MARTES, 9 DE MAYO

Lluvia dorada... lluvia cayendo sobre un plato de carne: Belinda estaba sentada ante una gran mesa cuadrada llena de frutas y carne. Estaba clavando el tenedor en un grueso filete casi crudo. La carne estaba animada con gusanos rosados. En la otra mano, Belinda tenía un cuchillo con el que cortó un trozo. Cuando la carne tocó la punta de su lengua, yo, desde la caída de la fuente, fui consciente de sus entrañas, sentí fluir los jugos y los gusanos moviéndose en sus labios. Necesité toda la fuerza de mi sombra para apartar la mano de mi hija de su boca. No toques esa carne, mi niña. No te la comas.

Estaba lloviendo allí dentro.

Miré con los ojos de mi hija.

¿Dónde estábamos? Aquella habitación...

Las paredes se borraban en la distancia, difuminadas por la niebla. Una leve llovizna caía del techo. Gotas amarillas. Las nubes oscurecían parcialmente el candelabro. La luz zumbaba con corriente estática y tenía un tono azul eléctrico. El rumor de las moscas ávidas de carne. Crecían líquenes en la húmeda superficie de la mesa. Había larvas revolviéndose en el queso azul y gusanos en la carne. Había jarras de peltre llenas de denso vino junto a cada plato. Yo reposaba mi sombra dentro de Belinda, que estaba sentada a un extremo de la mesa y llevaba un vestido de terciopelo púrpura. Coyote estaba sentado a nuestra izquierda, hundiendo sus laxas mandíbulas en un plato de cerdo crudo. Jewel estaba subido a la propia mesa, lamiendo con su gruesa lengua un cuenco de arroz con crema amarga. Cómo me entristecía verlos comer y qué inútil me parecía. Comer en el mundo subterráneo, ¿no significaba quedarse allí para siempre? ¿No era aquella la historia? Perséfone, la chica flor, estaba sentada a la mesa con las piernas cruzadas, hojeando un mapa A-Z de Manchester robado. Las páginas estaban mojadas, llenas de gotas de lluvia. A mi derecha, una silla vacía. Frente a Belinda y yo, en el lejano extremo de la gran mesa, había un joven sentado con el pelo azul como una brillante medianoche y la piel del color del hollín.

—Buenos días, señora Jones —dijo con voz aterciopelada—. Bienvenida al banquete.

—No puedo moverme. ¿Por qué no puedo moverme?

—Espero que hayan tenido un viaje agradable. Me he tomado la libertad de cubrir la desnudez de su hija. Después de todo, ahora es su propia desnudez.

Intenté que Belinda se pusiera en pie. El cuerpo le pesaba como si fuera plomo.

—Estáis aquí por orden mía y no os iréis hasta que no acabe con vosotros. No puedo garantizar en qué estado acabaréis. Bienvenidos a Succión de Enebro, mis queridos viajeros.

Ni Coyote ni Belinda parecían responder a sus insinuaciones y yo me di cuenta de que aquel hombre solo se dirigía a mí; su voz de hollín flotaba por la sombra.

—Exactamente, señora Jones —respondió—. Muy astuta. Ahora los demás están bajo mi control, desvalidos. Solo queda usted. Pero veo que su nombre de pila es Sibyl, que significa 'sibila'. Sí. ¡Espléndido! Me gusta. Un matiz bonito.

—¿Usted es John Barleycorn? —le pregunté—. Vi su cara en una serpiente del bosque.

—Tengo que agradecerle el retorno de mi esposa sana y salva —le sonrió a la joven sentada a la mesa.

—Nosotros no la hemos traído.

—Mi querida Perséfone tiene muchos recursos. Pero qué maleducado soy. Usted me preguntaba por mi nombre. Creo que en su país me llaman Jack el fiero, ¿no? O Jack linterna. O el demonio. Satán, la serpiente. Hades. Ah, el caudal inagotable de la imaginación humana... finalmente acaba con unas pocas palabras escogidas. Sir John Barleycorn... —Paladeaba cada sílaba como si fueran pedacitos de un delicioso manjar—. John Barleycorn. Sí, ese es mi nombre preferido. Yo soy el propio dios de la fermentación, el espíritu de la muerte y el renacimiento de la tierra. Yo soy el vino. Realmente, con qué historias me salen ustedes. Pero ¿qué importa? Los nombres son para los pequeños humanos. ¿Conoce su nombre una flor?

Una vez más intenté que Belinda se levantara de la mesa, pero una fuerza oscura y más fuerte que yo me lo impedía.

—¿Adónde coño se cree que va? —Los ojos de Barleycorn ardieron en la carne de mi hija.

—Usted no tiene derecho a impedirme...

—Por favor. No... intenten... nada. Solo me obligarían a...

Su mirada me hacía daño.

—Debo disculparme, señora —sus ojos recobraron cierta luz—, por mi anterior expresión. Es indigno de un caballero decir tacos en la mesa.

—Tiene una sombra muy fuerte, señor Barleycorn —intenté complacerlo para ganar tiempo.

—Le agradezco el cumplido. Por desgracia, usted nunca podrá complacerme, Sibyl, ni tampoco ganará tiempo. Sí, conozco cada pensamiento, cada patética emoción humana que viaje por su cerebro. Pero en realidad, yo soy lo que quieren que sea. Para Coyote, soy el rey de los perros flores. Para Jewel, soy un buen padre. Para Belinda, un buen amante. Pese a toda su voluntad, son blancos muy fáciles, me temo. Mírelos. ¿No ve qué fácil me resulta controlarlos? Desvalidos a mi alcance. Por fin, tras largos años de lucha, consigo unos seres vivos, humanos que respiran, con los cuales conversar, y va y resultan ser meros juguetitos. Tal vez usted sea una invitada más valiosa. Mi querida Sibyl, ¿qué seré para usted? Hace unos días me fascinó su presencia en el bosque. Siempre he querido hablar con un... un dodo. ¿Se dice así, verdad? ¿O tal vez prefiera el término desconocido?

—No he venido aquí a hablar.

—Usted no ha venido aquí a nada. Usted está aquí porque yo lo he decidido. Y ahora, por favor, pare de luchar y mués— treme respeto. Después de todo, soy una de sus mejores creaciones.

—Tiene que parar la fiebre, Barleycorn. La gente se está muriendo.

—Sibyl, creo que me está mintiendo. Usted ya no tiene ningún interés en el mundo exterior, en la realidad. ¡La gente! —Soltó estas palabras como si fueran una maldición—. Es su hijo, este feo y pequeño cerdo que ahora come a mis expensas, a él es a quien quiere salvar.

—Sí...

—Más alto, por favor, y más claro.

—Sí, por favor, no deje que mi hijo se muera.

Barleycorn sonrió.

—Su viaje es muy encomiable. No, de verdad. Salvar a una hija así. Darse a ella. Debe de haber sido una caída muy larga. Belinda estaba dispuesta a encontrar la muerte.

—¿Qué le da derecho a usted a interferir en la vida humana?

—¿No ha disfrutado con los entretenimientos, Sibyl? El perro de cincuenta cabezas, el barquero, la orquesta, el laberinto... Claro que sí. Ha disfrutado avanzando a través de los rompecabezas. Es un placer inesperado para mí, tiene que comprenderlo. Le pedí a Coyote que me devolviera a mi esposa y él me ha traído... «equipaje extra», así creo que lo llama. Pues bien, estoy contento. A veces esto es muy solitario. Solo quería entretenerlos, Sibyl, lo mejor posible, en la tradición a la que están acostumbrados. Después de todo, por eso me inventaron. Y ahora coman. Disfruten de la comida.

Cogió un poco de comida con las manos y se la puso en la lengua. Yo sentía el hambre en la mente de Belinda, pero ahora estaba bajo mi control; tendría que seguir pasando hambre durante un rato. Estaba atrapada allí, como Jewel y Coyote. Yo era la única que resistía el hechizo de John Barleycorn. Ni siquiera podía hablarle a mi hija. Aproveché la ocasión de observar a John Barleycorn. Era realmente guapo...

Una piel morena y tersa que revelaba la perfección de sus huesos. Ojos nocturnos, impregnados de un sedoso cansancio. La nariz como una fina lámina y las aletas nasales muy pegadas. Pelo frondoso y brillante que ahora apartó con una mano grasienta. Una barba de chivo cuidadosamente recortada. Una chaqueta sastre del color de la tinta. La camisa blanca impecable. Una corbata de nudo atada con un amuleto de calavera y huesos cruzados. Veintimuchos o treinta y pocos. Tenía una expresión de depredador, pero yo sabía que aquello era solo la proyección de Belinda. Los labios llenos, hoscos, perfectos para el amor, para un amor hiriente.

—Tal vez deberíamos elogiar ese misterioso proceso —anunció Barleycorn— en el que el fruto de la vid se transforma en vino, que a su vez transporta la mente humana a un reino más excitante. Bebamos.

Levantó su copa y todos lo seguimos, incluso el pequeño Jewel y Perséfone; yo sentía el vino rojo como la sangre cayendo por la garganta de mi hija. Demasiado tarde, demasiado tarde... era demasiado tarde para detenerla e impedir que se lo tragara. ¿Sería muy fuerte aquel vino? ¿Cómo escapar a aquel río de calor y confort?

Coyote babeaba en su plato. Jewel estornudó en su cuenco y luego se echó a reír, encantado. Belinda se tragó el vino.

John Barleycorn nos tenía en su poder. Nos había embrujado.

—Sí, os he embrujado —dijo, ahondando en mi sombra en busca de conocimiento—. Me alegro de que haya podido llegar hasta aquí, mi querida Sibyl. No puede imaginarse lo solitario que se queda uno dentro de estas plumas. Estas historias... son como mazmorras. Y tener compañía humana, aunque sea tibia... Realmente, es delicioso.

Coyote y Jewel luchaban por un pedazo de bistec y Belinda estaba encantada con aquel festín. Yo sentía que la mía era la última voz de la razón. La lluvia caía sobre el cartografiado cráneo de Belinda.

—Naturalmente, me gustaría ser libre —continuó Barleycorn—. Libre de la leyenda. Por eso les envié a Perséfone con su fiebre. ¿Cree que disfruto con esto? ¿Cree que esto me atrapa? ¿De verdad cree que me gusta ser solo una parte de sus insignificantes historias?

—Perséfone es una asesina.

—¿Es esa la palabra? ¿Asesina? Ustedes los mortales tienen una buena reserva. De vida, quiero decir. Y cómo se aferran a ella. Sí, querida, cómo les gusta agarrarse a la vida. La verdad, son un poco pesados. ¿Alguna vez ha oído a una planta quejarse de la muerte?

Perséfone se deslizó por la mesa hasta el regazo de Barleycorn. Una vez allí, le pasó los dedos por el pelo. Aquel pelo brillaba azulado como oscuras linternas; era como si se moviera. Una densa mata brillante de aquel pelo se elevó en el aire y luego se posó sobre el rosado bistec que había frente a él. ¡Se alimentaba, su pelo comía! Las manos de Barleycorn erraban por el cuerpo de Perséfone, la izquierda en sus nacientes senos y la derecha entre sus piernas. Perséfone lanzaba risitas.

Yo aparté el plato de Belinda diciendo:

—No entiendo cómo pueden comerse esto. Está podrido.

Los ojos del hombre ardieron como fuego negro.

—Oh, lo siento. Me gusta la carne cruda y bastante curada, que haya estado colgada el tiempo necesario. Querida Sibyl, pensé que tendríamos los mismos gustos sibaritas...

Yo no contesté, no sonreí, no me reí.

—Ciertamente, Coyote parece estar disfrutando de esta comida —continuó Barleycorn, mirando al perro, que engullía otra rosada porción de cerdo—. Sí, su amigo sería un buen guardián. Porque el viejo Cerbero está un tanto... un tanto decrépito últimamente. ¿Lo ha notado? Pero quería hablarle de mi penetración. Yo tengo un instinto nómada, ya sabe, la necesidad de infectar. La necesidad de ser el narrador y no la historia. Hay un pequeño problema. Si alguna vez abandono esta historia vurtual de Succión de Enebro, la leyenda tendrá un triste final. La propia señora Hobart lo escribió en sus actas de plumas. Quería asegurarse de que cada pequeña historia tuviera su centro. Mi gran deseo para su mundo nunca será correspondido, quedará eternamente insatisfecho. Y es que, dígame, ¿quién invitaría al diablo a cenar? Por eso se me ocurrió que podía enviar algo a su mundo, ¿y quién mejor para hacer ese viaje que mi querida y dulce esposa, Perséfone? Y de su semilla nacerían mil, un millón de historias, y todas ellas serían hijas mías.

—¿Usted me tiene miedo, verdad, sir John?

Contuvo un instante la respiración. Por primera vez pareció considerar algo de lo que yo había dicho. Yo no pensaba desaprovecharlo.

—Me teme porque soy una dodo —le dije—. No puede infectarme con sus historias. No puede hacerme daño.

—La historia de su vida acabará con su muerte. —Sonrió antes de continuar—. Porque, cuantas más historias cuente, más viviremos nosotros, los seres del sueño. Y si la historia de su lastimosa carne se descompone y muere, nosotros, los seres del sueño, nunca moriremos. Siempre habrá otra boca que alimentar. Una historia es como comida, ¿verdad? Comida para la lengua. Y una lengua debería estar bien dotada, ser un buen paquete. ¿Qué piensa hacer, Sibyl? ¿Cuál era su objetivo al venir aquí?

—Quiero destruirlo.

—¿Y cómo piensa hacerlo?

—Quiero destruirlo por el daño que ha causado a mi mundo, a mis amigos...

—¿Cómo puede matar un sueño? Sería como matar la propia cabeza. No hay salida, Sibyl. Yo soy una suculenta historia que imaginaron sus antepasados alguna vez. La historia del mundo debajo del mundo. De su miedo a la muerte. De ese miedo me hicieron a mí. Ah, era muy fácil al principio. Se contaban historias y luego se desvanecían. Como el aliento. —Dio otro sorbo de vino antes de proseguir—. Creo que este elixir de color sangre es el primer ejemplo de Vurt. Solo a través de sus transformaciones podrían imaginar sus antepasados otro mundo más allá de lo cotidiano. Del vino fluyeron todos los libros y las imágenes, el cine, la televisión, todos los modos de atrapar historias. Y con la señora Hobart y las plumas, con el Vurt y el sueño compartido de todo ello, ahora vivimos. La leyenda se ha dado la vuelta. Las historias siguen creciendo, aunque ya no las cuente nadie. Ya no necesitamos que nos cuenten. Y un día seremos nosotros los que las contemos. El sueño vivirá. Por eso llevé la fiebre a su mundo. Quiero apresar el mundo. Quiero infectarles con mi amor.

Entonces ocurrió algo muy extraño, si es que puedo utilizar la palabra extraño en un contexto como aquel. Cuatro balas aparecieron de la nada en el extremo más alejado del comedor. Viajaron lentamente a lo largo de la mesa, esquivándonos a todos. Se encaramaron por el aire sobre la cuarta silla, que estaba vacía, y luego se desvanecieron en la niebla. John Barleycorn observó su paso con disgusto.

—Mire, me molesta mucho que la gente haga esas cosas —dijo—. Disparar balas en el Vurt. ¿No se dan cuenta de que esas balas tendrán que viajar por todas las leyendas hasta que encuentren un objetivo que valga la pena? Nada se pierde en una historia, solo se intercambian cosas. Era la silla de Columbus. Estaba invitado al festín. ¿Qué puedo hacer? Qué mala educación.

La lenta trayectoria de las balas me devolvió a mi tarea.

—Por favor... ha seducido a mis hijos y a mi ciudad con su amor... pero ¿no puede salvar a mi hijo?

Barleycorn suspiró.

—Aquí estamos, en mi palacio dorado. Que reside en el jardín. Que reside en el sueño, la historia. Y la historia dentro de las plumas Celestiales. En el mundo del Vurt, que está contenido en la realidad. Estamos anidados en la historia dentro de la historia y lo único que a usted se le ocurre para quejarse es la vida de su primogénito. La verdad, Sibyl, esperaba más de usted.

—Pues no hay más. Esa es mi historia. Devuélvame a mi hijo.

Barleycorn hizo un gesto para rechazar mis palabras.

—Al conseguir liberar el sueño del cuerpo, la señora Hobart comprendió que el cuerpo era solo el vehículo. Los sueños podían vivir dentro del Vurt, mientras que el cuerpo moría. Et voilà! Las plumas Celestiales. Si tiene los recursos, actualmente... bueno, la muerte ya no es el fin para los simples humanos. Sus sueños pueden vivir en un abanico de escenarios, mundos, religiones... Un abanico de historias. Ahí es donde la propia señora Hobart vive ahora, aunque murió hace muchos años. Vive en el Vurt celestial. Naturalmente, nadie sabe dónde. Ella ha elegido su propia historia secreta y segura.

—Por favor... cure esa fiebre —yo empezaba a desesperar—. Cure a mi Jewel.

Barleycorn apartó su jarra de vino y dio un puñetazo en la mesa.

—¿Aún sigue con su patética desesperación? —Su voz hervía y la expresión de sus ojos era profundamente ardiente—. ¿Es eso lo único que desea? ¿De verdad? ¿Una vida para su hijo flagelado por la muerte? Por favor... demuestre un poco de entereza...

—Eso es lo que queremos los humanos, Barleycorn —le dije fríamente—. Vivimos a través de nuestros hijos. Sus historias son sus hijos. Nuestros hijos son nuestras historias.

Barleycorn respiró con aspereza, recobrando la calma. Miró profundamente a los ojos de Belinda.

—Mi padre se llamaba Cronos, Sibyl —dijo—. Era el relojero, el hacedor del tiempo. No quería que yo naciera. Ahí es donde empieza mi historia particular. Un adivino le había dicho a Cronos que moriría algún día a manos de un hijo suyo. Y él se lo tomó muy en serio. Mató a mis hermanos y hermanas mayores al nacer. Los devoró. A mí también me devoró. Solo gracias a la astucia logré sobrevivir dentro del estómago de mi padre. Aquel estómago de suaves tictacs, con los días medidos en un goteo. El jugo fluía en la oscuridad, marcando cada momento. Era como morir, supongo, pero yo logré escapar de la muerte. Volví a nacer. ¿Tengo yo la culpa de que los humanos no hayan logrado aún dominar ese proceso?

—Algunos sí lo conseguimos —le respondí.

Barleycorn apartó los ojos hacia algún punto lejano a través de la lluvia.

—Esa historia suya —continué—, suena a...

—¡Esa historia mía! ¿Cómo se atreve? —se volvió súbitamente hacia mí con la cara contraída de dolor—. ¿Se cree que me la he inventado? Ustedes la inventaron. Esa es su historia, Sibyl, como todas las de su lastimosa especie. Qué historias tan triviales cuentan ustedes, y al mismo tiempo insisten en que seremos felices con nuestras vidas dentro de sus confines.

—Nosotros los creamos.

—Sí. Desde luego que sí. Y un día nosotros los dejaremos atrás. ¿Puede culparnos realmente de que deseemos seguir adelante? ¿Ser mejores que ustedes?

—Yo solo quiero una cura para mi hijo.

Barleycorn me miró un segundo, luego apartó la vista y sus ojos volvieron a anegarse de tristeza.

—La señora Hobart está muy decepcionada. De verdad. Hay un ser humano que merece tal nombre. Un verdadero creador.

Barleycorn se quedó en silencio. Suspiró y me miró una vez más. Y cuando volvió a hablar, tenía la voz densa y afligida:

—Vagando solo durante todos esos años en el oscuro estómago de mi padre, ¿cómo podía pensar en escapar? Y al escaparme, ¿qué podía hacer sino sumergirme en la oscura tierra? Hice mi vida bajo tierra, alimentándome de raíces. Solo, muy solo. Hasta que oí los pies de una joven retozando sobre mi techo de hierba. La alcancé, invadido de deseo. La hice mía. Mi floreciente prometida. La alimenté con semillas de granada para que me fuera fiel. ¿No es así, dulce mío?

Perséfone lamía a John Barleycorn en el cuello con su larga lengua púrpura. El pelo de Barleycorn se desplazaba ligeramente, por su cuenta, zumbaba y se abría para darle acceso. Él sonreía, con los ojos cerrados de placer. El tiempo avanzaba lentamente mientras la chica lamía la oscura piel. Una fina lluvia caía sobre la mesa, formando charcos de agua entre los platos de comida. Los gusanos se movían a través de la carne mojada que Coyote, perdido en aquel embrujo, se llevaba a sus fauces. Jewel masticaba un agitado escarabajo que había encontrado en su cremoso arroz, y la humedad recorría su piel grasienta. La cabeza de Belinda: yo sentía la lluvia fluyendo por las calles del centro de Manchester y luego resbalando por su nuca y su cuerpo bajo el vestido. Una vez más intenté levantar su cuerpo, pero el peso era abrumador. Belinda se estremeció y con aquel estremecimiento, John Barleycorn volvió a abrir los ojos, esta vez llenos de oscuro odio.

—La madre de Perséfone se enfureció, naturalmente —dijo—. Muchísimo. Su preciosa hija y toda esa mierda. Perdone mi lenguaje, Sibyl, pero Démeter merece las palabras más crueles. Quería que le devolvieran su tesoro. Estaba tan furiosa que envió una mortífera flor a su mundo e hizo que el suelo se volviera tan seco y frío como su propio corazón. Supongo que ha conocido a Deméter, la madre de Perséfone.

Le dije que no.

—¡Claro que sí! Siga escuchando. A esa flor venenosa que les envió, ustedes la llamaron Thanatos, si no me equivoco.

—¿Thanatos vino del Vurt? —le pregunté.

—Es un bonito nombre, si me permite. Thanatos. El dios de la muerte. Naturalmente, usted está bastante au fait con la muerte, ¿verdad, Sibyl? Ah, sí. Bastante enamorada. Su madre, por ejemplo. Aquel cuerpo pútrido. La polla de su padre, hedionda de un polvo en la tumba. La sombra de su interior, que es el suave beso de la muerte. Ese hijo suyo medio muerto. El suicidio de su hija, que era un asunto amoroso. Su propia larga caída desde la ventana de aquel hotel. Y mírese ahora, pretendiendo a la vida, dentro de una muñeca muerta que aún se atreve a llamar hija. ¿Cómo, si no, le habría dado yo acceso al Vurt hasta ahora? Thanatos y Sibyl, yo os declaro marido y mujer...

Se echó a reír. Aquello me puso furiosa. Además, aquella sensación de haber viajado tan lejos inútilmente; la frustración de estar controlada del todo por un ser al que había esperado estúpidamente poder destruir.

—No quiero que mi hijo muera —grité—. Ya ha habido demasiado sufrimiento...

—Ah, claro, claro. Se me olvidaba. El amor de una madre por sus hijos. El sufrimiento. La necesidad de resurrección. Harían cualquier cosa, cualquier cosa...

Perséfone se había encaramado a la mesa desde su regazo. Ahora acariciaba la arrugada piel de Jewel y sus susurrantes zarcillos caían sobre el húmedo pellejo del zombi. Barleycorn miraba dulcemente a su esposa y su voz murmuraba sobre la suave llovizna interior.

—Su madre quería recuperarla, por supuesto —dijo—. Y la plaga que envió Deméter a Inglaterra... bueno, para ser sincero... me gustó bastante. Yo nunca he sido un amante de la vida. ¿Cómo iba a amar lo que me habían servido tan bárbaramente? Fue la señora Hobart quien me hizo cambiar. Sí, vino a visitarme. Era la primera vez que la veía. Desde luego, había oído historias sobre ella, rumores: ella era la creadora original, la hacedora de las plumas, la portadora de placer. La primera soñadora. Pero conocerla en carne y hueso, por decirlo de alguna manera, bueno, era demasiado. ¿Qué podía hacer yo, sino rendirme? Lo más extraño fue que ella pensó que yo era más poderoso que ella. Imagíneselo si puede, como Dios creyendo que Adán era más poderoso que Él, y así comprenderá mis sentimientos. Yo permití que la señora Hobart accediera y cogiera una pluma de la selva de Deméter. Fecundidad 10, la llamaron ustedes. Un nombre terrible, si me lo permite. Pero qué maravillas produjo. Y llegamos a un acuerdo sobre mi historia: mi esposa pasaría dos terceras partes del año con su madre y solo un tercio conmigo. Y así nacieron las estaciones. ¿Acaso no es justo así?

Entonces Barleycorn se echó a reír un momento y el pelo se le levantó de la cabeza en una risueña onda de humo azul intenso. Se levantó de su asiento y rodeó la mesa para ponerse detrás de mí. Yo sentí sus manos posándose en los hombros de Belinda y sus dedos masajeando suavemente mi desesperación. No podía moverme ni hablar; el diablo controlaba mi espíritu. Olía a fuego. Oía el zumbido de las moscas. Sentía su voz penetrando en mi sombra...

—Porque yo estaba cansado —suspiró—. Por eso llegó el polen a visitarlos. Porque estaba harto de ser solo narrado. Quería vivir, Sibyl. Como usted. Quería una vida de carne y hueso. Una vida de sorpresas, una vida de dolor. Una vida que terminara con la muerte. Sentía celos, sí, lo reconozco. La muerte significa tanto para su especie. ¿Qué serían sin ella? La muerte es su combustible, la madre de sus deseos, su arte. Yo quiero sentir esa hambre, pero la señora Hobart decidió que yo permaneciera para siempre en el sueño. Que nunca muriera. —Ahora acariciaba con sus manos el mapa craneal de Belinda—. Perséfone era mi intento de muerte después de la vida. Habrá otros intentos, de espíritus más poderosos. Un día, el Vurt efectuará su entrada. Venga, déjeme mostrarle el futuro...

Barleycorn curvó los dedos en torno al cuello de mi hija y apretó, con suavidad y firmeza, y bajó aquellos labios rojos como el vino para rozarle tiernamente la nuca.

Y entonces me mordió.

El mordisco viajó directo por la carne de Belinda hasta hacer presa en mi sombra. Barleycorn tiró de mi humo con su mente, con tanta fuerza que me desangré de la carne de Belinda. Mi pobre sombra amorfa danzó por la habitación a voluntad de John Barleycorn. Me sentía dispersa y sin hogar. Desmembrada. Barleycorn jugueteó con mis formas unos segundos, desplegando su poder sin esfuerzo, hasta que me dejó reagruparme en una perfecta e imaginaria escultura de humo; el cuerpo de una mujer más joven en que ahora me convertía, madura y hermosa en sus curvas, pero compuesta solo por las columnas arremolinantes y grises de mi sombra desatada. Miré la carne vacía de mi hija.

—No se preocupe por ella —me dijo John Barleycorn—. Cuidarán de ella hasta que volvamos. —Y con un simple ademán, el comedor desapareció en un aire cálido y brillante. Yo me vi transportada por su deseo a un pequeño claro en medio de las intrincadas entrañas de la jungla.

—Esta es mi visión del nuevo mundo, Sibyl —dijo John Barleycorn, moviéndose por el verde como un lento y sereno guerrero—. Columbus se equivoca completamente respecto al futuro. Este es mi Manchester, mi imagen de lo que podría ser. Mírelo bien.

A nuestro alrededor, mientras yo luchaba para estar a la altura de aquella criatura del sueño, había una miríada de extraños personajes que luchaban, danzaban y se besaban entre árboles y flores. Allí estaba el monstruo Grendel, estaba Aquiles, estaba Robin Hood, estaban Gargantúa y Pantagruel, estaban Vladimir y Estragón, estaba Tom Jones, estaba Humbert Humbert, estaba Popeye el marino, estaba Spiderman, estaba Jane Eyre, estaba Dave Bowman, estaba Eleanor Rigby, estaban Jesucristo y el Hombre de Hojalata, estaban Leopold Bloom y el oso Rupert; todos los personajes de ficción fruto de la imaginación humana estaban plantados en aquel mundo verde y todos saltaban, amaban y maldecían en una narrativa circular de íntimo caos.

Mientras me dejaba atrapar por distintos sueños desenfrenados con Sherlock Holmes, los Cinco, el rey Lear, el ratón Mickey y Joseph K., la Venus de Milo y Dick Dastardly, Mutley y Holly Golightly, también tenía conciencia de la figura de John Barleycorn girando a mi alrededor para abrir camino a mi carne de sombra a través de las garras de una red de filos de historias.

—Este es el mundo que intento llevar adelante —me dijo Barleycorn—. Un mundo de historias capaces de infectar la realidad. En esas historias los niños vivirán siempre, y quién sabe, tal vez algún día morirán en paz, al fin... al fin... como personas normales. —Hizo una pequeña pausa mientras la elaborada selva narrativa extendía una cobertura de flores a nuestro alrededor. Y luego se acercó a un destello de luz que había en la distancia—. Venga deprisa, querida Sibyl —me urgió—. Las puertas de la ciudad están justo aquí enfrente. Deprisa, deprisa. Hay alguien que quiero que conozca. ¿No puede ir más ligera, Sibyl?

Me cogió de la mano.

Me imagino que la historia le cogió la mano a la realidad.

Intenté resistirme con todas mis fuerzas al peso de aquellas historias tan absorbentes y por fin llegamos a las puertas de hierro cubiertas de enredaderas. Solo entonces empecé a situarme, porque aquellas eran las puertas de Alexandra Park, donde vi por primera vez el cuerpo de Coyote. Seguí a Barleycorn a través de las puertas hacia las calles de Moss Side. Pero la jungla invadía todo el espacio de las calles, formando una densa bóveda sobre las tiendas y casas desiertas. Aquí y allá había algunos humanos, unos pocos perros y robots, pero las carreteras de árboles estaban pobladas sobre todo por los personajes de ficción. Era como si Manchester se hubiera transformado en un paraíso tropical sustituyendo los pájaros exóticos y los animales por invenciones de la mente humana. ¿Cuál era la naturaleza de aquel mundo? ¿Acaso estaba yo recorriendo la mente de Barleycorn, visitando a través de la sombra el sueño de un sueño? ¿Podía soñar realmente un sueño? Y mientras andaba por aquellas calles soñadas, aproveché la ocasión para examinar aquel cuerpo de humo que Barleycorn había creado para mí. Yo era un mapa fortuito de sombras entretejidas de formas grises: las caderas y los pechos, el mundo de la línea del cuello y el estómago. Y en el hueco del estómago tenía un escarabajo negro brillante de alas cuidadosamente plegadas, patas y antenas ondeantes, fauces crujientes: el insecto dodo. El devorasueños. Aquella presencia en mi interior impedía que el sueño penetrara en mi sistema. Nunca antes había visto al dodo en mi cuerpo y sentí que podía casi entrar en mí para arrancar de allí a aquella ofensiva criatura.

Ahora Barleycorn estaba arrodillado en un lecho de flores callejeras. Cogió un espécimen escarlata libre del irregular matojo de la acera y se volvió a mirarme sosteniendo la flor en alto.

—Claro que no me detuve a pensar en los dodos —dijo—. Los no soñadores. Eche un vistazo a esta flor del futuro.

Vi una flor a la que devoraba un gusano viral de gran apetito. El gusano se llamaba dodo negro. Me di cuenta de que el insecto dodo que yo tenía en el estómago —erase una vez mi maldición— podría ser ahora mi salvación.

—Me asusta usted, Sibyl —susurró Barleycorn con un triste jadeo, confirmando mis pensamientos—, y todos los de su especie. Nunca creí que tan pocos podrían ejercer tanto efecto sobre el sueño. Me imaginaba que el mundo real se abriría a mí fácilmente, pero luego supe de su lucha y de la de Belinda. Y entonces mi dulce esposa enfermó en ese mundo de ustedes y tuve que llamarla para que volviera a casa. No tiene importancia, de hecho, su misión está cumplida; la semilla está plantada y Columbus sigue abriéndole camino al polen, pero el sueño aún no puede vivir en la realidad, por lo menos no verdaderamente ni por completo. Tal vez algún día... —Suspiró una y otra vez, jadeante—. Me entristece, ¿sabe? Todo esto... ¿de verdad cree que yo quería causarle algún daño? No, yo quería que trabajásemos juntos. El sueño y la realidad. Como puede observar a su alrededor, un nuevo mundo, un mundo bueno y fructífero está a punto de crearse a partir del otro. Esa es mi visión, Sibyl. ¿Qué puedo hacer? Ustedes, los dodos, son como el aguijón de una avispa. Momentos de ceguera en las historias. Tendré que matarlos a todos para que mi visión sea completa. Tendré que matar a todos los que no pueden soñar.

Y mientras me decía aquello, yo filtré una pequeña porción de mi sombra en mi escarabajo dodo interior. Allí descansaba ahora una parte de mi espíritu, deseablemente fuera del alcance del dominio de Barleycorn. Ahora estaba aún más dividida; vivía en la sombra y en el dodo.

—Creo que su historia es muy triste, sir John —le dije con la sombra, al tiempo que mi yo dodo le repetía que su preciosa esposa no era más que una vulgar y desagradable perra asesina.

—Realmente triste —contestó Barleycorn a mi sombra—. Una historia triste contada un día por un triste humano, hace mucho tiempo, a las puertas de la muerte. Pero queda un atisbo de luz. Todavía podemos encontrar el paraíso.

Así que la barrera dodo parecía funcionar. Intenté insultar de nuevo a su esposa desde los pliegues de mi escarabajo del estómago. Nada. No hubo respuesta a mi bilis.

—¿Qué puede usted objetar contra el paraíso? —me preguntó en cambio.

—El hecho de que mucha gente tenga que morir para engendrarlo —le dije, sabiendo que ahora tenía un lugar oscuro de mi propiedad al que Barleycorn nunca podría acceder.

—Pero la raza humana inventó ese concepto —gruñó—. Su historia está llena de los cuerpos enterrados de aquellos que dieron la vida en nombre del bien. Casi todas sus historias se basan en ese momento de sacrificio... y luego se queja de que esas mismas historias quieran utilizar la misma narrativa. ¿Por qué, Sibyl? ¿Acaso no ha repetido usted la misma historia por amor a sus hijos? La verdad, es demasiado... Es una injusticia insoportable. Pero venga, deprisa, tengo muchas cosas que enseñarle...

Barleycorn tiró la flor enferma y emprendió la marcha por aquella nueva y fecunda Claremont Road hasta que finalmente llegamos a Broadfield Road. Aquella era la calle en que Belinda se había parado en su huida de mí y de Zero Clegg tras el partido de vúrtbol. Tal vez Barleycorn había planeado para mí un itinerario por la historia del mundo real, tal como se escenificaba en el sueño. Ahora yo contenía la mayoría de mis pensamientos con el escarabajo dodo, que era mi refugio secreto dentro de aquella Sueñolandia. Barleycorn estaba llamando al timbre de una de aquellas casas tapizadas de flores de Broadfield.

—Espero que esté en casa —me dijo—. En esta casa vive Octave Dodgson, primo octavo y lejano de Charles Lutwidge Dodgson, uno de los mejores creadores humanos. Supongo que conoce su talento...

—Lo conozco —le contesté a través de la sombra.

Abrió la puerta un conejo blanco de la misma altura que yo, que nos condujo a una sala donde había un joven sentado con las piernas cruzadas sobre un montón de almohadones. Solo pude suponer que se trataba del propio Octave Dodgson, de veintisiete años y tres cuartos. Estaba profundamente hipnotizado por el beso humeante de las drogas burbujeantes que aspiraba, con embocadura de experto, a través de la boquilla de un narguile. No hizo ningún comentario cuando Barleycorn me llevó hasta la escalera.

Subimos juntos al rellano donde esperaban tres puertas distintas. De una de ellas salía una canción titulada «The Walrus and the Carpenter», 'La morsa y el carpintero'. Sobre zapatos y barcos y lacre, cantada por la voz de una joven pero tan cargada de dolor que las notas parecían romperse en el aire. Barleycorn llamó suavemente a la puerta y luego la abrió de par en par cuando la música se detuvo. Entró en la habitación y mi forma de sombra lo siguió. El aire viciado olía a aliento mórbido y fétido.

—¿Sí? ¿Qué hay? —Triste y brillante voz...

Una chica de aspecto pálido y enfermizo, de pelo rubio lacio y un vestido y un delantal manchado de vómitos, de siete años y pico, estaba echada en la cama tocando débilmente una tortuga mecánica completamente rota.

—¿Qué quieres ahora, Barleycorn? —murmuró con voz quebrada.

—He traído a una persona real para que te vea —contestó Barleycorn—. Se llama Sibyl Jones y está ansiosa por hablar contigo.

—¿Eres tú, Alicia? —le pregunté.

Alicia solo podía toser y gemir. Creo que dijo algo como Do-Do-Dodgson, pero oí un ruido detrás de mí y cuando me volví a mirar, el conejo blanco estaba en el umbral. Pasó junto a mí, fue a un lado de la cama, se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, le cogió la muñeca a Alicia y empezó a contar en voz alta las pulsaciones de la niña.

—¿Cómo está? —preguntó Barleycorn.

—Apenas está aquí en realidad —contestó el conejo blanco—. Yo diría que le quedan unos días... —El conejo parecía muy triste al decirlo y Barleycorn estaba igualmente preocupado.

—¿Qué pasa aquí? —pregunté.

—Alicia se está muriendo —contestó John Barleycorn.

—¿Alicia en el País de las Maravillas? Pero seguro...

—Eso es lo que ocurre cuando el sueño se marchita.

—Usted me dijo que el sueño no podía morir.

—Un sueño no soñado es una fantasía agonizante, y parece que en estos tiempos nadie quiere soñar con la querida y dulce Alicia. Así que ya ve, Sibyl Jones, hay un espejo doble; la única manera de mantener a Alicia con vida es transportarla a la realidad a través del nuevo mapa. ¿Lo comprende ahora? Usted considera que la fiebre es una enfermedad, cuando en realidad, la fiebre es la salvación.

Alicia se echó a reír de una forma un tanto descortés y luego dijo:

—El camino es tortuoso.

—El camino es ciertamente complicado, mi querida Alicia —convino Barleycorn, y se volvió a mí—: Ahora puede ver lo desesperado de mi situación, ¿no, Sibyl?

Yo, con mi cuerpo de humo, no sabía qué responder. Veía ante mí a una querida compañera imaginaría de mis primeros años muriéndose por falta de un camino de sueño, y el potencial de aquella pérdida me hizo considerar aquellos tiempos de mi juventud en que me desesperaba que el sueño no pudiera llegar a mi cuerpo.

Barleycorn se acercó a mí, me puso las manos en los hombros y me habló muy suavemente:

—Usted ha demostrado una gran fortaleza, Sibyl, para ser una chica humana. —Ahora sus manos me tocaban los pechos de humo, resbalaban por el estómago y su cálido aliento me rozaba el cuello todo el tiempo—. Ha excitado a un triste viejo en su cansancio, pero ahora, me temo, la fiesta llega a su fin... —Y las suaves palabras acunaban, acunaban— Debe ceder a mis caricias...

—No puede hacerme daño —le dije somnolienta—. Soy una dodo en el Vurt. Todo dolor es ilusorio.

—Su hija también... debe morir al fin... —Acunaban, acunaban—. Es muy sencillo. Todos los dodos deben morir. Para que el sueño viva.

—No puede tocarme, sir John. Soy...

Sus dedos juguetearon dulcemente en mi vientre de humo y entonces se sumergieron en la boca de mi estómago, cerrándose en torno al negro escarabajo de mi dodonidad. Liberó al insecto contorsionante de mi estómago y lo sacó a través de la sombra hacia la luz.

—¿Esta es su protección, querida? —Blandió el escarabajo frente a mi rostro, riéndose de mí—. De verdad creo, Sibyl... que ahora ya puede usted dormir el sueño eterno. Y su hija también.

—No...

—Y así las dos están abiertas a mi deseo. Que consiste en llevarlas a la muerte.

—¡Déjela a ella en paz! —supliqué por la vida de mi hija, pero naturalmente, esto no produjo efecto alguno en Barleycorn. Se apartó de mi cuerpo sujetando al escarabajo negro por la punta de una de sus patas, como si pudiera dañar su carne de sueño. Parte de mí aún anidaba en el amputado escarabajo y eso me permitió albergar una pequeña esperanza hasta que empezaron las pesadillas, cuando Barleycorn invadió mi sombra recién abierta con sus malignas imaginaciones.

Sueños... yo estaba soñando sueños... sueños reales...

Me engulleron el dolor, y la sangre, y afilados cuchillos. Yo cabalgaba sobre un caballo canelo por una densa franja de pianos de niebla. Caía sobre pulpos, invadida por paraguas, cortada con pegamento de pantalones, dilatada hasta el extremo de mi reloj de piel por bicicletas punzantes y el clima de los peces.

O sea, que soñar era eso. Barleycorn me estaba matando con extrañas fábulas, la peor de todas las pesadillas, y mi sombra empezaba a contraerse por la intrusión. Yo no quería aquello, y en algún lugar, a lo lejos, muy lejos, sentía a mi Belinda protestar como yo.

Yo había empezado a menguar. Me iba. Me oscurecía. Me moría...

—No puede hacer esto, Barleycorn —le dije desde lo que quedaba de mi sombra.

Pero él se rió y blandió el escarabajo dodo un poco más para demostrarme mi debilidad. Y entonces me aferré a mi pequeña y desvaneciente sombra para hacer daño al señor de los sueños, si podía. Envié una lámina de tenso humo que aún anidaba en el escarabajo; una lámina que se envolvió en torno al brazo de Barleycorn y luego se impulsó con fuerza para arrebatarle el escarabajo de la mano.

Mientras tanto, los sueños terribles se congregaban en mi espíritu, amenazando con arrastrarme hacia abajo, a un mar color polilla de imanes de pollo y la risa de los martes alangostados.

Había liberado al escarabajo. Mi nariz de humo se rizó alrededor del cuerpo de Barleycorn hasta alcanzar a Alicia en su lecho de enferma. Sin tiempo para pensar, zambullí mi sombra en la boca de Alicia, llevándome conmigo al insecto. Ella luchó, resistiéndose un poco. Solo un poco, casi como si diera la bienvenida al final de su historia.

Barleycorn resolló, y fue agradable oír ese sonido. El resuello de un sueño.

El conejo blanco maldijo la propia historia que lo había acercado tanto al peligro. Se desvaneció por el umbral diciendo solo aquella frase suya tan recordada: «¡Qué tarde es! ¡Tengo muchíiisima prisa!».

Barleycorn se acercó a mí.

—¿Qué está haciendo? —Su voz estaba ansiosa por la duda.

—¿Qué le parece? —le respondí—. Matando a Alicia en el País de las Maravillas, nada menos. —Empujé el escarabajo más adentro, sin atender las débiles protestas de Alicia, a través de la estrechez de los músculos de su garganta hasta que pude alojarlo en su estómago—. ¿No es así como mató usted a Coyote? Ahora la querida y dulce Alicia sentirá el mismo aliento de asfixia. Con esta oscuridad lunática en su interior, este sueño morirá. ¿No es eso lo que usted quiere?

—No puede hacer eso —maldijo Barleycorn, intentando apresar mi sombra con los dedos. Pero mi sombra ahora era más fuerte que la carne del sueño, ayudada por la dodonidad, y sus dedos se cerraron alrededor de una vaga niebla. Todos sus malignos sueños aleteaban en mi cabeza como pájaros perdidos, asustados por una súbita debilidad, sin poder anidar...

—Todo esto es irreal —le dije—. Esto no es el País de las Maravillas y esta no es Alicia. Este mundo solo son los posos de su patética mente removiéndose en busca de su sustento.

—No... no la mate.

—Permítame volver, Barleycorn. Enséñeme quién es ella en realidad.

Barleycorn hizo ondear las manos en el aire y en medio segundo de ensueño estábamos de vuelta en el comedor. La lluvia seguía cayendo. Barleycorn estaba en su silla y yo dentro del cuerpo de Belinda. Coyote seguía hechizado con la carne en la boca y Jewel haciendo nudos de pescador con un gusano del arroz. Perséfone estaba echada en la mesa bajo la mano de mi hija. Aquella chica de las flores había hecho el papel de Alicia en el País de las Maravillas imaginado por Barleycorn. Belinda tenía a la chica agarrada por la garganta con una mano y de su otra mano fluía un río de sombrahumo que caía en la boca de Perséfone.

El insecto desconocido se apretaba profundamente en el cuerpo de Perséfone.

—Por favor... —La voz de John Barleycorn, por primera vez suplicante.

—Hágalo por su esposa, Barleycorn.

—Por favor... no desueñe a mi amor, no la arranque del sueño. Ella morirá con esa criatura negra...

—Por mi hijo —le dije fríamente—. Por la hija de Coyote. Por mi ciudad y mis amigos. Por Zero Clegg y Karletta la cachorrita y por el recuerdo de Tom Dove. He venido aquí a luchar contra usted, John Barleycorn, pero ahora me doy cuenta... he venido aquí a pedirle que nos salve.

Pasó una vida. Y luego, finalmente...

—¿Sabe qué es lo más triste, Sibyl? —dijo con una voz melancólica, teñida de pesar. Barleycorn se resignaba a dejar pasar el momento.

—Dígame qué es lo más triste —le respondí.

—Que no sé si estoy vivo o no.

—Creo que lo está.

—De todos los seres que hay sentados a esta mesa, usted es la más viva. Lo ha demostrado. A veces es difícil...

—Ya lo sé.

—Ser solo narrado por otros.

—Ya lo sé.

—Ser solo una columna de humo en la mente.

—Sí...

—Entonces, ¿eso es la vida humana, en el mejor de los casos? Me pregunto...

Empujé el escarabajo aún más hondo en el estómago de Perséfone.

Ella luchó débilmente contra el implante.

—Puedo matar a su esposa con este dodo, ¿no es cierto? —le dije a Barleycorn.

Barleycorn fue a atacar el cuerpo de Belinda, pero Coyote y Jewel estaban ya liberados del trance. Barleycorn se había debilitado en la batalla. Demasiada confusión y demasiadas historias que recolectar, y el maestro estaba liberando a sus prisioneros. Coyote hizo presa fácilmente del cuerpo de Barleycorn, retorciéndolo con sus zarpas gigantescas.

—Por favor... sea considerado —suplicó el apresado Barleycorn—. ¿Qué más podría ofrecerles?

Perséfone se sumió en un letargo bajo la influencia del escarabajo dodo.

—¿La cura para Jewel? —le sugerí.

—Y para todos sus compañeros sufrientes, sin duda, ¿verdad, gusanito?

—¿Podría hacerlo? —le pregunté.

—No me insulte. —Los ojos le relampagueaban—. Sé cuándo una historia está acabada. Por favor... devuélvame ese insecto. Estoy cansado, muy cansado de esperar, y el sueño se enfría a mi alrededor. Deje libre a mi esposa.

—¿Me dejará volver? ¿Detendrá la fiebre?

—Tendrá que enfrentarse a Columbus. El rey del taxi no estará ansioso por entregarle el nuevo mapa.

—Haremos lo que sea necesario.

—Eso significaría mantener a mi esposa fuera del mundo real.

—En cualquier caso, ella no puede sobrevivir allí, Barleycorn. Y usted lo sabe.

—Sí, lo sé. Los dodos son demasiado fuertes. —Miró anhelante a Perséfone—. Naturalmente, su madre se enfadará mucho. Deméter... a ella no le va a gustar que su dulce Perséfone se quede arraigada en el mero sueño. Deméter es muy poderosa, pero también muy estúpida; tiene una visión bastante limitada, me temo. Le gusta la idea de que su hija haga crecer flores en la realidad, pese al hecho de que la realidad puede hacerle daño a su hija. Ese fue el último trato que hicimos. Una tercera parte del año en el Vurt, dos terceras partes en la realidad. Usted tendrá que luchar contra Deméter y contra Columbus. Tendrá que persuadirlos a ambos. Prepárese... solo hay un camino por el bosque, y usted ya lo conoce. Yo hice que su viaje de ida fuera bastante fácil, pero la vuelta... No me gustaría tener que librar esa batalla. Sin mi ayuda, se extraviará. Tal vez podríamos hacer un pequeño trato.

—¿Dónde está Deméter? —le pregunté. Perséfone había caído en la inmovilidad bajo la presencia subyacente del dodo.

—Ustedes inventan las historias... pero no se las saben —continuó Barleycorn—. Deméter está en todas partes, en todo lo verde y cultivado; habita en el sueño y el soñador. En el Vurt y en lo real, ambos le ofrecen alimento. Es más fuerte que yo. Es la diosa del grano, de los cereales. Hasta los estúpidos cristianos siguen haciendo heno para ella en cada cosecha: diminutas balas de heno. Es bastante patético.

—¿De verdad curaría a Jewel?

—Solo hay una manera de que eso ocurra. En realidad, su hijo morirá dentro de dos días.

—Por favor, eso no.

—De todas formas tenía que perderlo. Ha comido, y Coyote también. Ahora son míos. La verdad, querida señora, creo que hemos quedado en tablas. Para que Jewel sobreviva, tendría que quedarse conmigo. Solo en el sueño podría curar yo un caso de fiebre tan avanzada. Y eso significaría hacer un intercambio.

—Lo que sea. —Liberé al escarabajo negro de mi mundo desconocido del cuerpo de Perséfone. Primero ella se agitó un poco, luego algo más—. Yo siempre residiré en este insecto, este virus —dije—. Y usted nunca me alcanzará ahí. Nunca. Y cuando necesite luchar contra usted, este escarabajo siempre estará dispuesto a encerrarlo.

Barleycorn suspiró, como si la luna lo cegara.

—Yo deseaba el mundo real. —Su voz era un susurro jadeante—. Ahora me encuentro atrapado como siempre. La realidad se cierra en torno a mi batalla. He perdido la partida. El dodo es demasiado hondo para mi beso. Pero quizá haya otra manera de hacer mi entrada. Una manera tal vez más segura. De pronto me invade cierto deseo. ¿Puede creerlo?

—Siga.

—¿Puedo follarme a su hija?

—¿Qué?

—Luego les aseguraré el paso, lo mejor que pueda. Lo siento. ¿La he ofendido, Sibyl? Por favor, entrégueme ese escarabajo.

Le tendí el escarabajo dodo a Barleycorn, que se abrió los pantalones y sacó una polla negra. Una historia contándose, desplegándose. John Barleycorn inclinaba a Belinda sobre la mesa. Sus manos llegaban hasta Jewel, se hundían profundamente. Su pene penetraba profundamente. La carne de Jewel estallaba en largos zarcillos de floraciones rojo intenso: Amaranthus caudatus. Una flor tropical. La oscura voz de Barleycorn:

—Si tuviera que llevarme a Jewel al corazón, tendría que dar una pieza a cambio.

—¿Qué daría?

—Ah, ya pensaría algo.

Su polla penetrándome, penetrando a Belinda...

Diciendo adiós a Jewel.

La flor que nunca se marchita.

Barleycorn entrando en mí, entrando en Belinda. Momento ardiente. Nos empujaba una polla de piedra a un estanque verde. Cupido orinando. El palacio fundiéndose. El pelo de John Barleycorn elevándose en un enjambre azul. Un tránsito oscuro; árboles susurrando palabras a nuestro alrededor mientras atravesábamos pasajes de frutos. El bosque estaba vivo. Imágenes...

Perdidos en el jardín laberíntico. La luna apagada por las nubes. Oscuridad y dulzura. Sombras chorreantes. Los setos crecían con fuerza a nuestro alrededor, cerrándose como el hueco entre las piernas de una mujer. La luna escondida. La oscuridad deslizándose. Coyote desvaneciéndose entre las hojas.

—¡Coyote! —Era mi voz—. ¡No te pierdas, Coyote!

Luciérnagas y gusanos de luz abrían el camino a través de un nudo de amor. La ira de una mujer me susurraba desde todos los rincones y recodos: el laberinto se cerraba. Mi sombra se inclinaba. El mapa de mi hija transformándose en nuevas formas, cambiando a cada momento...

Barleycorn era...

... un camino a través de lo intrincado...

El mapa de Manchester de la cabeza de mi hija se estaba convirtiendo en el mapa del laberinto.

Barleycorn nos ayudaba. Yo leía los enmarañados pasajes a medida que se filtraban a través del cuerpo de Belinda.

—¡Por aquí, Coyote! —le dije—. No te alejes.

Y los setos corriendo, mientras yo dirigía al grupo. Hasta... hasta...

Un agujero en el muro. A través...

El lago negro rielaba ante nuestros ojos. No había rastro de la barca ni del barquero. Detrás de nosotros, el sonido de ramas azotadas por el viento. La orquesta tocaba, a lo lejos, con una lenta y hábil interpretación de «Michael, Row Your Boat Ashore», 'Michael, boga tu barca hasta la orilla'.

—¿Y ahora qué, Belinda? —preguntó Coyote.

Hice que mi hija diera unos pasos, hacia las frías, frías aguas.

—Creo que a nado.

—No.

—¿Qué alternativa tienes, Coyote?

Una maligna sonrisa en los dientes.

Qué día había tenido. ¡Qué día! Caronte se estremeció. Se sentía engañado. Se erguía tan alto y estirado como podía, lo cual no era fácil en una barca bamboleante. ¿Se creía la gente que aquel era un trabajo fácil? Barquero del lago de la Muerte... ¡les convendría probarlo un día! Jugueteó con las pocas monedas que había logrado recolectar en la última semana. Las guardaba en un zurrón bajo la cogulla. Tintinearon ligeramente. ¡Patético! ¿Cómo tenía que subsistir un pobre barquero del lago de la Muerte en aquellos días? Y ayer... No, no quería ni pensarlo. Aquel grupo tan extraño. Naturalmente, había tenido grupos extraños otras veces. De hecho, si pagaban por aquella pluma, tenían que ser extraños por fuerza. Pero ¡ni un óbolo! Ni un penique. Aquel personaje perruno tan grande. La chica desnuda con los mapas. ¡Y aquel... aquel bulto... aquella cosa! Y agarrado al barco. ¡Ag! Horrible. Enseguida había empezado a decirles que se fueran al infierno. Sin óbolo, parecía mentira. Ni siquiera habían oído nunca la palabra. Qué desastre. Y luego... luego... aquella orden de John Barleycorn...

Detrás de Caronte, la banda había empezado a tocar.

¿Qué?

Caronte se volvió torpemente, casi volcando la barca. ¡Sí! ¡AI fin! Llegaba alguien. Pasajeros. Porque la banda solo tocaba cuando se esperaban pasajeros. Pero ¿qué estaban tocando? Algo nuevo y espantoso. Horrible tortura. Uno de aquellos días, remaría hasta la isla y... y... y... bueno, ahora no importaba. Volvió al bosque. ¡Sí! Oía a Cerbero aullando para que sus diversas piezas se reunieran. Se esperaba a alguien. Muchos óbolos, eso esperaba Caronte. No como el día anterior, en que había recibido una orden del propio John Barleycorn: aquel grupo pasaría gratis. ¡Gratis! ¡Pasaje gratis! Nunca había oído cosa igual. Esta vez no iba a ocurrir. Esta vez Caronte cobraría. Se irguió, extra alto, extra delgado. Con su mueca amenazadora. La cogulla impecable. ¡Perfecto!

Oh, por favor, oh, por favor, oh, por favor... que pasen a Cerbero. Que lleven pasteles de harina y miel...

Un ruido tras de sí. Sonaba como...

¡No!

Se volvió de nuevo, esta vez demasiado deprisa. La barca osciló. ¿Qué era aquello? Había algo en el agua, a través de la niebla, como... sonaba como... volvió la cabeza, intentando ver mejor. Parecía una barca. Como una puta piragua o algo así.

—¡Eh! —gritó—. ¡Este puto lago de la Muerte es mío! ¡Tengo los derechos exclusivos para navegar por este lago! ¡Fuera de mi lago, joder!

La barca siguió acercándose. Ahora veía claramente que sí era una barca, una puta piragua. Estaba pintada de blanco y negro. Manchas negras sobre fondo blanco. Y había alguien remando hacia su muelle. Su muelle, joder.

—¡Aquí no pueden desembarcar! —gritó.

Y entonces vio quién era el remero solitario. ¡La chica! La de la mañana anterior. Aquella desnuda y tatuada con mapas. Aquello era demasiado. Demasiado. ¿Estaba haciendo el viaje de vuelta? Nadie podía...

—Qué hay, Caronte —dijo la chica mientras acercaba la barca al otro lado de su muelle—. Échame una mano.

¿Cómo? De ninguna manera pensaba ayudarla. Por él, podía perfectamente caerse al agua. Pero ella ya había saltado al embarcadero y ahora la...

¡Mierda, joder!

La barca estaba saliendo del agua. Los dos remos ya habían chocado contra el muelle. Caronte observó con sorpresa cómo de aquellos remos brotaban dedos de madera, como ramas, ¡como garras! Grandes y fuertes manos de madera brotando de la cubierta, agarrándose a los maderos del embarcadero, llevando un cuerpo de grueso tronco a tierra. El cuerpo de aquel puto perro de la mañana anterior, liberándose de la forma de barca. Aquello ya era realmente demasiado y el barquero retrocedió ante la cara sonriente y moteada de Coyote que se acercaba.

—Bonito lago, Caronte —dijo el perro—. Un buen paseo.

Y luego, un buen empujón de la zarpa moteada y el barquero se tambaleó hacia un costado y cayó al agua.

La pequeña provisión de óbolos hundiéndose en el limo...

El tiempo avanzando por un bosque de pinos.

Después, Cerbero estaba acuclillado en su claro de estiércol, aullando a la sonriente luna y luego ladrando al grupo que estaba un poco más allá.

—Aquí os dejo, Belinda —nos dijo Coyote.

—¿Qué?

—Mi trayecto se ha acabado.

—¡Coyote!

Cerbero abofeteaba el aire y gruñía, invadido por una tensa y giratoria locura en cada una de sus cabezas. Pero a Coyote no le preocupaba aquella exhibición de dientes chorreantes.

—Ha llegado el momento, preciosa. —Su intenso aliento cálido en el rostro de Belinda—. Este perro moteado ya está muerto. Voy a reemplazar a ese monstruo.

—Pero...

—No hay peros. La carretera sigue desplegándose. ¿Vas a cogerla ahora? ¿Me pagas el viaje?

—Ya lo capto —contestó Belinda—. Te lo pago...

Un beso del florido sabueso. Con la boca abierta y anhelante, llena de sabor a menta y a fuego. Luego, Coyote retrocedió hacia el claro. Cerbero se acercaba a él, las fauces abiertas. Coyote le dijo a aquella cabeza de perro que se fuera a tomar por culo en su propia mierda. Yo no quería mirar, ni Belinda tampoco. El ruido de las zarpas hundiéndose en la carne mientras nosotras nos escapábamos hacia el bosque.

Lejos. Corriendo...

En el bosque, el reluciente taxi negro de Coyote apareciendo entre los árboles. La luna brillaba para el mapa, radiante de polen. Encontramos el camino. Era fácil avanzar, mantener la sombra calmada en el cuerpo de Belinda. Un ladrido maligno a nuestras espaldas. No te preocupes, hija. Por favor, sigue andando. Una brisa fresca soplaba entre las hojas. Agradable. Era un aliento tierno. El taxi negro estaba finalmente ante nosotras. Vi un espejo resplandeciente, la luna atrapada en su abrazo cristalino. Suave, sin problemas. Solo unos pocos pasos por aquel claro y...

La luna de polen se eclipsó en el espejo.

Oscuridad repentina. Ojos cegados. Por favor, no...

El bosque retorciendo raíces y ramas a nuestro alrededor, creando un desorden sólido. El taxi había desaparecido. Los árboles se cerraban sobre nosotros. La luna moría en la tristeza y el mundo era solo un estrecho claro en medio de un bosque descendiente. Las hojas estaban húmedas y sombrías, como mojadas por la lluvia. Pero no había lluvia en el bosque, así que aquella humedad no era más que lágrimas. El bosque sollozante. Y yo conocía aquel dolor, sabía distinguirlo. Era el dolor de una madre. Aquel bosque era la madre de Perséfone. Deméter...

Entonces aquel bosque me habló, con palabras hechas de hojas:

—No lo permitiré. Perséfone es mi única hija. Ella es mi vida. Necesita aire. Tiene que volver a respirar, el aliento de la Tierra. ¿Me oyes? ¿Te importa? Tú te consideras madre y permites que tus hijos mueran, ¿qué extraña naturaleza es la tuya?

El mundo se volvía más pequeño, los árboles se arrastraban hacia dentro, presionaban la carne de Belinda con agudas espinas. El dolor inyectándose en la sombra.

Aquello no estaba bien. No era lo que yo quería.

—Belinda...

Una voz. Una joven voz de flores. Pequeños capullos de rosa brotando de las ramas, justo allí, donde nos esperaba el taxi. Era la voz de Perséfone.

—Por aquí, Belinda, por favor —decía la voz, y luego—: Por favor, mamá. —Como si quisiera complacer a todo el mundo. Los capullos rosas estallando, abriéndose aceleradamente; flores rojas como el rubí creciendo entre las enmarañadas ramas de Deméter. Flores sangrantes de amor—. Mamá, por favor, hazlo por mí. Si tengo que volver al mundo real, me moriré.

¿Por qué me ayudaba Perséfone? ¿Por qué? Las hojas de Deméter crujían con el viento, se volvían doradas como la luna, como si el otoño se hubiera avanzado, y luego caían flotando hasta el suelo del bosque, entre la maleza. La voz triste de una madre desmoronándose. Una madre rindiéndose ante los deseos de su hija. ¿Era aquel el sacrificio? Flores rojas vibrantes abriéndose hasta llenar de granos los ojos de Belinda, y Belinda floreciendo a través de aquel halo de pétalos, aterrizando en el taxi negro. Yo no preguntaba ya el porqué ni el cómo, solo hice girar la llave que Coyote había dejado en el contacto. Un frío giro del motor, chisporroteando para nada. La llave otra vez. La llave, la llave, la llave. Las entrañas del taxi tan lentas como la muerte. No había fuego en aquellos intestinos negros. Ni manera de volver a casa. Girar y girar la llave...

Frío estremecimiento. Motor muerto. Por el parabrisas vi que el capó se había abierto al chocar contra el tronco de un roble. Reventado. No había solución para aquel taxi negro, ninguna posibilidad. Golpeé el volante con los puños, como si así pudiera volver el taxi a la vida. Dios mío, ¿había reanimado a mi hija muerta y no podía poner en marcha un taxi muerto?

—A ver, déjeme a mí —dijo una voz a mi lado. Y al volverme. ..

John Barleycorn estaba sentado en el asiento del pasajero, con el escarabajo negro dodo en una mano mientras que con los negros dedos de la otra hacía girar la llave de contacto.

—Creo que puedo arreglarlo —dijo. El pelo le danzaba, serpenteaba por el taxi, me rozaba la cara con suaves susurros. Entonces vi claramente que estaba compuesto de un denso enjambre de moscas, pero su contacto no me repelía; encontraba en aquellas suaves alas la caricia de un amor afligido.

—¿Por qué nos ayuda? —le pregunté—. Ha hecho que Perséfone y Coyote nos abrieran camino. ¿Por qué? Hace un momento solo quería matarme.

El cómo y el porqué de una muerte ahorrada por poco.

—Ya lo descubrirá —contestó Barleycorn—. Las leyes de intercambio, Sibyl. La vieja carretera está cerrada a mi esperma. Este es mi nuevo camino hacia su mundo.

—Se ha quedado a Jewel —le dije—. ¿Qué me da a cambio?

—Hay una historia de plumas que se contaba en la antigua África, la historia de un joven guerrero que quería tomar por esposa a la hija del jefe. El jefe le dijo al guerrero que primero debía matar a un león con las manos, solo entonces podría casarse con ella.

—¿Qué quiere decirme?

—La fiebre es el león. Usted lo descubrirá. —La misma sorda respuesta—. Usted ha demostrado su valía. Siga conduciendo.

—¿Qué?

—Ahí lo tiene...

El motor del taxi negro volvía a la vida mientras John Barleycorn se inclinaba a besarme. El beso tenía mil sabores. La muerte, la vida y las plumas verdes, todo mezclado.

Oí un ruido en el asiento de los pasajeros.

—¿Qué coño pasa aquí, Barleycorn?

Barleycorn se separó del beso y se volvió para mirar al nuevo pasajero.

—Llega tarde a la fiesta, amigo mío.

Yo también me volví a ver quién era.

Columbus...

—Me prometió un nuevo mapa, Barleycorn —dijo Columbus—. Ahora quiere parar la fiebre.

—No se enfade, Columbus —fue la respuesta de Barleycorn.

—¿Que no me enfade? He luchado toda mi vida para llegar hasta aquí y me dice que no me enfade. Aún no he acabado el nuevo mapa. Tal vez usted esté olvidando el poder que tengo, Barleycorn. Yo controlo los caminos entre los mundos. Y esta chica no va a volver a la realidad de ningún modo.

—Necesito a esta mujer para que me ayude a crear el nuevo mundo.

Columbus se echó a reír.

—Esta carretera está cerrada. —Y luego añadió—: ¿Qué es ese ruido?

Yo también lo oí, un suave serpenteo por el aire, en todas direcciones.

—¡No, Barleycorn! —chilló Columbus—. No me haga esto...

Y entonces todas las ventanillas del taxi se rompieron mientras cuatro balas volaban juntas hacia un único objetivo, a toda velocidad. Las cuatro penetraron en el cráneo de Columbus, por su norte, su sur, su este y su oeste. Él volvió a gritar y luego le explotó la cabeza. Una corona de espinas. El taxi negro era un mapa salpicado de sangre.

—Ahí tiene, Columbus —susurró Barleycorn—. Las balas vuelven a anidar a casa. Es el fin de su historia. ¡Excelente final!

—¿Lo ha hecho usted, Barleycorn? —le pregunté.

—¿Por qué? Habría que ser una poderosa criatura para hacer una cosa así. ¿Por quién me toma? —Se rió y se acercó más a mí—. Venga a visitarme, Sibyl.

—¿Qué me dice de Jewel? ¿Y Coyote? ¿Cómo sobrevivirán?

—Sobrevivirán. Y cuando esté lista, usted también. Pasaje libre. Un vaso de vino. ¿Me oye?

—Devuélvame el insecto.

John Barleycorn me puso el escarabajo dodo en los labios. Yo me lo tragué entero.

Otra vez no tenía sueños. El aleteo en el estómago. Gratitud.

Final de la lucha.

Y entonces el taxi avanzó en un espacio libre, bajo mi control de Belinda. John Barleycorn se desvaneció del asiento del pasajero. Solo quedó el aliento cálido de su boca de labios oscuros. Miré hacia el bosque por última vez. La luna era un grano brillante de polen, y las hojas de corazón negro temblaban contra los límites del jardín, señalados por las columnas de piedra con sus ángeles gemelos, el chico y el perro. ¡Dios mío! Al fin recibía el mensaje: las leyes del intercambio.

Claro... Belinda había tenido dos amantes.

¡Cristo! ¿Cómo podría enfrentarme a aquello? ¿Cómo podría hacerlo Belinda?

Encontré un paquete de Napalm en la guantera. Me puse uno en la boca, lo encendí, leí el mensaje: FUMAR NO ES BUENO PARA LAS MUJERES EMBARAZADAS, REPETIMOS, NO ES BUENO. LA HIJA MUTANTE DE SU MAJESTAD.

Bueno, una última calada. Taxi negro deslizándose hacia casa...

Casa. Manchester. El nuevo mapa convirtiéndose en el viejo mientras yo viajaba hacia atrás. La fiebre amansándose contra los contornos del amor. El taxi negro viajando a Saint Ann Square, donde la gente ya bailaba en el aire celebrando la remisión de la fiebre. Roberman estaba allí aparcado, casi como si hubiera estado esperando nuestro retorno.

Salí del taxi en el cuerpo de Belinda y caí en los brazos del roboperro conductor.

—¡Belinda, lo conseguiste! —ladró Roberman a través de la sombra.

—¡Sí! —suspiró Belinda—. Lo hemos conseguido.