Sábado, 23.02

La oscuridad y el silencio salieron a recibir a Janine cuando abrió la puerta de su casa. Incluso su gata, que pasaba más tiempo con los vecinos que en casa, la había abandonado. Encendió la luz del pasillo, y luego la del salón y la cocina, además del televisor, intentando introducir algo de vida en la vivienda.

Abrió la despensa y cogió una lata de comida para gatos. Empujó la puerta posterior y golpeó la lata con una cuchara. Tabby apareció a los pocos segundos en lo alto de la valla lateral, saltó al suelo y serpenteó mimoso entre las piernas de Janine antes de entrar y dirigirse a su escudilla de la comida.

Hubo un tiempo en que al llegar a casa Janine era recibida por un beso afectuoso y el aroma de la cena que esperaba en el horno. Pero ella no se podía separar de su trabajo. Las frecuentes trasnochadas y la preocupación por cualquier caso en que estuviera trabajado habían sido el fermento de su ruptura más reciente.

Habían vivido juntos cuatro años. Damon era profesor, y como tal, con un horario predecible y unas largas vacaciones escolares. Incluso cuando trabajaba hasta tarde, era porque estaba corrigiendo exámenes en casa. No comprendía que Janine no pudiera desconectar al terminar su turno. Nunca había experimentado la sensación de tener la seguridad y el bienestar de alguien en sus manos. No soportaba los madrugones y las trasnochadas inherentes a la condición de oficial de policía. Si bien era algo frecuente, Janine no creía que salir con otro poli fuera una buena idea, aunque al menos ellos comprendían las servidumbres del trabajo.

Incluso en ese momento, mientras vaciaba una lata de comida para gatos en la escudilla de Tabby, su mente seguía en el trabajo. ¿Se le había pasado algo por alto? ¿Cuál era el próximo paso? Trató de imaginar dónde estaría Sammi y lo que habría padecido ese día. Se la imaginó viva, asustada y desconcertada, y luego como un cadáver que esperaba a ser hallado. Ambas cosas eran posibles, pero Janine era realista. Los secuestradores no solían mantener con vida a sus víctimas demasiado tiempo, no a menos que fueran débiles y dóciles. Una mujer fuerte e inteligente como Sammi siempre podría encontrar la manera de escapar o de defenderse.

Examinó el contenido del frigorífico y encontró una botella de vino blanco casi vacía. Quedaba lo justo para medio vaso. Cogió un par de cookies con trozos de chocolate y se instaló delante del televisor. Tabby saltó rápidamente sobre su regazo, donde se hizo un indolente y cálido ovillo. Janine sintonizó el canal de noticias 24 horas. Le resultaba extrañamente relajante ver las desgracias y tragedias internacionales, sabiendo que escapaban a su control y no era su responsabilidad tratar de solucionarlas.

Sabía que tenía que dormir esa noche. Había policías que juraban que una buena noche de sueño equivalía a realizar un gran avance en una investigación, convencidos de que su inconsciente se ocupaba del problema mientras dormían. Ella vería las cosas de otra manera por la mañana con una mirada fresca. Pero su cabeza seguía a toda marcha, y no habría sueño mientras continuara ordenando mentalmente hechos, personas e ideas.

Estaba segura de que nadie la llamaría durante la noche. Aunque hubiera sido ella la que había empezado la investigación, no la llamarían si encontraban al camarero. No la conocían, todavía no estaba lo bastante arriba en el escalafón. Llamarían a Bill. Confiaba en que él la llamase, aunque seguramente lo pospondría hasta la mañana. Aparte de eso, si se producía algún suceso menor durante la noche, ya se enteraría cuando fuera a trabajar.

Así las cosas, hizo algo a lo que recurría cada vez con más frecuencia: se tomó un somnífero con un vaso de agua. Algunas noches apenas era capaz de dormir. Las imágenes de casos antiguos surgían espontáneamente en su cabeza. Una lengua negra que asomaba a la cara abotagada de un ahorcado que se había tardado tres días en encontrar; la primera incisión para abrir el tórax durante la autopsia de un adolescente ahogado; el cadáver achicharrado de un joven encontrado en el maletero de un coche calcinado. Las más de las veces, estas cosas no la fastidiaban demasiado.

Aunque inevitablemente, acababa pensando en Charli. Jamás había conocido a la niña, solo la había visto en la única foto que los noticiarios de televisión habían mostrado repetidamente: los infantiles rizos rubio platino, la inocente sonrisa que se extendía por las mejillas rollizas, la manita regordeta que sujetaba una gerbera roja… Era una desconocida para Janine. Como lo era la madre desconsolada de Charli; como lo era el despiadado padre que la había ahogado durante una visita programada después de que la madre de la niña lo hubiera abandonado. Nunca los había conocido. Pero Janine les había fallado. No había tenido nada que ver con aquel caso, pero era la que había atendido la primera llamada telefónica. Le había dado largas a la madre de Charli con una excusa cuando esta había llamado para comunicar su inquietud. De ningún modo habría podido saber cuán fatal sería el desenlace.

«La policía me dijo que no podían hacer nada», había declarado entre sollozos la madre ante las cámaras de la televisión.

La mayoría de las noches, cuando seguía con la cabeza puesta en el trabajo y no paraba de darle vueltas a las cosas, aquellos infaustos desenlaces acudían a su cabeza cada vez que cerraba los ojos. ¿Había algo más que pudiera hacer para encontrar a Sammi? ¿En qué estado estaría cuando la encontraran? ¿Se convertiría en una nueva imagen del particular desfile macabro de Janine?

Su insomnio no era algo de lo que hablara con sus colegas. Cuando había ingresado en el Cuerpo hacía dieciocho años, le había costado ganarse el respeto y la confianza de sus compañeros, en especial de los hombres. Seguía imperando la mentalidad de la vieja escuela en lo tocante a la forma de repartir el trabajo policial, aquella que decía que las mujeres —si insistían en ser oficiales de policía— debían quedarse en la comisaría atendiendo el teléfono y tomando declaraciones.

La primera vez que ella había mostrado su emotividad fue después de haber acudido a un caso de muerte súbita de un lactante. El supervisor de su turno, un viejo sargento gruñón que quería jubilarse pero al que no le quedaba más remedio que aguantar, le había dicho: «Tómate una cucharada de cemento y endurece de una puta vez, niñata». Lo de «niñata» había sido tan degradante como la sugerencia, y Janine se tomó aquel comentario intrascendente muy a pecho. Nunca más quiso darle a un colega masculino la oportunidad de decirle que ella no era capaz de arreglárselas. No podía mostrar la menor debilidad ni permitir que pensaran que no era lo bastante dura y tan buena como cualquiera.

Así que arrinconó su empatía y compasión naturales y siempre actuaba de manera profesional, sin desviarse un ápice del reglamento. Su «debilidad» se manifestaba de otra manera: en su negativa a abandonar a una víctima, a seguir más allá de donde otros agentes se paraban. Y en su incapacidad para dormir después de un día como ese.

Dejó el móvil en la mesilla de noche. Puso el despertador a las seis y comprobó el volumen. Luego cerró los ojos e intentó no pensar en nada.

Sábado, 23.16

Sammi tenía un sueño, en realidad una pesadilla. Pero el día entero había sido una pesadilla para ella, y le estaba costando separar la realidad de lo imaginario. La oscuridad y la paranoia se agolpaban en su cabeza. Pero vio a Gavin en el bosque con ella, así que eso no podía ser real. Su cerebro lo sabía, aunque su mente no.

Estaba tumbada sobre la hojarasca. Gavin estaba de pie a pocos metros. Tendía la mano hacia ella.

—Vamos —dijo él. Parecía decepcionado, como si la hubiera estado esperando y hubiera acabado por enfadarse—. Ven aquí —añadía con cierta urgencia en la voz—. Podemos solucionarlo. —Ahora con tono de súplica.

Sammi trataba de levantarse, queriendo coger la mano de Gavin. Deseaba abrazarlo y disculparse por la pelea que habían tenido, una discusión que parecía tan lejana que le costaba recordar sobre qué había sido. Él estaba muy cerca, pero cuando ella le tendía la mano, Gavin empezaba a desaparecer.

Ella intentaba levantarse, pero no podía, y cuanto más se esforzaba, más se desvanecía él. Sammi no podía mover las piernas, ni siquiera sentirlas, y no estaba segura de la causa. Desconcertada, dirigía la mirada hacia sus pies. Un monstruoso perro negro, del tamaño de un león, se cernía sobre ella. Era tan grande, que solo la cara le entraba en su campo visual, el resto del cuerpo no era más que una difusa amenaza. El animal le tenía ambos pies atenazados en sus enormes fauces y le impedía levantarse. El perro gruñía, dejando a la vista unos colmillos que despedían destellos plateados como las hojas de los cuchillos de caza. La sangre le goteaba de las fauces, y en ese momento ella veía que la criatura le había arrancado los pies. Aunque sobreviviera, aquello la cambiaría para siempre. Nunca más volvería a ser la de antes…

Sammi gritó, y el sonido llegó a la vida real.

Se incorporó con rigidez en el lugar donde se había desvanecido, bajo el árbol. Su estridente grito aún le resonaba en los oídos. Volvió bruscamente la cabeza de un lado a otro, atenta a cualquier movimiento. La oscuridad era total. Sin moverse, aguzó el oído, tratando de captar algún ruido. Un ronco sonido a lo lejos: ¿el ladrido de un perro? Lo único que oía con claridad era el sordo palpitar de su corazón y su respiración jadeante.

¿Cuánto se había alejado? ¿La habría oído el asesino?

Rodó para ponerse a cuatro patas y luego se levantó con esfuerzo. Entumecida y dolorida, el frío le había calado hasta el tuétano. Debía seguir avanzando.

Consultó su reloj: las doce y seis minutos. Había sobrevivido al día. Ya era domingo, un nuevo día. Recurrió al arroyo para orientarse y se dirigió río abajo.

«Un paso más. Solo un paso más».

Domingo, 03.00

Gavin despertó sobresaltado y alargó la mano para tocar a Sammi. Estuvo a punto de caerse al suelo, pero se sujetó con un brazo. Solo entonces recordó que se había ido a dormir al sofá del salón.

Miró la hora en su teléfono. Las tres en punto. Había oído que la llamaban la hora del diablo. La historia decía que Jesús había muerto a las tres de la tarde, así que el demonio había reclamado la hora opuesta, las tres de la madrugada, para hacer de las suyas. La tradición sostenía que esa era la hora en que el demonio era más poderoso. Gavin se preguntó qué le habría despertado, si sería un mal augurio. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Puso el sonido al televisor para romper el inquietante silencio.

La perra dormía en el suelo del salón. Para ella era un regalo especial que le permitieran dormir en un lugar que no fuera su esterilla delante de la casa. Gavin alargó la mano y le dio un empujoncito. Jess se removió, levantó la mirada y meneó el rabo, golpeando el suelo dos veces, tras lo cual volvió a cerrar los ojos. Hasta la perra sabía que era hora de dormir.

Gavin fue zapeando por las distintas cadenas para distraerse. Pero todas parecían tener programas sobre delincuencia —víctimas, culpables y policías en diferentes variaciones y lugares—, o sea, sobre miedo y violencia. Se decidió por un publirreportaje sobre ropa deportiva que no le interesaba lo más mínimo, con la esperanza de que lo aburriera hasta quedarse dormido. Pero su mente estaba con Sammi, donde fuera que estuviera, viva o muerta.

¿Estaría sola? ¿Qué habría tenido que soportar? ¿Estaría pensando en él en ese momento? ¿Querría volver a casa? Aunque no se creía que lo hubiera abandonado para huir con algún tipo, a las tres de la madrugada cualquier cosa parecía posible. Se arrebujó en la manta, pero nada podía mitigar el pánico glacial que lo atenazaba.

Domingo, 03.01

Más que caminando, Sammi avanzaba tambaleándose. Había muchos ruidos y movimientos en el bosque durante la noche. Las criaturas tenían la misma meta que ella: sobrevivir. Los crujidos y roces del bosque, a los que se sumaban sus pisadas, la tranquilizaron un tanto.

Al principio creyó ver una luz entre los árboles. Avanzó hacia ella con sigilo, intentando no pisar ramitas, aunque sentía los pies como bloques de hormigón. Y allí, en un pequeño claro, le pareció ver una especie de estufa de exterior colocada en lo alto de un poste. Creyó sentir el calor que irradiaba y levantó las manos, dirigiéndose hacia allí. Cerrando los ojos intensificó la sensación de calor, y avanzó paso a paso con lentitud, hasta que chocó contra un pequeño árbol y la estufa desapareció. Aquello añadió otro par de arañazos a su colección. Rasguños, cortes y cardenales surcaban su piel desnuda, pero ya no los sentía. Su cuerpo estaba empezando a desconectar las partes no esenciales en beneficio de su cerebro y sus órganos vitales.

Se tambaleó una vez más y cayó hacia delante. Paró el golpe con las manos y las rodillas, pero el dolor le acalambró muñecas y codos. Se quedó a cuatro patas y trató de volver a incorporarse para seguir avanzando, pero sus brazos empezaron a temblarle y le resultó demasiado difícil. Se dejó caer al suelo. Poco a poco encogió las rodillas hasta el pecho, adoptando una posición fetal.

Por primera vez desde que había sido secuestrada, empezó a llorar. Grandes y profundos sollozos que le sacudieron todo el cuerpo. Aunque el sonido de sus gemidos la aterrorizó, no podía parar. Si el camarero andaba por allí cerca, oiría su llanto, transportado por el tranquilo aire nocturno.

—Eh, señorita.

Apenas fue algo más que un susurro en la quietud nocturna. Aunque la paranoia y el miedo la habían carcomido desde que despertara en la trasera de la camioneta, supo que no se trataba de alguien hostil. Se estiró un poco y levantó la cabeza.

Una mujer joven estaba a un par de metros delante de ella; la rodeaba un brillo plateado, como si la luna la iluminara por detrás.

—Vamos, tiene que levantarse. Confiamos en usted.

La aparición se acercó a ella rozando con los pies la vegetación del suelo. Se inclinó y su brazo extendido llegó hasta Sammi. Era Tahlia Corbett, vestida con la misma ropa con que había desaparecido.

Sammi extendió la mano y, aunque solo agarró el aire, aquello le bastó para levantarse trabajosamente. Como se tambaleó ligeramente, Tahlia se puso a su lado y la cogió del brazo. Sammi bajó la vista y vio que unos dedos resplandecientes se entrelazaban con los suyos, en ese momento insensibles.

—Tiene que seguir adelante —le dijo la suave voz de Tahlia dentro de su cabeza. No había necesidad de responder.

Sammi reparó entonces en las otras chicas. Tres más, cada una con un resplandor de distinta intensidad, una apenas visible, a la que Sammi solo alcanzó a vislumbrar.

La de mayor resplandor después de Tahlia se acercó y la cogió de la otra mano. Sus labios se movieron, pero su voz era tan débil que Sammi no distinguió sus palabras. Con todo sucediendo a cámara lenta, sustentada a ambos lados por los fantasmas de aquellas mujeres muertas, dio un paso. Y otro. Aferrándose a las manos de los espíritus, estimulada por los recuerdos comunes de lo que habían padecido, Sammi avanzó, y cada paso que daba la acercaba al amanecer y a un día más.

Domingo, 08.04

«Pasamos a otro asunto: la policía de Queensland está investigando la desaparición de uno de sus miembros. La agente Samantha Willis lleva desaparecida en la zona de Brisbane desde que no regresó a la casa de una amiga en la madrugada del sábado. La policía quiere hablar urgentemente con este hombre, Donald Black».

Janine y Bill estaban viendo el informativo de la mañana en el pequeño televisor colocado en un rincón de la sala de operaciones. Todos los presentes habían hecho una pausa y la sala se sumió en el silencio mientras escuchaban. La foto policial del camarero apareció en la pantalla y Janine confió en que la gente que estuviera mirando pudiera ver la maldad en los ojos de aquel sujeto. Apareció una foto de una camioneta como la suya, con el número de matrícula sobrepuesto.

«—La policía solicita a cualquiera que haya visto a la agente Willis o a Black que llame a la Oficina para la Prevención del Crimen…

»—Esto no es habitual. Que desaparezca un oficial de policía —dijo el copresentador.

»—Así es, y todo sugiere que en esta historia hay algo más. Les mantendremos informados».

Eso fue todo. Siguieron con la historia de un jugador de rugby que había sido detenido.

—¡Joder! ¿Tenían que decir que era policía? —Janine estaba indignada—. Nuestro enlace con la prensa debería hacer mejor su trabajo. ¡Joder! ¿Y si sigue viva y él oye eso? ¿No podemos hacer algo al respecto? —preguntó a Bill.

Este soltó un gemido.

—No podemos prescribirles lo que tienen que decir. Ya lo sabes —respondió—. Quién sabe cómo se enterarían de eso. Como sea, no íbamos a poder mantenerlo en secreto mucho tiempo. Por supuesto que le van a sacar partido. Para ellos tiene interés periodístico.

—Vale, pero la Oficina de Prensa debería haberlos advertido. Si Black sigue teniendo a Sammi y descubre que es policía… —Janine meneó la cabeza—. No puedo imaginarme lo que podría hacerle. Los medios de comunicación tienen que saber el peligro en que la han puesto con ese dato innecesario. Él estará pendiente de las noticias. Me apuesto lo que sea. Querrá saber qué tramamos. Mierda. Puede incluso que se lo pase bomba observándonos dar palos de ciego. Esto me da náuseas.

—Es demasiado tarde, Janine. Ya está hecho. La información está ahí fuera, y que montes en cólera por eso no va a sernos de ninguna ayuda. Tenemos que centrarnos en hacer nuestro trabajo lo mejor que sepamos.

Una petición de colaboración ciudadana era un arma de doble filo, y no solo porque tuvieran que depender de las informaciones egoístas de los medios de comunicación. Quizá recibieran la llamada crucial, la de alguien que hubiera visto a Black en una estación de servicio, o aparcado en el arcén de una carretera. Cualquier cosa que les indicara la dirección correcta.

No obstante, junto con cada llamada útil podría haber otras veinte con pistas falsas, llamadas de personas que trataban de ser útiles pero aportaban información errónea o confusa. Todavía seguían recibiendo con regularidad llamadas sobre Tahlia, y todas las pistas eran investigadas por los miembros de la Operación Eco. A una investigación como esa se dedicaba una cantidad descomunal de horas. Así era como solían producirse los «golpes de suerte», mediante el examen meticuloso de la ingente cantidad de información e identificando las piezas que encajaban.

Domingo, 08.38

—Prevención del Crimen, le habla la agente Tracey Snell.

Silencio.

—¿Diga?

Si esa persona colgaba, la siguiente llamada ya estaba esperando.

—Hola. —Una voz de mujer, dulce y vacilante—. No estaba segura de si llamar. Conozco a Don Black.

—De acuerdo. Estamos interesados en ponernos en contacto con él.

—No sé dónde está ahora, pero la mujer que está con él corre un grave peligro.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Es un hombre violento y peligroso. Y creo que estuvo planeando matarme.

—Por favor, continúe.

—Salí con él. Tuve una infancia difícil y parece que atraigo a esa clase de hombres, ya sabe. Una noche se emborrachó y me pegó hasta que perdí el conocimiento. Afortunadamente recuperé la consciencia enseguida, pero él no se dio cuenta porque permanecí inmóvil y con los ojos cerrados. Entonces se puso a hablar consigo mismo sobre llevarme al bosque y matarme. Fue como si mantuviera una discusión consigo mismo sobre si hacerlo o no.

»Decía: “No será un problema meterla en la camioneta”, y luego: “Pero la puta de su hermana vendrá a buscarla”. Mi hermana no confiaba en él y me llamaba a todas horas para comprobar que estuviera bien. Y más tarde, nunca olvidaré lo que dijo: “Se desangrará de vicio y me la follaré hasta matarla”. Perdone por el lenguaje, pero esas fueron sus palabras exactas. Estuve allí durante una hora, esperando. Al final, se fue a dormir. Y entonces agarré mi bolso y eché a correr. Estaba aterrorizada. Y todavía lo estoy.

—¿Dijo adónde pensaba llevarla?

—No; solo hablaba del «bosque», pero también dijo algo sobre ir a ver al capitán o algo parecido.

—¿Cuánto hace que pasó eso?

—Como hace un año.

—¿Acudió a la policía en el momento?

—No. Sé que debería haberlo hecho, pero estaba tan asustada… Solo quería olvidar esa mala experiencia y seguir adelante.

—¿Me da sus datos para que un inspector pueda llamarla?

—Él me sigue dando mucho miedo. Llevo asustada desde que lo dejé. Me amenazó con hacerme cosas horribles.

—Pero hoy nos ha llamado. Desea ayudar.

—Sí. Hay que detenerlo.

Domingo, 09.08

Los ángeles de Sammi se habían disipado como la niebla en la luz del día, aunque seguía notando su presencia. No estaba sola. Seguía avanzando con obstinación. El sol matutino le estaba caldeando las piernas. La esperanza renació con los rayos del sol a través de la bóveda arbórea.

¿Hasta dónde había llegado? El arroyo era ya más ancho y profundo. El paisaje había cambiado ligeramente. Los árboles estaban más dispersos, lo que facilitaba su travesía por el bosque. Unas peñas esporádicas salpicaban las orillas y el agua corría con mayor rapidez a medida que algunos afluentes más pequeños se le unían. Sin duda el agua fluía hacia la civilización. Podría ponerse a salvo. El camarero no la había derrotado; el bosque tampoco lo haría.

Llegó a un pequeño claro soleado y tentador. Sammi se dejó caer en la hierba con cuidado. Se tumbó de espaldas, entrelazando los dedos detrás de la cabeza. La paranoia era agotadora. Tenía que utilizar aquella sensación de estar siendo observada. Cerró los ojos e inmediatamente se sumió en un sueño tranquilo.

Domingo, 09.12

La sala de la Operación Eco se convirtió en un hervidero de actividad —todos parecían estar haciendo llamadas telefónicas— cuando la información de la Oficina para la Prevención del Crimen empezó a pasar nueva información sobre el caso. Janine había esperado haber visto a Jake a esas horas. No conocía a los demás efectivos lo suficiente para empezar a asignarles tareas, y tenía al menos tres asuntos que podría haberle pedido a su subordinado que investigara. Los domingos por la mañana él solía llegar un poco tarde y con bastante resaca, pero dada la gravedad del caso ella había esperado más de su parte. Se alegró al ver el número de Jake surgir en la pantalla de su teléfono cuando sonó una hora más tarde.

—Eh, Neeny, ¿cómo van las cosas por ahí? ¿Algún progreso? —preguntó él.

—Estamos hasta el cuello de nuevas informaciones. ¿Dónde te has metido, Jake? —respondió Janine, cortante.

—¿Por qué? ¿Es que me extrañas? —bromeó él. Era evidente que no estaba demasiado resacoso.

—¿Este caso no podría ser más importante y tú pierdes el tiempo en la oficina rascándote? —replicó Janine con incredulidad.

—Alto ahí —respondió Jake, ya con tono serio—. Tenía a unas personas esperándome aquí a las ocho. Intentaron presentar una denuncia anoche, y algún uniformado se los quitó de encima diciéndoles que vinieran a verme por la mañana. Hasta ahora no he tenido ocasión de llamarte —explicó.

—¿Y de qué se trata?

—Anoche murió un anciano. Parecía un asunto claro de muerte natural. Pero ahora tengo aquí a su hija afirmando que su hermano mató a papá para sisarle el dinero.

Janine gimió.

—¿Así que no vas a aparecer por aquí?

—No. Lo siento. Haré lo mínimo aquí y estaré ahí lo antes posible.

—Haz lo que tengas que hacer —dijo Janine—. Eres afortunado por tener una buena excusa. Estaba empezando a ponerme de mala leche.

—Jamás te fallaría, Neeny. Al menos no adrede.

Ella se imaginó la sonrisa de su compañero cuando colgó.

Siguió revisando los informes sobre el caso Corbett, buscando conexiones. Bill parecía no haber soltado el teléfono desde el inicio de su turno, y Janine se dio cuenta de que el caso también lo tenía enganchado y preocupado. Bill la llamó desde la puerta de su despacho.

—¡Quiero que estés presente en esta conversación! —gritó, indicándole que fuera a su despacho.

Janine se dio cuenta de que el auricular del teléfono estaba descolgado.

—Es un inspector de Caboolture. Alguien ha encontrado unos huesos. A ver qué te parece —explicó Bill, pulsando la tecla del altavoz del teléfono—. Nev, ahora estás conectado al altavoz, y tengo conmigo a Janine. Está trabajando en el caso Willis, y quiero que también oiga esto por si todo estuviera relacionado. Bueno, cuéntanos lo de esos huesos.

—Sí, hola, Janine. Os interesará enteraros de esto, pero podéis sacar vuestras propias conclusiones. Hace como media hora una mujer se presentó en el mostrador. Había estado montando a caballo por la Reserva Natural de Yonga, cerca de Woodford, y llevaba un perro con ella. Estaba siguiendo un sendero, pero dejando que el perro corriera por donde le apeteciera. En cierto momento el animal desapareció entre la maleza y reapareció con un gran hueso viejo en la boca. Después de quitárselo, a la mujer le pareció que era humano. Es una médica jubilada. Lo trajo a comisaría y hablé con ella. En realidad lo encontró el viernes por la tarde, pero no lo trajo hasta hoy. Dijo que el caballo se había herido y que se olvidó del hueso hasta que volvió a verlo hoy en su coche. Le dije que seguramente sería de una vaca o un canguro muerto. Entonces me miró con aire de superioridad y me dijo que podía distinguir un omóplato cuando lo veía.

—¿A ti te parece humano? —preguntó Bill.

—La verdad, solo estaría conjeturando. Pero seguro que la buena doctora sabe más que yo. No obstante, el hueso parece viejo, como si hubiera pasado a la intemperie mucho tiempo. Enseguida me vino a la cabeza Corbett. Por eso he llamado.

—Perfecto. Si hay alguna posibilidad de que sea de ella, tenemos que tratarlo como el escenario de un crimen y llamar a la Científica —dijo Bill.

—La doctora va a ir con una dotación de uniforme para enseñarles dónde estaba cuando el perro apareció con el hueso.

—Habla con ellos y diles que acordonen la zona. ¿Tenéis algún inspector que pueda ir también?

—Sí, yo y un colega podemos ir —dijo Nev.

—¿Puedes darle prioridad? Si el hueso es humano, hay muchas posibilidades de que sea sospechoso —indicó Bill.

—Podemos salir casi de inmediato, pero tardaremos cerca de media hora en llegar allí —respondió Nev.

—Bien, mantenednos informados. —Bill le dio el número de su extensión directa y colgó. Se reclinó en su silla y se estiró—. ¿Qué te parece? —le dijo a Janine.

—Podría tratarse de Corbett, aunque nunca hubiera pensado que sus huesos parecieran tan viejos. Solo han pasado cuatro meses.

—Ya, pero el término «viejo» admite cualquier interpretación. Si los huesos han estado expuestos a las inclemencias del tiempo y a los animales salvajes y los insectos, diría que no les quedaría nada de carne adherida al cabo de poco tiempo. Además, hemos tenido días de mucho calor. Pero estamos especulando. Dejemos que la Científica se ponga a ello.

—De acuerdo, entonces consigue un forense y que vea qué puede decirte exactamente. Y repara en que he dicho «te», porque yo estoy trabajando en el caso Willis.

Bill sonrió.

—Sí, pero creo que todo esto está relacionado.

—No va a ser un hueso de Sammi, eso seguro —apuntó ella.

—Lo sé, pero si es de Tahlia, entonces podemos tener nuestra segunda localización, otro lugar para empezar a buscar a Sammi. Sabemos que Black se la ha llevado a otra parte, en una camioneta y con un perro y una moto todoterreno. Yonga no está demasiado lejos de su casa y es una zona extensa, llena de lugares donde nadie te molestará. Ahora supongamos que esos restos son humanos, y que un esqueleto acaba de ser desenterrado en el bosque. ¿De quién se trata? ¿Cuántas personas tenemos en los archivos de desaparecidos? ¿Por cuántos tenemos temores fundados? ¿Cuántos fueron vistos por última vez en la región de Gran Brisbane? Podrás contarlas con los dedos de una mano. Mi instinto me dice que esto está relacionado con Sammi. Cuanto antes consigamos nueva información, más posibilidades tendremos de encontrarla —concluyó Bill.

Janine se fijó en que no había utilizado la palabra «viva».

—Bueno, ¿y qué es lo siguiente? —preguntó.

—Solo quería que estuvieras informada. Ahora está en manos del equipo que ha ido allí. Veamos si pueden encontrarnos un cuerpo.

—Triste esperanza —se lamentó Janine mientras salía del despacho de Bill.

Domingo, 10.07

Había tres personas y un animal esperando a Nev y Rob en el comienzo del sendero de entrada al Parque de Yonga: dos agentes de uniforme, cuyos nombres no recordó Nev, y una mujer mayor con un kelpie sujeto con una correa. Todos, incluido el perro, se volvieron para mirar a los detectives cuando salieron del coche y se dirigieron hacia ellos.

Se hicieron unas rápidas presentaciones. La mujer era la doctora Sylvia, la que había llevado el hueso a la comisaría, y estaba allí para mostrarles el lugar donde el perro había aparecido con el omóplato.

—He traído a Ziggy conmigo. Si lo soltamos donde recuperó el primer hueso, seguro que regresa directo al mismo sitio —explicó.

Nev miró al perro, que brincaba con impaciencia sobre sus patas, e intercambió una mirada con Rob.

—Gracias, pero dejaremos que sea usted quien nos muestre el lugar donde el perro… donde Ziggy apareció con su hallazgo —dijo Nev.

—Por eso le puse la correa —repuso ella—. Vamos, no está lejos de la entrada.

Nev se volvió hacia los agentes.

—Vosotros quedaos aquí y aseguraos de que nadie se acerque. Hemos de tratar esto como la escena de un crimen hasta nueva orden. Será mejor que empecéis a levantar el atestado.

A continuación, los tres empezaron a subir por el sendero, con Sylvia en cabeza. En realidad, el que dirigía era el perro, que no paraba de zigzaguear y olisquear hasta donde la correa le permitía. Nev tuvo que recordarse que el sendero había sido hollado por cientos de potenciales pisadas desde que la doctora lo recorriera. Si hubiera alguna prueba allí, estaría con los verdaderos restos. Si es que lograban encontrarlos.

Había muchas posibilidades de que no se tratara del escenario de un crimen. El suicidio era más frecuente que el asesinato, y un buen número de desaparecidos eran personas que se habían quitado la vida y todavía no habían sido encontradas. También cabía que solo fueran los huesos de un animal muerto. Ojalá, pensaba Nev mientras avanzaban penosamente por la pista forestal. Si Bill estaba en lo cierto y el hueso era sospechoso, entonces iba a ser un día largo. Empezó a pensar en llamar a su esposa para avisarle de que llegaría tarde a casa.

—Ahí —dijo Sylvia, señalando un gran eucalipto—. Yo estaba dando la vuelta para regresar al comienzo del sendero. Ziggy estaba en ese lado del camino. Le oí hurgar entre las ramas, así que no pudo adentrarse mucho en el monte, y luego reapareció trotando ahí mismo con el hueso en la boca. Estoy segura de que apareció al lado del eucalipto.

—Vale, gracias por todo. No es necesario que espere, ya puede regresar —dijo Nev.

—¿Seguro que no necesitarán a Ziggy? No ocasionará más daños de los que ya haya provocado por accidente —repuso la mujer.

—No; de verdad. Tenemos que proteger lo que encontremos —respondió Nev.

A algunas personas les emocionaba verse involucradas en actuaciones policiales y sentirse útiles. Aquella doctora estaba demostrando ser una de ellas. En una cosa tenía razón: el estropicio ya estaba hecho, a cuenta del pobre Ziggy. Pero aquello había sucedido antes de que eso fuera una investigación policial. Ahora Nev estaba al mando y, aunque la mujer tuviera razón —Ziggy buscaría más deprisa que ellos—, no quería correr riesgos. Así que escoltó a la mujer de vuelta al sendero.

—Muchas gracias por su colaboración. Ha sido usted de mucha ayuda trayéndonos aquí e indicándonos la dirección correcta —dijo Nev.

—¿Al menos me informarán si encuentran algún hueso humano? Estoy segura de que eso es un omóplato, pero me alegraría saber que se confirma.

—Pues claro, no podremos darle los detalles, pero me encargaré de que alguien le informe si encontramos cualquier resto —la tranquilizó Nev, solo para conseguir que se moviera.

—Entonces, vamos, Ziggy. Dejemos que estos caballeros hagan su trabajo.

Domingo, 10.18

—Prevención del Crimen. Habla con la agente Tracey Snell.

—Sí, hola. Creo que tengo alguna información sobre esa oficial de policía desaparecida.

—Adelante, ¿qué desea contarnos?

—Soy vidente. Aunque no soy muy conocida, ya que mantengo un perfil discreto.

—De acuerdo…

—Esa chica está en un sótano en alguna parte. Sigue viva, aunque está malherida. La casa donde la retienen está en la ciudad, casi seguro que en Brisbane. Es una casa antigua, de las típicas de Queensland, pintada de un tono verdoso. Tiene un sótano, pero la puerta está escondida. Busquen una tortuga. Eso es todo lo que he captado por el momento, pero volveré a llamar si veo algo más. ¿Lo va a investigar alguien?

—Estamos siguiendo todas las pistas. Esta puede estar relacionada con algo. Déjeme sus datos por si tenemos que ponernos en contacto con usted.

—No; yo les llamaré.

—Gracias.

Tracey colgó y apoyó la cabeza en las manos durante diez segundos antes de que el teléfono sonara una vez más.

Domingo, 10.32

Bill asomó la cabeza por la puerta de su despacho.

—¡Han encontrado los restos de un cadáver en Yonga! —anunció a viva voz para que Janine lo oyera en la otra punta.

La sala se convirtió en un hervidero de preguntas.

—¿Es Sammi?

—¿Se trata de Tahlia?

—Al parecer, ni una ni otra. Hasta el momento solo han recogido restos de ropa y también un zapato —informó Bill—. Los huesos parecen demasiado antiguos para ser de alguna de nuestras chicas, y la ropa no coincide. En Personas Desaparecidas ya están trabajando en ello, cotejando los restos de ropa encontrados con sus archivos.

Cruzó la sala hasta la mesa de Janine para no tener que seguir alzando la voz.

—Les he pedido que comparen los datos de la prostituta desaparecida por la que fue interrogado el camarero.

—Estás convencido de que todo está relacionado, ¿eh? —dijo Janine. No fue una pregunta, sino una afirmación.

—Sí.

—Así que lo que estás diciendo es que tenemos entre manos un asesino en serie con al menos tres víctimas.

—Es muy posible. Hay conexiones entre las tres —respondió Bill.

—Conexiones muy débiles —puntualizó Janine.

—Así es, pero esta vez estoy siguiendo mi intuición. Así que dime: ¿de verdad crees que no están vinculadas? ¿O simplemente no quieres creerlo porque eso significa que Sammi está muerta casi con absoluta seguridad?

Ella se encogió de hombros sin sostenerle la mirada. No tenía tiempo para introspecciones; tenía que encontrar a una policía desaparecida.

Domingo, 11.09

Don estaba de un humor de perros; incluso el suyo se daba cuenta. Zeus tenía la cola entre las patas y se mantenía lejos de su amo, temeroso. El animal ya había probado la afilada puntera de una bota un par de veces esa mañana y guardaba las distancias.

El día anterior no había discurrido según lo previsto. La emoción de la cacería había terminado por evaporarse, y él seguía sin encontrar a aquella estúpida zorra. ¿Cómo diablos habría descubierto el localizador? Había tenido suerte, pero aun así moriría. Se consoló pensando que la zorra vería aproximarse la muerte, arrastrándose sigilosamente con el frío nocturno.

No había sido un fracaso completo. Todavía seguía viendo el terror de la chica, y la sensación de poder le recorrió las venas como una droga. Y también había sacado alguna enseñanza. Ya estaba haciendo planes, discurriendo nuevas ideas. La siguiente no se escaparía.

Además, todavía esperaba con ansias otro placer: su notoriedad. Encendió la radio de la camioneta mientras cargaba la moto y la sujetaba con las correas. La cobertura no era perfecta, aunque sí lo suficiente para oír lo que se decía. Quizá fuera ese mismo día, aunque no era probable. La amiga de Samantha era una guarrilla borracha; a saber cuándo se daría cuenta de que su amiga había desaparecido.

Casi estaba de nuevo en la carretera antes de que el boletín informativo empezara. Subió el volumen con una sensación de vértigo y expectación. Una sonrisa se extendió por su rostro cuando oyó las palabras «persona desaparecida».

«La policía solicita ayuda para localizar a la desaparecida Samantha Leigh Willis. Y sin duda están dispuestos a hacer todo lo que esté en sus manos, porque la propia Willis es una oficial de policía…».

¡Coño, pero si era una poli!

«La policía desea hablar con Donald Charles Black…».

Don pisó el freno a fondo, lanzando a Zeus contra el salpicadero con un gañido. Resultaba surrealista oír su nombre por la radio.

«Se cree que conduce una camioneta Toyota Landcruiser blanca matrícula 542GCU. Existe una creciente preocupación por la seguridad de la oficial desaparecida. Se solicita que cualquiera que disponga de información se ponga en contacto con la policía de su localidad».

¡Joder!

¿Debía volver? ¿Encontrarla y acabar con ella de una manera adecuada a su asquerosa profesión? Pero ¿cuánto podría costar encontrar a una puta agotada que iba dando tumbos por su territorio de caza?

Se detuvo, pero acto seguido pisó el acelerador. Odiaba cuestionar sus propias decisiones. Era imposible que ella lograra salir del bosque. Imposible. Que fuera una jodida madera no influiría en nada. Jamás encontrarían su cuerpo, y nunca podrían acusarlo de ello. No tenían nada. Y él habría matado a una poli. Y eso conllevaba un placer añadido.

¿Y si alguien la había visto subirse a su camioneta? Bueno ¿y qué? La había llevado a casa después de que su amiga la dejara tirada. Eso era todo lo que podrían demostrar. No tenían nada que lo relacionara con su desaparición. Igual que cuando lo habían interrogado sobre la primera zorra. Los maderos eran estúpidos. Seguían sus normas y si no eran capaces de cumplirlas al pie de la letra, te dejaban en paz. No eran capaces de improvisar. No como él. Él era listo. Más que ellos.

Tendría que encontrar algún lugar para darle unos manguerazos a la caja de su vehículo, y pronto. La policía podía hacer virguerías con un ADN. Una sensación de pánico se empezó a apoderar lentamente de él. Puta estúpida; debería haberla matado cuando tuvo ocasión.

No quería enfrentarse a la basura policial. Se dirigiría a la frontera. Tenía todo lo que necesitaba: su perro, su rifle, su cartera… Iría al Territorio del Norte y no miraría atrás.

El boletín informativo había solicitado la colaboración ciudadana para encontrarlo, así que eso significaba que no sabían dónde estaba. Si se mantenía en las carreteras secundarias y acampaba en el bosque, podrían tardar días, hasta semanas, en encontrarlo.

Le iba dando vueltas a esas ideas cuando le sobresaltó un grupo de canguros que merodeaba en la cuneta del camino forestal. Eso le dio una idea. Se detuvo y se apeó, rifle en ristre. Escogió al animal que estaba más cerca de la camioneta para que no tuviera que arrastrarlo demasiada distancia. Apuntó y lo derribó alcanzándolo en el lomo. Llamó al perro, y ambos fueron hasta el canguro abatido, que se retorcía y gruñía. Le había volado la espina dorsal a fin de eliminar la posibilidad de que el animal le soltara una patada. Lo agarró por las patas, lo arrastró hasta la camioneta y lo subió con dificultad a la caja. El animal seguía vivo y sangraba profusamente, como había sido su intención.

Se felicitó por su idea genial. Obsequió a Zeus con una palmadita en la cabeza. Ahora sí que los polis nunca tendrían nada contra él. Y aun así primero tendrían que atraparlo. Sonrió cuando volvió a poner la camioneta en marcha.

Saldría de esa, no habría ningún problema.

Domingo, 11.12

Gavin no reconoció a los dos hombres que llamaron a la puerta de su casa, aunque supuso que eran detectives de la ciudad. Llevaba bastante tiempo tratando con polis para reconocer el «uniforme» de paisano. Ningún policía local aparecería en el porche de su casa en camisa de manga larga y encorbatado, sudando la gota gorda al sol de media mañana.

Sintió una angustia inmediata. ¿Por qué unos policías que no conocía de nada aparecerían sin anunciarse en su puerta? Hasta el momento todo se había hecho a través de los efectivos que conocía de la comisaría local. Ellos lo habían guiado a través de los procedimientos y protegido de los detectives extremadamente estrictos que no lo conocían, ni a él ni a Sammi.

Gavin creía que Shane estaba siendo sincero con él, y que le contaba todo lo que los investigadores de Brisbane le contaban a él sin dejarse nada en el tintero. ¿De qué iba aquello? Dudaba que enviaran a unos extraños para darle malas noticias; eso sería una cobardía. Y Shane no lo permitiría. Aquello era otra cosa.

Abrió la puerta mosquitera y miró a los hombres con expectación. Ambos rondaban los treinta y tantos años. El más alto tenía una buena barriga y la palidez de alguien que pasa la mayor parte del tiempo en lugares cerrados. El otro era bajo pero musculoso. Sus bíceps pugnaban por salirse de las mangas de la camisa y mantenía los brazos separados del cuerpo, como si acarreara una sandía bajo cada uno. El más alto le tendió la mano.

—Gavin, ¿verdad? Soy el sargento inspector Barry Stanley. Este es el sargento inspector Matt Stansfeld. Somos de la Brigada de Homicidios.

El corazón de Gavin se paró al oír la palabra «homicidios». Era la primera vez que se mencionaba; hasta ese momento, se había tratado de un caso de persona desaparecida. Tal vez tuvieran malas noticias. Guardó silencio, expectante.

El más alto, Barry, debió de ver la consternación en su cara y se apresuró a aclararlo.

—No tenemos ninguna noticia que darle. Solo hemos de hacerle algunas preguntas. Para ayudar con la investigación.

Gavin volvió a tragarse los pensamientos negativos y se hizo a un lado.

—Por favor, pasen.

Miró afuera cuando los hombres traspusieron la puerta, casi esperando ver a Shane con ellos. Pero no había nadie más, ninguna cara familiar que le explicara qué estaba sucediendo y le descifrara el trasfondo.

Los tres se dirigieron al salón. Encima de la mesilla de café había una caja con galletas caseras, obsequio de una vecina.

—¿Un té? Ahí también hay unas galletas —dijo Gavin.

—Algo frío estaría bien, un poco de agua servirá —respondió Barry—. Es un largo trayecto en coche desde Brisbane.

Gavin fue a la cocina, rumiando la situación. Decidió que no estaba de humor para juegos. Cuando regresó al salón con dos vasos de agua fría, fue directamente al grano.

—¿Qué sucede? —preguntó. Dirigió la pregunta a Barry porque el otro hombre todavía no había dicho una palabra—. Hasta el momento solo he tratado con los muchachos de la comisaría. Y ahora tengo a dos detectives de Homicidios en mi casa. ¿Qué está pasando?

—No pasa nada, Gavin —lo tranquilizó Barry—. Siéntese, solo tenemos unas preguntas más. Ya sabe cómo somos los polis, siempre tenemos más preguntas.

El hombre esbozó media sonrisa en un intento de disipar la tensión, pero Gavin no picó.

—¿Han conducido tres horas para hacerme unas preguntas? ¿No pudieron telefonearme? Aquí hay más de lo que me está diciendo. ¿Por qué están aquí? —inquirió.

—Ajá, tiene razón —admitió Barry—. La Brigada ya se ha involucrado. Lo siento, pero es muy probable que Samantha haya sido víctima de un acto criminal. Así que empezamos nuestra investigación ahora. Y usted forma parte de la misma.

—¿Creen que tengo algo que ver?

—No he dicho eso. Pero muchas víctimas de homicidios lo son por sus maridos o parejas, o por personas que conocen. Sería una negligencia por nuestra parte no hacerle algunas preguntas. —Barry hablaba con calma, mirándolo a los ojos y tratando de apaciguarlo.

El otro hombre permanecía mudo, pero observaba con suma atención.

—Hablen con la policía local. Estuve aquí toda la noche, ellos responderán de mí. Y no me diga que no saben nada del camarero.

—Sabemos lo del camarero, y créame, nos esforzamos en investigar todas las pistas de las que disponemos hasta el momento. Pero aun así tenemos que aclarar un par de cosas con usted. Por favor, siéntese. Vamos, estamos todos del mismo lado. Todos intentamos encontrar a Samantha.

Gavin dudó, pero acabó sentándose en un sillón enfrente de Barry.

—Vale, ¿y qué necesitan saber? —preguntó.

—¿Qué sucedió la tarde antes de que Samantha se marchara?

—Tuvimos una discusión y nos enfadamos. Yo cogí a la perra y me fui a correr. Cuando regresé, unas dos horas más tarde, Sammi se había ido. Para entonces ya me había calmado e intenté llamarla, pero no contestó al teléfono.

—¿Por qué discutieron?

—Por nada, en realidad. Nada importante.

—¿Entonces qué fue? ¿Por dinero? ¿Por trabajo? —insistió Barry.

—Sugerí que juntáramos las cuentas bancarias. Ella no quiso, y yo la acusé de no confiar en mí. Eso fue todo.

—¿La cosa se puso violenta?

—¡No! —saltó Gavin. No era un maltratador y no le gustaba que se le considerara en esos términos—. Jamás le he puesto una mano encima. Nos gritamos, eso fue todo.

—¿Confía en ella? —preguntó Barry.

—Sí. Totalmente. Llevamos juntos tres años. No habríamos durado tanto si no confiáramos el uno en el otro. Ella solo se cabreó porque quise que se cambiara a mi banco. —Detestaba tener que estar justificando sus emociones a un extraño.

Barry cambió de táctica.

—¿Conoce a mucha gente en Brisbane? —preguntó.

—No. Un par de antiguos compañeros de colegio viven allí.

—¿Viaja allí a menudo?

—No. Si hay algún motivo para ir, cojo el coche y voy. Aunque necesito mi GPS.

—¿Ha estado alguna vez en Forest Lake? —preguntó Barry.

—Es ahí donde vive esa estúpida cabeza de chorlito de Candy, ¿no? Fuimos a visitarla una vez.

—No le gusta Candy, ¿eh? —En otro momento podría haber sido una pregunta intrascendente, pero ese día tenía cierta importancia, y Gavin se arrepintió de su exabrupto.

—No, la verdad es que nunca la he tragado. Si ella se hubiera quedado con Sammi para asegurarse de que llegaba a casa en condiciones, en lugar de andar golfeando por ahí con un par de desconocidos, probablemente ahora no estaríamos sentados aquí. Ayer apareció aquí, se disculpó y se marchó de nuevo. No he tenido nada más que ver con ella.

—Antes ha mencionado al camarero. ¿Había oído hablar de él antes?

Gavin miró a Barry con frialdad.

—No. ¿Creen que tengo algo que ver con él? —preguntó en voz baja y glacial.

—Solo queremos toda la información que podamos recabar —respondió Barry.

—Oigan, ¿es esto un interrogatorio? —El malestar de Gavin empezó a crecer al ver los derroteros que tomaban las «indagaciones» de Barry. Por eso los dos detectives habían venido desde Brisbane. Ninguno de los muchachos de la localidad le habría tratado así.

—No, nosotros solo estamos… —empezó Barry, pero Gavin le interrumpió sin miramientos.

—¿Están grabando esto? —Aunque era mecánico de profesión, llevaba bastante tiempo tratando con policías para conocer sus trucos.

—Sí —admitió Barry, encogiéndose de hombros mientras sostenía la fría mirada de Gavin—. Debería saber que es algo bastante habitual en estos tiempos. Estoy seguro de que Samantha lleva una minigrabadora.

—Bueno, pues puede apagarla. No hay nada que pueda decirles que no les haya dicho ya a los chicos de aquí. No me gusta que se me trate como a un sospechoso —espetó. ¿Cómo se atrevían esos hombres a entrar en su casa e insinuar que había contribuido a hacer desaparecer a su novia?

—¿Debo entender que no quiere responder a mis preguntas? —De nuevo, se trataba de un pregunta capciosa.

Gavin no estaba seguro de si sería capaz de salir de aquel campo minado. Aquellos hombres estaban haciendo lo que mejor se les daba: hacer preguntas, provocar respuestas. Y él lo único que deseaba era echarlos de su casa y que se fueran con viento fresco.

—No tengo nada que ver con la desaparición de Sammi. La quiero y deseo que vuelva. Eso es lo fundamental —dijo, pronunciando cuidadosamente cada palabra.

—Lo único que intentamos hacer es reunir toda la información posible, de manera que tengamos más posibilidades de encontrar a Samantha.

—Es Sammi, todo el mundo la llama Sammi. Deberían saberlo si supieran algo sobre este caso. No saben nada de ella y no saben nada de mí —les espetó con irritación.

Aquello empezaba a convertirse en una conversación sin sentido. Él no tenía la información que ellos pretendían sonsacarle. Si les pedía que se marcharan, eso le daría un sesgo diferente a la entrevista, y ellos sacarían conclusiones erróneas.

—¿Gavin? —llamó una voz desde el porche. Gavin la reconoció con alivio.

—Tom —respondió—, pasa, tío.

Tom apareció vestido con una camiseta descolorida y unos pantalones holgados.

—¿Va todo bien? —Tom se dirigió a Gavin, aunque estaba examinando a los detectives.

—Estos dos caballeros son de la Brigada de Homicidios —dijo Gavin.

Tom movió rápidamente la cabeza de un lado a otro cuando oyó la palabra «homicidios». Gavin negó con la cabeza para responder a la pregunta no expresada.

Los dos inspectores se levantaron, le dieron la mano a Tom y se presentaron.

—Tom trabaja con Sammi —explicó Gavin. Quería que supieran que ahora tenía a alguien en su rincón.

—¿Ha habido noticias? —preguntó Tom.

—No. Estos oficiales solo están llevando a cabo sus indagaciones, tratando de averiguar si estuve involucrado en la desaparición de Sammi. Tom, ¿te importaría aclararles ese extremo? —pidió con fingida indiferencia.

Tom le puso la mano en el hombro.

—Tío, no te lo tomes como algo personal. Siempre vas a ser sospechoso. Es decir, para cualquiera que no te conozca.

Se volvió hacia los detectives, que permanecían de pie.

—Mirad, es imposible que Gavin tenga algo que ver con la desaparición de Sammi. Respondo personalmente por él.

Ambos detectives intercambiaron una mirada.

Barry tendió la mano a Gavin.

—Gracias por su tiempo. Gavin. Le informaremos de cualquier progreso que hagamos.

Gavin les estrechó la mano y no dijo nada más hasta que salieron por la puerta. Exhaló profundamente y dejó caer los hombros, que había estado manteniendo erguidos.

—¡Menudos gilipollas! —le dijo a Tom—. Dios bendito, no podías haber venido en mejor momento.

—Me dirigía a hacer la compra. Pero cuando vi un coche que no reconocí delante de tu casa, pensé que era mejor que entrara a ver cómo estabas. ¿De verdad incriminarte? —Tom hablaba más deprisa de lo normal.

Gavin asintió.

—No lo reconocerían nunca, pero eso fue lo que dieron a entender.

—Tal vez por eso nadie supiera que iban a venir. Se habrían enterado de que todos estamos de tu lado.

—Gracias… —dijo Gavin, y de pronto no pudo confiar en que su voz no fuera a quebrarse. Tom le rodeó los hombros y le dio un apretón.

—Venga, vámonos —dijo.

—¿Adónde?

—A cualquier parte, menos aquí.