4

Se despierta.

Abre los ojos a una marea de luz amarilla que cae de arriba. Tiene el cuerpo agitado por sobresaltos convulsivos. El cuerpo… Pero ¿qué cuerpo? En el resplandor amarillo intenso sus ojos sólo perciben un bombardeo de bolas grises que llueven sobre él, rebotan y cabalgan unas encima de otras.

Aúlla… o, más bien, cree aullar. Pero de la boca distendida no le sale más que una queja silbante que acaba en un lastimoso sonido chillón. Siente ahora, en la piel y en la carne, la mordedura de mil dientecillos voraces. Su piel se rasga bajo los múltiples mordiscos y siente cómo su propia carne se despega bocado a bocado. Los roedores están a la tarea sobre su vientre, sus piernas, su torso y sus brazos.

Alza una mano debilitada y abre otra vez la boca para lanzar un alarido de desesperación que no le pasa de la garganta. Lo que tiene ante los ojos no es su mano de carne sino el esqueleto de una mano sobre el que aún se adhieren algunos jirones de piel ensangrentada.

¡Ya no tiene cuerpo!

Las ratas lo devoran vivo, hormiguean dentro de sus vísceras, merodean bajo el arco de su caja torácica y se cuelan en la cavidad de su cráneo.

Y todo eso sin dolor… o casi. Como un cosquilleo irritante que recorre sus nervios en largas oleadas entrecortadas.

—¡Basta!, grita sin ruido con la garganta de huesos secos.

La marea amarilla refluye y se abre como la nave de una catedral dividida en dos por la luz tamizada de los vitrales.

Tiene el cuerpo ligero, ligero… Se ha librado de las ratas, se ha librado de la piel y la carne y se endereza, sube, sube libre de peso.

Piensa: Estoy muerto… y se despierta.

De verdad.

Salió del sueño con el cerebro todavía lleno de la aterradora visión de lo que había soñado y parpadeó un momento bajo el asalto tranquilo y fluido de la marea amarilla. Se enderezó y se puso una mano protectora ante los ojos a medio abrir. La agresión luminosa paró y superficies y volúmenes se pusieron en su sitio.

La luz era sencillamente la del día que entraba a raudales por la ventana y por la grieta del techo. Se enderezó completamente en la cama y rechazó las sábanas hacia abajo.

¡Dios mío!, murmuró. Ese sueño…

Todavía notaba mil mordiscos a flor de nervios. Era tan real que… Pero ¿de verdad no había habido ratas?, pensó sutilmente al mismo tiempo que lo atravesaba de nuevo una difusa ola de miedo, como la electricidad de una tormenta lejana.

Se estremeció y se pasó la mano, ligeramente temblorosa, por el pecho huesudo, a través del escote del pijama. Miró a su alrededor por la habitación. Pero no vio nada sospechoso ni en las paredes con papel azul desvaído, ni en el suelo de madera sin pulir ni en la puerta prudentemente cerrada.

Incómodo, se levantó de pronto. Tenía los pensamientos extremadamente confusos y una niebla se estancaba en su cerebro velando los recuerdos recientes.

Tenía las piernas colgando hacia el suelo pero seguía sentado de lado al borde de la cama, escuchando…, no sabía qué, que pudiera venir de fuera o, simplemente, de dentro de su cabeza. Sus cejas se juntaron y un pliegue vertical le dividió la frente en dos.

He soñado…, pensó. Pero antes del sueño… ¡Había ratas, ratas de verdad! Estoy seguro…

Algunas imágenes pasaron por su mente como fantasmas desdibujados. Andaba por el pueblo y lo perseguía una negra marea de ratas. ¡Sí! Otra vez notaba, casi físicamente, una intensa impresión de espanto ante el asalto de los roedores, ante la invasión de los voraces animales.

Pero si hubo ratas, ¿qué había sido de ellas?

Quiso estar seguro, fue hasta la ventana y la abrió de golpe. La calle resplandecía apaciblemente iluminada, las fachadas se alargaban a derecha e izquierda y las aceras sin misterio desfilaban paralelamente a la calzada desierta.

Se cogió la cabeza con las manos. Ahora sus ideas se reajustaban rápidamente. Se acordaba de la víspera, de su toma de conciencia en esta casa llena de muertos, de su vagabundeo por el pueblo lleno de cadáveres, del asalto de las ratas, de su huida, de…

¿Y después?

Había debido caer de fatiga en la cama y dormirse.

Corrigió esta idea; aun así había tenido tiempo de desnudarse y ponerse un pijama. Era raro… ¿Es ésa la conducta de un hombre acosado por una multitud de feroces roedores? Por otra parte no se acordaba de nada. Había vuelto a la habitación con las ratas en los talones y después… El agujero, las sombras y el silencio.

Dejó el apoyo de la ventana con el oído alerta. Pero no vino ningún ruido a traerle una señal de vida cualquiera si la hubiera habido fuera. Las ratas habían desaparecido, quizá tragadas por las profundidades, del subsuelo que las vomitaría otra vez cuando a ellas les pareciera bien. Pero… ¿y los cadáveres que vio la víspera asaltados por los roedores?

Tenía que saber, tenía que volver al mundo. Se quitó el pijama, se puso los calzoncillos, los pantalones, la camisa, los zapatos —toda la ropa que encontraba ordenadamente colocada sobre la única silla de la habitación y que no recordaba haber dejado allí.

Dudó un momento antes de hacer girar el picaporte. Pero cuando empujó el batiente ante él sólo vio la dulce penumbra del rellano. Bajó los crujientes escalones y tuvo la respuesta pasado el primer tramo de escalera.

La luz era más viva que el día anterior —quizá el cielo se había suavizado, pero no se fijó en ello de momento— y la caja de la escalera era ligeramente menos sombría que en su primera inmersión por el abismo de una casa extraña. En mitad del segundo tramo de peldaños vio cómo los huesos relucían dulcemente.

Continuó bajando sin ser presa de ningún sentimiento especial. Ahora se sentía verdaderamente al margen, ausente y como flotando.

Se puso en cuclillas, palpó la curva del cráneo, puso un dedo en una órbita, recorrió con la palma de la mano el seco terciopelo de un húmero y las elipses paralelas de las costillas. El hombre había sido limpiado con meticuloso cuidado y su esqueleto estaba neto, seco, limpio y fresco. Podía estar en la escalera desde hacía años y de su ropa sólo quedaba una pulpa esparcida que un soplo dispersaría.

Se alzó despacio, saltó por encima del esqueleto enroscado en los peldaños y siguió bajando hasta el vestíbulo de baldosas marrones y blancas.

Otra vez visitó las habitaciones que había descubierto la víspera. Y todas encerraban la misma visión; cuando pasó por el cuarto de baño, los huesos bien construidos de la mujer que reposaba en el suelo se enmarcaban en la puerta a medio abrir y él no consideró necesario seguir más adelante. En la gran habitación cuyos postigos había abierto, los dos cuerpos estaban extendidos en la gran cama, pero únicamente dos cráneos sonrientes salían de las mantas, dos cráneos limpitos, alineados sobre las almohadas como para una presentación macabra. Durante un momento se preguntó si habría quedado algo de carne entre las sábanas. Luego llegó a la habitación del niño pero no se quedó más rato que en las otras; sólo había un esqueletito cuya mano, de carpos y falanges descargados de toda carne, todavía apretaba el cochecito rojo.

Se recobró sentado en una silla de la cocina y acodado a la tabla que relucía a la luz matinal que caía en el hule anaranjado. No pensaba en nada. Ni siquiera en que hubiera podido compartir la suerte de los cadáveres durante su extraño sueño. Simplemente dejó pasar el tiempo sobre el insondable misterio de su propia existencia y fue su cuerpo prosaico el que lo sacó del letargo: tenía hambre.

Podía parecer extraño, pero no había comido absolutamente nada el día anterior. Se dijo que debía estar en una especie de estado secundario, quizá provocado por su amnesia, que había tenido sus funciones físicas en letargo. Porque tampoco había tenido necesidad de orinar…

No obstante su organismo empezaba a funcionar ahora normalmente. De pronto sintió ganas de café. Se levantó y abrió al azar un armario empotrado en el muro que había frente al fregadero. El armario estaba vacío y desnudo a excepción de dos objetos: un bote de Nescafé y una caja de azúcar.

Tomó el bote y la caja y los llevó a la mesa. En el aparador, cuyas puertas abrió una tras otra, había varios vasos, varios platos, varios cubiertos, dos cacerolas y una sartén. Era muy poco teniendo en cuenta que la casa había albergado a cinco personas por lo menos. Pero estaba decidido a no plantearse preguntas.

Por lo tanto cogió un bol y una cuchara y puso un poco de agua en la cacerola. No había leche en la cocina y el frigorífico —lo comprobó— sólo contenía dos botellas que no llegó a tocar. No funcionaba, lo que era raro; la electricidad debía estar muerta en la casa, en la aldea, en el país, quizá en el mundo…

Como la primera vez, el agua tardó mucho tiempo en salir y cayó como a regañadientes en la cacerola con un ruido crepitante.

Después se quedó varios minutos con la cacerola en la mano sin saber qué iba a hacer ahora. En la cocina sólo había un fogón de carbón.

De todas maneras apartó una de las tapaderas de hierro. En el hornillo había papeles, ramillas y dos leños preparados para encenderlos. Pero ¿encenderlos con qué? ¡Con cerillas! Y había precisamente una caja sobre un ángulo del fogón. Una caja completamente nueva con etiqueta roja, una caja tan nueva como todo en esta cocina que brillaba como el sol.

Pero ¿para qué asombrarse más? Se había parapetado contra este sentimiento pegajoso. En seguida rugió el fuego en el hornillo y en seguida se bebió el café a tragos pequeños que pasaban por su paladar gorgoteando. Le quemó agradablemente, pero era insípido y sin gusto.

Se levantó.

Tenía cosas que hacer. Montones de cosas… que se traducían en conceptos muy sencillos; intentar comprender, intentar saber y explorar ese mundo del fin del mundo en el que estaba oculta la clave de su pasado.

En seguida estuvo en el vestíbulo, volvió a abrir la pesada puerta de vidrios esmerilados y se lanzó a la acera con una ausencia de prisa propia de la pesadez interior que se había posesionado de él.