Capítulo 1
Su cipote empezaba a endurecerse. Crecía a convulsiones bajo la presión de mi mano que, intermitentemente, uñaba el glande enrojecido. Parecía que, en su voluptuosidad, flaqueaba, aunque sin desfallecer, y fue entonces cuando me pidió que le mostrara mis senos. Apenas los descubrí, se los llevó a la boca mordisqueando sus pezones, ferozmente. Su lengua me los castigaba, y aun así, no se endurecían...
—¡Clic!...
Detuve la grabación. Me imaginé pegado a aquel pezón que podía llenarme la boca. En realidad, mi oído se ensordeció y enmudecí. Cerré los ojos. Abrí los labios como si fuese cierto que lo tuviera allí, e incluso restregaba la lengua por ellos como para fustigarlos. Tuve una erección. Quizá más adelante podría reemprender de nuevo aquella historia de Istar.
Amor, paro, sexo o muerte. Mi pensamiento lucubraba por entre miles y miles de personas en su incesante lucha.
Comencé a escribir y desde el principio me percaté de que aquello podía funcionar: había encontrado qué decir. Estaba convencido de mi hallazgo y podía aspirar a un suculento pastel de dinero del que bastante necesitado estaba. Mi lucha siempre se debatió entre el desempleo y el amor. Ni un solo día dejaba de soñar con uno u otro. ¡Qué cruda realidad! El paro era mi inseparable compañero; el amor, más difícil, lo añoraba, pero había que buscarlo. Pensándolo mejor, quizá no era tan difícil. Se suele tropezar, fácilmente, con mujercillas calientapollas. Además, las hay de ésas que se abren de piernas al primer arrimo, no es imposible encontrarlas; pero, sin embargo, con ellas la cosa se agrava, porque unas tienen prisa, otras te sueltan, cerca del punto culminante, cualquier excusa capaz de reducir el más opulente cirio en un eximio colgajo. Las últimas son las fantásticas, son aquellas que se echan incondicionalmente sobre uno, te soban, las que, al fin y al cabo, lo único que persiguen es un cuerpo para su propio goce, a cambio te ofrecen el suyo, éstas son las más sugestivas y, por supuesto, las que más se ocultan. De cualquier forma, hacía tiempo que no follaba, y el último polvo que eché, de los buenos, había caído en el olvido. La última amante que conseguí llevar al lecho fue pasmosa. Lo único que hicimos, por supuesto, fue acostarnos; aunque tan sólo conseguí cuatro magreos que dejó hacerse. Todo transcurrió al estilo clásico: un bar, una breve conversación de besugos, unas miradas, la bebida con hielo en vaso largo. Después, la invitación a mi apartamento —sólo era una buhardilla—, la música grabada, otra bebida y, como se hacía tarde, al catre, un par de caricias, su desnudez, la mía, unos roces, sus piernas abiertas, una mano en sus pechos tensos como el acero y la otra en sus labios buscándole el clítoris voluptuoso y con facilidad conseguí darle movimientos desenfrenados. Mi verga estaba gorda y dura como la de los frailucos que antes nos vendían en Andorra y la voz fatídica de ella: «Manuel, me asquea el blanco néctar del macho». Y, sin más, se dio la vuelta, allí en mi cama, y yo aún insistí restregándome en su trasero, pero me quedé sin mojar el churro y ella se durmió. Al día siguiente se levantó y me amenazó con denunciarme por intento de violación. Aún tuvo el descaro de ducharse en casa y de cachondearse de mi herramienta abatida.
De esto hará unas cinco semanas. Desde entonces me vi envuelto en la monotonía impresa de los anuncios de los periódicos donde buscaba desesperada e inútilmente un trabajo. Por ese motivo, o mejor dicho, a causa de mi desesperanza, yo, Manuel Delavila, me metí en el mundo de la literatura que, por cierto, siempre se me presentó de difícil acceso, especialmente de élite. Pero estaba hastiado de esos anuncios repetitivos a los que no sacaba provecho alguno.
Todo empezó del modo más sencillo, de ese en que los literatos riñen y patalean y discuten por salvar el honor de sus obras escritas: un premio literario. Pero, además, se trataba de un premio de literatura erótica. Andaba yo desconcertado, dando un paseo por estrechas calles en un día lluvioso, cuando entré en un bar en los que la música te absorbe de tal manera que se te hace imposible el movimiento. Me molestaba el remojón, que aunque venido del cielo, me había empapado cabellos y hombros. Al entrar al pub pedí, desgañitándome, una bebida de las fuertes y me senté en una blanda butaca.
—Medio kilo tú, medio... —escuché. Coincidió con un cambio de disco y los chillones de mi espalda lo repitieron de nuevo: «¡Medio kilo!». Percibí con toda claridad. Seguro que hablaban de dinero. Fue entonces cuando me pregunté de dónde podían sacar esa cantidad tan apetitosa. Sin más, me di la vuelta para echar una ojeada. Leían una hoja blanca. La letra estaba impresa. Pese a que desde un principio vi que se trataba de las bases de un premio de literatura erótica y que lo convocaba Falo Ediciones, desconocida para mí, no me sentí atraído y hasta cierto punto indiferente. No puse más atención. Salí del bar y, aprovechando que no llovía, fui hasta el paseo que hay frente al puerto. Paseé. Las farolas se reflejaban, fantasmagóricamente, en el suelo y las luces de los coches acariciaban el asfalto mojado. Llegué a casa.
Por la mañana, como todos los días a las nueve y cinco, me hallaba en el chiringuito de la plazoleta, Bar Mario. Próximo a mi refugio.
—¡Buenos días!
—Hola, buenos días, Manuel. —Una respuesta de lo más normal, estereotipada—. ¿Qué será?
—Un café y una Vanguardia.
—Aún no ha llegado —dijo Mario (en una ocasión me explicó que él, en realidad, se llamaba Màrius), mientras se encaraba con la Gaggia, un modelo que lleva un brazo a presión.
Me sirvió el café y pude sentarme en un taburete en el mostrador. Me gustaba el mostrador, pues podía observar los movimientos de Màrius.
—Acaba de llegar, hoy se ha retrasado. La lluvia, las máquinas, la electricidad. —Mario, el del quiosco (también se llama Mario aunque nunca me ha contado nada sobre su nombre), parecía disculparse, mientras iba andando hasta el fondo, donde yo estaba, y me dejó el periódico, como de costumbre.
—Gracias Mario —le dije.
—Mario, hoy, uno de butifarra —dijo el del quiosco al mismo tiempo que, arrastrando su cojera, se acercaba hasta una mesa libre.
—¡Uno de butifarra para Mario! —exclamó Màrius. Pronto, se escucharon los quejidos de la loncha de butifarra sobre la plancha.
Hojeé el periódico. Sólo leía los titulares, a veces alguna noticia que me llamaba la atención, por ejemplo, los índices de paro, que si descendían o que si descenderían, o alguna que otra crónica de deportes; aunque no estoy interesado en ellos, sí que me gustaba conocer cómo andaban los fichajes; antes daba una ojeada a las páginas de cultura, porque venían antes que las otras. Pero aquel día me detuve más tiempo en las primeras: «Falo Ediciones convoca por decimoséptima ocasión el premio de literatura erótica».
—¡Joder, no! —exclamé tomando entre los dedos la taza de café.
Ya me había olvidado. No era necesario recordarlo, pero parecía que el destino me llevara por ese camino. No fui capaz de rechazarlo. No era capaz de dar la vuelta a la hoja. No era capaz de ignorarlo. Además, seguía a la noticia un extracto de las bases y repetía aquello del medio kilo, pero más delicadamente: «Quinientas mil pesetas». Pensé que se trataba de un premio de prestigio, de los que te dan nombre y demás. Debajo venía la dirección donde podían dirigirse los interesados para entregar las obras o bien recoger las bases. Me liberé de las últimas legañas de los ojos y tomé nota en una servilleta recogida en zigzag.
Me acerqué a la editorial. No estaba lejos.
Yo, hasta ese momento, creí que lo de las editoriales era como las tiendas, a ras de suelo; pero sin embargo, al llegar allí observé que aquella dirección correspondía a un portal, un gran portón del barrio antiguo. Suerte tuve de que la placa inmóvil en la pared diluyó mi última duda: «Principal, primera puerta».
Subí.
La escalera era oscura, aunque no más de lo que suelen ser todas las escaleras de las fincas viejas. Los peldaños se hacían pesarosos para mis hormigueantes piernas. Mis ojos hormiguearían instantes después.
«EMPUJAR». Obedecí sin más preámbulos, y allí, ante la puerta, ante mí y aferrada a un teléfono, había una muchacha que mostraba su exuberancia carnal en toda su magnitud, es decir, tenía los volúmenes bien moldeados y en su sitio. Lo sé porque, mientras esperaba de pie que colgara el aparato, ofreció a mis ojos fijos en sus protuberancias un par de tetas que a pesar de soportar la atracción de la fuerza de gravedad se enorgullecían triunfantes. El pezón, duro y comprimido, quizá por el roce del jersey, me produjo un parpadeo incontrolable.
—Buenos días —dije—. Soy Manuel Delavila. Escribo. Bueno, quiero escribir. Escribiré. ¡Hola! —Al mismo tiempo comprendí que mi retórica estaba fuera de lugar. Ella se percató y preguntó dulcemente: «¿Qué quieres?».
¡Qué voz! ¡Era una melodía angelical! Sentí fundirme o sonrojarme, por ese calor que me sofocaba las mejillas y me embargaba. Pero resolví indirectamente el asunto:
—Venía por la información del premio que habéis convocado.
—¿El de fotografía pornográfica o el de literatura erótica?
Para evitar el callejón sin salida, respondí con una palabra.
—Literatura.
—¡Ah! ¿Eres escritor? —me dijo. Mientras Istar revolvía el cajón de su derecha, me acercó las bases desde su asiento. Parecía que no me había escuchado, o quizás es que yo nunca había pronunciado tal cantidad de idioteces sin orden ni concierto.
—No... Sí. Mejor dicho, quiero escribir.
—¿Cómo te llamas?
—¿... y tú? —respondí con rapidez.
—No, es para la ficha —dijo burlona—. Así otro año las recibirás en tu domicilio.
¡Qué voz! Continuaba la angelical melodía.
—Manuel Delavila —dije, y ella me preguntó la dirección. Yo enrollé las bases entre las manos y respondí.
Cómo escribe, pensaba. Y qué pezón. Y qué voz. Y qué pezón. Cada vez que doblaba el cuerpo sobre la mesa me provocaba.
—¿Código postal?
Y qué pezón. En ese instante se puso en marcha el piloto rojo y un sordo aviso de la centralita, su movimiento rotatorio, hasta la mesita auxiliar cercenó mi impulso:
—Falo Ediciones, dígame...
Le lancé silenciosamente una sonrisa. Mientras me retiraba hacia la puerta le insinué susurrando:
—... ¿Y tú?
Tapó el auricular y delicadamente susurró:
—Istar.
Me escabullí, y fui tragado por la oscuridad de la escalera. Quizá me fui con demasiada precipitación. Me hubiera gustado oírla un rato más. En la calle, un coche que aparcaba rompió el faro del coche vecino. Desde la primera cabina telefónica que encontré, accedí otra vez a esa voz. Lo repitió dos veces y colgó. Valía la pena perder unas monedas en aquel agujero, a pesar de que el sonido telefónico distorsiona la voz.
Como de costumbre, deambulé sin rumbo fijo. Trabajo, como quien dice, ya tenía, no me pagaban pero trabajo tenía: Había de escribir una novela, aunque no era tan fácil. ¿Qué podía expresar que excitara, al menos, algo como...? Poca cosa. Todos mis recuerdos estaban plagados de jodiendas de lo más burdas, y aquellas más excitantes, sólo a mí me habían servido.
Me senté en un banco de la plaza, frente al Bar Mario. Observé el ir y venir de un grupo de personas. Unas atareadas, otras se movían con lentitud, las de más allá curioseaban hacia donde alguien les apuntaba con el dedo. Y, de pronto, me vi centro de interés fotográfico. Después, seguramente, pegarían esta fotografía en su álbum, con la siguiente nota: «Julio '87 Hombre sentado en un banco junto al Bar Mario». Todos entraron al bar. Tenían el autocar cerca. Eran de Madrid. El del quiosco me saludó y cerré los ojos. El sol me escarnecía; sin embargo, ¿dónde ir si todo me molestaba? Y me escarnecía. Me levanté y deambulé por la plaza dando puntapiés a los objetos que había por el suelo.
—¡Qué, muchacho! ¿Tampoco has tenido suerte hoy? —dijo Mario desde el quiosco.
—Iba pensando.
—Por eso aún no tenemos que pagar, ¿verdad? sonrió.
Él siempre desataba y después ataba los paquetes de las distribuidoras. Yo daba una ojeada a las revistas.
—Quiero escribir.
Mario pareció no oírme, pero seguro que le extrañó. Y, repetí:
—Quiero escribir novelas.
—Hombre, yo, de eso, sé muy poco. Aunque ha de ser difícil, ¿no crees?
—Sí, creo. —Y añadí—: Novelas eróticas.
—¡Pues ya tiene huevos la cosa! Y me miró.
—De «eso» —exclamé sin dejarle hablar—, también habrá en la novela.
Reímos estrepitosamente.
—¡Mira, aquí tengo el «pentajause», el «macho», el «climacs», el «contactos», pornografía buena, joder!
—Aunque no es lo mismo en literatura —intenté corregirle.
—Y qué —y gesticuló con los labios como para recoger todo el líquido en su boca. Se le hacía la boca agua—. Pero cómo están las tías que meten, hay cada una que está de buena... Yo las miro todas.
—¿Te las quedas?
Miró a su alrededor, como ocultando lo que iba a decir.
—Después las vendo.
Me llevé la mano al bolsillo. Removí las monedas que llevaba y decidí comprar.
—Mario, dame dos o tres de esas revistas.
Me quedé, prácticamente, sin un céntimo. No obstante, pensé, les sacaría un buen partido. Las enrollé y volví a casa porque cierto prejuicio me impedía hojearlas en público. Después comprendí que aquello no me iba a ser útil, porque sólo servía para culos, penes, labios vaginales, etc. Pura anatomía animal, a todo color, pero sin vida. Mi imaginación sobre la literatura erótica, iba por otros derroteros. Y los arrinconé.
Istar había alertado mi imaginación. Me atraía.
Agarré mi picha y le di cuatro meneos, normales, sólo de paso. Me fijaba. Pensaba en Istar, pero nada. Normal como otras veces. Sólo eyaculé y punto. Me tumbé en la cama y me dormí. Horas. Me despertó un portazo en el piso de abajo. Oscurecía. Me incorporé un poco y, como si se tratara de una película, la obsesión se repetía una y otra vez. Quería ver a Istar. La buscaría, la desnudaría, le besaría el sexo, la magrearía. Le mordería los pezones, le chuparía los labios... Istar, Istar, Istar.
Había oscurecido del todo y me levanté pegando un salto. Me lavé. Salí precipitadamente y me planté en la puerta de la editorial. Ella no podía tardar. En el principal aún había luz y poco después, como si supiese que estaba yo allí y no quisiera hacerme esperar, apareció.
—Hola, Istar.
Se sorprendió.
—Hola... Cómo has dicho que te llamas.
«Joder. Maravilloso» pensé. La voz, esa voz. Mi corazón se precipitó. Escuchaba de nuevo esa voz.
—¡Ah, sí! Manuel. No me acordaba. ¿Qué haces aquí?
—Pasaba... —respondí—. Pasaba y te vi bajar.
—¡Ah! —Encendió un cigarrillo. Me ofreció tabaco.
—Te vi bajar y pensé que podríamos pasear..., que quizá podríamos ir juntos. Es aburrido andar solo.
—¿Dónde vas?
—Hacia ningún sitio. Es lo mismo.
—Voy hacia allí —y señaló el norte—. ¿Vienes?
Asentí.
—El jefe es celoso. No le gusta que salga con hombres...
—¿Sois?... —El sueño se me vino abajo—. ¿Sois amantes?
—¡No, ni hablar! —me atajó.
Estaba perplejo. Parecía absurdo. Sin embargo, con voz temerosa balbuceó, aunque impaciente.
—Salgamos de aquí.
Seguimos calle arriba. Ella jugueteaba con el cigarrillo entre los dedos. Eran menudos como sus manos nerviosas. Cómo me hubiera gustado sentirlas entre las mías, o aún mejor que recorrieran por todo mi cuerpo, hasta el último rincón. Lo deseaba. La acera era estrecha y no permitía caminar uno al lado del otro. Ella andaba a unos pasos delante de mí y su bolso colgado en el hombro derecho alertaba su movimiento oscilante. Yo miraba ora su culo, ora sus piernas. La mano izquierda movía el cigarrillo.
Nos sentamos en una de las terrazas de un bar de la Rambla. Pedimos un par de coca-colas. Nos las trajeron en un vaso largo: hielo y tajada de limón. Mi tajada la recuperé entre los dedos y era de segunda mano, su color rojillo de bitter la delató. La dejé sobre la mesa. Ella miró la suya inclinando el vaso.
—Es aburrido mi trabajo —dijo.
—Estoy en paro —dije.
Hablamos de ella y de mí. Hablamos de los dos. Sonreímos y lloró.
—Mándalo a freír monas, a ese hijo de puta.
Sacó de su bolso un pañuelo rosa perfectamente doblado y se limpió, con todo acierto, el rímel de la mejilla que se le había desprendido del ojo.
—Hoy te he visto las tetas ella me miró y me sonrió. Nos mantuvimos silenciosos. Yo esperaba que ella atacara con alguna impronta ofensiva (y por qué no podía yo haberme callado), pero dijo:
—¿Te han gustado?
Le devolví la sonrisa y le dije (el por qué no lo pensé):
—Son hermosas, eres hermosa.
Se alegró y no me dijo nada. Pensé que pronto caería en mi cama, aunque nunca era bueno precipitarse. La cosa parecía que funcionaba. Alguno de los coños en los que he mojado ha sido producto de más de una semana de trabajo.
—¿Quieres venir a casa? No vivo lejos...
—Es tarde —me respondió.
Ya había oscurecido y nos levantamos de las sillas.
—Vivo sola y ya sabes que en casa siempre hay cosas que hacer.
Su voz denotaba comprensión.
—Yo nunca lo he hecho —dije—. Quiero decir que nunca he mantenido relaciones con nadie mentí inocentemente.
—No te creo.
—Pues es verdad. Fíjate como ando por el mundo, y más ahora que quiero escribir erotismo.
—Ve de putas... —dijo.
—No, no es lo mismo.
—Claro. En la editorial hemos recibido propaganda, no sé de qué Ministerio, informándonos sobre eso del SIDA. Pensarán que es un burdel porque publicamos literatura erótica.
—Puedes estar segura. —Chispeaba de nuevo como la pasada noche.
—Creo que nos mojaremos —dijo Istar.
—Podrías ayudarme a escribir, quiero decir que podría escribir tu historia para mi novela, ¿te parece bien?
—Pues mira, no sé, poniendo un poco de imaginación... Lo pensaré.
Ella subió en un taxi y yo seguí hasta casa soportando estoicamente el celestial remojón. Había nacido la esperanza.
El día siguiente amaneció soleado. Desconfiado, no me moví de casa en todo el día. Iba de la silla al sofá, del sofá a la cama, de la cama a la ducha. Hojeé de nuevo las revistas e imaginaba a Istar allí fotografiada con el trasero arriba, con los pechos colgando soportando una penetración anal de su jefe, ella se estremecía de dolor, o quizá de placer. Él dando bramidos como una fiera, ella hincando los dientes en su dedo para soportar la contienda. «Cerdo» pensé. «Sufre, cerdo» dijo ella. Me duché de nuevo para librarme del bochorno y sacudí mi falo. Cuando mi cuerpo sentía la proximidad del punto culminante del ordeño, se me acurrucó relajado. Alguien llamó a la puerta. Era tarde. Quizá las siete —pensé—, y los restos de la comida aún estaban sobre la mesa. Me puse una toalla de cintura a tobillos y me dirigí a la puerta y la abrí.
—¡Istar! —exclamé sorprendido.
Retiré la cadena y entró.
—Me duchaba —le expliqué.
—Lo siento dijo.
—Pasa —la invité, pero ya había entrado—. ¿Cómo...?
—¿Recuerdas la ficha? Allí encontró mi dirección. Llegamos hasta el sofá y nos sentamos.
—Lo pensé —alargándome una cassette—. Aquí lo tienes grabado.
—Maravilloso, ¿verdad? No sé cómo agradecértelo.
—Ganando el premio me dijo.
—¡Pero eso es muy difícil!
—Si lo trabajas, no.
—¿Puedo ponerla?
—Si lo deseas.
—¿Qué quieres beber? —No tenía mucho que ofrecer.
—Coca-cola.
—Tab.
—Tab.
—Sólo queda uno. Lo repartiremos —dije mientras ponía en marcha la cinta.
«Su cipote empezaba a endurecerse. Crecía a convulsiones bajo la presión de mi mano que, intermitentemente, uñaba el glande enrojecido. Parecía que, en su voluptuosidad, flaqueaba, aunque sin desfallecer, y fue entonces cuando me pidió que le mostrara mis senos. Apenas los descubrí, se los llevó a la boca mordisqueando sus pezones, ferozmente. Su lengua me los castigaba, y aun así, no se endurecían...»
—No empieza por aquí —dijo. La corrimos hasta el principio y empezó otra vez. Era su voz. Esa voz angelical que me convertía en un escalofrío. La cinta disertó:
«Todo empezó cuando casi iba a cumplir los primeros tres meses de trabajo en la editorial, pronto cumpliría el período de prueba, ya sabes que los contratos de trabajo suelen contemplar un tiempo de prueba durante el que las empresas te lo rescinden sólo alegando incompetencia. En aquellas fechas Enrique, mi jefe se llama Enrique, me llamó a su despacho con el pretexto de hablar sobre mi trabajo; es normal que acudiese sin hacerme rogar. Él me esperaba sentado en el sofá.
»—Siéntate, Istar —dijo imperativo.
»Empezó hablando de si tenía consciencia de mi responsabilidad en el lugar de trabajo ahora que ya conocía mi labor, y me ofreció un trago de no sé qué licor que reservaba en exclusiva para visitas de compromiso. Después vino esa retahíla de preguntas molestas, que solemos denominar «personales». Y cuando pensé que ya habíamos terminado y estaba dispuesta a salir de su guarida, él se levantó y siguiéndome empezó a acariciar mis cabellos.
»—¿Te gusta?
»Mis intentos para rehuirle con un empujón fueron en vano y grité en espera de ayuda que él coartó con gran rapidez llevando su mano hasta mi boca. Le mordí con todas mis fuerzas, pero siguió tranquilamente con su voz delicada.
»—Eres hermosa, Istar —me dijo—. Supongo que jamás habrás pensado que sólo te contraté por el resultado de las pruebas —me insinuó—. Te subiré de categoría, piénsalo y cuando quieras hablaremos de ello.
»—¡Cerdo! —le dije y cerrando enérgicamente la puerta, mientras él me mandaba un beso sin perder de vista mi trasero.
»Seguro que a Enrique le gustaban las mujeres que le hacían sufrir, me refiero a las que son capaces de enfrentársele, porque observé que mi reacción violenta no le había molestado. Claro que el agresor era él. Medio llorando y con el odio a borbotones, me perdí deambulando sin rumbo fijo. Mi primer impulso fue renunciar al trabajo; por eso, al día siguiente no me presenté en la editorial. Así, sin más explicación. Me pasé el día buscando en los periódicos alguna oferta de interés. Mi intento fue inútil.
»Enrique es un hombre de unos treinta y cinco años, casado y con hijos, no sé cuántos tiene, pero por conversaciones telefónicas y por cartas confidenciales que recibía de dos abogados, hacía tiempo que tenía intención de separarse de su mujer.
»A la hora de entrada en la oficina, yo aún estaba en casa. Y sonó el teléfono:
»—Hola, Enrique, no era necesario que te molestases llamando, ya pasaré y ha-bla-re-mos... Sí. No, sí que estoy bien, me encuentro bien, pero hoy quiero tomarme el día libre, lo necesito para ir de compras, necesito unas cosas. No, tranquilo, no estoy molesta por lo de ayer, ya me conoces y sabes que soy muy emotiva, sólo eso... Sí, lo comprendo..., el tiempo y el trabajo.
»Sé que Enrique estaba atónito por mi resolución y el modo de afrontarlo.
»Dormí poco pensando en si debía seguir adelante u olvidarlo, pero tenía planeado hasta el último detalle de mi actuación. El día amaneció claro y sereno, era de ésos en los que te apetece contemplar el mundo, y te lo presenta maravillosamente atractivo cuando todo lo que tienes alrededor es un asco.
»Dejé sólo el bolso en mi silla y, sin llamar entré en el despacho de Enrique. Me adentré, me sentí empapada de angustia y no quería tomarme aquello como una vocación, pero sin vacilar ni un instante me acerqué al borde de su mesa. Él, sentado en su sillón, me observó. Se levantó y vino a mi lado.
»—Hola, Enrique, aquí estoy, toda tuya.
»Al entrar tuve la precaución de cerrar la puerta desde el interior. Enrique, sorprendido, no supo qué hacer ni siquiera qué decir.
»—Hablemos —fue su magistral incursión.
»¿No te parece que mejor que hablar de ello sería hacerlo?
»Fue entonces cuando él intentó buscar, de nuevo, refugio en su sillón, desde donde estaba acostumbrado a dibujarse esa falsa sonrisa con su rictus, le cogí del brazo y lo atraje hacia mí. Mientras con una mano le acariciaba la nuca, con la otra iba desabrochándome lentamente la blusa dejando entrever los pechos, uno u otro. Él, inmovilizado, no se atrevía a moverse, con toda seguridad que esperando la resolución de aquel imprevisto.
»—¿Es que nadie ha actuado nunca así frente a ti, Enrique? Me decepcionas.
»Y yo proseguía con mi juego. Bajé las manos, justo hasta el botón de sus pantalones, y de un tirón le descorrí la cremallera. Los pantalones descendieron lo bastante para dejar al descubierto sus ridículos calzoncillos blancos, que con pespuntes dibujaban una bragueta.
»—¿Te lo he puesto en bandeja, eh?
»—Pero Istar, por Dios, no es prudente hacerlo aquí —murmuró entre dientes.
»Su cipote empezaba a endurecerse. Crecía a convulsiones bajo la presión de mi mano que, intermitentemente, uñaba el glande enrojecido. Parecía que, en su voluptuosidad, flaqueaba, aunque sin desfallecer, y fue entonces cuando me pidió que le mostrara mis senos. Apenas los descubrí, se los llevó a la boca mordisqueando sus pezones, ferozmente. Su lengua me los castigaba, y aun así, no se endurecían, me los succionaba con todas sus fuerzas, se los fijaba con la lengua y los recorría con sus dientes. Me complacía. Empezó a humedecérseme mi ardiente cavidad, que sólo llevaba protegida por unas pequeñas bragas que cubrían el pendejo y por su mano que empezó a abrirse paso en la gruta. Tiraba de la cinta de mis bragas desde mi espalda, y se introducía por toda la verticalidad del surco que separa mis nalgas. Tiraba fuerte el cabrón, y consiguió romperla. No dejó de tirar guiado por mi grieta natural. Repasó varias veces su abertura y abriéndola entre sus dedos pudo arrastrar una buena cantidad de flujo con la minúscula pieza de algodón. Finalizó su recorrido en el refugio de mi sieso, y, sin pensarlo dos veces y aprovechando la humedad que había transportado hasta allí empezó a taladrarlo con un dedo, después con dos, mientras cambiaba cruelmente el castigo a mi otra teta. Me hacía daño, pero vi cómo su pico estaba más tieso que un huso. Con sus dedos me abría el agujero tanto como podía. Me apretujaba, pero no tan fuerte como yo le removía los huevos o le agarraba su miembro que, a punto de estallar, podía utilizarlo para mover a Enrique como me apeteciese. Le ayudé a meter el guiñapo de braga abriéndome de piernas y tragándolo a base de pequeños y lentos movimientos musculares.
»—¡Ya llego, Istar, Istar!...
»—¡Aguanta, cerdo! —dije.
»Notaba cómo la confitura goteaba por mis piernas. Mis muslos se ablandaban con todo aquel aguacero. Lo cogí por sus cabellos y, después de notar cómo pegaba el último mordisco a la cereza del pastel, le arrodillé para hacerle rogar que le permitiese dejar beber de mi fuente inagotable. Encarcelé su rostro en mi triángulo. Sediento, chupaba convulsionadamente el chorro de placer que emanaba mientras pedía que abriese más el arco de mis piernas para poder meter un tercer dedo en el ano que daba resoplidos de lo abierto que estaba. Enrique se incorporó de repente, y sin pedírmelo descubrió mi virginidad que barrenó cuidadosamente con su falo (que había dado nombre a la editorial) entre mezclas de esperma que envió cuerpo adentro. Caímos inconscientes al suelo. Pasamos un buen rato con los ojos cerrados. Resbalé hasta su sanguinolento y ahora ridículo cirio para limpiarlo con la lengua, cuando enfurecido reemprendió su erección como si tal cosa y me disparó otro trago de leche a la garganta. Lo tragué satisfecha. Nos vestimos.
»—Istar, tráeme la agenda de visitas previstas para hoy.
»Su despacho echaba peste a fiera, y yo, desbragada, deposité las escaldaduras de mis cachas en el asiento frente al teléfono. Lo empapé.»
La cinta calló. Ella dijo:
—Eso es todo...
—Estoy cachondo, Istar.
—Manuel, lo siento, no era ésa mi intención...
Pero la muy chupona se amorró a mi churro, de la misma manera que había hecho con Enrique, tragándosela. Yo a pesar que lo deseaba, no me gustaba tanta rapidez. Me había tirado la toalla y chupándome todo cuanto pilló su boca consiguió convertir esa verga caliente en un mustio grifo que goteó hasta que ella dejó seco sin perder ni tan sólo el último regato. Mi semen desbordó de su boca por la parte derecha del labio. Lo recogió con la lengua.
De pie, frente a mí, me mostró su vello, separado en dos zonas partido por el corte central de su vulva que se abría más de la cuenta cuando se la tiraba con sus dedos para mostrármelo. Empezó a sobarse y sólo aceptó mi colaboración cuando le propuse poner mis dedos. Se los tragó.
Istar desapareció como por arte de magia. Me dejó desnudo en el sofá y cerró la puerta. Esa experiencia no había estado nada mal. «Hay que ver cómo se pondrán de calientes los miembros de un jurado de ese tipo» —pensé—. «¿Y si después lo practican entre ellos?»
Recogí el Tab y los platos y vasos que aún estaban tirados por allí. Me tumbé en la cama y apagué la luz.