10. Cantinero de campaña en África

EL Demetrio se hizo rico, pero a costa de muchos infelices y de un sinfín de engaños y traiciones. Infelices eran los cantineros que iban tras las tropas, jugándose la vida para ganarse cuatro cuartos, vendiéndoles tabaco, cecina, pan, vino y poco más, que luego se los disputaba el malagueño, como si le fuera la vida en cada céntimo que se llevaran aquellos pobres desgraciados entre los que yo me encontré, gracias a Dios por poco tiempo.

La mayoría de estos cantineros eran indígenas, que trabajaban a comisión, y de esa condición se servía el Demetrio para negociar, también, con los rifeños, nuestros enemigos. Él se justificaba diciendo que, gracias a ese trapicheo, el enemigo le consentía el paso por sus dominios, pero lo que no decía es que esos aprovisionamientos no eran sólo de vituallas, ya que también les hacía llegar munición que adquiría de contrabando en el Marruecos francés. Nunca mejor dicho que el Demetrio Uceda, por dinero, era capaz de vender su alma al diablo. Falleció de su tiempo, y Dios se haya apiadado de su alma, que la debía de tener bien negra.

El favor que gozaba por parte de los mandos españoles, se justificaba por la habilidad que se daba en tenerlos contentos, siempre muy bien servida la mesa de los oficiales, además de otras atenciones, pues entre sus sucios negocios se contaba el de consentir que mujeres de la vida acompañaran a la tropa. Problemas de conciencia no sabía lo que eran, ya que en cuanto hacía sólo veía virtudes y servicio al prójimo, comenzando por la misma guerra, que la consideraba fuente de prosperidad para los indígenas y medio de vida para los militares. De los jóvenes que sin ton ni son morían en los combates se le daba poco.

En una ocasión muy sonada, cuando el asedio de Dar Akoba, enclave muy principal que de haber caído en manos de Abd el-Krim hubiera puesto en peligro la plaza de Tetuán, el Demetrio Uceda consiguió lo que no habían podido las columnas de socorro: pasar entre las filas enemigas y aprovisionar a los sitiados de agua, cereales y tabaco. Gracias a eso pudieron resistir y le valió al malagueño el que se le citara en el Orden del Día —cosa inusual para un civil— y que se le tuviera por hombre heroico y gran patriota. Lo de heroico no se lo discuto, porque habiendo dinero por medio no dudaba en apostar su propia vida, y en cuanto a lo segundo, su patria estaba donde estuvieran sus caudales, y en ese sentido era más africanista que nadie.

 

 

Éste era el patrón que me buscó el sargento Bonifacio, como único remedio para mi subsistencia, aunque encareciéndole que por estar todavía tierno me emplease en servicios de cocina o de comedor de la tropa, y a todo le dijo que sí, pero cuando la bandera de mi protector tuvo que salir a reforzar los arrabales de Tetuán, dispuso de mí conforme a su conveniencia.

En 1924 se estaban pagando en Africa las consecuencias del desastre de Annual y de la desafortunada política de penetración del general Fernández Silvestre, y aunque es de suponer que el fallecido militar no sería el único responsable del desaguisado, a él se le echaban las culpas puesto que no podía protestar. Lo cierto es que en toda la zona occidental del Protectorado había múltiples enclaves españoles —se llegaron a contar más de sesenta— con poca agua, menos víveres y contadas municiones, que se veían asediados de día y noche por los rifeños que, en su descaro, se atrevían a llegar con sus tiros de cañón, y hasta de fusil, a la misma ciudad de Tetuán. Estos enclaves, situados en crestas estratégicas, estaban defendidos por unos fortines de madera transportables, llamados blocaos, que por el día, bajo el sol africano, se convertían en un horno, y por la noche en un glaciar. Sus defensores se veían obligados a acometer cada día hazañas heroicas, no para abatir al enemigo, sino para no morir de hambre y de sed, ya que con manifiesta imprevisión los pozos de agua potable estaban fuera de los blocaos.

Dispuso el Demetrio de mí a su conveniencia, pero haciéndome ver que era también la mía, ya que me propuso que le acompañara con una recua de mulas a llevar avituallamiento a un blocao que distaba tres jomadas de Ben Tieb, ofreciéndome el 10 por 100 del suministro. Como en aquel entonces en el dinero veía yo la única seguridad para mi incierta vida, accedí sin dudarlo y agradecido. Demetrio sólo se ponía al frente de expediciones en las que pensaba que podía tener algún provecho especial; en las restantes se servía de sus asalariados, aunque siempre cuidaba que al frente de ellas fuera un español, pues de los indígenas se fiaba poco. De esta expedición se ocupó él, ya que un comandante de la Legión tenía en aquel blocao un primo suyo, muy querido, y se lo pidió al malagueño. Este me eligió a mí, pues me veía joven, con buenas piernas, y me sabía acostumbrado a tratar con animales y a andar por breñas y serranías.

Aquellas breñas poco tienen que ver con las serranías de mi tierra natal; de ásperas no pueden ser más, y tan empinadas que hay ocasiones en que si no tiras fuerte del ronzal, las mulas no se atreverían a dar un paso. Salimos con cuatro mulas, cinco moros y dos mujeres, y llegamos con dos mulas, tres moros y las dos mujeres. Los otros dos moros, con sus correspondientes mulas, se pasaron al enemigo en una noche de luna llena.

—¡Vaya, por Dios! —dijo el Demetrio con fingido enfado cuando al amanecer descubrió la desaparición—. Como encuentre a los canallas que me han robado esas mulas les pienso cortar el cuello.

Se apreciaba que el enfado era fingido porque mi patrón, por un litro de aceite derramado, rompía a blasfemar y hasta a golpear al culpable, por lo que de ser cierto el robo, allí mismo la habría emprendido a palos con todos nosotros. ítem, las dos mulas desaparecidas eran las que llevaban la carga más pesada y a las que procuraba el malagueño que yo no me acercara.

Me cuidé de no comentar nada, siguiendo los consejos de don Elías, y continuamos nuestro camino por entre aquellos escarpados senderos, que venían a terminar en una especie de valle, cruzado por una pista llena de pedruscos y baches, en la que coincidimos con un escuadrón de caballería del Tercio de Regulares de Larache, envuelto en una nube de polvo; cerraba la comitiva un automóvil ligero, en el que marchaba el entonces teniente coronel don Emilio Mola Vidal, cuya popularidad no le iba a la zaga a la de Franco. Había sido el jefe de la posición de Dar Akoba y para él fue la gloria de la tenaz resistencia que salvó Tetuán; por tal motivo conocía a mi patrón, y así que nos vio ordenó detener el vehículo para departir con él. ¡Quién me iba a decir que conocería en aquel lugar perdido de Africa al director del alzamiento militar de 1936, y que se fijaría en mí por lo único por lo que yo soy capaz de despertar interés! Por mi memoria.

Don Emilio se bajó del coche para estirar las piernas y me llamó la atención que, pese a ser la hora del mediodía y el calor infernal, llevara el uniforme de paseo, con la tirilla del cuello bien ceñida y las botas de montar altas hasta la rodilla. Se admiró de vernos por aquellas trochas tan peligrosas y, con énfasis, hizo un canto a la heroica labor de los cantineros.

—¡Ah de los cantineros! ¡Qué sería de nosotros sin vosotros! Sin vuestras oportunas garrafas de valdepeñas que nos dan ánimo cuando tenemos que entrar en combate, y sin vuestros cigarrillos que nos ayudan a sedar nuestros nervios excitados. Realmente es una injusticia que todavía no se os haya rendido el homenaje que os merecéis.

A todo esto, dos capitanes ayudantes y un teniente se habían bajado del vehículo, y armados de fusiles, que es arma de la que raramente se sirve la oficialidad, se desplegaron oteando los cerros vecinos en clara posición de no ser sorprendidos por los francotiradores rifeños. Lo más curioso fue que don Emilio solicitó también un fusil y, con él en ristre, siguió departiendo con nosotros, volviendo a insistir en nuestra heroicidad al adentramos por aquellos pagos. A diferencia de Franco, que hablaba poco y sin gracia, don Emilio disponía de una voz sonora y modulada y gustaba de echar discursos aunque fuera a unos pobres desgraciados como nosotros. Pero no sólo hablaba por hablar, ya que después de halagamos comenzó a interesarse con mucho detalle sobre el camino que habíamos recorrido y los reductos enemigos que habían quedado a nuestras espaldas. Y ahí estuvo mi suerte, si se puede llamar suerte a terminar de confidente de la Dirección General de Seguridad.

Como al Demetrio le gustaba estar muy a bien con los altos mandos, y se había apercibido de mi facilidad retentiva, me requirió:

—A ver, Amador, dile al teniente coronel lo que hemos dejado atrás.

Me costó poco detallarle los blocaos españoles que habíamos visto en nuestro camino y la proximidad de partidas rifeñas respecto de cada uno de ellos, y cuáles disponían de armamento ligero, cuáles de ametralladoras, así como el emplazamiento de un cañón que tenían los harqueños disimulado en un cerro rocoso. Aprovecho para aclarar que la guerra de Africa, por parte de los rifeños, era caprichosa; sus partidas merodeaban y a veces atacaban sin fundamento, aunque procuraban no hacerlo si consideraban que la fuerza enemiga era superior. Pero bastaba que entre ellos hubiera un santón que les animara a combatir al infiel, para que la emprendieran a tiros sin orden ni concierto. En ocasiones comenzaban el tiroteo, pero en seguida cesaban por falta de munición. Esto explica el que nosotros discurriéramos entre partidas enemigas sin ser molestados, aparte de los apaños que se traía el Demetrio Uceda.

El teniente coronel Mola siguió hurgándome y ordenó a un ayudante que tomara nota de lo que decía, y cuando terminé me preguntó:

—¿Y tú podrías repetir todo esto mañana, o pasado mañana, sin haberlo escrito?

—Sí, mi teniente coronel.

—¿Y dentro de un mes? —insistió él.

—Y dentro de un año, mi teniente coronel —le respondí con la ufanía que me producía el despertar admiración por el único talento del que había sido dotado.

Entonces don Emilio, satisfecho por mis respuestas, tuvo la deferencia de ofrecerme un cigarrillo al tiempo que él encendía otro, y comenzó a interesarse por mi persona, por el pueblo en el que había nacido, por mi familia, por la vida que había llevado hasta entonces, y cuando le dije que mi ilusión era alistarme en la Legión, me dio un palmetazo en la espalda. Al despedirse me dijo:

—Espero que nos volvamos a ver, Amador.

Don Emilio Mola Vidal tenía unos ojillos vivos y alegres, detrás le unas gafas de las que no se separaba, y a mí siempre me cayó mejor que Franco. En orden a rigor y severidad eran parejos el uno el otro, y ambos consideraban de justicia fusilar a cuantos atentaran contra el orden establecido, o el que establecieran ellos. De Franco poco puedo hablar, pues apenas le traté, pero don Emilio era un patriota que aunque se proclamaba monárquico echaba pestes del rey don Alfonso, y cuando cayó la Monarquía, pese a haber estado él a su servicio, dijo que se lo tenía bien merecido. Este era el parecer de la mayoría de los militares con los que tuve trato. En poco acertó don Alfonso XIII, que tuvo en su contra a los intelectuales porque le consideraban militarista y amigo de los militares, y éstos, a su vez, le tenían en menos todavía. En el tiempo que estuve en el ejército de Africa, me tocó participar en actos públicos que siempre terminaban con un grito de ¡Viva España!, excepto si el que hacía cabeza era Franco, en cuyo caso eran tres los vivas. Pero no recuerdo nunca que terminaran con un viva el rey. No digo que no hubiera militares monárquicos, pero yo no los conocí.

 

 

El blocao que debíamos aprovisionar estaba en el cerro llamado de Sidi Xeruta, al que llegamos al atardecer de nuestra tercera jornada de viaje, como estaba previsto.

La guarnición la componían el teniente primo del comandante de la Legión, y tres sargentos españoles, y el resto de la sección eran indígenas del Tercio de Regulares de Larache. Hicimos la aproximación con las precauciones de rigor, el Demetrio tranquilo, como quien sabe que no va a ser atacado, pero al iniciar la ascensión del cerro comenzó un tiroteo poco intenso, que nos permitió refugiarnos en un bosquecillo de pinos, muy pobres y raquíticos, que apenas alcanzaban a cubrirnos. El patrón comenzó a blasfemar, conforme a su costumbre cuando las cosas no iban a su gusto, quizá porque se sentía traicionado por alguien que le había dado seguridades de llegar sin contratiempos; pero a continuación supo comportarse como quien está avezado a moverse en el filo de la navaja. Del blocao gritaron: «¿As kun?», que en su habla significa quién vive, y cuando el Demetrio respondió: «¡España!», desde el fortín comenzaron a repeler los disparos del enemigo con ráfagas de ametralladora.

 

Sin dudarlo, determinó el Demetrio que teníamos que aprovechar aquel fuego de protección para entrar en el blocao, y dispuso las cosas para que, por encima de todo, resultaran indemnes las mulas con su cargamento. A mí me puso a tirar de los ronzales y a los dos moros arreándolas por detrás, y como los tiros venían en aquella dirección, también servían de cobertura a los animales; a las dos pobres desgraciadas que nos acompañaban, las dejó abandonadas a su suerte. Una era de Algeciras, todavía joven, pero con un pique de viruelas que disimulaba cubriéndose el rostro como las moras, y la otra era de Ceuta, más joven todavía. Durante todo el viaje apenas si cambiábamos palabra con ellas, y si en algún punto se paraban para hacer su triste trabajo, luego se las apañaban para alcanzarnos de nuevo.

Los del blocao nos abrieron el portón de madera y allá entramos hombres y animales, silbando las balas sobre nuestras cabezas. Nunca me acostumbré a tan desagradable sonido y de poco consuelo me servía el dicho de que la bala que te ha de matar no la vas a oír.

Fuimos recibidos con alborozo, como no podía ser por menos por quienes tan necesitados estaban de lo que llevábamos, y con risotadas de la tropa al ver la situación en que se encontraban las dos infelices mujeres; se habían quedado a pocos metros del blocao, tras unas rocas, abrazada la una a la otra, y ambas pidiendo auxilio y rezando en cristiano, aunque la de Ceuta era indígena. Sus rostros reflejaban verdadero espanto y yo no veía en ello ningún motivo de regocijo, salvo que por ser mujeres pensaran los del fortín que se respetarían sus vidas. Pero pronto se vio que no era así, pues las balas zumbaban en su derredor, arrancando chispas en las rocas que les servían de cobijo. Las mujeres escurrían sus cuerpos, en extrañas contorsiones, lo que hacía aumentar la hilaridad de los soldados, tanto indígenas como españoles. Hasta que a una de ellas el terror le hizo perder el conocimiento, y el teniente gritó:

—¡Se acabó la fiesta! ¡Ametralladora! ¡Fuego a discreción!

Y sin pensárselo dos veces salió al exterior, y procurando hurtar el cuerpo a las balas enemigas, tomó a la desmayada, trató de incorporarla y viendo que no podía se la cargó a cuestas, al tiempo que le gritaba a la otra que se cubriera con él. Así logró ponerlas a salvo en el blocao. Es de las cosas hermosas que he visto en la guerra de Africa. Las pobres mujeres no hacían más que dar gracias a Dios y al teniente, aunque eso no impedía que los regulares siguieran diciéndoles las groserías propias del soldado viejo que se cree con derecho a todo con tan infortunadas mujeres.

El teniente se llamaba Agustín González Redondo y no sé lo que fue de él.

 

 

Nos costó menos entrar que salir del blocao; los rifeños apretaron el cerco y en cuanto apuntaba el sol comenzaban su tiroteo que, de manera intermitente, mantenían hasta el anochecer. El primer día comentó el teniente:

—Ya se cansarán.

Estaban tan hechos los militares a estas situaciones, que la vida en el blocao seguía su curso ordinario, con la preocupación adicional de evitar las líneas de tiro. La primera noche el hedor de tantos cuerpos que llevaban meses sin apenas contacto con el agua, me resultó insoportable, pero pronto me acostumbré a él, o mi propio cuerpo formó parte de ese hedor. El teniente y los sargentos dormían sobre jergones rellenos de paja corta, y la tropa indígena en el suelo. Sus necesidades las hacían en unas latas cuyo contenido, por la noche, arrojaban al exterior por encima de la empalizada. En ocasiones el teniente ordenaba fuego de protección y algunos salían a hacerlo al exterior. Aunque parezca mentira, hay gente que por ir bien del vientre está dispuesta a arriesgar su vida; el teniente era uno de ellos. Por las noches también se organizaban salidas para proveerse de agua de un pozo salitroso, que estaba fuera del campo de tiro de los rebeldes. Estas salidas las ordenaba el teniente con gran rigor, siempre con un sargento al frente, para que los indígenas no se tomaran confianzas. O no se pasaran al enemigo.

En los ratos que sólo cabía estar al resguardo del fuego enemigo, era ocupación obligada leer el periódico, que es como se denominaba en el argot cuartelero el acto de despiojarse. Nos desprendíamos de la camisa y extendiéndola por sus dos extremos, aguzábamos la vista, sobre todo entre las costuras, en busca de los molestos insectos. El hedor, el calor infernal, y los piojos, son de los males grandes que yo recuerdo de la guerra de Africa. Sin olvidar el continuo silbido de las balas, que podía acabar con los nervios del más templado. Si dicen que una gota que caiga continuamente sobre la frente es tortura que horada el cerebro, no lo era menos ese continuo paqueo.

Al tercer día de nuestra entrada en el blocao, dijo el teniente:

—Esta gente ha recibido munición, de lo contrario no seguirían disparando con esta intensidad. A ver lo que les dura.

A mí me dio por pensar que esa munición era la que le había provisto el Demetrio mediante las dos mulas que desaparecieron la noche de luna llena. Yo le miré, pero el malagueño ni pestañeó ante el comentario del oficial. Me parecía el colmo del contrasentido que aquel hombre pudiera ser muerto por una bala que él mismo había vendido. Mi maestro, don Pío, cuando le comentaba estas historietas, me solía decir:

—¿Es que en la guerra hay algo que tenga sentido?

Don Pío Baroja, como todos los escritores y pensadores de su tiempo, fue muy enemigo de la guerra de Africa, por diversas razones, pero además los moros no le caían bien. No era cuestión de racismo, sino que había pueblos que le caían bien y otros que no, y los árabes se encontraban entre éstos. Don Pío, pese a la bohemia que le han atribuido algunos de sus críticos, era hombre disciplinado, amante del orden, de la limpieza y de las buenas costumbres; de ahí su simpatía por los suizos y los alemanes. Don Pío no se hubiera encontrado a gusto en la miseria de los barrios moros. A mí mismo, que venía de una región pobre de España, todo lo de Africa me pareció misérrimo.

 

 

Los blocaos se comunicaban unos con otros mediante el heliógrafo, que permite enviar señales telegráficas por medio de la reflexión de un rayo de luz en un espejo plano, y a mí me asombró que las que enviaba nuestro teniente siempre dijeran lo mismo: «Sin novedad en el blocao de Sidi Xeruta.» Cuando llevábamos en esa situación más de una semana, lo comenté con uno de los sargentos con el que hice confianza por ser amigo de Bonifacio Rodríguez, quien me dijo:

—¿Qué novedad quieres que haya? Estamos aquí para tener a raya a los rifeños y eso estamos haciendo.

—¿Y cuándo podremos salir nosotros de aquí? —no pude por menos de inquietarme ante aquella respuesta.

—Cuando les empiece a escasear la munición aflojarán los tiroteos y el teniente os organizará la salida; no te preocupes por eso.

Pero yo sí me preocupaba, temeroso como estaba de que dispusieran de más munición de la que ellos pensaban.

Por fin se produjo una novedad que nos permitió abandonar el blocao, al tiempo que fue mi primera oportunidad de asomarme a la guerra de Africa en toda su mezcla de heroicidad y crueldad.

 

La novedad fue que los rifeños tentaron de prender fuego al blocao, que era tanto como poner fin a la resistencia, ya que siendo éstos de madera muy seca y el calor tan subido, pronto se convertían en una antorcha. Esto era sobradamente conocido por los defensores, que sabían que en mantener a prudencial distancia a los rifeños les iba la vida, ya que en aquella guerra sin cuartel, si lograban escapar de las llamas caerían en manos de sus enemigos, lo cual podría ser aún peor. Pero una madrugada, entre dos luces, bien porque pensaran los harqueños que nuestras fuerzas se habían debilitado, bien impulsados por uno de sus santones, nos los encontramos al pie de nuestra empalizada alternando el fuego de fusil con el lanzamiento de pelotas incendiarias de estopa y brea. Como en estos casos el retraerse puede significar la muerte, el teniente mandó tocar zafarrancho de combate y dispuso una salida, para combatir cuerpo a cuerpo, a la bayoneta calada, recurriendo a Su Majestad la Estaca, que es expresión acuñada entre los mandos para referirse a la necesidad de emprenderla a palos con los soldados indígenas que se muestran remisos a este tipo de encuentros.

Lo consiguió el teniente con la pistola en una mano y una vara en la otra, y otro tanto hizo uno de los sargentos, al tiempo que les amenazaban de muerte. Puestos en el disparadero no se portaron mal los nuestros y lograron poner en fuga a los incendiarios, que se dejaron en el campo tres cadáveres, más dos heridos, uno de los cuales fingió hacerse el muerto, pero descubierto, allí mismo lo remató uno de los regulares.

—¿Pero qué has hecho? —le reprendió el teniente.

—Mi «tiniente», que muerto no estar muerto; estar vivo como tú. Ahora sí que está muerto.

Esto lo dijo sonriente porque formaba parte de su código el matar al enemigo en cualesquiera circunstancias.

Al otro herido, que sólo tenía un rasguño, lo metieron a empellones dentro del fortín, en medio de una gran algarabía; en ese momento nos apercibimos de que habíamos tenido una baja (uno de los centinelas había recibido un tiro en el vientre, que resultaría mortal) y entonces los regulares pidieron que se fusilara en el acto al prisionero. El teniente, autoritario, replicó:

—Honor para los vencedores, piedad para los vencidos.

Pero como los indígenas no comprendieran la magnanimidad que encerraba aquella sentencia, le costó al teniente Dios y ayuda preservar la vida del prisionero de la furia de los que gritaban: ¡Que lo fusilen, que lo fusilen! Uno de los sargentos, llamado Bermúdez, le dijo al oficial:

—Déjeles, mi teniente, que bien merecido se lo tienen esos traidores.

—Vuelva a repetir eso, Bermúdez, y le meto un paquete que no se olvida usted de mí en el resto de sus días —fue la respuesta del oficial.

El teniente González tendría entonces poco más de veinte años y le recuerdo escaso de barba, de mediana estatura, pero muy gallardo, la cabeza siempre enhiesta, tocada de un gorro cuartelero que lo llevaba ladeado, y la mirada desafiante. La camisa, desabrochada hasta el esternón, mostraba el inicio de un torso bien formado. Llevaba siempre consigo una fusta, con la que se golpeaba sobre las botas de montar. Este tic era bastante común entre la oficialidad del Tercio, ya que se servían de la fusta para algo más que para azuzar al caballo.

El sargento Bermúdez murmuró algo entre dientes, pero acabó por agachar la cabeza.

Confieso que cuando, por fin, me alisté en la Legión, pensé en hacer carrera para llegar a ser un oficial como el teniente González. Luego, a esos mismos oficiales los he visto en los cuarteles, en tiempo de paz, padres de familia que peleaban para sacar adelante a sus familias, más pendientes de los escalafones, la masita y la nómina, que de la gloria guerrera. Pero en Africa, en los años veinte, me parecían dioses.

 

 

Para distraer la atención de la tropa y calmar los ánimos, ordenó el teniente que recogieran los cadáveres enemigos y los apilasen en un sitio visible, a fin de disuadir al enemigo de repetir la acción. Pero de poco sirvió esta treta, ya que aquella misma noche los rifeños cortaron el cuello a uno de los nuestros, que salió sin permiso del fortín, quién sabe si a hacer sus necesidades, o de rapiña sobre los muertos. Y a la mañana siguiente comenzaron de nuevo con el tiroteo y el lanzamiento de las bolas de estopa y brea, una de las cuales prendió en el lienzo oeste de la empalizada y nos costó Dios y ayuda sofocar el fuego, dada la escasez de agua que padecíamos. En esta operación tuvimos dos bajas y al teniente no le quedó más remedio, muy contra su gusto, que recabar refuerzos mediante el heliógrafo al blocao más próximo, de mayor dotación que el nuestro, ya que disponía de una compañía de Cazadores de Larache y una sección de artillería de montaña.

Al día siguiente se presentó en nuestra ayuda un escuadrón de caballería y una columna de montaña, con un cañón sobre su cureña, que en cuanto comenzó a disparar despejó de rebeldes los cerros circundantes. El teniente que venía al mando de esta tropa traía la orden de retirada estratégica del blocao de Sidi Xeruta, por considerarse una posición ya insostenible. Los regulares recibieron la noticia con alborozo, mientras que para el teniente González fue una mala nueva porque los héroes son así.

Retirarse en orden estratégico significaba destruir el fortín y todo lo que pudiera servir al enemigo, incluido el pozo, que se cegó cuanto se pudo.

Si el Marruecos era ya pobre de por sí, es de imaginar cómo lo sería después de aquella guerra en la que uno y otro bando se servían de las mismas malas artes para dañar al enemigo. He visto quemar campos de cebada y de trigo duro, que es el único que se da en aquellas tierras, así como olivares, que es su principal riqueza.

Se ha hablado mucho de la fraternidad que había entre los oficiales del ejército de África y todo lo que se diga es poco; se comprende que así fuera, ya que, dadas las peculiaridades de aquella guerra, raro era que no se debieran favores unos a otros en los que les podía haber ido la vida. Bastaba que un oficial estuviere en peligro y recabara auxilio —como sucedió con lo del blocao de Sidi Xeruta—, para que sus compañeros se lo prestaran de inmediato sin mirar el peligro que ellos pudieran correr. Con ese hoy por mí, mañana por ti, se creaban entre ellos unos lazos que estaban por encima de cualquier otro ideario, sin excluir el de la masonería. La Sagrada Fraternidad, como la denominaba en ocasiones don Elías, también tuvo su aceptación entre los militares del ejército de África, sobre todo entre los aviadores, siendo sobradamente conocido que el más famoso de todos ellos, Ramón Franco, tanto por su hazaña en el Plus Ultra, como por ser hermano del que llegaría a caudillo, era un masón notorio. Y otro tanto puede decirse de los generales Cabanellas y Aranda, por citar los más relevantes. Pero por encima de todo eran africanistas y eso les salvó de la depuración cuando en España la masonería cayó en desgracia.

En la Dirección General de Seguridad, como ya he contado, se llevaba una relación de todos los masones conocidos, a los que se sometía a vigilancia, como contrarios que eran a la Monarquía, pero cuando el sospechoso era un militar africanista, el general Mola en persona se cuidaba de apartar su ficha.

A don Pío le interesaba mucho todo lo relacionado con las logias, a las que se tomaba muy poco en serio, haciendo burla sobre sus ritos, contraseñas y ceremonias secretas. Sin embargo, era de los que creían que si don Alfonso XIII hubiera aceptado ser masón —según él se lo propusieron—, quizá no hubiera perdido el trono, ya que los masones jugaron un papel importante en la venida de la Segunda República.

—A mí nunca me propusieron ser masón —comentaba irónico el ilustre novelista—; no me debían considerar hombre importante, y lo comprendo. Este oficio de escribir libros da poco de sí.