La confesión

MADRID, MAYO DE 2009

Pocas veces he sentido un aleteo tan intenso en mi estómago como el de aquella mañana, mientras aguardaba impaciente a que el oficial del Registro del Ministerio de Justicia posase sobre la mesa de la salita de consulta la carpeta que contenía el «Expediente del Padre Don Juan de Almaraz, confesor de la Reyna María Luisa».

La sensacional historia que a continuación vamos a relatar podría haber inspirado al príncipe de las letras Alejandro Dumas, de haberla conocido, lo cual fue posible pues aconteció en vida de él, su célebre obra El conde de Montecristo.

Mi amigo Juan Balansó, uno de los mayores expertos en casas reales del último tercio del siglo XX, me había hablado varias veces de una reliquia documental que, de existir y conservarse milagrosamente aún, daría un giro copernicano a la ya de por sí convulsa historia de los Borbones de España.

Nadie, durante casi dos siglos, había publicado jamás su contenido íntegro; ni mucho menos había sido capaz de reproducirlo mediante cualquier medio, ni siquiera una simple fotocopia.

Pero entre los papeles privados de fray Juan de Almaraz, confesor de la reina María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV y madre de Fernando VII, guardaba yo entonces la remota esperanza de encontrar al fin el increíble documento.

Balansó (q. e. p. d.) había dado fe de su existencia en dos de sus libros (Trío de príncipes y La Corona vacilante), pero en ninguno de ellos había logrado transcribirlo completo; señal inequívoca de que él nunca pudo tenerlo en sus manos o de que, incluso, alguien debió referírselo tan sólo de palabra.

¿Tendría yo ahora más suerte que él? En efecto, la tuve…

Minutos después, tras apartar algunos documentos del expediente de Almaraz, descubrí un sobre lacrado con una inquietante palabra manuscrita: «Reservadísimo».

Justo debajo, con la misma caligrafía, se indicaba: «Reservado a mi confesor si muero sin ella [sin confesión], nadie lo podrá abrir ni ver más que el confesor».

Pero yo abrí, trémulo, el sobre y quedé pasmado al leer esta asombrosa revelación:

Como confesor que he sido de la Reyna Madre de España (q. e. p. d.) Doña María Luisa de Borbón. Juro imberbum sacerdotis cómo en su última confesión que hizo el 2 de enero de 1819 dijo que ninguno, ninguno [se repite en el original] de sus hijos y [sic] hijas, ninguno era del legítimo Matrimonio; y así que la Dinastía Borbón de España era concluida, lo que declaraba por cierto para descanso de su Alma, y que el Señor la perdonase.

Lo que no manifiesto por tanto Amor que tengo a mi Rey el Señor Don Fernando 7.º por quien tanto he padecido con su difunta Madre. Si muero sin confesión, se le entregará a mi Confesor cerrado como está, para descanso de mi Alma. Por todo lo dicho pongo de testigo a mi Redentor Jesús para que me perdone mi omisión.

Roma, 8 de enero de 1819
Firmado JUAN DE ALMARAZ

Si lo que el sacerdote sostenía era cierto, los Borbones de España no estaban en condiciones de exigir sangres absolutamente puras a sus herederos al trono en el momento de desposarse.

¿Qué sentido tenía entonces descalificar a un sucesor por unirse en santo matrimonio a una persona ajena al círculo de la realeza, es decir, por casarse «morganáticamente»?

Pensé enseguida en cuántas renuncias a los derechos dinásticos y en cuántos sinsabores podían haberse ahorrado no pocos Borbones; empezando por el príncipe de Asturias, primogénito del rey Alfonso XIII, a quien éste obligó a renunciar para que pudiera desposarse con la cubana Edelmira Sampedro-Ocejo, que no era de estirpe regia; sólo tras aquella renuncia y la de su hermano, el infante don Jaime, casado con la noble italiana Emanuela Dampierre, pudo don Juan de Borbón convertirse en príncipe de Asturias y, como tal, en heredero legítimo de la Corona española.

Pero ¡cómo habría cambiado la historia de España si, en lugar de Juan Carlos I, hijo del conde de Barcelona, hubiese reinado cualquiera de sus dos tíos mayores!

Nadie, seguramente, reparó entonces en la existencia del asombroso documento que releía yo aquella mañana, sumido en la perplejidad.

De todas formas, algo barruntó ya en su día la infanta Eulalia de Borbón, tía del rey Alfonso XIII, al aducir que los miembros de su estirpe no podían presumir en modo alguno de sangres cristalinas; entre otras cosas, porque ella misma sabía que no era hija de su padre oficial, el rey consorte Francisco de Asís, a quien apodaban «Paquita» en las cortes europeas por razones obvias, sino de uno de los muchos amantes de su libidinosa madre, la reina Isabel II.

Pero la deslumbrante revelación del padre Almaraz, estampada de su puño y letra en aquel legajo bajo juramento ante el Altísimo, ya en el tramo final de su vida, iba infinitamente más lejos: significaba que si era verdad lo que él decía (y no había razón, en principio, para pensar que un sacerdote probo como él fuese capaz de mentir así en un documento legado a su confesor), la dinastía de los Borbones se había extinguido en España con Carlos IV y María Luisa.

Recuerdo que el inefable Balansó bautizó ya en su día a los Borbones como «la dinastía de los Puigmoltejos», convencido de que el rey Alfonso XII no era hijo del rey consorte Francisco de Asís, sino del apuesto oficial de Ingenieros Enrique Puigmoltó y Mayans (hijo a su vez del conde de Torrefiel), con quien la reina Isabel II había protagonizado un apasionado romance. Los descendientes de Alfonso XII podían considerarse así también ilegítimos.

Pero si lo que Almaraz juraba era verdad, la bastardía del rey Alfonso XII no era exclusiva de él ni de sus cuatro hermanas —las infantas Isabel, la Chata, Pilar, Paz y Eulalia— sino que alcanzaba también de pleno a sus ascendientes más inmediatos: a su madre, la reina Isabel II, y a su abuelo, el rey Fernando VII.

De ahí la extraordinaria importancia del testimonio de Almaraz pues, si era cierto, evidenciaba también que «ninguno» de los catorce hijos de la reina María Luisa de Parma lo era del rey Carlos IV.

«¡Menudo cisma dinástico!», pensé.

Semejante revelación provenía de la supuesta confesión de la reina María Luisa en su mismo lecho de muerte. ¿Podía asegurarse, entonces, que ella también había cometido perjurio en asunto tan embarazoso, minutos antes de rendir su alma ante el Altísimo?

El testimonio de Almaraz suponía así que, tanto el rey Fernando VII como el resto de sus hermanos, eran bastardos.

Veamos a continuación, por orden de nacimiento, a quiénes se consideraba como tales:

  • – Carlos Clemente, infante de España (1771-1774).
  • – Carlota Joaquina, infanta de España (1775-1830). Casada con el futuro rey Juan VI de Portugal.
  • – Luisa, infanta de España (1777-1782).
  • – María Amalia, infanta de España (1779-1798). Casada con su tío el infante Antonio Pascual.
  • – Carlos Domingo, infante de España (1780-1783).
  • – María Luisa, infanta de España (1782-1824). Casada con el príncipe heredero Luis de Parma, futuro rey Luis I de Etruria.
  • – Carlos Francisco, infante de España (1783-1784).
  • – Felipe Francisco, infante de España (1783-1784). Gemelo del anterior.
  • – Fernando VII, rey de España (1784-1833).
  • – Carlos María Isidro, infante de España (1788-1855). Impulsor de las guerras carlistas tras oponerse a que su sobrina, Isabel II, sucediese a su padre Fernando VII.
  • – María Isabel, infanta de España (1789-1848). Casada en primeras nupcias con el futuro rey Francisco I de las Dos Sicilias y, en segundas nupcias, con Francesco del Balzo.
  • – María Teresa, infanta de España (1791-1794).
  • – Felipe, infante de España (1792-1794).
  • – Francisco de Paula, infante de España (1794-1865). Casado con la princesa Luisa Carlota de las Dos Sicilias y más tarde, tras enviudar, con Teresa Arredondo. Padre del rey consorte Francisco de Asís, desposado con Isabel II.

Por si fuera poco, además de los catorce partos, la reina sufrió en sus entrañas diez abortos fruto también, probablemente, de sus relaciones extramatrimoniales, de acuerdo con el testimonio de Almaraz.

En cualquier caso, tan frenético historial obstétrico tuvo su reflejo en la apariencia física de la reina, quien en 1789, a la edad de treinta y un años, era ya vieja, a juzgar por el testimonio del embajador ruso Zinoviev, que la pintó así: «Partos repetidos, indisposiciones, y, acaso, un germen de enfermedad hereditaria, la habían marchitado por completo: el tinte amarillo de la tez y la pérdida de los dientes fueron el golpe mortal para su belleza».

El expediente inexplorado de Juan de Almaraz, conservado en el archivo del Ministerio de Justicia, es una auténtica caja de sorpresas. Cuando juzgué concluida mi tarea, tras localizar la increíble confesión manuscrita del sacerdote, volví a toparme con otro documento inédito no menos sobrecogedor: una carta secreta del gobernador de Peñíscola.

PEÑÍSCOLA, FEBRERO DE 1834

Fechada en la localidad castellonense, el 13 de febrero de 1834, la carta del principal mandatario de Peñíscola produce aún hoy escalofríos al leerla.

Dice así:

El gobernador de aquella Plaza

Dice que al tomar posesión del Gobierno de la misma [Peñíscola] ha encontrado en un encierro al sacerdote D. Juan de Almaraz, que fue conducido a ella a consecuencia de una Real Orden de que acompaña copia, expedida por este Ministerio en 21 [de] octubre de 1827, en la cual se califica de reo de alta traición al referido Almaraz y se encargaba fuese incomunicado vigorosamente y vigilado bajo la responsabilidad personal del gobernador, y como desde aquella fecha no haya podido alcanzar aquel desgraciado ningún alivio en su dura prisión, a pesar de los beneficios decretos dictados por el magnánimo corazón de V. M. en bien de todos los españoles, cree su deber hacer presente que la conducta observada en la prisión por este reo ha sido la correspondiente a su respetable carácter que su edad de sesenta y siete años, sus enfermedades dimanadas de su senectud y sus padecimientos de seis años y medio de encierro sin comunicación, le hacen inepto para el mal como para el bien: y que todo lo que puede formar la felicidad de este respetable anciano es que V. M., tendiéndole su mano, beneficie para que no muera en su encierro, le permita volver a Extremadura, su patria, y acabar sus días en el seno de su familia.

El máximo funcionario de la prisión quedó horrorizado al abrir la mazmorra y contemplar, instantes después, a un anciano de largos y enmarañados cabellos y barba blanca crecida hasta la cintura que se le arrojó sollozando a sus pies.

Aquel espectro viviente dijo ser el fraile Juan de Almaraz, incapaz ya casi de articular palabra tras casi siete años de silencio e incomunicación.

Parecida impresión debió de llevarse, cuatro años atrás, el arzobispo de México, Pedro José Fonte, al penetrar en la lóbrega celda y ver aquel mismo fantasma arrodillado ante él implorando la indulgencia de un superior.

Sucedió a mediados de 1830, mientras Fonte era administrador de la sede metropolitana de Valencia, donde halló refugio tras ser expulsado meses atrás por los insurrectos de su diócesis en el país hispanoamericano.

Debido a su fama de hombre prudente y conciliador, y a su cercano parentesco con el ministro de Gracia y Justicia, Francisco Tadeo Calomarde, el prelado Fonte fue elegido por Fernando VII para intentar invalidar ante él y ante la historia el terrible testimonio de fray Juan de Almaraz.

¿Cómo acabar con aquella horrible pesadilla, que arrebataba el sueño a un monarca sin escrúpulos como Fernando VII?

Muy sencillo: Fonte recibió el regio encargo de arrancar con sigilo al prisionero una retractación de lo que éste había escrito sobre la confesión de la reina María Luisa. Con tal fin se presentó en la fortaleza de Peñíscola, mostrando al gobernador una real orden para que le dejara comunicarse con Almaraz.

Una vez ante éste, trató de consolarle, prometiéndole que si se desdecía de su «horrible calumnia» contra la dinastía de los Borbones obtendría el perdón del rey y podría administrar de nuevo los santos sacramentos.

El preso no lo dudó y estampó su firma en un documento en el que enmendaba su testimonio rubricado en 1819, pidiendo a la vez humildemente perdón al monarca.

Con aquella rectificación por escrito en sus manos, Fernando VII respiró de momento aliviado; pero sólo de momento pues, a juzgar por su actuación posterior, el soberano demostró no tenerlas todas consigo.

Transcurrió, en efecto, el tiempo y Almaraz siguió confinado en su celda, en el mismo régimen de incomunicación.

Ante esta nueva injusticia, el arzobispo Fonte recurrió a Calomarde para tratar de que el monarca cumpliese su palabra. Alegó el prelado que su propia conciencia había quedado también comprometida, tras haberse ofrecido como instrumento del rey para obtener, mediante juramento, la ansiada retractación del prisionero.

Pero el ministro de Gracia y Justicia le previno del peligro de su insistencia en liberar al preso, replicándole —en palabras del propio José Muñoz Maldonado, conde de Fabraquer, oficial mayor de la Secretaría de Gracia y Justicia— que «el rey había visto con el más alto desagrado su recuerdo, debiendo borrar completamente de su memoria aquel asunto, como si nunca hubiera tenido conocimiento de él. Que había cumplido bien la misión que se le había confiado; pero que, terminada ésta, no debía volver a pensar en ella si no quería exponerse a recibir una muestra terrible del desagrado de Su Majestad».

El miedo atenazó para siempre la voluntad del arzobispo, que desde aquel día corrió un tupido velo sobre la suerte del infeliz Almaraz.

De todas formas, dos años después, el 29 de octubre de 1832, en vida aún de Fernando VII, el nuevo gobernador de Peñíscola volvió a reparar en la reclusión de Almaraz en esta otra misiva «reservada», esperando obtener algún favor para el desgraciado clérigo:

Hace presente, se halla en aquel castillo sin comunicación desde el 24 de septiembre de 1827 el Reo D. Juan de Almaraz: que habiendo leído el Real Decreto de Amnistía lo hace presente a V. M. para si lo tiene a bien se digne decirle si esta soberana gracia comprende al referido Almaraz o si podrá tener algún alivio.

El gobernador de Peñíscola pecó entonces de ingenuo al pasar por alto que difícilmente el mismo rey que había encarcelado al fraile para que no revelase el gran secreto de su auténtica filiación y la de sus trece hermanos, iba a correr ahora el riesgo de que lo hiciese.

Pero cuando el nuevo gobernador tomó posesión de la plaza, en febrero de 1834, Fernando VII ya había muerto. Al frente del Estado estaba ahora, como regente, su cuarta esposa María Cristina de Borbón, reina gobernadora durante la minoría de edad de su hija Isabel II.

Ante esta nueva circunstancia, se entiende que el gobernador de Peñíscola insistiese sobre la suerte de Almaraz, haciendo constar al pie de su escrito: «Recuérdose a la Junta de Sres. Ministros con la mayor urgencia».

Añadamos que al régimen absolutista de los últimos años de Fernando VII, sucedió el régimen liberal, una de cuyas medidas fue la concesión de una amnistía para toda clase de delitos políticos, mediante el decreto de 16 de enero de 1834.

Sólo entonces el oficial mayor de la Secretaría de Gracia y Justicia, conde de Fabraquer, reveló al presidente del Consejo de Ministros, Francisco Martínez de la Rosa, la existencia del prisionero de Peñíscola, cuya identidad había sido escamoteada del registro por orden de Fernando VII para no dejar una sola huella de su comprometedora existencia.

Martínez de la Rosa consultó el caso con la reina gobernadora, la cual ignoraba la flagrante injusticia cometida por su esposo. María Cristina otorgó finalmente el perdón a fray Juan de Almaraz, a quien jamás había condenado un tribunal por delito alguno, sino tan sólo en virtud de sentencia dictada y ejecutada por el poder absoluto de un rey.

Otro preso no tuvo en cambio «tanta suerte» como él. Me refiero al célebre bandido madrileño Luis Candelas, a quien la reina gobernadora negó el perdón por más que éste se lo imploró en una desconocida carta en la que, entre otras cosas, le decía:

¡Ah, Señora! Esa grandiosa prerrogativa de ser árbitra en momento de su vida, empleadla con el que ruega, próximo a morir. Si los servicios que prestaría a V. M. si se dignase perdonarle son de algún peso, creed Señora que no los escaseará. Si esta exposición llega a vuestras manos, ¿será posible que no alcance gracia de quien tantas ha dispensado?

Candelas, conocido como «el bandido de Madrid», fue ejecutado a garrote vil el 6 de noviembre de 1837.

Almaraz falleció sólo trece días después que él, habiendo alcanzado al fin la libertad. En su expediente hallé un sobre lacrado, con la siguiente anotación manuscrita:

Según un parte del Jefe político de Castellón del 20 de noviembre de 1837, falleció el Padre Almaraz el día 17 del mismo mes, cuyo parte está entre los papeles del Obispado de Cuenca, en el cual poseía un beneficio.

Tenía así Almaraz setenta años cuando le sobrevino la muerte, pues había nacido en 1767, como reza su partida de bautismo:

En la Ciudad de Badajoz, a 24 días del mes de febrero de mil setecientos sesenta y siete, yo Don Juan Rodríguez Romero, Cura Theniente del Sagrario de esta Sta. Iglesia Catedral, Bauticé y puse los Santos óleos a Juan Francisco Thomas León, que nació el día veinte de este dicho mes, hijo de Juan Almaraz, difunto, y de María Thorivia Falcato, naturales de esta ciudad. Fue su madrina Ana Falcato […] Fueron testigos Félix Almaraz, su abuelo paterno, Joseph Falcato, su abuelo materno.

Cuando Juan de Almaraz vino al mundo, ignoraba su atribulado destino; no sabía que Dios le llamaría a convertirse en presbítero profeso de la orden de los Agustinos Calzados, ni mucho menos que, en el tramo final de su vida, un monarca malvado y sin escrúpulos dispondría su encarcelamiento con su acostumbrada vileza…

EL DESAFÍO

Se preguntará el lector, con razón, cómo descubrió Fernando VII el secreto de confesión de su madre, según el cual su verdadero padre no era el también rey Carlos IV, sino uno de los numerosos amantes de la reina.

Pues bien, todo empezó al fallecer la reina María Luisa. En su testamento, la soberana legó cuatro mil duros a su confesor. Pero, por más que éste reclamó la cantidad durante siete interminables años, desde 1819 hasta 1826, no percibió ni un solo duro.

Y eso que la reina había pedido encarecidamente a su hijo, el rey de España, que cumpliese a rajatabla su última voluntad.

Al clérigo, sumido en la pobreza, se le agotó finalmente la paciencia. En 1826 elevó una reclamación al monarca para que cumpliese la cláusula testamentaria de su madre. Pero Fernando VII ni siquiera le contestó.

El heredero acudió entonces a los infantes, hermanos del rey, para que le expusiesen su justa petición; pero, por más que hablaron éstos con el monarca, no lograron que aquél accediese a pagar al sacerdote lo que le correspondía.

Fue entonces cuando el imprudente clérigo empezó a jugar con fuego, pasando de las súplicas a las amenazas. No se le ocurrió otra cosa que escribir al mismísimo Fernando VII para explicarle que su madre María Luisa le había dicho en confesión, autorizándole a revelarlo después de su muerte, que «ninguno» de sus hijos lo era del rey Carlos IV y que la dinastía de Borbón era así papel mojado en España.

Por si fuera poco, además de revelar al rey el peor pecado contra el legitimismo dinástico, le conminó a que reuniese al cuerpo diplomático para hacerle partícipe de aquel increíble secreto en descargo de su propia conciencia. Si el rey no lo hacía, entonces estaba dispuesto a hacerlo el sacerdote, en vista de lo mal que aquél le trataba.

Nadie, como era natural, pudo persuadir ya a Fernando VII de que eran «hijos legítimos los demostrados por constante y no interrumpido matrimonio»; por más que sus consejeros le aseguraron que contra aquel axioma legal carecían de validez incluso los testimonios de los mismos padres, una obsesión casi patológica se apoderó del monarca: hallar el modo de sellar para siempre los labios del osado sacerdote.

LA REAL TRAMPA

Los papeles reservados de fray Juan de Almaraz me hicieron partícipe aquella mañana de otro descubrimiento: una importantísima carta manuscrita de Fernando VII al papa León XII, que rezumaba perfidia de principio a fin.

Dice así:

Beatísimo Padre:

Sabe bien Vuestra Beatitud las amarguras que trae consigo la Soberanía. Entre las que me han rodeado, y que no cesan, sobresale una que me causa un mal sacerdote y peor vasallo: éste es Don Juan de Almaraz: tengo en mi poder las pruebas más concluyentes del Plan más infame que medita contra el bien de esta Monarquía, atacándola en su raíz.

Vuestra Santidad conoce que en este delito no hay que atender a fuero alguno. No obstante, para la prosecución y conclusión de la causa intervendrá la autoridad Eclesiástica en todo lo que así lo requieren las piadosas leyes de estos mis Reynos; mas ahora sólo trato de asegurar la persona de Don Juan de Almaraz, que se la ponga en absoluta incomunicación y a disposición de mi Encargado de Negocios, Don José Narciso de Aparici, a quien doy las órdenes competentes para la buena asistencia del Reo y demás.

Procedo por mí a dar este paso porque por ahora no estoy decidido todavía a formación de Causa con la esperanza de que acaso en presentándose el dicho Don Juan de Almaraz podrá terminarse todo con menor castigo que el que forzosamente le habría de sobrevenir entregado a un Tribunal, en cuyo caso no me sería ya tan fácil poder usar de mi Real Clemencia, y de lo que daré noticia a Vuestra Santidad.

Mi Encargado de Negocios, que podrá estar en manos de Vuestra Beatitud con mi filial respeto, recogerá la contextación [sic].

Dios conserve la salud de Vuestra Santidad los muchos años que yo le deseo para bien de la Iglesia y exaltación de la fe católica.

Beatísimo Padre

de Vuestra Santidad

afecto y sumiso Hijo,

FERNANDO 7.º

San Ildefonso, 4 de septiembre de 1827

Pero ni con estas ladinas palabras, Fernando VII logró que fray Juan de Almaraz regresase por su propio pie a España, desde Roma, donde había acompañado en su exilio a los reyes padres, Carlos IV y María Luisa.

Aclaremos que Fernando VII jamás permitió a sus padres que retornasen del destierro al que los había condenado Napoleón Bonaparte.

En contra de lo que él mismo había expresado al pontífice, su «Real Clemencia» acabó siendo mucho más cruel e implacable con el padre Almaraz que cualquier tribunal de justicia.

La razón era muy sencilla: por nada del mundo estaba dispuesto Fernando VII a que la sensacional confidencia de su madre, el mismo día de su fallecimiento en Roma, pudiese trascender a la opinión pública si el confesor era procesado ante los tribunales ordinarios.

Almaraz no mordió el infame anzuelo del rey. Y entonces, el monarca ideó la forma de traerlo a España por la fuerza: una noche, en plena via Condotti, el padre Almaraz fue secuestrado mientras dormía en su habitación; poco después se le embarcó en la fragata Manzanares, anclada en Civitavecchia, que arribó finalmente al puerto de Barcelona, donde se hallaba Fernando VII con motivo de la sublevación de Cataluña, en 1827.

Nada más desembarcar, el responsable de la expedición, José Pérez Navarro, oficial de la Secretaría de Marina, comunicó al rey que la víctima se hallaba a buen recaudo en la bodega del barco, añadiendo que poco le había faltado para morirse de miedo durante la travesía.

—Y teniendo, como tenías —alegó el monarca—, orden de no dejarle hablar con nadie, ¿qué habrías hecho si te hubiese pedido confesión?

—Le hubiera absuelto yo mismo —respondió, tajante, el oficial—, y le hubiera traído el cuerpo a Vuestra Majestad conservado en un tonel de aguardiente.

Radiante de satisfacción, Fernando VII celebró la chanza y distinguió a Navarro con el nombramiento de capitán del puerto de La Habana.

Pero antes le ordenó que condujese enseguida a fray Juan de Almaraz hasta el castillo de Peñíscola. Una vez allí, el cabecilla de los secuestradores entregó en mano al gobernador de aquella fortaleza, el coronel Luis Gerzábal, la orden regia de incomunicar al prisionero de por vida para que no pudiese revelar ya a nadie su secreto.

Al mismo tiempo, Fernando VII, a quien todas las precauciones le parecían pocas ante tamaño riesgo para su propia corona, encargó al capitán general de Valencia, Francisco Longa, que vigilase cada día el exacto cumplimiento de su regia voluntad, señalándole incluso la cantidad de veinte reales diarios para la manutención del prisionero, el cual no debía figurar en registro alguno, como si se lo hubiese tragado la tierra.

Así transcurrieron, como hemos visto, siete espantosos años de oscuridad y aislamiento en el interior de una miserable mazmorra.

Pero ¿murió fray Juan de Almaraz diciendo la verdad sobre la reina a la que había servido como confesor en el ocaso de su vida?

EL TESTAMENTO

Sin ser una prueba concluyente de la veracidad del fraile, el testamento de la reina María Luisa sí concede al menos visos de credibilidad a su testimonio. ¿Acaso no resulta ya sospechoso que una madre excluya a sus hijos de la sucesión universal de todos sus bienes en beneficio de su presunto amante?

Pues eso mismo hizo María Luisa de Parma en su última voluntad, expresada el 24 de septiembre de 1815, la cual extractamos así:

María Luisa, por la gracia de Dios, Reina de España y de las Indias: hacemos saber por este presente diploma que, meditando continuamente acerca de la fragilidad humana, y la incertidumbre de la última hora de nuestra vida, hemos resuelto, ahora que, por el favor de Dios, conservamos el entendimiento sano y libre pensar seriamente en la salvación de nuestra alma [¿no es razonable suponer que, precisamente para «salvar su alma», la reina confesase todas sus iniquidades al padre Almaraz en su lecho de muerte?], y disponer al mismo tiempo de los medios que nos quedan, teniendo la apreciable aprobación de S. M. el Rey D. Carlos IV, nuestro augusto señor y muy amado esposo […] Instituimos y nombramos nuestro heredero universal de todo lo que pueda pertenecernos en el momento de nuestra muerte, con acción y derecho de toda especie, sin ninguna excepción, a D. Manuel de Godoy, Príncipe de la Paz [escrito de su puño y letra por la reina], a quien, en descargo de nuestra conciencia, debemos esta indemnización por las muchas y grandes pérdidas que ha sufrido obedeciendo nuestras órdenes y las del Rey.

La coletilla final de la reina debió encolerizar ya del todo al rey Fernando VII, quien, huelga decirlo, se pasó la voluntad de su madre por el arco del triunfo:

En consecuencia, suplicamos a nuestros muy amados hijos e hijas que se declaren satisfechos de nuestra disposición y de mantenerla y observarla, como un acto de justicia cristiana […] Finalmente, instituimos a nuestro muy amado esposo Carlos IV, Rey de las Españas y de las Indias, ejecutor del presente [testamento]. Nadie mejor que él, con quien hemos tenido siempre una sola voluntad, ejecutará lo que acabamos de disponer en su presencia, con su consentimiento y con su entera aprobación.

No resulta descabellado afirmar, a la sola luz del testamento legalizado, que Fernando VII tenía motivos sobrados para arremeter contra el favorito Godoy ante los ojos de su padre, el rey Carlos IV.

Tanto es así que, si no supiéramos que el documento que a continuación vamos a transcribir fue redactado en octubre de 1807, en los prolegómenos del motín de Aranjuez, por el entonces príncipe de Asturias y heredero del trono, podría creerse a pies juntillas que lo escribió mucho después, tras enterarse de que su madre lo había excluido de la herencia en beneficio del hombre a quien él ya tanto odiaba.

¿Qué decía Fernando VII sobre Manuel Godoy en ese documento secreto, descubierto por el rey Carlos IV? Ni más ni menos que esto:

No sólo ha hecho con su autoridad, con su poder y con sus sobornos que se le haya prostituido la flor de las mujeres de España, desde las más altas a las más bajas, sino que su casa, con motivo de audiencias privadas, y la Secretaría misma de Estado, mientras que la gobernó, fueron unas ferias públicas y abiertas de prostituciones, estupros y adulterios, a trueque de pensiones, empleos y dignidades, haciendo servir así la autoridad de V. M. [Carlos IV] para recompensar la vil condescendencia a su desenfrenada lascivia, a los torpes vicios de su corrompido corazón. Estos excesos, a poco que entró ese hombre sin vergüenza en el Ministerio, llegaron a tal grado de notoriedad, que supo todo el mundo que el camino único y seguro para acomodarse o para ascender, era el de sacrificar a su insaciable y brutal lujuria el honor de la hija, de la hermana o de la mujer…

¿Sospechó por un momento Fernando VII que el hombre del que así hablaba podía ser su propio padre? ¿Entiende ahora el lector por qué el monarca no pudo conciliar el sueño hasta que logró sepultar en vida al padre Juan de Almaraz?

Si no era hijo de Carlos IV ni de Manuel Godoy, ¿quién pudo ser entonces el verdadero progenitor de Fernando VII?

RETRATOS Y AMANTES DE LA REINA

María Luisa de Parma, a la que Espronceda llamó «impura prostituta», siempre fue lo que, en el lenguaje vulgar, se denomina «ligera de cascos» o «pendón desorejado».

Hija del infante don Felipe, hermano de Carlos III, y de Luisa Isabel de Francia, hija mayor de Luis XV, María Luisa de Parma había nacido en Madrid el 9 de diciembre de 1751.

En 1765, a la edad de catorce años, la adolescente se desposó con su primo hermano Carlos Antonio, príncipe de Asturias y heredero de la Corona de España por la incapacidad de su hermano mayor, Felipe Pascual. Reaparecía así, una vez más, la maldita consanguinidad en los Borbones de España, que tantos disgustos acarrearía a la salud mental y física de algunos miembros de la dinastía.

La reina María Luisa era nieta, por línea paterna, de los reyes de España Felipe V e Isabel Farnesio, y, por línea materna, de Luis XV de Francia y María Leczinska.

A juzgar por los diversos perfiles de ella que a continuación vamos a consignar, cobra si cabe aún más sentido el testimonio lapidario de fray Juan de Almaraz, según el cual, recordemos, «ninguno» de los catorce hijos de la reina lo fue de su esposo legítimo, el rey Carlos IV.

Veamos, en primer lugar, la semblanza que dejó escrita de ella para la posteridad el padre jesuita Luis Coloma, en sus Retratos de antaño:

Contrastaban grandemente la gravedad y tiesura del Rey [Carlos III] con la ligereza y petulancia de su nuera y sobrina la Princesa de Asturias [María Luisa, en efecto, ostentó tan distinguido título desde 1765 hasta finales de 1788, para ser luego reina durante veinte años], cuyas calaveradas amargaban ya la vejez de Carlos III, y habían de hacer funestamente célebre en la historia el nombre de María Luisa.

Claro que el retrato del canónigo de Zaragoza, Juan de Escoiquiz, era mucho más completo y atrevido:

Una constitución ardiente y voluptuosa; una figura, aunque no hermosa, atractiva; una viveza y gracia extraordinarias en todos sus movimientos; un carácter aparentemente amable y tierno, y una sagacidad poco común para ganar los corazones, perfeccionada por una educación fina y por el trato del mundo […] Una mujer que, a sus brillantes cualidades exteriores ya enunciadas, juntaba un corazón naturalmente vicioso, incapaz de un verdadero cariño; un egoísmo extremado, una astucia refinada, una hipocresía y un disimulo increíbles, y un talento que, aunque claro, dominado por sus pasiones, no se ocupaba más que en hallar medio de satisfacerlas.

Hablando de clérigos, quizá el testimonio del abate Andrés Muriel prevalezca sobre el resto:

María Luisa de Parma estuvo dominada por las pasiones y flaquezas de su sexo, y no poseyó ninguna de sus virtudes. Tuvo ya escandalosos amoríos, torpes devaneos en vida del rey Carlos III, a los cuales no pudo poner eficaz remedio la solícita vigilancia de este monarca. Cuando Carlos IV subió al trono, la nación oyó, pues, hablar ya sin disfraces del libertinaje de la reina […] Lo que conviene dejar sentado es que el proceder libre de la reina hubiera sido doloroso, aun cuando no hubiera producido otro mal efecto que presentar a la vista del público el triste espectáculo del adulterio sentado descaradamente en el solio, haciendo alarde de impunidad […] Verdad es que si ninguno de los amantes de la reina hubiese llegado a tener las riendas del gobierno, el reprensible proceder de esta princesa, aunque de pernicioso influjo, por venir el escándalo de la persona más elevada del reino, no hubiera pasado más allá de un mal ejemplo o de un desliz confinado en la esfera de las flaquezas humanas. Mas no pasó largo tiempo sin que su albedrío fuese dominado por el amor de un joven más dichoso o más desventurado que sus predecesores, al cual lanzó precipitadamente y con particular empeño a los primeros empleos de Palacio y al gobierno de la Monarquía. Este joven fue D. Manuel Godoy.

Transcribamos ahora la opinión de un laico como el embajador de Francia en la corte de Madrid, monsieur Alquier, quien no dudaba en manifestar lo siguiente con su afilada pluma:

No hay mujer que mienta con más aplomo, ni que tenga más perfidia. La necesidad de ocultar a los ojos del rey, desde hace treinta años, su vida disoluta, le ha formado el hábito de un profundo disimulo… Antidevota y aun incrédula, pero excesivamente débil y tímida, la apariencia del menor peligro la sume en todos los terrores de la superstición, y es de ver cómo se cubre de rosarios y reliquias cuando truena… A los cincuenta años tiene unas pretensiones y una coquetería difícilmente perdonables en una joven bonita… Sus gastos en joyas y adornos son enormes, y rara vez llega un correo de gabinete procedente de la Embajada sin que le traiga dos o tres vestidos… Godoy le pega y la insulta; otros amantes le roban.

El embajador Alquier daba fe, en efecto, del maltrato físico y psíquico al que sometió Godoy a la reina en más de una ocasión. Pero su testimonio no era, ni mucho menos, aislado: sabemos también que el gentilhombre de cámara de Carlos IV, señor Gálvez Cañero, relató a Manuel Mallo de la Fuente este insólito suceso que luego glosó el marqués de Villa Urrutia en su biografía de la reina:

Cumplía su guardia [el testigo Gálvez Cañero] en uno de los corredores de palacio, cuando vio que, de pronto, se abría una puerta de las habitaciones reales, dando paso a la siguiente comitiva: primeramente iba el rey, Carlos IV, solo, con su andar tardo y las manos a la espalda; detrás de él, a mediana distancia, juntos y formando pareja, la reina María Luisa y don Manuel Godoy. Llevaba la reina señales en el rostro, o de haber llorado, o, cuando menos, de abatimiento o contrariedad. En cambio, a su lado iba Godoy, hablándola, aunque en voz muy baja, vivamente, con gestos y ademanes como de reconvención y reproche. La reina, por su parte, procuraba aplacarle, al parecer, en actitud de persona que se sincera y defiende de los cargos que se le hacen. No debió de lograrlo, sin duda, ni satisfacer al favorito las explicaciones que la reina le daba en su camino, porque, subiendo de punto el enojo e irritación de aquél, pudo ver el asombrado palaciego que Godoy, colérico, alzaba la mano e imprimía una sonora bofetada en la mejilla de la reina. Ésta no protestó; pero, al ruido del cachete, volvió la cabeza Carlos IV, preguntando: «¿Qué ruido ha sido ése?». A lo que contestó María Luisa, que iba muy agitada y encendida: «Nada; un libro que se le ha caído al suelo a Manuel». Y la «Trinidad» prosiguió su marcha como si nada hubiera ocurrido.

El abate Muriel no vacilaba en afirmar que María Luisa había tenido varios amantes, además de Manuel Godoy y del hermano mayor de éste, Luis, incorporado antes que aquél al Real Cuerpo de Guardias de Corps.

De hecho, Luis Godoy tuvo que salir precipitadamente de la corte por el escándalo de su romance con la reina, dejando el campo libre a su hermano Manuel, que desde entonces se convirtió en favorito indiscutible, aunque la reina siguiese contando con sustitutos ocasionales.

La extensa relación de amantes de María Luisa la extrajo en buena parte el marqués de Villa Urrutia, su polémico biógrafo, de un librito no menos controvertido de Chartreau, titulado originalmente en francés Vie politique de Marie Louise de Parme, reine d’Espagne y publicado en París en 1793.

De la misma lista de donjuanes daba fe también, por cierto, el cronista regio de Madrid, Pedro de Répide, informador privilegiado de los entresijos de la corte.

¿Quiénes eran, pues, los afortunados galanes que podían presumir de compartir, aunque sólo fuera esporádicamente, la alcoba de la reina de España?

El marqués de Villa Urrutia nos ilustra así sobre tan delicado asunto en su obra La reina María Luisa, esposa de Carlos IV (Madrid, 1927):

El que encabezó la lista, no corta, de los bienaventurados que figuraron en la Corte celestial de María Luisa, por haber sido, sin duda, el más osado, fue el conde de Teba, D. Eugenio Eulalio Portocarrero Palafox, primogénito de la condesa de Montijo y heredero del título y grandeza.

Como este conde de Montijo fue uno de los promotores, en 1808, del motín de Aranjuez contra los reyes y contra Godoy, Villa Urrutia infiere que lo hizo «por el deseo de vengarse de la mujer olvidadiza y caprichosa que con él había compartido los divinos goces del amor primero».

Es decir que, según el controvertido biógrafo de la reina, el primer amante de ésta conocido fue precisamente el conde de Montijo, afiliado luego a la masonería e impulsor también de la sublevación de Riego contra el poder absoluto de Fernando VII.

Al conde de Montijo sucedió, como hemos visto, Agustín Lancaster (hijo del duque de Abrantes), a quien Villa Urrutia calificaba de «conquistador acreditado con más años y experiencia que los ardidos Guardias», en alusión a los hermanos Godoy.

Tras Montijo y Lancaster se situaba, como tercer amante de la reina, un hombre singular, Juan Pignatelli, más tarde conde de Fuentes. Pignatelli quedó exento de los Guardias de Corps desde septiembre de 1775; tres años después se le señalaba ya como la persona de mayor aceptación en el cuarto del príncipe y de la princesa de Asturias. «El exento —apostillaba Villa Urrutia— tenía veinte años, y María Luisa a los veintisiete había sido ya, por lo menos, tres veces adúltera.»

Presa de los celos, la reina se las arregló para que a Pignatelli se le destinase a París, en misión diplomática; irritaban terriblemente a María Luisa los escarceos amorosos de su entonces favorito con la duquesa Cayetana de Alba, uno de los puntales de la compleja corte de Carlos IV; la reina tampoco soportaba que la duquesa Cayetana fuera más culta y bella que ella.

Pronto se sumó, a su relación de amantes, un tal Manuel Mallo, criollo venezolano, oriundo de Popayán y con familia avecindada en Caracas, que enseguida hizo las delicias de la insaciable soberana.

Curiosamente, Mallo era amigo íntimo de Esteban Palacios, tío del joven Simón Bolívar, futuro libertador de América.

Mallo era otro apuesto guardia de corps que atrajo como un imán la mirada lasciva de María Luisa. No en vano Hans Roger Madol, en su obra Godoy, el fin de la vieja España (Revista de Occidente, 1935), aseguraba que la reina era una «chulapona desgarrada, maja bravía donde las hubiere, buscadora perpetua de las sensaciones viriles de los apuestos cortesanos que la rodeaban y de los más granados guardias de corps».

Precisamente sobre Manuel Mallo, el doctor Cabanés relataba una divertida anécdota que ya reproduje en mi libro La maldición de los Borbones, y que traigo ahora de nuevo a colación a propósito de las aventuras extraconyugales de la reina ninfómana. La escena tuvo lugar en marzo de 1800, tras una pelea pasajera de María Luisa con su amante el Príncipe de la Paz:

—Manuel —dijo el rey a Godoy—, ¿quién es ese Mallo, que todos los días cambia de coche y aparece con caballos nuevos? ¿De dónde saca el dinero para satisfacer gustos tan dispendiosos?

—Señor —replicó Godoy con la mayor seriedad del mundo—; Mallo, en efecto, no posee un solo maravedí; pero se dice que lo sostiene una mujer vieja y fea que roba a su marido para pagarse un amante.

El rey comprendió la alusión y, riéndose a carcajadas, dijo:

—¡Cómo, María Luisa! ¿Qué piensas tú de eso?

—¡Ah, Carlos! —respondió la interrogada—, ¿no sabes tú que Manuel se complace en bromear?

Godoy salió incluso más fortalecido aquel día. Ni la reina ni el rey cornudo pudieron prescindir ya jamás de él.

En 1808, tras los terribles sucesos de Aranjuez, María Luisa escribió a su hija, la reina de Etruria: «Pedimos [al gran duque de Berg] que salve al Príncipe de la Paz y que nos lo deje cerca de nosotros para acabar juntos, tranquilamente, nuestros días».

¿Pueden concebirse acaso amor y dependencia mayores del gran favorito en la corte de Carlos IV?

El propio monarca testimoniaba su pasión por ambos —María Luisa y Godoy— en una carta fechada en Nápoles, el 7 de enero de 1819. La misiva se redactó recién fallecida su esposa y cuando ésta, como ya vimos, había nombrado a su amante heredero universal de todos sus bienes con la anuencia de su burlado marido.

Dice así:

Amigo Manuel: No te puedes figurar cómo he quedado después del terrible golpe de la pérdida de mi amada esposa, después de cincuenta y tres años de mi feliz matrimonio. Yo he estado bastante atropellado; pero, gracias a Dios, estoy mucho mejor. No dudo que en la enfermedad la habrás asistido con todo el esmero posible; pero, habiendo faltado la reina, no es decente que Carlota viva en mi casa. Yo la señalo mil duros al mes, y así, llévatela a vivir fuera contigo, y harás bien en ejecutarlo antes de que yo vaya a Roma. Esto no impide que vengas a verme siempre que quieras, y quedo, como siempre, el mismo,

CARLOS

Pero Godoy no estuvo sólo a la cabecera del lecho durante la agonía de la reina; compartió también éste con ella en la plenitud de su vida.

MONARCA Y VASALLO

Manuel Godoy y Álvarez de Faria, nacido en Badajoz el 12 de mayo de 1767, era la otra cara del cornudo y apaleado Carlos IV.

El doctor Jacoby retrató juntos, en pocas pinceladas, al esposo y al amante de la reina María Luisa:

Monarca de inteligencia limitada; de carácter duro, completamente dominado por su mujer, y que no tuvo en su vida más que dos sentimientos vivos: su amistad por el amante de su mujer [Godoy], que era un hombre corto, astuto y cobarde, con todos los vicios y ninguna cualidad, y un odio implacable hacia su hijo [Fernando VII], que fue un tirano sanguinario, cobarde y pérfido, muy vicioso y estúpidamente devoto.

Nunca dos hombres —rey y vasallo— fueron tan distintos. Mientras el monarca se desentendía de los asuntos de Estado y de las mujeres, convirtiendo sus aficiones a la caza y los relojes en verdaderas manías, el apuesto guardia de corps conquistaba el corazón de la reina, verdadero impulsor de sus ambiciones hasta la cima de la nación.

No era extraño así que Carlos IV adornase su retrete como si fuera el tocador de una dama, diese él mismo cuerda y pusiese en hora su colección de cuatro mil relojes, o saliese a cazar a menudo llevando siempre debajo su ropa de montería. Mientras él se entretenía de ese modo, la marcha del país iba de mal en peor y su mujer le infligía continuas infidelidades, tal y como refleja el siguiente documento alusivo a la reina que se conserva en los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores de París:

Es el vicio en toda su fealdad, es el escándalo más nauseabundo; ni urbanidad, ni delicadeza, ni pudor, privado o público; las costumbres están corrompidas, sin estar dulcificadas… Ningún miramiento, ningún velo esconde este horrible espectáculo a los ojos de la multitud, y tal vez en toda España no hay una sola persona que no sepa que, para alimentar la extraña sensibilidad de la reina, no es demasiado la asiduidad de un funcionario titular (el rey), las atenciones pasajeras del Príncipe de la Paz (Godoy) y el concurso frecuente de la flor y nata de los guardias de corps…

No se sabe muy bien si el monarca era tonto o ingenuo.

Juzgue si no el lector: invitado a cenar con su esposa por Napoleón, reparó enseguida en que a la mesa había únicamente cuatro servicios y exclamó entonces, muy compungido: «¿Y Godoy, señor?».

Napoleón, sonriendo, mandó llamar al amante de la reina, sin el cual el rey era incapaz de disfrutar en las grandes y pequeñas ocasiones.

Entre tanto, el hidalgo trató de imitar el poder de un rey escudado en su condición de amante. Su ascenso social y político fue fulgurante: en enero de 1791 era ya brigadier de la Guardia de Corps; veinte días después era nombrado mariscal de campo; al cabo de cuatro meses, teniente general; y casi un año y medio después, secretario de Estado, cargo equivalente al de primer ministro.

Por si fuera poco, María Luisa logró que le distinguiesen también con los títulos de duque de Alcudia, con Grandeza de España, caballero del Toisón de Oro (la más alta condecoración de los Borbones), capitán general de los Ejércitos y, por supuesto, secretario particular de la reina.

Por fin, el 22 de julio de 1795, con motivo de la Paz de Basilea, se le concedió también el título de Príncipe de la Paz.

Muchos, desde entonces, sospecharon que semejante encumbramiento, sin parangón alguno en la historia moderna de España, surgió en el mismo lugar donde prende la vida humana.

Algunos, incluso, entonaban esta elocuente estrofa:

Las majas de la Corte

están contentas,

pues dicen que a Godoy

le hacen alteza.

No es una burla,

porque siempre los pillos

tienen fortuna.

Pero el marido engañado hacía oídos sordos, alejado también de los asuntos de Estado. El diplomático francés Desdevises du Dézert recordaba que el rey de España y de las Indias dedicaba tan sólo un cuarto de hora diario al estado de la nación. Sin embargo, pasaba horas enteras charlando con torneros, armeros o criados de cuadra, con quienes llegaba incluso a boxear cuando se hallaba de buen humor. «Carlos IV —concluía Desdevises du Dézert— sería clasificado por los alienistas modernos en la clase de los semiimbéciles, capaces de recibir cierta instrucción, pero desprovistos de la más mínima dignidad y de la más mínima energía.»

Así era este grandullón de mirada huidiza y frente deprimida, con napia borbónica, boca entreabierta y rolliza figura sostenida por dos auténticas columnas salomónicas.

Carlos IV sentía una pasión irrefrenable por la caza, tanto o más que su padre, y practicaba esgrima, lucha libre y boxeo con palafreneros y marinos. La naturaleza le había dotado de una fuerza física extraordinaria, pero su carácter era abúlico y sumiso a la caprichosa voluntad de su esposa, como testimonia Gaspar Melchor de Jovellanos:

En este día primero [cuando subió al trono, el 14 de diciembre de 1788] ambos recibieron a los embajadores de familia y ambos despacharon juntos con los ministros de Marina y Estado, quedando desde la primera hora establecida la participación del mando a favor de la reina como naturalmente y sin esfuerzo alguno.

La reina María Luisa esgrimió así siempre el cetro dentro y fuera de palacio, tras conocer al gran amor de su vida.

EL FLECHAZO

La carta de Luis Godoy a sus padres, don José Godoy, coronel de la milicia y regidor de Badajoz, y doña María Antonia Álvarez de Faria, miembro de una noble familia portuguesa, es el único y valioso testimonio de que disponemos para saber, a ciencia cierta, cómo empezó Manuel Godoy a disfrutar de la intimidad de palacio.

Su hermano Luis, más precoz que Manuel para ganarse el favor de la reina, escribía así a sus padres el 12 de septiembre de 1788:

Manuel, en el camino de La Granja a Segovia, tuvo una caída del caballo que montaba. Lleno de coraje lo dominó y volvió a cabalgarlo. Ha estado dos o tres días molesto, quejándose de una pierna, aunque sin dejar de hacer su vida ordinaria. Como iba en la escolta de la Serenísima Princesa de Asturias, tanto ésta como el Príncipe se han interesado vivamente por lo ocurrido. El brigadier Tejo me ha dicho que hoy será llamado a palacio, pues desea conocerlo Don Carlos.

Desde aquel día, la buscona María Luisa hizo cuanto estuvo en su mano para conocer a fondo a su guardia. A ella aludía con desprecio el infante Antonio Pascual, llamándola «sabandija» en una desconocida carta dirigida a su sobrino, futuro Fernando VII.

La epístola del quinto hijo varón de Carlos III (hermano así de Carlos IV), conservada al principio en el archivo del difunto conde de Oñate, constituye una muestra curiosa de la intimidad de la corte presidida por el triángulo amoroso de los reyes y el favorito, que algunos llamaron «la trinidad en la tierra».

Pese al lenguaje basto y soez, la misiva del infante Antonio Pascual, en cuyo sobre se lee ya la misteriosa consigna «Reservadísimo y urgente», la cual despertó sin duda la morbosa inclinación de su sobrino Fernando mientras se deliberaba en Bayona sobre sus derechos a la Corona de España, merece reproducirse en su integridad.

Juzgue si no el lector:

Querido sobrino: Hubiera deseado escribirte cosas gratas; pero no es mía la culpa, porque los personajes que forman este Tribunal, que han dado en llamar Junta Suprema, son unos cagatintas que no saben dónde tienen las narices más que para oler majaderías y doblar la cabeza a los antojos pésimos del fantasmón de Murat, que hace lo que quiere por detrás, por delante y por los costados.

La sabandija [alude a la reina María Luisa] se cartea que es un gusto con el Gran Duque de Berg, y ha conseguido que se ponga en libertad al príncipe choricero [Manuel Godoy]. Pero el pachorro de tu padre ha sido el que con más calor ha solicitado su libertad y que no le corten la cabeza. El feliz matrimonio [Carlos IV y María Luisa] continúa recluso en El Escorial, guarnecido por los traidores carabineros y por los soldados franceses a las órdenes del general Watier, de ese beodo que ronca en la mesa cuando se sirven los postres. Lo sé de buena tinta.

Tu padre, que no puede ya con el reuma, dice que sus dolores son «las espinas que le has clavado en el corazón». ¿De dónde habrá sacado mi hermano esas palabras tan bonitas? Se las habrá enseñado la sabandija.

Dice Murat, al solicitar la soltura [liberación] de Godoy a mis compañeros supremos, que tú le diste la palabra de libertarle cuando tenías el pie en el estribo para salir de Madrid. ¡Embustero! ¿Por qué no me lo dice a mí? Los cagatintas de mis compañeros se han mamado la breva y han bajado la cabeza, por lo que pronto verás al favorito en esas tierras. ¿Por qué no se le ahorcó cuando te dije? Luisita, la de Etruria [hermana de Fernando VII], lo afirma; dice que le diste la palabra a Murat en su cuarto. ¿Ves qué desvergonzada? Los que pidieron la libertad de Godoy fueron mi hermano y la sabandija, que hasta lloró y se postró de rodillas, y el francés se comprometió a salvar al preso.

Los guardias de corps, que son unos verdaderos caballeros, se han negado a hacer la entrega del preso, y han dicho que la hicieran los granaderos provinciales. ¡Chúpate esa! Así me gusta. Los de corps le hubieran entregado para llevarle a la horca. En fin, ya tienes al mocito [Godoy] en poder del coronel Martel, y pronto le verás en Bayona.

La extensa posdata del infante a su sobrino, futuro rey de España, tampoco tiene desperdicio:

Dile a Chamorro [así motejaban a Pedro Collado, criado de Fernando VII y zafio aguador de la Fuente del Berro, además de compañero infatigable del rey en sus correrías nocturnas] que haga una excursión a París de Francia y me compre una de esas máquinas para la boca, que se llaman dentaduras postizas, y encárgale que los dientes no sean de muertos, que los franceses son muy cucañeros y dan gato por liebre.

El cleriguito cordobés que tanto te entró por el ojo derecho, y que yo te dije que era un truhán, está enfermo de una paliza que le dieron la otra noche unos manolos que le encontraron pelando la pava con una mujerzuela, en un portal de la calle de Santa Isabel.

Y no te canso más. Vale.

ANTONIO PASCUAL

Igual que el infante Antonio Pascual, la reina había perdido toda la dentadura, sólo que en su caso se debía a los innumerables partos.

María Luisa padeció terribles dolores de boca, junto al tormento de las hemorroides. Para disimular su horrible aspecto, se hizo implantar unos dientes postizos, fabricados por el odontólogo de la corte, Antonio Saelices de Medina de Rioseco. Pero la pobre reina debía sumergir en un vaso de agua todas aquellas piezas para poder masticar; eran pura fachada que atenuaban sólo en parte su fealdad.

No era extraño así que el padre Coloma la dibujase de esta guisa: «Tiene una de esas bocas grandes y hendidas, a modo de culebra, que prometen para la vejez una ridícula proximidad entre la nariz y la boca».

Fernando VII heredó de su padre el trono y de su madre, los suplicios de la boca. El 11 de marzo de 1801, en Aranjuez, el dentista Juan Gariot presentó una factura, «por haver [sic] limpiado los dientes de S. A.» durante los años 1799 y 1800, de 2.620 reales, a 160 reales cada una de las dieciséis sesiones que requirió, además de dos limetas de elixir «para las encías de Su Alteza», que costaron 60 reales. El mismo odontólogo le limpió la dentadura cinco veces en 1802 y cuatro más en 1803, cobrando por ello 2.880 reales.

Del martirio de la boca tampoco se libró el benjamín de la reina, el infante Francisco de Paula. La herencia genética de su madre pesó, sin duda, en él; no así la de su padre, cuya identidad era para fray Juan de Almaraz un misterio.

LA HUELLA DE GODOY

Existen obras de arte, como el soberbio y célebre lienzo de Goya La familia de Carlos IV, que, sin ser tan concluyentes como una prueba de ADN, ofrecen en cambio sugestivos indicios de paternidad.

El protagonista de este célebre óleo no es, como sugiere el título, el mismo monarca, sino un niño de seis años vestido de rojo, que aparece en el centro de la imagen con el cuerpecito adornado por la banda de Carlos III cruzándole el pecho. Es el infante Francisco de Paula, a quien ya entonces los rumores de la corte señalaban como hijo adulterino de la reina y de su favorito Manuel Godoy.

Los personajes de este cuadro del entonces pintor de cámara del monarca, realizado en el Palacio Real de Aranjuez en 1800, parecen mirar a un testigo invisible, posiblemente el propio Manuel Godoy.

Se cuenta que el mismo Renoir, al visitar el Museo del Prado, comentó sobre esta primera obra de Goya incorporada a la pinacoteca: «El rey parece un tabernero y la reina, una mesonera… o algo peor; ¡pero qué diamantes le pintó Goya!».

Entre tanta fealdad parece refulgir, en efecto, como un lucero, la belleza más llamativa del infante Francisco de Paula, embutido en su ropaje encarnado. Para algunos bastó comparar el perfil del niño y el de su hermana, la infanta María Isabel, retratada también por Goya, para dudar de su paternidad. Sus narices respingonas, un calco de la de Godoy, contrastaban con el resto de apéndices genuinamente borbónicos.

Las fechas también coinciden. Francisco de Paula nació en 1794, en pleno apogeo del romance de la reina con Godoy; su hermana María Isabel lo había hecho en julio de 1789, apenas un año después de que el impetuoso guardia de corps irrumpiese en el corazón ardiente de la reina.

No era extraño así que lady Holland, esposa de un diplomático británico, aludiese en sus memorias al «indecente parecido» entre Francisco de Paula y Godoy; rumor, por cierto, que muy pronto se extendió por las distintas legaciones extranjeras.

La infanta María Isabel, casada luego con el futuro Francisco I de las Dos Sicilias, tendría que aguantar también que su propia suegra, la reina María Carolina de Nápoles, cuestionase su paternidad.

En una carta a su ministro Gallo, la soberana napolitana no dudaba así en llamar «pequeña bastarda» a su nuera, «a quien —escribía— quiero mucho porque es muy buena y no es culpa suya haber sido procreada por el crimen y la maldad».

Más tarde, los partidarios de Carlos María Isidro —los carlistas— se aferrarían a la presunta bastardía del infante Francisco de Paula para invalidarlo como continuador de la dinastía de los Borbones en España, pues su hijo, Francisco de Asís, se casaría con la futura Isabel II.

Por eso, cuando las Cortes de Cádiz decretaron en marzo de 1812 que Francisco de Paula quedase desprovisto de todo derecho de sucesión a la Corona, así como sus futuros descendientes, los carlistas se apresuraron a esgrimir este documento como prueba fehaciente de que los rumores sobre la paternidad de Godoy eran ciertos.

Sin embargo, en julio de 1820 otro decreto de las Cortes invalidó el anterior con este argumento ante el que ya nada pudieron alegar los carlistas:

Se ha examinado la proposición relativa a que por haber cesado las circunstancias políticas que obligaron a excluir al infante, se revoque aquella disposición, que se fundó en la necesidad de precaver una nueva perfidia de Bonaparte.

¿Cuáles eran esas «circunstancias políticas» que aconsejaron despojar al infante de sus derechos? Ni más ni menos que el riesgo de que un niño, como era entonces Francisco de Paula, pudiese ser utilizado en su provecho por el mismo Napoleón Bonaparte. Exactamente igual que hizo éste, aunque fuesen ya adultos, con Carlos IV y Fernando VII.

Recordemos que España había sido invadida por las tropas de Bonaparte en 1812; un niño como Francisco de Paula podía haber caído entonces bajo la tutela e influencia de Napoleón, convirtiéndose en su marioneta.

Significaba eso que, en contra de lo que ansiaban los carlistas, la exclusión temporal de Francisco de Paula como sucesor al trono no tuvo como base el «indecente parecido» con Godoy al que aludía lady Holland, sino la necesaria prudencia en aquellos críticos momentos para la nación.

Juan Balansó me mostró en cierta ocasión la copia de una carta de Godoy a la reina, fechada en Calzada de Oropesa el 17 de julio de 1801, en la que el favorito decía a su amada María Luisa: «He visto las graciosas cartas del Infante don Francisco [de Paula] y ciertamente encantan, pues se distinguen de los demás hermanos los sentimientos de Su Alteza».

¡Cómo habría cambiado la historia de España si la confesión de fray Juan de Almaraz, datada en Roma el 8 de enero de 1819, hubiese salido entonces a la luz!