en la zona, y de recién casados mi mando tenía un viejo setter inglés medio estúpido, incapaz de dejar de cazar hasta que caía agotado, de modo que luego mi marido tenía que acarrearlo a hombros hasta un estero junto al Niobrara, donde se recuperaba. Yo preparaba una cesta con comida, y después del almuerzo a veces hacíamos el amor, algo fantástico en aquel entorno. La primavera en que el perro murió, a la avanzada edad de trece años para los setters, el animal se había escapado a aquella zona para mostrarnos a los gallos de la pradera en su territorio desde una distancia prudencial, sin abandonar su lejano punto de observación. La última vez estaba lloviendo y Bob había agrandado el agujero de mj, tejón para meterse en parte dentro de la madriguera. Cuando le encontramos parecía como si estuviera mostrando la caza, rígido y babeante en su atalaya. Las aves, en su terreno nupcial a un centenar de metros de allí, seguían impertérritas. Bob tenía paralizada la cadera, y mi marido tuvo que llevarlo a cuestas los casi cinco kilómetros que había hasta casa, lo cual nos tomó algún tiempo, ya que el perro pesaba sus buenos treinta y cinco kilos y era difícil acarrearlo. Yo caminaba detrás de ellos y Bob me miraba con expresión dolorida desde su posición sobre los hombros de mi marido.

Observé a Dalva desde el otro lado del estanque, y me pareció que ya estaba dormitando. Salí a buen paso, pues quería estar de regreso a media tarde para preparar una cena especial para ella y para Nelse. Estaba tan preocupada que, la verdad, hasta se me había olvidado acudir a la iglesia, la única vez que me ocurría en todo el año, excepto durante la tormenta de nieve a primeros de marzo. Iba a pedirle a Dalva que me llevara, pero ella ha ido una sola vez desde que regresó a casa, pues no le gusta el nuevo párroco que el sínodo de la Iglesia luterana ha transferido a la zona. Al igual que yo, él se encuentra en el último tramo antes de la jubilación, aunque yo dedico todos mis esfuerzos a la escuela en vez de dejar pasar el tiempo, como hace ese pobre espíritu casi muerto.

En el extremo más alejado del marjal escuché el resoplido de un ciervo macho, saliendo de entre los sauces. ¿Cómo pueden emitir un resoplido nasal tan penetrante? Los mirlos que quedaban se concentraban en masa, como pececillos transportados por el aire. Adiós. Después de este año haré caso a Paul y viajaré a sitios como México y América Central, sobre todo para ver pájaros. El viaje en barca por el Amazonas resultó fallido al no poder caminar. Y por ese mismo motivo los Everglades me dejaron algo insatisfecha. Una amiga cuenta que el lugar ideal para ver pájaros es Costa Rica. Cuando Lena, Marjorie y yo fuimos al Brasil, estuvimos dos días en Río antes de volar al norte, y no parábamos de reír, sintiéndonos unas paletas sentadas en un banco frente a la playa de Ipanema. Miles de chicas en tanga, un mar de traseros al aire, y nosotras sentadas con nuestros vestiditos floreados de Nebraska. Un pobre muchacho intentó arrebatarle el bolso a Marjorie, pero ella iba preparada con la correa más resistente y de un tirón hizo caer al muchacho de la acera. Es indudable que Marjorie es más fuerte que muchos hombres. Pero el mejor viaje que he hecho en mi vida fue entre la segunda guerra mundial y la de Corea, con mi marido, a Inglaterra aunque mi suegro nos estuvo persiguiendo todo el tiempo con telegramas respecto a transacciones de tierras que había que atender en aquella época. Cogimos un tren hasta Hereford, y mientras él acudía al Registro Hereford para hablar de la cría de estas reses, yo aproveché para visitar la espléndida catedral. De regreso a Londres, John Wesley me compró un pareo y eso me hizo reír, pues yo sabía cuánto le gustaba la actriz Dorothy Lamour. Me lo puse sólo para estar en la habitación. También le gustaba Claudette Colbert. A mí me gustaba Robert Ryan, pues me recordaba a mi marido. Y también a Paul. Me gustaba Inglaterra porque además había dado vida a todas las historias de Book House que les leía a mis alumnos, desde versos para párvulos a las historias de Pulgarcito o de Una y el caballero de la Cruz Roja. Con frecuencia, a mis alumnos les gustaban más las historias ambientadas lejos de casa. Estaba deambulando distraída y llegué a la ladera de la loma por encima del territorio de los gallos de la pradera. El agujero que el perro había agrandado, hacía poco lo había excavado un coyote, así que me trasladé un poco más arriba para evitar el olor característico que desprenden los coyotes. Empecé a pensar en la información que los etólogos con conocimientos avanzados sugieren, respecto a que cada ave tiene su personalidad individual. Asimismo, me acordé de un ensayo que Dalva me había enviado a principios de primavera, escrito por algún poeta de reconocida estupidez y que a ella le caía bien, quien aseguraba que la realidad es una acrecencia de las percepciones de todas las criaturas, no sólo de las nuestras. La idea hizo que mi pobre cerebro crujiera al expandirse, como el tejado de un granero bajo el impacto del sol de la mañana. Algunos místicos afirman que vemos a Dios con el mismo ojo que él utiliza para vernos a Esotros. A pesar de nuestra edad, este verano hice el amor con Paul. ¿Y por qué no?, pensamos los dos. Me acurruqué allí mismo y me dormí soñando con los airedales de J. W., que solían acercarse a Casa de visita y que me no me hacían ningún caso en favor de Dalva, su compañera de juegos, pues ella forzaba a los caballos a ir muy deprisa.

Por desgracia, estuve durmiendo hasta pasadas las cuatro y me desperté con un poco de frío, medio desconcertada. Sin duda el motivo debía de ser el cansancio acumulado y, a pesar de que caminé lo más rápido que pude, no llegué al estanque hasta después de las cinco. Nelse me encontró allí, después de bajar al trote la ladera, con expresión preocupada en su rostro. Dalva le había enviado a buscarme. Me gustó ver cómo la cara se le iluminaba al verme.

Ya en casa, me tomé mi primer martini desde el viaje a San Francisco que habíamos hecho a finales de primavera, y no cocinamos lo suficiente el estofado porque estábamos hambrientos. La carne estaba poco hecha y apenas cocidas las patatas, las cebollas y las zanahorias. La carne cruda contrastaba con la sinfonía Júpiter que sonaba en el viejo estéreo. Después de cenar saqué el botiquín y a Nelse le vendé una ampolla que tenía en una mano, como consecuencia del trabajo en las cercas. Dalva nos observaba con detenimiento.

–¿No debería ser yo quien hiciera esto? – preguntó, y luego se echó a reír.

Más que su madre, parece una hermana mayor.