7. El desastre de Annual
Al año de comenzar mi relación con el notario apareció por Villarreal el que habría de convertirse en mi padrastro, Salvador Horta, primo segundo de mi padre. En realidad no era del mismo pueblo, sino de una pedanía vecina cuyo nombre no hace al caso. Este hombre venía con leyenda, ya que su fotografía había aparecido en el diario ABC con ocasión de el desastre de Annual y Monte Arruit, en el que murieron miles de españoles. El ABC sacaba día tras día dobles planas con fotografías de los oficiales muertos en combate; los soldados rasos no salían, por falta de espacio, a menos que hubieran realizado alguna hazaña meritoria. Salvador Horta salió por haber obtenido una medalla colectiva, ya que su compañía del Tercio de la Legión fue de las pocas que no se dio a la desbandada en aquella malhadada situación, y gracias a eso —según contaba mi padrastro— los moros no lograron entrar en Melilla, hasta cuyas puertas habían llegado. Como consecuencia de esa hazaña perdió en una explosión tres dedos del pie izquierdo, lo que le obligaba a cojear cuando le convenía, digo yo por mi cuenta.
A Villarreal no llegaban periódicos, pero estas páginas del ABC circulaban de un pueblo a otro, ya que además de las fotografías venía la relación de muertos y heridos, y muchas familias de la región se enteraban de la pérdida de un ser querido por el periódico. Andaría yo entonces por los catorce años, pero como era casi el único que tenía letras en Villarreal, me tocaba leer a los vecinos aquellas tétricas relaciones. Las mujeres, aunque no tuvieran hijos ni maridos en Africa, me las hacían repetir una y otra vez buscando siempre parentescos.
Aparte de lo que contaban los periódicos, yo disponía de la información que me suministraba don Elías, cuya indignación por el asunto de Africa adquiría grados superlativos. No le cabía en la cabeza que quienes tan poco habían puesto de su parte por conservar la perla del Caribe —siempre denominaba así a su añorada isla de Cuba— o las feracísimas islas Filipinas, se disputaran ahora con unos salvajes unos pedregales que no había querido ningún otro país europeo. Según él, cuando los países civilizados se sentaron en la mesa de negociaciones a principios de siglo para repartirse Africa, a España le tocó más hueso que jamón. El tiempo le dio la razón, ya que el norte de Marruecos resultó ser un caos de montañas inhóspitas, con escasa fertilidad, y pobladas por indígenas que encontraban en la guerra el pan nuestro de cada día.
—En eso —pontificaba don Elías— no se diferencian mucho de nuestros jefes y oficiales, que han hecho de la guerra su modus vivendi. Si no hay guerra no hay ascensos, no hay medallas, y no hay pluses de campaña. Un militar en la paz es un muerto de hambre, y en la guerra se convierte en un sultán.
Del mismo parecer eran buena parte de los intelectuales españoles y los políticos de izquierdas, que se oponían a la penetración española en Africa; y no digamos el pueblo llano cuyos hijos eran los que se dejaban la sangre en las montañas del Rif. Ya en 1909, presidiendo el Gobierno don Antonio Maura, se acordó una leva de cuarenta mil hombres de la denominada tercera brigada, reservistas, muchos de ellos casados y con familia, de Cataluña, que provocó una huelga acaudillada por los grupos políticos de izquierda, que terminó en lo que se denominó la semana trágica de Barcelona, ya que en las confrontaciones entre las fuerzas del orden y los manifestantes hubo miles de heridos y perdieron la vida más de cien personas, amén de los múltiples edificios religiosos que se quemaron. Como si los curas y frailes fueran los culpables de que los obreros tuvieran que ir a morir al Barranco del Lobo o al Gurugú.
Para sofocar lo que comenzó siendo una huelga y terminó en una revolución, el Gobierno tuvo que actuar con mano dura, ordenando la detención de más de un millar de activistas, a cinco de los cuales condenó al garrote vil, y uno de ellos, el anarquista Francisco Ferrer, provocó con su ejecución una oleada de indignación en la opinión pública europea de izquierdas.
—No era un hombre de muchas luces —le oí comentar a don Elías— ni hizo méritos especiales para merecer tan noble final, pero nos vino bien su ejecución.
Para mi protector todo lo que sirviera para sumar errores a la Monarquía, le parecía un bien para la nación. El escándalo de la semana trágica y, en concreto, el ajusticiamiento de Francisco Ferrer, dio lugar a que Su Majestad Alfonso XIII obligara a dimitir a don Antonio Maura, lo cual sentó muy mal en la clase política, ya que el ilustre prócer era el jefe del Partido Conservador, con mayoría en las Cortes, y al cesarlo el rey contra su voluntad y sin contar con la cámara, se tomaba las atribuciones propias de un dictador. Don Elías, cada vez que a su juicio don Alfonso XIII cometía un error político, le asignaba un número de orden, y redactaba un informe jurídico que hacía llegar a sus correligionarios. Estos informes llegaron a tener alguna relevancia en los medios políticos afines a la República, ya que don Elías era más moderado, y de más fundamento, en el escribir que en el hablar. De estos informes, en su día, yo vi copia en la Dirección General de Seguridad, como materia reservada.
Venía por tanto de antiguo la inquina del pueblo español por la guerra de África, y hasta en el Ejército había sus diferencias, ya que los militares de guarnición en la Península no estaban de acuerdo con sus compañeros africanistas, que eran quienes lucraban ascensos y medallas, a costa de los militares más pacíficos. Pero lo que nadie discutía era que se trataba de un hueso duro de roer, y entre los mismos africanistas se corría el dicho de que a España le había tocado en suerte «el hueso de la Yebala y la espina del Rif».
Esta espina se tornó en venenosa en 1921, cuando los bereberes de la tribu de Beni Urriaguel, acaudillados por Abd el-Krim, infligieron a las tropas españolas la citada derrota conocida como el desastre de Annual.
Era alto comisario de Marruecos el general Berenguer, el mismo que sucedería a Primo de Rivera en la presidencia de la Dictadura, que siendo militar prudente llevaba con mesura las operaciones de penetración en la zona occidental del Protectorado, de manera que se podía calificar la presencia española en aquellas inhóspitas tierras de pacífica.
Pero el conde de Romanones, a la sazón presidente del Gobierno, tuvo el desacierto de autorizar el nombramiento como comandante de la plaza de Melilla al general Fernández Silvestre, cuya amistad con el rey Alfonso XIII era notoria. De esta amistad decía don Elías que era más bien contubernio, que a nada bueno podía conducir. Este militar, que sentía veneración por su rey, gustaba parecerse a él en el desenfado, la simpatía y la búsqueda de la popularidad; valor tampoco le faltaba, como se verá, pero lo que sí le faltaba era prudencia para guerrear con quienes tan en poco tenían la vida. Me refiero a los rifeños de Abd el-Krim.
Abd el-Krim llegó a gozar de gran notoriedad, ya que la prensa europea, por la natural inclinación que se tiene hacia el débil, le presentó ante la opinión pública como un héroe que luchaba contra la opresión extranjera, como si no fueran extranjeros los que hacían otro tanto en Argelia, Sudán o Egipto. Pero España siempre se ha dado poca maña para preservar su imagen de las insidias de nuestros vecinos europeos.
Por contra, Abd el-Krim, que había colaborado con la Administración española y trabajado como redactor del periódico de Melilla El Telegrama del Rif, se dio mucha gracia en tratar con los corresponsales de los periódicos europeos que lo alzaron a la fama, aunque no todo era leyenda como supo demostrarlo en la batalla de Annual.
Como consecuencia de este desastre se dispuso la incoación del denominado Expediente Picasso, por ser éste el nombre del general que lo instruyó, del que salió malparado el ejército de África y, según mi protector, la propia persona del rey, que desde su cómoda residencia del palacio de Oriente alentaba a los militares a hacerse, de una vez por todas, con los territorios que por derecho correspondían a España en Marruecos.
El ejército de África resultó malparado, comenzando por el mismo alto comisario, Dámaso Berenguer, que dejaba hacer y deshacer a su antojo al impetuoso general Fernández Silvestre, so pretexto de que era militar de sólida reputación y con más antigüedad que él en el escalafón de la milicia; aunque los que no le querían bien decían que le consentía tanto porque sabía de su amistad con el rey. En cuanto a los mandos que venían a continuación, coroneles, tenientes coroneles y comandantes, dejaban campar a la oficialidad a sus anchas mientras que ellos pasaban el tiempo jugando a las cartas en el casino de Melilla, o en actividades menos limpias aún, ya que esta plaza africana tenía fama de tener tantos burdeles como la misma ciudad de París. Según declaró el teniente coronel Fernández Tamarit en el citado Expediente Picasso, los coroneles y tenientes coroneles se habían concertado para alternarse en el mando de la tropa de manera que pudieran librar cada quince días. Pero confiesa el mencionado teniente coronel «que no todos cumplían ese compromiso, y por eso cuando se produjo el ataque enemigo a Annual, a muchos de los mandos les sorprendió estando en la plaza (Melilla) y se enteraron de lo que ocurría por señales que enviaba el heliógrafo y que no acababan de creer».
La responsabilidad principal recayó en el general Fernández Silvestre, quien a fin de agradar a su rey y señor le hizo saber que para celebrar la festividad del apóstol Santiago, patrón de España, por mal nombre Santiago Matamoros, le ofrecería la plaza de Alhucemas conquistada, con lo cual quedaría cerrada la zona de Protectorado por tierra y mar. A lo que Su Majestad contestó con un telegrama en el que le decía: «¡Olé, tus c...!» Este telegrama, según mi protector, se hizo desaparecer después del desastre, pero él nunca dudó de su realidad, ya que era muy propio de la campechanía de los Borbones valerse de tales expresiones. Si existió o no existió ese telegrama nunca se sabrá con certeza, pero que el pueblo se lo creyó a pie juntillas cierto es, y de ahí que a don Alfonso XIII se le colgara el sambenito de ser expansionista. A este incidente también le puso número de orden don Elías, sin necesidad de hacer informe jurídico, ya que el regio error se explicaba por sí solo.
Bien fuera motivado por el imprudente telegrama, bien por su natural impulsividad, dispuso el general Fernández Silvestre que las tropas españolas cruzaran el río Amekran, camino de Alhucemas, pese a que había sido advertido por Abd el-Krim que si atravesaba el río les declararía la guerra. Fió más el general en confidentes que le habían asegurado que al otro lado del río había tribus enemigas de Abd el-Krim, que se le unirían, y se inició la operación con muy poco fundamento, ya que el río se cruzó, pero dejando a su espalda a cabilas sin someter.
Alentado el general Fernández Silvestre por aquel aparente éxito, siguió desparramando sus tropas por las faldas y laderas de aquellos agrestes parajes sin apercibirse de la trampa mortal que le estaban tendiendo los bereberes. El día 14 de julio Abd el-Krim ordenó el ataque en regla a las posiciones de Igueriben y Annual y ya nadie encuentra explicación a lo que sucedió a continuación. El capitán Chacón, uno de los pocos que salió con vida, declaró en el Expediente Picasso que al recibirse la orden de evacuación «se agolparon las unidades, individuos sueltos, a caballo o a pie, camiones, vehículos, artolas con heridos, embocando por aquellas angosturas, en tan revuelta confusión, que algunas de las bajas se produjeron por aplastamiento de unos contra otros, y no pudiéndose regularizar la marcha, terminó todo en desbandada».
El general Fernández Silvestre intentó cortar aquella inconcebible estampida, y como no lo consiguiera terminó por ofrecer su pecho a las balas enemigas. Su cadáver nunca fue hallado.
El error del general fallecido fue menospreciar a un enemigo numéricamente muy inferior, pero que tuvo el acierto de conseguir sublevar a las tribus rifeñas contra el invasor. Las tropas españolas, en su mayoría, estaban compuestas por reclutas desganados y poco entrenados para luchar. También había soldados de cuota, que habían pagado sus buenos dineros por no serlo, y que se resistían aún más a pelear. A unos y a otros les costó la vida tales disposiciones, porque si los rifeños estaban acostumbrados a crueldades en las luchas que, con frecuencia, sostenían entre ellos, es de imaginar el afán con el que se aplicarían a exterminar al infiel. En la posición de monte Arruit, después de parlamentar moros y cristianos, se rindieron los nuestros y fueron hechos prisioneros; pero por razones que se ignoran, los vencedores cambiaron de opinión y acabaron pasando a cuchillo a todos ellos. Desde entonces en España los moros tuvieron fama de traidores y todo el mal que se les devolviera parecía que estaba justificado.
Según el general Cabanellas, los cadáveres de españoles que se enterraron fueron diez mil.
A este general Cabanellas le tocó jugar un papel relevante en la guerra civil del 36 y, pese a ser un masón notorio, militó con el general Franco, que no lo era.