Capítulo 3
Istar e Istar. El juego perverso entre Istares me jugó una mala pasada: Me enamoré de Carmen al menos, así lo creí.
No se lo dije.
La noche pasada dormimos juntos pero sólo por necesidad fisiológica. Ellas se alegraron de que hubiera accedido a su insistencia, de no ser así no hubiera conseguido a Carmen. Era difícil olvidarme de ella. ¡Ni siquiera sabía dónde trabajaba! Claro que tampoco podía ir a buscarla; seguro que Istar, la profesora, podía verme, y lo que yo necesitaba era poseer a Carmen, e Istar hubiera podido entrometerse. Y, por mi parte, poco más, pues no tenía otra cosa que ofrecer. Así es como decidí regresar en autobús hasta la misma parada donde me bajé aquel día. Entré en un bar próximo al portal de su edificio. Desde el ángulo que me proporcionaba mi atalaya, podía avistar las plantas que descendían por la fachada como si de una cascada se tratara —y como predije desde el interior del ascensor. Pensé que también podría verla en el momento que entrara o saliera del portal.
El transcurrir de las horas era lento y pesado. Llevaba días sentado en aquella mesa, cerca de la ventana del bar. Pedía café, café y café, e incluso me atrevía, a veces, con un carajillo.
«Cincuenta.» «Setenta y cinco.» Y pagaba al camarero en el acto por si tenía que salir corriendo. Empecé a sentirme debilitado e incluso se me iba la cabeza, y no era de extrañar, porque hacía días que no probaba bocado. Los últimos alimentos decentes o indecentes, porque nunca se sabe, que ingerí fue en la cena en casa de Istar. Tenía la tensión por los suelos, incluso yo que no entendía de esas cosas lo notaba. Además, siempre he oído decir que el alcohol hacía que subiera, así que pedí una copa de Magno. Me pareció oler el aroma del vino blanco, de botella de marca, que bebimos en la cena; se trataba de un buen vino blanco de aguja que con las conchas a la gallega sabía a gloria. Asimismo, en este bar leía todos los días el periódico. Hubiera sido un lujo para mí perder tiempo y leía casi todos los anuncios de ofertas y demandas de empleo. Hay que ver la cantidad de recuadros que pueden llegar a insertarse en letra menuda. Muchos de los cuales aseguraría que trataban el tema encubiertamente:
Estaba harto de caer en la trampa de las ofertas que parece que ofrezcan algún empleo lo bastante interesante para pasarte media mañana a las órdenes del anunciante. Recuerdo el último de los que fui, que tenías que esperar todo el tiempo necesario de llenar toda la sala de espera y después hacerte pasar a una especie de aula tenía pizarras, sillas con tablero incorporado y allí un individuo que aparenta ser el dueño, o por lo menos el mandamás, empieza una larga disertación didáctica y paternalista sobre el sentido de la vida —de su vida, por supuesto y llena de autoelogios nuestros oídos, para intentar convencernos de que no hay que esperar nada del azar, pues hay que trabajar duramente y progresar lentamente con la seguridad de ser un triunfador. Al final de los eternos treinta y cinco minutos de discurso nos repartieron sus partenaires unos impresos para rellenar con nuestros datos personales y aspiraciones económicas y nos explicó ¡por fin!, alguien exclamó en qué consistía el trabajo: cobrador de recibos, a comisión, de una mutua aseguradora. En otras ocasiones se trataba de una academia de las que tenías que soltar la mosca y así tener derecho a asistir a un cursillo, más o menos intensivo, de diferentes materias, que permitía poderte presentar a unas oposiciones de algún ente de la administración.
No era convincente. Entre anuncio y anuncio, pero, dirigía de nuevo mi vista al portal, no podía permitirme el lujo de perder a mi objetivo. Pasó por la calle una niña, y detrás de ella una madre que tiraba de un par de niños gemelos. Volví a la lectura de los pequeños anuncios. De repente, uno me llamó la atención. Sobresalía entre los demás, y lo leí sin perder por ello la visión de aquel portal:
SE BUSCAN JÓVENES
con ganas de progresar.
Dedicación exclusiva.
Se trata de ventas. Diferentes productos
según cualidades personales.
No imprescindible experiencia.
SUELDO FIJO
$ comisión
S.S, C.M.
Empresa joven y dinámica.
A esto le seguía lo de: «Interesados dirigirse, mañana martes, a la calle no sé qué, no sé qué número. Señor Rubí». Era una oportunidad. Necesitaba dinero. Aunque ya había perseguido en otras ocasiones este tipo de anuncios telegráficos, aquél me ofrecía cierta instintiva confianza. Al día siguiente, a las diez, para evitar ser el primero, me presenté en esa dirección. Y observé que era una oficina excelentemente dotada de elementos decorativos y al dia en aparatos informáticos. Impresionante.
—Buenos días —me dijo la chica que me recibió en la puerta.
Ella conocía, de la misma manera que yo, cuál era el motivo de mi visita, pero, paciente y sonriente, esperó que me explicara.
—Hola, buenos días. —Pensé que era una amable invitación. Ayer leí un anuncio que publicaron en el periódico. —Con el tiempo había aprendido la importancia del trato respetuoso, incluso con la recepcionista—. Yo venía a ver al señor Rubí.
—Pase. Su nombre, por favor, así le avisaré tan pronto llegue su turno. —Ella tomó nota—. Tendrá que esperar un momento, pues hay otras visitas. Y me acompañó hasta una sala, no muy grande, en la que tuve que esperar de pie porque estaba llena hasta los topes. Perdone, pero no es habitual que nos visiten tantas personas y no previmos el número ni el espacio para los asientos.
—No se preocupe, muy amable.
A mí siguió otro, y comprobé, como parte activa del grupo de jóvenes que esperaba, cómo inspeccionábamos, al unísono, el nuevo personaje que entraba en escena. De nuevo observé el silencio ya existente, y sólo se intercambiaban breves miradas entre los estáticos habitantes de la salita. Me di cuenta que los más jóvenes iban acompañados por algún amigo. Yo intentaba eliminarlos, hacerme una idea de cuántos candidatos podían quedar. Los había demasiado jóvenes para poder acceder a un puesto de trabajo. Las empresas están interesadas en gente joven, pero con experiencia. En mi eliminatoria, intentaba, inconscientemente, dejar cuantos menos candidatos mejor, así la competencia sería menor, y el panorama se presentó fácil con el muchachote que tenía paticruzado frente a mí. Era evidente que les costaría poco no tenerle en consideración. Sus pantalones vaqueros, no muy aseados y algo deshilachados, no le daban un aspecto demasiado presentable además; el desordenado cabello era la guinda que remataba el pastel de su dejadez. Y es que a todas partes, aunque se trate de un anónimo en un periódico, hay que presentarse lo mejor vestido posible, no es necesario ir de punta en blanco, pero sí vestido de esa manera que puedas ofrecer confianza. Como yo. Hay que pensar que ellos no te conocen absolutamente de nada y tienes que convencerles en los pocos instantes que dura la entrevista. A mi lado estaba el del tic. Sus saltones ojos, acompañados de sus mil gesticulaciones, le impedirían conseguir el empleo. Y así fui elimando prácticamente a todos los inocentes y pacientes candidatos. No convencían. Sin embargo, aquella chica que estaba sentada en el rincón, tenía todas las condiciones para ser una buena vendedora a domicilio. Fuimos entrando todos los «jóvenes». Alguno estaba más rato que los demás. Lo sabíamos por el tiempo que transcurría hasta que avisaban al siguiente, pues debía haber otra salida. Ninguno regresó a la salita, ni pasó por allí.
—¿El señor Delavila? preguntó la chica que me recibió. Me incorporé, pues había conseguido sentarme cuando alguien de los que estaba antes dejó un asiento libre—. Puede pasar.
—Muchas gracias. —Habían dado las once y media. Al entrar, inspeccioné visualmente el amplio despacho, en busca del señor Rubí.
—Adelante —me llamaron desde el interior.
—Buenos días.
—¿Quizás esperaba encontrar un señor?
Una palabra de más, o no bien encajada, podía hacer fracasar mi objetivo.
—No especialmente; conozco, aunque sólo sea de pasada, las técnicas de marketing que utilizan las empresas. —Sé reconocer que fue admirable mi respuesta. Fue una respuesta de sabio de barra de bar, pero en cierta manera son muchos los vendedores a domicilio que toman este aire hasta el engaño, pero tratando la mentira inocentemente, como si ellos lo supieran todo pero, eso sí, hasta cierto punto.
—Así, debe saber que, estadísticamente, cuando se publica un anuncio en el que no se especifica el producto a vender, se recibe una respuesta mayoritaria de personas del mismo sexo que la persona que se anuncia que recibirá los candidatos hizo una pausa y prosiguió: Es por ello que el anuncio dice que los recibirá el señor Rubí, pues nos interesan vendedores masculinos.
Parecía que el asunto iba bien encaminado, y la chica de la sala de espera quedó eliminada. Aquella señora, que andaría por los treinta y cinco años, me invitó a sentarme al lado opuesto de su mesa.
—Póngase cómodo.
No se trataba de rendirse ahora que se acercaba el desenlace, pero no conseguía dejar de preocuparme de mi tarea de vigilante. ¿Y Carmen, dónde andará?
—¿Sabe ya cuáles pueden ser los productos que nuestra empresa ofrece?
—La verdad es que no... No, señora.
—¡Sea usted bienvenido a nuestra empresa! exclamó—. Por supuesto, siempre que tú estés de acuerdo con ello y después de conocer las características de nuestros productos que tendrías que vender. Tutéame, te lo ruego. —Y dirigió su mano hacia mí para estrechar la mía—. Mi nombre es Istar.
Mi espalda se hundió en el respaldo de la butaca y me hubiera levantado y me hubiera gustado desaparecer otra vez, por la misma puerta por donde entré, pero mi hambriento estómago no podía permitirme el lujo de hacer mutis por cuestión de nombres. Me sentí perseguido por ese nombre y tuve que reprimirme para no soltarle que su nombre era de lo más vulgar. Le di la razón en que si en el anuncio hubieran anunciado: «Les atenderá la señora Istar», por lo menos yo no entro allí aunque me hubieran llevado a rastras. Pero saqué fuerzas de flaqueza y mantuve una forzada sonrisa de satisfacción. Tres Istares en un tiempo tan breve olían a chamusquina, hubiera preferido más que su nombre hubiera sido María, o Yolanda, o Manuela, o Filomena. Pero esta Istar 3, como una película de éxito, era el fruto de una producción en serie. «Istar 3, la tercera mamada» —pensé. Y su boca era demasiado menuda como para que pudiera tragarse mi pene. «Quizá sería conveniente que lo supiera» seguí pensando.
—Yo, Manuel, Manuel Delavila —pronuncié imitando el más puro estilo de película americana.
—Me ha gustado tu sinceridad. A pesar de mi larga y extensa experiencia en estos asuntos, nunca me encontré con un caso como éste—. Lo de reconocer abiertamente que desconoces de qué puede tratarse este tipo de trabajo, me proporciona la seguridad que los clientes serán bien atendidos, serán escuchados como se merecen.
Y, yo, en eso estuve de acuerdo con ella.
—Nunca he sido vendedor, pero creo, y perdona mi soberbia, que tengo la preparación suficiente como para enfrentarme con los clientes.
—Clientas —se apresuró a corregir Istar—. Nuestra empresa vende exclusivamente productos de uso femenino, éstos cubren un amplio abanico formado por cualquier prenda de vestir, calzados, sombreros, guantes, hasta el más sofisticado complemento, joyas, o artículos de uso más general, compresas, perfumes, revistas, por supuesto femeninas, y un largo etcétera que irás conociendo.
No era desagradable la idea, además la empresa parecía seria y la jefa técnica que me informaba me ofrecía confianza, y de verdad, no como otros que parece que te citen porque lo tienen en su programa. Y era evidente que si estaban obligados a hacer una selección del personal para no perder el prestigio que seguro tenían, aunque yo lo desconociera, tenían que hacerla como creyeran oportuno. Mentalmente calculaba cuánto duraba mi entrevista y seguro que era ya más extensa que la del resto de los candidatos que me habían precedido.
—Como veo que, por ahora, no tienes ningún inconveniente, me gustaría concretarte más cosas. Nuestra estructura está basada en los diferentes departamentos comerciales; con cada tipo de producto que ofrecemos se trabaja su mercado separadamente, y según la capacidad de nuestros vendedores tienen la responsabilidad de un producto distinto, y siempre estamos abiertos a cualquier cambio, una vez trabajes con nosotros y se produzca alguna vacante en el departamento en que quisieras integrarte, y siempre que en él puedas ofrecer una mayor capacidad de promoción. En este momento sólo tenemos vacantes en la sección de perfumería y de ropa interior, y que si tú quieres puedes complementar; es decir, que si estuvieras interesado podrías ofrecer los productos de los dos departamentos.
—Sí, me interesa el puesto. —Y prosiguió.
—Muchos hombres han renunciado a trabajar con nosotros por tratarse de esta clase de productos. Quizá crean que están incapacitados para defender la calidad de los artículos frente a señoras que, con toda seguridad, sí que saben lo que compran. Sólo tienes que rellenar este impreso y, junto a mi informe, lo tramitaré a la Junta, que es la que en definitiva tiene la última palabra. Si es afirmativa, recibirás comunicación dentro de quince días. Me acercó el impreso. Lo rellené sin dejar ninguna casilla en blanco. Istar prosiguió, entusiasmada, explicándome más detalles: Recibirás una retribución anual de setecientas mil pesetas y un porcentaje del quince por ciento, y éste puede representar un cincuenta por ciento del sueldo, claro que repartido entre catorce pagas.
Me acompañó hasta la puerta y nos saludamos de nuevo. Me deseó suerte y regresó a su sitio. Yo, antes de abandonar definitivamente la oficina, quise olvidarme, eran tantas las veces que dijeron que me avisarían que no me afectaba mucho una despedida tan vulgar.
Hoy llegaba tarde a mi puesto de vigilancia, corrí hasta la parada del autobús, y una vez en el bar, esperanzado, pedí un bocadillo: aún no había desayunado y la desazón de mi estómago era difícil de soportar.
Atardeció cuando tomaba mi último café, y Carmen sin aparecer.
Al día siguiente, hice footing por el puerto; hacía mucho tiempo que tenía a mi cuerpo abandonado y el ejercicio ayudaba a la circulación sanguínea. Después de ducharme, me dirigí sin perder tiempo al autobús y de allí hasta mi atalaya. Llevaba ya días sin ver a Mario, ni a Mario que se llama Màrius, ni el bar, ni el quiosco. Por noveno día consecutivo repetía el recorrido, prácticamente las mismas costumbres ya se me habían arraigado. Parecía imposible, pero apareció. Ella, Carmen, venía por la calle cogida por la cintura por un hombre de aproximadamente su edad, bien vestido, con la raya de su peinado bien marcada, un par de dedos más alto que ella, una perfecta pareja que mandó a freír espárragos toda la serie de cafés que me tomé, uno tras otro, en los nueve días. El mundo se me vino encima, y la sentí como arrancada de mi cuerpo. Se pararon frente al bar, pero en la otra acera. Ella, inmóvil, se quedó allí resiguiendo con su mirada los pasos de su acompañante que cruzó la calzada y se introdujo en el bar, pidió tabaco, salió, y juntos de nuevo entraron en casa de Istar.
No pude acabar con el último café con el que ya llevaba un rato removiendo el azucarillo. Pronto perdí de vista aquel edificio, aquella calle, aquella zona residencial, demasiado residencial para estar al alcance de todos. Y yo que creía que el camino del sexo se me había abierto totalmente. «Crédulo» —me dije.
Los de la empresa sin avisarme, yo con el futuro cada vez más oscuro, pendiente de un hilo. Y con las ganas de clavarme a Carmen, que rondaba por la punta del glande, quería mojarlo en alguna de las que seguro eran suculentas grutas, o quién sabe cómo debe gustarle a ella. Las últimas escurriduras monetarias empezaban a agotarse definitivamente. ¿Qué solución tenía? ¿La de recurrir a Carmen como si no la hubiera visto? No, eso nunca. Regresar a casa de Istar y así poderle sacar alguna comida o cena. No, yo no era de esa clase. Mi obsesión por conseguir material para el libro es lo que me había conducido hasta aquel caos, un laberinto de difícil resolución. Si fuera mujer, podría tomar ejemplo de Istar, la de la editorial, pero mi condición masculina era un fuerte impedimento para ello. Con Istar, la de la empresa, una influyente jefa técnica, era con quien podía intentar mantener una relación más estrecha, y seguro que conseguiría mi propósito. No pensé de Istar como esa clase de mujeres que se vendiera por un entendimiento sexual. Empezaba a salirme de la órbita que había seguido hasta ahora. Una cosa era investigar y llegar hasta donde fuera necesario, otra ya era caer en una trampa.
Los días pasaban a una velocidad sorprendente, y el plazo de presentación de obras se me acercaba más rápido de lo que a mí me interesaba, no me atrevía a salir a buscar más experiencias que me ayudaran a completar mi trabajo. El periódico lo explicaba: «Me gustan las mujeres que no se pintan, no se tiñen, y que llevan pocas o ninguna joya. (...) Y cuando digo hedor quiero decir también de perfumes exóticos _y8o penetrantes, »(...) Y un día uno va y se enamora, y la persona objeto de sus amores es rubia teñida, lleva más pintura que un Van Gogh, más joyas que Cartier, más perfumes que Chanel, y ostenta unas agresivas uñas de tigresa. Qué podemos hacer con el amor si no sólo es ciego.»
Cuanta razón tenía el articulista, el mundo está loco, el mundo ha perdido el juicio, y yocontrario a cualquier cosa que pudiera alterar la naturalidad, empezaba a enloquecer con él. Follando por los ascensores, dejando que una mano desconocida me menease el espigón, yéndoseme el santo al cielo por un buen ejemplar de hembra como Carmen, y ahora pendiente de una carta, de un aviso que nunca acababa de llegar, y quizá nunca llegaría. El buzón, todos los días, aparecía vacío. No quería pensar mal del cartero, ¿pero y si se hubiera equivocado al tirarla? Aunque, sinceramente, me imaginé vendiendo artículos de señora, ropa interior, de calidad, los mejores en su género o por lo menos yo debía de estar convencido de ello, a pesar de reconocer mi ignorancia en el tema, no poseía ninguna clase de criterio para poder comparar, y las últimas mujeres con las que he estado tratando no han ofrecido a mi vista ningún tipo de prenda similar con la que poderme familiarizar. Claro que, con los días que llevaba yo pensando en lo mismo pude incluso planificar, con bastante detalle, mi táctica de venta. ¿Por qué no podía dirigirme también a los maridos, a gente de dinero de empresas importantes o ejecutivos? El perfume y la ropa interior siempre era un buen regalo, inesperado, atractivo y, por qué no, seductor.
Claro que era fácil de convencer, pero después de haber recibido la comunicación me presenté de nuevo tan pronto como acabé de abrir la carta.
Istar me proporcionó su primera felicitación. La idea de sobresalir de las listas de posibles dientas, lo que suelen llamar trabajo dirigido, y de probar con sus maridos, o bien otros que nunca hubieran mantenido ningún tipo de relación con la empresa, hizo que viera un nuevo objetivo en su mercado. Incluso me proporcionaron una cartera de las que sirven para llevar todo el muestrario. Su interior estaba repleto de toda clase de prendas de vestir íntimas y colonias, jabón y otros artículos de perfumería. Me dejaron vía libre hasta después de diez o quince días, que tenía que pasar de nuevo y «echar cuentas», como diríamos en lenguaje coloquial. Es por lo que yo tenía que tomármelo con toda tranquilidad, pues había de estudiarme bien qué material llevaba en aquel lujoso maletín. Y cuál no fue mi sorpresa cuando encontré, perfectamente forrado con su plástico, un carnet de identificación de la empresa pero, qué lástima, sin fotografía. Siempre podría justificarlo con otro documento. Manuel Delavila, técnico en ventas dirigidas. Debajo había una firma ilegible. A la derecha, el anagrama de SUAUFI, SA, que es conocido por la publicidad.
Cuando anocheció refrescó más que otros días, vi cómo aparecía la luna detrás de una de las nubes que habían impedido dejar entrever al sol durante todo el día.
—El señor director, por favor.
—¿Le espera?
—No. Pero mi visita puede que sea de su interés. —Mientras, mostraba mi nueva documentación y repetía lo que podía leerse: Manuel Delavila de SUAUFI. Sí... Gracias, me espero.
Se oía levemente la voz de Joan Baez cantando en extranjero, conducida por toda la oficina por la instalación del «hilo musical». El verdor de las plantas contrastaba con las tonalidades grises dominantes del enmoquetado y del tapizado de las butacas.
—Muy amable.
Ahora se oía lo del «ramito de violetas» de Cecilia, y yo en el umbral de la puerta. Llevaba en el maletín todo el muestrario de ropa interior, seguro que impresionaría a aquel marido que debía tenerme en cuenta desde el interior de ese despacho.
—Pase, pase —me repitió su secretaria.
Y si aquel señor sabía montárselo bien, podía ofrecerle un regalo a la secretaria, que con toda seguridad lo tendría bien ganado. Entré.
—Buenos días.
Huía de la ceniza y caí en las brasas, y mi sorpresa fue mayúscula; hice de tripas corazón y oí cómo se cerraba la puerta a mi espalda. De todas maneras, lo de venta dirigida a mi criterio empezaba a no encajar demasiado con mi intención.
—Soy Manuel Delavila, de SUAUFI. La conocida marca de artículos femeninos.
—Se trata de ventas, ¿verdad? —me dijo ella, en un tono de voz a caballo de la feminidad y la imposición.
—No exactamente. Si yo no tuviera una clara conciencia que de lo que quiero hablarle no fuera de su interés, no me hubiera atrevido a molestarla.
Su cabellera, que descendía hasta media espalda, estaba envuelta, sí, envuelta con una preciosa tela del mismo color que el vestido, de escote moderado, que era reducido por un collar de piezas doradas, quizá de oro.
—SUAUFI quiere expresarle las más sinceras disculpas por no haberla visitado antes y así poder incluirla en nuestro directorio de clientes, o nunca mejor dicho, dientas. Formo parte de una extensa red de técnicos en venta dirigida, y concretamente mi departamento de ropa interior ha pensado que sería conveniente poderle mostrar todos aquellos productos que usted nunca podrá encontrar en un comercio, por muy especializado que éste sea, y además con la comodidad de no tener que ir en su busca, pues su adquisición es a domicilio. Me sentí satisfecho de la lección que estaba dándole, y ella sin atreverse a abrir el pico. Pero, antes de acabar de pensarlo decidió:
—Usted trae el muestrario, ¿verdad? Perdone un momento... —Se acercó a uno de los aparatos interfonos de la mesita auxiliar de su izquierda y...: Ester, que no me moleste nadie hasta que acabe con el señor Delavila.
»Así nos dejarán en paz y podré atenderle mejor; piense usted que si alguien entrara, la impresión que se llevaría.
—Sí, lo comprendo —dije sin ser cierto. Dejé el maletín en la butaca que tenía frente a mí, y lo abrí—. En primer lugar me gustaría ofrecerle este conjunto de blonda compuesto de dos piezas... Aquí tiene usted las bragas y el sujetador, compruebe usted misma la suavidad que han conseguido. El reducido tejido utilizado, de diseño exclusivo, y reforzado por estas tirillas, le aseguran una firme y sutil sujeción y asimismo le permiten utilizar un largo escote sin preocuparse del problema que, por experiencia, conoce mejor usted que yo. Las bragas están confeccionadas con la misma clase de tejido y pueden permitirle llevar, alguna vez, algún tipo de vestido o incluso pantalón muy ceñido, sabiendo que no se le verá el doblez marcado de la goma, que cualquier otro tipo de braga convencional suele producir. Además, para asegurarle una mayor comodidad, cada talla de ancho de cintura dispone de otras tres distintas, cada una correspondiente a una forma concreta de vulva y de pubis. —Le mostré todos los artículos que llevaba y ella sólo observaba, prácticamente sin decir nada. No sabía si podíaconvencerla o no—. La sección de perfumería no la tengo en este momento, pero si cree que puede interesarle le dejo este catálogo y puedo pasar con las muestras cuando crea más interesante.
—El primer modelo que me enseñó, ¿lo tiene en negro...?
—Sí, en negro sí, junto al blanco son los únicos colores que han decidido confeccionar, por razones de estética, evidentemente.
—¿Puedo probarme este modelo?
—Por supuesto, más bien diría que es nuestra obligación ofrecer un servicio completo... Tome.
Se levanto y me rogó le disculpara un instante. Abrió una puerta de la derecha del despacho que comunicaba a una especie de sala de consejos, donde se encerró un momento y salió de nuevo.
—Perdone mi abuso. ¿Me permite que me pruebe estos otros modelos? ¿Y los sujetadores?
Se los di. Ella regresó a la sala contigua y se encerró otra vez. En esta ocasión transcurrió más rato hasta que abrió la puerta. Sólo la entreabrió y me llamó:
—¡Señor Delavila! —asomándose entre la puerta y el marco prosiguió:
—Por favor, acérquese.
Yo, me acerqué. Ella sin salir y yo sin entrar y, de nuevo, se me dirigió:
—El sujetador perfecto se lo pude ver, pues iba medio desnuda de cintura hacia arriba, además abrió la puerta y quedó frente a mí—, aunque las bragas, no sé si pedírselo, pero me gustaría que fuera usted mismo quien decidiera si éstas me están bien. Pase —me pidió. Yo pasé. Ella cerró la puerta.
En el suelo estaban las bragas que seguro llevaba antes, su color rosa reflejaba su limpieza. El sujetador le mantenía los senos discretamente perfectos. El tejido le recortaba parte del pezón que era exageradamente amplio. Sus hombros, moldeados perfectamente, ofrecían a mi vista una supuesta suavidad.
—Observe, el sujetadores una maravilla. Y, sin más, lo desabrochó—. Y además son muy prácticos.
La total desnudez de sus senos no me sorprendió en exceso, pues el tejido de la prenda era transparente. Se colocó de nuevo el sostén. Tengo que reconocer que me excitaba ver cómo acompañaba la transparencia de la tela sobre sus preciosos pechos. La tía estaba muy buena. En primer lugar se abrochó la tira que los sujetó y acto seguido, con toda lentitud y tranquilidad, con sumo cuidado para no arañarlos, moldeó su forma con la mano en cada parte que cubriría la teta, y sin retirarla, cogió su mama con la otra y colocó el fragmento de encaje por encima. Finalmente sacó su mano y sus dedos resiguieron sensualmente el glandular y apetitoso montículo. Sus dedos finalizaron el recorrido en el tirante cuando lo dejó reposando en su hombro. Repitió, de nuevo y con más agilidad, con su otra glándula.
—Es cierto que me los siento muy bien... Sí.
—Mientras, se las alzaba con sus manos, como si las sopesara, y sus pezones se endurecían.
Incluso a mí me hubiera gustado ayudarla.
—Pues, es verdad que le quedan muy bien —dije yo.
La cabezuela de mi pene también debió estar interesada en gozar del espectáculo de tan amplio escaparate, pues empezó a asomarse por encima de la goma del slip. Los amplios pantalones que llevaba no le permitieron que se apretujara contra ellos, y pude disimular la tirantez y el bulto. Yo miraba embelesado a esa mujer, nunca pude llegar a imaginar que un director femenino de una entidad tan seria como querían dar a entender se desbragara y se destetara de esa manera para probarse una prenda de ropa ante su vendedor. Me reprimí de tirarme sobre ella y me hubiera placido hacerle lo que mi picha pedía que le hiciera. Su pezón siguió tieso y ella hablaba, me dijo algo que tuvo que repetir más de una vez para que yo regresara del sueño y me enfrentara de nuevo a la plácida y comprometida realidad de tener aquel cuerpazo frente a mí. Por fin oí lo que repitió infinidad de veces.
—Las bragas, no sé, no acabo de sentirlas lo bastante bien... creo que podrían quedar mejor, ¿verdad? Mire usted cómo me quedan, ¿quizá son demasiado anchas?
¡Bendito sea Dios! Se levantó el vestido y me ofreció una nueva panorámica de su cuerpo. Acaricié ese nuevo rincón con la mirada. Me la hubiera tirado, pero hacía mucho tiempo que no tenía la oportunidad de una penetración clásica, con cama incluida. Ojeé la sala por si encontraba alguna, cosa imposible, pero el instinto... Dejé reposar una rodilla en el suelo, como los sastres cuando te prueban un traje, la obligué a darse la vuelta, con mis manos en lo alto de sus piernas controlando el movimiento. Totalmente de espaldas a mí, con sus nalgas a un palmo de mi aliento, se las separé para ver como le quedaba la tira entre la raja de su culo. Su primer instinto fue contraerlo y rápidamente lo relajó, incluso avanzó su busto y abrió, balanceándose, algo más las piernas para facilitar mi visión, yo se lo agradecí y acaricié suavemente el fondo de la escisión entre sus dos hemisferios. Sin retirar mi dedo de esa posición, dirigí de nuevo su movimiento rotatorio y noté cómo ella hacía lo imposible para no escupir la pequeña porción de tira que se restregaba por su arrugado y, ahora, contraído ano. La sujeté, hincando el extremo de mi dedo en el umbral de esa gruta; ella, obediente, absorbió su propio cuerpo incluido mi dedo que clavó su uña entre los pliegues de su pared. Observé sus pezones y sus brazos que castigaba a permanecer quietos a lo largo de su cuerpo. Cerraba los ojos, mirando hacia el techo, como quien no quería la cosa. Fijé mi vista en su pubis, cubierto de vello perfectamente cuidado, recortado a lo largo de toda su ingle. Me permití la delicadeza de doblarle el tejido hacia el interior de la braga y le acaricié los labios de su vulva.
—Sí, necesitará una talla más pequeña.
Ella, colaborando en todo, me ayudó en mi tarea, doblando levemente sus rodillas y arqueando la cúpula de su sexo. Yo, no perdía de vista ese manjar, y repasaba incesantemente la abultada molla de su coño, observé cómo la fina blonda absorbió continuos de goteos procedentes de su interior. Lo sellé con mi mano, frente a ella, para prolongar su abertura trasera hasta su vientre.
—Son suaves —dijo.
Se zarandeó y sonrió. No supe si se refería a mis manos o a sus empapadas bragas. Me envolvió su perfume, un perfume de hembra limpia, que el flujo que escupía su entrepierna perfumaba el radio de atracción animal.
—Sí, necesitará una talla más pequeña —repetí.
Las cogí de sobre la mesa que allí había, mientras ella, sin dejar caer su vestido, se las iba bajando hasta que sacó sus dos pies, uno por cada agujero de aquella húmeda prenda. Su vello quedó al aire y se las ofrecí de una talla menor.
—Éstas sí le irán bien —dije.
Ella se las puso y notó cómo le molestaba el vestido. Se soltó el corchete y resbaló hasta el suelo.
—No le molesta, ¿verdad? —me dijo.
—No se preocupe por mí.
Terminó de colocárselas y me arrodillé de nuevo para comprobar su medida. Repetí mis pases de manos y sin darme cuenta me entretuve más rato de lo que necesita para asegurarme que su sexo seguía húmedo.
—¡Ahhhh...! Son fantásticas —exclamó.
Surgió de nuevo la duda sobre a qué se refería: a las bragas o a mis manos. No se lo pregunté y me incorporé. Había alejado las manos apenas pronunció su exclamación. Ella condujo su mano hasta su escondrijo y una vez allí prensó con ella el ardiente puchero.
—Me excita este tejido —dijo.
Prendió mi mano y la constriñó entre sus muslos. Después separó las piernas y me invitó a repetir la proeza:
—... Y me gusta que los hombres me manoseen por encima de la ropa. ¿Le importa hacérmelo?
—No —dije yo.
Busqué su clítoris. «Así» dijo ella. Sus nuevas bragas quedaron rápidamente mojadas. Con mi otra mano fui en busca de los senos y, siempre por encima del poco tejido que los cubría, le redondeé los pezones con los dedos. Ella cruzó los dedos y se puso las manos en la nuca. Le besé sus axilas y sus tetas, había dejado ya los magreos en su vulva y sobé salvajemente sus nalgas desnudas y su espalda y sus hombros. Toda ella era suave. No dejó que la besara en sus labios. Anduvo lentamente de espaldas, y con ella me tiraba a mí hasta la mesa, apoyó su cuerpo. Me desabroché el pantalón y desnudé todo lo preciso para dejar mi verga al aire. Se descalzó y se tumbó sobre la mesa, y pasó sus piernas por encima de mis hombros. En sus bragas se le dibujaba toda una mácula procedente de su gruta. Su rostro revelaba placer. Le toqué de nuevo los pechos que se habían desparramado hacia los lados y le presioné los pezones por encima del sostén entre mis dos dedos. Ella se estremeció y escupió flujo por su raja cuando yo, entusiasmado, los estreché con más fuerza guiado por su furor. Abrió la boca y sacó la lengua para reseguir el labio superior. Cerró los ojos. Le acaricié los pies y sus piernas hasta el punto deseado. Yo, intensamente, las reseguí en toda su extensión, sin parar, y ella, por vez primera, acercó su mano a mi falo. Lo tenía tirante y estaba más excitado que nunca. Se lo restregó por encima de sus bragas presionando donde calculó que tenía todos sus orificios, con la mano que le quedó libre sopesaba mis botones. Me gustaba y a ella también le gustó. Después, al notar el acercamiento del crucial final, abrió y mostró por dónde quería estrechar a mi picha, le indicó el camino. Entró por el seboso conducto y llegó rápidamente al final de su recorrido contra cuya pared esperaba estrellar el semen de mi eyaculación. Ella, desesperada, ansiosa, no dejaba de moverse. Yo me moví. La agarré por las muñecas y ella abrió los brazos hasta poder sujetarse al borde de la mesa para proyectar, bárbaramente, su sexo contra el mío. No podía, mi verga aprisionada estallaría en cualquier momento, pero se corrió primero ella, resopló entre sus labios y contrajo todos los músculos de su cuerpo, de tal manera que descendió sus pies hasta la altura de mis caderas y me sujetó tan fuertemente que impidió cualquier movimiento. Su ranura se ensanchó ante tanta presión y aún intentó cerrar las piernas. Mi cuerpo se lo impidió. Y las paredes vaginales friccionaban mi verga para escupirla de su cuerpo; yo, que la agarré por sus caderas, se lo impedí, y sus movimientos de repulsa me excitaban aún más. No le permití huir. Gemía. Gritaba de placer.
—No puedo más —dijo balbuciente.
Por fin me corrí y a ella poco le faltó para repetir la consumación del acto. La dejé y ladeó la cabeza. Reposé un instante sobre su cuerpo. Mi mejilla se apoyaba sobre sus pechos, y aún aproveché para besarlos. Poco después, mi acurrucada verga salió despedida; sólo la retuvo un momento el borde de las bragas que la estrecharon contra su pierna donde dejó señal, a su paso, del resultado de la cúpula.
Cuando me incorporé, y me puse bien los pantalones, ella abrió los ojos y se levantó y se bajó de la mesa.
—Es fuera de serie —dijo.
—Sí, este tejido es fantástico reconduje yo sus palabras hacia mi venta.
—Me quedo con media docena de cada —dijo.
«Maravilloso» —pensé yo. Esperé que terminara de vestirse y se colocó de nuevo el escote en su lugar.
—Se han humedecido... —Devolviéndome las dos prendas y sonriendo agradecida.
Tomé nota de todos sus datos para hacerle llegar el pedido, me recomendó enviarlo a su domicilio particular, estaba interesada en conocer más productos de la firma que tan hábilmente había empezado a representar.
Cuando salí a la calle me pareció oír una inmensa ovación que tenía bien merecida.
Llovía, siempre llovía, y esperando el autobús —estaba acostumbrado a ir en autobús llegué empapado a casa.