MIÉRCOLES, 3 DE MAYO
Se llamaba Dove, Thomas Dove. Era capaz de conducir las mentes de los extraños como una pluma. Era así: cuerpo de patinador sobre hielo, pelo naranja cortado con penacho, un par de alas de poli y el flujo sanguíneo lleno de Vurt. La corriente onírica. Tom Dove era el mejor ángel del Vurt de la policía de Manchester y volaba a Río de Bobdeniro con un lote de pruebas para los fantasmas que había allí. Su misión era buscar y destruir los sueños ilegales; encontrar el Vurt de contrabando. Escuchar el batir de sus prístinas alas, proyectando colores en el humo de la mente. Valor. Tom Dove: un nítido y humano camino a la fantasía, tan bueno que no necesitaba tomar plumas. Dove era mayoritariamente humano, por supuesto, excepto por los densos vestigios de Vurt que habitaban en su carne.
Río de Bobdeniro. Una suculenta rebanada de la mente. Una pluma favorita para los tristes y solitarios. Permitía al viajero de Vurt disfrutar de los sueños recopilados del señor Bobdeniro. Solo Dios sabía quién era; algunos decían que se trataba de un villano psicópata real que había matado a quince personas. Otros decían que era una estrella de cine (el cine era el entretenimiento que ocupaba a la gente antes de que se descubriera el Vurt). Sin embargo, otros pretendían que era un chico real que no podía dejar la casa familiar si no era por la puerta de los sueños. Sea como fuere, los sueños de Bobdeniro eran violentos y catárticos. A la gente le gustaba engancharse a su visión, viviendo en su mente mediante un hechizo. El odio se veía satisfecho. El amor era negado. Tom Dove, el polivurt, volaba en la subpluma titulada El cazador, siguiendo una pista. Había Bobdeniros de contrabando en la calle que se vendían a bajo precio, animados con dosis extras de violencia, y había quejas del Estado por la pérdida de beneficios. La segunda misión de Dove consistía en buscar y recuperar a inocentes canjeados. Cuando una criatura del Vurt efectuaba una entrada ilegal en la realidad, otra cosa, algo fortuito e inocente, ocupaba su lugar en el mundo del sueño. Este fenómeno se conocía como la Ley del Intercambio de Hobart, porque las dos personas u objetos implicados en el canje tenían que tener el mismo valor. Se permitía un leve toma y daca siempre que siguiera la Constante de Hobart. Hobart era la descubridora del Vurt y había añadido la regla al mecanismo para mantener un equilibrio entre el sueño y lo real. Ahora, Tom buscaba cinco inocentes distintos que habían «desaparecido», pero el más intrigante era Brian Swallow, un niño de nueve años, que tenía el máximo valor hobartiano. Tom había percibido una fuerte presencia de Vurt en el dormitorio vacío del niño, un registro del 9,98 en la escala Hobart. El propio Tom valía 9,99, así que era obvio que algo poderoso había llegado en aquel canje. En aquellos días, las puertas entre ambos mundos eran resbaladizas, como si las paredes estuvieran convirtiéndose en un fluido. Antes, solo se producía un mal intercambio cada cinco años o así. En cambio, en aquella época, se producía uno al mes. Al parecer, Manchester era una membrana especialmente fina entre el Vurt y lo Real. Esto se debía tal vez a que la señora Hobart se había inventado las plumas de Vurt allí. Fuera como fuese, Tom Dove tenía la desagradable sensación de que, si el muro de Manchester se disolvía, le seguiría todo el país. Dove estaba acostumbrado a su trabajo de buscar a gente desaparecida, pero aquel chico Swallow era la peor misión que había tenido. De momento, no tenía ninguna pista buena, apenas unos indicios de plumas aquí y allá. Esa era otra razón para buscar Río de Bobdeniro; las visiones de incomodidad en Vurt solían anunciar alguna puerta débil.
La versión de El cazador de Bobdeniro ocurría en la guerra del Vietnam y Tom había aterrizado en la mente de un viejo oficial del Vietcong, que arrastraba a Bobdeniro y al coprotagonista a un juego de ruleta rusa donde no había ganador posible. Bobdeniro había persuadido a aquellos vietnamitas para que pusieran tres balas en la recámara. Ya habían chasqueado dos cámaras vacías; ahora era el momento de golpear, reírse y hacer muecas, y luego apartar el arma de su cabeza hacia el ceño del oficial de paso, que era Tom Dove. Tom estaba esperando a que le dispararan en cualquier momento; la pistola se movía a la velocidad de la luz, según el guión, directa hacia su cerebro. Pero entonces hubo un aleteo a su izquierda, una oscilación verde, un centelleo amarillo...
¡Aaaaaaaaaaaaaaaachis!
Bobdeniro estornudó. El disparo erró el blanco. Tom Dove, espoleado por el juego, cogió su pistola y disparó. La cabeza de Bobdeniro estalló. Los viets se llevaron al coprotagonista. La escena fluía a cámara lenta con pólvora y sangre. Los dos cadáveres de los famosos jugadores de Vurt yacían destrozados. Los viets no sabían qué hacer; aquel resultado nunca se había producido, en aquel punto solían estar muertos. Se sentían como bruma, sin vida para sus significados. Tom Dove, dentro de la mente del jefe de los viets, no podía creer lo que había hecho; ¡había matado a Bobdeniro en la mundialmente famosa escena de la ruleta rusa! Un sacrilegio vurtual. Un golpe al sistema. A Tom le pesaban las alas.
Los vietnamitas volvieron sus armas contra sí, en un sentimiento masivo de redundancia. Sus vidas habían perdido su objetivo, que era morir a manos de las estrellas. Ahora, lo único que les quedaba por hacer era matarse entre ellos, intentando arreglar el desenlace, estornudando incluso al disparar.
Tom Dove sintió la bala de su colega entrándole en el corazón, pero él ya estaba saliendo, aferrándose a la vida real. Seguridad. Donde las reglas funcionan. Las alas le pesaban, le pesaban mucho, muchísimo. Necesitó todo su conocimiento de Vurt para levantarse del suelo, cerrando la mente del vietnamita. La bala le estaba matando. Un último impulso, ya...
Salida. Vuelta a la comisaría de Manchester, quitándose el Río de Bobdeniro de la cabeza, respirando con dificultad, estornudando, con lágrimas en los ojos, de vuelta a la carne.
Tom sentía que en cierto modo se habían infringido las reglas, pero no por contrabando. Aquello era más peligroso. Sabía que el estornudo era un intruso ilegal, algo que no estaba incluido en el programa del juego original. Y había venido de aquel aleteo verde y amarillo que había advertido en las paredes Vurt del juego. Allí había un punto de filtración y Tom tendría que investigar el agujero. Ahora le rodeaban polis, polis de la vida real, de carne y hueso, que también estornudaban, como en el juego. Crecían flores en las pequeñas grietas de las paredes de la comisaría. Los polis estaban rociando las flores con gérmenes. Tom Dove lo sabía todo sobre la fiebre del heno; sabía que los expertos habían predicho un año de buena cosecha. Sabía que la policía de tráfico se había quejado de las flores que se abrían paso por las calzadas de la ciudad, sobre los atascos que provocaban.
Dios mío, ahora hay fiebre del heno en el mundo Vurt. El virus ha anidado aquí. ¿Qué esperanza nos queda?
Y Tom Dove volvió a estornudar, un estornudo real.
¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaachís!
Tenía que volver a Río. Tenía que encontrar aquella entrada.
Aullidos de perros en una sinfonía de cientos de ellos. Una combinación de estornudo, ladrido y plegaria por un buen chico, mezcla canina y humana. Una manada de perros erguidos sobre los cuartos traseros, en rígidas líneas de ternura a lo largo del Cementerio del Sur. Estatuas de perros pétreos aquí y allá, entre las tumbas.
El funeral de Coyote. Un día perfecto. Las tumbas bañadas por el sol, envueltas en enredaderas con las flores más maravillosas. El grupo de plañideros había llegado desde todos los puntos del mapa de la ciudad, porque aquel perrotaxista proscrito era famoso en las calles, en el ámbito perruno y en el del taxi.
Hacía dos días del caso de las Flores del mal. Había dos cadáveres en el expediente; uno de un semiperro y otro de un zombi. La policía había cerrado efectivamente el caso, pero yo era Sibyl Jones, la polisombra; no podía parar de buscar. Y encima de todo eso, un cómputo de polen que seguía subiendo locamente, a unos quinientos granos por metro cúbico en las estimaciones de la mañana. Toda la ciudad estaba estornudando y los periódicos pedían un remedio.
Gumbo YaYa llamaba a la gente a las armas, contra las flores y la pasma. Había convertido su emisora clandestina en una caza a muerte a los polis, burlándose del truco barato de Kracker de que la poli matara al zombi. Aquel pirata tenía más acceso a la información que yo y eso me ponía enferma. Pese a todo, el caso se había diluido. Kracker le había pedido a Zero un informe para una nueva misión. Yo había pedido que Columbus transmitiera una foto de Boda y había recibido una respuesta negativa. Pero aquel caso de las flores acosaba mi sombra. Tenía atisbos repetidos de la explosión verde captada de la mente de Coyote y el zombi. ¿Y las flores que habían empezado a crecer por toda la ciudad? Seguramente, tenía que relacionar ambas cosas, pero ¿cómo? Y la pista de Boda que la poli rechazaba. El nombre de Boda atrapado en la mente de un perrotaxista agonizante, asesinado por las flores. Flores, flores, flores. Mi sombra florecía con ellas. ¿Había algo malo en las flores? ¿Qué significaba? ¿Cómo podían ser perjudiciales las flores? Yo estaba trabajando sola, como una sorprendente aliada de Gumbo: cuando la poli se duerme, la gente tiene que convertirse en policía. Y ahora asistía extraoficialmente al funeral de Coyote.
Tenía miedo. Miedo de aquellos feos chicoenanos y chicaperras. Cientos de ellos aullando con la dignidad del sentimiento de pérdida ante la marcha del joven conductor del taxi negro. Mi sombra resplandecía de miedo y las hileras de humo me peinaban la piel. Los perros husmeaban el olor a poli y el olor a sombra con furiosos gruñidos. Allí estaban todas las combinaciones. No había muchos perros puros ni humanos puros, sino centenares de mutantes, de locas hibridaciones intermedias. La mayoría eran criaturas de aspecto maligno; fragmentos perrunos que surgían de formas humanas, migajas de humanidad vislumbradas en rostros peludos. Incluso ahora, a ciento dieciséis años de distancia, todavía siento reminiscencias de mi disgusto, mi definitivo miedo a los perros. Especialmente a tantos perros juntos. Me había vuelto inmune a Zero, pero yo me asfixiaba en medio de todo aquel pelaje el día del funeral, y mi sombra sudaba pánico. Yo tenía miedo y hubiera querido que Z. Clegg estuviera conmigo, pero el perropoli me había dicho que el funeral era una pista muerta y me había repetido el mantra ya recurrente: caso cerrado.
Desde luego, el caso estaba cerrado, pero yo tenía la vaga idea en mi sombra de que Boda podía aparecer en el funeral de la víctima. Había abandonado la idea de viajar al Limbo —Zero tenía razón en ese punto—, pero aquella tal Boda realmente quería al chicoperro, tal vez se dejara caer en la despedida final. En la calle, ya se sabía que Boda tenía la cabeza adornada con un mapa del centro de Manchester. Las cinco plumas de Gumbo aún estaban esperando a que alguien se las ganara, y habría muchos cazadores. Yo era uno de ellos. Problemas: si Boda acudía al funeral, tendría que ir disfrazada y posiblemente con otro vehículo. O tal vez estuviera muerta ya, víctima de la vida hambrienta del Limbo. Había cinco Xtaxis aparcados a la entrada del cementerio, así que seguían con la teoría de que Boda aún corría por allí.
El sol me quemaba la sombra. Las flores del cementerio estaban maduras y sobrecargadas. Parecían demasiadas y demasiado tempranas; demasiado tempranas para tamaña abundancia. Grandes florescencias pendían de las enredaderas que se retorcían tensas alrededor de las lápidas pétreas. El perfume me ponía enferma, me embebía, me perdía. Las tumbas brillaban con las ondas de calor. La más cercana a mí decía Brian Albion... querido hijo... no muerto... solo en metamorfosis... La palabra querido estaba parcialmente oscurecida por pegajosa mierda de perro cartografiada por las moscas. A mi alrededor, aquellas criaturas mestizas estornudaban y expulsaban mocos por los hocicos, y el soleado día recibía una lluvia de mucosidad canina. Mi mejor uniforme negro sufría las consecuencias de aquella peculiar lluvia.
Ahora los enterradores se abrían paso a través de la multitud canina, llevando el féretro de Coyote. El féretro estaba sembrado de orquídeas y los enterradores no podían dejar de estornudar. En su favor hay que decir que el ataúd nunca osciló. Los perros se dividieron como si los hubiera entrenado el mismísimo Moisés; se apagaron aullidos y ladridos, solo quedó un jadeo colectivo en sus gargantas. Yo vi el cortejo que seguía al féretro de Coyote. Una joven y una cachorrita, las dos vestidas de luto.
Según mis investigaciones, ella era la ex mujer de Coyote y se llamaba Twinkle. Era humana pura y solo tenía veintidós años. Había conocido a Coyote a los dieciséis, cuando él ni siquiera tenía todavía taxi y era un vagabundo drogata de la calle, siempre buscando algo. Twinkle tenía cierta debilidad por los chicoperros. Había conocido a una roboperra llamada Karli cuando era pequeña, y tal vez fuera la causa de su obsesión. No se cansaba de ellos, y Coyote era el mejor que había conocido. Se habían amado, reído y casado en junio. Habían hecho todo lo que hay que hacer, habían engendrado a una criatura mestiza y se habían instalado en Bottletown. Y luego Coyote había encontrado su taxi negro y las cosas habían empezado a funcionar, hasta que él había vuelto a bajar, a aceptar trayectos peligrosos, a llegar a casa con heridas que le mostraba a Twinkle. Twinkle se había hartado de heridas en su niñez, ahora quería una vida sin sangre. Las diferencias los habían llevado a discusiones, las discusiones a peleas, las peleas al divorcio.
La cachorrita se llamaba Karletta. Tenía cuatro años. Era la hija de Twinkle y Coyote. Era preciosa. Una piel humana de melocotón salpicada de manchas oscuras. Karletta cogía fuertemente la mano de su madre, que la mantenía erguida a través de los lentos movimientos del féretro. Sentía un amor perruno por su ama, aunque lo único en ella que delataba sus orígenes eran los bonitos bigotes que salían de sus mejillas. En aquel momento estornudó y yo deseé correr hacia ella, cogerla en mis manos de humo, abrazarla y secar su nariz húmeda. Twinkle la secó por mí y yo sentí una especie de celos. ¿Realmente sentía yo aquellas cosas?
El féretro ya había llegado al camposanto y los perros jadeaban, estornudaban, incluso aullaban. No era un aullido de hambre, sino de compasión. Aparté de mi mente la inquietud que me causaba el ruido de los perros para escudriñar la multitud buscando a Boda. Polis junto a la capilla ardiente, armados contra cualquier disturbio canino. Ni rastro de la chica con el mapa en la cabeza.
Bajaron el féretro a la tierra y el perrosacerdote entonó su letanía...
Bigotes a los bigotes, huesos a los huesos...
Un movimiento de la bofia. Perros aullando desde los árboles cercanos a la capilla. ¿Estaba pasando algo? Examiné a los plañideros. Por allí todo parecía en calma, pero entonces vi un poli vestido de paisano que se separaba del grupo. Avanzó hacia el lugar del conflicto, fanfarrón confiado...
Pezuñas a las pezuñas...
Veía a Twinkle apretando a Karletta contra su pecho. Un bonito gesto. Más allá, el corpulento poli avanzando a través de las ondas de calor, con la silueta borrosa por lo que parecía pelaje...
¿Zero?
Polvo al polvo...
¿Qué hacía allí Zero Clegg? Se había pasado la mañana diciéndome que ir al cementerio era una tontería. Yo bajé la vista hacia la tumba...
Twinkle arrojó una sola violeta canina sobre la tapa del féretro. Una flor azul con brotes amarillos. Levanté los ojos...
Zero desapareció en la neblina.
Roberman Pinscher salía de la ceremonia y se encaminaba a la entrada del cementerio, donde tenía aparcado su Xtaxi. Había arreglado el sistema para poder tener libre la hora del funeral de Coyote. Cierta correspondencia canina. En aquel preciso momento, unos pasos más allá de la entrada Nell Lane del cementerio, el roboperro captó un pensamiento no escrito en su cabeza. Alguien pronunció su nombre como una pluma de humo...
Roberman...
Roberman emitió tres largos gruñidos que solo podrían traducirse como: Jesús robótico perruno!
No te asustes, Xtaxista.
Roberman miró a su alrededor buscando al hablante, gruñendo: «¿Quién pide taxi?» (Traducción: ¿Quién es?), pero no vio más que lápidas a su alrededor, cada una con un mensaje de muerte.
Soy Boda.
—¿Qué coño? —gruñó para sí.
Te estoy escuchando. Estoy en tu sombra, Roberman.
—¿Quién es? —gruñó.
En tu sombra, perrotaxista, te estoy hablando. Ven a ver, conductor. Al gran olmo que hay a tu izquierda. Eso es. Sigue buscando. Muy bien. Pasando esa lápida, exacto.
Roberman pasó la lápida y luego rodeó el olmo donde le esperaba una mujer. Pelo largo y rubio, botas de vaquera, fulgurante camisa de seda, chaquetilla corta de bolero. Roberman corrió alejándose de la visión, pero los zarcillos de una sombra intrusa llegaron a su mente...
Volví a la comisaría después del funeral, solo para encontrar un mensaje de Kracker en mi mesa. Tenía que ir a informarle a su oficina lo antes posible. Cuando llegué, Zero estaba esperándome. Llevaba una máscara antipolen en la cara.
—Tú, hijo de puta.
Me dirigí a él directamente, desdeñando la presencia de Kracker.
—¿Qué?
—¿Qué estabas haciendo en el funeral de Coyote, Clegg?
—Sibyl... —Su voz temblorosa era amortiguada por la máscara—. Yo no estaba...
—Te he visto. Me dijiste que no había que ir.
—Solo intentaba... —empezó a decir Zero, y un gran estornudo salió de su boca pese a la máscara. Ahogado.
Kracker habló por él.
—El oficial Clegg solo intentaba mantener la calma, Jones. Ha sido iniciativa mía. Yo temía un disturbio canino y nadie sabe manejar a los perros tan bien como Clegg. Estaba allí de guardia.
—Me están ocultando algo —dije—. A la mierda los dos. Quiero la historia completa.
Kracker se llevó los dedos a una herida reciente que tenía en la frente y se la tocó.
—Mi mujer me ha pegado. —Expresión de disculpa. Su tensa boca jugueteó con la punta de un termómetro. Tenía el cuerpo delgado y trémulo sentado en una butaca de cuero. Me dijo que me sentara. Le dije que prefería estar de pie.
—Usted sigue buscando al asesino de Coyote, Jones, aunque hayamos encontrado al zombi que lo mató.
—Usted sabe que no ha sido obra de un zombi, señor. La Xtaxista Boda está implicada de algún modo. ¿Ha oído lo que ha dicho Gumbo esta mañana?
—No me importa lo que piense Gumbo YaYa. No me importa lo que usted piense, Jones. Ni siquiera me importa lo que yo pienso. Mantener la calma en la ciudad es más importante. He cerrado este caso. Clegg está dedicado exclusivamente a la búsqueda de Gumbo. No puedo permitir que ese pirata manipule el sistema de la policía. En cuanto a usted...
Kracker se volvió para mirar al pobre perropoli. Zero volvió a estornudar, bastante alto, y Kracker le dijo bruscamente:
—He acabado con usted, Clegg. Puede irse.
Zero saltó de su silla, estornudando y lagrimeando al dirigirse a la puerta y pidiendo perdón al Maestro. La puerta se cerró tras él. Kracker volvió su seca mirada hacia mí.
—Siéntese, Sibyl. Vamos, mantengamos el tono amistoso.
Me senté en el asiento que Zero había dejado libre. La tapicería conservaba el calor de su cuerpo.
—Veamos —empezó a decir Kracker—. Columbus me ha dicho que usted estaba en el funeral de Coyote esta mañana. Su Comet estaba puesto en el mapa a esa hora y en ese lugar. Por eso la he mandado llamar.
—¿Ve mucho a Columbus últimamente, señor?
—Ya sabe cómo son las cosas, Jones... La policía y los taxis trabajan juntos por el bien común.
—Es un eslogan admirable, señor, pero puedo preguntar...
—¿Puedo preguntarle yo qué estaba haciendo en el funeral de ese perro?
—Clegg también estaba.
—Por orden mía.
—Estaba buscando a la taxista Boadicea, señor.
—¿Y ha descubierto algo...?
—Nada, señor.
—Bien, muy bien.
Kracker tenía la cabeza en otro sitio, yo lo veía por las columnas de humo que se movían a través de su sombra. Me estaba ocultando profundos secretos, y la presión de mantener todo aquel oscuro desorden en su sitio zahería su cerebro.
En el mundo de fluidez, aquel oscuro desorden era un claro cartel de stop, una carretera cortada en el mapa, una cortina de humo; una especie de anti Vaz que el ser pensante podía levantar contra el ojo del intruso. Kracker jugueteaba con el termómetro y lo hacía golpetear contra la mesa donde reposaba una carpeta cerrada, y luego volvía a ponérselo en la boca. Volvió a sacárselo y observó una vez más la escala. El ceño frunció su delgado rostro.
—Estoy preocupado, Sibyl. Muy preocupado.
—¿Tiene fiebre del heno, señor? —le pregunté.
—Todavía no, gracias a Dios, pero abajo tengo veinte hombres enfermos. ¿Usted no se encuentra mal hoy?
—En absoluto, pero toco madera —dije tamborileando con los dedos sobre su mesa.
—Bien. Excelente. Clegg se está poniendo fatal. ¿Ha visto qué lágrimas? Muy impropio de un miembro de las fuerzas de seguridad, ¿no cree?
—Estoy segura de que está haciendo su trabajo correctamente, señor. Es un buen policía.
—Bastante, sí. —Kracker hizo una breve pausa, como reordenando sus pensamientos—. ¿Puedo ser sincero con usted, Sibyl?
—Eso espero.
—¿Tiene usted idea de lo que significa este cargo? Jefe de policía. ¿Puede imaginar siquiera las presiones a las que me veo sometido? Tengo mucha gente detrás. Mucha, muchísima gente. Y no me refiero solo a los delincuentes, me refiero a las autoridades, a los perrovigilantes, a los perros rabiosos, a los robots, la gente del Vurt y las sombras. Y varios autodeclarados guardianes como ese hippy de Gumbo. Y los Xtaxistas, por supuesto. A veces me siento como si toda la ciudad se hubiera subido a los hombros. Sibyl, seguramente se habrá dado cuenta de que tengo los hombros estrechos.
Yo no dije nada. Por la ventana de su despacho veía la ciudad brillando en la bruma de calor. Las calzadas se fundían, los edificios parecían borrosos con la vegetación amarillenta.
—Yo soy puro, evidentemente —continuó Kracker—, como usted ya sabe. No tengo nada de robot, ni de perro, ni los poderes de las sombras, ningún acceso directo al Vurt. Demasiada proporción de Fecundidad 10 en mis venas, claro, pero aparte de eso... a veces me siento como si fuera la última persona viva en esta ciudad. Puramente humana. Mire, Sibyl... todos esos híbridos acuden a la policía con sus problemas. Por eso empleo a gente como usted: polisombras, robosombras, perropolis como Clegg y polivurts como Tom Dove. Pero el mundo está volviéndose muy fluido últimamente. Muy fluido. Peligrosamente. Se están abriendo puertas entre las especies. En parte, la culpa es de Fecundidad 10, desde luego, y yo lo digo con conocimiento de causa. Tengo veinte hijos y tengo que mantenerlos a todos.
—Veintiuno.
—¿Qué?
—Veintiún hijos, señor.
—Sí, bueno, no importa. No quiero ponerme sentimental. Esas presiones sirven para enseñarnos en la vida, ¿no? ¿Y sabe cuál es mi peor preocupación? No, no... no es el incremento de la delincuencia, ni la fiebre. Incluso el inminente disturbio canino es algo que puedo asumir, mi oficio consiste en reprimir las emociones. No, mi peor presión son los Xtaxis. Sí. Parece sorprendida. Mire, los Xtaxistas están todo el tiempo encima de mí. Me refiero a Columbus, claro. ¿Y qué puedo hacer? Sin el mapa del Xtaxi, la policía no puede actuar en esta ciudad. Ellos son mi carga. Déjeme decirle las cosas como son, Sibyl... Me tienen bien cogido. A todos nosotros, a toda la policía. ¿Comprende?
—Lo intento, señor.
—Muy bien, eso es lo que quiero. Un poco de espíritu. Usted es una buena policía, Jones.
—¿Qué me está pidiendo exactamente, señor?
—Polisombra Sibyl Jones... me interesa mucho encontrar a esa Boadicea.
—Pero...
—Por favor, escúcheme.
—Pero ¿usted no quería cerrar el caso de Coyote?
—Está cerrado. El zombi mató a Coyote. Puedo hacer que la gente se trague eso. No se preocupe. Gumbo YaYa solo es una tonelada de ondas. Ondas peligrosas, claro, pero puedo manejarlo. Hay otras cosas... Mire, si me permite, hablaré claro. Columbus pide el retorno de Boda y, en concreto, de su taxi.
—¿Columbus? Hostia...
—Sibyl, por favor, no blasfeme. Los Xtaxis son importantes para nosotros. No importa. Comprendo su rabia. Lo que intento decirle es bastante simple. La he dirigido hacia una mentira, Jones, y eso me hace sentirme mal. Pero prefiero sentirme mal yo que arriesgar su bienestar.
—¿Qué está diciendo?
—Gumbo tiene razón sobre el paradero de Boda. El lunes por la mañana ella estaba en el parque. Pero creo que Gumbo se equivoca al considerarla culpable. Creo que ella sabe algo de cómo murió Coyote.
—Entonces, ¿envió a Clegg con esa pista? ¿Sin decírmelo?
—Tenía que hacerlo. A mi pesar. Pero ese perro está demasiado enfermo como para llevar un caso importante. No encuentra ninguna pista.
—¿Por qué no me envió a mí?
—Los Xtaxis están avergonzados por la forma como Boda dejó el servicio y por el perjuicio que causó al mapa. Columbus teme que el público se vuelva contra ese servicio. No puede permitirse cosas como el caos del mapa del lunes. La gente buscará un transporte alternativo. Y si Columbus no puede permitírselo, nosotros tampoco.
—¿Qué pasa con este caso?
—Sibyl, la policía no puede trabajar en esta ciudad sin el mapa del Xtaxi. Por eso he aceptado ayudar a Columbus a restituir el taxi de Boda. No puede dirigir el mapa si el sistema no está completo. Ahora escúcheme bien, Sibyl Jones. Quiero que encuentre el taxi de Boda para Columbus.
—¿Por qué yo? ¿Por qué ahora?
—Creo que usted reúne las mejores condiciones para el trabajo. Los delitos de Boda son... robar un vehículo y perjudicar ú mapa de la ciudad. No necesito recordarle, Jones, que se trata de faltas leves pero importantes. También está la información sobre el asesino de Coyote. Este es el trato. Columbus recupera el taxi y nosotros nos quedamos con Boda. El caso será exclusivamente suyo. Sin obstáculos.
—¿Por qué no antes?
—¿Tiene que preguntarlo?
—¿Señor?
—Su sombra no es lo bastante fuerte para mí, Jones. —Me acercó la carpeta cerrada—. Mire esto. Lo hemos cargado del archivo de Columbus.
Dentro de la carpeta había una fotografía de quince por diez, con las palabras «Xtaxista: Boadicea» impresas abajo y seguidas del número de un taxi. Era anterior al tatuaje de la cabeza; una cara dulce e inocente pese al afeitado de los Xtaxistas.
Me bastó con una breve ojeada para despojar de los años pasados aquel rostro de adolescente.
Y entonces Kracker dejó libre el oscuro torbellino de pensamientos de su mente y pude ver lo que había intentado ocultarme.
—¿Es mi hija? —le pregunté.
—Exactamente. Boadicea es su hija, Jones. Su nombre real es Belinda, ¿verdad? Por eso la había mantenido fuera del caso. Demasiado personal. Eso le dije a Clegg. Supongo que usted presentía algo, ¿no?
—¡Joder!
—Sí.
El mundo se deslizaba alejándose de mí.
—¿Por qué iba a querer arrestar a mi propia hija, señor?
—Porque ha infringido la ley, agente Jones. ¿No es esa razón suficiente para usted? Usted tiene que cumplir órdenes, es su deber para con el público. Pero hay más. Y esto es secreto, Jones. Boda llevaba sombra en ella antes de entrar a los Xtaxis. Pero usted ya lo sabía, usted misma se la transmitió. ¿Sabe lo que eso significa? No podemos permitirnos que haya sombras involucradas en el asesinato de un perro. Si los perros averiguan la auténtica naturaleza de su hija, bueno... puede imaginarse las consecuencias, agente Jones. La lincharían. Quiero que esa conductora vagabunda vuelva a su sitio. Así quizá podamos eliminarla de nuestras investigaciones. Este es un caso normal, Jones. Seguiremos los procedimientos legales regulares, pero tenemos que ser discretos al aplicarlos. Le daré todo el apoyo que necesite, incluso le pondré a Clegg como refuerzo, pese a su enfermedad. Pero solo usted puede rematar este caso, Jones. El instinto maternal y todo eso. ¿Quién, sino usted, podría encontrar a esa traidora?
Yo me levanté y acepté la misión, dando un firme paso oficial más hacia el abismo.
Aquel anochecer, Roberman estaba trabajando en el turno nocturno de taxis de las seis a las dos. A las 9.07 lo enviaron a recoger un cliente al canal navegable de Manchester, al muelle Old Trafford. La luna jugaba cerca del agua, agitando el agua y la basura. Roberman salió del taxi, desconectó su sistema y se quedó de pie en el muelle, esperando que se densificaran las sombras. No había ningún pasajero a la vista, solo el viento y la basura, hasta que una figura lejana salió de detrás de un montón de escombros y una de las sombras flotantes surgió de entre los contornos laberínticos de oscuridad. Roberman recibió la sombra más rápidamente esta vez, sin saber hacia dónde huir. Gruñía mentalmente a la vista de la joven lejana, excitado, confuso y furioso.
—¿Eres tú, Boda? —pensó, dejando que sus pensamientos viajaran por los caminos de la sombra, libre del fisgoneo de la Colmena de Columbus—. ¿De verdad? ¿Has vuelto, Boda? ¿Qué quieres de mí?
Acércate más.
Roberman avanzó hacia donde la chica vagaba contra el costado de un barco abandonado.
Boda lo estaba esperando allí. Llevaba la peluca rubia de Country Joe cubriéndole los rasgos y una expresión desesperada en los ojos. El roboperro y la conductora fugada mantuvieron una conversación en perfecto y humano inglés; Boda moldeaba los gruñidos de Roberman en imágenes claras, a través de la sombra.
—¿Tienes sombra? —le preguntó Roberman con su nueva voz clara.
—Soy pretaxiana, Rober. Puedo oírte pensar.
—Abandonar así la Colmena ha sido una crueldad.
—Me forzaron a irme.
—¿Te crees que me importa? A la mierda, traidora.
—Columbus es el traidor. Intentó hacerme matar.
—Columbus no haría una cosa así.
—Necesito tu ayuda, Roberman.
—A la mierda, sombra.
—Siento haber tenido que abandonaros.
—¿Ah, sí? Supongo que echas de menos el mapa, ¿no, Boda?
—Un poco.
—¿Y cómo te orientas?
—Por rastreo rápido.
—¡Dios de los perros! ¿Todavía funcionan esos buses carraca? ¿No arrancaron las vías hace años?
—He cambiado, Roberman. Me gustaba el mapa, pero las carreteras libres me gustan mucho más. Ahora soy más fuerte. No puedo volver a los Xtaxis. Columbus es un mal tipo.
—Estás buscando problemas, Juana Calamidad.
—Es verdad. Voy armada, soy una perra infernal de las praderas que busca el peligro —Boda sacó la pistola que le había robado a Country Joe—. Necesito hablar con el jefe de los taxis, ya.
—Dios perruno! ¡Aparta eso!
—Es un Colt del cuarenta y cinco, Rober. ¿Te gusta?
—¡Apártalo!... Deja de apuntarme...
—Dime cómo puedo encontrar a Columbus.
—Nadie puede ver a Columbus, No es lo bastante real.
—Tú fuiste mi maestro en el taxi, Rober. Necesito ver a Columbus por algo relacionado con la muerte de Coyote. Creo que el viejo jefe está implicado de alguna forma. Coyote me dijo que se podía ir a ver a Columbus siguiendo los procedimientos correctos. —Vació el cargador de la pistola dejando solo una bala—. Tal vez tú conozcas una manera de... —Hizo girar la cámara.
—¿Qué estás haciendo?
—Solo practico. —Boda se puso la pistola contra la sien y...
—¡Boda! —gritó Roberman.
... apretó el gatillo.
Clic.
—¡Dios de los perros camino del infierno! —jadeó Roberman al fin.
—¿Qué te crees, Rober? —dijo Boda manteniendo el arma fuera del alcance del perrotaxista—. Una bala, seis cámaras. —Hizo girar la cámara de nuevo—. ¿Quieres arriesgarte conmigo?
El viento soplaba sobre el reflejo de la luna en el canal, cubriendo a Roberman con una luz plateada. Había flores susurrando contra sus patas traseras.
—¡Estás loca, joder! —exclamó.
—Después de la muerte de Coyote —replicó Boda—, ya no tengo razones para seguir viviendo, y lo único que me mantiene viva es la idea de encontrar a quien lo mató. Tienes que decirme dónde se esconde Columbus. Y si el arma no te suelta la lengua, tal vez esto sí...
—¡Fuera de mi cabeza! —gritó Roberman, sintiendo un dolor feroz apoderándose de su cráneo.
—Mira, está empezándome a gustar este poder de la sombra.
—Por favor, Boda, me haces daño...
—¿Qué te parece esto, entonces? ¿No te gusta? —Una expresión de felicidad robótica surgió en los ojos del perrotaxista— ¿Te gusta que te toquen la sombra, verdad, perro conductor? Excitante como el demonio, ¿verdad? Siente cómo te toca. Oh, sí, qué agradable. Me pregunto... si te toco lo bastante hondo, tal vez pueda encontrar algunos secretos. Tu vida pretaxiana, ¿eh, Rober? ¿Te gustaría descubrirla, verdad?
—¡No, por favor, no, Boda! ¡Sal de mí! No quiero saberlo...
—Yo quería a Coyote —dijo Boda con calma, saltando las olas mentales de Roberman en busca de conocimiento, pero sin encontrar nada—. Tengo que descubrir quién lo mató. Columbus pretende que yo estaba en la escena del crimen. Pretende que yo maté a mi querido perro. ¿No ves que el jefe intenta encontrar una coartada para él? Columbus está implicado en el asesinato. ¿No puedes ayudarme a encontrar su escondite?
—No puedo hacer eso de ninguna manera, Boda, solo soy un conductor. Dudo de que el mismísimo Gumbo YaYa sepa dónde está. Columbus se esconde muy bien.
—¿Por qué no informaste a la poli de mi paradero el día del asesinato?
—¿Acaso puedo ir contra el mapa, Boda?
—Pensaba que éramos amigos.
—¿Amigos? ¿Cómo puedo ser amigo de alguien que ha abandonado el mapa?
—¿Columbus es más fuerte que nuestra amistad? —Boda volvió a ponerse la pistola en la sien.
Roberman cerró sus ojos de plástico. Necesitaba tiempo para pensar aquella fastidiosa pregunta. Aspiró una bocanada de polen y estornudó, fuerte roboperro. Unas gotas de esputo y mucosidad salpicaron su uniforme de Xtaxista. Momentos de duda, Boda contra el Conector Columbus. Columbus ganaba la partida.
—Coyote estaba casado —le dijo a Boda—. Ahí tienes esa información. ¿No lo sabías?
—¿Qué?
—Sí. Y tenía una hija. Una cachorrita llamada Karletta. Las dos estaban en el funeral. Todo está en la emisora del taxi. Columbus emitió la información.
—Él no me...
—Viven en Bottletown. Columbus nos hizo buscarte allí. Estaban en el funeral. ¿No las viste?
—No podía acercarme. Coyote no me dijo...
—Claro que no. ¿Me dejarás irme ahora?
Boda apretó el gatillo...
—¡Por favor, Boda!
Clic.
—¿Quién te dijo lo del cliente del Limbo que recogió Coyote? —preguntó Boda.
—Columbus... Fue Columbus...
—¿No te das cuenta de lo que está pasando, Roberman? ¿Por qué iba a hacer Columbus algo así? Un pasaje del Limbo. No tiene sentido.
—No lo sé... no sé por qué...
—¿Cómo puedo confiar en ti?
—¿Tienes elección, Boda?
Boda renunció a la sombra para dejarse llevar por la amistad. Se volvió a la ternura y la sombra disminuyó. Al dulce reino que se extendía más allá de los Xtaxis.
—Algo está pasando, Boda —dijo Roberman—. Algo está pasando con Columbus.
—Cuéntamelo.
—Es un nuevo sistema operativo. El mapa se está volviendo fluido. Hay algo en el mapa... él lo está cambiando.
—¿Qué quieres decir?
—Tengo miedo, Boda. Estoy recibiendo unos mensajes. Murmullos en el mundo del taxi. Nadie sabe nada. Columbus tiene ansias de poder.
—¿Va a cambiar el mapa? ¿Y por qué te asusta eso?
—No lo sé. De verdad, no lo sé —contestó Roberman—. Pero Columbus no te dejará en paz. Sea cual sea su plan, necesita a todos los taxis para seguirlo.
—Dile a Columbus que voy por él —dijo Boda.
—Se lo diré —contestó Roberman—. Ten cuidado...
Y Boda se desvaneció en la curva de una sombra que caía sobre un barco de basura, bajo la suave luz lunar. La luna flotaba alta y serena sobre el agua que lamía un costado del canal, el que llevaba a la ciudad de Manchester.
Ya no sé cómo llamarte, hija. ¿Belinda o Boda? Volví al apartamento de Victoria Park después de recibir mi nueva misión de labios de Kracker. Todas las notas recopiladas sobre las flores yacían sobre mi mesa. El niño Jewel me llamaba desde su habitación, pero yo intentaba concentrarme en toda aquella historia, intentando sacar algo en claro. Una y otra vez volví a la imagen facial de la conductora Boda que habían sacado del banco de datos del Xtaxi. ¿Era realmente mi hija? Yo me esforzaba por borrar nueve años de daños de aquella cara. Intentaba añadir pelo al cráneo afeitado. Sabía que Boda tenía dieciocho años y que se había unido a los Xtaxis a los nueve. ¿Y cómo iba a olvidar que mi hija Belinda me había abandonado a los nueve? ¿Y que después se había desvanecido de los bancos de datos?
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Cuáles eran tus motivaciones, hija mía? ¿Me odiabas tanto por transmitir la maldición de los Desconocidos? ¿O era la lucha constante contra el desencuentro amoroso, las peleas que habías presenciado entre tu padre y tu madre? Y cuando tu padre se fue, ¿decidiste ir tú también a la deriva porque te sentías poco querida? Yo podría haberte querido, hijita mía. Podría habérmelas arreglado, a pesar de la confusión y las dudas.
Mi hija tendría ahora dieciocho años. ¿Qué mejor manera de desaparecer que sumirse en el mapa secreto de carreteras de los Xtaxis? Necesitaba aclarar mis sentimientos sobre el caso, porque no podía dejar de mirar la fotografía. Los ojos de la taxista me confundían con momentos que recordaba a medias. Había buscado tu rastro durante años, hija mía. ¿Acaso mi persecución de una pista llamada Boadicea me había devuelto a la misma búsqueda?
Jewel seguía llorando en su habitación, así que me levanté y fui a verlo. Lo acuné en mis brazos. Mi primer hijo, Jewel Jones.
Nunca te dije, Belinda, que tenías un hermano. Los dos erais hijos de Fecundidad 10, como vuestra madre. Fecundidad 10 era la respuesta de las autoridades al aire negro de Thanatos, una plaga de esterilidad que asoló Inglaterra años y años antes de que yo naciera. Bajo la influencia de Fecundidad 10, se concibieron diez mil niños. El deseo se vio sobreexcitado. Los puros querían más que pureza, querían perros, querían robots, querían criaturas del Vurt. Y los bebés nacieron de todo aquello. Fecundidad 10 había roto las barreras celulares entre las especies. Las autoridades prohibieron el uso de Fecundidad 10. Naturalmente, nadie hizo caso. Fecundidad 10 se convirtió en una droga ilegal, líquida o de pluma, y ya se había arraigado firmemente en el código genético. Era el Casanova de las drogas, no había límites para el objeto del deseo. Incluso los muertos podían ser deseables.
Nuestra historia, Belinda...
Incluso los muertos eran deseables, pero sobre todo los muertos recientes. Eran brillantes olas de descomposición. Puros y perros, robots y vurts; todos estaban dispuestos a los placeres de la necrofilia. Las manos químicas de Casanova llegaban lejos, a los más oscuros y profundos genes. Nacieron bebés de aquellos terribles apareamientos: criaturas híbridas, expelidas de vientres muertos. Y nacían como machos o hembras, feos y hermosos. Las autoridades calificaron a los niños varones como Formas de vida no viables, zombis, fantasmas, semivivos. Uno de ellos era mi Jewel. Su fealdad resultaba desagradable a las autoridades; las FVNV estaban prohibidas en las ciudades. Su desesperada media vida tenía que discurrir en lugares desiertos, páramos que llamaron Limbo, a raíz de su situación. Pero si la criatura de la tumba era una niña... entonces solo tendría la sombra de la muerte sobre ella. Una niña así tenía que ser hermosa, por su presencia oscura, por el cuerpo de humo que llevaba consigo. Y como todas las criaturas vivientes llevan consigo la sombra de la muerte, aun sin saberlo, las chicasombras podían unir su sombra a los vivos. Podían leer los secretos deseos de la mente. Las autoridades empezaron a temer la sombra, pero ¿cómo podían luchar contra algo tan nebuloso? Aquellas bellezas tenían venas de humo. Un vestigio de muerte aferrado a la vida. Recuérdalo, cielo mío.
Belinda, tu abuela era un cadáver cuando me dio a luz.
Nunca te había contado esta historia por completo. Los detalles eran demasiado escabrosos para que tu belleza pudiera digerirlos. Y tú nunca me diste la oportunidad, al abandonarme tan pronto. Esta es mi respuesta.
Tu abuela era un cuerpo que acababa de morir, tu abuelo era un enamorado de los muertos instigado por Casanova. Su tálamo fue la tierra cavada del Cementerio del Sur. Dos meses más tarde nací yo. No se tarda mucho con Fecundidad 10. Nacida en un lecho de tierra y flores, con el don de la sombra. Mi vida de soledad llevó al momento de descubrir que no podía tomar Vurt. Sensaciones de los dodos. La maldición. Mi vida solitaria de humo y sombras. El sueño era difícil. No podía soñar. Yo te transmití esa incapacidad, Belinda, y me odiaste por esa maldición.
Los trucos que aprendí a utilizar, a cambio: contestar a los maestros antes de que me hubieran hablado siquiera, hacer que un gato muerto en un callejón saltara de nuevo a la vida al verter mi sombra en él, forzar las palabras en los labios de extraños. Solitaria, solitaria. Tras el episodio de la concepción de Jewel, supongo que debí de caer en brazos de tu padre. Era un hombre muy puro, y pensé que tal vez me ayudaría a diluir la maldición; la maldición de no soñar y la maldición de los muertos. Tenía demasiadas cosas que anular. Pero el sueño no se cumpliría. Los atributos de la muerte pasan de madre a hijo, de hijo a hijo. Y sé que me odiabas por transmitirte la incapacidad de soñar, pero en realidad, podría haber sido peor; podrías haber sido un chico. Recibiste el don de la sombra. ¿No era eso bastante para ti? Claro que no, pero recuerda, por favor, que tu padre se sentía condenado por su fracaso al no conseguir que pudieras soñar. Lo veía como un resultado directo de su falta de virilidad. Tú fuiste muy cruel con él por esa razón, si mal no recuerdo, ¿y qué podía hacer él sino irse? ¿Fue esa la razón?
Volviendo de los recuerdos, Victoria Park, apreté a mi hijo agonizante contra mí. Jewel Jones. Jewel Jones. Jewel Jones.
Mis dos hijos. Uno perdido y encontrado. La otra aún perdida.
Belinda, te encontraré.
Muchos años después, tras múltiples intentos de renovación, se decidió que los Jardines Zoológicos de Belle Vue habían dejado de ser una propuesta viable. La clausura era inminente, a medida que la gente se desplazaba a los entretenimientos electrónicos, y de ahí a las búsquedas por el mundo del Vurt, a través de plumas. El toque final de la muerte. El dinero mandaba. Los propietarios vendieron o eliminaron a los tristes animales que habitaban el parque. Cerraron las atracciones, luego la pista de carreras, la sala de conciertos, el baile, el canódromo, el restaurante y el ring de lucha. Solo quedó la soledad; el viento que soplaba agitando la hierba, a través de los barrotes de los recintos vacíos de los animales. Durante muchos años, Belle Vue fue un desierto, situado en las extensiones yermas y maltrechas del este de Manchester, donde el único cambio era el metal oxidándose y convirtiéndose en herrumbre y la esperanza fundiéndose con la miseria. Solo las prostitutas encontraron una utilidad a aquellas vistas quebradas. Belle Vue se convirtió en un lugar de interés.
Pero luego llegó la lograda fusión de perros y plástico. Se hizo una propuesta que las autoridades aceptaron no sin reserva, y volvió a abrirse el canódromo. Cada miércoles, viernes y sábado, el aire nocturno se llenaba con el sonido y el olor de los robosabuesos, que se aferraban al suelo con sus garras llenas de Vaz, persiguiendo a muerte a algún conejo vurtual. Con el descubrimiento de Fecundidad 10, nacieron criaturas aún más extrañas y salvajes. Algunas demasiado salvajes, demasiado llenas de genes curiosos como para no ser dignas de atención. Así que volvieron a abrir el zoo, llenándolo con las criaturas de Casanova. No viables. Los mirones soñaban y los empresarios invertían dinero en ello. La excitación de ver a un repugnante zombi de cerca, sin riesgo tras los barrotes. El nuevo zoo de Belle Vue se convirtió en un gran éxito.
Miércoles 3 de mayo, por la noche. Situamos el momento a las 22.12. Los perros corrían locamente en el estadio iluminado por reflectores y el zoo estaba cerrado. Las jaulas estaban llenas de profundos jadeos. Criaturas semivivas durmiendo. Terribles mezclas de mujeres, perros, gatos, robots y vurts muertos. Y los puros. A esas criaturas se les llamaban monstruos, pero yo sé que era un término inexacto. Yo tenía la misma carne en mi interior, solo mi género me había salvado. Quizá alguno de aquellos infortunados se agitara aquella noche. Quizá sintiera curiosidad por los ruidos que llegaban del jardín de flores cercano. Ahora sus ojos empezaban a adaptarse a la penumbra, creando formas a partir de las flores. La forma de dos humanos uniéndose en una sola, y los pétalos cayendo sobre ellos. Los reflectores de la pista del canódromo arrojaban un débil resplandor sobre la escena. El ruido de los locos robosabuesos golpeando la pista. Y bajo aquel sonido, otro: suaves susurros mezclados con mandatos imperiosos. Tal vez aquel ser tuviera un componente humano suficiente como para reconocer el sonido. Tal vez había visto cosas similares muchas veces en sus años enjaulado: una prostituta con su cliente. Tal vez sabía suficiente para darse cuenta de que aquellos gemidos apremiantes eran los ruidos del amor, una especie de amor, amor pagado. O tal vez era un ser embotado, nacido con el cerebro muerto, que vivía solo de sombras y carne, sin saber nada de lo que veía. Tal vez estornudó justo entonces, cuando las flores se movían en torno a la joven pareja y los pétalos caían como lentas cuchillas en la noche...
Debió de ver también a aquella otra figura, flotando en el aire. Debió de oír los gritos.
La testigo vino a vernos a las 22.46. Se dejó caer por la comisaría de Gorton como una hoja, mientras sus sombras bailaban con el miedo. El sargento local me había llamado, sabiendo que yo me ocupaba del caso de las flores. Yo estaba aún despierta; no podía dormir. Había estado bebiendo, fumando y pensando; revolviendo notas del caso, billetes de Vurt y anotaciones de diario, viendo fotos, recuerdos de la infancia de Belinda. Mirando a Jewel en su dormitorio. Sus estornudos y lagrimeo tenían mal aspecto y me preocupaba su salud. No quería dejarlo solo, pero mi trabajo no era muy bueno si se quería ser madre. Eran las 23.05 cuando llegué a la comisaría de Gorton, entrando con el Fiery Comet a través de gruesos grupos de babosos hombreperros. Zero me estaba esperando allí. Yo le volví la espalda.
—Es una de los tuyos, Smokey —me dijo. Y se ajustó su nueva máscara antipolen mientras me seguía a la sala de interrogatorios—. ¿Seguro que no quieres una máscara, Sibyl? —Se miraba la muñeca al hablar—. ¡Jesús canino! Aquí hay un buen pedazo de moco. —Se había comprado uno de los nuevos contadores de polen, modelo reloj de pulsera— ¡Cristo! ¡Son setecientos ochenta y cinco! ¡Sibyl, aquí hay setecientos ochenta y cinco granos... setecientos ochenta y nueve... setecientos noventa y uno... mierda, y sigue subiendo.
Después de mi charla con Kracker, tenía un millón de preguntas que hacerle a Zero, pero ahora estaba demasiado ocupada. Ocupada llevando a la joven a la sala. Era una adolescente sombraputa, temblando y llorando entre ráfagas de violentos estornudos. Murmuraba en una jerga incomprensible entre una explosión y otra. El olor era denso en la sala.
—Lo hemos intentado todo —dijo Zero—. Imposible sacar nada en claro, solo que se llama Miasma y que han matado a alguien. Sigue hablando de las flores. Esta chica sufre un shock.
Tenía una sombra débil; suficiente para adivinar los deseos de un hombre, pero apenas podía ponerla en acción.
Había otros polis en la puerta, todos enmascarados hasta la papada, así que cerré con un portazo sobre sus estornudos y luego envié mi humo a la sufriente, tocándole la mente con él. Nuestras sombras se mezclaron y ella se sintió agradecida por el contacto, y yo estuve a punto de llorar con ella. No tenía que exigirle mucho; su sombra se abrió como una flor y ella me contó la historia en palabras de humo... a la deriva...
... Estaba perdida buscando dinero... buscando amor y dinero... dinero... amor... ¿cuál es la diferencia?... él era un robochico triste y dulce... imploraba amor... aliméntame, decía... aliméntame de sombras... y me daba dinero a cambio de amor... el jardín... lo alimentaba... había flores sobre nosotros... olían muy dulce... un buen chico, pero triste... las flores nos unían... se lo hubiera hecho gratis... pobre D-Frag... solo por las flores...
—¿Ese era su nombre? ¿D-Frag? ¿Su alias?
...Sí... robochico... se esforzaba por ser duro, un auténtico trafica de Vurt... pero era demasiado bueno para todo aquello... D-Frag... Me gustaba... y el olor de las flores... él no paraba de estornudar... yo igual... y nos reíamos juntos... nos gustaba la mamada de nariz... él lo llamaba así, mamada de nariz... yo me reí hasta que él abrió mucho los ojos y pensé que era yo, que mi placer le hacía florecer los ojos... pero noté los pétalos en la espalda... como la mano de un buen amante... quise seguir su mirada, vi el aire brillar, y los zombis aullaban en sus jaulas... una chica... una niña muy guapa... flotaba en el aire con pétalos... una niña flor... tenía pétalos...
—Háblame de ella, Miasma. ¿Cómo era?
Flotaba... una niña... de nueve o diez años... era una niña... nos besaba a los dos con pétalos... tenía ojos de pétalos verdes... el olor estaba dentro de mí... la sombra se me marchitaba y luego florecía... la niña besó al robochico... le hizo sonreír hasta que... hasta que empezó a gritar... yo eché a correr... corrí...
—Háblame de la niña. Descríbemela.
...Dijo que se llamaba Perséfone... su nombre flotaba... como pétalos, ¿sabe? Como pétalos... ¡la niña lo besó hasta matarlo!
Miasma gritó junto con la sombra y estornudó al mismo tiempo, enviándome mucosidades a mi humo. Explosiones de oro al tocarse las partículas. Las veía muriendo en el fuego, aun cuando logré salir.
Conduje el coche hacia el zoo...
La pista del canódromo estaba cerrada. Todo era oscuridad y jadeos. La sombraputa nos llevó al lecho de flores.
—Yo se lo hubiera hecho gratis —volvió a decir, y las palabras salían con dificultad de sus labios, los ojos le lloraban, a pesar de la máscara antipolen que le habíamos dado—. Completamente gratis...
—Claro que sí, chiquita —resolló Zero—. Tú llévanos al nido de amor. —No le gustaban las putas y aún menos las sombras. Aquella combinación era dinamita para él. Miasma estaba mirando un trozo de hierba de los jardines de Belle Vue—. Sombrasucia, más vale que te limpies —aconsejó Zero. Su sentido del humor me resultaba difícil de soportar.
—¡Zero! Está asustada...
—¡Está asustada! Mierda, todos estamos asustados. Es como si toda la sociedad se estuviera viniendo abajo, todo el mundo muerto de miedo. Todo se está volviendo lacrimoso, Smokey. —Miró a su alrededor, jadeando pesadamente a través de la máscara, con su peludo ceño cubierto de sudor, mirando continuamente las jaulas del zoo—. ¡Mierda! ¿Quién coño pagará para ver esos cadáveres? No es natural.
Yo quería pedirle que examinara a conciencia su propia cara peluda y luego hablara de lo natural, pero ¿cómo podía? La prostituta lloraba, las flores parecían trepar a nuestro alrededor en la oscuridad, y yo solo oía un suave deslizamiento de las jaulas, como hojas secas frotándose una contra otra.
Zero estaba gritando. Le gritaba a Miasma, a las jaulas de los zombis, a los polis de carne y hueso, a mí, a todo el mundo que lo había llevado hasta allí. El perropoli estaba sufriendo de verdad. Controlaba los números de su contador de pulsera... 799... 801... 802. Miasma solo podía estornudar, incluso con la máscara puesta, y seguía señalando hacia las flores. Su sombra me llamaba, diciéndome que mirara, que mirara las flores. Mira cómo se mueven las flores. Mira los dibujos que forman...
Zero levantaba sus zarpas en el aire, protestando.
—Esto es una lucha absurda, Sibyl. Con esta tía perdemos el tiempo.
Pero yo me había vuelto hacia las flores, miraba los espacios de entre los pétalos. Veía formas allí, veía el cuerpo. Miasma tenía razón; él era un joven y guapo robochico. Hermoso de rostro, fuerte en sus huesos de plástico y suave en sus sentimientos. Una buena mezcla de carne e info, todo unido y envuelto en belleza. Pero no nos quedaba nada de todo aquello. Aquel cadáver era solo una imagen que componían los pétalos, que flotaban con la brisa desde las jaulas, formando cenefas de color que correspondían a la información. No había ningún cuerpo físico que examinar, solo los contornos entre estados. Era el momento de la muerte captado en un despliegue floral. Una corona de recuerdos.
—El cuerpo está aquí, Zero —le dije.
—Yo no veo nada, Smokey.
—No estás mirando, Zero. —Entonces se quedó en silencio, mientras sus ojos perrunos captaban un atisbo de la forma corporal en una cierta combinación de pétalos—. ¿Estás haciendo una investigación de sombra? —preguntó con voz trémula.
—No hay mucho que buscar.
Pese a todo, lo intenté. Puse las manos sobre las flores. Parecían agarrarse, como el deseo. Y cuando descendí con la mente a la sombra de las flores, solo me llegó la antigua leyenda del verde; antigua en el sentido de que me pareció que conectaba con un mito. La explosión de flores que había visto en los últimos pensamientos de Coyote. Luego en los del zombi. Y ahora en los del robochico. Tenía que poner freno a todo aquello.
—¡Humo! —La voz de Zero me llegó a los oídos mientras yo languidecía con aquel verde—. ¿Qué está pasando aquí, Smokey?
Pero yo no tenía tiempo para él, pese a que Kracker me había convertido en jefa del perropoli. Tal vez aquel cambio de poder era la causa de su evidente disgusto. Pero Zero ya me había mentido antes sobre las pistas de Boda. ¿Cómo podía confiar en él? ¿Cómo podía confiar en Kracker? ¿Cómo podía fiarme de nadie?
Esa chica que estornuda es una ayuda, Zero. Le envié aquel mensaje por la sombra directo a su mente, pues no quería estropear aquel momento hablando. ¿Puedo sugerirte que empieces a cavar en ese trozo de hierba?
—Sabes que detesto que me hagas esa mierda del humo, Sibyl —me ladró Zero—. Háblame con palabras. —Pero supongo que el mensaje le llegó de todas formas, porque un segundo después le oí gritar a los agentes de Gorton que acercaran las luces y que se llevaran a aquella sombraputa al hospital y empezaran a cavar—. ¿Qué coño os pasa? ¡Dadme esa azada! —Desahogaba su frustración con sus subordinados, sus colegas humanos. Luego estornudó a través de la máscara, una y otra vez, y supe que la fiebre le estaba subiendo y que se estaba poniendo peor, mucho peor—. Jesús canino! —La voz de Zero crepitaba—. El cómputo de polen ha subido a ochocientos veinte, Sibyl.
Los agentes de Gorton solo encontraron las piezas de plástico de D-Frag profundamente enterradas en el suelo bajo su retrato flotante. Aquellos miembros de plástico estaban completamente envueltos por los chupones y vástagos. La carne se había convertido en flor. Aquella noche me enteré de que en la ciudad había una niña de aire y hierba llamada Perséfone. Supe que nuestro auténtico asesino era una chica, una niña; algo completamente distinto. Una nueva especie. Tendría que emitir una alerta a toda la ciudad aquella misma noche.
Mis ojos descubrían sombras oscuras en el interior de las jaulas. Aquellos semivivos se veían transformados por las flores. La niña... debía de haber llegado a ellos, ampliando sus poderes. Los zombis bailaban y florecían entre la mierda y el polvo y las flores brotaban de su dura piel y los pétalos caían de sus labios. Era un bonito espectáculo de fauna y flora, todo mezclado en un solo ser.
Una nueva especie.
Sentía arrastrarse tras de mí la sombra de Zero, dominada por el miedo. Una extraña mezcla de humo perruno: miedo de los zombis, naturalmente, pero, sobre todo, miedo de mí. Miedo del caso. Había remolinos negros como la noche en las profundidades de su sombra, donde todos sus secretos estaban guardados en jaulas.
—¿Qué estás haciendo, Jones? —me preguntó.
—Observando a los zombis.
—Una afición infernal. —Intentaba con todas sus fuerzas ser el Clegg de siempre, Clegg el personaje duro, pero aquella tensión en su chorreante sombra lo impedía—. ¿Sabes ya algo del caso Boda?
—Tal vez.
—¿Te gustaría contármelo?
—¿Te gusta el vúrtbol, Clegg?
—Me asquea, joder.
—Es una lástima. Mañana por la noche te llevaré al partido.
—¿Tiene que ver con encontrar a Boda? Mierda. —Otro estornudo, tan fuerte y violento que los zombis corrieron hacia los barrotes, agitando sus miembros cubiertos de pétalos de flores ante nosotros.
—Salud, Clegg.
—Gracias. Siento haberte mentido.
—Tienes una sombra muy densa últimamente, perropoli.
—Estoy fatal, Sibyl. De verdad. Por muchas razones que ahora no voy a contarte.
—Ya lo sé. Te ha molestado que Kracker me diera el trabajo de Boda.
—Bueno, sí, eso no me sentó bien. Yo solo cumplía órdenes, Sibyl. Me jodió cantidad cuando supe que era tu hija. No sabía qué hacer.
Alargué la mano y le acaricié su brazo peludo, como hubiera acariciado a un perro. Zero pareció contento por un momento. Luego se apartó. Su sombra se desvanecía mientras él avanzaba lentamente por aquella jungla de flores.
Miasma murió aquella noche, fue la primera víctima de la fiebre del heno. La primera víctima que no moría a manos de la asesina, sino por la estela que dejaba esta tras de sí: los granos de polen. Yo sabía entonces que la fiebre y la asesina eran primas hermanas. Flores y muerte. El caso estaba dando un giro en aquel momento...
Allí donde dirigía la mirada, veía brotar nuevas especies. Tal vez los expertos tenían razón; el mundo se estaba volviendo cada vez más fluido.
Más tarde, aquella misma noche, abracé a Jewel. Forma de vida no viable número 57.261. Cómo lo quería. Su aliento jadeante, sus ojos líquidos. Su forma de mirarme, llena de anhelo. Jewel solo quería vida, y era lo único que nadie podía darle. Ni siquiera yo, su madre, podía garantizársela. Siempre estaría en el límite. Totalmente ilegal. Si Kracker descubría que lo tenía conmigo, mi carrera se desmoronaría. No se permitía a los zombis vivir dentro de los límites de la ciudad. Jewel era mi oscuro secreto.
Pero era mi hijo y yo quería tenerlo conmigo. ¿Acaso no había luchado él para volver a mí desde el Limbo? ¿Acaso aquello no contaba? ¿No estaba nutriéndose por la fiebre? ¿No estaba en la lista de futuras víctimas?
Que intentaran quitarme a Jewel. Policías o flores, sentirían mis manos de humo en torno a sus gargantas.