Capítulo 24

El hombre y la mujer buscaron el suelo que se extendía delante; no había nada. La tierra que estaba frente a ellos había desaparecido. Casi llegaron a sobrepasar el borde de un precipicio. Jondalar sintió la tensión conocida en la ingle cuando bajó los ojos hacia el profundo abismo, pero le sorprendió ver que allá abajo, en lo más hondo, había un campo verde amplio y llano, atravesado por un arroyo.

El suelo de los grandes pozos solía estar cubierto por una espesa capa de los residuos insolubles de la piedra caliza allí acumulados, y algunos de los pozos profundos se unían y abrían para formar depresiones alargadas, creando amplias zonas de suelo muy por debajo de la superficie normal. Gracias al suelo y el agua, la vegetación que había abajo era abundante y sugestiva. El problema consistía en que ninguno de ellos podía encontrar el modo de descender al prado verde que se extendía al pie del enorme orificio de empinados bordes.

—Jondalar, algo está mal en este sitio —dijo Ayla—. Es tan seco y árido que casi nada puede sobrevivir aquí; y allá abajo, en cambio, hay un hermoso prado con un arroyo y árboles, pero es imposible llegar a él. El animal que lo intentara moriría despeñado. Intuyo que algo está mal.

—En efecto, así es. Y quizá, Ayla, tengas razón. Es posible que fuera esto lo que Jeren trató de advertirnos. Aquí no hay gran cosa que pueda interesar a los cazadores, y es peligroso. Nunca conocí un lugar en el que uno tuviera que cuidarse de no caer en un precipicio aparecido como por arte de magia en medio del camino.

Ayla se inclinó, aferró con ambas manos la cabeza de Lobo y acercó su frente a la del animal.

—Gracias, Lobo, por advertirnos del peligro cuando no estábamos prestando atención —dijo. Lobo gimió para expresar su afecto, y lamió la cara de Ayla.

Retrocedieron y condujeron a los caballos alrededor de la profunda sima, casi sin cambiar palabra. Ayla ni siquiera podía recordar cuál era el punto más importante de la discusión en la que estuvieron al borde de enzarzarse. Sólo pensó que nunca debían perder la noción de lo que les rodeaba hasta el extremo de no ver por dónde caminaban.

Mientras continuaban hacia el norte, el río que corría a la izquierda comenzó a atravesar una garganta que se ahondaba más y más a medida que los riscos rocosos se elevaban. Jondalar se preguntó si les convendría seguir cerca del agua o mantenerse en la meseta. Pero se conformó al pensar que estaban siguiendo el curso del río en lugar de cruzarlo. Más que los valles con sus laderas cubiertas de hierba y las amplias planicies inundables, en las regiones del karst los grandes ríos que podían verse desde la superficie tendían a atravesar profundas gargantas de piedra caliza. Si ya era difícil seguir los cursos de agua como rutas cuando no existía una cornisa lateral sobre la cual marchar, aún lo era más cruzar aquellas vías fluviales.

Jondalar recordó la gran garganta que estaba más al sur, con largos tramos en los cuales no había orillas, y decidió permanecer en la meseta. Mientras continuaban el ascenso, le alivió ver un hilo largo y fino de agua que descendía por las rocas en dirección al río que estaba más abajo. Aunque la cascada vertía sus aguas en el río, su presencia significaba que podrían obtener un poco de agua al llegar a lo alto, a pesar de que la mayor parte desaparecía deprisa en las grietas del karst.

Pero el karst era también un paisaje con muchas cuevas. Éstas eran tan abundantes que Ayla, Jondalar y los caballos pasaron las dos noches siguientes protegidos de la intemperie por muros de piedra y sin necesidad de montar la tienda. Después de examinar varias cuevas, empezaron a adquirir cierta experiencia para saber cuáles eran las que más les convenían.

Mientras que las cavernas surcadas por profundos ríos subterráneos continuaban exhibiendo proporciones que iban en aumento, la mayor parte de las cuevas accesibles que estaban cerca de la superficie eran cada vez más pequeñas. Además, el espacio interior disminuía, en ocasiones rápidamente, cuando las condiciones generales incluían la abundancia de agua, aunque rara vez cambiaban durante los períodos secos. En algunas cavernas se podía entrar únicamente con tiempo seco; cuando llovía intensamente el agua las inundaba por completo. Otras, si bien estaban siempre abiertas, albergaban corrientes de agua que anegaban su suelo. Los viajeros buscaban cavernas secas, por lo general a una altura algo superior; pero el agua, así como la piedra caliza, había sido el instrumento que les dio forma y las esculpió.

El agua de lluvia, que se filtraba lentamente a través de la roca del techo, absorbía la piedra caliza disuelta. Cada gota de agua calcárea, incluso la más minúscula gotita de humedad del aire, estaba saturada de carbonato de calcio en solución, y éste volvía a depositarse en el interior de la cueva. Aunque su color era el blanco puro, el mineral endurecido podía llegar a ser bellamente translúcido o moteado y sombreado de gris, o bien presentar leves matices rojos o amarillos. Se formaban pavimentos de travertino, y cortinajes inmóviles adornaban los muros. Las estalactitas que colgaban del techo se alargaban con cada gota húmeda, e iban al encuentro de las estalagmitas que crecían lentamente a partir del piso. Algunas se unían en esbeltas columnas, las cuales engrosaban con el tiempo en el ciclo permanente de la tierra viva.

Los días eran cada vez más fríos y ventosos. Ayla y Jondalar se alegraron de la abundancia de cavernas que les permitían defenderse del tiempo helado. Por lo general inspeccionaban los posibles refugios antes de entrar, para asegurarse de que no estaban habitados por ocupantes de cuatro patas. Por suerte comprobaron que podían confiar en los sentidos más agudos de sus compañeros de viaje, que les advertían del peligro. Sin que fuera necesario hacer ningún comentario al respecto, de una forma inconsciente, dependían del olor a humo para saber si había ocupantes humanos —los humanos eran los únicos habitantes que usaban fuego—, pero no vieron a nadie, e incluso las restantes especies animales eran poco frecuentes.

Por tanto, se sorprendieron cuando llegaron a una región con una vegetación asombrosamente generosa, por lo menos comparada con el resto del paisaje árido y rocoso. La piedra caliza no era la misma, variaba mucho en cuanto a su facilidad para disolverse, y asimismo en la proporción en que era insoluble. En consecuencia, algunos sectores del karst de piedra caliza eran fértiles, prados y árboles se extendían junto a arroyos normales que corrían en la superficie. Había suelos hundidos, cavernas y ríos subterráneos en aquellos sectores, pero no eran tan comunes.

Al aproximarse a un rebaño de renos que pastaban en un campo de heno seco, Jondalar miró con una sonrisa a Ayla y sacó su lanzavenablos. Ayla inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y urgió a Whinney a seguir al hombre y al caballo. Dado que en la región apenas había algunos animales pequeños, la caza había sido casi mínima, y como el río estaba mucho más abajo, en la garganta, tampoco la pesca era posible. Habían subsistido esencialmente con alimentos secos y las raciones de viaje, e incluso habían compartido su comida con Lobo. Los caballos también pasaron dificultades. La hierba rala que crecía en la fina capa de tierra no había sido suficiente para ellos.

Jondalar practicó un corte en el cuello del pequeño corzo que acababa de abatir, para dejarlo sangrar. Después, depositaron el cuerpo en el bote redondo sujeto a las angarillas, y buscaron en las inmediaciones un lugar donde acampar. Ayla deseaba secar parte de la carne y derretir la grasa invernal del animal, y a Jondalar le tentaba la idea de comer un buen trozo de asado y un poco de hígado tierno. Se proponía permanecer en aquel sitio un día o poco más, sobre todo porque el prado estaba cerca. Los caballos necesitaban alimentarse. Lobo había descubierto abundancia de pequeñas criaturas, ratones, lemmings, picas, y había salido de caza y a explorar.

Cuando vieron una cueva que se abría en la ladera de una montaña, se dirigieron hacia allá. Era un poco más pequeña de lo que esperaban, pero parecía suficiente. Soltaron la pértiga y descargaron los caballos para dejarlos pastar en el prado, depositaron los canastos al lado de la caverna y arrastraron las angarillas hasta allí. Después, fueron a recoger leña y estiércol seco.

Ayla quería preparar una comida con carne fresca y pensaba en los ingredientes con que la acompañaría. Recogió algunas semillas secas y granos de las hierbas del prado, así como puñados de las minúsculas simientes negras de los amarantos que crecían junto al arroyuelo, un poco al norte de la cueva. Cuando regresó, Jondalar ya había encendido el fuego; le pidió que fuera al arroyo y trajese agua.

Lobo llegó antes de que el hombre hubiera vuelto y, al aproximarse a la caverna, mostró los dientes y gruñó amenazador. Ayla sintió un escalofrío.

—Lobo, ¿qué pasa? —preguntó, y con un movimiento instintivo cogió su honda y una piedra, pese a que el lanzavenablos estaba al alcance de su mano. El lobo entró remolón en la cueva y de su garganta brotó un gruñido grave. Ayla lo siguió, inclinó la cabeza para penetrar por la pequeña y oscura abertura de la roca y pensó que hubiera debido coger una antorcha. De todos modos, el olfato le dijo lo que los ojos no podían distinguir. Habían pasado muchos años desde que había sentido ese olor, pero nunca lo olvidaría. De pronto, su mente evocó esa primera vez, mucho tiempo atrás.

Estaban al pie de las montañas, no muy lejos de la Asamblea del Clan. Transportaba a su hijo apoyado en la cadera, sostenido por una capa, y aunque ella era joven y una de los Otros, marchaba en la posición propia de la hechicera. Todos se habían detenido bruscamente y contemplaban al monstruoso oso de la caverna, que se rascaba perezosamente la espalda contra la corteza del árbol.

Aunque la enorme criatura, que tenía doble tamaño que los osos pardos comunes, era el tótem más reverenciado del clan, la gente joven del clan de Brun nunca había visto hasta entonces un ejemplar vivo. No quedaba ninguno en las montañas próximas a la cueva de los humanos, si bien los huesos secos demostraban que otrora habían vivido allí. A causa de la poderosa magia que contenían, Creb había guardado los pocos mechones de pelo prendidos en la corteza una vez que el oso de la caverna decidió marcharse, dejando tras de sí un olor peculiar.

Ayla hizo una señal a Lobo y retrocedió hasta verse fuera de la cueva. Advirtió que tenía la honda en la mano y la guardó bajo el cinto, al mismo tiempo que en su cara aparecía un gesto de inquietud. ¿De qué servía una honda contra un oso de las cavernas? Ayla deseaba que el oso hubiera comenzado su largo sueño y que su presencia no le hubiese perturbado. Se apresuró a cubrir con tierra el fuego y a apagar las últimas brasas; luego recogió el canasto y la alforja y se apartó de la cueva. Felizmente, no habían distribuido gran parte de las cosas. Volvió en busca de la alforja de Jondalar, y después arrastró las angarillas. Acababa de levantar su alforja para alejarla todavía más, cuando Jondalar apareció con los recipientes llenos de agua.

—Ayla, ¿qué haces? —se extrañó.

—Hay un oso de las cavernas ahí dentro —dijo la joven. Al ver el gesto aprensivo de Jondalar, agregó—: Creo que inició su largo sueño, pero en ocasiones se mueven si les molestan al principio del invierno; por lo menos eso dicen.

—¿Quiénes lo dicen?

—Los cazadores del clan de Brun. Solía observarlos cuando hablaban de la caza… a veces —explicó Ayla. A continuación, sonrió—. No sólo a veces. Les observaba siempre que podía, sobre todo después que comencé a practicar con mi honda. Los hombres no solían prestar atención a una joven que aparentaba afanarse en sus tareas cerca de ellos. Yo sabía que nunca me enseñarían, y si les escuchaba mientras contaban historias de la caza, podía aprender. Pensé que, a lo mejor, se enfadaban si descubrían lo que yo estaba haciendo, pero ignoraba que el castigo pudiera ser tan severo…, lo comprendí después.

—Supongo que en todo caso el clan debía tener vastos conocimientos sobre los osos de las cavernas —dijo Jondalar—. ¿Crees que es peligroso permanecer aquí?

—No lo sé, pero prefiero irme.

—¿Por qué no llamas a Whinney? Tenemos tiempo de encontrar otro lugar antes de que oscurezca.

Después de pasar la noche en su tienda, al aire libre, reanudaron la marcha a primera hora de la mañana, pues deseaban alejarse lo más posible del oso de las cavernas. Jondalar no quiso perder tiempo secando la carne, y convenció a Ayla de que la temperatura era lo bastante fría para que se conservara. Quería salir cuanto antes de la región, porque allí donde había un oso, generalmente había otros animales de la misma especie.

Cuando llegaron a lo alto de un risco, se detuvieron. En aquel aire limpio, claro y frío, podían ver en todas direcciones, y el panorama era espectacular. Justo al este, la montaña nevada, de altura relativamente reducida, se elevaba al fondo, haciendo que su mirada se detuviera en la cordillera oriental, la cual estaba ahora más cerca y describía una curva alrededor de los dos viajeros. Aunque no eran excepcionalmente altas, las montañas nevadas alcanzaban su máxima altura hacia el norte, y se elevaban para formar una línea de cumbres blancas y regulares, sombreadas por azulados ventisqueros recortándose contra el cielo azul intenso.

Las nevadas montañas norteñas formaban la ancha faja externa del arco curvado; los viajeros ocupaban el arco interior, en las estribaciones de la cadena que los rodeaba, y se hallaban de pie sobre un risco situado en el extremo septentrional de la antigua cuenca que formaba la llanura central. El gran glaciar, la densa masa de hielo sólido que se había extendido desde el norte hasta cubrir casi la cuarta parte de la tierra, terminaba en una pared montañosa que quedaba oculta tras las cumbres lejanas. Hacia el noroeste, las mesetas que eran más bajas y estaban más cerca, dominaban el horizonte. En lontananza, brillando como tenue resplandor, se divisaba el glaciar norteño, cerniéndose a modo de pálido horizonte sobre las alturas más próximas. Hacia el oeste, la enorme cadena de montañas, cuya altura era mucho mayor, se perdía entre las nubes.

Las montañas lejanas que les circundaban eran grandiosas, pero la visión más sobrecogedora se encontraba más próxima. Abajo, en la profunda garganta, el curso del Río de la Gran Madre había cambiado de dirección. Ahora procedía del oeste. Cuando Ayla y Jondalar miraron hacia allí desde el risco, sus ojos se deslizaron río arriba para contemplar el curso sinuoso, y comprendieron que aquél era un momento decisivo en sus vidas.

—El glaciar que tenemos que cruzar está al oeste —dijo Jondalar, y su voz adquirió un acento lejano, acorde con sus pensamientos—, pero seguiremos el curso de la Madre; al cabo de un tiempo se desviará un poco hacia el noroeste, y más tarde, otra vez hacia el sudoeste, hasta que lleguemos a los hielos. No es un glaciar enorme, y excepto la región más elevada que está al noroeste, se trata de una superficie casi llana. Ya lo comprobarás una vez que hayamos entrado en él; es como una gran planicie alta formada por hielo. Después de cruzarlo, nos desviaremos de nuevo un poco hacia el sudoeste, pero a partir de entonces avanzaremos por regla general hacia el oeste durante todo el camino de regreso a casa.

Al atravesar el risco de piedra caliza y roca cristalina, el río, como si vacilara, como si no lograse decidir qué actitud adoptar, se deslizaba hacia el norte, después volvía en dirección al sur y más tarde tomaba de nuevo el camino del norte. Formaba así una especie de lóbulo trazado por su propio curso, para dirigirse finalmente hacia el sur a través de la llanura.

—¿Es ésa la Madre? —preguntó Ayla—. Quiero decir, ¿el río mismo, y no sólo un canal?

—Ésa es toda la Madre. Todavía es un río de buen tamaño, pero en nada parecido a lo que era —reconoció Jondalar.

—Entonces, hace un buen rato que estamos viéndolo. No lo sabía. Estaba acostumbrada a ver el Río de la Gran Madre con un caudal mucho más grande, por no hablar de cuando se desborda. Me pareció que estábamos siguiendo el curso de un canal. Hemos cruzado afluentes que eran más importantes —dijo Ayla, sintiéndose un poco decepcionada porque la enorme y caudalosa Madre de los ríos se había convertido tan sólo en otro curso de agua más.

—Estamos a gran altura. Desde aquí parece diferente. Pero no es tan pequeño como crees —explicó el hombre—. Aún tenemos que cruzar grandes afluentes, y en ciertos tramos la Madre se divide de nuevo en canales; pero poco a poco irá estrechándose. —Miró unos segundos hacia el oeste, en silencio; después, agregó—: Esto no es más que el comienzo del invierno. Conviene que lleguemos al glaciar cuanto antes… si no sucede nada que nos retrase.

Los viajeros se desviaron hacia el oeste a lo largo del risco, siguiendo la curva exterior del río. El terreno continuaba elevándose sobre el lado norte del río, hasta que, de pronto, se encontraron contemplando el panorama desde un punto más alto, a cierta distancia del pequeño lóbulo meridional. El declive en dirección oeste era bastante pronunciado; ahora enfilaron hacia el norte, descendiendo por una ladera un poco menos abrupta, entre matorrales dispersos. Al fondo, un afluente de curso sinuoso, que, procedente del noroeste, rodeaba la base de una elevada prominencia, había perforado una profunda garganta. Remontaron el curso hasta encontrar un lugar apropiado para vadearlo. En la orilla opuesta el terreno estaba formado por varias colinas; cabalgaron junto al afluente hasta que llegaron de nuevo al río de la Gran Madre. Luego, continuaron avanzando hacia el oeste.

En la dilatada llanura central sólo habían visto unos pocos afluentes, pero ahora estaban en una región en la que infinidad de ríos y arroyos alimentaban desde el norte las aguas de la Madre. Más avanzado el día, llegaron a otro gran afluente, sin poder evitar que el agua les salpicara las piernas al cruzarlo. Desde luego no era como cruzar los ríos en el cálido tiempo estival, cuando poco importaba mojarse o no. La temperatura descendía al punto de congelación durante la noche. La frialdad del agua les hizo tiritar, de modo que decidieron acampar en la orilla opuesta para secarse y entrar en calor.

Continuaron hacia el oeste. Después de atravesar el terreno montañoso, llegaron de nuevo a las tierras bajas, un pastizal pantanoso, pero que no se parecía a las tierras húmedas del curso inferior. Estaban en un paraje de suelos ácidos, más un pantano que una ciénaga, con retazos de musgos esfagníneos, que en algunos lugares estaban consolidándose y formando turba. Descubrieron que la turba ardía cuando cierto día instalaron el campamento y por casualidad encendieron fuego sobre un parche seco de esa sustancia. Al día siguiente recogieron un poco de turba para usarla en adelante como combustible.

Cuando llegaron a un afluente ancho, de aguas rápidas, el cual se abría en un gran delta en la confluencia con la Madre, decidieron remontar el curso un corto trecho, para ver si podían encontrar un sitio donde fuera más fácil cruzarlo. Dejaron atrás una bifurcación donde confluían dos ríos, siguieron el brazo de la derecha y llegaron a otra bifurcación donde aparecía otro río. Los caballos vadearon fácilmente el río más estrecho, y la bifurcación intermedia, aunque más ancha, no ofreció demasiadas dificultades. El terreno, entre la bifurcación intermedia y la que quedaba a la izquierda, era bajo y pantanoso con islotes de esfagníneas, y el cruce fue más laborioso.

En la última bifurcación, las aguas eran profundas, por lo que no hubo forma de cruzarla sin mojarse. Cuando ganaron la otra orilla, sorprendieron a un megaceros que tenía una enorme cornamenta palmeada y decidieron cazarlo. El ciervo gigante, con sus largas patas, se alejó con facilidad de los robustos caballos, si bien Corredor y Lobo lo obligaron a esforzarse para huir. Whinney, que arrastraba las angarillas, no pudo seguirlos, pero la carrera les reanimó a todos.

Jondalar, con el rostro enrojecido y azotado por el viento, echada hacia atrás la capucha de piel, sonreía al regresar. Al verle aproximarse, Ayla sintió una inexplicable punzada de amor y deseo. Jondalar se había dejado crecer la barba de color amarillo claro, como acostumbraba a hacer en invierno, para protegerse la cara, y a la joven siempre le agradaba verle con barba. Jondalar se complacía en decir que Ayla era hermosa, pero a juicio de ésta él también lo era.

—¡Ese animal sabe lo que es correr! —exclamó Jondalar—. ¿Has visto qué cornamenta tan magnífica? Uno de los cuernos seguramente tiene el doble de mi tamaño.

—Era enorme y muy bello. —Ayla sonrió a su vez—. Sin embargo, me alegro de que haya escapado. De todos modos, era demasiado grande para nosotros. No hubiéramos podido llevar tanta carne, y habría sido injusto matarlo puesto que no lo necesitábamos.

Regresaron a la Madre, y aunque las ropas se habían secado parcialmente, buscaron un sitio adecuado para montar el campamento y cambiarse. Una vez instalados, colgaron las ropas mojadas cerca del fuego, para que se secaran del todo.

Al día siguiente enfilaron hacia el oeste; después, el río se desvió hacia el noroeste. Lejos, más allá del agua, divisaron otro risco de gran altura. La elevada prominencia, que se extendía a lo largo de toda la distancia que la separaba del Río de la Gran Madre, era la prolongación noroeste más lejana, la última que verían, de la gran cadena de montañas que les había acompañado casi desde el principio. Entonces se encontraba al oeste de los dos viajeros, quienes habían rodeado el ancho extremo meridional, siguiendo el curso inferior del Río de la Gran Madre. Más adelante las blancas cumbres de las montañas les habían acompañado en el lado oeste, formando un gran arco, mientras atravesaban la llanura central junto al sinuoso curso medio del río. El risco que se alzaba frente a ellos, que avanzaba hacia el oeste a lo largo del curso superior de la Madre, era la última estribación.

No hallaron otros afluentes que desembocaran en el largo río; sólo cuando estaban a punto de alcanzar la cima del risco, Ayla y Jondalar comprendieron que sin duda habían viajado de nuevo entre varios canales. El río que procedía del este, al pie del promontorio rocoso, era el otro extremo del canal septentrional de la Madre. Desde allí, el río corría junto al risco de una alta montaña que se elevaba en el lado opuesto; pero en las riberas había tierras bajas lo suficientemente extensas para permitir que cabalgaran en torno de la base del elevado promontorio de rocas.

Cruzaron otro gran afluente en el lado opuesto del risco, un río cuyo ancho valle señalaba la separación entre los dos grupos de cordilleras. Las elevadas colinas que se levantaban al oeste constituían la estribación oriental más lejana de la enorme cadena montañosa. La altura del risco descendía al quedar a espaldas de los viajeros, y el Río de la Gran Madre se dividió de nuevo en tres canales. Siguieron la orilla externa del curso de agua más septentrional, a través de las estepas de una cuenca más pequeña, al norte, la cual era una continuación de la planicie central.

En los tiempos en que la cuenca central había sido un gran mar, este ancho valle fluvial de estepas cubiertas de hierba, así como las turbas pantanosas y los páramos de las tierras anegadas a los costados del río, al igual que los pastizales que se extendían al norte, eran todos ellos brazos de mar del antiguo caudal interior de agua. La curva interna de la cadena montañosa oriental incluía puntos débiles de la dura corteza terrestre, los cuales se habían convertido en respiraderos de los grandes derrames de material volcánico. Este material, combinado con los antiguos depósitos marinos y el loess arrastrado por el viento, creó un suelo rico y fértil, aunque los esqueléticos bosques invernales eran la única prueba de ello.

Las ramas sin hojas de unos pocos abedules que crecían en la ribera chocaban contra los duros salientes, agitados por el viento cruel procedente del norte. Los matorrales secos, los juncos y los helechos muertos cubrían las orillas en las que se formaban capas de hielo que irían espesándose hasta crear una sucesión de diques irregulares; marcaban el comienzo de los témpanos de hielo de la primavera. En la faz septentrional y el terreno más elevado de las colinas onduladas en la divisoria de aguas del valle, el viento peinaba los campos de heno gris con sus movimientos rítmicos, y las ramas de color verde oscuro de los abetos y los pinos se balanceaban y temblaban en movimientos erráticos que se orientaban hacia los lugares más protegidos, de cara al sur. El polvo de nieve se agitaba en remolinos aquí y allá, para posarse después en el suelo.

El tiempo era ya muy frío, pero los torbellinos de nieve no representaban un obstáculo. Los caballos, el lobo e incluso los humanos estaban acostumbrados a las estepas de loess del norte, con su frío seco y las suaves nevadas invernales. Ayla empezaría a preocuparse sólo cuando nevara intensamente, lo que podía ser causa de que los caballos se atascasen y fatigaran, cosa que dificultaría la búsqueda de alimentos. De momento, otra cosa la inquietaba. Había visto caballos a lo lejos; también Whinney y Corredor habían advertido la presencia de aquéllos.

Cuando miró hacia atrás, Jondalar creyó ver humo elevándose desde la alta colina que estaba en el lado opuesto del río, más allá del último risco que habían rodeado poco antes. Pensó que quizá habría gente en las cercanías, pero no volvió a ver el humo a pesar de que se volvió a mirar varias veces en la misma dirección.

Por la tarde remontaron el curso de un pequeño afluente, atravesando un bosque abierto de sauces y abedules de ramas desnudas que les condujo a un bosquecillo de pinos piñoneros. Las noches heladas habían hecho posible la formación de una capa transparente de hielo en la superficie de un estanque de aguas quietas. Los bordes del arroyuelo estaban congelados, pero el agua todavía corría libremente en el centro, y Jondalar y Ayla decidieron acampar cerca de la orilla.

Ráfagas de nieve seca comenzaron a azotar el campo, y cubrieron de blanco las laderas que miraban hacia el norte.

Whinney estaba nerviosa desde que había visto la manada lejana de caballos, razón por la que Ayla se sentía inquieta a su vez, por lo que decidió ponerle el cabestro a su yegua esa noche, y con una larga cuerda ató al animal a un sólido pino. Jondalar aseguró la cuerda de Corredor a un árbol que estaba cerca de la yegua. A continuación se dedicaron a recoger leña y arrancaron las ramas secas que todavía estaban unidas a los troncos de los pinos, bajo las ramas vivas; el pueblo de Jondalar siempre denominaba «leña de las mujeres» a esta clase de ramas. Se daban en la mayor parte de las coníferas, y hasta con tiempo muy lluvioso solía estar seca. Podía ser recogida sin necesidad de usar hacha ni cuchillo. Encendieron una hoguera junto a la entrada de la tienda y dejaron la entrada abierta para calentar el interior.

Una liebre, cuyo pelaje ya estaba cambiando hacia el blanco, atravesó el campamento en el preciso momento en que Jondalar estaba probando el dispositivo de su lanzavenablos con una nueva lanza, confeccionada las últimas noches. Arrojó la lanza casi por instinto, pero se sorprendió cuando el arma de mango más corto, con una punta más pequeña, fabricada con pedernal y no con hueso, dio en el blanco. Se acercó, recogió la liebre y trató de retirar el arma. Como no salía fácilmente, sacó su cuchillo, cortó la punta y comprobó complacido que la nueva lanza estaba intacta.

—Aquí tenemos carne para esta noche —dijo satisfecho, mientras entregaba la liebre a Ayla—. Parece como si hubiera pasado por aquí adrede para que yo pudiese probar las nuevas lanzas. Son ligeras y cómodas. Tendrás que probarlas.

—Creo que lo más probable es que hayamos acampado en el camino que la liebre solía seguir. De todos modos, ha sido un buen tiro. Me gustaría probar la lanza ligera, claro que sí; pero de momento me conformaré con asar tu liebre y veré dónde puedo encontrar el resto de nuestra cena.

Ayla extrajo las entrañas del animal, pero no le quitó el cuero, porque no quería perder la grasa de invierno. Después, ensartó la liebre en una rama de sauce aguzada y la acercó al fuego, sosteniéndola con dos varas bifurcadas. Al rato, y a pesar de que tuvo que romper el hielo para extraerlas, Ayla recogió varias raíces de espadaña y los rizomas de algunos helechos dulces. Con una piedra redondeada lo machacó todo en un cuenco de madera, con un poco de agua, a fin de separar las fibras duras y correosas, y luego dejó que la pulpa blanca, rica en almidón, se asentara en la base del recipiente, mientras buscaba en su depósito para comprobar si disponía de otros elementos.

Cuando el almidón se asentó y el líquido estuvo casi limpio, Ayla derramó cuidadosamente la mayor parte del agua, y agregó bayas de saúco secas. Mientras esperaba que las bayas se hincharan y absorbieran más agua, desprendió la corteza externa de un abedul, raspó parte de la capa interna de tejido vascular, suave, dulce y comestible, y lo agregó a su mezcla de almidón y bayas. Cogió varias piñas, y cuando las acercó al fuego, se alegró al descubrir que algunas todavía tenían grandes piñones de cáscara dura, que el fuego había ayudado a quebrar.

Una vez asada la liebre, abrió en varios lugares la piel ennegrecida, y frotó el interior con unas piedras colocadas junto al fuego, con el propósito de que la grasa las untara. Después, retiró pequeños puñados de la masa de almidón, mezclada con las bayas, el helecho dulce y sabroso, y la savia dulzona y espesa del tejido vascular del abedul, y los depositó sobre las piedras calientes.

Jondalar había estado observándola. Ayla aún lograba sorprenderle con su amplio conocimiento de las cosas vivas. La mayoría de la gente, y sobre todo las mujeres, sabían encontrar plantas comestibles, pero nunca había conocido a nadie que supiera tanto. Cuando ella terminó de cocer varios de los bizcochos esponjosos, sin levadura, Jondalar probó un bocado.

—Está delicioso —afirmó—. De veras, Ayla, francamente me sorprendes. No hay mucha gente capaz de encontrar alimento en las plantas durante el frío del invierno.

—Jondalar, éste todavía no es el frío del invierno, y no es tan difícil encontrar ahora elementos comestibles. Ya verás cuando el suelo esté congelado —dijo Ayla, y retiró del asador la liebre, arrancó el cuero terso y ennegrecido, y puso la carne en la fuente de marfil de mamut, de la cual ambos comerían.

—Creo que incluso así encontrarás algo que comer.

—Pero quizá no sean plantas —replicó ella, mientras le pasaba una tierna pata de liebre.

Cuando terminaron de consumir la liebre y los bizcochos de raíz de espadaña, Ayla le dio a Lobo los restos, e incluso los huesos. Comenzó a preparar su infusión de hierbas, y agregó un poco del sobrante de la corteza de abedul para darle más sabor. Seguidamente retiró del borde del fuego las piñas del pino y ambos se sentaron un rato junto al fuego, para beber la infusión y comer piñones cuya cáscara partían con piedras o con los dientes. Se sentían a gusto, pero la prudencia les aconsejaba partir temprano, en vista de lo cual echaron una ojeada a los caballos para asegurarse de que estaban bien, y a continuación se acostaron, cubriéndose con cálidas pieles para pasar la noche.

Ayla contempló el corredor de una cueva larga y sinuosa, y la línea de hogueras que mostraban el camino iluminando hermosas formas fluctuantes. Vio una que se asemejaba a la larga cola flotante de un caballo. Cuando se aproximó, el animal de color amarillo leonado relinchó y agitó la cola oscura, como invitándola a acercarse. Ayla continuó caminando, pero la cueva rocosa se oscureció, y las estalactitas se cerraron sobre su cabeza.

Bajó la mirada para ver dónde pisaba, y cuando la levantó, advirtió que, en realidad, no la llamaba un caballo, sino un hombre. Trató de averiguar quién era, y la sobresaltó ver que Creb emergía de las sombras. La invitó a acercarse, exhortándola a que se diera prisa para llegar junto a él; después, dándole la espalda, se alejó cojeando.

Ayla comenzó a seguirle, y de pronto escuchó el relincho de un caballo. Cuando se volvió a mirar a la yegua amarilla, la cola oscura desapareció entre un rebaño de caballos de colas igualmente oscuras. Los persiguió, pero ellos se convirtieron primero en piedra oscilante y a continuación en una maraña de columnas de piedra. Cuando miró hacia atrás, Creb estaba desapareciendo por un túnel oscuro.

Corrió tras él, tratando de alcanzarle, hasta que llegó a una bifurcación, pero no sabía cuál de los caminos habría seguido Creb. La dominó el pánico, y miró a un lado y a otro. Por fin, tomó el de la derecha y descubrió que un hombre estaba de pie en el centro, bloqueándole el paso.

¡Era Jeren! Ocupaba todo el corredor, y estaba de pie, con las piernas separadas y los brazos cruzados sobre el pecho, meneando la cabeza en un gesto negativo. Ayla le rogó que le permitiera pasar, pero él no entendió. Entonces, con una vara corta tallada, señaló hacia la pared que estaba detrás de Ayla.

Cuando se volvió para mirar, vio un caballo amarillo oscuro en plena carrera, y un hombre de cabello rubio que corría detrás. De pronto, el rebaño rodeó al hombre e impidió que ella lo viera. El estómago se le contrajo a causa del miedo. Cuando Ayla corrió hacia él, oyó el relincho de los caballos, y Jeren estaba en la entrada de la cueva, haciéndole gestos apremiantes, diciéndole que se diera prisa, antes de que fuese demasiado tarde. De repente, el retumbar de los cascos de los caballos cobró más intensidad. Ayla oyó relinchos, resoplidos, y con un sentimiento cada vez más intenso de pánico, el alarido de un caballo.

Ayla despertó bruscamente. Jondalar también se incorporó. Se produjo una conmoción frente a la tienda, un estrépito de caballos que relinchaban y coceaban. Oyeron el gruñido de Lobo, y después un alarido de dolor. Apartaron las mantas y salieron rápidamente de la tienda.

Estaba muy oscuro, la luna era apenas visible e iluminaba poco, pero en el bosque de pinos había más caballos que los dos que habían dejado allí. Lo sabían por los ruidos, aunque no podían ver nada. Cuando Ayla corrió tratando de acercarse a los caballos, tropezó con una raíz que afloraba, cayó pesadamente al suelo y quedó sin aliento.

—¡Ayla! ¿Estás bien? —preguntó Jondalar, que la buscaba en la oscuridad después de haberla oído caer.

—Aquí estoy —contestó ella, con voz ronca, logrando recuperar el aliento. Sintió las manos de Jondalar y trató de incorporarse. Cuando oyeron el ruido de los caballos que se alejaban a la carrera en la noche, Ayla se incorporó y los dos se acercaron deprisa al lugar donde habían atado los caballos. ¡Whinney no estaba!

—¡Se ha ido! —exclamó Ayla. Silbó y gritó el nombre de la yegua. Oyó la respuesta de un relincho lejano.

—¡Es ella! ¡Es Whinney! Esos caballos se la han llevado. ¡Tengo que ir a buscarla! —La mujer echó a correr en pos de los caballos, avanzando a tientas en la oscuridad del bosque.

Jondalar consiguió alcanzarla a los pocos metros.

—¡Ayla, espera! ¡No podemos ir ahora, está muy oscuro! ¡Ni siquiera puedes ver por dónde caminas!

—¡Pero, Jondalar, tengo que traerla!

—La traeremos; por la mañana… —La calmó Jondalar, abrazándola.

—Por la mañana habrán desaparecido —gimió la mujer.

—Pero entonces habrá luz y veremos las huellas. Los seguiremos. Ayla, podremos recuperarla. Te lo prometo, daremos con ella.

—¡Oh! Jondalar. ¿Qué haré sin Whinney? Es mi amiga. Durante mucho tiempo fue mi única amiga —dijo Ayla, cediendo a la lógica de la argumentación de Jondalar, pero echándose a llorar.

El hombre la sostuvo y la dejó llorar; después, dijo:

—De momento, necesitamos saber si también Corredor ha desaparecido y encontrar a Lobo.

De pronto, Ayla recordó que había escuchado el alarido de dolor del lobo y comenzó a preocuparse por él, así como por el caballo más joven. Silbó para llamar a Lobo, y también emitió un sonido que usaba para llamar a los caballos.

Oyeron primero un relincho y después un gemido. Jondalar fue a buscar a Corredor, y Ayla tendió el oído, guiándose por los quejidos del lobo, hasta que lo encontró. Se inclinó para reconfortar al animal y sintió algo húmedo y viscoso.

—¡Lobo! ¡Estás herido! —Trató de cogerlo para llevarlo junto al fuego, donde podía avivar las llamas y ver lo que le pasaba. Lobo aulló de dolor cuando ella trastabilló bajo su peso. Después se debatió para apartarse de Ayla, pero se sostuvo sobre sus propias patas, y aunque ella sabía que eso le costaba cierto esfuerzo, el animal regresó caminando al campamento.

También Jondalar apareció al poco rato, conduciendo a Corredor, y encontró a Ayla ocupada en avivar el fuego.

—La cuerda ha resistido —anunció el hombre. Se había acostumbrado a usar cuerdas sólidas para sujetar al caballo, ya que éste siempre le había acarreado más dificultades que Whinney a Ayla.

—Me alegro de que esté a salvo —dijo la mujer, abrazando el cuello del animal, aunque acto seguido retrocedió para mirarle con más atención, porque necesitaba asegurarse—. Jondalar, ¿por qué no habré usado una cuerda más resistente? —Su tono revelaba que se sentía irritada consigo misma—. Si hubiera tenido más cuidado, Whinney no se habría ido.

Su relación con la yegua era más estrecha. Whinney era una amiga que hacía cuanto ella deseaba porque el propio animal así lo quería, y Ayla a lo sumo utilizaba una cuerda delgada para evitar que la yegua se alejara mucho. Eso siempre había sido suficiente.

—Ayla, no ha sido culpa tuya. Esa manada no buscaba a Corredor. Quería una yegua, no un garañón. Whinney no se habría marchado si los caballos no la hubiesen obligado.

—Sin embargo, yo sabía que esos caballos estaban cerca, y debería haber imaginado que vendrían en busca de Whinney. Ahora ha desaparecido, e incluso Lobo está herido.

—¿Es muy grave? —se interesó Jondalar.

—No lo sé —dijo Ayla—. Le duele mucho cuando le toco y no puedo estar segura, pero creo que tiene una costilla muy golpeada o rota. Seguramente recibió una coz. Le daré algo para calmar el dolor y trataré de examinarlo más a fondo por la mañana…, antes de que vayamos a buscar a Whinney. —De pronto extendió la mano hacia el hombre—. Jondalar, ¿qué haré si no la encontramos? ¿Qué haré si la he perdido para siempre? —exclamó.