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12 DE OCTUBRE DE 2008

LOS DÍAS PREVIOS: PÁNICO EN EL MUNDO

Como cada año, el 12 de octubre de 2008 habíamos celebrado en la Castellana el desfile de las Fuerzas Armadas y la posterior recepción del Rey en el Palacio Real. Desde hacía tres años, lo más noticiable de ese desfile que, siempre de manera muy profesional, realizaban nuestras Fuerzas Armadas eran los abucheos que nos dirigía, a los representantes del Gobierno y a mí en particular, una parte del público que acudía.

No se puede decir, ciertamente, que aquello resultara agradable, pero siempre lo asumí como una manifestación de la libertad de expresión de los ciudadanos. No obstante, sí valoraba que, al menos ante mí, algunos representantes políticos evidenciaran su incomodidad o su disgusto por un clima que podía enturbiar la dimensión institucional del acto. Recuerdo bien las caras de circunstancias de Alberto Ruiz-Gallardón, de Esperanza Aguirre y del jefe del Estado Mayor de la Defensa cuando me recibían en la plaza de Colón. Nadie comentaba los abucheos, quizá porque era la forma más elegante de quitar hierro a la situación. Lo que siempre escuché en estos lances fue una palabra amable del Rey, quien tiene, entre otras, la virtud de decir lo que piensa más allá de su papel institucional.

Pero aquél, el de 2008, no fue un 12 de octubre más: la atención europea y mundial estaba centrada en la reunión que los líderes del Eurogrupo, jefes de Estado y de Gobierno, íbamos a celebrar unas horas más tarde en París, en la sede de la presidencia de la República, convocados por Nicolas Sarkozy.

Era la primera vez en la historia del euro que se reunían los líderes de estos países. La zona euro y su sistema de gobierno se ceñían al llamado Eurogrupo, que integra a los ministros de Economía, más la Comisión y el BCE. La razón de este modelo de gobierno, un tanto extraño, caracterizado por la ausencia de cumbres de los líderes políticos de la zona euro, radicaba en el sesgo que podríamos llamar despolitizador que se había pretendido dar a ese modelo, para preservar el carácter de rigor y de ortodoxia de algo supuestamente tan sensible como las deliberaciones o decisiones sobre la moneda común. Se entendía que de otro modo la imprescindible independencia del Banco Central Europeo, a quien los tratados atribuyen la ejecución de la política monetaria, podía verse afectada. Esa independencia del BCE, reclamada con vigor por el pensamiento económico dominante, constituye también una «exigencia» de los mercados y se considera un pilar esencial en la arquitectura del euro.

A raíz de la crisis financiera, y por iniciativa sobre todo de Sarkozy, a la que yo siempre brindé mi apoyo, se trató de «institucionalizar» las cumbres de líderes del Eurogrupo. Este intento contó entonces con la indisimulada reticencia de algunos países de la zona euro, como Alemania, además de con la explicable desconfianza de los países de la UE ajenos a la moneda común. De hecho, a la reunión del domingo 12 de octubre le siguió, el viernes 17, la cumbre de todos los líderes de la UE. Así ocurriría en otras ocasiones y cuando, por fin, el Consejo Europeo deliberó sobre la normalización de las reuniones de líderes de los países del Eurogrupo, se produjo un intenso debate. ¡Tres años después! se abrían paso tímidamente estas cumbres, en mi opinión útiles, como resultó la de aquel histórico 12 de octubre. Y es que así son de difíciles las cosas en la formación de la voluntad política europea.

La reunión era decisiva, trascendental. En las semanas previas, y especialmente en los dos días anteriores al 12 de octubre, el sistema financiero internacional había vivido un derrumbe, una hecatombe. Bancos de inversión convencionales y grandes grupos financieros, de Estados Unidos y europeos —entre los que no había ninguno que fuera español—, arrojaban pérdidas millonarias, y un verdadero coloso, Lehman Brothers, se precipitaba a la quiebra. El Gobierno y los bancos alemanes habían acordado el 5 de octubre un plan para rescatar el Hypo Real Estate, que comportaba una inyección de 50.000 millones de euros en concepto de préstamo y que se sumaba a los 35.000 millones aprobados hacía tan sólo una semana.

Los mercados de valores se desplomaban. La segunda semana de octubre de 2008 fue la peor de la historia de las bolsas mundiales, que sufrieron pérdidas superiores a las de las mayores crisis vividas hasta entonces, en 1929 y 1987. Con pérdidas de hasta un 20 por ciento en una semana y de cerca del 10 por ciento el viernes 10 de octubre.

El pánico se extendía por el mundo.

Y eso que ya se habían adoptado medidas importantes desde los bancos centrales. El 8 de octubre los principales bancos centrales del mundo se concertaron para bajar los tipos de interés, y el 9 de octubre el BCE decidió continuar con sus líneas extraordinarias de liquidez, pero sin límite en las cantidades solicitadas por las entidades.

Ése era el panorama: las mayores pérdidas de la historia en las bolsas mundiales; lo repito para que el lector se sitúe en aquellas horas, en aquellos días. Son momentos en los que sabes que, en tu país, todas las miradas e interrogantes se van a dirigir a ti y que tú no te puedes mostrar como realmente estás: angustiado.

Angustiado, pero dispuesto a hacer todo lo necesario para comprender lo que estaba sucediendo y reaccionar con determinación. Sabía lo que estaba en juego. Recuerdo haber sido plenamente consciente de la extraordinaria gravedad del momento. Pero también de que tenía confianza en Europa, en la democracia, en la política, y la esperanza, por ello, de que el abismo de un tiempo similar a la Gran Depresión del 29 y sus consecuencias no se reprodujeran.

Dos días antes de la cumbre del 12, viajé a París para reunirme con Sarkozy. Era el presidente de la Unión en aquel semestre, y para España era importante estar, en ese momento tan trascendente, en el núcleo de información y de decisión. Y creo que lo conseguimos. De hecho, le pedí ese encuentro a Sarkozy porque España no había podido estar en la reunión de los países europeos del G-8 que se había celebrado con anterioridad. El presidente francés siempre fue muy receptivo con España y siempre tenía en cuenta nuestra relevancia como país. No es menos cierto que siempre traté de corresponderle con lealtad. En aquella reunión coincidimos en que la gravedad de la crisis exigía una respuesta valiente, urgente y de amplio calado, tanto a escala europea como mundial. La reunión de los países del G-8 no había producido resultados y se iba abriendo paso la necesidad de encontrar un marco más amplio y representativo, lo que conduciría al G-20, para el que nosotros nos postulamos entonces, desde el primer momento.

Sarkozy tenía ya en la cabeza una reunión de los líderes del Eurogrupo, con la posibilidad de invitar a Gordon Brown, algo que yo apoyé decididamente. De hecho yo ya había hablado con Gordon Brown, que venía reclamando estar presente en dicha reunión del Eurogrupo. El presidente francés creía contar para su iniciativa con el visto bueno de la Comisión y del BCE; y de Angela Merkel, sobre todo con el de Angela Merkel. Me explicó cuáles eran los pasos que tenía previstos, que coincidían en lo fundamental con lo que yo había hablado con mis colaboradores para la preparación del encuentro. Y así, sin dilaciones, como le gustaban las cosas a Sarkozy, me propuso que anunciáramos juntos allí, a las puertas del Elíseo, la convocatoria de la reunión del 12 de octubre, que se atisbaba como una de las más importantes que Europa había celebrado en décadas.

Ese viernes, día 10, había sido un viernes negro, como titularon varios medios informativos. Ponía fin en los mercados a una semana que vivimos con un permanente sentimiento de zozobra. Parecía que el crash financiero mundial iba a llevarse por delante todo un modelo económico tras dos décadas de crecimiento económico global.

Durante toda la semana mantuve mucha actividad. La empecé reuniéndome, el lunes 6, con los principales representantes del sector financiero. Lo hice, en concreto, con los presidentes del BBVA, Francisco González; de Unicaja, Braulio Medel; del Banco Popular, Ángel Ron; de Caja Madrid, Miguel Blesa; de la Caixa, Isidre Fainé; y con el consejero delegado del Grupo Santander, Alfredo Sáenz.

Quería escuchar su opinión sobre lo que estábamos viviendo, informarlos de que el Gobierno, en la línea de la orientación europea, iba a incrementar la cuantía garantizada de los depósitos, pasando de 20.000 a 100.000 euros por titular y entidad. Y quería tratar de que, entre todos, pudiéramos transmitir confianza sobre nuestro sistema financiero.

Los ministros de Economía de la zona euro se reunían ese mismo día 6 y acordaban elevar el mínimo garantizado de los depósitos a 40.000 euros. De este último encuentro también salió un compromiso genérico de apoyo al sistema financiero, que Jean-Claude Juncker resumió ante la prensa: «Ninguna institución financiera sistémica debe quebrar y los Estados serán los garantes de que esto no ocurra». Pero esta declaración no tuvo fuerza suficiente para frenar el descalabro de las bolsas europeas, que se agudizó durante toda la semana. Y eso porque ni se concretaba nada sobre cómo los Estados iban a apoyar al sistema financiero, ni era suficiente una declaración política realizada únicamente por los ministros.

Vuelvo a la reunión con los presidentes de los bancos porque me interesa resaltar que, tal y como ellos expresaron públicamente, me transmitieron la solvencia y fortaleza del sistema financiero español. Y lo destaco porque, en la primera etapa de la crisis, nuestro sistema financiero ofrecía una buena capacidad de resistencia. Muchos bancos europeos necesitaron voluminosas ayudas del sector público vía inyección de capital y préstamos, y, sin embargo, los bancos y cajas españoles se mostraban razonablemente sólidos. En aquel tiempo esta «buena salud» de nuestras entidades financieras se atribuía a la política de rigor llevada a cabo por el Banco de España, a través del modelo de las llamadas provisiones anticíclicas. La petición unánime fue que, ante la falta de confianza de los mercados financieros, se proveyera de liquidez extraordinaria a los bancos.

Y es verdad que esta opinión sobre la actuación del Banco de España estaba muy extendida. En más de una ocasión fue puesta en valor por distintos líderes europeos en las reuniones del Consejo. Recuerdo bien las referencias en este sentido de Gordon Brown, Angela Merkel, Nicolas Sarkozy, Jean-Claude Juncker. También del entonces presidente del Banco Central, Jean-Claude Trichet; incluso Obama, en la Cumbre del G-20 de Pittsburgh, puso públicamente como ejemplo al Banco de España.

Pero los hechos transcurren a una velocidad de vértigo en la sociedad en que vivimos. Y más aún con una crisis de esta envergadura.

Cuatro años después, ante los problemas de solvencia de una parte de nuestro sistema financiero, al que se le han ido exigiendo requisitos más elevados de capital de la máxima calidad, la imagen del Banco de España se ha visto seriamente afectada. Y, como suele ocurrir, es probable que ni los elogios de 2008 fuesen tan merecidos ni las críticas de 2012 tan justificadas.

Éste es un tema central en la evolución de la crisis, y subrayo el término evolución. Porque es verdad que nuestro sistema financiero era fuerte en 2008, en 2009 y en 2010 (así lo pusieron de manifiesto las pruebas de resistencia de julio de ese último año). No era una imagen falsa, ni había un error mayúsculo de apreciación. ¿Qué ha sucedido, pues? La crisis financiera derivó en una recesión económica que parecía que superábamos a finales de 2010 y en la primera parte de 2011, para volver a recaer en ella unos pocos meses más tarde. Esa situación originó un progresivo deterioro de los activos, especialmente de los inmobiliarios, lo que, unido a las dificultades de financiación de la economía española, acabó afectando a los balances de las entidades financieras, aunque gravemente sólo a algunas de ellas. Todo esto sin perjuicio de la muy negativa gestión de algunas cajas, cuya tutela correspondía a las comunidades autónomas.

Pero lo cierto es que en aquel último trimestre de 2008 los principales bancos no dudaban de la solvencia de nuestro sistema. Entonces, la preocupación fundamental que me transmitieron fue la de sus problemas de liquidez, pues el crash financiero había provocado un cierre de los canales habituales de financiación de los bancos, lo que se conoce como el mercado interbancario. Los bancos se dejaron de prestar entre sí, los grandes fondos no prestaban dinero a los bancos y, por ello, la liquidez era su gran preocupación. Varios de los asistentes a aquella reunión dijeron que nunca habían vivido una situación así. La perplejidad y la preocupación fueron las notas dominantes en el clima del encuentro.

En aquel momento, se abría paso ya una idea incuestionable: si no queríamos vivir una depresión como la de los años treinta del siglo pasado, era urgente e imprescindible una acción mundial fuerte y coordinada. Así se lo transmití a los representantes de la banca y me comprometí a contribuir a ello en todos los frentes internacionales, empezando, claro está, por la UE.

Repasando mis notas y la prensa de aquella semana, me doy cuenta de lo fácil que es perder la perspectiva de los hechos vividos. Más allá de la sensación mundial de vivir un terremoto financiero sin parangón, elevar el umbral de la garantía de los depósitos era la gran preocupación y la cuestión de debate concreta de aquellos días.

Este dato pone de relieve la situación a la que nos tuvimos que enfrentar. Garantizar los ahorros de los ciudadanos hasta los 100.000 euros. Una necesidad que era sencillamente impensable para nadie sólo unas semanas antes. Entonces, como en sucesivas vicisitudes de esta crisis, fue inevitable improvisar, decidir con urgencia y con un margen mínimo de tiempo y, por tanto, con la dificultad de recibir y asimilar en ese estrecho margen muchas opiniones expertas, sin poder evaluar con sosiego las respuestas ante cada nuevo giro inesperado de los acontecimientos.

Afortunadamente, durante el tiempo que permanecí en el Gobierno no hizo falta aplicar la garantía de los 100.000 euros. Pero parece justo reconocer, en aras de la confianza que merece el Estado en estas situaciones de emergencia, que la garantía se articuló a tiempo.

Sí, fue una semana que no olvidaré. El martes 7 estuve con los agentes sociales. Les informé sobre la decisión de elevar la cuantía garantizada de los depósitos, y procuré ofrecerles una radiografía completa de la situación. Compartimos la inquietud y la preocupación. Su mayor insistencia también se centró en la garantía de los depósitos, y en la respuesta que Europa podía dar de manera coordinada.

Los empresarios suscitaron ya otra cuestión que no iba a abandonarnos durante toda la crisis: su preocupación por las dificultades crediticias y de liquidez de las empresas ante lo que se adivinaba como una incipiente y severa restricción del crédito, fruto de las dificultades de liquidez que a su vez tenían los bancos.

El ICO (Instituto de Crédito Oficial) empezaba a ser un actor principal en todo el debate público después de muchos años en el más puro anonimato.

El ICO pasó a ser como una especie de solución mágica para la obtención de crédito por parte de las empresas. En todos los debates parlamentarios se me reclamó que el ICO diera más crédito a las empresas y, de hecho, se hizo con él un gran esfuerzo para paliar la falta de financiación. Pero la potencia del instituto era limitada, porque en último término esa entidad de crédito tenía también que captar recursos en el mercado de capitales, y devolverlos. Y eso exige cautela, pues se trata de dinero público. No obstante, ante el dilema entre abrir al máximo este cauce de financiación pública de la actividad económica y evitar el riesgo que podía originar facilitar más crédito a las pymes, en un contexto económico negativo, con el consiguiente impacto para las arcas del Estado, opté por exponer más al ICO, hasta el límite que los propios gestores entendían como asumible.

Por aquel entonces, no se había precipitado la escalada de destrucción de empleo, ni existía ningún horizonte inmediato de reducción de las prestaciones sociales o de la inversión pública. Por ello, los sindicatos no me transmitieron demandas concretas. La reflexión general de éstos se dirigía a Europa como el ámbito fundamental para afrontar todo lo que estaba ocurriendo. CC.OO. y UGT siempre han tenido una convicción muy firme sobre la UE. Son europeístas, nada nacionalistas, aunque rechacen una parte de las políticas europeas que ellos consideran neoliberales, o demasiado resignadas a la voluntad de los mercados. Por la misma razón, siempre respaldaron los planes keynesianos para afrontar la crisis que la propia Unión, el G-20 y, por supuesto, España pusieron en marcha durante 2008-2009.

Cuando se desencadena la crisis griega, en abril de 2010, y se abre la etapa en que se otorga una prioridad casi absoluta a la consolidación fiscal, a la reducción del déficit, CC.OO. y UGT se distanciarán, más abiertamente que nunca antes, de las políticas impulsadas por la Unión. Debatí con ellos en muchas ocasiones sobre el cambio de rumbo, sobre la necesidad imperiosa de reducir el déficit, sobre la política que apliqué a partir de mayo de 2010. Siempre pensé que entendían mis apremiantes y a veces angustiados razonamientos. Pero no los podían aceptar, buscaban otro camino, convencidos de que la brusca reducción del gasto público nos llevaría a una recesión económica. Y en parte tenían razón. Pero ese otro camino, con el clima de desconfianza y aversión al riesgo que se instaló en quienes financiaban a los llamados países periféricos, unido al criterio casi unánime de los principales actores europeos —el BCE, la Comisión, Alemania…— de intensificar al máximo la consolidación fiscal, era entonces imposible de vislumbrar, de transitar.

Durante esa semana que concluye con la Cumbre del Elíseo, hablé por teléfono con diversos líderes europeos. Destacaré las dos conversaciones con Gordon Brown, entonces primer ministro de Gran Bretaña. Las opiniones que vertía Brown en el Consejo Europeo y en el G-20 siempre eran escuchadas con atención por el «club» de líderes mundiales que afrontamos la crisis. Gozaba de la justificada reputación de contar con una sólida preparación económica. Aunque a Gordon Brown le acompañaba también la fama de ser un tipo poco simpático y comunicativo, yo sólo puedo decir que siempre tuvo un trato deferente hacia mí, amable y receptivo. En las conversaciones que mantuvimos aquellos días, me informó con detalle de las decisiones que estaba adoptando para hacer frente a la crisis de los grandes bancos británicos. Era un convencido de la necesidad de una amplia intervención pública, tal y como hizo con su sistema financiero.

El premier inglés también juzgaba imprescindible una gran operación de coordinación global de los principales gobiernos del mundo. Y en el ámbito europeo reclamaba que Gran Bretaña, a pesar de no pertenecer a la zona euro, estuviera en la primera línea de las decisiones que se adoptaran, por su peso económico y por la importancia de la City. Me pidió apoyo y le dije que lo tenía, que trabajaría por su presencia en una eventual cumbre del euro.

El jueves 9 hablé con Durão Barroso, que me transmitió que quería persuadir a todos los líderes de la zona euro de la necesidad de celebrar una reunión urgente, y que lo veía factible. Aproveché para hacerle partícipe de mis conversaciones con Gordon Brown, y de la conveniencia de contar con él. Estuvo muy receptivo sobre esta posibilidad, que ya contemplaba, y que al final se materializó.

Durão Barroso tiene afecto por España. En el tiempo que trabajé con él, siempre fue sensible a nuestras posiciones.

Cuando le di mi apoyo para su reelección, apoyo que tenía un valor singular al prestárselo un líder socialdemócrata a un candidato del PPE, recibí críticas, que en parte entendía, pero si lo hice fue porque siempre vi en su actitud como presidente de la Comisión un compromiso europeísta, que le llevaba a defender los poderes de la Comisión, dentro de los márgenes que Alemania y Francia permitían, y a volcarse para encontrar respuesta a las crisis sucesivas de Grecia, Portugal e Irlanda.

La víspera de la reunión en el Elíseo, el sábado 11, la pasé hablando con el vicepresidente Solbes, con David Vegara y con mis colaboradores más directos, que, a su vez, estaban en contacto permanente con los gabinetes de los principales jefes de Estado o de Gobierno, y de manera especial con los de Alemania, Francia, Inglaterra e Italia. Los mensajes eran claros: máxima preocupación, máximo convencimiento de la necesidad de una respuesta fuerte y coordinada para apoyar el sistema financiero.

Aun con las reservas necesarias, la percepción que tenía era que la reunión podía ir bien. Nadie ignoraba lo que estaba en juego. Pero faltaba por comprobar si la voluntad unánime, o al menos claramente mayoritaria, era la de tomar decisiones de calado, probablemente inéditas hasta entonces.

En el afán de tener el mayor número de opiniones fundadas y de ideas para la reunión, indagué sobre quién podría aportarme un conocimiento más profundo sobre las pautas del sistema financiero; me parecía útil recabar una opinión más y a poder ser desde fuera del Gobierno. Tras varias pesquisas hubo coincidencia en la persona: José Pérez. Pepe Pérez, como responsable de la supervisión del Banco de España, tuvo que gestionar la intervención y el saneamiento de Banesto en 1992. Y con anterioridad fue responsable de la modernización de nuestro sistema financiero y su apertura al exterior.

Aunque había oído hablar de él, no le conocía, y sin más le llamé. Como mi agenda estaba repleta aquellos días le propuse que viajara conmigo a París el viernes día 10, y así aprovechar el viaje para conversar. Aceptó de inmediato. Fue un viaje de ida cargado de ansiedad, pero muy útil para mí. José Pérez me dio ideas para articular el apoyo al sistema financiero, para facilitar liquidez a los bancos. El viaje de vuelta fue más relajado, aunque en todo momento éramos conscientes del momento histórico que vivíamos.

La reunión del Elíseo se había convocado para las cinco de la tarde del domingo día 12. El sábado 11, Sarkozy y Merkel tuvieron una reunión en la ciudad francesa de Colombey-les-Deux-Églises para preparar la reunión de emergencia de París. Acordaron básicamente que habría respuesta conjunta, un marco común de actuación europea, con dos respuestas esenciales a la crisis: capitalizar los bancos y garantizar deudas.

El resultado de la reunión franco-alemana era un buen anticipo para la Cumbre del Elíseo. Aunque ahora nos sorprenda, conviene recordar que el Gobierno alemán, hasta esa reunión, no veía nada clara una respuesta coordinada y común europea.

El FMI alertaba ese mismo día de que el sistema financiero global estaba «al borde del colapso». Hubiera sido insólito que Alemania no hubiese apostado por una respuesta europea más que por una nacional. Ahora bien, este recordatorio es revelador de dónde se sitúan los problemas políticos a la hora de abordar las decisiones desde la UE. Porque no ha sido la única vez que Alemania, y circunstancialmente algún otro país, no ha visto clara la necesidad de europeizar las decisiones, de coordinar las políticas. Seguramente, porque ya se temía que este camino podía conducir a «mancomunar» los riesgos y las consecuencias que iba a tener la crisis.

Efectivamente, desde 2008 hasta 2011 viví esa actitud por parte de Alemania. Siempre buscaba una solución que comprometiera lo menos posible al conjunto de la UE, siempre agotaba todos los márgenes temporales en los momentos de agravamiento de la crisis. Y cualquier opción de ayuda o de compromiso mancomunado era imposible de plantear sin que se pusiesen encima de la mesa las temibles dos palabras: conveniente condicionalidad. Alemania piensa que así defiende sus intereses y una Europa de rigor. Hago aquí este comentario porque resulta decisivo para entender cómo ha sido el proceso político europeo en esta crisis.

No sería sincero si no reconociese que Angela Merkel, casi siempre con muchos matices, a veces sin ningún entusiasmo, mostraba en último término su conformidad con el compromiso europeísta y con las decisiones de apoyo a los países con dificultades. Pero la pregunta es: ¿cuánta desconfianza suscitábamos cada vez que vivíamos un tortuoso proceso de toma de decisión en el seno del Consejo?

Ese mismo día, el 11 de octubre, el G-20, en su formato tradicional, es decir, como reunión de ministros de Economía y Finanzas, se reunía en Washington; a la reunión asistió por sorpresa el presidente Bush y afirmó que se comprometía a «utilizar todas las herramientas financieras y económicas para asegurar la estabilidad y el buen funcionamiento de los mercados».

El acuerdo franco-alemán previo a la cumbre era ya tranquilizador porque es muy difícil que una propuesta conjunta de estos dos países no prospere en la zona euro. De hecho, cada Consejo Europeo solía venir precedido de manera sistemática de una cumbre franco-alemana. Pero, digámoslo con claridad, ni a la Comisión ni al presidente del Consejo le entusiasmaban estas precumbres. Tampoco al resto de los países de la UE. En mi opinión, un buen entendimiento entre franceses y alemanes es casi indispensable para que fluya el proceso político europeo, pero habría que idear algún procedimiento o formato para que esa relación bilateral superpuesta fuese más acorde con el espíritu de los tratados y con la necesidad de fortalecer las instituciones comunes de la Unión.

De todas las precumbres franco-alemanas que se celebraron entre 2008 y 2011, la más trascendente sería la Cumbre de Deauville, donde se acordó la participación del sector privado en la reestructuración de la deuda griega. Aquella decisión, aceptada ulteriormente por todos (no hubo alternativa), marcó un antes y un después en todo el proceso seguido para abordar los problemas de la deuda soberana de los países periféricos de la zona euro y dio lugar a los debates más enconados en este periodo en el seno del Consejo. Siempre quedará en mi memoria la beligerancia que mantuvo el presidente del Banco Central frente a esa iniciativa. Tiempo habrá en páginas posteriores para analizar este evento. Pero lo refiero aquí para subrayar el método de decisión europeo, con sus luces y sus sombras, y una de las claves de todo lo ocurrido durante 2010 y 2011.

LA REUNIÓN EN EL ELÍSEO: EL «DESEMBARCO DE NORMANDÍA»

Por fin llegó el domingo 12. Viajé a París después del desfile matinal de la Castellana y me acompañaron en el avión Bernardino León, David Vegara y Javier Vallés.

Éramos muy conscientes de cuál debía ser nuestro papel en aquella cumbre, quizá la más importante de las que habíamos vivido hasta entonces. Íbamos a mostrar un pleno apoyo a la iniciativa de Sarkozy y a los acuerdos que se habían ido preparando los días, cuando no las horas, antes. Las medidas concretas para salvar al sistema financiero, y con él a la economía real, sobre las que tenía que definirse la posición de España, debían facilitar liquidez y evitar la quiebra de bancos por el riesgo de contagio. De hecho, varios países —Alemania, Gran Bretaña, Francia, Bélgica— ya habían decidido inyectar recursos públicos y participar en el accionariado de algunos bancos que habían entrado en quiebra.

El Gobierno de España, por su parte, ya había aprobado la creación de un fondo de compra de activos a los bancos, con posterior recompra por parte de éstos, y con una imposición por parte del Estado de 80.000 millones de euros.

Como no podía ser de otra manera, el debate en torno a la regulación del sistema financiero tras la catástrofe iba a estar presente, pero sólo se podía plantear como una línea de actuación a medio plazo, en la que había que contar con los otros grandes actores de la economía mundial. El G-20 era el foro llamado a impulsar esta tarea, como luego sucedió. Pero la señal clara de salida debía darla Europa ya, pues no en vano era la región políticamente más unida del mundo.

La cumbre discurrió por los cauces de las grandes ocasiones. El tono fue grave, los debates serios y sin concesiones a la galería.

No había tiempo para analizar las causas de la debacle ni para anticipar sus consecuencias en la economía real. Sólo había tiempo para decidir. Y se decidió y se hizo con unidad absoluta, sin fisuras.

Aquel día, aquel 12 de octubre de 2008, fue Europa, la gran Europa, la que estuvo en el Elíseo. Unidos y con valentía, se adoptaron decisiones importantes. Por eso, a pesar de la preocupación que todos teníamos, había motivos para sentir orgullo de estar allí. Si tuviera que evocar algún momento histórico trascendente, a modo de metáfora, se me viene a la memoria el desembarco de Normandía, todos aliados y con toda nuestra fuerza.

Los acuerdos fueron un buen ejemplo de política europeísta, el mejor en mi opinión de toda la crisis. Conviene repasar la declaración que aprobamos bajo el título Plan de Acción Concertada de los Países de la Zona Euro, porque allí aparecen algunos postulados fundamentales que debieron haberse mantenido siempre después:

«Como miembros de la eurozona, compartimos una responsabilidad común y tenemos que contribuir a una propuesta europea conjunta. […] En las actuales circunstancias excepcionales, enfatizamos la necesidad de que la Comisión actúe rápidamente y aplique flexibilidad en las decisiones sobre ayudas de Estado. […] Confiamos en que los bancos centrales consideren todas las vías e instrumentos para reaccionar con flexibilidad ante el momento actual».

No se pueden decir las cosas más claras, en menos palabras y con mayor determinación política.

Responsabilidad común y flexibilidad. En efecto, ése era y es el camino. Y esa flexibilidad llegaba hasta el punto de pedir a los bancos centrales que considerasen todas las vías e instrumentos para reaccionar con flexibilidad. Este texto, en un comunicado de los líderes europeos, resultaba bien novedoso. Pedir tareas al Banco Central, cuya autonomía e independencia es un dogma en la zona euro, era algo extraordinario. Extraordinario e inteligente.

En momentos posteriores, ante posibles graves problemas de liquidez de algunos Tesoros de países de la zona euro, fruto de sus elevados tipos de interés, diferentes líderes europeos reclamamos que el Banco Central Europeo fuera flexible y utilizase todo su arsenal para reaccionar. Pero entonces no hubo ni tanta determinación, ni la unidad necesaria, ni la inteligencia suficiente.

Cabe preguntarse: ¿por qué, ante la crisis de solvencia y liquidez de las entidades financieras europeas que vivimos en aquel momento, las medidas extraordinarias y no convencionales de la UE, incluyendo al propio BCE, no se encontraron con el muro de los tratados y del llamado mandato del Banco Central?

¿Acaso la diferencia de las situaciones radica en que la crisis financiera afectaba a todos los países de la zona euro y la crisis de las deudas soberanas sólo a algunos países de la moneda común?

Ojalá pudiera dar una respuesta negativa a esta última pregunta. En todos los Consejos Europeos a los que tuve la oportunidad de asistir durante siete años y ocho meses, he visto que al final la voluntad común se abre paso aunque en muchas ocasiones con dolor y tras arduas y a veces angustiosas negociaciones.

Sabemos que las ayudas o rescates de Grecia, Portugal e Irlanda son, sin duda, decisiones de cooperación y de responsabilidad compartida. Pero ante la crisis de la deuda no se han llegado a utilizar todos los resortes y toda la flexibilidad necesarios para que los inversores y las grandes potencias económicas piensen que, en efecto, los miembros de la eurozona comparten una responsabilidad común con todas las consecuencias.

En mi opinión, el espíritu que reinó en el Elíseo el 12 de octubre de 2008 no se mantuvo con el mismo grado de compromiso a partir de los primeros meses de 2010 cuando, como consecuencia de la situación de Grecia, se desencadenó la tercera fase de la crisis, la de la deuda soberana, tras la financiera y la económica. Y no cabe duda de que los graves problemas de la deuda soberana de algunos países de la eurozona fueron determinantes para frenar la recuperación de las economías de la zona euro, que se venía produciendo durante 2010 y que se estancó drásticamente en la primera mitad de 2011.

Pero volvamos a la cumbre de la eurozona del 12 de octubre porque resulta de gran interés recordar las consecuencias de aquella decisiva reunión.

El compromiso que adquirimos los jefes de Estado y de Gobierno, así como el presidente de la Comisión y el presidente del Banco Central Europeo, fue el de lanzar un mensaje único y fuerte a Europa y al mundo, a los ciudadanos y a los mercados.

Nada más salir del Elíseo me dirigí a la Embajada de España en París para dar una conferencia de prensa e informar de los acuerdos. Estaba satisfecho por el resultado, por el ambiente de unidad y de profunda responsabilidad que había advertido en la reunión. Por ello, no tuve que dedicar mucho tiempo a preparar la explicación pública. La semana había sido dura y sin tiempo para el descanso, pero había acabado bien y me sentía confiado.

Siempre que el contenido del discurso que vas a trasladar es contundente y claro, y con buenos materiales preparatorios, resulta mucho más fácil comunicarlo bien. Cuando se dice que hay fallos de comunicación, suele ser más bien que falla aquello que hay que comunicar, que no es redondo ni rotundo, o que tu propia convicción interna no es suficiente para que quien lo escucha sienta seguridad y confianza. Todo eso se nota. Se percibe por los ciudadanos y, en primer lugar, por uno mismo.

Desde la Embajada de España expliqué los acuerdos adoptados y cómo íbamos a respaldar al sistema financiero. Pero sobre todo quise trasladar la idea de que la pauta europea para afrontar la mayor crisis del sistema financiero internacional era acción coordinada, unánime, fuerte y decidida.

Mientras ofrecía la rueda de prensa mi pensamiento se centraba en cuatro ideas prioritarias: en primer lugar, intentar conseguir el máximo consenso posible en torno al Plan de Apoyo al Sistema Financiero y, en la medida que fuera posible, sobre la política económica general; en segundo lugar, transmitir confianza y seguridad ante una opinión pública alarmada por los acontecimientos; en tercer lugar, pensar cómo íbamos a reaccionar con políticas que amortiguasen los efectos tan duros que el credit crunch iba a provocar en la economía real y en el empleo; y, por último, trabajar para que España estuviese en la mesa de las decisiones mundiales sobre el futuro del sistema financiero y la economía, dado que aún no éramos miembros ni del G-8 ni del G-20.

En la rueda de prensa anuncié que llamaría a Rajoy al día siguiente para explicarle los acuerdos y buscar el consenso. Esa misma semana, por iniciativa suya y mía, Solbes y Montoro habían dialogado sobre los términos de las vías de apoyo al sector financiero; las conversaciones habían ido bien, por lo que pensaba que podíamos lograr un entendimiento esencial, aunque obviamente no sería fácil.

Los periodistas me hicieron diversas preguntas y entre ellas me plantearon si pensaba que los mercados iban a reaccionar bien el día siguiente. Mi respuesta fue: «Mi opinión es que debe producir efectos positivos mañana».

LOS ACUERDOS DEL ELÍSEO EN ESPAÑA

El lunes 13 de octubre las bolsas de todo el mundo recibieron el Plan de Rescate con subidas históricas: la bolsa española subió el 10,6 por ciento, Londres el 8 por ciento, París y Fráncfort superaron el 11 por ciento y Wall Street registró un alza del 11,8 por ciento. El Ibex cerró en 9.955 puntos.

La impresión general era que Europa había estado a la altura del desafío. Muchos gobiernos y las organizaciones económicas internacionales felicitaban a la eurozona por la unidad mostrada y por el alcance de las medidas aprobadas. Desde el otro lado del Atlántico llegaban noticias sobre el gigantesco plan de rescate financiero de Estados Unidos, abordado en una reunión del secretario del Tesoro, Henry Paulson, con los principales bancos del país, pero en la conciencia mundial quedaba una idea clara: Europa había frenado, con su poderosa respuesta, la deriva hacia el abismo que se había producido en los mercados en los primeros días de octubre.

El desembarco de Normandía había cubierto sus objetivos. Pero era sólo una batalla en la dura guerra de la crisis de nuestro tiempo. Más adelante vendrían otras batallas, y no en todas iba a haber el mismo compromiso y, por ende, el mismo acierto de los aliados.

Regresé de París de madrugada y, para ejecutar al día siguiente el plan surgido de los acuerdos del día anterior, celebramos Consejo de Ministros extraordinario, en el que aprobamos el decreto ley que contenía las medidas de apoyo al sistema financiero y que derivaban directamente de los acuerdos del Eurogrupo. El decreto ley incluía la concesión de avales a las emisiones de los bancos, con un plazo para el vencimiento de las operaciones de cinco años. El plazo para el otorgamiento de avales se extendía hasta el 31 de diciembre de 2009. Para el año 2008, se podían conceder avales por un importe máximo de cien mil millones de euros. También incluimos el mecanismo, con carácter preventivo, de la autorización para la adquisición de títulos para el reforzamiento de los recursos propios, a efectos de una posible recapitalización de las entidades financieras.

Este decreto ley se unía al que habíamos aprobado el viernes 10, que activaba un fondo de adquisición de activos financieros por parte del Estado. Ambas líneas de ayuda a la liquidez de los bancos incorporaban una comisión a las entidades financieras.

En muy pocos días el Ministerio de Economía, en colaboración con el Banco de España, había hecho un buen trabajo: las dos líneas de ayuda cumplieron su finalidad y permitieron a los bancos obtener financiación y liquidez en un escenario de cierre de los mercados y del interbancario.

Tras el Consejo de Ministros, comparecí en rueda de prensa porque, a pesar de haberlo hecho la noche anterior, entendía que, en unos momentos de profunda preocupación de la sociedad, los ciudadanos tenían el derecho de escuchar directamente del máximo responsable del Gobierno de la Nación la explicación de las medidas que adoptábamos y la valoración de la situación.

Durante la mañana de ese día había telefoneado a Rajoy y quedamos en vernos el martes por la tarde. Por el tono de la conversación, noté una disposición favorable de su parte. Sensación que confirmaría al día siguiente en la Moncloa.

Aquella mañana del lunes recibí también varias llamadas de personas que se congratulaban de las medidas adoptadas en París y de la imagen de unidad ofrecida: presidentes de bancos, economistas, sindicalistas, periodistas y, por supuesto, compañeros de partido y de Gobierno. Con muchos de ellos —además, por supuesto, de con los responsables del Ministerio de Economía, del Gabinete y de la Oficina Económica de la Presidencia— hablaría después en otros momentos álgidos de la crisis. No puedo dejar de citar las conversaciones y mensajes que con gran frecuencia intercambiaba con Alfredo Pérez Rubalcaba y con José Blanco. Ellos siempre me trasladaban el clima de opinión del partido. Es cierto que, como se ha dicho tantas veces, la soledad del poder existe, pero se hace más llevadera cuando hay compañeros, y no compañeros, que están ahí.

Aunque aquel lunes 13 tuve una intensa actividad por la tarde y noche, ya que asistí a la entrega del Premio Don Quijote al presidente Lula, y posteriormente a una cena con él y con el Rey, tuve tiempo para reflexionar sobre la reunión del Elíseo.

Aquél fue un momento de confianza tras el primer embate, muy serio, de la crisis. La fortaleza exhibida por la Unión era alentadora. La posición de España, aún sólida. Después de lo que pasó más tarde es fácil olvidarlo, pero, cuando estalló la crisis financiera, teníamos superávit público; la deuda pública en relación con el PIB había descendido hasta el 36 por ciento, veinte puntos menos que la media europea; el PIB, aunque había sufrido un rápido frenazo, con los datos disponibles entonces, en el segundo trimestre todavía crecía a una tasa positiva; y el paro, aunque había repuntado con fuerza, se situaba en una de las tasas más bajas del periodo democrático.

Había margen para una fuerte política de protección social y de estímulo en lo económico, tal y como llevé a la práctica hasta donde pude.

No ignoraba el volumen de nuestra deuda privada externa, y el excesivo peso de la construcción en nuestro PIB, pero las tres agencias de calificación nos consideraban triple A, la máxima calificación crediticia, y nuestra prima de riesgo, que se iba a convertir a partir de mayo de 2010 en el gran problema de nuestro país y en la causa fundamental de nuestras dificultades, se situaba en ¡62 puntos básicos! Los mercados nos veían muy solventes y no había en este terreno expectativas preocupantes.

Ciertamente, las cosas evolucionaron de forma muy negativa. A posteriori, los análisis que han explicado las causas de las dificultades de nuestra deuda soberana parecen consistentes, pero las cosas eran o parecían ser de otra manera a finales de 2008.

El clima de opinión sobre la gestión realizada ese fin de semana fue bastante favorable. Basta citar el titular del editorial del diario El País del día 14: «Acertada reacción de las autoridades españolas». Se reconocía, en efecto, esa reacción acertada frente a las amenazas de la crisis financiera global sobre la economía y el sistema financiero español. Sin embargo, es bien constatable que, con carácter general, durante la crisis las opiniones vertidas en los medios de comunicación estuvieron ampliamente dominadas por las críticas.

La reunión con Rajoy fue positiva. En ella acordamos un consenso básico sobre la política y las medidas de respaldo al sistema financiero que, con altibajos, se mantuvo durante la mayor parte de la Legislatura. Las medidas sobre los avales, el fondo de adquisición de activos, la creación del FROB, el proceso de reestructuración del sector —incluyendo la intervención de algunas entidades— y el papel de liderazgo del Banco de España fueron objeto de negociación. Me planteó algunas exigencias sobre la transparencia y el control de las ayudas, el papel del Parlamento, la función del Banco de España, que acepté por parecerme razonables, aunque acordamos que los aspectos técnicos se discutirían entre el Ministerio de Economía y sus portavoces en la materia.

Era un buen principio para intentar extender el perímetro de los acuerdos con el principal partido de la oposición. De hecho, en ese mismo encuentro decidimos abrir un diálogo sobre reformas estructurales y pensiones. Pero los dos sabíamos que no era fácil la consecución de unos acuerdos de fondo sobre los otros grandes temas de la economía nacional.

Había diferencias de criterio y, sobre todo, diferentes expectativas políticas. En la medida en que el Gobierno ya sufría un cierto desgaste por la gestión de la crisis, se ensanchaba el campo de posibilidades para quien era la alternativa al Ejecutivo.

Porque, aunque esos días se valoró positivamente la actuación del Gobierno y recibimos el apoyo de todos los partidos al Plan de Rescate Financiero, desde pocas semanas después de la victoria electoral de marzo, mi gestión ya venía recibiendo críticas crecientes ante la evolución de la economía. Las críticas, más que sobre las decisiones tomadas, se centraban en una especie de pecado original: la tardanza contumaz en utilizar la palabra crisis, en lugar de otras que parecían menos graves. En otro lugar de este libro me referiré con mayor detalle a esta cuestión, pero sí quiero adelantar ya que la responsabilidad de emplear expresamente ese término sólo a partir de julio de aquel año, meses antes en todo caso de que estallara inopinadamente una crisis financiera mundial de las dimensiones de la que se produjo, fue exclusivamente mía, y que he sido muy consciente de que ése fue un factor decisivo en la conformación de la opinión pública y en la actividad de desgaste del Gobierno desplegada por la oposición y otros adversarios a lo largo de toda la crisis.

Hay que asumir los errores con una cierta dignidad. Pero no puedo compartir la idea según la cual la tardanza equivocada en el uso de la palabra crisis fuera un condicionante para afrontarla desde los primeros síntomas.

Después de la reunión con Rajoy, me reuní al día siguiente con los portavoces de los Grupos Parlamentarios. Todos mostraron una actitud constructiva y sentido de la responsabilidad ante la gravedad de la situación.

Los grupos de izquierda exigieron el máximo control parlamentario sobre las ayudas, y los portavoces de CiU, PNV y Coalición Canaria, Duran i Lleida, Erkoreka y Ana Oramas, expresaron la mayor voluntad de colaboración.

Quiero aprovechar esta ocasión para destacar la actitud de Iñigo Urkullu, que, como presidente del PNV, resultó decisiva en varios momentos políticos. Cuajé con él una relación personal buena, muy buena, de la que surgió y conservo un sentimiento de profunda gratitud.

Era miércoles y quedaba mucha semana por delante. El jueves 16 celebramos Consejo Europeo Extraordinario. La reunión era obligada después de los acuerdos del Eurogrupo del domingo porque, a pesar de que los países de la zona euro más Gran Bretaña representaban el 85 por ciento del PIB de la UE, política e institucionalmente correspondía hacerlo.

El Consejo asumió las decisiones del Eurogrupo y apuntó las primeras líneas sobre todo el proceso de reforma legislativa del sistema financiero; en particular se hizo hincapié en la función de supervisión. Lo más relevante del Consejo fue el llamamiento formal a celebrar una cumbre internacional para «refundar el sistema financiero» en noviembre o diciembre. Los líderes europeos manteníamos el compromiso de unidad y fortaleza. Pero las bolsas volvieron a registrar fuertes descensos ese día: Wall Street un 7,8 por ciento, el IBEX un 5 por ciento, Londres un 7 por ciento, el DAX alemán y la bolsa francesa el 8,5 por ciento. El barril de crudo continuaba cotizando con fuertes bajadas que anticipaban la recesión económica mundial.

Tras la finalización del Consejo Europeo, el mismo día 16 volví a comparecer en rueda de prensa desde Bruselas. Era la tercera rueda de prensa que daba en cinco días, además de responder a preguntas parlamentarias en el Senado y en el Congreso.

En ocasiones como ésta, algunos colaboradores me planteaban que tenía una exposición excesiva a los medios de comunicación. Pero siempre pensé que debía afrontar las decisiones en primera persona, como hice en mayo de 2010. Y es cierto que, entre las muchas críticas que recibí en la gestión de la crisis, no estuvo la de no dar la cara.