Sábado, 05.50
Sammi ni siquiera estaba segura de encontrarse despierta. Le dolía un lado de la cara y se concentró en el dolor, porque sabía que era real. Sentía los ojos como si se los hubieran cerrado con abrazaderas, y cuando por fin logró abrirlos con dolor, no le sirvió de nada. Una oscuridad densa y sofocante la envolvía. No era capaz de pensar, no podía recordar lo que había sucedido, pero un instinto visceral la apremiaba a despertarse.
Su cuerpo estaba siendo sacudido, y se golpeaba la cara contra un suelo metálico. Algo rígido le presionaba la espalda entre los omóplatos.
Las náuseas eran insoportables. El estómago se le contrajo y le subió la primera arcada de vómito. Solo entonces se dio cuenta de que tenía la boca sellada. Empezó a atragantarse con el vómito, que había retrocedido al no encontrar salida. Intentó toser, tratando de expulsar la materia que se le había introducido por el conducto nasal. Tragó saliva con dificultad y resopló por la nariz para limpiar el conducto. Tratando de ignorar el olor del esputo y la bilis, hizo varias inspiraciones largas.
El miedo creciente la ayudó a despejarse, y sus pensamientos se concretaron lentamente a través de la neblina.
La habían amordazado con cinta adhesiva. Cuando intentó llevarse una mano a la boca, se dio cuenta de que las tenía atadas a la espalda. Inhaló todo el aire que pudo y cerró los ojos. Se quedó tumbada allí, tan inmóvil como las sacudidas se lo permitían, concentrándose únicamente en la siguiente inhalación profunda. No supo cuánto tiempo permaneció allí tumbada, sin hacer otra cosa que respirar tratando de controlar las náuseas. Lentamente, cuando las ganas de vomitar empezaron a remitir, logró centrarse y empezó a tomar nota de su entorno.
Estiró despacio las piernas y sintió cierto alivio al comprobar que podía moverlas en diferentes direcciones. Adelantó el pie derecho y tocó una pared; al estirar la pierna izquierda chocó contra otra pared. Cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, pudo distinguir algunas líneas y puntitos de luz tenue. El constante e inconfundible zumbido de un motor se fue abriendo camino en su conciencia.
Intentó darse impulso para sentarse haciendo fuerza con los codos contra la pared que tenía detrás. Esta no era lisa, sino del mismo metal que el suelo, y su superficie era acanalada. Una sacudida del suelo la envió de vuelta al piso con un ruido sordo, y un leve gemido ascendió por su garganta. Maniatada a la espalda, no había manera de sujetarse.
Las piezas revueltas del rompecabezas empezaron a ordenarse lentamente. El bar; Candy con aquellos dos tipos; la camioneta del camarero; una botella de Coca-Cola; la malvada sonrisa del camarero, y luego solo oscuridad.
Ya estaba segura de encontrarse en la caja con cubierta de la camioneta blanca.
Solo había una explicación para que hubiera perdido el conocimiento: la habían drogado. Había subido por voluntad propia a la camioneta y ahora estaba atada y amordazada en la trasera del vehículo. No le cupo duda de que el camarero iba al volante.
La bilis le subió a la garganta cuando la gravedad de la situación se le hizo patente. Intentó respirar regularmente. Si vomitaba, lo más probable es que muriese asfixiada. Solo los famosos morían de esa manera, ahogados en su propio vómito en habitaciones de hoteles de lujo rodeados de bebidas alcohólicas y pastillas. Cerró los ojos y notó el frío metal vibrando bajo su cuerpo. Bien, ahora tenía que conservar la calma.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida? En el momento no había parecido una insensatez: el barman del local en el que había estado la acercaba a casa en coche. Ya estaba casi sobria, le había parecido que tenía el control de sí misma y ni siquiera había considerado la rapidez con que podía ser reducida al desamparo y la indefensión.
Apretó la cadera contra el suelo, para ver si se había metido el móvil en el bolsillo de los pantalones en lugar del bolso. Nada. Por lo que recordaba, no llevaba nada en los bolsillos. Se meneó un poco por el suelo, aunque dudaba que él le hubiera dejado el bolso. Había pensado en todo, puede incluso que no fuera la primera vez que lo hacía.
Por las rendijas donde la cubierta se unía a la caja de la camioneta se filtraba una tenue luz. Fuera estaba amaneciendo. Si había salido del bar alrededor de las cuatro y amanecía a eso de las seis, seguramente había estado inconsciente unas dos horas. O tal vez un día y una noche enteros.
Comprobó la presión de la cinta adhesiva que le mantenía unidas las muñecas. Tenía los brazos colocados uno encima del otro, con la mano izquierda apoyada en el antebrazo derecho y el dorso de la derecha apretado contra la cara interior del antebrazo izquierdo. Aun así notaba la correa del reloj en la muñeca izquierda, aunque no le servía de nada.
Giró sobre la espalda, aplastándose los brazos bajo su peso. Se contoneó, bajando los hombros para ver si podía deslizar las muñecas bajo las nalgas y sacarlas por delante del cuerpo. Fue inútil. Movió la cabeza a izquierda y derecha buscando distinguir el interior de la camioneta. Seguía teniendo puestos los zapatos, de tacón y tiras, los cuales se quitó a patadas. Apoyándose contra la puerta trasera de la camioneta, estiró los pies hacia delante, deslizándolos por el suelo. Los dedos toparon con la cosa dura que le presionaba la espalda cuando se había despertado. Reconoció una rueda y deslizó el pie por los radios hasta una horquilla frontal. Era demasiado grande y pesada para ser de bicicleta; allí había una moto. Pese a las sacudidas que hacían que se golpeara contra los laterales de la caja, la máquina no se movía, lo que indicaba que estaba amarrada. Y a juzgar por el tamaño del dibujo de los neumáticos, se trataba de una moto todoterreno.
Al lado, encajadas bajo las correas de la motocicleta, había unas cajas de almacenaje con las tapas puestas. Allí podría haber herramientas. Pero a ella le resultaría imposible conseguir abrir las tapas.
¿Qué sabía ella de su secuestrador?
Que se llamaba Don y que era barman de la taberna La Cabeza del León, así que estaba lo bastante cuerdo para mantener un trabajo. Tenía entre treinta y cinco y cuarenta años, y conducía una Toyota Landcruiser blanca con la caja cerrada.
¿Y qué sabía él sobre ella? Ignoraba su nombre y dónde vivía. Sammi pensó que ni siquiera le había mencionado el nombre de Candy.
Entonces cayó en la cuenta de que él tendría su bolso. Cerró los ojos para hacer inventario mental de su contenido. Su carnet de conducir, la tarjeta de crédito y el móvil, además de unos cuantos billetes y monedas. Sammi no se había llevado la cartera consigo para no perder todo en caso de extravío o robo. Su dirección constaba en el carnet de conducir.
Pero sabía que no estaba en la trasera de aquella camioneta porque él quisiera robarla. Aquello no tenía nada que ver con un atraco. Así pues, tenía una cosa a su favor, algo que él no sabría: estaba segura de que en su bolso no había nada que le revelara al hombre que ella era policía.
Sábado, 06.40
Gavin apenas durmió. Seguramente fuera el enfado sin resolver lo que le había mantenido dando vueltas y más vueltas toda la noche. Aquello y el espacio vacío en la cama. Por lo general, únicamente dormía solo cuando Sammi tenía el turno de noche.
Había dormitado un par de horas antes de que la pálida luz del amanecer lo despertara. No se había movido desde entonces, limitándose a permanecer entre las sábanas. Lo primero que hizo fue coger el móvil de la mesilla para comprobar si había un improbable mensaje. En ese momento su móvil estaba sujeto en su mano bajo el edredón, por si sonaba.
Una sensación de malestar había mantenido su mente activa toda la noche. Estaba preocupado, aunque no era capaz de precisar exactamente la razón. No estaba seguro de si era por la pelea que habían tenido o por la impresión de que ella no confiaba lo suficiente en él. Lo único que quería era seguir llamando al número de Sammi hasta que lo cogiera y él supiera que se encontraba bien. Tenía el molesto presentimiento de que le había pasado algo.
No obstante, hacer sonar su teléfono a las siete menos cuarto de la mañana, después de una noche de marcha en la ciudad, la pondría aún de peor humor. No le importaba que hubiera salido, aunque a esas alturas ya se habrían besado y hecho las paces.
Sabía que Sammi empezaba su turno a mediodía. Siempre le descargaba en su teléfono la lista de turnos para que él supiera en cuál estaba. Ella se tomaba su trabajo muy en serio y, antes de llamar con alguna excusa porque estuviera resacosa y cansada, se arrastraría hasta la comisaría.
Era una localidad pequeña. Era muy probable que a esas horas alguien más supiera que había estado fuera de casa toda la noche. Los del turno de noche solían darse una vuelta por las casas de sus compañeros y habrían visto que su coche no estaba en el garaje ni en el patio. Sammi sabía todo eso. Si no aparecía para su turno después de haber pasado la noche fuera, habría problemas, y no solo por parte del jefe. Su reputación ante los colegas saldría dañada por fallarle al equipo y ser una blanda. Entre los compañeros de Sammi reinaba la bravuconería. Era una cuestión de prestigio que salieras de juerga por la noche y que aun así luego te presentaras a trabajar. Siempre serían mejor las tomaduras de pelo inevitables si aparecía en el trabajo con resaca que los comentarios insidiosos por no aparecer.
Él confiaba en Sammi, pero ella estaba con Candy. Solo había visto a su amiga un par de veces, pero sabía de lo que era capaz. Y sabía que salir con Candy era la forma que Sammi había escogido de castigarlo.
Hizo algunos cálculos. Candy vivía en las afueras al oeste de Brisbane, sus buenas tres horas en coche. Sammi tendría que levantarse y ponerse en camino alrededor de las nueve menos cuarto. Conociéndola, sabía que no querría ir demasiado justa de tiempo. Miró el radiodespertador. La llamaría a las ocho y cuarto; hasta era posible que le agradeciera una llamada para que ella no llegara tarde. Se dio la vuelta y cerró los ojos. Fingió que Sammi estaba a su lado y procuró relajarse.
Sábado, 06.50
La niebla de la droga se había disipado un poco. Sammi trató de concentrarse. Era el momento de elaborar un plan. No sabía cuánto tiempo más estaría dando tumbos en la trasera de la camioneta, aunque sí sabía que necesitaría todo su ingenio una vez que el vehículo se detuviera. Tendría que pensar deprisa.
Debía ceñirse a la serenidad y el pragmatismo. Después de todo, para eso la habían entrenado.
Era agente de policía desde hacía seis años. Se había incorporado a la policía de Queensland después de un intento fallido de hacerse contable. Había terminado dos años de la carrera de Económicas antes de darse cuenta de que se estaba condenando a interminables jornadas encerrada en una oficina. Había presentado la solicitud para la policía cuando estaba a mitad de carrera y la habían aceptado de inmediato. Había dispuesto de unas vacaciones de dos semanas para pasar de una casa compartida con universitarios a incorporarse a una unidad de reclutamiento en la Academia de Policía de Oxley.
En su primer día de guardia en la comisaría, que era una especie de prácticas laborales para los aspirantes, supo que había hecho la elección correcta. Le encantaba lo inesperado y presentarse para misiones sin saber qué sucedería una vez se apeara del coche. Disfrutaba conduciendo deprisa, con las luces y las sirenas puestas, mientras el tráfico se apartaba. Se crecía con las descargas de adrenalina cuando acudía a apaciguar una riña a puñetazos, sujetando el aerosol de pimienta y tratando de distinguir a los buenos de los malos. Aunque nunca era tan sencillo. También disfrutaba cogiendo a las dos partes de una disputa, analizando lo que le decían y decidiendo quién mentía y por qué.
También se estaba convirtiendo en una buena negociadora. Durante el primer año, su supervisor le repetía: «Nunca empieces una pelea que no puedas terminar». Puesto que era una mujer de estatura media, y que la gente que buscaba pelea eran mayormente hombres, se había especializado en apaciguar al personal. Separar, escuchar, serenar.
Aunque había participado en muy pocas peleas les había puesto fin a todas, a veces con algo de ayuda. Esa era una de las otras cosas buenas de ser policía: siempre había alguien que te cubría la espalda. Rara vez trabajaba sola y siempre la consolaba saber que si fracasaba, su compañero seguiría donde ella lo dejara. Era una norma no escrita: aunque no te gustara especialmente tu compañero de turno siempre lo apoyabas. El uniforme azul unía, y podías contar con quienquiera que estuvieras.
En ese momento, sola y en apuros, Sammi sentía como si tuviera a alguien a su lado. Sabía que cuando no apareciera en el trabajo, alguno de sus colegas empezaría a hacer llamadas, y muy pronto diez mil polis de todo el estado estarían en alerta por ella. Eso la hizo sentirse ligeramente mejor. Solo tenía que darles un poco de tiempo para que la localizaran.
Sabía que tenía que poner de su parte para ayudarles a encontrarla. Dejar pistas allá donde pudiera, un rastro que se pudiera encontrar, hacerles saber que había estado en la trasera de aquella camioneta. No tenía atadas las muñecas con demasiada fuerza, al parecer con cinta de embalaje. Empezó a retorcer las manos, haciéndolas girar en direcciones opuestas; aunque no lograra liberarse, aflojaría las ataduras. Con cuidado, se balanceó sobre las rodillas. Levantó las muñecas atadas todo lo que le permitieron las articulaciones del hombro. Flexionó una pierna y se apoyó en un pie para impulsarse hacia arriba. Manteniendo la cabeza gacha e intentando conservar el equilibrio mientras la camioneta seguía dando botes, extendió las manos y apretó las palmas contra el techo de la cubierta. Se aseguró de dejar allí un juego completo de huellas dactilares antes de que un bache de la calle la desastabilizara, arrojándola al suelo. Impedida de extender las manos para agarrarse, pegó la barbilla al pecho y recibió el impacto en la frente, no en la cara. Fue un golpe doloroso, pero se concentró en la tarea que se había impuesto. Extendió los brazos hacia los lados y dejó tantas huellas como pudo en tantas superficies como fue capaz de alcanzar. Si la caja del vehículo se limpiara alguna vez, podrían perderse algunas. La huella de un dedo meñique sería suficiente para identificarla. Cualquier agente de la Científica podría confirmar que ella había estado allí.
Era un buen comienzo.
Miró la motocicleta amarrada. ¿Había estado allí cuando subió a la camioneta? Era evidente que él la había llevado a algún lugar discreto donde pudo trasladarla del asiento a la parte trasera. Tal vez hubiera recogido la moto por el camino. Así que esta seguramente formaba parte de sus planes. Sammi no sabía lo suficiente de mecánica para inutilizarla, aunque seguramente si descolocaba algo, un manguito o un cable, eso podría retrasarle. El tiempo era crucial para ella; tiempo para que sus colegas unieran las piezas del puzle y la rescataran.
Se preguntó si ya habría empezado alguien a buscar. ¿Habría llegado Candy a casa? ¿Se habría dado cuenta de que ella no estaba allí? ¿Cuánto tardaría Gavin en empezar a llamar de nuevo?
Cerrando los ojos, se lo imaginó, visualizando cada detalle de su cara. ¿Por qué se había puesto tan furiosa por una simple cuenta bancaria? Ella le daría hasta el último centavo que tuviera si él llegara a necesitarlo, y él haría lo mismo por ella. Sammi debería estar a salvo en su cama en ese momento, con Gavin encogido detrás de ella como un signo de interrogación. Sabía que él sería quien daría la alarma cuando ella no respondiera a sus llamadas y tampoco apareciera en su casa por la mañana. Gavin ocultaba su lado tierno —ella casi nunca lo necesitaba—, pero había visto reiteradamente la ternura de él con su madre antes de que esta falleciera.
Fuera ya era de día; eso era todo lo que podía decir, pero no más. No tenía ni idea de cuánto tiempo más tendría que soportar aquel viaje. Los minutos rebotaban por la caja de la camioneta en un desbarajuste caótico. Por una parte deseaba que el vehículo se detuviera, pero sabía que mientras siguiera así nada peor le ocurriría. No tenía duda de que las cosas se iban a volver mucho más peligrosas en cuanto pararan.
Se retorció de acá para allá hasta que se quedó de rodillas con la espalda contra la moto. Entonces palpó los cables que descendían desde los manillares hasta el chasis. Los manoseó, intentando encontrar uno que estuviera en el centro y que por consiguiente fuera menos obvio. Cuando lo tuvo, le dio un buen tirón. No pasó nada. Intentó tirar de él hacia arriba echando el peso de su cuerpo hacia delante. Se oyó un chirrido cuando lo que fuera que sujetara el cable en su sitio cedió, soltándolo. Bajó los dedos por el cable e intentó volver a meter el extremo suelto entre el manojo de cables, de manera que no fuera evidente de inmediato. Aquello era lo máximo que podía conseguir. No tenía ni idea de qué cable acababa de soltar, ni siquiera de si eso impediría que la moto anduviera. Con la suerte que tenía, probablemente acababa de inutilizar un intermitente. Pero algo era mejor que nada. Aquello podía enfurecer al camarero, pero fueran cuales fuesen las consecuencias, quedarían compensadas por el tiempo que podría ganar. Volvió a dejarse caer lentamente de bruces sobre el suelo. Apretó la cara contra el frío metal y pensó. En ese momento, lo único que podía hacer era esperar y ver qué sucedía a continuación.
Sábado, 08.40
Gavin marcó el número del móvil de Sammi, pensando qué le diría cuando descolgara. Estaba seguro de que respondería. La pelea había sido el día anterior; ambos habían tenido tiempo de sobra para tranquilizarse. Le diría que la quería antes de que ella tuviera ocasión de colgar. Vale, su mujer había ganado, él se arrastraría. Había sido una noche muy larga, y se disculparía si eso implicaba que ella volviera a casa.
El buzón de voz saltó directamente. ¿Por qué estaba el teléfono apagado? Gavin no se molestó en dejar un mensaje. Su inquietud aumentó, pues no era propio de ella tener el teléfono apagado. No obstante, era probable que lo hubiera desconectado durante su noche en la ciudad y se hubiera olvidado de volver a encenderlo.
Rebuscó en el cajón de la mesilla de noche de Sammi y sacó una vieja agenda. Pasó rápidamente las páginas hasta que encontró el número de la casa de Candy. Esta contestó después de tres tonos. Gavin supuso que la había despertado, pero no pudo importarle menos.
—¿Dónde está Sammi? —preguntó sin preámbulos—. Tiene que ponerse en camino si quiere llegar a tiempo para su turno.
Gavin oyó que Candy llamaba a gritos a Sammi, con voz aguardentosa por el exceso de alcohol y la falta de sueño.
—No volvimos juntas a casa —le explicó Candy.
—Asómate a ver si su coche sigue ahí —pidió él. Gavin la oyó resoplar mientras se movía por la casa, abriendo puertas y llamando a Sammi.
—No la encuentro —le informó—, pero su coche sigue aquí.
—¿Dónde la viste por última vez? —preguntó bruscamente Gavin.
—Esto… en La Cabeza del León, en Inala.
—¿Y dónde está Sammi ahora? —preguntó él en tono hostil y contenido.
Hubo un instante de silencio.
—No lo sé —admitió ella.
Gavin tuvo que morderse la lengua para no soltarle un exabrupto.
—Bueno, ¿y entonces quién lo sabe? —preguntó Gavin, espetando cada palabra con claridad.
—Esto… —empezó Candy, antes de sumirse en un silencio de desconcierto.
Gavin colgó y arrojó el teléfono sobre el sofá.
Sábado, 08.50
La camioneta se detuvo con un bandazo. Sammi miró con alivio y temor cuando la rendija de luz de la parte trasera se ensanchó. La luz del día inundó la caja del vehículo. Parpadeó, medio cegada por el sol, pero no quiso cerrar los ojos. No vio la mano que la agarró por el tobillo y nada pudo hacer cuando tiró de ella hacia fuera. Le arrancaron la cinta de la boca con un solo movimiento que le escoció los labios y le anegó los ojos de lágrimas.
Muy a su pesar, el estómago se le revolvió y el vómito que tanto se había esforzado en contener salió despedido.
—Puta asquerosa —refunfuñó una voz de hombre.
La sacaron de la camioneta de un tirón y la dejaron caer al suelo a plomo. Otra arcada, y Sammi dejó que saliera más vómito. Sus ojos se acostumbraron a la luz y se quedó mirando un par de botas negras contra un fondo de matorrales. Se dio la vuelta sobre el costado para mirar a su secuestrador.
Era el camarero. Se había quitado los vaqueros y el polo y llevaba puestos una camiseta negra y unos pantalones de camuflaje metidos en unas botas militares. Sujetaba un gran cuchillo de caza cuya hoja plana y plateada se curvaba en la afilada punta.
Sammi respiró entrecortadamente.
—¿Ya has terminado de echar la pota, so furcia? —espetó él.
Ella asintió con la cabeza.
—No irás a intentar ninguna estupidez, ¿verdad? Estamos en medio del bosque. No hay adónde ir. Solo estamos tú y yo. Así que presta atención y haz lo que te diga.
Pareció quedarse esperando una respuesta, así que Sammi volvió a asentir con la cabeza. Entonces, sin previo aviso, se abalanzó hacia ella cuchillo en ristre. En una reacción instintiva, Sammi rodó tratando de meterse bajo la camioneta.
Pero no fue lo bastante rápida, y Don la agarró por el brazo. Soltó una risotada y la arrastró tirándole violentamente de la axila, pues ella seguía con las manos atadas. Parado detrás de ella, Sammi solo alcanzó a ver el reflejo de la hoja del cuchillo cuando se balanceó hacia abajo en un amplio movimiento. Sintió un dolor punzante en las muñecas, y sus manos quedaron liberadas. Las separó y las subió instintivamente hasta su cara. Soltó un grito ahogado cuando vio la sangre goteando de un corte en la muñeca donde él había rasgado la cinta.
—Ahora no te vayas a desangrar —se burló él—. La diversión todavía no ha empezado.
Sammi se puso un dedo sobre el corte para contener la hemorragia. Don metió la mano por la ventanilla abierta del vehículo, sacó un botellín de agua y lo arrojó al suelo delante de ella.
—Ahí tienes, toma un trago. Lo vas a necesitar.
Ella miró el botellín y luego a él.
—No, gracias. Creo que ya he picado una vez.
El hombre se encogió de hombros.
—Como quieras. Pero lamentarás no beber algo ahora. Vas a necesitar todas tus energías.
Ella negó con la cabeza, ya por pura tozudez. Estaba sedienta. Entre el alcohol, la droga que le había dado y el regusto agrio del vómito, sentía la boca como la caja de arena de un gato.
Él regresó a la camioneta. Fue hasta la puerta del acompañante, y Sammi alcanzó a ver un movimiento a través de la ventanilla. Un perrazo marrón salió de un salto de la parte delantera. El animal vio a Sammi caída en el suelo y empezó a saltar en su dirección, la cola tiesa en el aire y las puntiagudas orejas adelantadas.
—Déjala —rugió el camarero, y el perro de detuvo a un par de pasos de ella, mirándola fijamente con sus ojos negros. Sammi no le devolvió la mirada. Le pareció que era un ejemplar de esos que los cazadores entrenan para abatir jabalíes. Tenía una cabeza grande y unas fauces temibles. Pesaría casi tanto como ella, calculó Sammi. No era una mascota familiar.
—Aquí —volvió a gruñir Don, y el perro se dio la vuelta y regresó a su lado. Don parecía tenerlo bajo control. Sammi se preguntó qué otras órdenes obedecería el can. Ella había tenido que acudir por un problema a una granja donde el granjero había adiestrado a uno de sus perros para que atacara a su orden. El aerosol de pimienta se había encargado del perro: una rociada en el morro para hacer que se diera la vuelta, y otra en el ano para que no parara de moverse.
Aunque allí no disponía de nada. Solo de su cuerpo, cerebro e ingenio. Rogó que fuera suficiente.
Sábado, 08.53
Candy se preparó una taza de café lenta y maquinalmente mientras intentaba disipar la niebla de la última noche. La llamada de Gavin le había creado confusión, y la angustia ya había empezado a corroerla. Repasó los acontecimientos de la noche, buscando pistas de por qué Sammi no estaba allí, y sin embargo su coche sí.
Trató de recordar las últimas palabras que le había dicho su amiga antes de marcharse, pero no era capaz de acordarse de otra cosa que de los mareantes besos con lengua y aquellos cuerpos sudorosos.
Si se hubiera enfadado con ella, ¿acaso Sammi no habría cogido su coche y se habría ido a casa? Sin embargo, todo seguía allí. Incluso su bolsa de viaje, junto a la cama de invitados, en la que nadie había dormido. No había ningún indicio sobre su desaparición.
Pero no era propio de ella. Sammi era la responsable, la que se aseguraba de que los demás llegaran a casa de una pieza. Candy era la que iba de salida y disoluta, la que iba por ahí sola y dejaba que algún desconocido la llevara a casa. Debía ser ella la desaparecida.
De pronto montó en cólera. Se levantó y entró como una exhalación en su dormitorio.
—¡Fuera! —gritó a un hombre desnudo que yacía en la cama y a otro que acaparaba toda la ropa de cama tirado en el suelo.
Los dos se incorporaron con dificultad al oír la orden. Ella cogió los zapatos y la ropa de ambos y se la arrojó a sus dueños.
—¡Ni siquiera sé cómo os llamáis! ¡Fuera de aquí ahora mismo!
La pasión de la última noche se había evaporado con la luz de la mañana. Los hombres se vistieron apresuradamente y cogieron las carteras y las llaves antes de huir por la puerta.
Candy se ciñó el camisón y regresó a la cocina. Se sentía una inútil. Le temblaba la mano cuando cogió el café. Sencillamente, no sabía qué más hacer.
Sábado, 09.01
Dieron las nueve antes de que Gavin se dirigiera a la comisaría donde Sammi trabajaba. Después de haber pasado incontables horas dando cuenta de cervezas y salchichas en el patio trasero del edificio, conocía a todo el mundo. Además, gran parte de la plantilla llevaba sus coches a revisar al taller donde él trabajaba de mecánico.
El sargento de guardia le saludó cordialmente desde el mostrador. Gavin sabía que Bob Simpson era respetado y odiado a partes iguales en la comisaría. El hombre exigía que sus subordinados hicieran el trabajo de manera adecuada y profesional, como hacía él. La actitud de estos hacia Bob por lo general era un reflejo de su actitud hacia el trabajo. A los que les gustaba hacer las cosas de forma chapucera, invariablemente no les gustaba Bob, que siempre se ajustaba al reglamento.
Gavin siempre se había llevado bien con él. Pero no estaba seguro de si en ese momento eso facilitaría o dificultaría las cosas.
—Hola, grandullón, ¿qué te trae por aquí? —preguntó Bob, tendiéndole la mano por encima del mostrador.
—Hola.
Hubo una pausa. Bob lo miró expectante; Gavin no sabía muy bien cómo empezar.
—¿Estás buscando a Sammi? Me parece que no empieza hasta las doce —dijo Bob para romper el silencio.
Gavin asintió con la cabeza.
—Sí, a las doce. —Respiró hondo—. ¿Sabes algo de ella?
—No. ¿Por qué?
—Creo que ha desaparecido.
Ya estaba. Lo había dicho. La angustiosa preocupación que había estado alimentando toda la mañana había sido verbalizada.
El sargento lo miró un momento sin decir nada.
—Será mejor que pases. —Abrió la puerta que conectaba el vestíbulo del mostrador con la comisaría y lo condujo a su despacho.
Se sentaron.
—¿A qué te refieres con «desaparecido»? —preguntó Bob.
—No sé dónde está, y tiene apagado el móvil —explicó Gavin.
—¿Qué pasó? ¿Por qué no sabes dónde está?
Gavin dejó de mirarse los zapatos y posó la mirada justo a la izquierda de la oreja de Bob.
—Anoche tuvimos una pequeña bronca. Nada serio, solo lo normal. Nos gritamos un poco y luego nos fuimos cada uno por nuestro lado.
Bob asintió con la cabeza. Todos los compañeros de Sammi sabían que ella y Gavin ocasionalmente se enfadaban y discutían. Pero también sabían que nunca había violencia. Todas las relaciones tenían sus más y sus menos, y unos cuantos gritos no significaban que hubiera problemas.
Sammi solía hablarle a Bob sobre Gavin. Ambos se llevaban bien a pesar de la diferencia de edad. Sammi siempre procuraba hacer de manera adecuada su trabajo y escuchaba los consejos que le daba su superior.
—¿Así que tuvisteis un cristo y ella se largó?
—Sí, yo me fui a correr y cuando regresé, se había ido. Igual que su cepillo de dientes y su bolsa de viaje. No he sabido nada de ella desde entonces. Estuve llamándola sin parar, y al final una de sus amigas atendió su teléfono y me dijo que Sammi iba a pasar la noche con ella. Es una amiga del colegio y vive en Brisbane. Se llama Candy y es una cabra loca. La saqué de la cama hace unos cuarenta y cinco minutos. Sammi no está allí, y ella no tiene ni idea de su paradero. El coche de Sammi sigue aparcado en su casa, y todo lo que puede decir Candy es que anoche Sammi no regresó a su casa.
—¿Y qué te hace pensar que su juerga de anoche no se convirtió en una juerga matutina? —preguntó Bob.
—Bueno, eso no es propio de ella… —empezó Gavin.
El sargento lo miró burlonamente, y Gavin se apresuró a continuar.
—Sé que siempre debes de oír lo mismo con las personas desaparecidas. Pero sabes que en este caso es verdad. Conoces a Sammi. Sí, tuvimos una pelea, pero normalmente se le pasa enseguida. Quizá no quiera hablar conmigo, pero la verdad es que casi nunca apaga el teléfono. Suele dejar que salte el buzón de voz o me cuelga si sigue cabreada. Pero sobre todo estoy preocupado porque no va a llegar a tiempo a su turno. Ya son las nueve. Y empieza a las doce. Forest Lake está a tres horas en coche. Si quiere volver a tiempo para darse una ducha, cambiarse y llegar al trabajo quince minutos antes como hace siempre, tendría que haber salido de casa de Candy hace una hora. Sin embargo, su coche sigue allí, tiene el teléfono apagado y no sé nada de ella. Se puede enfadar conmigo tanto como guste, pero aun así no faltará al trabajo. Eso también lo sabes. Sabes que esto no cuadra.
Bob asintió con la cabeza.
—Deja que pruebe a llamarla. Si comprueba quién la llama, seguramente responderá si piensa que es cosa del trabajo.
Gavin asintió y le recitó los diez números. Salió directamente el buzón de voz. Tenía el teléfono apagado, aunque era posible que comprobara los mensajes.
—Hola, Sammi, soy Bob, del trabajo. ¿Me puedes llamar cuando oigas esto? Es sobre tu turno de hoy. Gracias. —Y colgó.
—Gracias —dijo Gavin—. Tienes razón. A ti te devolverá la llamada. —Cambió de postura en la silla—. Bueno, ¿qué más podemos hacer?
El sargento negó levemente con la cabeza.
—Mira, Gav, sinceramente, ella todavía no ha desaparecido legalmente, ¿vale? Lo siento, pero lo más probable es que anoche haya conocido a… —hizo una pausa, a todas luces buscando las palabras adecuadas— un nuevo amigo. Se habrá ido a casa con otra persona y ha perdido la noción del tiempo. Y la batería de su móvil se ha descargado, y la alarma no ha sonado. No te ha llamado porque sigue disgustada por la pelea que tuvisteis. Aparecerá aquí media hora tarde, con la ropa de anoche y balbuciendo excusas.
Bob lo explicó todo como si tal cosa.
—Tengo un mal presentimiento, nada más. Esto no es propio de ella.
—Sí, en eso estoy de acuerdo, tío. Pero a veces todos vencemos nuestra timidez. Y solo porque no sea un comportamiento propio de ella, no significa que no lo haya hecho. Y nadie, salvo tú y Sammi, sabéis exactamente lo que ocurrió ayer por la tarde.
—Sí, pero… —Gavin no tenía otro argumento, aparte de la inquietud por no saber dónde estaba su mujer.
—Lo siento, pero tenemos que ser realistas. Me cae bien Sammi y siempre le echaría una mano. Pero lo que creo es que se está tomando un poco de tiempo para estar sola, y de paso quizás intente castigarte por la pelea de ayer. Estoy seguro de que no tardarás en saber de ella. Solo sé paciente un poco más —expuso Bob.
Gavin soltó un sonoro suspiro.
—Sé que no te tranquiliza oír esto, pero míralo de esta manera: si insistes en presentar una denuncia en personas desaparecidas, y resulta que Sammi solo llega tarde, ¿cuántos problemas crees que le va a ocasionar eso? En cuanto la denuncia se introduce en el sistema, se remite automáticamente a la Oficina de Personas Desaparecidas de Brisbane. Y tan pronto como saquen su nombre, verán que es una poli. Se informará a todos los jefes, y habrá muchas preguntas que hacer. Me parece que no os haría ningún bien a ninguno de los dos —explicó Bob—. Déjalo en mis manos durante una hora. Seguiré insistiendo con su teléfono, y le daremos un poco de margen para que aparezca.
—Vale, de acuerdo. —Gavin se frotó los ojos. Había sido una noche dura, y la falta de sueño quizá le estaba nublando el juicio, llevándole a sacar las cosas de quicio. Eso y aquella intranquilidad de la que no parecía poder librarse—. Gracias —dijo y se levantó.
Los dos salieron juntos. Gavin hizo un gesto hacia el pasillo trasero.
—He dejado el coche en el aparcamiento del personal. ¿Te importa si salgo por atrás?
—Por supuesto que no —respondió Bob.
Gavin conocía bien la comisaría. La puerta trasera que daba al aparcamiento lo condujo hasta el apartamento policial. Este consistía en cuatro dormitorios, una cocina común, una sala de estar y una zona de aseo. Lo habían construido especialmente para atraer a los oficiales a fin de que trabajaran en la comisaría.
Una habitación allí implicaba no tener que pagar un alquiler. Pero también significaba una cocina donde las salpicaduras de comida se podían datar mediante la prueba del carbono-14, y las chancletas eran algo imprescindible para utilizar la ducha y los inodoros. En el peor de los casos, parecía un híbrido entre el apartamento de un soltero y una propiedad okupa.
Contiguo a la parte delantera había un patio con mesas, sillas y la barbacoa de rigor. El club social daba allí frecuentes funciones, y habían instalado una máquina expendedora de refrescos. Así que el otro inconveniente para vivir allí era que siempre tenías fiesta en tu casa. Todos los policías que trabajaban por turnos tenían auriculares para esta clase de eventualidades.
Gavin tuvo un momento de indecisión antes de dar unos golpecitos en la ventana del último dormitorio. La cortina estaba echada y la ventana cerrada. Uno nunca sabía cuándo un policía fuera de turno podía estar durmiendo. Pero aquello era importante.
Alguien descorrió la cortina y abrió la ventana. Aparecieron la cabeza y el torso desnudo de Tom Janusch.
—Hola, Gav —dijo.
—Hola, Tom. No te habré despertado, ¿no?
—Qué va, estaba viendo la televisión en la cama.
A Gavin le había caído bien Tom nada más conocerlo. Era difícil no hacerlo. Era un hombre de sonrisa rápida, al que le sobraba entusiasmo para casi todo, especialmente para su trabajo. Cuatro años en el Cuerpo y seguía yendo de aquí para allá como si acabara de salir de la academia, listo para la siguiente misión. Gavin sabía que Sammi consideraba a Tom un amigo, no solo un compañero de trabajo. Gavin confiaba en que él le tomara en serio.
—Tom, necesito ayuda. Creo que Sammi ha desaparecido —dijo.
Aquello borró la sonrisa de Tom, cuyas cejas se juntaron.
—He hablado con Bob, pero me ha dado largas —explicó Gavin.
—Espera —dijo Tom, y desapareció detrás de la cortina.
Dos minutos y una arrugada camisa más tarde, estaba en el patio sentado enfrente de Gavin.
—Hummm —fue todo lo que consiguió decir después de que Gavin terminara. Con expresión ausente, se mordió el interior del carrillo—. ¿Dónde has dicho que la vio su amiga por última vez? —preguntó.
—En La Cabeza del León, en Inala. Es una especie de pub o discoteca, no lo sé exactamente. La verdad es que no conozco Brisbane.
—Tengo un colega allí. Jake. Estuvimos juntos en la academia. Trabaja con los detectives de la División de Investigación Criminal. Podría llamarlo. Es posible que pueda acercarse al pub y hacer algunas preguntas.
Gavin esbozó una media sonrisa forzada.
—Tío, sabía que me ayudarías.
—Espérame un minuto.
Tom se levantó y volvió a entrar en el apartamento.
Gavin también se levantó y rebuscó en su bolsillo mientras se acercaba a la máquina de refrescos. Dudó un instante y miró la hora de nuevo. Se había pasado toda la mañana consultando el reloj, tratando de decidir cuándo acudir a la comisaría. Había sido una mañana larga, y parecía mucho más tarde de lo que en realidad era. Introdujo las monedas en la ranura y apretó el botón superior, que ponía: Birras. Una lata fría de cerveza cayó con un sonido metálico. Gavin la abrió y le dio un buen trago antes de volver a sentarse.
Al cabo de un instante, Tom reapareció muy sonriente.
—Eh, estamos de suerte. Mi colega tiene hoy el turno de día. Va a hacer algunas llamadas, se dará una vuelta por La Cabeza del León y comprobará si alguien vio a Sammi —dijo—. Y le he dicho que Sammi tenía que presentarse a trabajar a las diez, no a las doce. Así que se lo tomará en serio.
—Gracias, Tom —dijo Gavin, aliviado.
Como si le leyera la mente, Tom dijo:
—Sammi ya habría llamado si fuera a llegar tarde.
—Gracias, tío —repitió Gavin. Se puso a rebuscar una moneda en el bolsillo—. ¿Una cerveza? —le ofreció.
Tom miró la lata y luego su reloj.
—No, mejor que no. Empiezo a trabajar a mediodía.
—Igual que Sammi —dijo Gavin.
Sábado, 09.34
Don se inclinó sobre el asiento de la camioneta a través de la puerta abierta del conductor. Sammi le vio salir con una larga bolsa negra. Él la dejó en el suelo, abrió la cremallera y sacó un rifle de caza con mira telescópica. A Sammi se le heló la sangre. No obstante, se tragó el miedo e intentó mantener un semblante de indiferencia.
—Es una buena arma —dijo él, pasando la mano por la culata—. Un Weatherby ultraligero. Perfecto para llevar por el bosque y cazar. ¿Te gustan las armas?
Sammi supuso que estaba intentando hacerla reaccionar de alguna manera y lo último que quería era verlo salirse con la suya. No respondió, aunque él no parecía esperar ninguna respuesta y prosiguió:
—Antes venía aquí a cazar canguros y cerdos salvajes —le dijo. Hablaba con indiferencia, como si estuvieran matando el tiempo mientras esperaban en la parada del autobús. Aquello inquietó a Sammi casi tanto como lo que estaba diciendo.
—Pero me acabé aburriendo de eso. Encontrar un canguro y dispararle entre los ojos no supone ningún esfuerzo. Incluso si solo le alcanzas en el hombro y lo acechas en su huida, sigue sin ser necesaria ninguna destreza. Los cerdos salvajes son más difíciles, se necesita algo más para matar a un jabalí. Son listos, más que los perros, y mucho más malos. Pero aun así tampoco es demasiado difícil. Dos disparos entre las costillas y dejas que el perro acabe la faena. Quería un pequeño desafío. —Sus pupilas grandes y negras traslucían excitación—. ¿Serías capaz de echarme un pulso? ¿Eres más lista que un jabalí?
Sammi no pudo sostenerle la mirada. Su respiración empezó a acelerarse cuando empezó a comprender para qué la había llevado allí.
—Sé lo que me hago —continuó él—. Lo he hecho antes. Empecé con una fulana, ya que nadie las echa de menos. No era más que una puta inútil jodida por las drogas, y eso me hizo reflexionar para qué podía servir. Me preguntaba si sería tan lista como un canguro o incluso un jabalí. Así que la dejé huir, seguí su pista a través del bosque y al final la abatí. Fue demasiado fácil. No tuvo la menor oportunidad.
Mientras hablaba, se iba acercando a Sammi, sentada en el suelo. Se paró amenazante sobre ella y prosiguió. El muy cabrón estaba inspirado.
—La segunda zorra fue peor. Ni siquiera huyó, solo sabía tumbarse de espaldas. Estaba ahí, donde tú estás ahora, suplicándome que la dejara marchar, diciéndome que no acudiría a la policía. Menuda inútil. No servía para nada. Era más tonta que un cerdo salvaje. Un jabalí habría huido u opuesto resistencia. Ella ni siquiera se levantó, lo único que hizo fue llorar. Le rebané el cuello aquí mismo y dejé que se desangrara. ¿Ves ese árbol? Está enterrada ahí debajo. —Señaló un eucalipto a unos cinco metros de distancia.
Muy a su pesar, Sammi miró hacia allí. No vio nada fuera de lo normal y se preguntó si no estaría intentando asustarla.
—De eso hace algún tiempo. Al final, resultó que servía para algo. ¡Para abono! Ese eucalipto ha crecido de maravilla.
Soltó una risa seca y áspera.
—Llevo practicando desde entonces. Aprendí mucho de esas putas. A ellas solo les importa el dinero o las drogas. Sus vidas no les preocupan lo suficiente para presentar una buena resistencia. Así que me he vuelto más exigente.
Sacó un paño de la bolsa del arma y frotó el cañón del rifle con movimientos largos mientras miraba fijamente a Sammi. Parecía un acto casi inconsciente. Ella no se atrevió a mirarle a la cara. Mentalmente estaba gritando, aunque mantuvo la boca cerrada.
—La número tres puede que tuviera la misma edad que tú. Estaba en buena forma y no era tonta del todo. Le concedí una buena ventaja para que la cosa durase. Pero consiguió regresar al camino por el que habíamos venido en coche. Tuve que matarla sin más. Tú no deberías cometer el mismo error. No intentes encontrar el camino por el que hemos venido. No hay manera de escapar de esta vegetación. Y no hay nadie que te pueda ayudar.
»La número cuatro era bastante jovencita. Todavía aparece su foto en las noticias de vez en cuando. Se me fue un poco la mano con el Zolpidem que le puse en la bebida; tardó siglos en despertarse y luego se puso enferma. No dispuse de mucho tiempo con ella. Aunque mereció la pena. Cada vez que veo su foto en las noticias, me acuerdo de su expresión cuando le rebané la garganta. Supo que había llegado su fin.
Sammi levantó la vista y vio que él estaba mirando más allá de su cabeza, mientras una leve sonrisa jugueteaba en las comisuras de su boca.
—Fue la mejor.
Bajó sus ojos negros hacia Sammi rápidamente.
—Por el momento. —Dejó que ella asimilara la indirecta—. Esta mañana tenemos tiempo. Por ahora nadie se va a poner a buscarte. Tu amiga estaba demasiado borracha y ocupada para darse cuenta de que no volviste a casa. Todavía estará durmiendo la mona, y luego, cuando todos se despierten, probablemente seguirá dale que te pego con sus nuevos amigos. Calculo que darán las doce antes de que se dé cuenta siquiera de que has desaparecido.
»Era guapa, la muy putita. Me hubiera gustado cogeros a las dos. Ya tengo suficiente práctica para manejarme con dos zorras. Pero por hoy tendré que contentarme contigo. A ver cuánto tardamos en empezar a ver tu cara en las noticias. Seguramente el martes, calculo. ¿Qué opinas? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que alguien empiece a echarte de menos?
Sonrió perversamente y emitió un sonido gutural. Dejó de frotar el cañón del arma y se puso a toquetear la culata.
—He estado llevando la cuenta —dijo. Pasó los dedos por cuatro muescas labradas en la culata de madera—. ¿Ves? Una raja por cada rajita.
Sammi las miró. Cada marca numeraba una vida. Y ella sería la siguiente.
El sudor empezó a perlarle la frente y respiró con dificultad. El corazón le retumbaba. Siguió mirando al suelo, lejos de los ojos negros y las oscuras intenciones de aquel hombre.
—Quiero enseñarte algo.
Se colgó el rifle del hombro y regresó a la camioneta. Rebuscó en el asiento delantero y sacó una pequeña caja negra: una cámara.
Sábado, 09.47
La jornada había empezado como un día tranquilo en la División de Investigación Criminal. Un momento para remover el café con tranquilidad y consultar los correos electrónicos internos y las listas de tareas. El turno de noche había sido apacible, y la patrulla móvil nocturna no tuvo nada que entregar. Sería un buen día para hacer indagaciones y tal vez para tomar un par de declaraciones. Si no surgía nada. Janine y Jake eran los únicos que habían empezado a las seis de la mañana, y ambos estarían encantados de pasar la mañana concentrados en su trabajo y no tener que ocuparse de nada nuevo.
La subinspectora Janine Postlewaite era la oficial de mayor rango de ese turno, aunque rara vez sentía la necesidad de imponer su autoridad. A esas alturas ya debería ser inspectora por antigüedad y trayectoria laboral, pero no quería marcharse de Inala. Era un lugar excelente para ella y le gustaba la dotación. Ningún superior se iba a jubilar o trasladarse, así que en el fondo estaba haciendo tiempo en aquella comisaría.
La mayoría de las veces trabajaba con Jake. Su nombre era Anthony Johnson, pero incluso los polis que no conocían el origen del apodo le llamaban Jake porque los demás lo hacían. Presumía de ser un mujeriego, y en efecto lo era, si uno se atenía a la cantidad y no a la calidad. Una noche, en la despedida de un colega, y tras unas cuantas copas que le soltaron la lengua, reveló su apodo a los íntimos: «Jake la serpiente amorosa». La cosa no tardó en hacerse del dominio público, y se le quedó el apodo. Lo llevaba con cierto orgullo y desfachatez y le encantaba entrar en detalles si alguien preguntaba. Sobre todo si se trataba de alguna novata en formación que conservara cierta ingenuidad y fuera fácil ponerla nerviosa.
A la menor oportunidad le tiraba los tejos a quien fuera. En cierta ocasión, durante un registro domiciliario, Janine le había visto tener éxito conquistando a una mujer a la que cameló mientras registraba su casa. Era una drogadicta y Jake la acusó de posesión de cannabis y anfetaminas. Pero ella tenía un buen par de melones y estaba acostumbrada a los avances de los hombres. La mujer lo animó a seguir adelante, pensando que así podría librarse de la acusación. Lo que consiguió fueron doscientas horas de trabajos comunitarios y una multa de mil dólares; él, unas ladillas y un papel protagonista en una de esas historias de oficina que seguiría circulando mucho tiempo después de que él hubiera pasado página.
Aparte de eso, Jake era un buen oficial de paisano. Su arrogancia y descaro innatos suponía que siguiera haciendo preguntas después de que los agentes comedidos hubieran parado. Y lo bueno de hacer preguntas es que a veces obtienes respuestas valiosas.
El inspector jefe de la DIC de Inala reconoció ese potencial, ignoró los cotilleos y se centró en la manera de actuar de Jake. Así que le promocionó a la primera ocasión en que quedó un puesto libre. No era un ascenso propiamente dicho, sino unas prácticas para alcanzar su cualificación. Todos los detectives empezaban realizando tareas de rutina, obtenían el puesto por méritos y completaban sus estudios para tener el derecho a poner «subinspector» en su tarjeta. El puesto exigía un aguda intuición, capacidad para obtener información y atención a los detalles. Jake cumplía con todos los requisitos y no tardó en ser aceptado en el reducido equipo.
Una vez aclarado cuál era el lugar que ocupaba cada uno, Janine se lo pasaba bien trabajando con Jake. Casi por costumbre, él había hecho un inicial y tibio intento de ligársela. Ella lo había rechazado de plano y le había hecho la advertencia clásica: «Donde tengas la olla, no metas la polla». Janine había visto terminar muy mal demasiados romances entre policías, y tenía por norma personal no salir con ningún colega. Una vez que a Jake le quedó meridianamente claro que ella no era una posible pareja sexual, empezó a tratarla como a un amiga. Cuanto más trabajaban juntos, mejor se complementaban sus respectivas virtudes. Janine procuraba predicar con el ejemplo actuando de manera profesional y concienzuda, y no esperaba menos de Jake; y este no era tan arrogante como para no darse cuenta de la importancia que aquello tenía.
Después de la llamada de Tom, Jake fue a hablar directamente con Janine.
—Eh, Neeny, me acaba de llamar un viejo compañero de academia destinado en Angel’s Crossing. Una de las chicas de su comisaría se ha ausentado sin avisar. La última vez que la vieron fue en La Cabeza del León a eso de las cuatro de esta madrugada —le informó Jake.
La Cabeza del León era un barucho conocido localmente como «El Cubil del León», porque allí siempre había alguien al acecho.
—¿Tenemos tiempo para hacer algunas averiguaciones? —preguntó él.
—Pues claro que sí —respondió ella. ¿Cómo se le ocurría que fueran a desatender algo así? Lo miró con dureza, aunque suavizó el tono—. Para empezar, es del Cuerpo; en segundo lugar, si no investigamos y resulta que realmente ha desaparecido, nos van a patear el culo. Tardaremos tres minutos en hacer un par de llamadas y ver si hay algo.
—No tengo claro si tomármelo muy en serio. Mi amigo siempre está intentando complacer a alguien, así que podría estar viendo problemas donde no los hay —aclaró Jake.
—Ya sabes lo que pasa con las personas desaparecidas. Seguramente ella aparecerá en cuanto empecemos a hacer llamadas.
Él asintió con la cabeza, no demasiado convencido.
—¿Es soltera? Quizá consigas una cita —bromeó la subinspectora.
Jake sonrió de oreja a oreja. Esa era la suya de verdad, y no la sonrisa con hoyuelos que reservaba para las chicas. Janine ya era capaz de apreciar la diferencia.
—¿Eso piensas de mí? —preguntó él—. ¿Que querría encontrar a una mujer desaparecida solo para salir con ella?
—Yo no he dicho eso.
—Bueno, de todas maneras tiene novio. Aunque es posible que cambie después de conocerme. ¿Por dónde te parece que empecemos?
—¿Qué sabemos?
—La chica, que se llama Sammi, tuvo una pelea con su maromo. Así que se vino a Brisbane y salió de juerga con una amiga llamada Candy. Se fue a casa antes que esta, y eso es lo último que se sabe. No se la encuentra por ninguna parte, tiene el teléfono apagado y ya debería estar camino de Angel’s Crossing para llegar a tiempo a su turno. Su coche está en casa de esa Candy, y según parece no regresó allí anoche.
—¿Podría haberse ligado a algún tío? —preguntó Janine.
—Es posible, aunque anoche no salí —bromeó él.
—Así que no es habitual en ella, y el novio es presa del pánico porque en comisaría le han dado largas —conjeturó ella.
—Sí, algo así.
—De acuerdo —dijo Janine—. Bien, llama a la amiga y consigue algo más de información. Y nada de ligar con una testigo potencial, ¿entendido? Yo llamaré al bar, a ver si alguien de allí la recuerda.
Ambos tendieron la mano hacia sus teléfonos.
Janine se aclaró la garganta cuando oyó el tono en el otro extremo de la línea. Un contestador automático le informó de que el bar estaba cerrado, y la remitió para cualquier consulta al domicilio social. Janine garrapateó el número y lo intentó. Para su sorpresa, y pese a ser sábado por la manaña, alguien respondió.
Se apresuró a identificarse.
—Estamos investigando una desaparición y creemos que pudo haber estado anoche en La Cabeza del León, en Inala. ¿Podría darme los nombres de los empleados o los miembros de la seguridad del bar o de cualquiera que haya estado trabajando allí después de las tres de la madrugada?
Janine anotó siete nombres y sus respectivos números de teléfono y colgó.
Se quedó pensando un instante, sacó su teléfono privado y recorrió la lista de contactos para hacer otra llamada.
Terminó de hablar poco después de que Jake hiciera lo propio con Candy.
—¿Cómo te fue? —le preguntó a él.
—La tal Candy es una cabeza de chorlito. Y tiene resaca. Me dijo que Sammi se marchó sola del bar en algún momento entre las tres y las cuatro. No fue capaz de precisar más. Ha dicho que Sammi no tenía ninguna intención de enrollarse con nadie y que había dejado de beber mucho antes. Luego se le escapó que el tipo que había intentado tirarle los tejos a Sammi acabó yéndose a casa con ella, con Candy. Junto con otro. —Jake sonrió—. Podría hacerle una visita personal para ver si le saco más detalles.
Janine le devolvió la sonrisa. Jake era tan predecible…
—¿Así que después de eso no volvió a ver a Sammi?
—No. Sammi tenía intención de pasar la noche, nada más. Sabía dónde estaba la copia de la llave para poder entrar. Cuando el trío llegó a casa, Candy supuso que su amiga estaba durmiendo. No se dio cuenta de que no estaba hasta que el novio llamó esta mañana. ¿Y tú qué?
—Bueno, tú no eres el único que tiene un amigo en Angel’s Crossing. En tiempos trabajé con uno de los sargentos, cuando los dos éramos simples agentes. Le acabo de llamar. Según parece, Sammi es una buena policía y muy apreciada por todos. Y su novio también goza de las simpatías de todo el mundo. Por lo visto, no es infrecuente que tengan alguna que otra bronca. Pero llevan juntos desde hace años. Por lo que sabemos, él estuvo en casa toda la noche, a unas tres horas de coche de donde ella desapareció. Así que el principal sospechoso queda descartado —concluyó Janine.
Los secuestros y asesinatos muy rara vez eran aleatorios. El primer sospechoso siempre era el marido, la mujer o quienquiera que denunciara la desaparición. Lo primero que comprobaban los policías era los antecedentes de violencia doméstica de la pareja, las licencias de armas y posibles delitos anteriores. A veces quedaba patente de inmediato qué línea de investigación debían seguir. En otras ocasiones, lo único que tenían eran especulaciones y llamamientos a la colaboración ciudadana. Esta clase de delitos no eran frecuentes, y por lo general se destinaban varios agentes a su dilucidación.
Un buen ejemplo era el caso de Tahlia Corbett. Al cabo de cuatro meses, seguía habiendo una sala de operaciones y los oficiales investigaban todas y cada de las pistas que les llegaban. Cuando una chica de dieciocho años de marcha en la ciudad se separa de sus amigas y desaparece, la investigación se intensifica rápidamente. Todos los miembros de la familia de Tahlia habían prestado declaración acerca de lo que sabían y dónde había estado la chica aquella noche. Todos habían tenido que responder a suficientes preguntas para convertir su declaración en un interrogatorio, pero no había habido ningún resultado. El de Corbett parecía un verdadero caso de persona desaparecida. Para la policía era una pesadilla mediática: todo el mundo quería saber lo ocurrido a la guapa adolescente aficionada a los caballos y cuyo único error consistió en quedarse rezagada cuando sus amigos habían cambiado de discoteca. La única respuesta que la policía podía dar a los padres y los medios de comunicación era que «estamos siguiendo numerosas pistas». Los comunicados de prensa venían a decir lo mismo: «Aún no tenemos nada consistente».
El parecido de ambos casos no le pasó desapercibido a Janine. Una mujer joven desaparece mientras se divierte en Brisbane. Pero era demasiado pronto para hacer especulaciones. Las personas desaparecidas solían aparecer, avergonzadas y arrepentidas por haber creado problemas. A veces era posible que decidieran desaparecer. Si esta poli había tenido una pelea con su pareja, si la cosa se había salido de madre —o ella se había hartado de él—, podría haber decidido esfumarse, ya para alejarse de su pareja algún tiempo, ya para romper definitivamente. Había un sinfín de motivos, todos más probables que un secuestro, y la mayoría no eran asunto de la policía.
Al contrario de lo que la gente cree, no es necesario que una persona esté desaparecida un período determinado de tiempo antes de poder presentar una demanda. Una chica de dieciocho años a la que se dejase de ver durante una hora haría saltar las alarmas, mientras que transcurriría uno o dos meses antes de que alguien reparara en la ausencia de algún vagabundo local y se intentara localizarlo. Dependía de las circunstancias y los factores concurrentes.
Janine le entregó a Jake la lista de nombres.
—Vale. ¿Puedes echar un vistazo a estos nombres y ver qué sale? Son los empleados. Repásalos en el ordenador y decide quién podría ser el más conveniente para que recuerde lo sucedido anoche.
Transcurridos unos minutos, él se dejó caer en la silla situada al otro lado de la mesa de Janine.
—Los gorilas y el personal de puerta están bastante limpios —explicó Jake—. Pero los empleados del bar son otra historia. Solo hay dos que trabajaran hasta más tarde de las tres. La primera es una mujer de treinta y cinco años. Cuando introduje su nombre en el sistema, obtuve varias coincidencias, todas como cómplice o encubridora. Ella tiene un expediente muy pequeño, pero su hijo es un reincidente con antecedentes por robo a mano armada. Tiene veinte años, así que puedes sacar algunas conclusiones.
»El siguiente es un camarero, un sujeto de cuarenta y dos años. Dos órdenes de alejamiento por violencia doméstica, una por denuncia de su novia y otra de su madre. Tiene licencia de armas, pero la perdió cuando se dictó la primera orden y nunca la recuperó. Pero lo realmente interesante es que está relacionado con una persona desaparecida hace casi cuatro años. Era una prostituta. Consta como la última persona que la vio. La mujer solía enviar SMS a una amiga con el número de matrícula antes de subirse al coche de alguien. Fue su último cliente antes de su desaparición. Se le interrogó, pero dijo que la había vuelto a dejar en la esquina donde la había recogido. No hubo nada que demostrara lo contrario. La mujer sigue desaparecida.
Jake giró la silla para inclinarse sobre la mesa de Janine.
—Si esto se pone feo, sabes que te voy a echar la culpa, Neeny. Eres un imán para atraer basura —dijo.
—No soy yo el imán de la basura, Jakey. ¿Con quién trabajo cada vez que surge un caso importante? ¿Responde eso a tu pregunta? —replicó ella.
—Llevas muchos años siendo un imán para la basura. Yo solo llevo aquí uno. Así que no me eches el muerto, que yo acabo de subirme al carro —contestó Jake.
Janine no replicó, porque temía que su subordinado tuviera razón. Parte de lo que había aprendido y la experiencia adquirida lo había sido de la forma más dura. Sintió que su pulso se aceleraba ligeramente cuando reflexionó sobre las posibilidades que rodeaban a su primer sospechoso.
—¿Dónde vive esa madre encubridora? —preguntó.
—Es una vecina de aquí.
—Vayamos primero a hablar con ella. Puede que nos proporcione alguna información sobre el camarero antes de que vayamos a verlo. Nos andaremos con pies de plomo, por si son amigos. Estoy seguro de que con los antecedentes policiales de su hijo, esta camarera debe de ser poco amiga de la policía. —Janine se volvió y le sonrió—. Puede que sea el momento de que utilices tu legendario atractivo.
Sábado, 09.55
La cerveza apenas lo aplacó. Gavin tenía los nervios a flor de piel y no podía estarse quieto. Una vez más, caminó hasta el final del apartamento y echó un vistazo a la esquina hacia el aparcamiento, deseando que Sammi entrara conduciendo de un momento a otro. Sin que se lo hubieran dicho, sabía que cuanto más tiempo estuviera ausente, menos probabilidades había de que apareciera.
La paciencia no era una de sus virtudes. Si había un problema, lo abordaba y trataba de arreglarlo. Ese era uno de sus rasgos que habían atraído a Sammi. Siempre estaba dispuesto a correr una aventura, a experimentar, a vivir y actuar. Y ahora no podía hacer nada.
Por un lado, le daba vueltas a la idea de ir en coche hasta Brisbane para ejercer de rescatador. Pero en ese momento, tres horas de coche eran demasiado. Era mejor que hubiera acudido a Tom y dejar que la red policial se pusiera en marcha. Aunque esto no hacía que la espera fuera más fácil.
Regresó de nuevo a la silla y se acabó la lata de cerveza. La estrujó con la mano, dejando que las aristas de aluminio se hincaran en su piel. Deseaba sentir dolor para alejar sus pensamientos de la espera. Lo último que quería era emborracharse a las diez de la mañana cuando su novia se encontraba en paradero desconocido, pero la situación lo estaba volviendo loco. Sería de más utilidad estando tranquilo y relajado, pensó. Se levantó y sacó otra cerveza.
Poco después regresó Tom. Salió de la cocina y se sentó junto a Gavin con una tostada en la mano.
—Seguramente se le ha averiado el coche. Estará tirada en alguna carretera secundaria donde su móvil no tenga cobertura.
Tom intentaba sonar racional y convincente; Gavin se preguntó si se creía lo que estaba diciendo. Asintió con la cabeza, más para agradecerle que hubiera hablado que por estar de acuerdo.
—No sé cuánto tardará mi amigo en ponerse manos a la obra —añadió Tom—. Quizá no sea enseguida.
—Me quedaré hasta que haya alguna noticia.
Tom asintió con la cabeza.
—Pero no te emborraches —le advirtió—. Es probable que Sammi tenga algún problema cuando aparezca. Lo último que necesita es tenerte aquí sentado borracho.
—No se me da bien esperar —reconoció Gavin—. Tengo que relajarme para no volverme loco.
—Todo saldrá bien. Aparecerá.
Permanecieron sentados en silencio, cada uno con la mirada fija en un punto distinto del suelo; el miedo no expresado enrarecía el aire, volviéndolo pesado y difícil de respirar. Pasaron dos minutos antes de que Tom hablara de nuevo.
—¿Así que viste el partido el fin de semana?
Sábado, 10.01
Janine y Jake aparcaron delante de la casa de Michelle Lewis. Era una vivienda pequeña y descuidada, con el proverbial coche oxidado y solo tres ruedas aparcado en el jardín delantero. Ya habían decidido que Jake llevaría la voz cantante.
A Michelle no le hizo ninguna gracia tener que abandonar la cama para ir a abrir la puerta. Los miró a ambos, los dos vestidos formalmente, esperando lo peor. En cuanto se identificaron con sus placas, la mujer rezongó y frunció el ceño.
—¿Se ha vuelto a meter en problemas Teddy? —preguntó, ciñéndose el batín.
—No, no tiene relación con eso —dijo Jake, que esbozó una sonrisa amistosa—. Esperamos que usted pueda ayudarnos. Tiene que ver con una mujer que estuvo en el bar anoche. ¿Podemos entrar, por favor?
La expresión de Michelle permaneció inalterable.
—¿Así que no están aquí por causa de Teddy? —preguntó ella.
—No, nosotros…
—Entonces esperen un minuto —lo interrumpió ella.
Y les cerró la puerta en las narices. Instantes más tarde una motocicleta salió del patio trasero a todo gas, conducida por un joven con casco, camiseta, pantalones cortos y chancletas. Tras salir del camino de acceso con un zumbido, cruzó la calle, se metió entre dos casas y desapareció de la vista.
Janine hizo un saludo aparatoso con la mano en dirección a la moto desaparecida.
—¡Hasta la vista, Teddy!
—¿Le conoces? —preguntó Jake.
—No, pero ¿quién iba a ser si no?
La puerta se abrió, y apareció Michelle con cara de pícara.
—Es una lástima, pero si quieren ver a Teddy, no está en casa. Acaba de irse.
Jake le dedicó una media sonrisa, lo suficiente para estimular sus hoyuelos. Ladeó ligeramente la cabeza.
—Ya le hemos dicho que no estamos aquí por Teddy. Queremos saber si anoche usted vio a una mujer en el bar. Es posible que la atendiera. Su jefe nos dijo que estuvo trabajando hasta que cerraron esta madrugada.
—Ya. De acuerdo —dijo la mujer. Se apartó y les hizo un gesto para que entraran—. Pasen, pues. O volveré a convertirme en el centro de las habladurías del barrio.
Los condujo hasta la cocina, y los tres se sentaron alrededor de la mesa. Las tareas domésticas no ocupaban los primeros puestos en la lista de prioridades de Michelle. Pegajosos grumos de mermelada y cercos de café salpicaban la melamina.
Jake le describió el aspecto de Sammi y de su amiga y luego le ofreció un resumen de la declaración de Candy.
Michelle negó ligeramente con la cabeza.
—No presto demasiada atención a los clientes a menos que les sirva. Si no les sirviera las bebidas, ni siquiera repararía en ellos. No puedo asegurar que haya visto a esas chicas en concreto. Llevo trabajando en bares oscuros y llenos de humo demasiado tiempo. A menos que se quiten la camiseta o hagan unas mamadas en la pista, ni siquiera las miro. Lo siento.
—¿Y qué hay del otro camarero, Don Black? Se llama así, ¿verdad? ¿Podría haberlas servido?
Janine vio que la expresión de Michelle se alteraba ante la mención a Don.
—Pues, ahora que lo dice, pasó algo raro anoche. Don se marchó antes de la hora —empezó, y Janine casi pudo ver su cerebro en funcionamiento mientras intentaba recordar—. Lo primero que debería decir es que ese gachó no me gusta. Me produce escalofríos. Tiene una manera de mirarte que te eriza la nuca. En fin, el caso es que a eso de las cuatro y cuarto se me acercó y me dijo que tenía que marcharse. No sé qué de una emergencia familiar. Bueno, él no es padre de familia, aunque eso seguramente no venga al caso. Y debió de recibir la información por telepatía, porque no le vi hablar por teléfono en ningún momento.
Janine se inclinó un poco y asintió con la cabeza para animarla.
Michelle prosiguió.
—Así que me pidió que lo sustituyera. De todas formas, íbamos a cerrar a las cinco y no había mucha clientela. Seguramente había visto a alguna chavala lo bastante borracha para llevársela a casa. Así que le dije que sí, pero que primero tenía que ir a hacer pis y que no se fuera hasta mi vuelta. Así que fui al retrete. Mientras estaba allí, oí que su camioneta se ponía en marcha. El aparcamiento está justo detrás de los servicios. Don conduce una vieja camioneta con una gran cubierta en la parte trasera que parece construida por él mismo. Es diésel y muy ruidosa, como un camión. Pensé que no era posible que se fuera sin esperar mi vuelta. No me podía creer que dejara la barra sin atender. Ni que su falsa emergencia familiar no pudiera esperar dos minutos a que yo terminara de mear. Si te subes a la tapa del retrete, hay un ventanuco que da directamente a la calle. Efectivamente, la camioneta de Don estaba saliendo del aparcamiento y luego se detuvo junto a una chica en la calle. Ella habló un momento con él por la ventanilla. Luego subió y se alejaron.
Michelle hizo una pausa y se frotó los ojos.
—Estaba bastante lejos, pero creo que era una chica rubia.
Janine frunció el ceño. Tal vez sí le había pasado algo a su colega.
Sábado, 10.09
Qué objeto tan cotidiano: una cámara. Para plasmar recuerdos, para congelar momentos; para ayudar a recordar acontecimientos especiales. Pero la idea que tenía Don de un acontecimiento especial hizo que a Sammi se le revolvieran las tripas. Primero la obligó a ponerse de pie y le hizo unas fotos. Tres: una de cuerpo entero, otra de perfil y por último un primer plano de la cara.
Intentó mantenerse erguida cuando lo vio avanzar hacia ella con la cámara.
—Venga, mira esto —dijo él con una expresión siniestra en el rostro.
Sammi podría haberse limitado a cerrar los ojos y bajar la cabeza. Pero no lo hizo. Fue como pasar conduciendo junto a un accidente de tráfico; hay algo en la naturaleza humana que impulsa a la gente a aminorar la marcha e interesarse.
El camarero sostuvo la cámara delante de ella para que pudiera ver mientras hacía retroceder las imágenes. Las fotos le mostraron a tres mujeres diferentes sobre el telón de fondo del bosque donde se encontraban. Reconoció la cara de Tahlia Corbett inmediatamente. Durante meses había visto a una risueña Tahlia mirándola desde los boletines informativos, mientras sus padres suplicaban la colaboración ciudadana. Por la respuesta policial, Sammi supuso que no había sospechosos. La joven había salido a divertirse una noche por la ciudad, igual que ella. Y ahora Sammi había desaparecido igual que ella. ¿Habría algo que relacionara a Tahlia con Sammi y en última instancia con el camarero? ¿O ella también se convertiría en un caso de persona desaparecida sin resolver?
Tres mujeres en tres fotos cada una, como las que él le había hecho a ella. Y después de cada trío venían múltiples fotos de los cadáveres de las chicas en diferentes fases de descuartizamiento. También había una única foto de una cuarta mujer tomada de noche, sin duda la primera de la serie. Don hizo gráficos y brutales comentarios sobre cada una, deleitándose aparentemente en los detalles. Era como si le estuviera dando a Sammi un avance de su propia muerte.
Había visto muchas cosas en los años que llevaba en la policía. Había tenido que ocuparse de un suicidio por arrollamiento de un tren, donde hubo que recoger los restos con un balde en lugar de con una bolsa para cadáveres. Y también había sido la primera en llegar al escenario en que un abuelo había atropellado accidentalmente a su nieta de dos años al dar marcha atrás con el coche.
Así que no fueron las fotos lo que hizo que la sangre se le agolpara en la cabeza y tuviera que esforzarse en mantener la verticalidad. Lo fue la realidad de que ahora era su turno de generar las siguientes fotos de aquella colección macabra. Tragó saliva y respiró hondo, intentando sofocar el pánico creciente. El camarero escudriñó su reacción mientras miraba las fotos. Luego emitió un áspero sonido gutural que podía ser una risa y regresó al vehículo. Ese había sido su propósito: inspirar terror.
Volvió a desaparecer en la cabina de su camioneta. Sammi no veía qué estaba haciendo, aunque supuso que formaría parte de su modus operandi. Ninguna de las otras mujeres había logrado encontrar la manera de evadirse, de escapar a sus planes asesinos. Parecía como si la estuviera provocando, dándole la espalda para ver si ella intentaba algo, pero era imposible escapar en ese momento. No había adónde ir. No podría dejar atrás al perro, y él la tendría en la mira del rifle antes de que pudiera desaparecer de la vista. Un intento de fuga era inútil.
Se concentró en las cosas que la rodeaban. La caja trasera de la camioneta seguía abierta, y había una bolsa en el suelo. A lo mejor él había cometido un error y dejado un arma allí. Intentó echar un vistazo solapado. Pero cuando cambió el peso para levantarse sobre las rodillas, él ya estaba fuera de la cabina. Se paró con las piernas separadas y empuñando el rifle. Sammi fingió que trataba de ponerse más cómoda, pero no lo engañó.
Don se cruzó el arma sobre el hombro y metió la mano en el bolsillo para sacar un paquete de cigarrillos. Sin dejar de mirarla, sacó uno con un golpecito y lo encendió. Siguió mirándola fijamente mientras daba una larga calada al cigarrillo, poniendo el ascua al rojo. Sammi mantenía la cabeza gacha y lo observaba con el rabillo del ojo.
El camarero volvió a rebuscar en el asiento delantero. Cuando por fin se acercó a ella, llevaba algo rojo y algo blanco en las manos.
—Quítate los pantalones —le dijo con frialdad.
Sammi se lo quedó mirando. Por supuesto que se le había ocurrido que quisiera violarla, pero sus amenazas y fotos habían hecho que abandonara la idea. Pero ¿qué otra cosa podría querer si le ordenaba quitarse los pantalones?
El camarero arrojó al suelo delante de ella la cosa roja. Sammi vio que se trataba de unas bermudas con la cintura elástica. Unas zapatillas deportivas se unieron a las bermudas en el suelo.
—Quiero que esto sea un desafío en regla —dijo él—. No llegarás muy lejos con pantalones largos y tacones.
Sammi negó con la cabeza sin decir palabra. No iba a aceptar nada de aquel psicópata.
—No te voy a violar —añadió él—. Al menos no ahora. Esperaré a que estés muerta. Así no tendré que soportar gritos ni aspavientos. Lo haré inmediatamente, mientras tu cuerpo esté aún caliente. —Una sonrisa perversa le demudó el rostro—. Pero ahora ponte esas bermudas y esas zapatillas para que puedas correr más deprisa.
Sammi siguió sacudiendo la cabeza, incapaz de emitir una sola palabra.
El camarero le dio otra calada al cigarrillo, echó la cabeza atrás y soltó el humo hacia arriba. Bajó la vista hacia ella y le sostuvo la mirada por un instante antes de que Sammi apartara el rostro.
—Por cada minuto que pierdas aquí, te descontaré diez minutos de ventaja.
Sammi titubeó.
—Ah, y además tengo otras maneras de castigar la desobediencia —advirtió en voz baja.
No tenía elección.
Se puso de pie y se quitó los pantalones negros. Él la observó con atención cuando la prenda se deslizó por sus piernas y cayó al suelo. Sammi alargó la mano para coger las bermudas rojas.
—Mejor dame las bragas —le ordenó cuando Sammi cogió los pantalones cortos—. El perro las necesitará para rastrearte.
Sin apartar la vista del suelo, se quitó las bragas y las envió de una patada hacia el camarero. Luego se enfundó rápidamente las bermudas y se las subió.
—También necesitarás las zapatillas.
Sammi estaba descalza, pues sus zapatos de tacones seguían en la parte trasera de la camioneta. Se puso las zapatillas con nerviosismo e intentó atarse los cordones con manos temblorosas y dedos entumecidos. Había unas salpicaduras marrón oscuro sobre la zapatilla izquierda. Inspirando con fuerza, se dio cuenta de que eran manchas de sangre. Aquellas zapatillas habían sido utilizadas por las anteriores víctimas.
El camarero cogió las bragas y las examinó con una sonrisa de satisfacción. Ella se había puesto una ropa interior beige, unas convenientes bragas de abuela. La violación de su intimidad que suponía que él las estudiara de aquella manera la molestó en grado sumo. Siguió sin levantar la cabeza, observándole a hurtadillas. El sudor le bajaba por la espalda, aunque sentía la piel fría y pegajosa. Se agarró los antebrazos y los apretó contra el cuerpo. Todavía podía oler su vómito, nauseabundo y agrio.
Decidió concentrarse en los pequeños detalles: la manera en que el camarero llevaba atadas las botas, el dibujo de los neumáticos de la camioneta… Pequeñas cosas nimias que mantuvieran su mente ocupada y la ayudaran a soportar el negro destino que se cernía sobre ella. Si iba a tener alguna oportunidad de salir viva, era imperioso que mantuviera la calma. Si permitía que el pánico se impusiera, bloqueándole el sentido común y el raciocinio, todo estaría perdido.
Don estaba agachado junto a su perro, hablándole en voz baja. Tenía las bragas de Sammi hechas una pelota dentro del puño, cerca del hocico del chucho. De pronto se levantó y balanceó el rifle para quitárselo del hombro y empuñarlo. Se dirigió hacia ella con tanta resolución que Sammi instintivamente reculó medio metro sobre la tierra, alejándose de él. El camarero se paró enfrente, alzándose sobre Sammi en actitud amenazante.
—La diversión empieza ahora —dijo. Respiraba con más fuerza de la habitual, y Sammi percibió el placer que le producía todo aquello—. Echarás a correr y tratarás de alejarte de mí. Te perseguiré y te mataré. Te concedo una ventaja de una hora.
Miró su reloj.
—Son las diez y veinte.
Sammi se apartó para levantarse dejando algo de espacio entre ellos.
—Se acabó. El tiempo corre. ¡Vete! —exclamó.
Sammi se levantó con dificultad y se tambaleó hacia atrás un par de pasos. Sacudió la cabeza ligeramente con incredulidad; una pequeña parte de ella seguía esperando que aquello formara parte de una broma pesada.
—¡Vete! —repitió él.
Ella se dio la vuelta y empezó a alejarse trotando de manera errática, pues el cuerpo apenas obedecía las órdenes que le enviaba su cerebro. Sentía la necesidad de seguir observándolo por encima del hombro. Don se quedó allí sin inmutarse, con el perro a su lado y el rifle en las manos, observando. Mirando cómo se tambaleaba… contemplando su miedo… viéndola huir.
Sábado, 10.15
Tom seguía sentado con Gavin, hablando de naderías. Otro policía, Aiden, había salido del apartamento para unirse a ellos. Su bol de arroz inflado contrastó con la cerveza de Gavin. En la comisaría se bebía cerveza a todas las horas del día. Se consideraba normal tomarse tranquilamente una birra después de un largo turno, aunque fueran las seis de la mañana y los demás estuvieran empezando a levantarse de la cama. Incluso legañoso y todavía medio dormido, Aiden pareció percibir la tensión, aunque sabía que era mejor no hacer preguntas. Hay cierta información que no se puede pedir, que solo se puede dar voluntariamente en el momento oportuno. Puesto que tuvo el buen juicio de no preguntar, y nadie le dio explicaciones, los tres se pusieron a charlar de cosas intrascendentes.
Gavin se puso tenso cuando el teléfono de Tom sonó. La incongruencia del tono de llamada que reproducía el Satisfaction de los Rolling Stones le irritó, aunque no supo por qué.
Tom miró la pantalla, se levantó y empezó a alejarse de Gavin cuando contestó. Este le oyó decir «Hola, Jake» antes de que entrara en la parte trasera del aparcamiento, donde no se le podía oír. Era la llamada que estaban esperando. Quiso seguirlo, pero también comprendía el motivo de Tom para haberse alejado. En la policía eran especialistas en comunicación; dar malas noticias formaba parte del trabajo, y Tom querría controlar cómo transmitía la información.
Transcurrieron unos minutos antes de que reapareciera. Gavin se dio cuenta de que su amigo había rodeado la comisaría y entrado por la puerta principal, probablemente para hablar con Bob antes de hacerlo con él. La cara de Tom lo decía todo.
Tragó saliva con dificultad.
—Vamos. Iremos a hablar con el sargento y nos pondremos con el informe de personas desaparecidas.
Esta vez no había excusas.
Sábado, 10.19
Don soltó una carcajada mientras contemplaba a Sammi salir del claro y tropezar con una rama seca caída.
—Puta idiota —masculló, pero siguió observándola con atención hasta que los árboles la ocultaron por completo.
Se volvió hacia el perro y le rascó entre las orejas. El animal levantó la cabeza, apretó el hocico bajo la mano de su amo y le dio un rápido lametón en la palma.
—Hoy nos vamos a divertir un poco. Esta parece más lista que las demás —le dijo al perro—. Aunque la pillaremos.
El perro, Zeus, se apretó contra la rodilla de Don. Zeus era su mejor amigo, el único en que podía confiar para esos menesteres. Estaba seguro de que el perro disfrutaba casi tanto como él. A esas alturas, el chucho conocía la rutina: sabía cuándo era su turno, cuándo desgarrar la carne y saborear la sangre; también sabía cuándo tenía que parar porque era el turno de su amo. Don había hecho un excelente trabajo de adiestramiento. Podía colocar un filete en el suelo delante de Zeus, y este no lo tocaría hasta que le diera permiso. También dejaría de comer a una orden suya y ya no tocaría el resto de su comida. Se había tomado su tiempo adiestrándolo en cuanto hubo empezado a elaborar sus planes de caza. Tenía al perro desde que era un cachorro, y le había enseñado lo esencial para que fuera un perro guardián. Desde entonces el riesgo había aumentado, y en ese momento era imperioso que lo tuviera absolutamente controlado. Zeus sabía quién era el jefe en aquella manada de dos.
Don había aprendido a cazar al final de la adolescencia. Siempre le habían atraído las armas, así que se había sacado la licencia de armas y comprado dos rifles. Había empezado con un par de amigos de ideas similares cazando canguros y bebiendo cervezas. Había aprendido de ellos, pero prefería ir por su cuenta. Más o menos por la misma época en que se había distanciado de sus amigos de cacería, había adquirido a Zeus. Le gustaba estar solo en el bosque.
La primera muesca hecha en su arma, la prostituta, casi había sido un accidente. Había estado a su merced desde que la recogiera. Jamás llevaba putas a su casa y no le gustaba malgastar dinero en una habitación de hotel.
Le había seducido la idea de echar un polvo en plena naturaleza, así que decidió llevarla al bosque, levantar la tienda y quizás encender una hoguera. Solía llevar consigo algunas cosas básicas en la caja de la camioneta.
Había conducido hasta una reserva natural cercana. Consiguió tranquilizar a la puta diciéndole que le pagaría por horas. Pero en cuanto llegaron allí, la tía no paró de quejarse: que si hacía demasiado frío, que si la había picado un mosquito, que si la colchoneta de acampar era demasiado delgada… Destrozó la paz del bosque, arrebatándole la emoción que tanto había deseado él. Eso hizo que la detestara.
Aquella vez solo llevaba consigo el cuchillo de caza, ninguna arma de fuego. No había planeado nada. Simplemente enloqueció y perdió los estribos con ella. Recordaba con viveza el momento de ir hasta la trasera de la camioneta y sacar el cuchillo, y la expresión de la mujer cuando lo desenvainó y la hoja refulgió a la luz de la hoguera.
—Corre —le había dicho—. Si consigues huir de mí, vivirás.
Ella se había metido en el bosque dando traspiés entre gritos y sollozos. Aquel territorio de oscura maleza había parecido asustarla tanto como el cuchillo. Le había dado unos minutos de ventaja, aunque en realidad ella nunca tuvo la menor oportunidad. Don podía oír el crujido de las hojas bajo las pisadas de la mujer, oler su terror.
Le había sorprendido lo mucho que había disfrutado de la caza. Se había movido acompasando sus pisadas con las de ella para que no le oyera acercarse. El corazón le había empezado a latir más deprisa, y la emoción de la caza lo había vuelto todo más nítido, más claro, más concreto. La adrenalina le había hecho sentir más fuerte a medida que se acercaba a la mujer sin que esta siquiera se enterase. Era un superhéroe, omnisciente, omnipotente. La agarró por detrás y la oyó aspirar bruscamente. Le rajó el cuello de un solo tajo y la dejó caer al suelo para contemplar la expresión de su cara mientras la sangre borbotaba sobre la tierra y la hojarasca.
En cuanto hubo terminado, se quedó cautivado. No había nada comparable. Ese momento, la fracción de segundo que tardaba la muerte, había sido más intenso que cualquier otra cosa que hubiera experimentado en su vida. Mucho mejor que el sexo. Un momento de todopoderoso tecnicolor en una vida por lo demás gris. Entonces supo que tendría que volver a experimentarlo.
Pero también supo que había cometido errores. El lugar había sido un error: pasaban demasiadas personas por aquel parque, y alguien encontraría el cadáver. Seguía esperando a verlo en las noticias: «Hallados restos humanos en una reserva natural, la policía apela a la colaboración ciudadana».
Había enterrado el cuerpo en un hoyo poco profundo. No había llevado pala, y excavar un agujero adecuado con las manos y un palo era muy difícil. Había dispuesto de tierra suficiente para cubrir el cadáver, aunque no tanta para impedir que las alimañas lo desenterraran para darse un atracón.
Pero aun cuando alguien encontrara aquel montón de huesos, no tendrían nada que los relacionara con él. Ya habían intentado incriminarle en una ocasión. Aquellos cabrones idiotas habían esperado que confesara y pidiera perdón. Pero a medida que los días transcurrían, las probabilidades de encontrarla e identificarla iban menguando.
Mientras excavaba aquella primera tumba, había empezado a planear su segundo asesinato. Tendría que ser más cuidadoso, escoger un lugar más seguro y llevar su rifle.
Los maderos le habían quitado sus armas cuando se emitió contra él la primera orden de alejamiento por violencia doméstica. Pero solo pudieron quitarle aquellas de las que tenían constancia. Tenía un arma robada, que había escondido en una pared falsa de un lateral de la caseta de Zeus. Cuando estaban en casa, el perro guardaba el jardín. Cuando salían juntos, era porque iban de excursión de caza y, por tanto, llevaba el arma con él. La pasma jamás la encontraría.
Tras realizar sus investigaciones, se había decidido por Captain’s Creek como un lugar más conveniente que Yonga. No demasiado alejado, aunque remoto y carente de interés para los campistas y excursionistas. Eran 450 km2 de terreno agreste cuyo único rasgo distintivo era el arroyo que lo partía en dos. Don había hecho un par de excursiones para acampar con su moto todoterreno, lo había escudriñado de cabo a rabo y calculado hasta dónde podría llegar conduciendo por la única y difícil pista. Era perfecto para sus propósitos.
Empezó a ser más juicioso con sus víctimas. Quería chicas con algo de carácter, capaces de prolongar la cacería más tiempo que una vieja puta acabada. Hoy estaba muy complacido con su elección. Samantha Willis todavía no había empezado a llorar y había demostrado una vena de tozudez. Disfrutaría mucho más cuando acabara con ella.
Sábado, 10.21
Janine se puso en marcha tras hacerse una lista mental de lo que había que investigar. Esa iba a ser la madre de todas las misiones: la desaparición de una oficial de policía.
La presión ya estaba ahí, así que había que verificar todos los puntos de la lista. Lo primero, para que la investigación pudiera empezar, era la denuncia del suceso. Esta tenía que ser interpuesta personalmente por el novio, que había sido el primero en alertar de la desaparición. Jake había llamado a su amigo de la academia de Angel’s Crossing para que la activaran. Ella también había llamado a su amigo sargento de Angel’s Crossing para ponerle sobre aviso. Se trataba de una pequeña localidad, y agradeció oír las noticias de boca de Janine y no de la maquinaria del chismorreo. Iba a ir a la comisaría, a informar al oficial jefe y a prestar apoyo a los subordinados. En cuanto la denuncia de persona desaparecida siguiera su curso, los rumores empezarían a circular entre la plantilla.
Los jefes de la jefatura central también se enterarían. Alguien llamaría al comisario local y el asunto iría ascendiendo hasta lo más alto. Janine confiaba en que no se tratara de una falsa alarma. Si se estuvieran precipitando en actuar, no dándole la oportunidad de que apareciera por propia voluntad, Sammi tendría que dar muchas explicaciones. Su nombre llegaría a oídos de los jefazos por los motivos inadecuados.
Sin embargo, si hubiera desaparecido, si necesitara ayuda, entonces todos lamentarían no haber pasado a la acción cuanto antes. Sobre todo Janine. Que Sammi perteneciera o no al Cuerpo carecía de importancia. Cuanto antes empezara la investigación, más fresco estaría lo ocurrido en la cabeza de la gente, más datos se descubrirían y mayores serían las probabilidades de encontrarla.
Para Janine, también era una cuestión de CEC, a saber, de Cubrirse El Culo. Si el peor escenario posible se confirmaba y una oficial había sido secuestrada, entonces también se iniciaría una investigación interna. ¿Sus actos y decisiones soportarían una investigación? Muchos muchos agentes habían acabado quemados por haber actuado con demasiada lentitud o dado largas a alguien porque pensaron que el asunto no llegaría a nada.
Janine había experimentado en sus propias carnes. Nadie tenía todas las respuestas en una investigación interna, ni siquiera aunque se hubiera hecho todo de acuerdo con el reglamento. No existía nada parecido a respuestas acertadas o equivocadas bien definidas. Había que dar explicaciones y justificarlas. En una ocasión la habían pillado quitándose de encima una denuncia. Se había equivocado de medio a medio al juzgar la gravedad del caso y se había quedado sin respuestas cuando llegaron las preguntas difíciles. Su carrera había quedado en la cuerda floja.
Así que ahora era propensa a pasarse en su reacción antes que a quedarse corta. Donde un poli más perezoso quizás hubiera retrasado lo relativo a Sammi, Janine comenzó la investigación.
Ahora que la mujer constaba oficialmente como desaparecida, Janine podía iniciar el procedimiento formal. Triangulación para precisar la ubicación del teléfono de Sammi; componer un perfil del camarero; investigar el bar y ver si tenían alguna cinta de videovigilancia; investigar a los porteros de servicio; obtener una declaración de la amiga.
Y buscar al camarero que había abandonado el trabajo de manera tan precipitada.
La Operación Eco también merecía una llamada telefónica. Con sede en la jefatura, era la sala de operaciones que investigaba el caso Corbett. En ese momento daban nombre a las operaciones de forma aleatoria, en lugar de denominarlas con algo relacionado con el caso. Los miembros del equipo asignado al caso fueron sacados de diferentes comisarías hasta que el asunto fuera resuelto de una u otra manera. Había coincidencias que llamaron la atención de Janine. ¿Podría el equipo de la Operación Eco identificar algunas más? La misma intuición que impulsaba a Janine a actuar ahora sobre la base de los primeros datos también la llevaba hacia el caso Corbett. ¿Estaban relacionados ambos casos? ¿Podría haber más de una persona raptando mujeres en las calles de Brisbane? Necesitaba más información: sobre Thalia, sobre la prostituta desaparecida, sobre Sammi.
Y todo eso antes siquiera de hablar con aquel camarero que había recogido a una mujer rubia en su peculiar camioneta.
Sería contraproducente acudir a su casa sin pruebas concretas. Se reiría de ellos y les enviaría a paseo. Peor aún: sabría que la policía andaba tras él. Sería mejor reunir pruebas suficientes y aparecer con una orden de registro en la mano. De esa manera, podría ser detenido, y ellos podrían registrar su casa con lupa.
Un movimiento al otro lado de la sala atrajo su mirada. Jake seguía hablando por teléfono pero estaba agitando un papel para llamar su atención. Janine se acercó y lo cogió. Su subordinado había garabateado el número de la denuncia de persona desaparecida. Janine se lo llevó y volvió a coger su teléfono.
Sábado, 10.22
Pasaron varios minutos antes de que el cerebro de Sammi pudiera procesar algo que no fuera seguir avanzando y alejarse del asesino.
«Nada de pánico, respira hondo, nada de pánico», se repetía una y otra vez. Intentó apaciguar su irregular respiración y sofocar la oleada de terror que amenazaba con ahogarla. Si se dejaba arrastrar por el pánico, no tendría ninguna esperanza; su única oportunidad consistía en utilizar la cabeza y trazar un plan. Acompasó la respiración a sus pisadas: inspirar dos veces, exhalar una. El ritmo, además de sosegar lentamente su respiración, hizo lo propio con su mente.
Una hora. Miró su reloj: las diez y veintitrés de la mañana. ¿De verdad le daría tanta ventaja? ¿O solo estaba jugando con ella? Una hora era mucho tiempo. En ese tiempo tal vez sería capaz de recorrer siete u ocho kilómetros si se obligaba a ello. Y luego, dispondría de más tiempo mientras él recorría esa distancia.
El camarero parecía bastante seguro de varias cosas: de que podría seguir su rastro, y de que ella no se encontraría con nadie que pudiera salvarla. Pero debía de existir una remota posibilidad de que hubiera alguien más por los alrededores. Si él conocía la zona, también debía de haber alguien más que la conociera. Parecía un lugar apartado, pero aun así debía de haber caminos que condujeran hasta allí. El viaje en la trasera de la camioneta había sido bastante agitado, aunque ella no recordaba que hubieran tenido que hacerlo por etapas.
Aminoró la marcha y echó un vistazo alrededor. El camarero le había dicho expresamente que no intentara regresar al camino por el que habían llegado conduciendo; Sammi dudaba que pudiera encontrarlo aunque quisiera. Tenía un sentido de la orientación bastante penoso, y su mayor riesgo sería que avanzara en círculos, regresando quizás hacia su torturador en lugar de alejarse de él.
Se detuvo y se puso frente al sol matutino, para entonces ya bastante alto en el cielo. Tuvo que entornar los ojos y protegérselos con la mano, pero ahí estaba el principio de un plan, y algo era mejor que nada. Correría directamente hacia el sol; de esa manera tendría algo para orientarse y saber que avanzaba en una línea razonablemente recta. Y si a ella el sol le molestaba en los ojos, también al camarero cuando la persiguiera. Era una ventaja muy pequeña, pero aprovecharía todo lo que tuviera al alcance de la mano. Al menos ahora tenía un rumbo.
Así que inició la marcha hacia el este a un trote lento. Quería mantener un ritmo regular. Solía correr por diversión y para estar en forma, y sabía que si mantenía un ritmo constante cubriría más terreno por hora. Si se lanzaba a correr deprisa, se agotaría enseguida y tendría que detenerse y caminar hasta recuperar el resuello. No sabía cuándo necesitaría volverse para luchar, y quería tener algo en la reserva. Sin duda, tendría que defenderse cuando él la alcanzara.
Cuando se concentró, sus temblores remitieron. El terreno era irregular aunque llano en su mayor parte. Intentaba mantener una trayectoria lo más recta posible, sin prestar atención a las ramitas que se le enganchaban en la ropa y le arañaban los brazos y piernas desnudos. Simplemente avanzaba.
Pensó en tratar de borrar sus huellas. Miró hacia atrás y aunque no pudo precisar por dónde había pasado, sin duda un rastreador experimentado sí sería capaz. Tenían trucos especiales. No es que ella estuviera derribando arbustos y rompiendo ramas, pero bajo sus pies había hojarasca y ramitas que crujían a su paso, daba igual el cuidado que tuviera. Era algo inevitable. La vegetación estaba repleta de árboles y arbustos, pero en su mayor parte consistía en hierba alta y maleza.
Pero ¿la estaba persiguiendo un rastreador? ¿Un camarero de Brisbane era capaz de seguir un rastro? La imagen de un aborigen no encajaba del todo con el fofo y pálido fumador que había encontrado detrás de la barra.
Sin embargo, contaba con un perro. A ella le parecía un chucho criado para guarda y protección. Sin duda no era un perro rastreador. Pero ¿podía un perro como ese captar su olor y encontrarla a poca distancia? Y si ella se subiera a un árbol, ¿sería capaz de descubrirla? Siguió pensando lo de encaramarse a un árbol mientras rodeaba un barranco. Quizá fuera el mejor sitio para esconderse, pero si la encontraban, estaría atrapada, sin ningún lugar al que ir, convirtiéndose literalmente en una presa fácil. Sería un gran riesgo, demasiado grande. Por tanto, permanecería en el suelo.
Sammi había practicado un poco de artes marciales y de lucha libre en la academia. Había intervenido en varias refriegas y había inmovilizado y esposado a hombres más grandes que ella. Aunque siempre había tenido apoyo. Siempre había tenido a un compañero a su lado, y nunca la habían dejado colgada. Y lo más importante, siempre había tenido sus implementos: el aerosol de pimienta, las esposas, la porra, la Taser y su Glock.
Despojada de todo eso, lo que le quedaban eran un par de puños y pies contra un hombre con armas de fuego, cuchillos y un perro de presa. El pánico era inútil. Había que seguir avanzando.