Capítulo 6

El quincuagésimo día, por la mañana, acudió el guardia grandote y dejó salir a Faolan con maniotas en los tobillos para que lo máximo que pudieran hacer sus pies fuera arrastrarse como los de un anciano. Primero lo registraron y se alegró de no haber empezado a poner en práctica su plan de huida, puesto que el primer paso hubiera sido coger su cuchillo más pequeño del escondite de su celda.

—¿Adónde vamos? —preguntó, y oyó el ronco graznido de su voz, áspera como un arma cuando se deja demasiado tiempo sin usar.

—La señora ha enviado a buscarte.

—Entiendo. —Faolan se esforzaba para seguirle el ritmo al otro hombre. Había hecho todo lo posible para mantenerse en buenas condiciones físicas durante los largos y vacíos días, pero la celda en la que estaba confinado no era espaciosa y esas sujeciones para las piernas no ayudaban en absoluto. Se le ocurrió que solamente alguien que conociera su vida después de abandonar su tierra natal consideraría necesario dominarlo de aquella manera. En los viejos tiempos que pasó allí en Laigin había sido un joven inofensivo, un bardo que estaba aprendiendo el oficio, un segundo hijo que nunca empuñó un arma hasta el día en que lo obligaron a cortarle el cuello a su hermano. Incluso cuando Echen lo metió en la Sima Pedregosa no fue por ningún enfrentamiento, intriga o traición, sino por simple desafío. Se había negado a trabajar para un hombre al que despreciaba. Eso bastó para que se ganara una estación en aquel horrible lugar. Fue al abandonar su tierra natal cuando el joven bardo había empezado a vivir de sus puños, de sus armas y de su recién descubierto talento para la duplicidad.

Después de la noche en la que Echen había ido al Paso del Violinista no hubo más música. Faolan no había vuelto a tocar un arpa hasta el pasado verano, cuando las circunstancias habían requerido que representara el papel de músico. No podía imaginar cómo había llegado a la Cuesta del Endrino la noticia de que el discreto viajero del puente era un espía de Fortriu. Seguro que si la gente lo reconocía no sería por eso, sino por la aciaga historia de su familia. Sin duda esta había constituido un buen pasto para los cuentistas locales durante años, razón por la cual la gente pronunciaba el nombre del Paso del Violinista en un tono de voz especial, un tono para garantizar que la gente desistiera de dirigirse allí si podían evitarlo. Echen le había dado a aquel lugar su propia pesadilla especial.

Se detuvieron frente a una formidable puerta de roble.

—¿Qué quiere? —se aventuró a preguntar Faolan—. ¿Qué se supone que he hecho?

—No es a mí a quien tienes que preguntárselo —el guardia lo miró con cierta compasión—. La Viuda hace sus propias reglas, que con frecuencia superan a las personas como tú o yo. —Llamó a la puerta y a continuación la abrió—. Vamos pues.

La Viuda estaba sentada con aire ceremonioso en su gran silla situada en una tarima. Era una mujer menuda, pero la posición de su asiento era de autoridad. Fue necesario que Faolan recorriera con su torpe paso arrastrado toda la longitud de la espaciosa estancia entre guardias armados, con los ojos entrecerrados para protegerlos del brillo de las lámparas que había en la plataforma elevada. Estaba deslumbrado; su celda era un lugar oscuro incluso en los raros días soleados de invierno. Después de tanto tiempo confinado, el amplio espacio y la luz resultaban perturbadores. Faolan dominó su semblante y se acercó al asiento elevado.

Las lámparas dificultaban su visión y la Viuda estaba sentada tras ellas. Lo único que pudo distinguir fue el pálido óvalo de su rostro y los oscuros y envolventes pliegues del pañuelo que llevaba en la cabeza. Se quedó inmóvil, esperando. Que fuera ella quien hablara primero. Que le dijera, en nombre de todos los dioses, qué se proponía y por qué había oído a Eile gritar en el patio. Que explicara lo que sabía de él y entonces él decidiría qué contarle.

—Faolan —dijo la señora.

Él asintió con la cabeza.

—¿Ha sido una larga espera?

Por la voz parecía joven… joven y fría. Faolan miró entre los párpados entrecerrados y vio un par de ojos impasibles, de un azul grisáceo, en aquel rostro pálido.

—No puedo decírtelo, mi señora. Si no conozco mi delito, no puedo decirte si la pena fue apropiada. —Se esforzó para imitar su tono gélido, pero su voz lo traicionó, no pudo disimular la ronquera.

—¿Fue? —repuso ella en tono desenfadado—. Bueno, no he terminado contigo todavía, Faolan. Eso sólo fue un aperitivo. Puedo poner a prueba tu paciencia de un modo mucho más severo y, si decido hacerlo, lo haré. Me pregunto qué sería lo apropiado. ¿Una estación? ¿Un año? Dos, quizá. Después de eso tal vez seas un poco menos superficial en tus comentarios.

Faolan hizo todo lo posible para mantener una mirada firme.

—Cuando juego a algo —le dijo a la mujer—, prefiero conocer las reglas de antemano. Es mucho más justo. ¿De qué se me acusa? ¿Y qué has hecho con mi compañera, Aoife?

—Compañera. ¡Qué palabra más anodina! Pensaba que habías dicho que era tu esposa.

—Hace unos cuantos días la oí gritar. Parecía angustiada. Oí chillar a la niña. Si eres la señora a la que por estos lares se conoce como la Viuda, es tu responsabilidad procurar que la gente a la que acoges dentro de tus muros sea tratada con justicia.

—Ya has hablado de justicia dos veces. Hubiera dicho que tú, más que nadie, habrías aprendido que, esencialmente, la vida carece de dicha cualidad. La vida está llena de injusticias, crueldad, dolor y abandono. Abunda en personas que vuelven la espalda cuando deberían extender las manos para ayudar. La justicia sólo existe en las mentes de aquellos que han vivido únicamente al abrigo de algún refugio donde la gente se aferra a nociones o ideales. No hay justicia. Lo único que importa es la supervivencia y el poder. Me asombra que no lo hayas aprendido.

Faolan empezó a sentirse embargado por una curiosa sensación; la sensación de familiaridad, como si ya se hubiera encontrado antes con aquella arrogante mujer en circunstancias muy distintas. Respiró profundamente y parpadeó para intentar que su mirada se centrara como era debido.

—¿Te conozco? —preguntó—. Parece que sabes algo de mí, aunque quizá menos de lo que imaginas.

—Te conozco al dedillo —afirmó la Viuda en un hilo de voz gélida—. Te conozco mejor que tú mismo. Soy la voz que nunca se calla, la que oyes en tus sueños. Soy la pesadilla que nunca desaparece. O tal vez no. Tal vez tú sí olvidaste. Quizá lo dejaste todo atrás y te trasladaste a una nueva vida, una vida en la que tu pasado pudiera reconstruirse para ser más agradable, más aceptable.

—No tengo ni idea de lo que estás hablando. —Faolan se encontró con que temblaba y apretó los puños para que su cuerpo no se moviera—. Dime dónde está la chica y la niña. Estaban bajo mi protección. Me preocupa su bienestar.

—Respóndeme a una pregunta. ¿Por qué elegiste ese nombre para ella? ¿Aoife?

—Es su nombre.

—¡No me mientas! Sé quién es Eile y sé lo que hizo. ¿Por qué ese nombre?

—Fue el primero que se me ocurrió —respondió con despreocupación.

—¿Para ella? —Faolan vio que la Viuda enarcaba las cejas con desprecio. Sus ojos ya veían mejor y distinguió la nariz corta y recta, la boca comedida, los delicados contornos del rostro. La tensa e implacable mandíbula. Le resultaba familiar; sus rasgos lo inquietaban y avivaban viejos recuerdos—. ¿Para esa pequeña desgraciada desgreñada y su apestoso cuerpo maltratado? —siguió diciendo la señora—. ¿La llamaste como una gran belleza de las daoine sidhe? ¿Qué clase de hombre haría eso?

—Un hombre que fue bardo —respondió Faolan—. Eile tiene su propia clase de belleza. Su padre era igual. Son una especie poco común.

—¿En serio? Bueno, ahora ella no está. Has preguntado por los ruidos que oíste en el patio. Tu belleza poco común atacó a mi hijo, que apenas tiene nueve años. La niña le dejó una marca con los dientes. Ordené que las azotaran. Esas dos prefirieron huir antes que quedarse aquí dentro de mis muros y bajo mi protección. La chica no sólo es violenta, también es estúpida.

—¿Cuándo? ¿Cuándo se fue?

—¡Vaya! ¡Un atisbo de sentimiento al fin! No creo que eso me importe mucho, Faolan. Me decepciona ver que te has convertido en la clase de hombre que se une a jovencitas vulnerables sin una buena razón. ¿Por qué estás tan preocupado? ¿Te disgusta que tu recién adquirida propiedad se haya librado de ti? ¿Qué pasa, que no te gusta tener la cama fría? No me mires con ese desprecio; dijiste que la chica era tu esposa. No hace falta mucha imaginación para adivinar qué es lo que esperas a cambio de tu ofrecimiento de protección.

Faolan se tragó la ira, no sin esfuerzo.

—Viajé hasta la Colina Nubosa para traerle una noticia a Eile. Su padre murió en otoño. No tuve un papel decisivo en lo que ocurrió después de irme de esa casa. Lo único que quiero es asegurarme de que se encuentra a salvo y bien provista. Es lo mínimo que le debo a Deord.

—A estas alturas estará ya en la Colina Nubosa —dijo la Viuda en tono despreocupado—. Tiene que enfrentarse a ciertas acusaciones. No puedo protegerla más; golpeó a mi hijo.

—¿Qué es todo esto? ¿Por qué lo haces? Sabes quién soy, eso está claro. ¿Acaso tienes intención de seguir con la hostilidad de tu esposo hacia mi familia incluso ahora? ¿Continuarás con su ciega campaña para castigarnos hasta que todos nosotros chocheemos? ¿Por qué me tienes prisionero? ¿Y cómo te atreves a pegar a Eile y a exponerla a esa chusma de la Colina Nubosa? Apenas es una niña y ese desgraciado de tío suyo le ha hecho mucho daño. Imagina cómo se siente…

Faolan se calló de pronto. La Viuda se había puesto en pie y había avanzado. La luz de las lámparas brillaba en su rostro y a Faolan dejó de latirle el corazón. Esperó despertarse, pero la pesadilla continuó.

—Seamus, Conal —dijo la Viuda—. Quiero interrogar a este prisionero en privado. Atadle las manos y luego dejadnos solos. Esperad al otro lado de la puerta.

—Mi señora. —Los guardias obedecieron y el grandote se acercó con una cuerda para atarle las muñecas a la espalda a Faolan. Por un breve instante este consideró resistirse, pero abandonó la idea. Necesitaba respuestas, no que le dieran una paliza y lo devolvieran de inmediato a su solitaria celda. ¿Quién sabía cuánto tiempo lo dejaría allí esa loca la próxima vez?

—Muy bien, Faolan. —La Viuda bajó de su tarima y fue a situarse frente a él. Tuvo que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos. Él se quedó sin respiración; el corazón le martilleaba en el pecho.

—Me has pedido que imagine cómo se siente Eile —dijo la mujer—. Sé exactamente cómo se siente. Abandonada, desilusionada, traicionada. Esa desdichada cometió el error de confiar en ti, basándose, me figuro, en tu historia de que eras amigo de su padre. Ella esperaba que la rescataras; esperaba que estarías allí cuando te necesitara. Le dije que era una estupidez. Le expliqué que eso es lo que hacen los hombres, hacer que las mujeres confíen en ellos para luego sencillamente desaparecer cuando no pueden con un desafío. Debería habérselo explicado con más claridad, puesto que la chica no es culta. «Eile —tendría que haberle dicho—, si esperas que ese hombre venga a rescatarte, te pasarás la vida esperando. Esperarás y esperarás y cada día derramarás una lágrima menos, y tu corazón se endurecerá un poco más, y cuando hayan transcurrido unos diez años poco más o menos, te encontrarás con que ya no quedan más lágrimas. Descubrirás que tu corazón se ha vuelto de pedernal. Te darás cuenta de que no hace falta esperar más porque ya ha dejado de importarte. Sé que es la verdad, Eile —tendría que haberle dicho—. Lo sé porque a mí me lo hicieron: mi padre y mi hermano».

Habían pasado diez años. No se trataba de Dáire, que ahora tendría más de treinta; ni de Líobhan con sus grandes ojos castaños. A Faolan le dio un vuelco el corazón. La cabeza le daba vueltas e intentó con todas sus fuerzas controlar su expresión, pero no pudo. La Viuda tensó sus rasgos menudos y entrecerró los ojos.

—¿Por qué regresaste? —le preguntó—. Todo ese tiempo, todo ese interminable tiempo esperando y ahora vienes y el único regalo que me traes es tu desprecio. Si no eres capaz de fingir alivio al ver que, después de todo, estoy viva y me encuentro bien, al menos podrías intentar disimular tu repugnancia.

Las luces bailaban delante de los ojos de Faolan. Le costaba respirar.

—Te casaste con él —susurró. El dolor que lo inundaba ahogaba su capacidad para elegir las palabras, para suavizar el golpe—. Con Echen. El hombre que destruyó a nuestra familia. Te casaste con él. Después de que se te llevara, después de…

—Veo que todavía no has estado en casa. —La mujer empezó a caminar de un lado a otro con los brazos firmemente cruzados y la cabeza gacha. Cuanto más la miraba Faolan, más lo veía: estaba en las manos delicadas, en la forma de la frente, en la manera en que erguía la cabeza. Era Áine, su hermana pequeña, la que se llevaron Echen y sus hombres aquella terrible noche. Áine, a quien su padre había considerado imposible rescatar.

—¿Qué sabes de la historia? —le preguntó la Viuda.

Faolan contuvo un torrente de palabras que luchaban por surgir de su boca. «Yo hubiera salido a buscarte, quería hacerlo, pero padre me hizo huir de Laigin. Me ordenó que me marchara y que no volviera. Si hubiera sabido… Tan sólo tenía diecisiete años…». No tenía sentido decirlo; las palabras llegaban con diez años de retraso. Su querida hermanita, su dulce y encantadora Áine se había convertido en una cruel autócrata de duro semblante. Faolan reconoció que le habría resultado más fácil aceptar su muerte que aquella inversión de cómo deberían ser las cosas, y se avergonzó de ello. Parecía ser que entre ellos, entre todos ellos, la habían convertido en otro Echen.

—No sé nada de la historia —repuso él con voz ronca—. No regresé. Los parientes de tu esposo me metieron en la Sima Pedregosa. Escapé. Abandoné mi tierra natal. Sólo volví para comunicarle una noticia a Eile. Sin embargo, me dirigía al Paso del Violinista. La llevaba allí. ¿Qué…? —Tras esta palabra se abría un mundo desconocido de posibilidades: su padre y su madre, sus dos hermanas, su abuelo y todos los que habían sobrevivido aquella noche. Si los demás habían salido de aquello con heridas tan profundas como las suyas, con cicatrices tan feas como las de Áine, no creía que quisiera saberlo.

—Tu mirada es muy fría, Faolan —dijo Áine—. Tu expresión muy adusta. ¿Crees que tendría que haber hecho como hizo Eile y clavarle un cuchillo en el corazón a mi agresor? ¿Quizá te hubieras sentido mejor si yo hubiera compartido la sangre que tenías en las manos aun cuando ello me hubiera llevado a una muerte rápida? No hace falta que me respondas. Preferirías que estuviera muerta.

—Yo…

—No quiero oír tu respuesta. ¿Sabes?, yo no vi lo que hiciste aquella noche. Echen me lo contó después. Él te respetaba por ello, ¿lo sabías? Admiraba tu capacidad para llevar a cabo su orden aun cuando sabía que lograría destruirte. Yo no vi a nuestro hermano tendido en el suelo con la sangre brotándole del cuello. Sólo os vi a padre y a ti allí de pie mirando; inmóviles mientras unos desconocidos se me llevaban a rastras. Nadie vino a por mí. Nadie dijo ni una sola palabra. Sencillamente me dejasteis marchar.

No había ningún comentario posible. No tenía sentido decirle que lo recordaba mal, aunque Faolan sabía que había lanzado improperios; recordaba haberse arrojado tras ella y recibir un golpe en la cabeza que lo oscureció todo. Ella tenía su conjunto de recuerdos particular, y ante ellos el corazón de Faolan temblaba como el grano bajo la trilladora.

—La única persona que mostró un poco de compasión aquella noche fue esa a la que tú has apodado el archienemigo. Echen se compadeció de mí. Yo le gustaba. De modo que conservé mi doncellez y mi vida. En lugar de utilizarme y compartirme, me mandó fuera. Yo no sabía adónde iba. No sabía por qué. Una escolta me llevó con la madre de Echen a Tirconnell. Pasé dos años allí, aprendiendo a ser una esposa apropiada para un jefe de clan de los Uí Néill. Ella se encargó de que aprendiera deprisa. Me castigaba si cometía errores. Nunca me había imaginado que podría sentirme tan sola. Cada noche, durante dos años, supliqué a los dioses que te permitieran encontrarme. Todas las noches soñaba con el día en que padre o tú vendríais a buscarme. Pero nunca lo hicisteis.

—Creía que estabas muerta. Me fui de estas tierras, lejos.

—Llegué a depender de las visitas de Echen, más frecuentes a medida que me iba haciendo mayor. Traía regalos: un poni, un anillo de oro, un perrito. Se portaba bien conmigo. Hasta llegó a gustarme su madre, una vez su relación conmigo se hizo más cordial. En mi decimocuarto cumpleaños Echen se casó conmigo y regresamos a la Cuesta del Endrino. Le di un hijo el primer año y otro al año siguiente. No tenía ninguna necesidad de acuchillarlo, ni compulsión alguna de echarle veneno en la bebida. Él siempre me trató bien. Aprendí a ayudarle. Le cogí el tranquillo a esto de gobernar a la gente, de ejercer el poder. Bueno, ahora él se ha ido y yo le devuelvo el favor criando a nuestros hijos y gobernando sus territorios hasta que los chicos tengan edad suficiente para asumir el control por derecho propio. Veo por el manifiesto desagrado de tu expresión que esta historia te repugna. Tú todavía tienes la cabeza en el mundo de padre, el mundo de ideales nobles, de conceptos de justicia, desinterés y compasión. Ese mundo no es real, Faolan. Es una fantasía. En el mundo real, el poder es la única clave para la supervivencia. Yo he sobrevivido. He hecho algo con mi existencia. He salido de la pesadilla que Dubhán creó para nosotros y he conseguido riqueza, familia y posición. No tendrías que despreciarme por ello. Deberías aprender de mí. ¿Qué fue de tu vida?

Faolan se quedó un momento sin habla. En algún lugar, en lo más profundo de su interior, seguía habiendo amor por la antigua Áine, la que existía en su recuerdo, su hermanita, una dulce e inocente niñita de mejillas sonrosadas. En aquel momento, frente a su vilipendiosa mirada, no pudo encontrarlo.

—Seguí adelante —dijo simplemente—. Malgasté algún tiempo y otro lo utilicé bien. Después de la Sima seguí siendo mi propio amo. No tengo ningún deseo de riquezas o poder. Sólo de libertad. Libertad para tomar mis propias decisiones, para bien o para mal.

La sonrisa de Áine era adusta.

—Aquí, en la Cuesta del Endrino, has perdido tu libertad. También has perdido a la hija de tu amigo. No lo has hecho muy bien protegiéndola. Nunca fuiste muy práctico, ¿verdad, Faolan? Quien fue bardo una vez lo es para siempre. Darle un nombre bonito a una chica no sirve de mucho para mantenerla a salvo.

Así pues, ella no sabía a qué se dedicaba ahora; a menos que todavía estuviera jugando con él.

—La verdadera libertad no se encuentra en el exterior de los muros, sino en el corazón y el espíritu —dijo Faolan. Se sentía entumecido, magullado, como si hubiera recibido una paliza—. Has dicho que Dubhán creó nuestra pesadilla; le has echado la culpa a él. Lo que hizo Dubhán fue defender a los oprimidos, a aquellos que no tienen poder. Él era una voz para los que estaban demasiado asustados para abrir la boca. Su resistencia a las prácticas crueles de tu esposo fue un grito de libertad, una canción de desafío. Dubhán no murió porque Echen me ordenara cortarle el cuello, Áine. Lo maté porque, en el último momento, nuestro hermano me pidió que lo hiciera. Él dio la vida de buen grado para salvar a su familia. Desde aquella noche, sólo en una ocasión he visto un acto de coraje tan magnífico como el suyo. Fue a Dubhán a quien obedecí. Quizá Echen fuera bondadoso contigo, en la medida en que un hombre como él es capaz de bondad, y no puedo hacer más que alegrarme por ti. Sin embargo, no sé cómo puedes conciliar el hecho de ser su esposa con los actos abyectos que llevó a cabo aquella noche y antes. Echen era malvado. Sumió en la oscuridad no solamente a nuestra familia, sino a toda la comunidad del Paso del Violinista. No comprendo cómo puedes vivir tal como lo haces sabiendo eso. —Una parte de él luchaba para decir lo que sabía que debía decir: «Me alegro mucho de que estés viva, estoy contento de verte, te he echado mucho de menos. Hermana mía, mi hermana pequeña». Pero la miró y lo único que pudo ver fue a Echen Uí Néill.

—En tal caso —dijo Áine con voz cristalina como el hielo—, supongo que cincuenta días de confinamiento no son suficientes. He sido demasiado buena; quizá, después de todo, no he conseguido olvidar por completo lo que nuestro padre nos enseñó de niños —alzó la voz—. ¡Seamus!

—Por favor —le dijo Faolan—, déjame marchar. Deja que encuentre a Eile y a la niña. Hice una promesa. Después me mantendré alejado. No hará falta que vuelvas a verme nunca más. Déjame marchar.

—No me explico tu apremio por esta búsqueda —comentó Áine en tanto que el guardia grandote, Seamus, volvía a entrar en la habitación—. Esa chica no es de tu familia. Es una joven lastimosa destinada a la pobreza y, por si fuera poco, con una desagradable veta agresiva. Ha asesinado a un hombre y ha eludido un justo castigo. Aun así, tú ardes por salir corriendo a salvarla. ¿Por qué a ella, Faolan? ¿Por qué puedes hacer esto por ella cuando no pudiste hacerlo por mí, tu propia hermana?

—No puedo responderte a eso.

—¿No puedes o no quieres? ¿Te avergüenzas? ¿O acaso sería demasiado esperar?

—Estoy… confundido. Lo único que puedo decirte es que el hombre que tienes delante no es el mismo que estaba en la casa del brithem del Paso del Violinista y que le cortó el cuello a su hermano con un cuchillo. Si aquella noche te cambió, Áine, puedes estar segura de que a mí también. Me he pasado hasta el último momento de estos diez años intentando comprenderlo.

—Hasta que no sepas lo que sentí, el terror, la impotencia, la sensación de estar completamente sola, no puedes llegar a comprender bien lo que significó aquella noche. Por suerte, yo puedo ayudarte. Tengo intención de retenerte aquí hasta que puedas entenderlo. Es lo que te mereces, ni más ni menos. Vuélvelo a encerrar —le ordenó a Seamus—. Déjale las muñecas atadas, no hay que fiarse de él.

—¡Espera! —exclamó Faolan—. Dime una cosa, ¿cómo está la familia, madre y padre, Dáire y Líobhan? ¿Cómo les ha ido? ¿Están bien?

—¡Ja! —el sonido fue una explosión de despecho—. Ahora lo preguntas, como si se te hubiera ocurrido en el último momento. Quizá sea lo más apropiado, puesto que lo último que querría la familia es que regresaras al Paso del Violinista. En esa casa no se pronuncia tu nombre. Desde aquella noche es como si nunca hubieras existido. Se borró cualquier rastro tuyo; se prohibió pensar en ti. Tu acto provocó una oleada de destrucción que se extendió por tu familia. Madre hace tiempo que murió; nunca se recuperó. De padre no queda más que un caparazón, apenas es capaz de pensar. Dáire huyó y se fue con las monjas cristianas; nunca conoció esposo ni hijos, sino que vive allí en silencio y con dolor. Líobhan está llena de amargura por lo que le ha tocado en suerte, obligada a permanecer en casa para ocuparse de su destrozado e incapaz padre. El abuelo no vivió mucho más, nunca fue una persona fuerte. Esto es lo que has hecho. ¿Ahora lamentas haber preguntado? Si esperabas volver andando a casa en busca del perdón o algo parecido, Faolan, es que eres un estúpido. Hay cosas que nunca pueden perdonarse.

Él se encontró incapaz de hablar. El guardia, Seamus, tenía la mirada clavada en el suelo.

—Y ahora, adiós —dijo Áine—. Tengo intención de ser generosa y darte mucho tiempo para pensar. Quizá puedas componer algunas canciones mientras permanezcas bajo mi custodia. ¡Ah!, y no te preocupes por Eile. Esa chica es una superviviente. Es como yo. No te necesita.

Faolan recuperó la voz.

—¡Oh, no! —dijo en tanto que Seamus lo agarraba del brazo para conducirlo fuera. Vio la frágil figura de Eile caminando por la cuerda del puente sobre aquella fuerte corriente de agua, vio su espalda recta, sus ojos aterrorizados. Vio la ternura de su boca suave, la delicadeza de sus manos que el trabajo había vuelto ásperas cuando tapaba con la capa a su hija dormida—. Ella no es como tú, en absoluto.

Derelei había adoptado la costumbre de sentarse en el mismísimo borde del estanque. La niñera se preocupaba, temerosa de que el niño se acatarrara o se cayera dentro y se ahogara. Tuala, que observaba desde la distancia, sabía que su hijo no buscaba peces ni soñaba con hacer navegar barquitos bajo la vigilante mirada de Broichan. El agua lo llamaba; se veía arrastrado a mirar. Tuala, al mirarlo, sintió el mismo impulso.

Ya preveía que el don de la videncia sería tan fuerte en su hijo como lo era en ella. Había tenido la esperanza de que no se desarrollara demasiado pronto, antes de que Derelei tuviera facilidad con las palabras. El fenómeno podía llegar a ser aterrador aun siendo adulto y comprendiendo en cierta medida su naturaleza. Para un niño de dos años, podía resultar abrumador.

No tenía sentido desear que Broichan volviera a casa. Ya lo había hecho con mucha frecuencia y el druida no daba muestras de aparecer, ni en persona ni en las visiones del cuenco de hidromancia. Nadie sabía dónde estaba; nadie sabía adónde lo había llevado su viaje. En Pitnochie no lo habían visto, ni en Banmerren, ni en ningún otro lugar de los que el mensajero de Tharan había visitado en su búsqueda. Quizá se había escabullido para reunirse con los druidas del bosque, a los que sólo encontrabas si ellos querían que lo hicieras. Tuala esperaba que estuviera con ellos, pues en sus remotas moradas habría comida, cobijo del frío y la tormenta, gente para cuidarlo si se ponía enfermo. También habría orientación, y quizá fuera eso lo que Broichan más necesitaba.

Bridei y ella habían discutido sobre si pedirle a Drustan que efectuara una búsqueda adoptando su forma de halcón y habían descartado la idea. No era justo esperar eso de Drustan. Su habilidad era tal que fácilmente podría encontrarse con una constante demanda como mensajero, rastreador o espía. En otoño, con cierto riesgo para su persona, había volado recorriendo toda la Gran Cañada para salvar a Bridei de un asesino. No podían volver a pedírselo. Tenían que dejar que Ana y él disfrutaran de su estación de paz en Pitnochie.

—Podría ser que Broichan estuviera bien —había dicho Bridei— y que simplemente se hubiera cansado de la corte. Debemos darle tiempo.

—Siempre fue un maestro muy diligente, al menos para ti —había dicho Tuala, recordando los interminables ratos de espera que había tenido que soportar mientras Bridei terminaba sus lecciones—. No es propio de él dejar a Derelei a medias. Es como si remara en un bote hasta llegar a medio camino de una isla y luego se tirara por la borda y abandonara al pasajero a su suerte.

—Supongo que debes coger tú los remos —había dicho Bridei con una sonrisa.

Aquella tarde Tuala le dijo a la niñera que se retirara y fue a sentarse con su hijo en el jardín. Todo estaba tranquilo. Ban escarbaba el suelo embarrado bajo los arbustos de romero; aquel día no era un perro blanco, sino más bien una criatura con manchas de distintos tonos de marrón. Garth estaba de guardia, discretamente, al otro lado del arco de entrada. Wid, el anciano erudito, estaba sentado en el otro extremo del jardín con un mantón sobre los hombros, disfrutando del poco frecuente sol de invierno. Tuala le había pedido que tosiera fuerte si alguien salía, pero no creía que eso ocurriera; Aniel había prometido asegurarse de que no molestaran a madre e hijo.

¿Por dónde empezar? ¿Cómo enseñarle a un niño que combinaba una deslumbrante habilidad mágica en bruto con el limitado vocabulario y las volátiles emociones de sus dos años de edad? Durante las clases de Broichan, Derelei ya había empezado a manipular el clima, a realizar pequeñas transformaciones, a jugar con la luz y la sombra. Ella debía enseñarle de alguna manera a ser cauto y discreto, a limitar sus infinitas habilidades. Debía aprender a ver lo inconcebible y a no perder el valor. Era una tarea monumental. Tuala no estaba en absoluto segura del alcance de sus propios talentos en el arte de la magia. Sólo les había dado rienda suelta en el arte de la videncia. Sería mejor empezar por poco e ir desarrollando las cosas gradualmente.

El estanque no. Allí había peligro para los dos. Tuala no podía permitirse verse sumida en una visión con el niño a su lado, pues podría perder la conciencia de que estaba allí y dejarlo en peligro.

—¿Derelei? —le dijo en voz baja—. Cógeme la mano, eso es. Mira a Ban. Le encanta escarbar, ¿no es cierto? ¿Alguna vez has fingido ser un perro?

Trabajaron duro. No se trataba de transformaciones del cuerpo como las que realizaba Drustan con aparente facilidad, sino que estaban a un paso por debajo, era la fusión de tu propia mente con la de una criatura u organismo, adquiriendo conciencia de sus movimientos, sus pensamientos, sus sentimientos, en tanto que uno mantenía su propia forma.

En una o dos ocasiones, mientras avanzaba la tarde, Tuala notó que la mente de su hijo tiraba en dirección contraria a la suya, como si quisiera hacer más de lo que ella le estaba permitiendo. Vio que él quería ser de verdad un perro, perseguir a los gorriones por la hierba, beber del estanque, revolcarse en las hojas y en el barro. No obstante, ella contuvo su cambio de forma. Tuala no sabía si sus habilidades bastaban para evitar que Derelei diera ese último paso, o si era el niño que decidía obedecer a su madre. Lo probaron con «escarabajo» además de con «perro», y Derelei quería hacerlo con «pájaro», pero ella le dijo que no con la cabeza.

—Todavía no. Ese es demasiado peligroso. Cuando seas mayor.

Derelei profirió un inusitado chillido de queja y se tumbó en la hierba húmeda frotándose los ojos.

—Es hora de dejarlo —dijo Tuala con firmeza—. Vamos a llevar a Ban a la cocina. Quizá haya tarta.

El niño se retorció para zafarse de ella, protestando. Estaba excesivamente cansado; la próxima vez Tuala tendría que abreviar la clase. Derelei volvía a estar al borde del estanque, con la cabeza casi metida en el agua. Tuala se dispuso a ir a buscarlo y llevarlo dentro, pero su embarazo la hacía más lenta de lo habitual, y cuando alcanzó a Derelei, este estaba boca abajo, mirando fijamente la tranquila superficie con una intensidad que le resultaba familiar.

—Botan —dijo—. Veo Botan.

Tuala no había podido evitar echar un vistazo al agua, donde se estaba formando una visión. Esas imágenes se le presentaban aun cuando ella no las quisiera.

—Broichan no está, Derelei —le dijo, y se arrodilló a su lado—. Ya lo sabes.

—Botan aquí —fue categórico.

Tuala miró. Había árboles y sombras: no era un reflejo de aquel ordenado jardín con senderos pavimentados, ciruelos desnudos y lilas, sino un lugar arbolado, oscurecido por los pinos y recorrido por un laberinto de sinuosos vericuetos. El suelo se hallaba cubierto por una espesa alfombra de hojas en descomposición y en los sólidos troncos de los árboles el musgo resplandecía de un modo inquietante. De las horquetas de los robles pelados brotaban multitud de pequeños helechos y enredaderas y Tuala vio que algo se movía entre ellos, quizá unos pájaros, quizá algo mucho más extraño. La luz que se filtraba aquí y allá a través de la densa fronda era blanca y fría.

«Sigue sujetándole la mano —se advirtió—. No lo sueltes». El poder de la visión era intenso; pronto podría quedar ajena al momento y lugar presentes. No hacía falta mucho tiempo para que un niño se ahogara. Podía ocurrir en un latido de corazón, en silencio de principio a fin.

—Botan —repitió Derelei, y allí estaba el druida, una figura oscura bajo los aún más oscuros árboles, unos ojos de obsidiana en un rostro marmóreo, su aliento una nube en la atmósfera invernal. No abrió la boca, pero Tuala oyó sus palabras de todas formas. «Una estación de penitencia. Protégelo bien».

Las preguntas temblaron en los labios de Tuala: «¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien? ¿Puedes vernos?», pero los bordes de la visión ya empezaban a desdibujarse y supo que no había tiempo suficiente para preguntar. Sólo un momento; sólo un instante… No había tiempo para pensar. Se llevó la yema de los dedos a los labios y luego extendió la mano hacia la imagen del agua. Le pareció ver que Broichan torcía levemente la boca y que su acostumbrada severidad devenía en una sonrisa de burla hacia sí mismo. Entonces el bosque oscuro se convirtió en la tranquila agua de un estanque y la visión desapareció.

Derelei se quedó un momento inmóvil y luego se echó a llorar. Unas lágrimas lastimeras: la absoluta congoja de un niño exhausto y desilusionado. Tuala lo cogió en brazos y ella también derramó algunas lágrimas. No se podía tranquilizar a un niño tan pequeño diciéndole: «Al menos está vivo» o, «Creo que volverá en primavera». Su querido mentor, su abuelo, había estado allí y se había desvanecido en un instante, y para el niño fue como si lo hubiera perdido otra vez.

—Ya está, ya está —murmuró Tuala—. Vamos, Derelei, no pasa nada.

—Se ha ido —sollozó.

—Está vivo y se encuentra bien —repuso Tuala, hablando más para sí misma que para su hijo, que de momento era inconsolable—. Se nos ha revelado. Es mucho mejor que nada. ¿Sabes lo que vamos a hacer, Derelei? Vamos a bañar a Ban antes de darle la cena. ¿Bañamos al perrito?

El niño mostró un atisbo de interés entre las lágrimas. Alargó los brazos para hundir las manos en el estanque con una mirada inquieta que se abrió paso por su aflicción. Dio gracias a los dioses de que fuera tan fácil distraer a los niños pequeños.

—En el estanque no —dijo Tuala con firmeza—. En la cocina, en una tina. Con muchas burbujas. Yo lo sujetaré mientras tú lo frotas.

Estoy demasiado cansada para seguir llevándote a cuestas —le dijo Eile a Saraid—. Ya sé que está oscuro, pero no falta mucho. Mira, veo luces ladera abajo, allí. Ese debe de ser el lugar.

Saraid avanzó tres pasos, dio un traspié y se sentó en el sendero embarrado. Estaba tan oscuro que Eile sólo veía a su hija como una sombra pequeña y agotada.

—Bueno, está bien, vamos. En el cabestrillo no; agárrate a mis hombros y pon las piernas en torno a la cintura. —Eile apretó los dientes, se cargó a la pequeña a la espalda y luego volvió a ponerse en pie lentamente. Le dolían las rodillas, estaba tan cansada que cada respiración suponía un esfuerzo.

«Que eso sea el Paso del Violinista —pensó—. Deja que los encuentre, que no me echen con tan sólo dirigirme una mirada». Se obligó a avanzar, y el perro la siguió lenta y pesadamente, con la cola gacha.

La aldea era más grande que la de la Colina Nubosa y las casitas se agrupaban en torno a una plaza cubierta de hierba. Algunos faroles brillaban aquí y allá, iluminando paredes encaladas y cuidadas parcelas de huerta. Un hombre caminaba por el sendero. Eile carraspeó con nerviosismo.

—¿Dónde está la casa del brithem? —le preguntó al hombre.

—¿De Conor? Allí abajo, al otro lado del puente, subiendo por la ribera. ¿Ves esa casa grande que tiene un muro? Es la suya. Es tarde para ir llamando a la puerta de la gente. ¿Tienes algún problema? —la observó con curiosidad.

—Estamos bien, gracias. —Eile le dio la espalda y se alejó rápidamente. Sin preguntas, sin retrasos. «Que abran la puerta. Que me escuchen».

La casa del brithem estaba rodeada por un sólido muro de piedra en el que se había instalado una pesada puerta de hierro. Una enredadera sin hojas crecía con exuberancia sobre las piedras, ramificándose aquí y allá siguiendo sus propias pautas; en verano, aquel lugar estaría cubierto con un manto de verdor. No muy lejos de la puerta ardía un farol y Eile vio que había luz en la casa. La puerta estaba cerrada. La sacudió, renuente a gritar, y en algún lugar del interior empezó a ladrar un perro, lo que provocó que su compañero empezara a gruñir a modo de respuesta. Por lo visto, aquel hombre de leyes era muy cauteloso con los intrusos.

El perro guardián siguió dando la alarma, pero no parecía acudir nadie. Eile previó una tercera noche al abrigo de un almiar o detrás de una pocilga y alzó la voz.

—¿Hay alguien ahí? ¿Hola? —una pausa; los ladridos habían cesado—. ¿Hola? ¿Alguien puede dejarme entrar?

Una mujer se acercaba por el sendero de grava con una lámpara en la mano. A su lado caminaba con paso suave un enorme sabueso. El perro gris se acercó a la puerta, erizado, emitiendo un sordo ruido gutural.

—Calla —le dijo Eile.

Un par de hermosos ojos castaños los examinaron entre los barrotes de la puerta. La mujer era más bien joven y no muy alta. Eile sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Aun a la luz parpadeante de la lámpara, vio que aquella mujer tenía un parecido asombroso con la Viuda. Eso no era bueno. Se suponía que aquella gente eran los parientes de Faolan. Tenían que ser amigos.

—¿Quién eres? —preguntó la mujer—. ¿Qué quieres?

—Me llamo Eile. Esta es mi hija. Necesito ver al brithem. Es urgente. ¿Está en casa?

—Me temo que no. Se encuentra en otra población viendo un caso. ¿Puedes volver por la mañana?

¡Dioses! Otra noche al raso. Eile subió un poco más a Saraid en su espalda.

—He venido andando desde la Cuesta del Endrino —dijo, molesta porque su voz no era del todo firme.

Los ojos castaños agudizaron su mirada.

—¿Con la niña a cuestas? ¿Las dos solas?

Eile asintió con la cabeza.

—Y con el perro. Es inofensivo.

—La Cuesta del Endrino. ¿Desde casa de Áine?

—¿De quién?

—Mi hermana. Se la conoce más como la Viuda.

—¿Tu hermana? Pero… —allí había algo que no iba bien, algo torcido—. Quizá he cometido un error. El hombre al que busco es el padre de Faolan.

Los ojos se abrieron desmesuradamente. El rostro palideció. Parecía que la mujer iba a desmayarse de la impresión.

—¿Conoces a mi hermano? —tomó aire—. ¿Lo has visto? —la lámpara tembló en su mano.

—Si te refieres a Faolan, tengo noticias suyas. Aguarda un momento. ¿Me estás diciendo que la Viuda también es hermana de Faolan? Es imposible. Ella nunca…, quiero decir que ella… —¿En qué especie de enmarañada red había caído?

—¿Abajo, por favor? —terció la vocecilla de Saraid en medio de un bostezo.

La mujer se puso a abrir la puerta rápidamente utilizando una llave de un manojo grande que llevaba en el cinturón. El sabueso permaneció a su lado, vigilante y obediente, mientras Eile, Saraid y el perro gris entraban y la puerta volvía a cerrarse tras ellos.

—Soy Líobhan —dijo la mujer—. Parecéis exhaustas. Entrad, llamaré a los demás. ¿De verdad tienes noticias de Faolan? ¿Sigue vivo?

—¿Vivo? —Eile quedó desconcertada. Desde luego, esperaba que lo estuviera—. Por lo que yo sé, así es. Pero puede que tenga problemas. Necesito hablar con el brithem, de verdad…

—Cuéntanoslo esta noche. —La voz de Líobhan, dulce y cálida, temblaba de emoción—. Por favor. No hemos sabido nada de mi hermano desde que se marchó del Paso del Violinista hace diez años. Ni una sola noticia. Esto es… es increíble. Has dicho que hace unos días… ¿Significa eso que está cerca de aquí, en alguna parte? ¿Que por fin va a venir a casa?

No aguardó a que le respondiera. Condujo a Eile por un camino cubierto, la hizo entrar por una puerta que daba a una habitación cálida en la que había una mesa grande y un amplio hogar de piedra y gritó:

—¡Donnan! ¡Abuelo! ¡Aquí hay una chica que ha visto a Faolan! —Al mismo tiempo que hablaba, sentó a Eile en un banco junto al fuego sofocado, ayudó a Saraid a quitarse la capa y llenó la tetera de agua. Un gato pinto apareció por un rincón, estirándose. El perro gris se metió debajo del banco.

—Estás muerta de frío —dijo Líobhan—. Deja que avive el fuego e iré a buscar algo de comer. Tu historia puede esperar hasta que llegue mi esposo, está terminando un trabajo…

Eile miró en derredor con cautela. Aquella era la habitación más acogedora que había visto nunca; la luz del fuego se complementaba con varias lámparas colocadas en los rincones, el mobiliario era de madera añeja y unos tapices bordados con lana de colores vivos suavizaban las paredes. Vio que Saraid miraba las escenas que en ellos se representaban: un bardo tocando un arpa y la gente bailando en fila, cogidos de la mano; personas con horcas cargando una carreta de heno; un niño dando de comer a unos pollos con un perro que vigilaba de cerca. Ristras de ajos y cebollas colgaban del techo y en una mesa lateral había montones de fuentes y cuencos de barro, como si en aquella casa estuvieran acostumbrados a mantener a invitados inesperados. En una jarra había una colección de ramas y follaje de invierno, gris, plateado y negro, formando una composición preciosa. Una alfombra cubría el suelo junto al hogar, con listas de colores rojo encendido, amarillo oro y marrón tierra. El gato había ido a sentarse exactamente en el centro de la alfombra y la luz del fuego confería un tenue resplandor a su pelaje.

Líobhan iba de aquí para allá. Un cesto de tortas de avena y un plato de conservas aparecieron a toda velocidad en la mesa bien restregada, junto con queso, cebollas y un práctico cuchillo.

—¿Puedo hacer algo? —Eile se sentía incómoda. Aquella señora no tendría que estar sirviéndola.

—Quédate sentada y entra en calor. Si no me mantengo ocupada, me echaré a llorar o te abrumaré a preguntas antes de que lleguen los demás. No puedo creer que por fin tengamos noticias de Faolan. ¡Ha pasado tanto tiempo! ¡Ah! Mira, aquí está mi esposo.

Entró un hombre fornido de algo más de veinte años que se limpiaba las manos en un delantal manchado.

—Donnan, esta joven dice que ha visto a Faolan. Tiene noticias que darnos.

Él saludó a Eile con la cabeza y tomó asiento junto al fuego. El gato saltó inmediatamente a su regazo. La criatura captó la atención de Saraid. Eile sentía que la niña temblaba de ganas de ir a tocarlo, pero la timidez la mantuvo al lado de su madre, con los ojos muy abiertos y en silencio.

—Se llama Remiendo —le dijo Donnan a la niña—. ¿Te gustaría acariciarla? No muerde.

Pero Saraid dijo que no con la cabeza y ocultó el rostro en la manga de su madre.

Líobhan había vertido una especie de cordial en una jarra que acabó de llenar con agua caliente.

—Esto te hará entrar en calor, Eile —le dijo—. Lo hago yo misma: grosella negra y manzana silvestre.

—Mi esposa es una cocinera de cierto renombre —observó Donnan con una sonrisa.

—Gracias —dijo Eile, que aceptó una taza. Aquello era abrumador. Cuanto más amabilidad mostraran, cuanto más desesperados estuvieran por tener noticias, más difícil sería decirles la verdad—. Antes que nada debería deciros… Necesito estar segura de que seguiréis acogiéndome en vuestra casa cuando sepáis sobre mí…

Un anciano alto con una mata de pelo cano entró en la habitación y tras él lo hizo un niño de unos seis o siete años que llevaba puesta una capa encima del camisón.

—Phadraig —dijo Líobhan con el ceño fruncido—. ¿Qué estás haciendo fuera de la cama?

—Gritaste, mamá. —El niño se acercó al friego, escudriñando primero a la encogida Saraid y luego a Eile, que lo miró a los ojos—. Y no estaba dormido, el bisabuelo me estaba contando un cuento. Esta es nuestra gata —le dijo a Saraid—. Pronto va a tener gatitos. ¿Ves lo grande que tiene la barriga? Voy a quedarme uno. Lo llamaré Cú Chulainn, porque era un gran luchador y mi gato también lo será y atrapará a todas las ratas del taller de mi padre. Si le pones la mano en el vientre a Remiendo, notas cómo se mueven los gatitos. ¿Quieres probarlo? Ven —y, sin más preámbulos, allí estaba Saraid colocando su manita junto a la de Phadraig, ligeramente mayor.

Eile vio cómo una sonrisa de absoluto deleite iluminaba los pálidos rasgos de su hija. Parecía un pequeño milagro; tuvo que parpadear para contener las lágrimas.

—Ahora cuéntanos, Eile. —Líobhan había tomado asiento al lado de su invitada con una taza de aquel brebaje especiado entre sus capaces manos.

—Deja que la muchacha coma, Líobhan —dijo el anciano en tono suave.

—Lo siento. Debes de estar hambrienta, Eile. Phadraig, Saraid todavía no ha cenado. ¿Puedes poner unas cuantas cosas para ella en un plato? Sí, tú también puedes comer algo. Estás creciendo tan deprisa que no creo que te haga daño cenar dos veces.

—Primero debo deciros… Tenéis que saber que… —Eile miró a los dos niños. El chico estaba disponiendo pan, queso y conservas en un plato en tanto que Saraid permanecía junto a la rodilla de Donnan, con los dedos apoyados con suavidad en el suave pelaje de la gata.

—Phadraig —dijo Líobhan—, ¿por qué tú y Saraid no lleváis esto a la mesita del rincón? Creo que su perro también necesita comer. Quizá haya un hueso en alguna parte. Saraid te ayudará a buscar.

Imposible, pensó Eile. En una casa llena de desconocidos, Saraid se había aventurado a dar tres pasos lejos de su madre.

—¿Un perro? ¿Dónde está? —preguntó Phadraig, que se acuclilló para mirar debajo del banco—. Ah, ya lo veo. ¿Cómo se llama? Apuesto a que tiene hambre. Vamos, chico bueno. Ven aquí. —El niño, con el plato en las manos y sin dejar de hablar, se llevó con él al acobardado perro y a la tímida chiquilla hasta el otro extremo de la estancia y salieron por una puertecita. Saraid ni siquiera volvió la vista atrás.

Eile notó que una sonrisa trémula le curvaba los labios.

—Normalmente recela de los desconocidos.

—Phadraig tiene mucho don de gentes —comentó Líobhan con toda naturalidad—. ¿Qué es lo que tienes que contarnos, Eile?

Esta tragó saliva con nerviosismo. No le parecía bien soltar la verdad con todo su violento y sangriento detalle allí, entre aquellas personas pacíficas y educadas. Aquella gente no parecía pertenecer al mismo mundo que Anda y Dalach, un mundo de maldiciones y amenazas, de golpes, magulladuras y mudo aguante. ¿Y si al oírlo, Líobhan las echaba a las dos por la puerta y tenían que pasar otra noche en medio del frío? La gente sufría duros castigos por mucho menos de lo que había hecho ella.

—Maté a una persona. —Bueno, ya estaba dicho—. A un hombre que llevaba mucho tiempo haciéndome daño. Tenía miedo por mi hija. Lo hice hace un tiempo, más de cincuenta días según mis cálculos. La señora de la Cuesta del Endrino me acogió. Dijo que se encargaría de todo por mí, pero no lo hizo. Sencillamente me mantuvo allí. Todavía tengo que afrontar los cargos. Todavía no he recibido castigo. No quiero perder a Saraid. Me escapé de la Colina Nubosa tras lo ocurrido y después me escapé de la Cuesta del Endrino.

La mujer de ojos castaños, el hombre tranquilo y el serio abuelo se miraron unos a otros en silencio, sopesando aquello. El fuego chisporroteó y la gata se estiró con deleite en las rodillas de Donnan.

—¿Has venido al Paso del Violinista para pedirle a mi padre que se ocupe del asunto? —preguntó Líobhan.

—No fue por eso por lo que vine. Pero supongo que lo hará, ahora que estoy aquí. No quiero que me encierren. No hay nadie más que pueda cuidar de Saraid. Yo nunca le hice daño a nadie, excepto a él. Bueno, esto no es del todo cierto. En la Cuesta del Endrino había un niño horrible llamado Fionn que fue cruel con Saraid y le di un bofetón. Por eso nos fuimos de allí. Pero nunca volveré a hacer daño a nadie nunca más.

—Faolan —dijo el anciano—. ¿Qué puedes decirnos de él? —tenía sus manos nudosas apretadas con fuerza.

—Él me ayudó.

Con toda la rapidez posible, Eile narró la historia; las tres personas que constituían su auditorio permanecieron sentadas en silencio e inmóviles, ávidas de cada palabra.

—Así pues —dijo al final—, pensé que se había marchado, porque eso fue lo que me dijo la Viuda, pero estoy segura de que lo oí llamándome. Estoy convencida. Si es su hermano, ¿por qué le hace eso? ¿Por qué me mintió? Yo no soy nada para las grandes damas como ella.

Saraid y yo somos la tierra bajo la suela de su bota. —Recordó, con retraso, con quién estaba hablando—. Lo siento —añadió—, es familia vuestra. No era mi intención ofender. Pero es que fue muy desagradable, y me mintió. Jugó con nosotras. Dijo que allí estaría a salvo y no lo estaba. No arregló las cosas con la ley. Hubiera hecho azotar a mi hija. Saraid es muy pequeña. Líobhan suspiró.

—¡Dioses! —dijo como si hablara consigo misma—. Al fin regresa y esto es con lo que se encuentra.

Donnan alargó el brazo y le tomó la mano.

—Regresó —dijo—. Aférrate a eso. Podemos solucionarlo. Tu padre y yo tendremos que ir hasta allí. Tendremos que enfrentarnos a Áine abiertamente.

—Jovencita —dijo el abuelo—, Faolan es afortunado al tener a una amiga como tú. Hace falta valor y entereza para venir aquí a buscarnos cuando casi todo el mundo en tu situación habría aprovechado la oportunidad para huir de la región. Mi yerno, el brithem, es un hombre justo y sabio. Él resolverá tu caso. No debes tener miedo.

Eile asintió con la cabeza, pues una repentina timidez le robó el habla.

—Estoy segura de que todo esto te resulta muy extraño, Eile —comentó Líobhan—. ¿Faolan te contó algo sobre su pasado? ¿Sabes lo que nos ocurrió antes de que se marchara de casa?

—No mucho. Habló de que le habían hecho daño a vuestra familia y de que era demasiado tarde para vengarse porque el hombre que lo hizo estaba muerto. La gente hablaba de ello en el puente que cruzamos. Dijeron que Faolan había hecho algo tan terrible que no querían ni pensarlo.

Donnan intercambió una mirada con el anciano.

—Debieron de ir a contárselo de inmediato a Áine —dijo—. Eso explica cómo lo sabía, por qué estaba allí a la mañana siguiente para llevárselo. Debió de haberles ofrecido un incentivo para que guardaran silencio o ya nos habríamos enterado de que estaba en casa.

—Tal vez te estés preguntando —le dijo Líobhan a Eile— por qué no nos hemos horrorizado más al oír lo de tu acto violento. Somos la familia de un brithem, por supuesto, y eso debería contar mucho. Sin embargo, lo que ocurrió aquella noche, hace mucho tiempo, nos cambió a todos. Nos afectó enormemente, y hemos pasado mucho tiempo recuperándonos. Faolan se vio obligado a matar a su hermano mayor, Dubhán, delante de toda nuestra familia. Tuvo que escoger entre hacer eso o vernos morir también al resto de nosotros. Dubhán le pidió que lo hiciera, y él obedeció, aunque no antes de que los hombres del autor de todo aquello hubieran matado a mi abuela.

El anciano inclinó la cabeza.

—Al resto de nosotros nos dejaron con vida —prosiguió Líobhan—, pero los hombres que habían invadido nuestra casa no se fueron con las manos vacías. Se llevaron a nuestra hermana pequeña, Áine. Entonces tenía doce años. Se marcharon riendo, bromeando sobre lo que le harían aquella noche. Mi padre creyó que ya era imposible salvarla; estaba seguro de que estaría muerta antes de que fuera posible rescatarla. De hecho, pensó que, si cualquiera de nosotros intentaba intervenir, también le matarían. El hombre que lo hizo. Echen, era un poderoso jefe de clan. Enfrentarse a él, como había hecho Dubhán, era buscar una muerte violenta. Ocurrió aquí mismo, en esta habitación.

Eile, horrorizada, clavó la mirada en las losas del suelo, imaginando la sangre, viendo a un joven Faolan con el cuchillo en las manos.

—Durante mucho tiempo no soportábamos entrar aquí —terció el abuelo—. Mi hija, la esposa de Conor, vivió sólo una estación después de aquella noche. Nunca se recuperó de lo que había presenciado; los primeros fríos del invierno se la llevaron con la misma facilidad con la que la brisa arrastra las semillas de diente de león. Dáire, la hermana mayor de Líobhan, se fue al priorato de la Cascada Brumal, no lejos de aquí. Halló consuelo en la fe cristiana y está contenta con su vida en reclusión. Antes de aquella noche había perdido a su esposo y a su hijo nonato. La crueldad de Echen se los llevó a ambos. Dubhán sólo buscaba una justa venganza.

—Dos años después de lo ocurrido seguíamos tambaleándonos por el golpe —dijo Líobhan—. Entonces Donnan empezó a cortejarme, como un rayo de sol en un lugar oscuro. Hacía tiempo que era íntimo de la familia; mi hermano, el que murió, era amigo suyo y Donnan había formado parte de la resistencia que lo originó todo. Decidimos que no queríamos que la victoria de Echen sobre nosotros fuera absoluta, como lo sería si dejábamos que nos destruyera. Decidimos que ya era hora de empezar a curar nuestras heridas. Convertimos esta habitación en el lugar más cálido y acogedor de la casa. Aquí oramos, encendimos lámparas, cantamos canciones y contamos historias. Cocinamos para compartir. Invitamos a la gente a que nos visitara.

—¿Y qué pasó con Áine? —preguntó Eile, pensando que aquel relato era uno de los más extraños que había oído en su vida.

—Fue toda una sorpresa —afirmó Donnan en voz baja—. Durante aquellos dos años, todos los que habíamos estado involucrados hicimos cuanto pudimos para evitar llamar la atención de Echen. Acatamos sus normas y el padre de Líobhan no ejerció como brithem durante un tiempo por miedo a enojar de nuevo a su enemigo pronunciando una sentencia adversa a alguno de sus favoritos. Durante los dos años después de la noche del suceso, habíamos creído que Áine estaba muerta. Los intentos por obtener información sobre lo ocurrido fueron infructuosos. Entonces nos enteramos de que, después de todo, estaba viva y se encontraba bien, que había estado en Tirconnell y que ahora era la esposa de Echen.

—No podía ser un final feliz —dijo Líobhan—. Teniendo a ese hombre por esposo, no. Pero quisimos verla, asegurarnos de que no la habían maltratado y saber si el matrimonio era por voluntad propia. Se negó a vernos. Incluso ahora que Echen ya no está no quiere tener nada que ver con nosotros. Le molestó que padre volviera a asumir su papel como brithem tras la muerte de Echen. Lleva aconsejando a la gente en asuntos legales desde entonces, extraoficialmente; la gente supo mantenerlo en secreto. Como la comunidad local tenía gran necesidad de un hombre de leyes cualificado, mi hermana difícilmente pudo objetar nada cuando mi padre reanudó sus obligaciones formales. Nos la encontramos alguna que otra vez; es inevitable que nuestros caminos se crucen de vez en cuando. Ella lo evita si puede. Nos desprecia. Esto la ha cambiado más profundamente que al resto de nosotros, salvo por la pobre madre, quizá, que nunca se recuperó de la pérdida de sus dos hijos en una noche. De alguna manera, Áine se ha vuelto una persona retorcida. Puede que sea una jefa de clan poderosa y competente en el lugar de su esposo, y mucho más justa con su gente de lo que nunca fue él. Sin embargo, es imprevisible. Es peligrosa.

—Ella culpa a Faolan de lo que le ocurrió —dijo el abuelo—. A él más que a nadie, porque era un hombre, y joven, y ella creía que debería haberla salvado. Si lo tiene prisionero, corre un verdadero peligro. ¿A qué hora esperas que Conor vuelva a casa, Líobhan?

—Temprano —dijo ella al tiempo que la puerta de atrás se abría y entraban los niños, seguidos por el perro gris que llevaba un hueso con mucha carne en la boca—. Dijo que estaría de vuelta para el desayuno.

—Debemos esperar su decisión, por supuesto —dijo el anciano—, pero es lo que querrá que hagamos. Mañana debemos cabalgar para encararnos con Áine y decirle lo que sabemos.

—¿Cabalgar adónde? —preguntó Phadraig—. ¿Puedo ir? —una mirada de su madre lo silenció. Saraid se había encaramado al regazo de Eile.

—¿Y si dice que me he equivocado? ¿Que Faolan no está allí? —les preguntó Eile—. Si lo que decís de ella es cierto, no va a dejarle ir, ¿verdad? —sintió un escalofrío al pensar en aquel lugar, la Sima Pedregosa, y en lo que le había hecho a su padre.

—Conor es un buen conversador —señaló Donnan, pero no parecía confiar demasiado.

—Debemos esperar a que amanezca —dijo Líobhan—. En todo el tiempo que lleva al frente de esa casa, nunca ha dejado entrar en la Cuesta del Endrino a ninguno de nosotros y es muy posible que mañana no sea distinto. Como brithem, padre tiene gran autoridad en la región. Es un hombre muy respetado. Pero en la Cuesta del Endrino tienen sus propias reglas. No somos bienvenidos en casa de Áine y quizá nunca lo seamos. Ella no ve lo irónico del asunto: que el esposo cuyos hijos se ha dedicado a criar, aquel cuyas tierras se dedica a gobernar, fue el hombre que nos sumió en toda esta oscuridad. No creo que lo comprenda nunca.

—¿Quién no lo comprenderá? —preguntó Phadraig.

—Tu tía Áine, la que nunca viene —repuso su madre—. ¿Qué llevas en esa bolsita, Saraid?

La niña volvió la cabeza sobre el hombro de Eile.

—Es una muñeca —contestó Phadraig—. Me la enseñó. Lo que pasa es que está rota. Un niño le serró la cabeza. Se llama Lamento. Le dije que tú la arreglarías, mamá.

—Seguro que puedo hacerlo —dijo Líobhan con una sonrisa irónica—. Lo haremos por la mañana, ¿quieres, Saraid? Tal vez a Lamento le gustaría un lazo alrededor del cuello, o un pequeño volante. Puedes ayudarme a cosérselo.

—Puedo hacerlo yo. —Eile oyó el tono combativo de su propia voz y se apresuró a añadir—: Gracias por ofrecerte, de todos modos. Si pudieras prestarme aguja e hilo… Saraid y yo estamos acostumbradas a cuidar de nosotras mismas. Sé coser.

—Estoy segura de que así es. Bueno, ya es hora de irse a la cama, Phadraig, y creo que Eile y Saraid necesitan un sitio donde dormir. Vamos a ver dónde podemos meterlas.

Con la mañana llegó el brithem, un hombre canoso, bien afeitado, que tenía los mismos labios finos y ojos cautelosos que Faolan. Desde el momento en que entró quedó claro que sería él quien tomaría las decisiones necesarias. Eile pensó que, a pesar de sus modales reservados, era la clase de hombre que estaba acostumbrado a hacerse cargo de la situación.

Mientras desayunaban, los demás le contaron la historia del homicidio y la de la captura de Faolan. Conor era un experto en ocultar sus sentimientos; cuanto más lo observaba Eile, más cosas de Faolan veía en él. Eso la hizo pensar en su padre y ella.

Saraid había dormido bien. Se sentó al lado de Phadraig para comerse el desayuno y Líobhan, con una mirada dirigida a Eile, la felicitó por sus buenos modales. Cuando les dejaron levantarse de la mesa, los dos niños se dirigieron directamente al patio con el perro gris corriendo tras ellos.

—Aquí no tiene miedo —comentó Eile en tono asombrado—. Vuestro hijo es un niño muy bueno. Creo que ella lo supo de inmediato.

—Los niños saben en quién pueden confiar —dijo el abuelo—. Conor, tengo ciertas dudas sobre este plan. No queremos exacerbar la situación. ¿Has considerado pedirle a un druida o a un clérigo cristiano que nos acompañe?

—Áine no querría —repuso el brithem—. Debe tener en cuenta su reputación en la zona. Una cosa es encerrar a su hermano en secreto, sin que lo sepa nadie más que los miembros de su casa, y otra muy distinta es que todo el mundo se entere. Podemos recurrir a eso, si logramos entrar. Si no tiene un motivo legal para retener a Faolan, está cometiendo un delito. Lo difícil será conseguir que lo admita. Faolan estará indefenso allí dentro. Nunca fue un luchador.

—¿Indefenso? —Eile quedó desconcertada—. A mí me pareció muy capaz —guardó silencio cuando el brithem volvió su severa mirada hacia ella. Eile no tenía miedo de Líobhan, de Donnan ni del anciano, pero sí le tenía miedo a él. No tenía aspecto de ser de esos hombres que te traerían el desayuno si tenías hambre o que mentirían para mantenerte a salvo.

—Cuéntanos —dijo Conor.

—Recorrió un largo camino él solo para traerme la noticia de la muerte de mi padre. Habló con mi tía y con su esposo como si fuera una persona de autoridad. Les dio plata, pero no se la entregó sin más, les dijo que tenían que utilizarla para mí, para mi futuro. No es que eso sirviera de mucho —hizo una mueca al recordar la rapidez con la que Dalach le había arrebatado la bolsita a su esposa en cuanto el visitante se marchó—. Y Faolan luchó contra los hombres de la Viuda cuando estos cayeron sobre él. Hicieron falta cinco de ellos para poder dominarlo. Sólo dejó de pelear cuando le dieron un golpe en la cabeza —se mordió el labio—. Lo siento —añadió.

—¿Estamos totalmente seguros de que es Faolan? —preguntó el brithem, y en aquella ocasión Eile percibió un nuevo dejo en su voz: el de un hombre cuya férrea disciplina ya no ocultaba la confusión de sentimientos que había debajo—. No debemos enojar aún más a Áine acudiendo a ella con falsas acusaciones de un encarcelamiento injusto.

—Es vuestro hijo. —Eile le puso la mano encima de la suya y la retiró rápidamente. Él era alguien y ella un pedazo de porquería que había acuchillado a su propio tío. Él administraba la ley, ella era una bellaca. En aquella acogedora casa había estado a punto de olvidarlo—. Habló de ti. Dijo que eras sabio y justo. Me dijo que tú me ayudarías y que no debía tener miedo —recorrió a la familia con la mirada—. Faolan dijo que esta era una casa de buena gente, y veo que así es. Por un momento nadie dijo nada.

—Tengo una idea —les dijo Eile, preguntándose qué era lo que le daba el valor suficiente para sugerirlo y la locura necesaria para considerar siquiera dejar a Saraid durante un día, o el tiempo que hiciera falta para ir a la Cuesta del Endrino y volver a caballo. Junto con la idea del plan había tenido una extraña convicción: la certeza de que aquello era lo que su padre hubiese esperado que hiciera. Ser audaz e ingeniosa; ayudar a su amigo; dejar sus propias necesidades en último lugar—. Dejadme que os lo explique.

El grupo de jinetes, tres hombres y una chica, llegaron a las puertas de la Cuesta del Endrino a primera hora de la tarde. Estaba lloviendo otra vez; los viajeros tenían un aspecto desaliñado. Cuando los guardias les dieron el alto, el hombre más joven avanzó. Les resultaba ligeramente familiar, pero ninguno de los hombres de armas pudo ubicarlo. Los dos tipos que le acompañaban llevaban capucha para protegerse de la lluvia y esta no dejaba ver su rostro. A la chica los guardias la conocían perfectamente.

—Hemos venido a ver a la Viuda —dijo el más joven—. Venimos a devolver a esta joven que se escapó de esta casa. Tenemos entendido que se enfrenta a acusaciones graves en la Colina Nubosa.

—¿Y eso a ti qué te importa? Dinos tu nombre.

—Donnan. Soy guarnicionero, vengo del oeste de aquí. Recogí a esta chica por el camino. Oí que la señora ofrece una recompensa a quien se la devuelva. Dos monedas de plata, eso es lo que dice la gente.

—Es la primera vez que lo oigo —le murmuró uno de los guardias al otro—. ¿Tú qué piensas?

—Podría ser cierto. Seamus lo sabrá. ¡Eh, tú! Entréganos a la chica y espera aquí mientras comprobamos esto. Dos piezas de plata parece mucho dinero para una canija como ella. ¿Y dónde está la niña? Antes tenía una niña.

—Se la llevaron —la voz de la chica fue un tembloroso susurro; su expresión era de terror. Tenía lágrimas de miedo en las mejillas. No parecía muy adecuado entregarla; todo el mundo sabía que le esperaba una azotaina, pero eso no era nada comparado con lo que le harían por el homicidio.

—Preguntad a la Viuda si nos recibirá —dijo Donnan—. Si prometió plata, tendrá que entregarla.

—La señora ha salido a montar. Tendréis que esperar.

—No vamos a quedarnos toda la tarde aquí esperando —dijo Donnan—. Está lloviendo. Si no nos dejáis entrar, nos marcharemos a la Colina Nubosa y entregaremos a la chica a su familia. Podéis explicárselo a vuestra señora cuando vuelva. Sé que allí conseguiré una recompensa. Han hecho correr la voz de que quieren castigar a esta chica.

—Tendrás suerte si los habitantes de esa aldea consiguen reunir dos monedas de cobre entre todos, por no hablar de una recompensa en plata.

—Podemos ponerlo a prueba. —Donnan dio la vuelta a su montura—. Vamos, estamos perdiendo el tiempo.

—¡Un momento! —gritó el guardia—. Podría ser que la señora quisiera a la chica aquí. Preguntaré a mi superior. Esperad aquí mismo.

El jefe de la guardia, Seamus, se hallaba ocupado en una actividad que reservaba para las ocasiones en las que no era probable que la Viuda se presentara: comprobar el bienestar de su prisionero. Ahora que parecía que el hermano de la señora iba a permanecer bajo custodia durante un período de tiempo indeterminado, se sentía obligado a hacer todo lo que pudiera para evitar que aquel hombre se volviera completamente loco. Maeve y él habían hablado sobre la situación. Se habían preguntado si, al final, las cosas en la Cuesta del Endrino habían llegado a un punto en el que era hora de recoger los bártulos y marcharse, puesto que a ninguno de los dos les resultaría difícil encontrar trabajo en otras casas. La lealtad era una cosa extraña, la lealtad y la compasión. Habían estado con Áine mucho tiempo. Al llegar el momento, ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el último paso. Lo más probable era que Áine los echara de todos modos cuando descubriera que habían violado sus reglas. Estaba el asunto de Maeve, que había ayudado a escapar a esa pelirroja descarriada y a su hija, y estaba el asunto de Faolan. Seamus había dejado que sus subordinados se ocuparan del prisionero hasta que finalmente la Viuda había llamado a su hermano ante su presencia. Todo el mundo se esperaba que después de eso lo soltaría. Cincuenta días era mucho tiempo para que un hombre estuviera encerrado solo.

Después de lo que oyó aquella noche, y de la orden de mantener a Faolan bajo custodia, Seamus se había hecho personalmente responsable del prisionero. No estaba acatando las nuevas normas, que exigían que permaneciera maniatado y que sólo comiera una vez al día, comida que le entregarían en silencio. Era una estupidez. Aparte del forcejeo inicial, el prisionero había sido un modelo de buen comportamiento, educado y razonable. Seamus no le puso los grilletes, aunque los tenía preparados por si a la señora se le ocurría hacerle una visita. A Faolan le traían la comida al mismo tiempo que a los guardias y mientras comía o, lo que era más frecuente, se quedaba mirando fijamente el plato, Seamus permanecía de pie en la puerta y hablaba con él. Lamentaba que el prisionero no le respondiera, pues parecía un tipo interesante, un hombre que había viajado. Estaba claro que la historia de la Sima Pedregosa era cierta; el guardia había visto el tatuaje. Pero, desde que Áine había hablado con él, Faolan se había quedado mudo. Se pasaba la mayor parte del día sentado en el suelo, con los brazos en torno a las rodillas y la cabeza gacha. Seamus esperaba que la señora decidiera soltarle pronto. Aquello le daba mala espina.

Acababa de cerrar nuevamente la puerta cuando Enda se acercó a toda prisa por el pasillo, farfullando algo sobre la chica de la Colina Nubosa y un grupo de hombres que esperaban en la puerta. Seamus lo hizo hablar más despacio, determinó que había una chica, tres hombres y algo sobre una recompensa. Sopesó las posibilidades e intentó recordar dónde había oído hablar de un guarnicionero llamado Donnan. Le sonaba; tenía algo que ver con los viejos tiempos, con la época de Echen. Algo que todos se habían esforzado por olvidar.

—Dejadles entrar —dijo.

Antes había seguido una pauta de actividad, una variación de la que había inventado en la Sima para mantener la mente y el cuerpo activos. Flexionar los miembros, estirarse, caminar de un lado a otro, saltar. Idear planes de huida. Contarse historias, jugar mentalmente a juegos con números. Durante cincuenta días le había sido posible mantenerla, seguir comiendo, dormir de manera tolerable. Durante cincuenta días había sido capaz de creer que cuando saliera de aquella celda rescataría a Eile y vería a su familia, para bien o para mal. Se había convencido de que tal vez hubiera tiempo de arreglar las cosas antes de que la siguiente misión lo reclamara. O al menos de intentarlo.

Entonces había visto a Áine y esa esperanza se había desvanecido como el suelo fértil arrastrado por una tormenta violenta. El daño causado era irreversible. Cada punto de su desapasionada retahíla de males había supuesto un golpe más en el corazón de Faolan. Su madre, su padre; Dáire, Líobhan. La propia Áine, tan cruelmente cambiada. Áine, a quien no podía perdonar a pesar de todo el mal que él le había hecho. Dubhán, el hermano a quien el joven bardo adoraba. El abuelo, que siempre había sido muy fuerte y por el que no pasaban los años. La abuela, pasada a cuchillo ante sus propios ojos. ¿Cómo había sido posible engañarse y llegar a pensar que podía ir al Paso del Violinista y hacer las paces con ellos? Era como esperar que los muertos se levantaran y empezaran a bailar: un disparate.

Se encontró con que ya no podía sentir arrepentimiento, ni pena, se encontró solo en un lugar vacío donde hasta las lágrimas eran irrelevantes. Su existencia no tenía sentido. ¿Por qué seguir la rutina de hacer ejercicio y tragar la comida? ¿Por qué jugar al juego de la supervivencia? La misión de Bridei, la visita a Colmcille, ya no importaban. Bridei era una figura distante, alguien que había querido ser su amigo, un buen hombre. Encontraría otro espía.

Una parte de Faolan hizo que se pusiera a prueba él mismo, lo instó a rendir cuentas por la ofensa de desesperar. Había sobrevivido a la Sima Pedregosa. Terminar con todo ahora sería ridiculizar este hecho, puesto que los hombres que salían de allí eran tan escasos como los días secos en otoño. Se tocó el pequeño tatuaje en forma de estrella que tenía detrás de la oreja. Un superviviente. Si lo era, no se lo merecía precisamente. Habría sido mejor que Echen hubiese terminado con él aquella noche. Al menos así nunca habría conocido la extensión del daño que había causado.

Ana: una razón para seguir adelante, una razón para no rendirse. Creyó recordar, vagamente, que le había hecho una promesa de algún tipo. Le resultaba difícil imaginar su rostro, lo único que le venía a la mente era una neblina dorada y un par de escrutadores ojos grises. Como no le gustó la mirada que había en ellos, Faolan los apartó de su pensamiento. Se quitó la camisa y empezó a desgarrarla en tiras bien hechas, con los dientes. Comprobó la altura de los barrotes de la ventana. Hacerlo requeriría una enorme dosis de voluntad, puesto que no se hallaban lo bastante alejadas del suelo. Lo haría. Todavía no. Más tarde, después de que Seamus trajera la cena. Debía asegurarse de que no habría interrupciones.

No tardó mucho en anudar y retorcer los trozos para hacer una especie de cuerda resistente. Una voz murmuraba en su cabeza, una voz que no conseguía silenciar: la de Deord. Veía la forma calva y ancha de espaldas del guerrero en su celda, de pie en las sombras con las piernas separadas. ¡Maldito lugar! «No me falles», decía Deord. Faolan parpadeó y el fantasma se fue. La voz permaneció. «Cumple con tu promesa. Vive la vida que gané para ti. Vívela por el resto de nosotros, los que no podemos seguir».

Faolan ató la cuerda en los barrotes y comprobó su resistencia, probando a tirar de ella con todo el peso de su cuerpo. Aguantó. Quizá lo hiciera ahora, después de todo. Si esperaba podía flaquear. Podía ser que se dejara influenciar por lo que escuchara. Lo más probable era que Seamus no volviera durante un rato. No se tardaba mucho en morir si estabas decidido a hacerlo.

Hizo un nudo corredizo y se lo puso al cuello. Lo mejor sería no darse tiempo para pensar. Lo mejor sería hacerlo de una vez…

—¡Faolan! —exclamó una voz proveniente del exterior, una voz estridente como el reclamo de un ave marina. Era Eile—. ¿Dónde estás, Faolan? ¡Tu padre está aquí! ¡Hemos venido a buscarte!

«¡Dioses!». Con las manos en la soga, Faolan se llenó de aire los pulmones y le respondió a voz en cuello:

—¡Aquí! ¡Estoy aquí, Eile!

—Tú aguanta… —de repente se calló. A él le pareció que se oían otras voces ahí afuera, aunque no distinguía las palabras. La voz de Seamus, quizá, y las de otros dos hombres.

Su cuerpo fue presa de un violento temblor. Lentamente, con cuidado, a la manera de un hombre que está acostumbrado a ejercer el máximo control sobre sus pensamientos y sus actos, aflojó el nudo, se quitó la soga, desató su improvisada cuerda, se dejó caer en el suelo y empezó a deshacerla. En sus manos, aquel instrumento de muerte se convirtió en un lío de andrajos deshilachados que Faolan utilizó para enjugarse las lágrimas.