14

Las voces dialogaron por última vez.

—Las estéreo-grabaciones están clasificadas y almacenadas, Primero.

—Muchas gracias, Tercero… Así termina la operación Acna-3 ¿Está satisfecho el historiógrafo?

—Muy satisfecho, Primero. La operación Acna-3 es uno de nuestros mayores éxitos. El último estereocuarzo es de una calidad excepcional. Visualización, resonancia emocional, síntesis eventual… El conjunto es un documento único sobre el final de una civilización.

—Pobres hombrecillos… pobre y pequeña Acna-3…

—Esas criaturas… Usted se había encariñado con ellas, ¿no es cierto, Primero?

—¿No se encariña uno siempre con cada manifestación de inteligencia? ¿Con cada manifestación de la vida? El universo es inmenso, sin duda, Tercero, pero usted sabe como yo qué escasa es la vida… ¡Y menos aún la inteligencia! Cuando tenemos la gran dicha de poder entrar en contacto con representantes de una especie pensante, la curiosidad cambia en seguida a simpatía, a amor…

—¿Incluso cuando tales representantes no son más que una reproducción del simulatrón? ¿Incluso cuando pertenecen a una especie tan estúpida como para llegar a suicidarse?

—No hablemos de estupidez, ¿quiere? La inteligencia es un arma de doble filo. Es un instrumento dialéctico. Quizá siempre lleva consigo los gérmenes de su potencial destrucción… Algunas especies consiguen dominarlos, pero otras se dejan invadir por ellos y se destruyen. ¿Quién puede pretender que la Colmena está al abrigo de un latigazo regresivo? ¿Que no corre el peligro de desaparecer por culpa nuestra? Hay que guardarse de los juicios apresurados e irreflexivos. Hay que intentar comprender, hay que aceptar, hay que amar.

—Entonces, ¿usted ha amado a esos dos hombrecitos?

—Todavía los amo. Seguirán en mi alma tanto tiempo como sigan en esa célula de activación del simulatrón.

—¿Durante la eternidad?

—La eternidad es una noción subjetiva, Tercero. Pero se puede decir así, sí: durante la eternidad.

Las voces callaron.

Pero desde luego nunca había habido voces ni boca para modularlas.

El mar batía contra la playa y desenrollaba por la arena los ovillos de lana roja que albergaban miríadas de criaturas microscópicas que se reproducían mucho más deprisa de lo que morían. Un cangrejo oscuro emergió, con las pinzas hacia delante, de un profundo charco cavado en una roca negra y plana que la marea llenaba periódicamente. Las antenas del cangrejo se agitaron; sus ojos pedunculados dieron vueltas alrededor de su soporte y se estabilizaron dirigidos hacia delante.

Más atrás, la selva rumoreaba a impulsos de un ligero viento persistente que venía del mar. Se separaron los matojos del lindero y surgió un jabalí armado de cuatro seudodefensas largas y recurvadas, seguido de tres hembras con el hocico desarmado y el pelaje más claro. El gran macho trotó algunos metros por la arena, escarbó, olió el aire y lanzó tres gruñidos. Las hembras se apretaron a su alrededor con el rosado morro alzado hacia el horizonte marino.

Un cormorán azul, con el pico dotado de una doble hilera de agudos dientes inició un resbalón por el ala y se lanzó a la playa en vuelo planeado en medio del silbido del aire que hendía su empenachado fuselaje. Cuando estaba a veinte pasos del suelo agitó bruscamente las alas y volvió a elevarse en línea recta con un largo y agudo grito coreado por un centenar de congéneres que revoloteaban junto al recortado techo de nubes.

Abajo, en la playa, una amplia circunferencia de arena se iluminó de pronto como si hubiera brotado de las nubes una columna de luz solar para venir a posarse en aquel sitio. Pero no era un rayo de sol. Era una irisación autónoma del aire que formaba una cúpula muy plana en cuyo volumen vibraron un momento algunas sombras fugaces, pero con demasiada rapidez como para que el ojo de cualquier criatura pudiera percibirlo claramente.

El cangrejo hizo sonar las pinzas y retrocedió hasta el charco en el que penetró en sus tres cuartas partes, dejando emerger únicamente el caparazón, como una larga hoja enmohecida de la que brotaran cuatro ramillas móviles. El jabalí sacudió la cabeza y gruñó; las hembras, inquietas, bailaron a su alrededor; una de ellas dio la vuelta y desapareció en la espesura. Ahora los cormoranes piaban sin descanso mientras estriaban el cielo en círculos entrelazados cada vez más próximos entre sí.

En la playa, las sombras vibraron con más intensidad dentro del círculo luminoso. Deprisa, tan deprisa que ya no hubo más sombras; sólo una burbuja de luz incandescente que iluminó brevemente el contorno, arrojó puntitos de oro a la espuma de las olas e hizo resplandecer las hojas de los árboles del lindero antes de apagarse dejando en el suelo un rastro vagamente fosforescente que tardó varios segundos en desaparecer.

Lentamente, con precaución, agitando las antenas y los pedúnculos oculares en todos los sentidos, el cangrejo volvió a salir del charco, avanzó por la playa y corrió torpemente hacia la izquierda y hacia la derecha antes de inmovilizarse otra vez con los ojillos negros reluciendo como bolas de carbón pulido. El grueso jabalí de pelaje tieso y oscuro se movió hacia el mar resoplando, luego afirmó el paso y, trotando alegremente, dio los últimos pasos que le quedaban para llegar al mar. Las hembras no tardaron en seguirlo y todo el grupo se hundió en las olas para darse un baño ruidoso y torpe. Los cormoranes dejaron de piar uno tras otro; el gran pájaro con alas moteadas de puntos gris-azul inclinó la cabeza a la derecha, a la izquierda, otra vez a la derecha, y luego se lanzó en una larga espiral que bajaba hacia la playa. Tocó tierra separando las alas todo lo posible —envergadura: un metro cincuenta— para estabilizar el cuerpo, y enderezó el cuello con los ojos atentos y el pico entreabierto mostrando sus dientes de animal carnívoro.

Pero nada había que lo pudiera inquietar porque la playa había recuperado su aspecto de siempre.

Ciertamente había habido alguna cosa.

Pero se había ido.