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Los días parecían fluir con tranquilidad, alegría y buenas
vibraciones. Daimh comenzó a sentarse cerca de Aila compartiendo
mesa en las cenas junto a los demás habitantes del castillo. Sus
amigos y compañeros de batalla aprobaron el cambio de actitud en un
mudo asentimiento. Sus tareas diarias los mantenían ocupados la
mayor parte del tiempo, pero siempre compartían sonrisas o saludos
cuando se cruzaban. No hubo más avances, no hubo más caricias, solo
disfrutaban de una buena amistad y dejaba que sus sentimientos
maceraran como Aila hacía con sus remedios.
Pronto, todos quisieron participar de la organización de la fiesta
de la primavera llamada Walpurgis. Los matrimonios nuevos, las
doncellas en busca de esposo, parejas sumidas en la monotonía y los
hombres que cultivaban los campos, todos esperaban con ansias la
llegada del buen tiempo para realizar ritos de fertilidad y de
purificación. Era momento de recoger los frutos, disfrutar de la
abundancia de ellos y agradecer a la Dama Verde su plenitud, bondad
y generosidad.
Kenza y Muriel acompañaron a Aila en busca de un lugar en el bosque donde poder celebrar tan esperado día. Intentando captar las corrientes telúricas que recorrían las tierras Mcleod, Aila encontró el lugar idóneo. A varios minutos andando desde la fortaleza, había que serpentear entre los arbustos hasta llegar a un claro que la sabiduría había rodeado de pinos. Aila, conocedora de las señales, supo que esos pinos protegían de los espíritus y fantasmas malignos. Observó que crecía algún que otro espino, arbusto que conectaba con Elphame. En definitiva, aquel claro era el ideal para celebrar Walpurgis sin molestias o malas energías. Pidió al bosque el tronco de un árbol. Después de mucho rastrear, localizó uno vacío, pues era bien conocido que todos los arboles vivos estaban habitados por seres: tenían vida. Desde el momento que estos lo abandonaban, el árbol quedaba vacío, inerte. Mujeres como Aila sabían detectar la diferencia.
Varios hombres del clan talaron el árbol, colocando el tronco en el claro elegido para la celebración. Utilizaron sus ramas buscando muchas más por la zona para encender una gran hoguera. El fuego era símbolo de vida, la fuerza que empuja la energía, incita al movimiento y a la acción. Aquella noche se danzaría alrededor del tronco alzado y se quemaría todo lo nocivo en la hoguera. En la aldea también se realizaban preparativos. Comenzaron a cargar carretas con barriles de bebida y comida. Todo para una celebración donde la embriaguez, la alegría, la danza y la sensualidad se expandirían por todos los rincones del bosque.
El padre Henry había tenido que partir, pero no sin antes condenar a todos los que acudieran a la fiesta de la depravación, la lujuria y el culto a Satanás. La mañana de Walpurgis Aila se contagió del frenesí que invadía el castillo. Todos parecían percibir las cálidas sensaciones que los dioses fumigaban por el ambiente. La hechicera había hablado del acicalamiento para Walpurgis, generando una divertida excitación en muchas mujeres, que se reunieron en el patio de armas para participar del ritual. Todas recolectaron pétalos de las rosas que Muriel cultivaba alrededor de su cabaña, llevando consigo un cuenco con agua donde dejar los pétalos durante la noche. Una vez colocado ese cuenco en cada ventana, volvieron para hacer coronas de flores y coser las tiras de telas para adornar el Palo, mientras compartían novedades, reían y cantaban.
La hiedra fue la protagonista, pues todas escucharon con atención a Aila nombrar las propiedades y leyendas de esa planta. Muchos niños se acercaron a oírlas también. Todos se sentaban alrededor de una gran mesa colocada en el patio de armas y cubierta por plantas, retales y todo tipo de enseres para realizar el trabajo.
—No solo es una planta muy bella; la hiedra guarda una magia muy especial —decía Aila—. Es una planta muy protectora; tan solo debemos fijarnos en que su hoja no muere. Podemos diferenciar las hojas nuevas de las viejas por su color. ¿Veis? —Aila alzó dos hojas con verdes de distintas tonalidades—, esta inmortalidad puede sernos de ayuda. En su elaborado crecimiento, cubriendo paredes, fabrica una semioscuridad que permite que habiten seres de otros mundos, hadas y duendes que protegerán el lugar donde la hiedra crezca. Si hoy nos colocamos coronas hechas con estas hojas, se debe a su poder para favorecer el amor y el matrimonio. Es símbolo de la felicidad. Cuando termine la noche podéis colocar estas coronas en la puerta de vuestras casas para llevar la felicidad a ellas y así tener buenas energías cerca de vuestros seres queridos.
—Yo suelo jugar con un duende, pero mi mamá me dice que no es verdad y que no existen —interrumpió un niño de no más de cinco años con un pelo rubio platino y enormes ojos grises—. Se enfada si hablo de los duendes, porque dice que son malos, que los trae el demonio, y me dice que me aleje de ellos.
—Ven acá, pequeño —le pidió Aila para sentarlo sobre sus faldas. Las mujeres se miraron unas a otras expectantes, pues sabían que la madre del niño era una seguidora de Ulla—. Tu mamá hace mucho tiempo que dejó de ver a esos seres que nos acompañan, nos cuidan y nos ayudan en momentos de dificultad. Si no los puede ver, es difícil que entienda que pueden estar ahí. Muchas personas olvidan que los niños pequeños como tú son capaces de ver más allá de este mundo y pueden conectar con hadas, duendes o, como dicen algunos, el pueblo tranquilo. No debes temerlos; con el tiempo desaparecerán para ti, aunque nunca dejarán de estar ahí. Crecerás y tus preocupaciones serán otras, como convertirte en un gran guerrero. ¿Es eso lo que quieres, ser un gran guerrero Mcleod? —le preguntó Aila, que sonrió ante el asentimiento del niño—. Estoy segura de que serás un temible guerrero y tendrás la ayuda de tus amigos para siempre.
—¿Aunque no los vea como mi madre?
—Aunque no los veas, ellos velarán por ti —le respondió Aila.
En aquel momento Daimh observaba de lejos la escena mientras recorría el paso de ronda de la muralla interior, y se detuvo a contemplarla. La imagen de Aila, rodeada de las mujeres del clan con un pequeño en su regazo, formaba la visión de una castellana ejemplar. Aquella idea removió algo en su interior, pues era la primera vez que advertía esa cualidad en ella. Hasta el momento solo la consideraba una inocente criatura salvaje, incapaz de convivir en una comunidad por sus extrañas ideas. En los últimos días todo parecía haberse normalizado. Se alegró al saber que Aila era aceptada por su gente y que la joven había logrado hacerse un hueco en el corazón de todos. Incluso en el suyo. Esta última idea la desechó con rapidez: no quería sentirse más vulnerable de lo que ya se sentía. Enamorarse de Aila no entraba en sus planes. Desearla, por otro lado, era inevitable.
El hermano Albert, mano derecha del padre Henry, mantuvo al redil más cercano y devoto en la aldea. Todos observaron con miradas reprobatorias la marcha de la mayor parte del clan hacia el interior del bosque. El monje, de estructura delgada, hombros hundidos y mirada escurridiza, mantuvo vivo el mensaje del padre Henry. Hacia el anochecer, cuando todos parecían dormir y la luz anaranjada de la gran hoguera iluminaba las copas de los árboles a lo lejos, el monje se acercó furtivamente para observar de cerca la gran fiesta pagana.
Kenza había convencido a Aila para que se pusiera el vestido amarillo con el sobreveste verde, que realzaba el color de sus ojos. Las mangas acampanadas del sobreveste se ampliaban a la altura del codo y dejaban ver la camisola amarilla, que le llegaba hasta la muñeca. El escote cuadrado realzaba el esbelto cuello de Aila. Kenza le dijo que como guía en aquella noche tan especial debía aparecer como la más bella. Se roció con agua de romero y se colgó al cuello un cuarzo rosa incrustado en metal. Era la piedra para el amor y la amistad que quería extender a todos. Necesitaba llevar armonía a su alrededor ayudada por los espíritus que durante la mágica noche la acompañarían. Para terminar, Kenza trenzó pequeños mechones de su melena desde las sienes hasta la coronilla, despejando su frente y mostrando sus rasgos celtíberos. Sus mechones más rebeldes escaparon para rizarse como siempre lo hacían.
Aila conectó con suma facilidad con la Madre Naturaleza. La gran hoguera tenía varios metros de altura, el Palo de Walpurgis que se alzaba durante la luna del Sauce esperaba rodeado de cintas y todos los presentes aguardaban con ansia la llegada de la oscuridad. Las mujeres, con ojos brillantes y sonrisas alegres, mantenían sus coronas de hiedra. Los hombres, siempre más comedidos, recorrían con la mirada a las mujeres, captando la belleza en ellas.
Alistair y Meribeth, situados frente a la multitud, acompañaban a Aila. El laird hizo guardar silencio y le cedió la palabra a la joven.
—Bienvenidos a esta noche mágica, donde celebramos el gran festival de la primavera —empezó a decir Aila—. Todos hemos sido testigos de cómo la Dama Verde se ha extendido por nuestras tierras, haciendo brotar de nuevo la vida tanto en plantas como en cultivos y animales. Hoy celebramos la fertilidad, donde los instintos naturales de hombres y mujeres se sentirán con más fuerza. Bebed y comed, saciaos en todos los sentidos, honremos el renacimiento de la primavera y la llegada de la luz a nuestras vidas. Hoy nos acompaña el Hombre Verde, que representa a los Espíritus del Bosque que despiertan del sueño traído por el invierno. Danzad alrededor del Palo, hacedle la mayor ofrenda que poseéis: vuestra alegría y vuestras ganas de vivir. Cortejaos los unos a los otros ante su presencia. Vuestra alegría procurará fertilidad y, con esta, el nacimiento. Renaceremos en esta noche como lo hacen nuestras praderas cubriéndose de flores, renaceremos como los pájaros que vuelven a acompañarnos con sus trinos y los animales que producen ruidos avisándonos del inicio de esta nueva etapa. El fuego nos alumbrará, nos insuflará fuerzas y quemará todo aquello que queráis desterrar de vuestras vidas. Hoy es el momento para un nuevo comienzo. Que los dioses nos bendigan y nos aporten armonía. ¡Bienvenidos a la noche de Walpurgis!
Todos lanzaron vítores. Abrieron los barriles, tocaron gaitas y tambores y sirvieron los ciervos que habían cazado. Reían y hablaban desperdigados alrededor de la gran hoguera. Aila paseaba entre la gente recibiendo agradecimientos, saludos afectuosos y buena conversación. Cada poco alguien le alcanzaba un cuenco con comida y otro con bebida. Ella también se contagió de la alegría que allí reinaba, siendo cómplice de muchos romances incipientes. En un momento dado, muchos decidieron acercarse para quemar trozos de corteza donde Aila escribía con su athame lo que hombres y mujeres querían quemar en la hoguera. Enfermedades, malos momentos, tristeza, muerte, desamores… Ella lo hacía con sumo placer pidiendo equilibrio para todos ellos.
Daimh estaba al otro lado del claro, siguiendo con la mirada a Aila cada poco tiempo. La joven reinaba en aquel lugar, llevando luz propia a todo aquel que le brindara su sonrisa. El whisky, la música y el calor de la hoguera comenzaron a derribar las barreras de la cautela. Clarion y Archie se habían decantado por seducir a las más que dispuestas jóvenes aquella noche, donde el sexo no generaba ataduras; tan solo permitía disfrutar de los placeres terrenales que se celebraban abiertamente. Daimh rio junto a Irvyng, que se mofaba de la falta de habilidad para bailar de sus amigos. Estos tomaban la cinta que les correspondía y seguían a las jóvenes en el baile alrededor del Palo. Trenzaban y destrenzaban el tronco del árbol rodeándolo con risas, miradas y comentarios provocadores.
La noche fue consumiendo tabúes, miedos y vergüenzas y fue mostrando los sentimientos reprimidos durante tanto tiempo. Daimh buscó a Aila por el claro, temiendo por un momento que hubiera aceptado la invitación de algún hombre para escabullirse al interior del bosque, tal y como muchos hacían. La encontró sentada junto al fuego sobre unas pieles. Se abrazaba las piernas con las manos y clavaba los ojos en las llamas, observando lo que solo ella podía ver. Kenza reía a su lado mientras coqueteaba con algunos soldados. Observó cómo Clarion alejaba con un manotazo a unos cuantos para aproximarse a ella y susurrarle algo al oído. Kenza frunció el ceño y le dio un codazo: parecía que no la iban a seducir con facilidad. «Otra vez será, amigo Clarion», pensó Daimh al levantarse para probar suerte con su hechicera.
Repitiendo el momento de la playa, rodeó a Aila y se sentó tras ella flanqueándola con sus piernas y envolviéndola con sus brazos. La joven giró ligeramente el rostro para saber quién era y se relajó al reconocerlo. Aila quiso llorar al tenerlo cerca de nuevo. Adoraba aquella sensación de abrigo. Sus pulmones parecían a punto de estallar; al no poder albergar tan dulce sensación, se conformó con recostar la espalda contra su pecho. Un hormigueo recorrió su cuerpo cuando su oreja fue acariciada por la respiración del guerrero. Sus ojos regresaron al fuego, al que pidió la fuerza necesaria para soportar ese tormento.
Kenza se volvió hacia ellos con naturalidad sin mostrar sorpresa ante la íntima postura de ambos. Animada por Clarion, comenzó a hacer comentarios sobre las distintas parejas que se escabullían en silencio para amarse en la oscuridad de la naturaleza. Rieron y bebieron largo rato sin dejar de hablar y narrar lo que sucedía a su alrededor. Aila y Daimh participaron con alguna observación jocosa. Y así continuaron largo tiempo más. Hasta que sin darse cuenta se habían quedado solos. Varios grupos reducidos y diseminados por el claro mantenían la fiesta en pie.
Daimh alzó un dedo para realizar el recorrido desde la clavícula de Aila hasta la sien, pasando por el cuello. Un suspiro brotó de los labios de la hechicera, que gozaba de sus caricias. Aila inclinó la cabeza y apoyó la mejilla sobre el brazo de él para ofrecerle su cuello sin reparos. Daimh llegó a su sien, donde tomó un pequeño rizo que escapaba de las trenzas.
—Me gustan estos rizos, indomables, como tú —le dijo, con un susurro que la anestesió.
Aila sonrió como respuesta, atenazada por la impresión que le causaba el poder que Daimh ejercía sobre ella. El guerrero inclinó la cabeza para besar la curva de tez blanca expuesta ante él. Sin apenas separar sus labios de la piel de Aila, susurró.
—Te deseo, Aila. —Su confesión la desarmó.
—Así lo percibo, Daimh —le contestó, apreciando cómo su corazón latía al escuchar una confesión más profunda, más acorde con lo que ella necesitaba oírle decir—. Tu deseo es igual al mío. La noche permite que esta emoción abrasadora nos domine. —Sus palabras fueron interrumpidas y sus ojos se cerraron cuando los labios de Daimh se posaron sobre su piel, esta vez más cerca de su oreja.
—Pues rindámonos a él —le pidió Daimh—. Los dioses te mostraron nuestros destinos ligados en el futuro.
—Nunca lo has creído. —La joven rio por lo bajo, embriagada por la dulce sensación que el deseo provocaba en su entrepierna—. Solo me deseas, Daimh.
—Nunca lo he negado —le respondió—, pero tú misma hablaste de dejar que las cosas fluyan, de descubrir la razón por la cual los dioses enviaron ese mensaje.
Aila se removió entre sus muslos para poder mirarlo a la cara. Daimh no dejó que se alejara y la mantuvo entre sus brazos y piernas. La hechicera mostraba cierto dolor cuando posó sus rasgados ojos verdes sobre los suyos. Algo la perturbaba, algo mezclado con el deseo. Aila le acarició el mentón mientras sopesaba algo. Daimh esperó a que la extraña muchacha se atreviera a decirle lo que parecía no querer hacer.
Aila había aceptado la profunda atracción que Daimh le provocaba. Estaba atada a él en cuerpo y alma. Reaccionaba ante su contacto y suspiraba por sus besos. Su alma pedía percibir la verdad de los sentimientos del guerrero, necesitaba saber si la correspondía a pesar de silenciarlos. Como siempre, las revelaciones sobre su propia vida no le estaban permitidas. Aila aspiró el aroma masculino de Daimh cuando acercó su mejilla a la suya. Creyó que se le quemaba la piel de la frente cuando la posó sobre el cuello del hombre. El calor que exudaba la piel sobreexcitada del guerrero la atrajo cual imán. Amoldó su cuerpo al de él, y respiró su olor acariciándolo con la nariz, avivando sin quererlo las llamas internas que querían abrasar su cordura. El contacto de piel contra piel, aliento contra aliento, las hormigueantes caricias al rozar sus rostros, la electrizante energía que los unía, todo en su conjunto, de forma silenciosa y lenta, les produjo una excitación apenas contenida.
La joven notó cómo las manos que la mantenían cerca aumentaban su presión ante su gesto. Aila cerró los ojos, intentando frenar las oleadas de pasión que comenzaban a invadirla. Las fuerzas que recorrían su cuerpo clamando saciarse conseguían que quisiera revolverse desatando la pasión que guardaba a duras penas bajo control. El suspiro que emitió por su esfuerzo excitó a Daimh, que contenía las ganas de alzarla y llevarla al bosque sin contemplaciones. Aquella sensual cercanía había logrado que las emociones callaran a la razón. La hechicera rodeó con una mano el lado contrario del cuello donde reposaba su frente y acarició la nuca del guerrero, lo que aceleró su pulso mientras Aila escuchaba la dificultad que parecía tener para tragar.
—Esta noche quiero que seas mío, quiero recibirte y no recordar dónde empieza mi cuerpo y dónde lo hace el tuyo, solo esta noche, Daimh —le susurró Aila tras discernir sus propios deseos—. Mañana no mencionarás lo ocurrido, mañana nada nos atará, mañana no hablaremos del destino.
—Aila, lo que pase esta noche lo cambiará todo —le contestó Daimh, incapaz de prometer lo que sabía que no podía ignorar.
—No, solo te quiero esta noche —le respondió Aila con firmeza al tiempo que se alejaba de sus brazos y se ponía en pie ante él.
Daimh percibió el intenso frío que la distancia de sus cuerpos produjo. Frunció el ceño, confundido e insatisfecho. Levantó el rostro para recorrer la silueta de Aila contra el fuego. Una silueta oscura, muy femenina, que le prometía una noche de pasión a cambio del olvido.
—Me adentraré en esa dirección, contaré veinte pasos y esperaré. El hombre al que reciba solo obtendrá la pasión y el deseo que ha despertado en mí. Lo que ocurra en la oscuridad, cuando nuestros cuerpos desnudos sacien la sed del otro, debe quedar entre la vegetación que nos acoja. Cuando volvamos a salir, no habrá nada que nos una, nada que nos obligue a permanecer junto al otro, nada que nos impida volver a ser Aila, la mensajera de Elphame, y Daimh, el hombre que entrega su cuerpo y su alma a su clan.
El guerrero siguió con la mirada la silueta que se movía a contraluz. Sus ojos fueron incapaces de abandonar la oscura figura que con andar felino y gracia natural se deslizaba frente a la hoguera rodeando las pieles donde estaba sentado. Observó cómo se adentraba en el bosque sin mirar atrás. De nuevo la lógica de Aila lo confundía. Después de llevar semanas lidiando con sus propios sentimientos hacia la joven, deseaba dejarse llevar y que el resultado de todo lo transportara a un futuro junto a ella, aceptando de una vez la verdad que los dioses le habían revelado. Recordó el enfado en ella cuando se negaba a creerlo, sin entender el cambio de parecer. Ahora todo había cambiado: la hechicera lo liberaba de la carga que el destino le había impuesto y le ofrecía su cuerpo con el único propósito de saciar su deseo. Tras meditarlo unos segundos, se levantó con decisión. Honraría a la Dama Verde y el día de Walpurgis haciéndole el amor a Aila. Y que los dioses se apiadaran de él, porque estaba a merced de los deseos de una hechicera.
Aila creyó estar haciendo lo correcto. No quería obligar a Daimh a permanecer a su lado por culpa de su visión. Amaba a Daimh y quería que se entregara a ella por voluntad propia, para amarla el resto de sus días. Aila estaba decidida a no conformarse con menos. Salvo esa noche, donde solo esperaba deseo carnal y ofrecer lo mismo que recibiría en igual medida. Pronto escuchó cómo alguien se abría paso por la arboleda. Cuando vislumbró la imponente silueta de Daimh aparecer ante ella, sonrió.
El guerrero no tardó en tomarla entre sus brazos y buscar su boca. El beso se ahondó en cuestión de segundos como si se fustigaran mutuamente por haber permanecido tanto tiempo alejados. Aila se puso de puntillas para agarrarse al cuello del guerrero mientras este aprovechaba para tomar sus glúteos y acercarla a su dureza. Tras varios minutos de ardientes besos y caricias, notaron que las ropas comenzaban a estorbar. Daimh dio un paso atrás. Sin dejar de mirar a Aila, empezó a deshacerse del tartán, de la camisa y de sus botas. Extendió la gruesa tela sobre el suelo y esperó sobre ella a que Aila se acercara.
La joven se mordía el labio admirando el cuerpo desnudo de Daimh. La noche le ofrecía débiles rayos azulados provenientes de la luna que lograban que sus ojos atisbaran sus rasgos. El guerrero la aguardaba preparado; su gran tórax subía y bajaba debido al esfuerzo que hacía al contenerse, sus piernas separadas eran fuertes y homogéneas. Con los ojos clavados en el cuerpo que la deseaba, Aila se quitó las babuchas terminadas en punta y desanudó las tiras de su vestido con una lentitud que mantenía hipnotizado a Daimh. Con suavidad tomó el borde del sobreveste y se lo deslizó por los hombros, consciente de la intensa mirada de Daimh, que sentía cómo se le hacía un nudo en la garganta al observar los movimientos que la joven realizaba con los hombros para liberarse de la ropa. El sobreveste ya se encontraba por el suelo cuando le llegó el turno al vestido amarillo que se ajustaba al cuerpo. El dolor de la pasión golpeó al guerrero al presenciar cómo la tela resbalaba descubriendo la piel de Aila. Cuando por fin vislumbró sus pechos, creyó ser víctima de la más tentadora de las torturas. Ella se mostraba inalcanzable, suspirando en la distancia, acompañada de la fuerte respiración del guerrero, que la animaba a continuar. Aila tuvo que tomar los bordes del vestido haciendo un esfuerzo para sobrepasar sus caderas. Daimh cerraba y abría las manos para no arrancarle las prendas de una vez. Cuando sus pantorrillas aparecieron entre el montón de telas, Daimh volvió a mirar al rostro de Aila, que reflejaba su liberación.
Ella se acercó y posó una mano sobre su firme pecho. Él, a su vez, llevó su mano a la cintura de ella comenzando el ascenso hasta sus pechos plenos. Aila posó la frente bajo su mentón y exhaló un débil suspiro al ser recorrida por las firmes manos de Daimh. Sus bocas se volvieron a encontrar, esta vez con menos urgencia, saboreando cada instante. El lento movimiento de sus lenguas los sumió en la más absoluta embriaguez, donde sus cuerpos se abrazaban, tocando allá donde deseaban, luchando por ver quién lograba dar más placer a quién. Pronto se encontraron sobre el tartán, donde sus cabezas quedaron a la misma altura, y Aila se deleitó con los besos que Daimh dejaba sobre su piel. El guerrero adoró cada rincón de su cuerpo: su cuello esbelto, sus firmes clavículas, sus pechos, su terso estómago y el núcleo donde se condensaban todas las corrientes de deseo de Aila. Los gemidos que arrancó a la joven con sus besos y caricias lo urgieron a unirse a ella.
Aila abrió sus muslos ofreciéndose a él, contoneándose al adelantarse a la danza que iban a representar y logrando que sus suspiros anhelantes ordenaran a Daimh cubrir su cuerpo con el suyo. El guerrero volvió a sorber de su tierna boca su esencia, permitiendo que su miembro viril buscara la entrada húmeda de la joven. Sus corazones dejaron de latir unos segundos cuando sus sexos se encontraron, y gimieron al unísono. Daimh embistió tomando el cuello de Aila con una mano y agarrando con la otra su muslo para hallar la entrada hacia su interior. En el momento en el que notó cierta resistencia y ella dio un respingo, supo que Aila era virgen.
En cuestión de segundos Daimh se preguntó cómo una virgen como ella se había mostrado sin pudor, se había ofrecido sin compromisos, además de conocer la anatomía de su cuerpo con exactitud cuando tomó su miembro entre sus manos. Cuestionó la habilidad que mostró al acariciarlo para alentar su deseo y cómo sabía que sus piernas guardaban el lugar donde culminar en el éxtasis. La respuesta fue igual de veloz. Porque no estaba ante cualquier mujer, porque Aila era única y con ella todo parecía sencillo y complicado a la vez.
—Aila, eres virgen —le dijo Daimh, aún sorprendido al haberse olvidado de que la manera de pensar y de relacionarse con los hombres no significaba que practicara el sexo con ellos.
—¿Y qué mejor día que en Walpurgis para dejar de serlo? —respondió Aila mordiéndose el labio inferior mientras su sonrisa seductora animaba a Daimh a continuar.
Daimh pensó que, si bien conocía la poca importancia que Aila le daba al virgo, jamás hubiera creído que le prestaba más valor al día en el que lo perdía que a la persona con quien lo hacía. Antes de que su orgullo varonil se sintiera ofendido, los besos de Aila al invadir su cuello lo llevaron de vuelta a la realidad. El ronroneo de ella, sus pechos rozando los suyos y su boca lamiendo sus labios encendieron a Daimh. El guerrero comenzó a mecerse dentro de ella, deslizándose en su humedad, embistiendo con movimientos constantes y certeros. Apretó los dientes, esforzándose por no terminar antes de tiempo. Disfrutaba del placer tan primitivo que experimentaba al acompañar a la joven en su orgasmo. Aila movía sus caderas para recibir a Daimh, nadando entre olas de placer que subían y bajaban y que la alejaban de la realidad. Solo estaban ellos dos. Aila tomó la boca de Daimh con violencia, desatada por la pasión, succionando para pedirle en silencio que terminara vertiendo el jugo de su orgasmo dentro de ella. Daimh así lo hizo, rindiéndose ante la diosa que tenía debajo.
Una vez volvieron a ser conscientes de la noche, de sus ruidos, del frío y del olor a primavera, cubrieron sus cuerpos con el tartán. Atrapados en su interior, Daimh acercó el cuerpo extasiado de Aila al suyo, abrazándola con ternura. Dormitaron juntos, saciados y prodigándose perezosos besos y caricias.
Horas más tarde Aila despertó con la cabeza acurrucada bajo el mentón de Daimh y rodeada por sus firmes brazos. Se sintió resplandecer ante la cercanía del guerrero dormido. Con cautela al principio, con algo más de audacia después, dejó que su mano recorriera el cuerpo de Daimh: sus muslos duros como el acero, su espalda tersa, su tórax y su fuerte mentón. Aquel mentón que solía endurecerse por su mal genio. Un gruñido surgió del gigante que la mantenía presa. Ella sonrió traviesa y asaltó al guerrero colocándose a horcajadas sobre él. Se inclinó para besar aquella torturadora boca que parecía no conocer la acción de sonreír, pero cuyos besos lograban hacerla languidecer.
Daimh no había logrado dormirse, pendiente del pequeño cuerpo que se encontraba relajado entre sus brazos. Dejó que la joven deslizara sus manos sobre su cuerpo, excitándolo irremediablemente. Cuando ella se colocó sobre él, no entendió cómo podía reaccionar con tanta urgencia. Guio a la hechicera, que comenzó a danzar sobre él, descubriendo a Daimh nuevas formas de amar. Ella había llevado las riendas desde el principio; no le importaba que fuera Aila quien marcara el ritmo del acto. La silueta de la hechicera, sus eróticos movimientos, sus gemidos y el tacto de su piel entre sus manos obligaron a Daimh a explotar en su interior, preso de un deseo incontrolable. Se sentó para terminar con las últimas embestidas que culminarían con el orgasmo de Aila. Cogió aquel cuerpo extenuado y volvió a cubrirlo con suma delicadeza. Esta vez sí concilió un sueño reparador, como hacía años que no experimentaba.
El amanecer los encontró en el mismo lugar. Abrazados. Daimh, boca
arriba. Aila, acurrucada a un costado abrazando al guerrero con su
brazo y su pierna. Los dos se sonrieron con miradas
somnolientas.
—Dime que puedes recibir el día aquí, conmigo —le pidió Daimh en un ronco susurro besándole la frente.
No sabía qué hacía la joven en sus escapadas al amanecer, solo esperaba que encontrarse en el bosque bastara. Aila rio por lo bajo mientras asentía con la cabeza y se apretaba contra él. Un sonido sobre sus cabezas interrumpió el beso que Aila iba a recibir. Juntos alzaron las miradas para observar un cuervo posado en una rama sobre sus cabezas.
—Mira quién nos viene a despertar. Un mensajero de Elphame —susurró risueña—. Son aves que guardan profundos misterios, guardianes de recuerdos ancestrales.
—Estoy seguro de que viene a castigarme por yacer con un ser de Otro Mundo —comentó Daimh mirando con desconfianza al cuervo.
Sus palabras habían logrado que Aila riera por lo bajo.
—No, hombre desconfiado —le contestó—, es un animal muy sabio: cuando se acerca de esa manera durante largo tiempo, nos indica que posee un mensaje que nos afecta —continuó explicando Aila mientras entrecerraba los ojos e intentaba conectar con la mente de aquel mágico animal—. Siempre es señal de buen augurio. Viene a por ti, Daimh.
—Nos augurará algo a los dos, pues tú también estás aquí.
—Mmm…, no. —Aila hizo una mueca con la boca analizando el movimiento de la cabeza del cuervo—. Se dirige a ti. Parece que nuestro amigo quiere avisarte de tu buena fortuna.
—Ya entiendo —respondió Daimh acariciando el muslo de Aila que reposaba sobre él—. La buena fortuna de tenerte a mi lado.
Asaltó la boca de Aila sin reparos, ella se abrió a él y volvieron a hacer el amor.