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EL G-20 DE CANNES

EL G-20. NUESTRA BATALLA POR ESTAR

Cuando estalló la crisis financiera global en octubre de 2008, era fácil pensar que se conformaría un nuevo marco internacional como respuesta a la dimensión del crash que se había producido, y que ese marco podía determinar la gobernanza global de la primera mitad del siglo XXI. El G-20 es la expresión de esa incipiente gobernanza económica global. Es el foro mundial económico más relevante, a cuyas cumbres normalmente acude algún país como invitado para hacerlo más participativo. La condición de España, desde la Cumbre de Seúl, es la de invitado permanente.

El G-20 se conformó en su origen desde el G-7, los siete países más industrializados del mundo en aquel momento: Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, el Reino Unido, Italia y Canadá. Éstos más Rusia constituyen el G-8. Y sumando un grupo de países representativos del bloque de los llamados emergentes —Arabia Saudí, Argentina, Australia, Brasil, China, Corea del Sur, India, Indonesia, México, Sudáfrica, Turquía y la UE como bloque económico— se completa el G-20.

El foro, como queda claro por la prolija relación anterior, es extraordinariamente representativo y ha acabado desplazando al G-8 o al G-7. Fue el presidente Obama quien el 25 de septiembre de 2009 lo consagró en Pittsburgh como el organismo encargado de la situación económica mundial.

La idea de convocar una cumbre global surgió de inmediato en el arranque mismo de la crisis de 2008. En general, las organizaciones surgen como respuesta a una crisis. No deberíamos sorprendernos de que se reaccione internacionalmente frente a las crisis, sobre todo cuando éstas son de una gran dimensión. Hay claros ejemplos de ello en la historia: la Sociedad de las Naciones surgió tras la primera guerra mundial, y la ONU después de la segunda.

El G-7 nació tras el abandono de Estados Unidos del patrón oro y el desconcierto que esto provocó en el sistema monetario, y el mismo G-20 como encuentro de ministros de Economía ya se había constituido en 1999, tras la crisis financiera de los países asiáticos. La novedad sustancial era entonces la presencia de países emergentes junto a las potencias tradicionales. La globalización obligaba a seguir un nuevo modelo, mucho más participativo, pero éste tenía todavía un significado limitado, dado que las reuniones y la cooperación sólo alcanzaban el nivel de ministro.

En 2008 se constituye el G-20, ya como marco de reunión de jefes de Estado y de Gobierno. Entre 2008 y 2011, el G-20 celebró seis cumbres. Acudí a las seis y la idea sobre la necesidad de una gobernanza global no hizo más que afianzarse en mí con esta experiencia.

Hubo que librar una intensa batalla diplomática para conquistar, y después consolidar, un puesto para España. Era difícil obtener una plaza. Desde su conformación nadie había logrado incorporarse y no faltaban candidatos a hacerlo. Para España, estar presente era, y posiblemente siga siendo en el futuro, muy importante. Desde hacía mucho tiempo, hasta que se pierde la memoria, nuestro país se había quedado al margen de los sucesivos momentos fundacionales de la comunidad internacional. Éste parecía ser uno de ellos, y no nos podía volver a ocurrir lo mismo. Cuando nos postulamos, esgrimimos nuestra condición de octava potencia mundial y los grandes intereses que nuestro sistema financiero y nuestras empresas tenían en el mundo.

En la reunión del Consejo Europeo del 16 de octubre de 2008, a la que me he referido en el capítulo 2, al mismo tiempo que decidimos apoyar a la presidencia francesa y al presidente de la Comisión Europea, Durão Barroso, para convocar una gran cumbre internacional, encargué la tarea de lograr nuestra participación en ella a Bernardino León, secretario general de la Presidencia del Gobierno.

Inicialmente, parecía que Sarkozy y Merkel iban en la línea de sumar los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) al G-8. Nosotros ya habíamos preparado un informe sobre el peso de España, de su economía, sobre la fuerza de nuestros bancos globales, el liderazgo mundial de algunas de nuestras empresas…, que hicimos llegar a los cuatro grandes de la UE (Alemania, Francia, Gran Bretaña e Italia).

El sábado 18 de octubre se reunieron Bush, Sarkozy y Barroso en Washington. Hubo acuerdo tanto sobre el lugar de la cumbre, Washington, como sobre la agenda, pero el formato quedó sin definir.

El lunes siguiente se iniciaron los movimientos para determinarlo. Sarkozy hizo una primera declaración a favor de un G-8 ampliado que nos podía cerrar el camino. Nuestra reacción fue hablar enseguida con el presidente francés para insistir en nuestra petición y tratar de contar con el apoyo de Gordon Brown.

Ese mismo lunes la noticia en la prensa española era que España se quedaba fuera de esa primera reunión. El martes hablé con Sarkozy y cambió su posición sobre la idea de tomar como referencia al G-8. Bernardino León y los asesores del presidente francés prepararon un comunicado en el Elíseo en el que quedaba claro que Francia apoyaría la presencia de España.

Mientras tanto, se había producido una conversación entre Bush y Brown, y este último fue el que propuso como foro de referencia el G-20. Poco después, Estados Unidos anunció la convocatoria de una cumbre global para el 14 y 15 de noviembre, siguiendo el criterio, para cursar las invitaciones, de hacerlo a los países pertenecientes al G-20. No era una buena noticia para nosotros, en cuanto que la invocación al G-20 se presentaba como un formato cerrado.

Diseñamos una estrategia para poder estar en Washington, aunque sabíamos que era muy difícil. La opción fue seguir trabajando con Francia. Sarkozy era el presidente de turno de la UE y teníamos una muy buena relación con él. Acordamos con los franceses que, como Francia tenía una silla propia y otra que le correspondía como presidencia de la UE, trataría de ceder una a España, con el acuerdo de Estados Unidos.

Era un planteamiento ciertamente complejo. Una silla más para Europa: los países europeos deberían apoyar que la ocupara España y Bush tenía que aceptar, cuando mis relaciones, aun siendo correctas, no eran, por razones que son conocidas, las mejores.

Bernardino León desplegó toda su capacidad movilizadora: embajadores, altos funcionarios de la Casa Blanca y de los gobiernos europeos. Multiplicamos los contactos. Incluso viajé a China a la VII Cumbre Asia-Europa —un viaje que no iba a tener lugar— para hablar con el presidente de China, Hu Jintao, y otros líderes; el objetivo era recabar su apoyo.

El 4 de noviembre de 2008, diez días antes de la cumbre, tuvieron lugar las elecciones en Estados Unidos en las que el candidato republicano resultó derrotado.

El jueves 6 de noviembre se produjo una difícil conversación entre los equipos de Estados Unidos, Francia y España. Situación de bloqueo. Las noticias que nos llegaban de nuestra embajada en Washington eran malas.

La opinión pública española estaba muy pendiente del desenlace. El viernes 7 de noviembre, tras arduas conversaciones con los miembros de las delegaciones clave, se consiguió cerrar el acuerdo. España estaría en Washington, en el lugar cedido por la presidencia francesa, pero en realidad como un país más, que lograba poner el pie en el G-20, y que lo hacía en el momento crucial, cuando se iba a refundar y a constituir en el foro de referencia el nuevo orden global surgido inmediatamente después del primer gran impacto de la crisis financiera.

Asistir a la segunda cumbre, en Londres, resultó ya mucho menos complicado. Gordon Brown siempre nos apoyó y en la capital inglesa todo fueron facilidades.

La tercera cumbre, que se celebraba en Pittsburgh, nos resultó, sin embargo, más difícil. El sherpa de Obama, Mike Froman, creía que en Londres había habido un exceso de países y organizaciones internacionales representadas, y esta consideración, aunque no se dirigía específicamente a nosotros, podía constituir una amenaza para consolidar la participación de España.

Las relaciones entre Estados Unidos y nuestro país eran buenas y fluidas. De hecho, en un breve plazo de tiempo había coincidido con Obama en cuatro cumbres: el G-20 de Londres; en Kiehl-Estrasburgo, con ocasión del sexagésimo aniversario de la OTAN; en Praga, con motivo de la Cumbre Unión Europea-Estados Unidos, donde celebré una reunión bilateral con el presidente norteamericano; y en la Cumbre de la Alianza de Civilizaciones en Estambul.

Los días 8, 9 y 10 de julio de aquel año 2009 tuvo lugar una cumbre del G-8 en la ciudad de L’Aquila (Italia), a la que tuvimos la oportunidad de asistir después de que yo le pidiera a Berlusconi que nos invitara.

Fue allí, en L’Aquila, donde le trasladamos a la delegación norteamericana que para España era prioritario estar en Pittsburgh y consolidar nuestra presencia en el G-20, y que esperábamos contar con su apoyo para ello.

Y el 16 de julio recibimos la confirmación de la invitación a Pittsburgh.

La Cumbre de Pittsburgh fue un éxito para Obama. Pero lo más trascendente fue la institucionalización del G-20 como primer foro de la cooperación económica internacional. Los líderes encargaron a sus sherpas que prepararan la institucionalización del grupo o, lo que era lo mismo, el formato del grupo.

Estados Unidos presidía el G-20, pero había cedido a México la reunión de la organización de sherpas donde se iba a decidir la institucionalización del grupo. Entre octubre y diciembre los veinte miembros originales prepararon las contribuciones.

De partida teníamos garantizado el apoyo inequívoco de México y de los países europeos. Pero todos los miembros que se habían expresado por escrito lo habían hecho a favor de mantener el formato original del grupo y no «abrir el melón» de la incorporación de nuevos miembros.

Las cosas se presentaban muy difíciles.

Las propuestas venían de ministerios de Finanzas, bancos centrales, gabinetes. No querían afrontar procesos de adhesión para los que no había consenso. Lo más preocupante era que Estados Unidos y China mantenían la postura de no abrir el formato original porque había muchos candidatos. Y, de abrir una puerta, no iba a ser para un continente que tenía cuatro países representados y que, para colmo, era el único que tenía una silla que lo representaba colectivamente…

Diseñamos una estrategia de presencia activa en todos los foros internacionales y un plan de comunicación internacional. Participaron en ella los altos cargos de Economía y Exteriores. El ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, tuvo una intensa actividad y fue especialmente relevante para lograr el apoyo de China.

La reunión de los sherpas en México el 9 de enero era clave. Llamé a Lula, a Erdogan, a Medvédev y a Kevin Rudd. Pedí al Rey que llamara al Rey de Arabia Saudí, y así lo hizo.

Bernardino León se desplazó el 7 de enero a Estados Unidos para convencer a la Administración Obama. Se reunió con Mike Froman, que aún no estaba completamente seguro sobre si debían apoyar la apertura del grupo.

De Estados Unidos a México. Bernardino León habló con todos los sherpas antes de la reunión. El panorama que me transmitió el 8 de enero seguía siendo muy difícil… Todos prometían ayudar, pero todos tenían instrucciones de no ampliar el grupo. Buscamos la mayor complicidad posible con los países iberoamericanos, los europeos y con Estados Unidos y China. El sherpa de la gran potencia asiática aún no tenía instrucciones.

En la reunión decisiva, el tema candente era España. Después de la intervención de Bernardino León, abrió el fuego Argentina. Gran intervención a nuestro favor, después Japón, Rusia; más tarde Gran Bretaña, que tenía un gran ascendiente sobre el G-20, y luego, de manera contundente, México ofreció su respaldo a la inclusión de España. Turquía y Arabia Saudí fueron los siguientes apoyos. Brasil intervino a continuación y afirmó de manera diplomática que no era partidario de ampliar. Francia tomó el relevo y expresó su respaldo a España. La expectación era creciente en la reunión, aunque los sucesivos pronunciamientos se iban produciendo, más o menos, en los términos que nosotros habíamos buscado en los interminables contactos preparatorios. Sudáfrica intervino a continuación, es el único país africano en el G-20. Y, como es lógico, reclamaba más presencia africana. Era difícil que mencionara a España. Pero al final hizo una referencia que se parecía bastante a un apoyo.

Se habían producido once intervenciones, más del 50 por ciento, una gran mayoría de ellas positivas y en todo caso sin ningún rechazo expreso.

Entonces tomaron la palabra dos países asiáticos que expresaron su posición contraria a la ampliación.

Pero Alemania, a través del hoy gobernador del Bundesbank, Jens Weidmann, nos dio su apoyo, e Italia también, con entusiasmo. Tomó la palabra Mike Froman para afirmar que se estaba constatando un amplio consenso favorable a la presencia permanente de España y que, a pesar de que su posición inicial no era hacer ampliaciones en el G-20, «se podía hacer esta excepción», por lo que la presidencia norteamericana, bajo la que se convocaba esa reunión, se sumaba a ese consenso.

Ya en la recta final, Corea nos dio su apoyo y más tarde Australia dio la sorpresa al sumarse al consenso. Canadá se pronunció con evasivas.

Y, cuando la reunión abordaba otros temas, China pidió la palabra… Las palabras de su representante, frías y medidas, fueron un níhil óbstat para España. Aquello fue definitivo.

He decidido incorporar el relato, ciertamente prolijo, sobre cómo se logró el puesto de invitado permanente de España, no sólo porque fue un buen logro de nuestra diplomacia, sino también porque es una buena muestra del juego de equilibrios políticos en la escena internacional y del mapa de los apoyos y afinidades de España, por fortuna muy amplio. Cuando aquel 9 de enero, vía SMS, Bernardino León me iba informando del desarrollo de la reunión, mi convicción era que podíamos conseguirlo. Habíamos cuajado una buena relación con la gran mayoría de los países que allí decidían y contábamos con un apoyo «natural» de los países latinoamericanos (y de los países europeos), pero al final la clave fueron Estados Unidos y China. Cuando recibí el último SMS en el que se confirmaban las buenas noticias, sentí una gran satisfacción.

A partir del acuerdo formalizado en México, se consolidaba nuestra participación en el G-20, con una próxima cumbre en Toronto, pero no bajamos la guardia porque hubo algún intento de revisarlo. Pero esos intentos de reabrir el «consenso» de México no prosperaron. En noviembre de 2010 asistí a la Cumbre de Seúl, y el 3 y 4 de noviembre de 2011 a la Cumbre de Cannes. La próxima y última estación de este libro. Como se comprobará en las páginas siguientes, fue una cumbre trascendente.

Pero ha sido evidente que el G-20, desde su conformación como foro de cooperación económica internacional, ha ido perdiendo fuerza: las cumbres de Washington y Londres fueron trascendentales. En Pittsburgh el G-20 se institucionalizó, pero a partir de ahí, quizá porque la crisis internacional dejó de impactar con fuerza a determinadas regiones del planeta, las cumbres fueron perdiendo fuerza. Hasta la Cumbre de Cannes.

DE NUEVO GRECIA… ¿Y AHORA ITALIA?

Era la última vez que iba a acudir a una cumbre del G-20.

Tal y como hemos visto en el capítulo anterior, la tensión en los mercados se había ido recrudeciendo desde el principio del verano hasta vivir momentos dramáticos en los primeros días de agosto. Como consecuencia de la intervención del BCE en los mercados secundarios de deuda soberana de España e Italia, se abrió un paréntesis de cierta calma que duraría el resto de ese mes. Pero septiembre se cerró ya con un ligero incremento de la prima de riesgo, 38 puntos básicos más en el caso de la prima española, con picos que la llegaron a situar en 364. En octubre, la prima se incrementó en otros diecinueve puntos, con un pico más alto del mes que alcanzó los 353. Ese máximo mensual se produjo el 20 de octubre. El jueves 20 de octubre, precisamente.

El jueves 20 de octubre de 2011 fue y es, por otras razones, una fecha difícil de olvidar. Lo es para mí y creo que para muchos españoles. Fue el día en que se produjo el comunicado de ETA en el que anunciaba el fin de la violencia. Y aunque queda fuera del propósito de estas páginas expresar, ni siquiera de manera aproximada, lo que suponía ese acontecimiento, sin al menos evocarlo no podría entender el lector cómo viví aquellas semanas previas al fin del mandato.

Porque, en efecto, en pocas ocasiones se puede experimentar en la tarea pública una mayor carga de intensidad emotiva, de tensión. Era el anuncio por el que tanto había batallado tanta gente de bien y después de haber sufrido tanta violencia inicua y sin sentido. Un anuncio que invitaba, a pesar de las dificultades de otro orden que atravesábamos, a redoblar la confianza en la democracia y en España. Superábamos un gran desafío colectivo, el más duro de los que estaban pendientes desde la Transición.

No recuerdo ningún día en la Moncloa en el que viese tantas lágrimas y a la vez tanta contención. Emociones que compartí ese 20 de octubre, sobre todo, con Alfredo Pérez Rubalcaba. Hay vivencias en la trayectoria biográfica de cada cual —y ésta en concreto fue mucho más que una, muy larga, vivencia política— que cuando las compartes con otras personas generan vínculos muy intensos, realmente imborrables.

También llamé a Eduardo Madina. Recordaba muy bien que, cuando le había visitado en el hospital tras haber sufrido un grave atentado de ETA en 2002, impactado por la serenidad de su reacción, le había dicho que iba a hacer todo lo posible por terminar con quienes habían intentado acabar con él. Seguramente se entenderá que en esa llamada casi no pudiésemos intercambiar palabra porque la emoción compartida nos lo impedía.

Pero volvamos a la deuda soberana, a Grecia y a nuestra impenitente prima de riesgo.

Sí, el escenario se complicó gravemente a principios de agosto. Y no es fácil asegurar cuál fue el factor decisivo para que se produjera ese fuerte empeoramiento en la economía internacional, y en la europea en particular.

Por un lado, influyeron, sin duda, las tensiones generadas en Estados Unidos para llegar a un acuerdo, agónico, entre demócratas y republicanos sobre la prórroga de los Presupuestos. Por otro, el parón de la recuperación del crecimiento de la economía mundial, que ya empezaba a sentirse entonces. Un parón, de nuevo, más acusado en la zona euro, después de un 2010 y un primer semestre de 2011 de crecimiento económico débil, pero crecimiento al fin.

Sobre las causas de ese parón se han dado distintas explicaciones. Desde el repunte del precio del petróleo y otras materias primas hasta las consecuencias del terremoto de Japón. Y, claro está, en Europa en concreto, el efecto de la brusca retirada de estímulos fiscales producida tras la crisis de deuda que irrumpió en la primavera de 2010.

A partir del verano de 2011 comenzábamos, pues, a sufrir un nuevo agravamiento de la crisis, uno más. Y lo que iba a suceder a principios de noviembre en el G-20 de Cannes sólo se explica por esa nueva recaída de la economía en la parte final de 2011.

Si 2012 y lo que llevamos de 2013 ha sido un periodo tan difícil, se debe a la caída de la actividad que se gesta a partir de agosto de 2011. Es el último jalón de una secuencia perversa que, simplificando mucho, se podría enunciar así: la crisis financiera internacional, que estalla en otoño de 2008, se convierte en una profunda crisis económica, que es combatida con fuertes políticas anticíclicas adaptadas a las circunstancias de cada país. De estas políticas surge una recuperación económica débil, que pronto se ve amenazada en Europa por la crisis de la deuda soberana de la primavera de 2010, tras el periodo anterior de acumulación de déficits excesivos. Y el combate de esta crisis de deuda contribuye decisivamente, a su vez, a generar una segunda etapa recesiva que convivirá y se retroalimentará con la propia crisis de deuda.

Es cierto que en esos tres años pasaron muchas cosas. En los marcos nacional, europeo e internacional se adoptaron muchas medidas, y otras no se adoptaron o se adoptaron tarde. Europa se enfrentó a un dilema que, hoy por hoy, aún no ha resuelto: el dilema entre crecimiento y austeridad. Que es el dilema entre expansión financiera y política de rigor de la autoridad monetaria. O el dilema entre una cierta inflación y un control estricto de ésta. El dilema, en fin, entre deudores y acreedores.

En la otra área económica más parecida a la zona euro, que era y es Estados Unidos, tanto por el valor de la moneda como por su renta per cápita, capacidad tecnológica, formación de la población, reglas económicas, sistema político…, no se ha planteado ese dilema, o lo han resuelto de otro modo. Una vez agotado el margen de las políticas fiscales, para favorecer la recuperación económica, la opción elegida ha sido la expansión monetaria. Pero ¡cómo ignorarlo!, el dólar es una moneda de un solo Estado, aunque federal, que cuenta con un banco central, la Reserva Federal, que actúa como prestamista de última instancia con todas las consecuencias. Ésta es la senda, en mi opinión, por la que habrá de caminar el euro indefectiblemente de la mano de la unión política y económica europea. Su destino no puede ser otro.

Aunque ya antes había tenido varias experiencias en el mismo sentido, no pensaba, mientras viajaba hacia Cannes, que todavía tendría que enfrentarme al trance de esquivar que España tuviese que pedir ayuda financiera internacional. Lo hice de nuevo, aunque en esta ocasión, ya lo adelanto, desde una posición más cómoda, de mayor fortaleza relativa.

La situación de Grecia seguía pesando mucho, y el país que entonces pasó a ocupar un segundo lugar en la preocupación de instituciones y líderes europeos fue Italia.

Como ya he indicado, a partir del 5 de agosto de 2011 la prima de riesgo de Italia se situó por encima de la de España. Para el Gobierno este dato era decisivo. Habíamos trabajado con ese objetivo. Nos parecía clave porque la experiencia ponía de manifiesto que el país con más riesgo de caer en el rescate era aquel que tuviera la prima de riesgo más elevada.

Descontando a Grecia, que estaba ya fuera de los mercados, cuando Irlanda tuvo que pedir ayuda era el país con la prima de riesgo más alta. Y, tras Irlanda, Portugal tenía el diferencial más alto y también tuvo que acudir al rescate. Después de la intervención de Portugal, España era —lo fue durante meses— el siguiente en la lista, hasta ese 5 de agosto de 2011. A partir de entonces pasamos a ocupar una posición de menor vulnerabilidad. Además, por si aún hubiera alguna duda de que el problema de las deudas soberanas tenía una dimensión sistémica en la zona euro, el hecho de que Italia —país fundador de la Unión, la cuarta economía de la zona, representativa de más de un 15 por ciento de su PIB— se situase en primera línea de riesgo la disipaba de modo harto elocuente.

¿Por qué se produjo el sorpasso? En mi opinión, hubo varios factores que jugaron a nuestro favor en la ponderación relativa de la credibilidad que en aquel momento inspiraban uno y otro país. A Italia no le beneficiaba la sensación que crecientemente se instalaba en la zona euro de que incumplía muchos de los compromisos que anunciaba. Por el contrario, a nosotros se nos atribuía una posición más consecuente, que tendió a consolidarse con las decisiones que adoptó el Gobierno en esos meses de agosto y septiembre, especialmente la iniciativa de introducir en la Constitución la llamada «regla de oro fiscal». Por la reforma en sí, por su contenido, y por el rápido acuerdo alcanzado entre los dos grandes partidos españoles para aprobarla.

Tanto en la reunión de líderes del Eurogrupo del día 26 de octubre, a la que luego me referiré, como en la propia Cumbre de Cannes, varios líderes europeos valoraron positivamente la iniciativa de la reforma constitucional española. De manera especial, Angela Merkel, que le atribuía una gran importancia. De hecho, Alemania, siempre dispuesta a hacer los deberes la primera, ya la había incorporado a su Ley Fundamental.

He descrito hasta qué punto no me fue fácil tomar la decisión de impulsar la reforma constitucional, sabiendo que las condiciones en que ésta se iba a llevar a cabo no eran precisamente las más idóneas. Y también he hecho referencia a mi convicción personal de que la reforma fue decisiva para afrontar la crisis de agosto y la posterior de noviembre que provocó las caídas de los gobiernos griego e italiano. España acudiría a las urnas el 20 de noviembre, sin rescate y sin tener que adoptar ninguna fórmula excepcional para su gobernabilidad, como sucedería con Grecia e Italia, donde se constituyeron lo que se ha venido en llamar gobiernos técnicos, con primeros ministros que no habían pasado por las urnas.

Y es que, a partir de la crisis griega, España aparecía siempre como uno de los Estados candidatos a pedir el rescate.

Cuando Grecia acabó pidiendo la ayuda, se abrió el debate sobre si España era como Grecia. Cuando Irlanda tuvo que pedir el rescate, también se hicieron vaticinios sobre el siguiente país que había que intervenir, y en ese vaticinio también aparecía España. Cuando Portugal entró en un proceso imparable que culminaría con la intervención, también se pronosticó que España acompañaría a Portugal. Pero estos análisis y prospectivas sobre el futuro de nuestra solvencia no se cumplieron. Afortunadamente.

En el Consejo Europeo de diciembre de 2010, el presidente de la Comisión, Durão Barroso, me comentó, en uno de esos momentos de conversación sincera que tenía con él, que los técnicos de la Comisión pensaban que Portugal y España tendrían que pedir el rescate en 2011. Puede imaginarse el lector que aquella confesión de Durão Barroso me intranquilizó especialmente.

Vaya por delante que siempre tuve en Durão a un buen aliado en la defensa de la posición de España. También, como es lógico, defendió hasta el final la capacidad de Portugal para sobrevivir. Con este propósito, apoyó los esfuerzos del entonces primer ministro de aquel país, José Sócrates, un buen dirigente político, una persona cercana y a quien vi resistir desesperadamente en las semanas previas a la petición de ayuda.

Recuerdo bien que hablé en numerosas ocasiones con él en aquellos momentos, y también puse de su lado las fuerzas de las que disponía para ayudar a evitar el rescate del país vecino. No pudo ser. Y el hecho de vivir tan de cerca su resistencia, su lucha y su angustia no hizo otra cosa que acrecentar mi temor a que nuestro país se encontrara finalmente en una situación similar.

Sócrates luchó hasta el final y sé que en su interior quedó un profundo sentimiento de decepción hacia la UE. Era un europeísta convencido y reclamó una y otra vez la puesta en marcha de los eurobonos, que sin duda habrían cambiado el panorama. Invocó una acción más decidida del BCE y trató de ganarse la confianza y la credibilidad ante Merkel y Sarkozy. De hecho, él, personalmente, gozaba de respeto en el seno del Consejo Europeo. Pero no pudo ser. Después, la evolución económica y social de Portugal ha venido a confirmar que un programa de rescate es un túnel largo y oscuro para un país.

Afortunadamente, los altos funcionarios de la Comisión del área económica se equivocaron y España no tuvo que pedir ayuda en 2011.

Aprovecho este momento para incorporar una consideración sobre la relevancia de los altos funcionarios de las instituciones decisivas en todo el periodo de la crisis de la deuda soberana de los países periféricos de la UE, de manera singular los de la Comisión, el BCE y el FMI. Quizá sea una impresión equivocada, pero casi siempre tuve la percepción de que los informes o pronósticos sobre la evolución de la sostenibilidad de los Tesoros con problemas por parte de los cualificados técnicos de los organismos referidos eran bastante pesimistas. El color de sus opiniones no era neutral ni inocuo. Los altos funcionarios de estos centros de gran influencia hablan entre ellos y, a su vez, hablan con los periodistas económicos de los principales medios de comunicación. Es normal que así sea, los periodistas hacen su labor y buscan en todos los recovecos de los despachos oficiales impresiones, pronósticos, riesgos, alarmas. Pero ¿no cabe exigir a esos altos funcionarios que, además de buenos profesionales, sean capaces de blindar sus impresiones?

En cuanto a su tendencia a situarse en los escenarios más adversos, creo que podía ser en gran medida fruto del clima de inquietud colectiva que la irrupción de la crisis había producido, también en los organismos internacionales. Era como si el péndulo estuviera fatalmente abocado a desplazarse de un extremo al otro. Desde la pasada tranquilidad generalizada por la situación económica mundial hasta los vaticinios más negativos de ahora, sobre todo los realizados para la zona euro. Pero era una reacción comprensible. Y una predisposición que hay que tener en cuenta para incorporar a los análisis que han proliferado y seguirán haciéndolo sobre la crisis.

La tarde-noche que volaba hacia aquella reunión del G-20 en Cannes se iniciaba la campaña electoral. Una campaña muy difícil para mi partido. Las encuestas no podían ser más adversas. Pero iba a vivir esa campaña mucho más preocupado de la encuesta diaria de los mercados que de las electorales. Y no sólo porque no era el candidato a la presidencia del Gobierno, sino porque la preocupación por mantener la solvencia de nuestro país, sin tener que pedir ayuda financiera, me absorbía por completo, hasta el último día del mandato.

Participaría en muy pocos actos públicos, en los que volvería a constatar la generosidad de mis compañeros, expresada en sus muestras de apoyo y afecto. Ellos sabían que las cosas estaban mal para nosotros. Y yo sabía que lo sabían. Ellos sabían que para la opinión pública yo era el principal responsable de esas malas expectativas y, aun así, ahí iban a estar mostrándome su cariño y cercanía. Los resultados confirmarían los malos augurios. Sufrimos una dura derrota.

Durante mi mandato como secretario general del Partido, se celebraron tres elecciones generales. Vencimos en las dos primeras, pero fue del resultado de la última de la que, a pesar de no concurrir como cabeza de lista, me sentí más directa y personalmente responsable. No había podido lograr la recuperación de la economía ni frenar la fuerte destrucción de empleo. Y haber evitado el rescate, lo que siempre creí que era el mal mayor, no podía servir para aliviar los otros males, los que los ciudadanos vivían en sus propias carnes.

Así es la democracia. Así de poderosa e inapelable. Aunque había tratado de mantener en lo posible la protección y la cohesión social, tampoco eso suavizó la percepción crítica de la mayoría de los ciudadanos. Éstos hablaron y su veredicto fue rotundo. En mí quedaba el profundo agradecimiento a todos los que, en dos ocasiones, me concedieron la mayor confianza política que cabe alcanzar en un sistema político como el nuestro, la otorgada para dirigir el Gobierno de tu país.

Sobre este horizonte político inmediato giraban entonces mis reflexiones mientras volaba hacia Cannes y la campaña electoral arrancaba.

Una campaña en la que ya no iba a enfrentarme a las entrevistas y debates de turno, dirigirme ante miles de simpatizantes en los mítines y volcar en ello toda mi energía. Esta vez ya no. Y sabía que no lo iba a echar de menos.

Pero tenía otra campaña por delante, una campaña de sólo dos días. Y no ante periodistas ni electores. Una campaña ante líderes políticos. Ante los líderes de los países más poderosos de la Tierra y de los principales organismos internacionales.

Llegamos a Cannes con el sobresalto de la iniciativa del primer ministro griego Papandréu de someter a referéndum el acuerdo alcanzado con alfileres en la reunión del Eurogrupo del 26 de octubre. Era el acuerdo que incluía un plan de nuevos recortes en Grecia, la participación de la banca privada en el rescate de ese país con una contribución del 50 por ciento, y el incremento del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, de hasta un billón de euros. El Eurogrupo había adoptado, además, en aquella reunión nuevas iniciativas sobre el gobierno económico europeo y el sector bancario.

La idea del referéndum cayó como una bomba en los gobiernos de la zona euro y en Bruselas. Fueron días de gran nerviosismo. Parecía que en esta ocasión el cántaro, después de haber ido tantas veces a la fuente, se iba a romper y el euro podía saltar por los aires.

La reflexión era sencilla. De celebrarse ese referéndum, lo más probable era que el resultado fuera negativo. En tal caso, no habría ayuda y la eventualidad de una suspensión de pagos sería inevitable, con imprevisibles consecuencias sucesivas. Entre ellas, un probable shock y contagio masivo a los países del euro con menos resistencia.

Aquellos días hablé en varias ocasiones personalmente con Papandréu sobre su iniciativa. Le manifesté con respeto, por el sincero aprecio que siento por él, los graves riesgos que conllevaba su sorprendente propuesta. No era fácil decirle algo a Papandréu que sonase a reproche. Siempre templado, en aquellos días previos a su renuncia me transmitió lo desolado que se sentía ante la situación económica y social de su país. Así como las crecientes dificultades parlamentarias que afrontaba su Gobierno, después de tantos planes de ajuste y recortes sociales, y con la economía y el empleo cada vez peor. Y la troika cada vez más dura. «Ya no puedo más», me dijo… Le entendí y no volví a mencionarle el referéndum. Una iniciativa que murió en los pasillos y salas del Palacio de Festivales y Congresos de Cannes.

En ese Palacio de Festivales y Congresos, convertido en una especie de castillo asediado por los mercados, asedio que hacía mella en todos los dirigentes mundiales, en todos los organismos internacionales, se vivirían de nuevo horas decisivas para el futuro del euro y para la estabilidad financiera y económica del mundo.

Tal y como descubrirá el lector, en aquellas cuarenta y ocho horas de Cannes pude comprobar, quizá de manera más fehaciente que en ningún otro momento, las limitaciones que el poder político tiene en el mundo contemporáneo cuando se trata de dar respuesta a las amenazas del sistema financiero internacional, a los temores de los inversores, a los estados de opinión de los analistas o a las calificaciones de las agencias. Fue una experiencia de las que te obligan a reconsiderar postulados o convicciones que creías haber ido consolidando a lo largo de toda una vida.

Porque ¿cómo explicar que los inversores, desde sus terminales, vendiendo o comprando deuda soberana de algunos países y elevando los tipos de interés de sus bonos soberanos, puedan en horas poner en jaque a todo el poder político mundial?

Sólo cuando se vive en directo se puede comprender hasta qué punto la angustia y la tensión se pueden concentrar en una cumbre en tan sólo unas pocas horas, con los máximos líderes mundiales como grandes, y frágiles, protagonistas.

Las flechas del asedio, que más bien parecían misiles Tomahawk, silbaron en mis oídos, pasaron cerca, estuvieron a punto de llevar a España a una situación tan comprometida como en la que ya se encontraba Italia. Cuando, además, teníamos elecciones el 20 de noviembre.

Pero no adelantemos acontecimientos, recuperemos en nuestra memoria el clima inmediatamente previo a la Cumbre de Cannes.

La propuesta del referéndum y el clima social en el país heleno hacían más verosímil que nunca la ruptura del euro. Y al salto al vacío de Grecia se unía la situación de Italia, con el diferencial de su prima de riesgo en 428 puntos básicos (68 más que España) y con una notable inestabilidad política. El panorama era de máxima incertidumbre, de vértigo.

Era mi última cumbre del G-20. Había asistido a las cinco reuniones anteriores, que arrancaron con la histórica cita de Washington de octubre de 2008, inmediatamente después del estallido de la crisis financiera con la caída de Lehman Brothers.

Si, como ya he comentado, el G-20 fue llamado a constituirse como el gran centro de coordinación de la política económica mundial, ello se debió, al menos en un primer momento, a la iniciativa y al impulso europeos. Fueron los presidentes de la Comisión y del Consejo europeo en aquel momento quienes, tras la Cumbre del Elíseo del 12 de octubre de 2008 y del Consejo Europeo, viajaron a Washington para entrevistarse con el presidente Bush y proponerle que convocara una cumbre mundial para abordar la crisis financiera que angustiaba al mundo.

Eran los días de las caídas de los grandes colosos financieros norteamericanos y algunos europeos, los días del pánico en las bolsas. Los días en que los economistas e historiadores desempolvaban los manuales sobre la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX. Los días en que los gobiernos nos mirábamos y hablábamos entre nosotros conscientes ya de la que íbamos a tener por delante. Y, creo que para hacer honor a la historia, los días en que, gracias a la coordinación de las grandes potencias económicas y de los principales bancos centrales, se evitó una auténtica catástrofe.

Europa había tenido la iniciativa política de la cumbre, demostrando que cuando pone toda su voluntad política y actúa unida tiene una gran capacidad de liderazgo y relevancia en el mundo. Sí, conviene recordar que, en aquellas semanas de octubre que pusieron a la economía mundial contra las cuerdas, Europa estuvo a la altura.

El presidente Bush no reaccionó inicialmente de manera favorable a la iniciativa europea. Según me comentó el presidente Sarkozy, un George Bush «abatido y ensimismado» no alcanzaba a ver la utilidad de una cumbre internacional. Y no es de extrañar, los norteamericanos son mucho menos amigos de las cumbres que los europeos. Normalmente, sólo toman la iniciativa para su celebración, o acceden a ellas, si ven con claridad su utilidad y su contenido efectivo. El temor a las expectativas que podía generar una gran cumbre mundial, si luego resultaban frustradas por los resultados de ésta, o incluso por un fracaso de su misma convocatoria, explicaban los recelos de la presidencia norteamericana. Pero Sarkozy y Barroso convencieron a Bush. Fue un gran acierto. Porque la historia sería hoy muy distinta si no se hubiera celebrado aquella decisiva cumbre de Washington.

Cuando me dirigía desde el hotel hacia el Palacio de Festivales y Congresos de Cannes, pensaba en la paradoja que suponía la cita en el país galo, tres años después de la primera cumbre de líderes del G-20 en Washington. Entonces, Europa había tenido la iniciativa y, ahora, en 2011, esa misma Europa —o, mejor, la zona euro— representaba el mayor riesgo para la estabilidad de la economía mundial. Una economía que en 2010 había conseguido salir de la recesión, pero que, a partir del segundo semestre de 2011, se enfrentaba a nuevas amenazas.

La cumbre iba a comenzar con un orden del día en el que figuraban cuestiones como las del crecimiento económico, los avances en la nueva regulación del sistema monetario internacional y los paraísos fiscales. Pero la realidad del encuentro fue muy distinta. Una vez más, las tensiones sobre las primas de riesgo de algunos países de la zona euro iban a acaparar toda la atención de los líderes políticos y de los representantes de los organismos internacionales. Y, junto a unos y otros, de los sherpas, así llamados porque acompañan a los líderes a las cumbres y desempeñan un papel fundamental en la confección de los documentos y en las negociaciones. Y, en el caso del G-20, asisten, además, los ministros de Economía.

Me acercaba al Palacio de Festivales y Congresos y sabía, pues, que la situación era difícil, muy difícil…

LA LLEGADA A LA CUMBRE: NUEVA INVITACIÓN A PEDIR EL RESCATE

Angela Merkel fue una de las primeras líderes que me encontré en el recinto de la cumbre.

Angela Merkel es correcta y directa en el trato personal. También lo fue, ambas cosas, en aquella conversación del día 3 de noviembre.

Me saludó cordialmente y me planteó, casi sin preámbulos, una propuesta sobre la que no habíamos tenido ningún indicio, ni en la decisiva cumbre del Eurogrupo de pocos días antes (26 de octubre) ni en los contactos previos a la cita de Cannes entre mis colaboradores y los responsables de la maquinaria del G-20. Merkel me planteó si estaba dispuesto a pedir una línea de ayuda preventiva de 50.000 millones de euros al FMI; añadió que a Italia le correspondería otra por valor de 85.000 millones de euros.

Mi respuesta también fue directa y clara: no.

Le dije que desde agosto habíamos ganado confianza en los mercados, que nuestras entidades financieras ya habían comprometido la recapitalización acordada en el Eurogrupo del 26 de octubre, que el Tesoro español mantenía, aunque a tipos de interés altos, su capacidad de financiación… Y, para cerrar esta apresurada y rotunda enunciación de argumentos en contra de cualquier forma de rescate, le recordé que mi país estaba en plena campaña electoral. Además, le añadí que la cuestión central seguía siendo Grecia y la preocupación que existía sobre un posible abandono del país heleno de la moneda común. Que la cuestión central era, pues, la integridad de la zona euro. Mientras le explicaba con forzada serenidad todas estas razones, escrutaba su mirada y sus gestos. Merkel en las distancias cortas es más expresiva de lo que parece. Me escuchaba atentamente, de manera receptiva. Y mi intérprete debía de estar haciendo una gran labor, a tenor de los gestos comprensivos que podía percibir en el rostro de ella.

Pero mientras el intérprete hacía su tarea, yo pensaba pesaroso que, tras un año y medio de lucha sin cuartel para evitar el rescate, y después de haber logrado capotar el temporal del último verano, aún podía aguardarme una incierta batalla más.

El escaso tiempo que duró la interpretación se me hizo eterno. Y con toda mi tensión contenida, finalmente se abrió paso una afirmación congruente con lo que sus gestos de comprensión parecían anunciar. Lo expresó directamente en inglés mirándome a los ojos: «OK, I understand». Y ya no volvería sobre ello a lo largo de toda la cumbre, a pesar de la incesante ofensiva que se iba a desplegar en ella frente al Gobierno italiano.

Cambiamos el tercio de la conversación hacia las elecciones en España. Me preguntó por Rajoy y por la posibilidad de que después de la confrontación electoral hubiera un clima de acuerdos políticos entre los dos grandes partidos españoles. Por último, mostrando amabilidad y afecto, se interesó por lo que iba a hacer después de dejar la presidencia…

Me quedé pensando en el contenido de la conversación. Era la primera vez que Angela Merkel me había planteado, de esa forma tan alemana, tan abiertamente, la fórmula de una petición de ayuda. Creo que mi respuesta le pareció sincera y convincente. A pesar de nuestras discrepancias, de nuestras distintas visiones sobre la construcción del euro, sobre los eurobonos, sobre el papel del BCE…, nuestra relación siempre había sido sincera y respetuosa. No tenía por qué dudar de la respuesta de la líder alemana a mis argumentos. Pero pensé que, por si acaso, tenía que prepararme para resistir otras presiones. Y lo iba a hacer, vinieran de donde vinieran.

Afortunadamente, no fue necesario. Más allá de la referencia genérica que hizo aquella misma mañana en el plenario la directora del FMI, Christine Lagarde, a su famosa línea precautoria para los países de la zona euro con problemas (que eran, obviamente, España e Italia, puesto que Grecia, Irlanda y Portugal ya no tenían «problemas», sencillamente tenían «rescate» y durísimos programas de ajuste que ponían a sus sociedades y gobiernos en situaciones límite), España no iba a ser en el G-20 de Cannes objeto de atención específica.

… PERO ITALIA SE LLEVA EL PROTAGONISMO: «CONOZCO MEJORES FORMAS DE SUICIDIO»

En aquellos días, y al margen del volcán griego, Italia era el centro de atención de los mercados y de la prensa por su inestabilidad política y porque los inversores habían puesto el interés de su deuda soberana en el entorno del 6,5 por ciento y su prima de riesgo por encima de los cuatrocientos puntos básicos.

Enseguida, me di cuenta de que la estrategia que pudo haberse planteado inmediatamente antes de la cumbre consistía en instar a Italia y a España a pedir conjuntamente la línea del FMI, la denominada línea precautoria, para hacer así más llevadero el proceso ante sus opiniones públicas y sus Parlamentos. Aunque Italia era el problema mayor en aquel entonces, si España también accedía a pedir la ayuda, el Gobierno italiano aceptaría de mejor grado ese paso tan difícil. Y esa estrategia, que era ciertamente peligrosa para nosotros, pudo haber quedado desactivada después de mi conversación con Merkel.

Comenté, de manera un poco edulcorada, el contenido de la conversación con mis más directos colaboradores en la cumbre: la ministra de Economía, Elena Salgado; el director de la Oficina Económica, Javier Vallés; y la secretaria general de la Presidencia, Cristina Latorre, que tanto empeño había puesto en que todo saliera perfectamente en Cannes.

Vi cómo en numerosas ocasiones los líderes de los principales países europeos, los responsables de las instituciones de la UE y los de los organismos internacionales presentes en Cannes hablaban con Berlusconi y con su ministro de Economía, Tremonti, y con sus respectivos equipos.

Nosotros también contactamos con los italianos varias veces durante el día. Nos confirmaron que la petición para que solicitasen una línea de ayuda del FMI era constante. Y nos aseguraron que no la aceptarían.

El día fue largo. Berlusconi se resistía ante todas las invitaciones que recibía, y en los pasillos ya se empezaba a hablar de Mario Monti.

Mi impresión, confirmada posteriormente en la no prevista y trascendental cena que tuvimos ese mismo día 3 de noviembre, fue que la presión sobre Italia no cejaría hasta que se arrancase al país del sur, fundador de la Unión Europea y tercera economía de la zona euro, un compromiso que pudiera dar cierta tranquilidad a los mercados y a los principales gobiernos del mundo.

No se puede perder de vista que en noviembre de 2011 el riesgo cierto de un parón en la economía mundial se atribuía a la crisis de la zona euro y en particular a los serios problemas de los Tesoros de algunos países de la llamada periferia. Los principales Estados de la UE y el FMI se veían en cierta forma obligados ante el resto de las potencias mundiales a ofrecer una respuesta a la crisis de la zona euro. Y tenían que hacerlo allí mismo, en la Cumbre del G-20 de Cannes, porque era allí donde se estaban produciendo negociaciones con las otras potencias (China, India y Brasil) sobre los compromisos que había que adoptar en relación con la nueva regulación del sistema financiero, los paraísos fiscales, la reforma del FMI o la participación de China en el Fondo Europeo de ayuda a los países con dificultades.

En todas las reuniones del G-20 a las que asistí, siempre se produjo una batalla tácita entre los países desarrollados y los conocidos como emergentes. Una batalla en la que los países desarrollados, encabezados por Europa, querían ir más lejos en la supervisión del sistema financiero, en la lucha contra los paraísos fiscales, en la lucha contra el cambio climático, en los avances comerciales de la ronda de Doha, en el equilibrio en los tipos de cambio de las principales monedas…, frente a las resistencias mostradas desde el bloque de los emergentes. Al mismo tiempo, los países que controlan el FMI, por el reparto de cuotas y votos, eran reacios a dar más poder a los emergentes.

La actitud de estos últimos siempre respondía a una misma lógica: los países con fuertes crecimientos, pero aún no dentro del grupo de los desarrollados, los BRIC especialmente, no querían tomar medidas que limitasen su desarrollo potencial, con más regulaciones o limitaciones en los campos financiero, comercial y, especialmente, medioambiental. «Ustedes nos llevan décadas de desarrollo y de crecimiento industrial y comercial; cuando alcancemos su nivel convendremos en adoptar medidas coordinadas más contundentes». Una posición esta hasta cierto punto comprensible aunque, más allá de los argumentos que reclaman una suerte de equidad histórica en los que se apoya, suponga un límite objetivo para la consecución de un orden económico y medioambiental más equilibrado y sostenible.

Pero esto es el G-20, un crisol, un espejo del momento que vivimos, de la relación de fuerzas entre países diversos, de las tensiones entre los que hasta ahora han estado arriba y los que aspiran a sustituirlos en esa posición. Y en la etapa actual, y por primera vez desde hacía décadas, los problemas más graves los sufrían los países más ricos, y los menos ricos lo sabían y querían aprovechar su oportunidad histórica.

En las cumbres siempre se procuraba alcanzar un cierto equilibrio, un mínimo acuerdo. Para eso sirve también, singularmente, el G-20, como imprescindible foro de coordinación que debería avanzar en su institucionalización, en el fortalecimiento de su capacidad de hacer valer sus resoluciones para que se conviertan en decisiones efectivas de los países y de los organismos internacionales.

Pero volvamos a Cannes. Como suele ocurrir en este tipo de encuentros, las sesiones formales de aquel 3 de noviembre en la ciudad francesa se atuvieron más o menos al orden del día previsto, con los tradicionales discursos poco improvisados de los líderes de los países participantes.

Personalmente, intervine en el Plenario en nombre de España reclamando un esfuerzo colectivo de impulso al crecimiento que debía ser realizado por los países que disponían de margen fiscal. Expresé mi convencimiento sobre la determinación política de la zona euro para mantener la moneda común, así como el compromiso de mi país con la reducción del déficit y con el proceso de reformas en marcha. Y, en concreto, afirmé que el Gobierno que surgiese de las urnas en las próximas elecciones del 20 de noviembre también mantendría los compromisos con Europa y con la comunidad internacional.

Pero, sin duda, para mí y para el resto de los líderes europeos y de las grandes potencias, lo trascendente de aquella cumbre no estaba en la agenda formal de sus sesiones. Porque ésta parecía ajena al asunto políticamente más caliente, difícil y relevante que se iba a ventilar allí: cómo salía Italia de Cannes. Que entonces era tanto como decir qué horizonte de futuro le esperaba al euro. Y esto se iba a dirimir en reuniones más reducidas, o en las conversaciones de los pasillos y, en todo caso, entre unos pocos protagonistas.

Se iba a dirimir, sobre todo, en la cena de aquella noche. Una cena a la que sólo fuimos convocados los países del G-20 miembros de la eurozona y Estados Unidos —en las personas de los titulares de los respectivos Ejecutivos acompañados por los ministros de Economía—, además de los presidentes del Consejo y de la Comisión Europea, y la directora del FMI. Una cena, en efecto, sobre Italia y el futuro del euro. Un encuentro trascendental. Uno de esos momentos que definen los procesos de toma de decisiones, las fuerzas en concurso, los intereses en juego, así como las personalidades de los líderes políticos, su visión del mundo, el alcance de sus ideas… Una reunión que, a buen seguro, habría colmado la curiosidad de periodistas, economistas e historiadores.

«Conozco mejores formas de suicidio».

La frase es de Giulio Tremonti, ministro de Economía del Gobierno de Italia hasta la dimisión de Berlusconi el 16 de noviembre de 2011. La pronunció ante todo aquel que quería oírle aquel día en Cannes. Tremonti es un experimentado político, con finezza italiana. «Conozco mejores formas de suicidio» era la sentencia que utilizaba para explicar la negativa italiana a pedir ayuda al FMI.

La frase es muy reveladora de lo que representaba el rescate en el imaginario colectivo de la eurozona, las consecuencias económicas, políticas y sociales de los programas de ayudas para los países insertos en ellos. Lo que estaba ocurriendo en Grecia, Portugal e Irlanda estaba en la mente de todos.

Recordemos que la UE se había enfrentado a la crisis financiera y de deuda sin contar con un marco o una previsión de posible asistencia financiera a países con dificultades. Es más, los tratados excluían expresamente esta posibilidad. Y cuando resultó inevitable articular un sistema de préstamos, con un volumen ciertamente considerable, en favor de determinados Estados, se hizo siguiendo el modelo tradicional de ayudas del FMI acompañadas de una estricta condicionalidad. Condicionalidad que, como bien saben en Latinoamérica, puede llevar consigo, a corto y medio plazo, serias consecuencias para la cohesión social de los países afectados.

Entendí, pues, perfectamente la resistencia que había mostrado Italia durante todo el día a involucrarse en un programa de ayuda financiera (aunque éste fuese uno de los considerados como «preventivos» y hubiera algunos precedentes tenidos por positivos, como los de Polonia y México en su día).

Sí, es verdad, Italia había podido aguantar durante todo el día, pero aún quedaba la ofensiva de la cena.

Porque, sobre todo para Alemania, Francia, la Comisión Europea y el FMI, la situación resultaba insostenible. Y el agobio, como ya habíamos vivido en situaciones precedentes, se expresaba en dos palabras: lunes y mercados. Cómo abrirían el lunes los mercados, los de deuda en particular, cómo interpretarían los resultados de la cumbre, ¿reaccionarían bien o nos abocarían a un nuevo abismo?

Sí, así había ocurrido en ocasiones sucesivas desde octubre de 2008. Durante tres duros y largos años. Tras no pocas cumbres europeas y de la zona euro, o del propio G-20. Los mercados, el lunes, eran como una espada de Damocles que pendía sobre todos nosotros. Como en la leyenda griega, por cierto.

Ahora, a medida que el paso del tiempo me va distanciando de ese periodo tan vertiginoso y complejo que vivimos, me pregunto hasta qué punto es justificable, en un clima así, tener que tomar decisiones que pueden afectar, casi con carácter inmediato, a la vida de los ciudadanos, a su futuro, a su bienestar, a sus expectativas. Se me dirá, tal vez, que así es la política. Pero pocos podrán compartir una forma de hacer política de tan difícil explicación a esos mismos ciudadanos llamados a sufrirla.

En la experiencia que yo he vivido podría afirmar que todos los líderes políticos con los que compartí esas cumbres, sometidas a la espada de Damocles del lunes y los mercados, actuaban con su mejor saber y entender, cada uno a partir de su posición ideológica, cada cual en defensa del interés de su país. Todos montados en una montaña rusa cuyo mecanismo no controlábamos y de la que no era posible apearse.

No sé si tal forma de afrontar decisiones cruciales, en una crisis como ésta, es inevitable. Pero deberíamos intentar otro modelo, otro esquema de relación entre la política y la economía, entre los gobiernos y los mercados. Uno que permita a los ciudadanos comprender y distinguir los ámbitos de responsabilidad de cada uno para poder ejercer mejor su derecho a exigir cuentas.

Porque no deja de ser curiosa, y llamar a la reflexión, la interrelación entre las acciones de los gobiernos, y de instituciones como los organismos reguladores, y los mercados de capitales. Siempre tomando decisiones unos pendientes de los otros, escrutándose, tratando de anticipar, recíprocamente, sus movimientos…, en una especie de atracción fatal.

Sin duda, esa nueva posible relación debería contar con reglas más transparentes, con un papel más claro de las agencias de calificación, con una política más abierta a la información.

Pero claro, la política no podía, no puede, en todo caso, eludir su responsabilidad. Porque, además, en mi experiencia he constatado que el peso de las decisiones institucionales puede sobreponerse a la inmensa capacidad de los mercados de determinar la evolución del mundo financiero y la situación de países y empresas. Puede sobreponerse, en efecto, pero sólo cuando esas decisiones llevan el marchamo de su aplicación efectiva e inmediata, cuando son indubitadas, contundentes, cuando son expresión de fuerza y autoridad. Cuando las decisiones son firmes, los mercados se aquietan, pierden su capacidad de perturbación.

El problema es que, como es natural, las decisiones de las autoridades institucionales están sometidas a un proceso político donde subyacen los distintos intereses, las visiones contrapuestas, el respeto a las reglas procedimentales propio de las democracias. Y es evidente que, en sus posicionamientos diarios, todas estas restricciones no están presentes en la toma de decisiones de los inversores, que se mueven por motivaciones bien diferentes y con reglas propias.

Habría que revisar esta relación dialéctica de dependencia e interacción entre gobiernos e instituciones y mercados. Al igual que, en el mundo productivo, las empresas y los trabajadores tienen ciertos marcos de relación y de puesta en común para administrar intereses contrapuestos, ¿por qué no abrir un debate sobre posibles reglas de cooperación y arbitraje en el ámbito de los mercados financieros? ¿O es que tenemos que resignarnos a no poder evitar o paliar los riesgos que generan los gigantescos vaivenes que van de la exuberancia a la aversión al riesgo, esos movimientos que tan graves impactos económicos y sociales son capaces de generar?…

Ésta es una cuestión que merece una reflexión política de largo alcance. Aquí queda sólo apuntada, pero es probable que este enfoque pueda abrir nuevas expectativas a una mayor racionalidad en el funcionamiento del sistema monetario actual, que, tras la revolución financiera de las tres últimas décadas, ha cambiado tantas cosas y puesto en riesgo tantos objetivos de las grandes democracias.

Con este telón de fondo, a la altura de una crisis que ya había causado mucha fatiga económica y política, nos encontrábamos librando una nueva batalla en Cannes cuando, al final de la jornada del 3 de noviembre, la presidencia francesa nos convocó a esa cena no prevista.

Como ya he indicado, lo que había pasado en el backstage de las sesiones a lo largo de todo el día, el formato elegido y, sobre todo, los líderes convocados apuntaban a una reunión tensa y decisiva. Yo, desde luego, cuando me disponía a acudir a la cena llevaba alojada en mi estómago una sensación de incertidumbre y de riesgo. Y ello a pesar de que, después de la conversación con Angela Merkel, no había recibido ningún nuevo mensaje sobre la posibilidad de pedir ayuda al FMI, y de que todas las presiones se habían centrado en Italia. De hecho, había procurado no estar muy activo durante todo el día. Dediqué bastante tiempo a despedirme de los líderes no europeos del G-20, porque a los europeos aún los iba a ver en el Consejo de diciembre.

UNA CENA HISTÓRICA

La mesa era más bien pequeña y rectangular. Estábamos muy cerca unos de otros, lo que auguraba un clima de confianza y sinceridad.

Vuelvo a indicarle al lector quiénes nos acabábamos de sentar allí: los cuatro países de la zona euro del G-20, Francia, Alemania, Italia y España, representados por los jefes de Gobierno (en el caso de Francia por el presidente de la República) y sus ministros de Economía; y el presidente de la Comisión Europea, el presidente del Consejo Europeo, la directora del FMI y el presidente de Estados Unidos, acompañado del secretario del Tesoro.

No está de más recordar de nuevo que el contexto del G-20 de Cannes estaba marcado por la debilidad de la zona euro, por la situación de infarto vivida en torno a Grecia, por las crecientes incertidumbres sobre Italia y, en general, por las tensiones en los mercados sobre las primas de riesgo de varios países europeos.

Y esta situación concernía a todos los países representados en la ciudad francesa, puesto que la inestabilidad de la zona euro suponía una amenaza cierta para la recuperación económica mundial; de hecho, así se consideraba con carácter general. No podía sorprender entonces que las grandes potencias no europeas, como China y Estados Unidos, reclamaran determinación europea para no obstaculizar esa recuperación y como paso previo para comprometer nuevas decisiones, referidas bien a la ampliación de recursos del FMI, bien a la posible participación financiera de China en el propio fondo de ayuda y asistencia europea.

Las declaraciones de los líderes mundiales en el arranque del G-20 habían sido, en este sentido, suficientemente claras. El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, había afirmado: «El aspecto más importante de nuestra tarea durante los próximos días es resolver la crisis financiera de Europa».

De modo que Europa —en particular, la zona euro— estaba llamada a dar una respuesta, a ofrecer algo nuevo.

Volvamos a la mesa de la cena. Reparemos de nuevo en su composición. Veamos que tenía un marcado carácter atlántico. Que la integraban las economías más grandes de la costa del Atlántico (salvo Gran Bretaña, que no es zona euro y no estaba presente). Esa costa, esa zona del mundo que había liderado a éste en los dos últimos siglos, y que ahora ya sentía seriamente amenazado ese liderazgo por las economías emergentes del Pacífico a consecuencia del reequilibrio de la riqueza mundial originado por la globalización. Y aunque no estaban sentados en esa mesa, los líderes de los países de la costa del Pacífico y los demás emergentes también esperaban nuestras soluciones.

Así que de aquella reunión atlántica deberían salir nuevas decisiones para apuntalar el euro, para que Europa recuperase credibilidad. Nuevas decisiones políticas, quiero subrayarlo. Lo que estaba en cuestión era la capacidad política de los europeos. Nadie dudaba de sus recursos económicos y financieros, de sus posibilidades si actuaban unidos y determinados. En este terreno se situaba la pelota en aquel partido que parecía la final de una competición mundial entre la política y los mercados.

Los mercados estaban prestos a jugar el lunes, expectantes, ávidos de obtener ganancias rápidas o de atacar a nuevos países si los resultados de la cumbre no los tranquilizaban.

De la cena, que se prolongó durante casi dos horas, retengo dos impresiones que me parecen interesantes, por encima de otros detalles que nos puedan también ilustrar, una vez más, sobre el proceso de toma de decisiones en esta crisis.

Esas impresiones son las siguientes: una, la dura, descarnada ofensiva a la que se sometió al Gobierno italiano y la resistencia mostrada por éste; y la otra, la constatación de la dependencia real y psicológica de los gobiernos respecto de los mercados.

La ofensiva para que, allí mismo, Italia aceptase una ayuda financiera del FMI, y ésta se anunciase al mundo, fue, en efecto, intensísima. Sarkozy, Merkel, Barroso, Van Rompuy y Obama, todos ellos, se emplearon a fondo. Los argumentos eran coincidentes, los estilos, los propios de la personalidad de cada uno de los líderes. Sarkozy, vehemente; Merkel, rocosa; Barroso, incisivo; Van Rompuy, frío; Obama, respetuoso pero firme.

Una y otra vez, se afeaba a los italianos la falta de credibilidad de las medidas anunciadas por su Gobierno en agosto, la imposibilidad de que el país transalpino pudiera continuar financiándose a un interés del entorno del 6,35 por ciento, el vigente entonces, y el riesgo de que los ataques se contagiaran no sólo a España, sino también a otros países europeos, como Bélgica y Francia, lo que devendría en una situación imposible para la zona euro que acabaría proyectando sus efectos negativos sobre el conjunto de la economía mundial…

En el debate hubo momentos de tensión, serios reproches, invocaciones a la historia, hasta recordatorios cruzados del papel de los aliados tras la segunda guerra mundial… Palabras mayores, argumentos que tocaban la médula de cada país. Y es que a veces los líderes y los socios políticos de las democracias consolidadas son capaces de decirse las cosas de una forma que la opinión pública no podría imaginar. Sobre todo, si nos atenemos a las fotografías de familia al uso y a los discursos prefabricados. En ocasiones, se siente el vértigo de la historia, la gigantesca responsabilidad que supone gobernar. Y debo decir que, en general, aunque los debates sean crudos y la tensión muy elevada, se preserva el respeto, el respeto democrático que impone el hecho de que cada uno de los líderes ostente la representación de su país.

En la cena hubo momentos de intensidad inolvidables. Me impresionó singularmente que en una fase de la discusión algunos líderes europeos llegaran a esgrimir los agravios producidos en la posguerra. Fue sólo un destello, pero por un momento parecía que la dramática división europea del siglo pasado aún proyectaba sus consecuencias. Fueron sólo cinco minutos, pero cinco minutos en los que las palabras que escuchaba contenían la fuerza evocadora de todas las lágrimas derramadas en la historia europea.

Volvamos al curso de la cena. ¿Qué vemos? Frente a la ofensiva en aluvión, la cerrada defensa, el catenaccio en toda regla, que articularon Berlusconi y Tremonti: una y otra vez despejando balones, ya con los argumentos más técnicos de Tremonti o con las invocaciones más domésticas de Berlusconi a la fuerza de la economía real, del comercio o de la capacidad de ahorro de los italianos.

La disciplina del catenaccio no mostraba fisuras. Mientras la reunión avanzaba, se podía constatar que Italia no iba a ceder, que no iba a aceptar préstamos con condicionalidad. Italia no se iba a sacrificar de este modo, allí, bajo presión, en el altar de la estabilidad financiera de Europa y del mundo. No con su anuencia.

Al final, se llegó a una solución de compromiso consistente en que el FMI y la UE constituirían un grupo de supervisión para evaluar las reformas comprometidas días atrás por carta por el Gobierno de Berlusconi ante la UE. El acuerdo suponía una vigilancia trimestral, que sería, según palabras de la directora gerente del FMI, «exigente y rigurosa».

Berlusconi, por su parte, explicó públicamente que el papel del FMI era de «certificación» de las reformas, al tiempo que comunicaba haber rechazado la oferta del organismo para recibir un préstamo. Fue así. Y lo cierto es que, hasta el día de cierre de la edición de este libro, Italia no ha tenido que pedir ayuda. A pesar de que en aquellos primeros días de noviembre la prima de riesgo italiana se situaba en los 454-455 puntos básicos, con un interés del bono del 6,37 por ciento, un umbral considerado crítico por analistas y organismos internacionales.

Pero el Gobierno italiano quedó tocado a raíz de lo ocurrido en Cannes. Sólo unos días después de la cumbre, el 12 de noviembre, Berlusconi presentaba su dimisión, tras la aprobación por el Parlamento de los Presupuestos para 2012, que incluían las veintisiete reformas comprometidas por el Gobierno italiano ante la UE. Y Mario Monti era elegido primer ministro de Italia.

El lector podrá extraer sus propias conclusiones.

La segunda impresión que, recuerdo bien, me produjo aquella cena fue la que tenía que ver con el sentimiento de cierta impotencia de los gobiernos democráticos frente a los mercados. Y la recuerdo porque la expresó allí, de un modo muy elocuente, quien se supone que dirige el Gobierno democrático más poderoso de la Tierra, el presidente de Estados Unidos de América.

Sí, esa intervención de Barack Obama sobre la relación con los mercados se me quedó grabada en la memoria. No sólo por ser la del representante de la primera potencia mundial, sino también por proceder de alguien cuyos análisis, bien articulados y expresados con convicción, me merecían siempre respeto.

Obama vino a reconocer con mucha claridad, como algo enojoso pero inevitable, la posición de suma debilidad que la comunidad política internacional tenía ante los movimientos de la comunidad financiera. «Éste es el mundo que hemos construido y que hay que cambiar —dijo Obama—, pero hoy por hoy nuestro margen de maniobra es reducido». Y este sentimiento de incómoda resignación le llevaba a hacer una aproximación realista a la posición de los mercados y a las decisiones que desde el ámbito de la política se podían tomar para aplacarlos. Recuerdo haber cruzado miradas de complicidad con la ministra Salgado mientras escuchábamos esta confesión, y comentado con ella después la dificultad de explicar a los ciudadanos, a aquellos que confiaban en nosotros la suerte de su destino, que éste, más que en nuestras manos, se encontraba atrapado en esa telaraña a la que con afán simplificador denominamos «mercados». Esos mercados que, por otra parte, sí tienen cara y ojos, posibles representantes o interlocutores, como he comentado en otra parte de este libro.

El sistema financiero, que creció desmesuradamente en los últimos treinta años, es un gigante que nadie lidera, que actúa en función de expectativas construidas sobre hipótesis no fundadas o inverificables, resultado de integrar un sinfín de variables con mucha rapidez, lo que casi siempre le lleva a moverse de manera gregaria y a veces compulsiva. Esa compulsión que se observa en Wall Street y en otros mercados en los días de agitación. Claro está que el interés y la codicia cuentan, pero no es sólo eso. La falta de liderazgo y de un marco de diálogo con el poder político abona los cambios bruscos en los estados de opinión, fruto en muchas ocasiones del albur de circunstancias y de hechos colaterales más que de los llamados «fundamentales» de la economía.

Pero del lado de los gobiernos también existe esa ausencia de liderazgo fuerte e inequívoco. La emergencia de otras potencias junto a Estados Unidos y Europa ha propiciado que el rumbo de las políticas económicas de los países sea más impredecible; de ahí que la coordinación y cooperación entre los gobiernos resulte trascendental. El G-20 es, hoy por hoy, la única plataforma real con la que cuenta el mundo para ese objetivo de establecer grandes orientaciones y compartir decisiones coherentes que supongan cooperación, que busquen coherencia, unidad.

Se podrá decir que la persecución de ese objetivo es una mera utopía. Que los intereses de las grandes potencias son y seguirán siendo contrapuestos y que ello limita mucho la posibilidad de configurar ese orden económico mundial predecible y racionalizable.

Seguramente en buena medida es así, pero creo que hay un camino posible por recorrer. Y que el G-20 puede ser, al menos, el embrión. Éste es el reto más importante que tiene nuestro momento histórico. No basta, no es suficiente la defensa del interés nacional o regional. En un mundo globalizado hay un interés cada día más prevalente, el interés global, la defensa de los bienes públicos mundiales y, entre ellos, el de una economía sostenible y el de una redistribución de las oportunidades y de la riqueza. Tengo el convencimiento de que ese camino se irá recorriendo poco a poco, que avanzaremos hacia una mayor coordinación económica internacional. Sin duda, deseable y, seguramente, cada vez más, inevitable.

Pero volvamos, y ahora será ya por última vez, a la cena del 3 de noviembre. Ya estamos en los postres, cerca del final. Una vez que la solución para Italia se había situado en esa posición, en cierto modo intermedia entre la ofensiva y el catenaccio, consistente en que el país aceptaba la supervisión de su proceso de reformas por parte del FMI y de la propia UE —para llegar a la cual, por cierto, Obama y Van Rompuy fueron decisivos—, se produjo un instante de vacío, como si hubiese terminado un gran combate y todos los asistentes rompiésemos a sudar.

Durante toda la reunión no se había hablado de España, que era lo mejor que nos podía pasar. Por razones obvias, mantuve en todo momento una actitud discreta. Aunque tenía preparadas algunas notas por si se abría la carpeta de mi país.

Pero no fue necesario. Es más, la reunión se levantó con un gesto de Obama, un gesto y unas palabras de complicidad amables hacia España. El presidente Obama me miró y dijo: «No sé si el primer ministro de España quiere decir algo…». Esas palabras las acompañó con una sonrisa tranquilizadora, muy expresiva para todos los que allí estábamos. De inmediato contesté: «No, gracias, no tengo nada que añadir». Y nos levantamos de nuestras sillas.

Tuve una sensación parecida a la que producen las endorfinas después de un ejercicio exigente. Habíamos salvado la última amenaza.

Cuando regresé al hotel, ya tarde, quise hacer partícipes a mis colaboradores de nuestra sensación de alivio explicándoles lo que había pasado en la cena. Curiosamente, los miembros de la delegación italiana también se alojaban allí y también estaban, como nosotros, reunidos de manera informal en el bar. Había un claro contraste en los semblantes de unos y otros. Nosotros, relajados; ellos, preocupados. Después de una jornada tan dura, me sentí particularmente solidario con esa preocupación. La amenaza de un control externo ejercido sobre tu país, aunque fuera en este caso aún bajo la forma de una supervisión especial, era un trago muy amargo que no se podía desear a nadie. Menos todavía a una nación como Italia, por la que sentimos una especie de simpatía y afinidad naturales, y con la que llevábamos meses compartiendo serias dificultades y riesgos.

Aquella noche me costó conciliar el sueño, a pesar del cansancio. Sí, es verdad, me sentía aliviado. Definitivamente, íbamos a concluir el mandato habiendo sorteado todas las amenazas de rescate o de intervenciones de otro género. España celebraría sus elecciones en condiciones de normalidad (Portugal fue rescatada poco antes de tener las suyas). Después de todo lo vivido durante aquellos meses, nuestro país contaba con un margen de confianza… ¡Y qué bien que hubiéramos podido estar presentes, hacernos valer, en un foro tan importante como el G-20, importante por lo que se ve y, sobre todo, por lo que no se ve!

Pero ese alivio me duraba poco. No podía abstraerme de la realidad económica y social de mi país, de las durísimas consecuencias de la crisis y de que, tras un periodo de calma y de incipiente recuperación de la actividad durante el primer semestre de aquel año (que hizo que en el conjunto de 2011, con los datos disponibles a su término, todavía se registrara un crecimiento positivo del 0,7 por ciento del PIB), los últimos meses nos volvieran a situar ante el escenario de una posible nueva recesión. Y de que el paro ya hubiera superado el 21 por ciento en el tercer trimestre.

Al día siguiente finalizaba la cumbre. Celebramos la reunión formal para aprobar las conclusiones y todos los líderes comparecimos en las obligadas ruedas de prensa. Se dio a conocer el acuerdo sobre Italia. Grecia parecía que volvía al tablero después de la renuncia de Papandréu al referéndum y la perspectiva de un Gobierno de concentración nacional con un técnico al frente.

En mi comparecencia, traté de reproducir las sensaciones ambivalentes que había tenido la noche anterior. Ante los medios, enfaticé que habíamos llegado hasta aquí, hasta el final de la Legislatura, sin tener que pedir el rescate. Aunque precisé que con las cifras del paro que teníamos no había ninguna razón para la complacencia.

Para mí, terminar la Legislatura sin un programa de intervención tenía que ser un motivo de satisfacción, porque era muy consciente tanto de los riesgos que habíamos podido sortear como de las consecuencias que el rescate habría traído consigo. Nadie me hubiera podido convencer de lo contrario: el rescate habría implicado más sufrimiento social, además de la estigmatización del país ante nosotros mismos y ante el mundo. Pero, a la vez, entendía que a la sociedad española le costase valorar ese esfuerzo del Gobierno por evitar el mal mayor. La crisis seguía golpeando duramente a trabajadores y empresas. De poco podía servir, en democracia, argumentar que estábamos evitando el mal mayor cuando las condiciones económicas y sociales seguían siendo tan adversas, en noviembre de 2011, después de tres años de crisis.

Aunque no trascendió el contenido de la cena, ni lo acontecido en Grecia ni la respuesta dada a la inquietud sobre la situación italiana hicieron posible que el G-20 de Cannes supusiese un factor de confianza y estabilidad duradera en los mercados. De hecho, durante el mes de noviembre la prima de riesgo de España subió veinte puntos básicos, de los 375 a los 395, con un máximo, el día 22, que alcanzó los 465, y la de Italia los 490, aunque llegó a ponerse el día 9 en ¡553!, justo antes de la dimisión de Berlusconi.

Con el G-20 concluían diez días de gran estrés. El 26 de octubre, con un Eurogrupo decisivo. Con Grecia al borde del abismo. Con Italia y España en observación. Con una dura negociación sobre la recapitalización de la banca que supuso la necesidad de incrementar el capital de las cinco entidades españolas más grandes en 18.000 millones de euros. Del 27 al 30 de octubre, con el viaje a Paraguay para asistir a la cumbre iberoamericana, donde tuve que explicar la difícil situación de la zona euro a una Iberoamérica más segura de sí misma que nunca. Y de vuelta a España, a la Cumbre de Cannes del G-20, con un trasfondo tan inquietante y revelador como acabo de intentar relatar.

LA RECTA FINAL

Y, tras superar la prueba que había supuesto el G-20 de Cannes, llegaba la recta final de mi mandato. El 20 de noviembre fueron las elecciones generales y las encuestas ya venían siendo claramente desfavorables. Acudí a Ferraz por la tarde para vivir la noche electoral. El resultado fue malo para el PSOE. El PP ganó las elecciones y obtuvo una amplia mayoría absoluta.

Alfredo Pérez Rubalcaba y los compañeros de la dirección soportaban la llegada de los resultados con una entereza encomiable. Me sentía el responsable principal de aquel resultado tan adverso. Procuré mantener el tono, de nada servía incrementar la depresión, pero aquella noche tuve un dolor sin paliativos, tal y como leí en un artículo de opinión de un periódico de tirada nacional.

Llamé a Rajoy para felicitarle y le garanticé que el traspaso de poderes se haría con lealtad y plena colaboración del Gobierno. Y creo que cumplí la palabra.

Desde las elecciones hasta la toma de posesión de Rajoy como presidente me reuní con él en dos ocasiones. Para hablar de los temas fundamentales del país y especialmente de la crisis.

Además, teníamos que concretar la posición de España en el Consejo Europeo del 8 y el 9 de diciembre.

El día 9, los líderes de la zona euro aprobamos una declaración que expresaba el compromiso de adoptar un tratado internacional para avanzar hacia una unión económica más fuerte, lo cual requería actuar en una doble dirección:

  • Alcanzar un nuevo pacto presupuestario y una coordinación reforzada de las políticas económicas.
  • Desarrollar nuevos instrumentos de estabilización para hacer frente a los desafíos a corto plazo. Este acuerdo político se convertiría en el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria de marzo de 2012.

En la declaración se incluía un último punto que decía: «Nos congratulamos de las medidas adoptadas por Italia; asimismo nos congratulamos del compromiso del nuevo Gobierno griego y de los partidos que respaldan aplicar íntegramente su programa, así como del positivo avance logrado por Irlanda y Portugal en la aplicación de sus programas». España no aparecía mencionada, ni estábamos en un programa ni se había tenido que llegar a un Gobierno técnico.

Y como era mi último Consejo, siguiendo la tradición, los líderes de los países europeos me dedicaron palabras amables.

Me despedí del edificio Justus Lipsius, la sede del Consejo Europeo en Bruselas. Había acudido a la capital belga para participar en cumbres europeas en cincuenta y dos ocasiones, veinticinco durante los años de la crisis.

Era un edificio familiar. En aquella sala del Consejo Europeo viví grandes momentos y no pocas situaciones de inquietud o de impotencia también. Pero ninguna de estas últimas logró debilitar el ideal europeo en mis convicciones.

Los últimos días de mi mandato fueron el tiempo para las despedidas y los recuerdos, los agradecimientos, las llamadas, los últimos papeles…, el tiempo para recapitular y comenzar a hacer balance.

Pensé que había vivido con tanta intensidad esa segunda legislatura que no sería difícil escribir sobre ella. Casi nada se me iba a olvidar. Casi nada se me ha olvidado.