Capítulo 5
Estás segura de querer llevarte a la niña contigo? La señora querrá toda la explicación de lo que hiciste. No querrás que la pequeña lo oiga, ¿verdad?
Se hallaban frente a una inmensa puerta de roble con un pesado cerrojo y dos guardias. Maeve estaba de pie, con las manos apoyadas en las caderas y el ceño fruncido. Eile, nerviosa aun después de su largo sueño, tenía fuertemente agarrada de la mano a Saraid.
—Puede quedarse sentada en un rincón, en algún lugar donde pueda verme, pero no oírme. Se portará bien.
Maeve suspiró.
—Le preguntaré a la señora si le parece bien. ¿Ya estás lista? Nunca estaría lista para eso, pensó Eile. Estaba tan tensa que saltaría al mínimo roce.
—Ajá —consiguió responder.
—Por cierto, ese perro por el que preguntaste sigue aquí. Ronda por la puerta de la cocina, incordiando.
—¿Y Faolan?
—Sobre él no puedo decirte nada. Podrías preguntárselo a la señora. No enseguida; después, cuando hayas respondido a sus preguntas. Recuerda lo que te dije.
—No soy una niña. —Eile se obligó a respirar hondo. Si no tenía cuidado, podría romper a llorar, o echar a correr, o hacer cualquier otra cosa inapropiada—. Mi madre me enseñó buenos modales. —Era cierto, aunque no le habían hecho mucha falta en casa de Dalach, donde las amenazas y los golpes eran el pan de cada día.
Entraron. Aquella casa estaba llena de estancias enormes, y aquella era la mayor de todas las que Eile había visto hasta entonces. De las paredes colgaban tapices de hombres a caballo cazando cuervos y lobos. El hogar era amplio, construido con una piedra de color verdoso, y en él resplandecía una hoguera; estaba claro que aquella gente no veía la necesidad de ahorrar en leña. Un perrito corrió hacia ellas, ladrando. Saraid se encogió y se pegó a las faldas de Eile; entonces, cuando la criatura se acercó y la aguda bienvenida cambió a un meneo del rabo y un husmeo, la niña alargó la mano para acariciarle la cabeza.
En el extremo opuesto de la gran habitación había una mujer sentada en una silla alta. La luz de una ventana del lado oeste brillaba en su rostro, convirtiéndolo en un óvalo cuya marcada palidez destacaba en contraste con las oscuras colgaduras que había en la pared a sus espaldas. A ambos lados de su silla había un guardia armado. La dama permaneció absolutamente inmóvil y en completo silencio mientras el ama de llaves acompañaba a Eile y a Saraid que, con el perrito brincando entre sus piernas, avanzaron por el suelo enlosado hasta llegar frente aquel asiento que parecía un trono.
Maeve hizo una vaga reverencia. Eile la imitó, intentando asumir la adecuada actitud de respeto que se le debía a los personajes poderosos, de alta alcurnia, y falló estrepitosamente. En cambio, el miedo y el resentimiento se arremolinaban en su interior. Aquellas personas habían sido muy amables con ella, pero habían herido a Faolan y se lo habían llevado. Ahora esta señora las estaba mirando a ella y a Saraid como si fueran ratas en su cocina o escarabajos bajo su colchón.
—Mi señora —la voz de Maeve tenía un tono contrito—, esta es la joven, Aoife. La niña es su hija. No dejó que me la llevara.
Unos ojos fríos traspasaron a Eile con la mirada, se posaron brevemente en Saraid, que se había agachado para darle unas palmaditas al perro. La Viuda era joven. Eile le calculó menos de treinta años, aunque el velo que le cubría la cabeza y el cuello y que le ocultaba el pelo hacía difícil decirlo. Tenía unos rasgos menudos y bien definidos, una boca de expresión severa y unas cejas ingeniosamente perfiladas. Los ojos no dejaban traslucir nada, salvo que aquella mujer sabía que tenía el control. No había duda de que lo consideraba su derecho. «No te enojes», se advirtió Eile a sí misma, pero ya era demasiado tarde.
—Llévate a la niña junto al fuego —le ordenó la Viuda a Maeve—. Entretenla. Acércate un poco más, muchacha. Eso está mejor. ¿Comprendes por qué estás aquí?
Eile sostuvo la mirada de aquellos ojos desafiantes. Reunir coraje consistía en gran parte en no demostrar tu miedo. ¿Qué podía decir? ¿Cómo tenía que hacerlo? Ellos sabían quién era y, por supuesto, creerían a esos hombres del puente, no a un…, ¿cómo la habían llamado?, un pedazo de porquería de la cuneta. Por otro lado, quizá Faolan ya les había contado su mentira y si la contradecía iba a crearles más problemas a todos.
—No, mi señora. Íbamos de camino al Paso del Violinista cuando tu gente atacó a mi amigo y se lo llevó cautivo. ¿Qué le habéis hecho? ¿Dónde está?
Una mirada calculadora penetró en aquellos ojos cautos; los labios se tensaron. Eile echó un vistazo por encima del hombro. Saraid estaba sentada en el suelo junto al hogar, jugando con el perrito, en tanto que el ama de llaves había tomado asiento en un banco cercano.
—¡Maeve! —gritó la viuda—. Te pedí que le explicaras la situación a esta joven.
—Lo hice, mi señora.
Los ojos oscuros se volvieron a posar en Eile, evaluándola.
—¿Te gustan los riesgos? —preguntó la Viuda.
—No, mi señora. Sólo me arriesgo cuando tengo que hacerlo.
—Deberías aprender a controlar mejor tu lengua. ¿Sabes quién soy?
—Eres una hacendada, la viuda de un gran jefe de clan. Tienes una casa magnífica, hombres de armas y sirvientes. Tienes poder. Esto es lo único que sé. Poder sobre la gente como él y como yo.
Se hizo un breve silencio. Entonces la señora dijo:
—¿Qué estás insinuando exactamente? ¿Eso es lo que admiras? ¿El poder? ¿Es lo que desearías para ti?
No tenía tiempo de sopesar su respuesta, de calcular cuál sería la mejor respuesta.
—No quiero el poder sobre otras personas, para amedrentarlas y manejarlas a mi antojo. Sólo poder necesario para poder proteger a mi hija como es debido. —Eile miró hacia el fuego.
—¿Quién dijiste que eras? —formuló la pregunta con soltura, como un sedal lanzado de forma experta.
—No lo dije, mi señora. Me llamo Aoife.
—Maeve me ha dicho que alguien te ha maltratado, Aoife. Dice que tu cuerpo lleva la huella de muchas palizas, por no hablar del hecho de que pareces medio muerta de hambre. En cambio, resulta evidente que tu hija, aunque está delgada, ha estado bien atendida. ¿Estás segura de que has dicho la verdad? ¿Es cierto que es tuya? ¿No será tal vez la hija de una señora cruel a la que se la robaste por razones propias? Esto no tiene sentido, Aoife. Sé que Maeve te ha dicho de qué se te acusa. A menos que seas medio imbécil, y veo que no es así, seguro que te das cuenta de lo grave que es este asunto. Mentir no va a ayudarte en tu causa. Si te han tratado mal, tendrías que darme los detalles. Si le has quitado la vida a un hombre, también debes confesarlo. ¡Explícate y di la verdad! Las mentiras no te hacen ganar poder; por ese camino seguro que pierdes a tu hija. No malgastes esa fuerza que tienes en enfrentarte a mí, jovencita. Utilízala para exponer tus argumentos.
—Ahora mismo no estoy en un tribunal de justicia —dijo Eile alzando el mentón—. Dame una sola razón por la que deba confiar en ti —oyó el grito ahogado de horror que soltó Maeve por detrás de ella. Saraid le estaba murmurando al perro.
La Viuda suspiró y se recostó en su magnífica silla.
—Me imagino que tu existencia hasta el momento no te ha proporcionado muchos motivos para confiar —comentó con ecuanimidad—. De hecho, no te pido que confíes en mí, sólo que digas la verdad. Habitualmente la gente no exige que demuestre mi buena voluntad. Ejerzo de jefe de clan de esta región en lugar de mi fallecido esposo. Tengo la facultad de decidir tu futuro. Se te tratará con justicia si eres honesta, Aoife. Sé que cuesta creerlo, pero es cierto, al menos en mis territorios. Si llevas este asunto con la actitud de un gato montés encerrado en una jaula, sin hacer otra cosa más que gruñir y morder, será difícil que la gente te ayude.
—Él nos ayudó. Faolan. Y lo único que consiguió fue que le pegaran. ¿Sigues diciendo que debería confiar en ti? Demuéstrame que se encuentra bien y responderé a todas las preguntas que quieras. —Eile quedó satisfecha con su tono. Sonó audaz y desafiante, la señora no podía saber que temblaba por dentro.
—Maeve —dijo la Viuda—, llévate a la niña.
—¡No! —No podían hacerle eso, no era justo, tenía que evitarlo—. ¡Dejadla en paz! —Mientras Eile hablaba, uno de los guardias fue a situarse junto a ella y le bloqueó el paso con la lanza. Al otro lado de la barrera vio que el ama de llaves tomaba a Saraid de la mano y la conducía hacia la puerta. La niña volvió la vista atrás, con una mirada preocupada, pero guardó silencio. El perrito fue correteando tras ellas—. ¡No puedes llevártela! —¡Dioses! Estaba ocurriendo lo que más temía. Saraid desaparecería por esa puerta y nunca volvería a ver a su hija.
—¿Crees que no? —dijo la Viuda—. Es tan fácil como contar uno, dos y tres. No pongas esa cara, chica, aquí tratamos muy bien a los niños. En realidad, creo que tu hija, si es que es tuya, estaría mucho mejor en la Cuesta del Endrino, creciendo entre los niños de mi casa y, con el tiempo, aprendiendo habilidades que le proporcionarían un hogar y un modo de ganarse la vida, que vagando por los caminos con su madre, siempre a un tris de meterse en problemas.
Eile se precipitó hacia la entrada. Antes de poder dar tres pasos el guardia había soltado la lanza y la agarró rodeándole los brazos y deteniendo su huida. Ella intentó enfrentarse a él, pero el hombre se limitó a seguir sujetándola mientras ella se resistía y pataleaba. La Viuda lo observó todo en un silencio impasible.
—¡No es justo! —gritó Eile—. ¡Sólo tiene tres años! ¡No lo comprenderá! ¿Qué os hemos hecho nosotras?
Al cabo de un rato se hizo patente que sus esfuerzos no cambiarían nada. El segundo guardia se había apostado frente a la puerta y Eile no veía ninguna otra salida. Saraid se había ido.
La Viuda esperó. Eile cogió aire entre sollozos y luego dijo:
—Dile aquí a tu esbirro que me suelte. Tengo que limpiarme la nariz. Luego haz tus asquerosas preguntas. Será mejor que no sufra ningún daño o…
—¡Basta! —exclamó la Viuda—. Nada de amenazas. Suéltala, Seamus. Trae un taburete; la chica tiene que sentarse. Y un poco de agua. Serénate, Aoife. ¿O acaso tendría que decir Eile, por casualidad?
Esta se limpió la nariz con la manga de su camisa prestada y se irguió.
—¿Cuánto sabes ya? —le preguntó.
—Quiero que me lo cuentes todo. ¿Quién es el padre de la pequeña?
Eile se estremeció. ¿De dónde había salido esa pregunta?
—Eso no voy a decírtelo. Te contaré lo que ocurrió. Lo demás no importa. Saraid es mía. Su padre está muerto.
—Entiendo. ¿Y qué me dices de tus padres? ¿Dónde están? ¿Cómo se llaman?
—¿Crees que estaría aquí de esta manera si ellos todavía vivieran?
—¿Cómo se llamaban?
—Deord. Saraid. Mi hija se llama como ella, pero mi madre nunca supo que tuve una hija. —Nada de lágrimas. A partir de ahora tenía que hacerlo bien, recuperar a Saraid y entonces, a la primera ocasión, saldrían de aquel maldito lugar. ¿Cómo se atrevía esa mujer a jugar a un juego en el que las piezas eran niños pequeños?
—¿A qué se dedicaba tu padre, Eile?
—Era navegante. Viajante. —Esto apenas daba una idea aproximada de las aventuras épicas y las historias maravillosas. El caparazón de un hombre que había vuelto a casa de la Sima Pedregosa. No abarcaba el amor, la esperanza, el frágil sueño de que algún día todo iba a ir bien otra vez hecho añicos.
—Siéntate —le dijo la Viuda cuando el guardia colocó un taburete al lado de Eile—. Ahora dame una versión sencilla y fidedigna de los últimos días.
La chica respiró hondo.
—Apuñalé al marido de mi tía en el corazón —dijo—. Él me… me hacía daño. Cuando supe que padre no iba a volver a casa, tuve que hacerlo. Por ella, por Saraid. Entonces nos escapamos. Si quieres que diga que lo siento, no puedo; al menos, si esperas que diga la verdad.
La Viuda asintió con la cabeza, su semblante sereno.
—¿Cuándo supiste que tu padre no iba a volver a casa?
—Yo pensaba que algún día regresaría. Tenía la esperanza de que lo hiciera. Pero murió. Nunca volvió. —Eile hizo una pausa para controlar mejor la voz—. Esto es todo lo que tengo que decir. Deja que Saraid vuelva a entrar. No está acostumbrada a los desconocidos.
—El hombre que estaba contigo, ese al que llamas Faolan, dijo que eras su esposa y que la niña era su hija. ¿Era una mentira?
—Intentaba protegernos. Llevarnos a un lugar seguro.
—¿Por qué ese hombre iba a mentir por una chica que acababa de asesinar a su pariente? ¿Lo conoces bien?
—Es amigo de mi padre. Al menos eso fue lo que dijo. Lo conocí hace tan sólo dos días. —Una sensación curiosa se estaba apoderando de Eile mientras observaba el rostro de aquella mujer: la sensación de que la Viuda no estaba en absoluto interesada en ella ni en Saraid. La creciente convicción de que de quien quería saber cosas desde un principio era de Faolan. Allí había algo que no iba bien. Eile lo percibió en los ojos de la Viuda cuando esta pronunció su nombre. Faolan corría peligro.
—¡Responde a la pregunta! —le espetó la Viuda—. ¿Por qué iba a mentir por ti? ¿Qué te hizo prometer a cambio? Eile se la quedó mirando con desconcierto.
—¿Prometer? No sé a qué te refieres.
—No seas falsa, muchacha. Ese hombre es un desconocido para ti; podría ser cualquiera. No tienes dinero ni recursos. Sólo tienes una cosa que probablemente querría un hombre y está claro que no eres reacia a ofrecerlo. ¿Por qué si no iba a recogerte este tal Faolan?
Eile sintió que la sangre afluía a sus mejillas para retirarse luego con la misma rapidez. No parecía importar que los insultos fueran más o menos su pan diario, eso no los hacía menos hirientes.
—Piensa lo que quieras —dijo, absolutamente incapaz de fingir educación.
—Lo que pienso es que te han maltratado y que es una suerte que ahora te encuentres en la Cuesta del Endrino, donde podemos refugiaros a tu hija y a ti. Si os hubiéramos entregado a esos tipos de la Colina Nubosa, os habrían tratado con mucha más rudeza, te lo aseguro. ¿Cuántos años tienes, Eile?
—Dieciséis. Y, antes de que lo preguntes, mi hija tiene tres, y no, no la tuve porque fuera una desvergonzada, sino porque un hombre me forzó. Si entonces hubiera tenido un cuchillo y un poco más de valor, me habría ahorrado cuatro años de magulladuras y cosas peores. Y si tuviera que volver a matarlo, no dudaría en hacerlo.
—¿Y Faolan?
—Ya te lo he dicho. Es amigo de mi padre. No me pidió nada. Trajo el desayuno y me dejó su cuchillo.
—Y ese fue el mejor regalo que te habían hecho nunca… —comentó la Viuda con una sonrisita extraña.
Eile no respondió. Era un extraño juego aquel, desde luego.
—Necesitaré más —dijo la Viuda—. Más detalles, más cosas sobre tus orígenes. Pero ahora no. Ve con tu hija. Me imagino que estará en la cocina con un montón de gente mimándola. Es una chiquilla muy guapa. Cuesta mucho despertar el instinto maternal de Maeve. Vamos, ve.
—Yo… Tengo que saber qué le ha pasado a Faolan. ¿Dónde está? ¿Por qué dejaste que lo golpearan y lo ataran? Él no tuvo nada que ver con lo que yo hice. No es más que un viajero.
—¿No has dicho que fue su cuchillo el que asestó el golpe mortal?
—Él no sabía que iba a utilizarlo para eso. Quiero verle.
—No está aquí, Eile. Lejos de demostrar ser un amigo, por lo visto le faltó tiempo para alejarse de ti. Los hombres como él no tienen tiempo para las mujeres y los niños. Tu Faolan siguió su camino hoy, mientras tú dormías.
La terminante afirmación la golpeó como si fuera un puño. Seguro que no podía ser verdad.
—Pero… —titubeó Eile— tú lo arrestaste, tus hombres lo atacaron, ¿por qué ibais a dejarlo marchar sin más?
—Cometí un error. Resultó no ser el hombre al que estaba buscando. Nos ofrecimos a hospedarle y dijo que no, que estaría mejor solo.
Eile enmudeció de la impresión. Se había imaginado toda clase de finales terribles para Faolan, pero no aquello. No la historia de siempre.
—No me lo creo —susurró las palabras con tristeza. Despreciaba su debilidad. Aquello no debería importarle en absoluto.
—Es lo que suelen hacer los hombres —dijo la Viuda—. Recogen las cosas y se van cuando les conviene. Olvídate de Faolan. No merece tus lágrimas.
—¿Qué lágrimas? —Eile se frotó furiosamente las mejillas con la mano. Oír su propia teoría sobre los hombres de labios de aquella mujer sólo pareció empeorar las cosas. Había empezado a creer, como una tonta, que aquel hombre podía ser distinto.
—Puedes retirarte. —La Viuda se puso de pie. No era una mujer muy alta—. Busca a tu hija, cerciórate de que está a salvo y de que tú también lo estás. Os acogeremos y nos ocuparemos de la ley en tu nombre. Te sorprendería lo que pueden lograr una o dos palabras en el oído adecuado.
Tardó muchos días en llegar a Pitnochie, muchos más de los que debería haber necesitado. Broichan anduvo bajo la lluvia, la aguanieve, la nieve; sus sandalias chapoteaban al cruzar arroyos, se hundían en el barro, resbalaban en las piedras mojadas y se deslizaban en la gravilla. La capa que llevaba no le procuraba una protección ni mucho menos adecuada para el tiempo que hacía y no iba a derrochar sus energías con la magia con el único propósito de mantenerse seco. En la Colina Blanca había realizado pequeñas proezas como aquella sólo para enseñar a Derelei. Allí en el bosque no había ningún diminuto aprendiz acuclillado a su lado, compartiendo un maravilloso viaje de descubrimiento. Había dejado atrás a Derelei, y Broichan sabía que un pedazo de su propio corazón había quedado al cuidado del pequeño. Esa herida le causaría más sufrimiento que los miembros doloridos o el vientre revuelto.
Rezaba todas las noches. «Dijiste que debía abrir mi corazón al amor. Lo hice hace mucho tiempo. Quiero a Bridei como a un hijo; y a su hijo también. El significado de tus palabras me resulta oscuro». Y si esto último no era del todo cierto, él se negaba a reconocerlo, ni siquiera ante sí mismo.
En ocasiones intuía respuestas a sus preguntas, pero eran más las veces que los dioses guardaban silencio, y eso sí lo comprendía. Los druidas tenían la costumbre de aprender buscando sus propias respuestas; un buen profesor sólo proporcionaba las preguntas, y los medios para descubrir qué respuestas podrían existir. Durante largo tiempo, la mayor parte de su vida, Broichan había estudiado las enseñanzas druídicas y el arte de la magia, las estrellas y los elementos, las pautas de las estaciones, los misterios de los reinos de las plantas y los animales. Como druida real, también había estado intrincadamente involucrado en asuntos políticos; había sido agente de poder y conciliador, estratega y árbitro. Era él quien, durante más de quince años, había trabajado preparando a Bridei para el trono de Fortriu: el rey perfecto. Broichan había visto llegar a buen término la primera parte de su largo sueño. Estaba en lo cierto en cuanto a Bridei. Su serio hijo adoptivo se había convertido en el mejor dirigente que cualquier reino podía desear.
Por desgracia, Broichan también había estado en lo cierto acerca de Tuala. Desde el primer momento supo que sería un problema. Ella había constituido el elemento impredecible, el único factor que podía arruinar su plan. Había intentado apartarla de su posición de influencia, pero para entonces ella ya había utilizado sus encantos del Otro Mundo con su hijo adoptivo y había sido demasiado tarde. Bridei se había negado a renunciar a ella. La había convertido en el precio por acceder a ser rey.
Aquello había supuesto una amarga derrota, a pesar de toda la alegría de ver a su protegido coronado y a Fortriu victorioso sobre Dalriada tan sólo cinco años después. Cinco años que habían supuesto un cambio en su trato con la esposa de Bridei. Ahora Broichan reconocía que ella amaba a su esposo y que sólo quería lo mejor para él. Sus intenciones eran todas buenas. Reconocía que amaba a su hijo, como también lo hacía el propio Broichan. Habían intercambiado gestos de cautelosa confianza. Ahora había respeto entre los dos; respeto y comprensión. O mejor dicho, los había habido. Entonces ella había compartido su visión y a él le habían vuelto a asaltar las dudas. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué se había inmiscuido? ¿Qué era lo que quería de él?
Finalmente, Broichan llegó a un lugar donde al mirar abajo desde la linde del bosque podía ver el amplio valle de Pitnochie por debajo de él, los abedules de ramas desnudas, los oscuros esqueletos de los robles y, medio oculta por ellos, la larga casa de piedra de cuyos fogones se alzaba el humo perezoso. Había dejado de llover y el día era frío y soleado. El druida se quedó un rato observando, sin sentir nada más que el anhelo de estar caliente y seco, y sin pensar otra cosa que: «En casa. Estoy en casa».
Vio a algunas personas por allí, a su propia gente: Fidich y sus hijos llevando las ovejas al establo mientras los perros, unos manojos de músculos de mirada penetrante, iban de un lado a otro a la zaga del rebaño; Brenna que colgaba la colada en una cuerda tendida entre unos arbustos; un niño pequeño que se acuclillaba para acariciar un gato. Se imaginó a los demás en el interior de su casa: Mara, adusta y competente como de costumbre, y Ferat haciendo ruido con los cacharros en la cocina. Una nueva casita tomaba forma junto a aquella en la que vivían Fidich y Brenna con sus hijos. Esa sería la de Cinioch. Este, un hombre de mediana edad que nunca había tenido ninguna otra profesión que la de guerrero, había solicitado permiso para contraer matrimonio y concentrar sus energías en la agricultura. Pitnochie había sufrido duras pérdidas en el conflicto del pasado otoño. El mejor amigo de Cinioch se encontraba entre los caídos. A aquellos supervivientes les hizo bien regresar a casa. Eso era lo que Bridei quería para todos ellos: una temporada de paz.
Broichan se había sorprendido al encontrarse con que estaba absolutamente de acuerdo con dicho sentimiento. No se lo había hecho saber a nadie, por supuesto; era esencial que demostrara su fortaleza en todo momento. Su posición como druida del rey lo convertía en una persona fundamental en los asuntos de Fortriu, por mucho que Bridei fuera un hombre que tomara sus propias decisiones. La gente se esperaría que Broichan quisiera aprovechar la ventaja al máximo, presumirían que su consejo al rey sería extender las fronteras del sur o retar a Circinn abiertamente sobre el tema de los misioneros cristianos que predicaban la nueva fe en dicho reino. No obstante, algo había cambiado en el druida mientras su hijo adoptivo estuvo ausente en la guerra. Desde el momento en que Bridei regresó a casa sano y salvo, cabalgando con las banderas al viento, supo que el joven rey necesitaba tiempo, que Fortriu necesitaba tiempo antes de volver a mandar a sus hijos a una matanza. Había habido dolorosas pérdidas. La victoria no cambiaba eso. Y Bridei, a pesar de la condición casi divina que le otorgaba su reinado, no era más que una persona de carne y hueso. Debía disponer de tiempo para construir un reino estable, para forjar alianzas. Debía tener tiempo para ver crecer a sus hijos. Todavía había territorios que ganar, barreras que abatir, pero eso sería más tarde. De momento, durante los próximos años, bastaba con haber ganado Dalriada.
Si sus motivos para desearlo eran egoístas, pensó Broichan, si su afecto personal por Bridei tenía el mismo peso en la balanza que el deseo de ver cumplir con su destino al rey de Fortriu, que así fuera. La paz les haría bien a los priteni. Su propia gente de Pitnochie, los que estaban allí al pie de la ladera, habían perdido a dos de sus miembros y habían visto a un tercero gravemente herido. Era suficiente. Seguro que los dioses estaban satisfechos, al menos de momento. Que no hubiera más muertes prematuras.
Por un instante el druida se preguntó si se estaba haciendo viejo, pues recordaba una época, no muy lejana, en la que su ardiente ambición por ver los reinos de los priteni unidos en su adhesión a los antiguos dioses era tan fuerte que no hubiera tolerado ningún retraso; hubiera instado a Bridei a seguir adelante, expandiendo sus fronteras y castigando a aquellos que traían nuevos dioses y nuevas costumbres. Bridei podía hacerlo; el avance del pasado otoño sobre Dalriada lo había demostrado. Este rey era a la vez un visionario y un hombre de poder. Con el tiempo ocurriría. Algo había cambiado en Broichan; sabía que estaba preparado para esperar. Podía ser paciente, como lo son las rocas y los árboles, sabiendo que todas las cosas ocurren en su momento adecuado.
Agarró el báculo y empezó a caminar ladera abajo. Le complació observar que Uven, a quien había dejado a cargo de la seguridad, tenía guardias de servicio apostados allí donde los campos confluían con el bosque. Si avanzaba un poco más, alguien miraría en su dirección y lo vería; lo llamarían y él levantaría la mano para saludarles, y enseguida podría estar de nuevo en su propia casa y dejar que su gente lo atendiera.
Claro que Ana y Drustan estaban allí, lo cual resultaba un tanto incómodo. Daba igual; Mara encontraría la manera de acomodarlos a todos. Y eso le brindaría una oportunidad de hablar largo y tendido con Drustan, cuyas insólitas dotes le interesaban. El dominio de la transformación que poseía el jefe de clan de los caitt superaba con creces al del más experto druida. Habría muchas cosas que los mantendrían ocupados hasta que… hasta…
Broichan se detuvo. La respiración se le atoró en la garganta. El paisaje estaba cambiando ante sus ojos, como si se corriera un velo sobre él. La columna de humo se disipó y se desvaneció. Las diminutas figuras del hombre y la mujer, las formas en movimiento del perro, las ovejas y el caballo parpadearon como velas que se extinguían. De pronto, en torno a la casa y el establo había montones de nieve acumulada que llegaban a la altura del hombro. Las puertas del establo, que antes estaban abiertas para que entrara el rebaño de ovejas privilegiadas a las que Fidich arreaba hacia su refugio de invierno, se hallaban entonces cerradas a cal y canto. Lo más extraño de todo era que las ramas desnudas de los abedules y olmos que antes habían formado un entramado protector en torno a la piedra, la paja y los juncos de la vivienda de Broichan eran entonces un matorral de hirsutas espinas, una amenazadora barrera para cualquier viajero que se atreviera a acercarse. La sombra se cernió sobre el valle. Nada se movía.
Broichan se sintió indefenso. Se sintió como un niño pequeño al que le han arrebatado un dulce de la mano. Era una situación más que incómoda. Le resultaba imposible armarse del autocontrol propio de un druida real. «¿Por qué?», preguntó sin emitir ningún sonido, pero la respuesta ya estaba en su cabeza. Vio otro día de un tiempo pasado: el día en que Tuala, en la víspera de su decimocuarto cumpleaños, había llegado a aquel mismo sitio tras un viaje desesperado y solitario a través de la nieve en busca de refugio; un día en el que él, una figura autoritaria, el hombre responsable de su educación, había lanzado un hechizo para evitar que la muchacha llegara a casa. Aquel día Pitnochie estaba abierto, sus fuegos ardían, sus habitantes estaban atareados preparando la fiesta del Solsticio de Invierno. Podrían haberle ofrecido cobijo, podrían haberla acogido. Pero Broichan, que tenía miedo de la influencia de la muchacha sobre su hijo adoptivo en el momento crítico de las elecciones, había utilizado su arte para disfrazar la casa. Había barrado las puertas y había colocado ventisqueros contra las paredes; había utilizado un hechizo de ilusión para que no viera a su gente y para hacer que el lugar pareciera deshabitado. Así pues, Tuala se había dado la vuelta y se había marchado. Había emprendido su solitaria caminata hasta el Valle de los Vencidos. Aquella noche había estado a punto de morir, y no había sido Broichan quien la había salvado. Él nunca le dijo a nadie lo que había hecho. Y si Tuala no se había equivocado al interpretar la visión…
«Bien». Una voz habló por detrás de él. Broichan reconoció su naturaleza y no se volvió. «Este es el primer paso».
Sus huesos suspiraban por estar en casa. Era un anhelo que tiraba de su corazón y debilitaba sus miembros. No podía ceder. No iba a suplicar.
«Ven», dijo la voz. Era profunda y melodiosa. Le pareció que era la voz de una mujer, pero no de una mujer de este mundo. «Ya sabes lo que tienes que hacer».
Lo sabía. Era evidente. Debía terminar el viaje de Tuala, dirigirse al valle solitario y buscar sus respuestas en el lago de las visiones, el Espejo Oscuro. Tenía que buscar el perdón de la diosa, y si la Brillante no podía perdonarlo por haber insultado a su hija del Solsticio de Invierno, si no podía pasar por alto su negativa a reconocerla como suya, entonces no sabía qué podía hacer.
Broichan se volvió de espaldas al valle y empezó a trepar de nuevo a cubierto de la linde del bosque. Una figura avanzó con él, una forma con capa y capucha, un contorno impreciso. «Camina —dijo la voz—. Con cada paso, recuerda. Recuerda tu orgullo. Recuerda tu ambición. Recuerda tu crueldad».
—Todo lo que he hecho —dijo Broichan— lo hice por amor a la Brillante y al Guardián de las Llamas. He sido obediente. Toda mi vida he seguido el camino de los dioses y he respetado sus leyes.
«Mira en tu corazón —susurró la voz—. Examina el pasado. Vuelve la aguda mirada de la erudición sobre tus propios actos. Aplica tu propia y repetida máxima: de todo se aprende. Sí, incluso del reconocimiento de que le has fallado a tu propia hija. Porque ¿cómo puedes preciarte de obedecer la voluntad de los dioses cuando has demostrado ser incapaz de reconocer su obsequio más valioso?».
A Faolan le habían asignado dos guardias habituales, uno de día y otro de noche. No los veía mucho. Le traían comida y agua, se llevaban el cubo y se lo devolvían limpio. Ninguno de los dos estaba dispuesto a hablar. Ninguno le diría cuánto tiempo tendría que esperar, o qué era exactamente lo que estaba esperando. El hombre grandote, el del primer día, no había regresado. Faolan lo lamentaba, pues le había dado la impresión de que tenía algo, un atisbo de camaradería, que quizá pudiera trabajar para convencerlo. Los otros dos eran muy aburridos.
Escondió la plata antes de que alguien decidiera llevarse su ropa. Ocultó su trozo de alambre y su pequeña daga, su abrojo de hierro y su frasco de veneno. Todo lo demás, incluidos su espada, el cuchillo y el equipo de marcha, se lo habían quitado. No llevaba ningún mensaje escrito, nada que lo identificara como un espía priteni, un hombre que se había vuelto en contra de los suyos. Lo que tenía que hacer para Bridei, las preguntas que debía plantear sobre el influyente clérigo Colmcille, las llevaba en la cabeza.
Contaba con equipo suficiente para intentar escapar, pero de momento no lo consideraba prudente. La única manera sería maniatar a uno de los guardias, capturar al otro hombre que según le habían dicho patrullaba el corredor y luego enfrentarse a las fuerzas que hubiera entre él y el muro exterior del complejo de aquella Viuda. Al llegar allí había visto que el lugar estaba muy bien fortificado y guarnecido a conciencia. Echen siempre lo había mantenido así, y por lo visto su esposa no había dejado que decayera el nivel. A juicio de Faolan, las probabilidades que tenía de salir de allí no superaban la posibilidad muy real de morir a los pocos instantes de abandonar aquella habitación que se había convertido en su celda.
Además, estaba Eile. Tenía la obligación de sobrevivir el tiempo suficiente para encontrarla, fuera lo que fuera lo que le hubiera ocurrido, allí adonde la hubieran llevado. Ya había roto su promesa. No debía volver a hacerlo. Resultaba extraño, cavilaba Faolan mientras caminaba de un lado a otro durante las interminables horas desde el amanecer hasta la puesta de sol, o hacía una marca en la pared de piedra de su prisión para señalar otro día más, que su promesa fuera tan importante. El pasado otoño lo había cambiado. Deord le había impuesto una carga al morir en sus brazos. Ahora su propio voto se había hecho fuerte en su cabeza: «Cuidaré de ti hasta que sepa que te encuentras a salvo. Me quedaré contigo hasta que ya no me necesites más». Eile no lo había creído, por supuesto; su pasado mal la había preparado para confiar. Él debía encontrarla y demostrar que aquellas palabras no estaban vacías. Tenía la esperanza de que no fuera demasiado tarde.
Cada día esperaba que lo llamaran y nunca venía nadie a buscarlo, sólo los dos guardias con el pan, la carne y las sopas aguadas, y los débiles sonidos de los miembros de la casa que se oían al otro lado de la alta ventana. La pequeña hilera de marcas en la pared se convirtió en un árbol, una arboleda, un bosquecillo desnudo. Treinta, cuarenta, cuarenta y cinco. ¡Por todos los poderes! Pero ¿qué estaba pasando allí? ¿Acaso esa Viuda tenía intención de hacerlo enloquecer, no con torturas ni privaciones, sino de puro aburrimiento y frustración? Cincuenta, pensó. Si al llegar a cincuenta no lo llamaba, actuaría. Si dejaba pasar mucho más tiempo, terminaría el invierno. Si lo retrasaba hasta entonces, la misión esencial, el trabajo de Bridei en el norte, no podría llevarse a cabo a tiempo. Este tal Colm podría entrar en acción y no habría nadie que advirtiera al rey de Fortriu. Cincuenta, entonces. Utilizaría el alambre y se arriesgaría con los guardias.
Ana no sabía que iba a tener tantos vómitos. Su intención era no decir nada a nadie, excepto a Drustan, hasta que la forma del bebé que llevaba en su vientre no empezara a notarse pero, entre las arcadas constantes y el agotamiento posterior, antes del cambio de luna tanto el ama de llaves, Mara, como la esposa del granjero, Brenna, empezaron a darle cordiales y pócimas de hierbas.
—Esto no durará, mi señora —le aseguró Brenna, que le limpiaba la frente con un trapo húmedo—. Cuando se te empiece a hinchar el vientre terminarán los vómitos. A mí me ocurrió lo mismo con el pequeño.
Drustan estaba preocupado por la necesidad de emprender el viaje al norte en primavera y los riesgos que un desplazamiento como aquel entrañaría para Ana y el nonato. Ninguno de los dos sugirió que Ana se quedara y se marchara Drustan, pues no podían soportar estar separados ni un solo día. No obstante, él no podía esperar más allá de la primavera. En su ausencia, unos jefes de clan sin escrúpulos ya habían intentado apoderarse del territorio que había quedado desgobernado tras la muerte de su hermano el pasado otoño. Bridei había enviado un mensajero en nombre de Drustan reivindicando formalmente el Brezal y manifestando sus intenciones de arreglar las cosas allí. Otro mensajero se había dirigido al Valle de la Ensoñación con la noticia de que, en cuanto se hubiera ocupado de los asuntos de su hermano, Drustan iba a volver a casa. Pero un invierno entero era mucho tiempo. Podía ocurrir cualquier cosa. Debía marcharse en cuanto pudiera hacerlo.
—Podríamos viajar en la otra dirección —sugirió Ana un día que estaban sentados frente al fuego del salón de la casa de Broichan con un juego de tablero en una mesita entre los dos—. Bajar por los lagos en barco y cruzar el paso en Cinco Hermanas. La gente dice que es mucho más fácil.
—Aun así es un trayecto largo y difícil —repuso Drustan al tiempo que movía un diminuto druida de hueso por el tablero. Se abstuvo de mencionar que, de ir solo, podría utilizar su otra forma y llegar en un día o dos—. No será prudente que cabalgues. No podemos poner en peligro a nuestro hijo, Ana.
Ella se imaginó un tiempo en el que él y su hijo o hija podrían surcar juntos el cielo, lo cual sería maravilloso a la vez que aterrador, pues un pájaro se enfrentaba a peligros en los que el hombre ni siquiera pensaba. Ana creía que, si sus hijos tenían las asombrosas habilidades de su padre, podía ser que pasara gran parte de sus años de desarrollo paralizada por el miedo. No se lo dijo a Drustan.
—El bebé no nacerá hasta el próximo otoño —dijo ella—. En primavera ya debería poder montar sin problemas, si tenemos cuidado por donde vamos. Pronto tendríamos que pedirle a Broichan que celebrara nuestros esponsales. Es lo que esperará la gente ahora que el bebé está en camino.
—Me pregunto si vendría a Pitnochie para llevar a cabo el ritual.
Ana lo miró. Conocía la renuencia de Drustan a ir a la corte; se encontraba incómodo entre la gente. Los largos períodos que había pasado entre muros hacían que se sintiera inquieto y trastornado. Eso era algo que probablemente nunca cambiaría, pero cuando llegaran al Valle de la Ensoñación, él estaría a salvo en su hogar otra vez. En aquel lugar remoto, sus hijos podrían ejercer libremente las habilidades que la Brillante decidiera concederles.
—Podemos preguntárselo —repuso Ana.
Sin embargo, los acontecimientos se adelantaron a sus planes. Al cabo de uno o dos días llegó un jinete procedente de la Colina Blanca. Su propósito era sencillo: averiguar si el druida del rey se había dirigido a Pitnochie, pues Broichan se hallaba ausente de la corte, se había marchado repentinamente sin dar ninguna explicación. Drustan y Ana le ofrecieron a aquel hombre una buena comida y una cama en la que pasar la noche. Después regresó para comunicarle al rey que no era a su casa bajo los robles adonde se había dirigido Broichan.
Eile pensó que lo que le pasaba no era normal. Durante mucho tiempo, en casa de Dalach, había soñado en un lugar donde Saraid pudiera estar caliente, bien alimentada y a salvo; un lugar donde no habría más miedo. Aquella visión, aquella esperanza la había hecho seguir adelante en los días aciagos. Ahora se encontraban en la Cuesta del Endrino, donde había una cama como era debido, ropa de abrigo y dos buenas comidas al día. Eile tenía trabajo en el que emplear su tiempo, un trabajo fácil comparado con sus obligaciones en casa de Anda. No había duda de que se hallaban a salvo, con guardias patrullando constantemente por los adarves en lo alto de la muralla y otros apostados en las puertas con aspecto adusto. Tendría que estar contenta. En cambio, la embargaba un inquieto descontento, una sensación de que algo iba mal que le quitaba el sueño.
Eile reconocía, con una mezcla de sentimientos, que el sueño de calidez y seguridad siempre había incluido una casita acogedora en una colina, con un jardín lleno de hierbas y hortalizas. Y esta no tenía nada que ver con el magnífico complejo de una dama de alta alcurnia plagado de sirvientes. El lugar de su visión era únicamente suyo: suyo y de Saraid. Era el hogar de su niñez construido de nuevo, íntegro, con un pequeño hogar, un gato listado y el suculento aroma del pan horneándose. Allí siempre brillaba el sol. Allí no tenía que rendirle cuentas a nadie más que a sí misma.
Maeve era buena persona, por supuesto; no reprendía a nadie a menos que se lo mereciera, y como Eile siempre hacía su trabajo sin demora, rara vez contrariaba al ama de llaves. Las demás sirvientas eran distintas. No había tardado en correrse la voz de lo que Eile había hecho, de por qué estaba en la Cuesta del Endrino, y su actitud hacia ella era recelosa y despectiva a la vez. Quizá creían que era capaz de clavarle un cuchillo a cualquiera que no le gustara. Solían asignarle tareas como lavar, en las que no tuviera que utilizar nada afilado. A Eile ya le parecía bien. El tacto de un cuchillo en la mano se lo volvería a traer todo a la memoria. Si pensaba demasiado en lo que había hecho y en los años anteriores, se quedaría hecha un ovillo en un rincón y no valdría para nada.
Así pues, hasta cierto punto resultaba agradable estar allí. Sin embargo, la sensación de que «no todo iba bien» la martirizaba. La repentina deserción de Faolan no parecía propia de él. Quizá los hombres se daban la vuelta y echaban a correr cuando las cosas no les convenían, pero hasta el momento todo había sugerido que él era un caso aparte. Se había arriesgado mucho para ayudarlas, a ella y a Saraid. ¿Y si ahora era él quien necesitaba ayuda? Además, estaba preocupada por Saraid. La niña se quedaba en cuclillas cerca de Eile, viéndola trabajar, o iba paseando hasta los límites del patio como una pequeña sombra con el perro gris de Colina Nubosa siguiéndola. De vez en cuando el terrier de la Viuda salía con una pelota en la boca y Saraid jugaba a tirársela al animal. En algunas ocasiones los hijos de la Viuda, unos niños robustos de ocho o nueve años, salían también, y entonces Saraid se alejaba en silencio, fingiendo ser invisible.
La hija de una sirvienta no jugaba con los hijos de un jefe de clan, eso se daba por sentado. Además, los bruscos modales de aquellos chicos resultaban intimidantes. Eran unos niños grandotes para su edad y se daban aires de privilegiados, como si aquel lugar y todos los que habitaban en él fueran de su propiedad. Eile los había oído dándole ordenes a Maeve, Orlagh y las demás, y no le habían faltado ganas de darles una reprimenda. Quizá la Viuda fuera rica y poderosa, pero estaba claro que no tenía ni idea de educar a los niños. El mayor, Fionn, probablemente acabaría siendo igual que su padre, ¿cómo se llamaba?
¿Echen? El esposo de la Viuda había hecho algo terrible a la familia de Faolan; había sido un hombre cruel. Aquel muchacho tenía la misma clase de indiferencia hacia las personas. Eile intentaba no cruzarse en su camino.
Llevaba la cuenta de los días que habían pasado desde que llegó allí. Los marcaba en una piedra que había junto al tendedero con un clavo de hierro que había encontrado. Era mucho tiempo. La festividad del Solsticio de Invierno ya había pasado. Eile la había presenciado allí, en casa de la Viuda, con asombro: mucha comida, mucha aguamiel y cerveza, muchos hombres comportándose igual que Dalach cuando había estado bebiendo, como si en el mundo se hubieran erradicado todas las normas. Aquella noche Eile había metido el clavo oxidado bajo la almohada, a falta de un arma mejor, y había evitado quedarse sola en ningún sitio donde los hombres pudieran acorralarla. Algunas de las otras criadas no durmieron en sus camastros aquella noche, y la mayor parte de los habitantes de la casa se pasaron el día siguiente bostezando. Eile envolvió casi toda su cena festiva en un trapo y la metió en la caja que le habían dado para guardar sus escasas pertenencias. Costaba romper con las viejas costumbres; nunca se acostumbraría a malgastar nada.
Ahora el Solsticio de Invierno ya había quedado atrás y la cuenta de los días casi llegaba a cincuenta. Hizo que Saraid los contara y que luego recogiera la misma cantidad de guijarros. Mientras levantaba las sábanas mojadas para colgarlas de la cuerda, temiendo que lloviera antes de la hora de cenar, Eile intentó convertir el aprendizaje en un juego.
—Diez guijarros blancos, diez negros, diez grises y diez marrones. Luego seis más, Saraid, de los colores que quieras. ¿Cuánto suman todos?
La niña estaba enfrascada seleccionando sus piedrecitas; Lamento estaba apoyada contra el poste que sostenía la cuerda de tender la ropa.
—Cuéntalos con los dedos. Diez, veinte…
—Treinta, cuarenta, y seis más —dijo Saraid, levantando una piedra blanca—. Una luna pequeña. —Empezó a colocar los guijarros en filas, con la punta de la lengua entre los dientes.
A Eile le dolía la espalda. Las sábanas pesaban mucho y había que mover el puntal que levantaba más la cuerda y aseguraba que los bordes de la tela no arrastraran por el suelo. Apretó los dientes y lo agarró con las dos manos.
¡Paf! Un terrón de barro se estampó en el centro de una sábana recién lavada, se quedó allí pegado un momento y luego cayó, dejando un oscuro residuo lodoso. Eile dejó escapar un grito ahogado de indignación y soltó el puntal. La cuerda se combó y el borde de las dos sábanas tocó el suelo embarrado. Soltó una maldición y otro pedazo de barro surcó el aire y le dio a Saraid en la mejilla con fuerza suficiente para hacer caer a la niña que estaba en cuclillas. La pequeña permaneció allí tendida un instante, tapándose la cara con las manos, entonces se levantó apresuradamente y corrió hacia su madre. No hizo ningún sonido, pero Eile vio la mirada en sus ojos y, de pronto, las sábanas manchadas de barro fueron la menor de sus preocupaciones.
Con los años había aprendido a ser rápida. Se metió entre los arbustos y en un instante tuvo a Fionn agarrado con el brazo derecho y a su hermano menor Fergus con el izquierdo.
—¡Suéltame! —chilló el vástago de la Cuesta del Endrino, sin duda lo bastante fuerte como para hacer que un ejército de gente acudiera corriendo—. ¡No te atrevas a tocarme, sucia fulana! Mi madre hará que te azoten. ¡Suéltame inmediatamente!
Eile siguió sujetándolos con todas sus fuerzas.
—¡Yo no hice nada! —gritó Fergus—. ¡Fue él! ¡No es justo!
Saraid se había retirado al abrigo de los arbustos en tanto que los dos niños forcejeaban, daban patadas y gritaban, asidos por Eile.
—¡Vuelve a intentarlo y lo lamentarás de veras! —dijo ella alzando la voz por encima de las de los niños—. ¡Ahora ve y busca algo mejor en lo que entretenerte que no sea meterte con los trabajadores y asustar a los más pequeños!
—¡Quítame tus sucias manos de encima! —gritó Fionn, golpeándole el brazo con la mano libre—. ¡Eres una puta y una asesina, y ella es idiota! Ni siquiera sabe hablar como es debido. —Le hizo una mueca feroz a Saraid.
Fergus estaba llorando. Eile lo soltó y el niño salió corriendo. Agarró a Fionn por los hombros, sosteniéndolo con los brazos extendidos.
—Quizá creas que insultar a la gente es divertido —le dijo—. Déjame decirte una cosa. No me importa quién sea tu madre. No me importa lo señorito que te creas. Como le vuelvas a poner la mano encima a mi hija, te daré una paliza. Lo digo en serio.
El niño le escupió en la cara. Eile notó la saliva bajándole por la mejilla y al cabo de un instante lo abofeteó, lo bastante fuerte como para dejarle una marca roja en la cara. La gente acudiría; si el indignado Fergus no iba a buscarlos, el ruido los atraería.
—Sólo te lo advertiré una vez —le dijo Eile entre dientes—. Lo haré, créeme. —Entonces lo soltó. El niño, más valiente que su hermano o más seguro del terreno que pisaba, se quedó allí con las manos apoyadas en la cadera, fulminándola con la mirada.
Alguien gritó. No era la gente que acudía a investigar el alboroto, era una voz proveniente de algún lugar más allá de la extensión de hierba que se secaba, más allá del huerto y del lavadero, del otro lado, cerca de las dependencias de los hombres. Alguien había gritado su nombre. Eile contuvo el aliento y aguzó el oído por si percibía otro sonido por encima del de unos pasos que se aproximaban por la otra dirección, acompañados por los dramáticos sollozos de Fergus. Si aquel hombre volvía a llamarla, no lo oiría. ¿Se lo habría imaginado? No lo creía, y se le heló el corazón. Hubiera jurado que era la voz de Faolan. Quizá aquella casa acogedora, aquel refugio seguro se había construido sobre una mentira.
Un chillido agudo penetró en su cabeza y se dio la vuelta rápidamente. El chico se había acercado a la cuerda de tender. Estaba inclinado con el cabello de lana de Lamento en una mano y las rudimentarias piernas de la muñeca atrapadas bajo su bota. Con la otra mano sostenía un cuchillo; le estaba cortando el cuello a la muñeca. Al oír el grito de Saraid, Fionn esbozó una fría sonrisita; en el tiempo que Eile tardó en correr hacia él, el niño ya había cortado la cabecita y la había tirado al barro. La aplastó con el tacón de la bota.
Sin saber cómo, Saraid se puso delante de su madre con los brazos extendidos y sus manitas se agarraron a la pierna del chico. Fionn sacudió la pierna para zafarse. La niña se aferró a él con fuerza y utilizó los dientes. Cuando aparecieron las figuras de dos criadas y un guardia, con el lloroso Fergus entre ellos, Fionn soltó un alarido de dolor y cayó de rodillas, agarrándose el muslo. Saraid cogió su tesoro e, hipando de aflicción, hundió el rostro sucio de barro en el delantal de su madre.
—¡Me ha mordido! —Fionn señalaba a la pequeña con un dedo acusador—. ¡Esa niña salvaje me ha mordido! ¡Y la puta me pegó en la cara! ¡Decídselo a mi madre! ¡Haced que las castiguen! ¡Cállate, Fergus, deja de comportarte como un bebé!
—Le tiró barro a mi hija y destrozó su muñeca. Me escupió. No me importa de quién sea hijo, es él quien merece ser castigado… —Pero nadie escuchaba a Eile. Fionn, hablando con vehemencia, se llevaba de allí al guardia con un resoluto aire de superioridad moral que rebosaba por todo su ser de nueve años.
—Eres idiota —le dijo una de las sirvientas a Eile, mirándola de reojo—. No hay que contrariar al amo Fionn a menos que quieras recibir una buena paliza. Su madre está convencida de que es mejor que nadie.
—Será mejor que vuelvas a poner a hervir estas sábanas —dijo la otra—. Me parece que tienes el tiempo justo para volverlas a lavar antes de que ella oiga la historia y mande a buscarte. Vigila a esa hija tuya. ¿Así que muerde, eh? ¡Pequeña salvaje! No sé por qué la señora os acogió a ninguna de las dos.
La primera doncella susurró algo y las dos se echaron a reír tontamente. Luego se marcharon. Eile se arrodilló.
—¿Saraid? —La niña temblaba, sollozando; no quería apartar la cara del delantal—. Escúchame, Saraid. Todo irá bien. No dejaré que nadie vuelva a hacerte daño.
Entre sollozos pronunció unas palabras en un tono lleno de congoja.
—Lamento está muerta.
A Eile se le cayó el alma a los pies.
—No, no lo está. —Rodeó a la niña que lloraba con sus brazos—. Puedo lavarla y volverla a coser. No será exactamente la misma. Tendrá… heridas honrosas. No tienes que morder a la gente, Saraid. Les haces daño. —Se preguntó qué respondería si la niña le dijera que ella había golpeado a Fionn, y que eso también hacía daño a la gente. Sin embargo, Saraid apoyó la cabeza en el hombro de Eile, estrechó contra su pecho las dos partes del embarrado juguete y no dijo nada en absoluto.
Al cabo de un rato Eile se hallaba de pie en la gran estancia, frente a la Viuda y con Maeve en silencio a su lado. Saraid había llorado hasta quedarse dormida y, a regañadientes, Eile la había dejado en el dormitorio.
—Algún día mi hijo será jefe de clan —estaba diciendo la Viuda—. Lo que haya o no haya dicho o hecho no tiene importancia. Tú lo golpeaste. Tu hija le hundió los dientes en la pierna; vi la marca que le hizo. Estos actos de violencia contra su persona no pueden tolerarse.
Eile había dado su versión de los hechos con toda la sinceridad de la que fue capaz y la reacción de la señora la asustó. Había esperado algo mejor. Lo que ella había hecho aquel día, en su opinión, estaba absolutamente justificado.
—Mi señora —protestó—, tu hijo me insultó. Arruinó mi trabajo de toda la mañana. Destrozó una cosa que Saraid quería…
—Basta. —No había ni el menor indicio de compasión en la mirada de la Viuda—. Una vez hablamos del poder, jovencita. Me resulta evidente que, aunque lo ansías, no comprendes su naturaleza. El poder te confiere privilegios. Te otorga el derecho a tomar decisiones. Yo aprendí muy pronto esta lección, cuando era mucho más joven que tú. Dime, ¿no te preocupa que tu hija adquiera malas costumbres de su madre? ¿Que un día sea un mordisco y al siguiente un cuchillo en el corazón?
Eile se sintió ultrajada. El hecho de que hubiera una pizca de verdad en aquella afirmación no la hizo menos hiriente.
—La niña reaccionó para defender lo que era suyo. Eso es natural.
—¿Lo que era suyo? ¡Ah!, te refieres a la muñeca. —La señora soltó una risa amarga—. Tu hija estará mejor sin ella. Un viejo trapo mugriento, así fue como la describió mi hijo.
Eile apretó los puños.
—Dime —le dijo—, ¿no te preocupa que tu hijo pueda acabar siendo igual que su padre?
Maeve tomó aire. La Viuda se puso de pie. Dominó bien sus rasgos, como siempre, pero en sus ojos había aparecido algo peligroso.
—Había pensado que podríamos hacer algo contigo, Eile —dijo en un tono de voz bajo que no presagiaba nada bueno—. Te cobijé por cierto sentimiento de compañerismo; tus circunstancias eran lamentables y tu acto de violencia, aunque poco meditado, podría ser considerado como defensa propia o incluso como una justa venganza por todo el mal que te hizo tu tío. Sin embargo, hoy me has decepcionado. Pareces suponer que puedo permitir que una agresión al futuro jefe de clan de la Cuesta del Endrino quede sin castigo. Mi poder aquí es absoluto. Y si sigue siéndolo, es gracias a las medidas que he tomado para mantener la disciplina en mi casa y en mis territorios. Maeve, hay que azotar a la chica. Bastará con diez latigazos. Y tres para la niña. Espero que me informes por la mañana.
—¡No! —Eile se abalanzó hacia adelante sin estar segura de cuáles eran sus intenciones, pero desesperada por hacerse oír ante aquella mujer. Las fuertes manos de Maeve la sujetaron mientras la Viuda abandonaba la sala con la espalda erguida y la cabeza alta, una figura sombría con su elegante vestido oscuro.
—¡No! —volvió a gritar Eile—. ¡A Saraid no, no puedes…! —la señora se había ido, y sus guardias con ella—. ¡Suéltame! ¡Suéltame, Maeve! —Eile se resistió, retorciéndose y pataleando.
—¡Chsss! —La voz de Maeve era casi inaudible—. ¡Chss, calla, muchacha! Deja de forcejear y escúchame, ¿quieres? No tenemos mucho tiempo.
Eile tenía el corazón palpitante y las palmas sudorosas. El terror había hecho que se le pusiera la carne de gallina. Azotes. Saraid. No podían, sencillamente no podían hacerlo. Moriría antes que dejar que tocaran a su hija.
—¡Eile! ¡Escucha!
A través de su espanto se dio cuenta de la expresión de Maeve. Sintió que la firme sujeción de sus muñecas desaparecía y notó que su brazo le rodeaba los hombros.
—Recoge tus cosas durante la cena —le susurró el ama de llaves al oído—. No dejes que te vea nadie. Trae a la niña a mis dependencias. Muéstrate enfadada, con miedo. Deja que todo el mundo piense que voy a hacerlo.
—Tú… ¿no le harás daño?
Maeve tensó la mandíbula.
—Discipliné a una o dos sirvientas díscolas en el pasado. La señora me está probando, está poniendo a prueba mi lealtad. Bueno, pues esta vez se ha equivocado. ¡Ese condenado Fionn…!
—Pero se enterará. Todo el mundo lo sabrá. Tendrás problemas.
—Tienes que marcharte, muchacha. Tienes razón, se enterará, y si te quedas aquí, hará que otra persona se encargue de los azotes. En cuanto salgáis de las murallas, Saraid y tú estaréis solas. Yo puedo sacaros de aquí, daros unas cuantas monedas y un poco de comida para el viaje, pero nada más. Ahora vete —dijo cuando Eile le dio las gracias con un susurro—. Haz que sea convincente. Después de cenar te mostraré la salida. Es una suerte que haya luna llena. Tendrás que recorrer todo el terreno que puedas antes de que se haga de día. Mandará hombres a buscarte. No olvida fácilmente.
—¿Maeve?
—¿Qué?
—Faolan. Ya sabes, el hombre que estaba conmigo. Hoy me pareció oírle. No puede ser que aún lo tenga encerrado después de todo este tiempo, ¿verdad?
—Tengo un consejo para ti. Ya tienes bastantes problemas; no te apartes de tu camino para empeorar la situación. Entre ese hombre y ella existe una historia oscura, y la gente que sabe lo que le conviene se mantiene completamente al margen. Ahora vete, antes de que nos oiga alguien.
Por la noche Eile estaba en el interior de una discreta entrada excavada en el muro de piedra con un hatillo a la espalda. Saraid, bien abrigada, tenía agarrada a su vez una pequeña bolsa, un receptáculo que Maeve le había dado para que llevara las dos partes de Lamento, pues las ocasiones para coserla habían sido escasas. El perro gris había salido delante de ellas y estaba husmeando entre los arbustos. Había una niebla baja. Les impediría ver bien el camino. Al mismo tiempo las ayudaría a ocultar su huida.
—Eres una buena chica —dijo Maeve con seriedad—. Si tuviera una hija, no me importaría que fuera como tú. Bueno, ten cuidado. Esos tipos de la Colina Nubosa irán tras de ti otra vez en cuanto ella les diga que te has ido.
—Pero…
—No llamó al brithem —le contó Maeve—. Nunca llevó a cabo el proceso formal. Eso significa que en cuanto dejes de estar bajo su protección, a ojos de la ley sigues siendo responsable del asesinato. Lo mejor será que corras y te alejes tanto como puedas.
Eile asintió con la cabeza, a sabiendas de que si existía alguna posibilidad de que la Viuda hubiera mentido sobre Faolan, la huida no constituiría una opción hasta que Eile se hubiera asegurado de que él estaba bien. A Maeve no podía explicarle algo así.
—Gracias —le dijo—. Si fueras mi madre, te diría que te marcharas de este lugar y buscaras otra persona para la que trabajar.
Maeve suspiró.
—Llevo mucho tiempo con ella —repuso—. Desde antes de que se casara con Echen. Tiene sus motivos para ser como es. No podría abandonarla ahora. Todo el mundo necesita amor, Eile. Incluso aquellos que no parecen quererlo. Venga, marchaos. Adiós, tesoro —se inclinó para darle un beso en la mejilla a Saraid y Eile creyó ver el brillo de las lágrimas en los ojos del ama de llaves. Entonces la puerta se cerró tras ellas y volvieron a estar solas.
Eile se agachó para susurrar:
—Es una aventura, Ardilla. Por la noche, tan sólo con la luna para iluminarnos el camino. Vamos a ser tan silenciosas como los ratones. Será mejor que me des la mano, quizá sea un largo paseo. Vamos al Paso del Violinista.