Dallas
Es sábado por la noche, y las lluvias torrenciales que han estado asolando la ciudad durante varios días han provocado cortes en las carreteras y en el suministro de la luz. Nada que a ninguno de los presentes en este viejo bar en mitad del páramo nos afecte demasiado. Los generadores independientes garantizan que la buena música seguirá sonando y que la luz mantendrá la misma intensidad en la sala principal; mientras que los recovecos y rincones donde las parejas de una noche dan rienda suelta a la pasión continúan convenientemente en la semioscuridad. La cerveza sigue siendo servida fría a cualquier adolescente con carné falso que aparezca por la puerta, así que no comprendo por qué tantos clientes han decidido quedarse en sus casas. Tomo un sorbo de la cerveza que Christel, la camarera de pechos enormes siempre a medio salir del corsé, me ha servido con una pícara sonrisa. No es la primera vez que me obsequia con una, y tampoco será la primera que obtendrá a cambio un buen revolcón cuando haya terminado su turno. Eso siempre y cuando ninguna otra chica que esté mejor aparezca por la puerta. Lo que es apetecible, pero poco probable. La lluvia sigue cayendo incesante, así que solo algunos valientes se han atrevido a tentar la suerte y atravesar el páramo con sus Harley para llegar hasta el bar. En mi caso, no tengo muy claro si es valentía o que, simplemente, prefiero estar en el bar a aburrirme escuchando la lluvia romper contra los cristales de mi caravana. Al menos aquí tendré la opción de desahogarme con alguna chica de las que frecuentan el bar, o con Christel, la ardiente camarera que acaba de servirme otra cerveza de propina… intuyendo que hoy será la elegida. Se la agradezco con otra media sonrisa. No tengo necesidad de más para conseguir lo que quiera de ella. Es un hecho que las chicas me desean; también que yo me dejo desear. Tampoco es que haya mucho más que hacer en esta ciudad, de la que a veces quiero escapar con mi Harley según un plan que jamás llego a ejecutar; quizá porque algo me dice que mi historia aquí no ha terminado, quizá porque temo que fuera de aquí me espera lo mismo. Hace tiempo que estoy cansado de todo, así que, hastiado de mis pensamientos, jugueteo con la cerveza hasta que el silbido poco discreto de uno de los chicos de mi pandilla me hace girarme en dirección a la puerta. Una chica acaba de entrar por ella. Sus largos cabellos rubios se pegan mojados sobre rostro, cuello y pecho, marcando unas facciones tan dulces como asustadas, entre las que destacan unos ojos azules claros como un lago. Es bajita, y su cuerpo me recuerda al de una bailarina, demasiado delgado bajo ese vestido de flores estilo vintage que contrasta con la vestimenta de las chicas a las que estoy acostumbrado. También lo hace su calzado: unas botas de estilo vaquero. Por curiosidad, la reviso de arriba abajo como hago con cualquier chica nueva que veo, y tengo claro que es demasiado dulce, virginal y exenta de las curvas exuberantes que a mí me gustan, como si hubiera salido de una maldita película de Disney; así que me vuelvo a concentrar en mi cerveza. Sin embargo, la chica capta mi atención cuando saluda con fuerza desde la puerta, mirando a todos los presentes:
—Mi nombre es Gillian. Necesito ayuda.
—Quítate ese vestido, ven conmigo a la parte de atrás y te daré toda la ayuda que necesites. —Replica Jason, uno de mis compañeros de pandilla, en tono burlón.
Ella esboza una mueca de desagrado ante sus palabras, pero insiste:
—Necesito llegar a la ciudad urgentemente. ¿Alguien tiene un todoterreno con el que atravesar los páramos?
—Chica, ¿qué parte de «bar de moteros» no has entendido? —Se burla Jason—. Además, yo sigo votando por que te quites el vestido.
Inquieto, alzo las cejas. Jason es de mi pandilla, compartimos cervezas y algunas excursiones en Harley. Ninguna de las tres cosas implica que me caiga bien. Es violento, descontrolado y poco adecuado para una chica como la que ha entrado. Además, puedo intuir por su expresión que, a pesar de la hora que es, ya está muy borracho y mira a la chica como si fuera su próximo aperitivo. Con la voz ronca por el alcohol se acerca a ella y le insinúa:
—¿Por qué no te tomas una cerveza conmigo, preciosa? Y luego te llevaré adonde quieras con mi Harley.
La chica niega con la mirada y advierto que se está arrepintiendo de haber entrado en el bar. Me remuevo en mi asiento, inquieto. La joven hace ademán de marcharse, pero Jason la retiene sujetándola por la cintura. Ella le advierte con voz gélida, que contrasta con su dulce boca:
—Suéltame o…
—¿O qué?
La presión de Jason sobre ella se hace más fuerte y comienzo a levantarme; no voy a consentir que abusen de ninguna mujer en mi presencia. Pero antes de que pueda hacer nada al respecto, me doy cuenta de que todavía hay cosas que pueden sorprenderme. Así, la chica con aspecto angelical hace un par de llaves de defensa personal a Jason y lo lanza al suelo. Este grita de dolor mientras todos en el bar se ríen…, todos menos yo. Conozco lo bastante a Jason para saber que esto va a terminar mal, así que en dos zancadas me acerco a ella y le digo:
—Es hora de que te vayas.
—¿Podrías ayudarme? —me pregunta en tono anhelante.
Yo observo a Jason, que comienza a levantarse furioso, y le aseguro:
—No pareces necesitar ayuda, pero, tranquila: no dejaré que te haga nada.
—No me refería a él. ¿Puedes acompañarme afuera, por favor?
Su voz tiene un deje nervioso. No deja de asombrarme que la misma chica que ha lanzado a Jason al suelo ahora vuelva a tener el rostro marcado por el temor. Y eso despierta en mí un instinto protector tan novedoso como desconcertante, así que acepto y le indico que pase delante de mí por la puerta. No es un gesto caballeroso. Puedo sentir a Jason bufar a mis espaldas y sé que lo único que contiene sus ansias de vengarse de la chica es que yo estoy a su lado. Porque puede que Jason sea estúpido y borracho, pero es consciente de que en una pelea cuerpo a cuerpo conmigo tiene las de perder. Así que, ante mi mirada amenazadora, vuelve a su taburete mascullando entre dientes y pide otra cerveza.
* * *
El porche del bar está sumido en la oscuridad del páramo, a nadie le interesa demasiado que lo vean entrar allí, sobre todo a los adolescentes con carnés falsos. En uno de los laterales, observo un bulto. La chica se acerca y mueve el chubasquero con suavidad, dejando al descubierto el rostro enfermizo de una niña de unos cinco años, con un pequeño cuerpo cubierto por otro chubasquero. Boquiabierto, pregunto:
—¿Qué hace aquí una niña?
—Es mi hermana, Lisa. Es asmática. La tormenta le ha desatado un ataque y el inhalador no es lo suficientemente fuerte para detenerlo por mucho tiempo. Necesita ir al hospital antes de que sea demasiado tarde.
Arqueo una ceja sin comprender cómo esa explicación contesta a la pregunta de qué hacen ella y su hermana en un bar en mitad del páramo, así que inquiero sin rodeos:
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
—La he traído en brazos desde mi casa, en el suburbio de Sutton Cot.
—¿Tu hermana está teniendo un ataque grave de asma y lo único que se te ocurre es atravesar el páramo con ella en brazos bajo la lluvia? —mascullo con la poca diplomacia que me caracteriza.
Los ojos de la chica centellean como heridos por un rayo porque he cuestionado su competencia, y replica en tono irónico:
—Los troncos caídos por la tormenta han cortado la carretera y los teléfonos no funcionan, de modo que sí, este páramo es la única maldita forma que tengo de llevarla al hospital. Pero pesa demasiado para mí y he pensado que podría pedir que alguien nos acercase. Aunque ha sido mala idea.
De nuevo me deja sin palabras, sorprendido de que una chica tan menuda haya podido cargar el peso de su hermana. También de que no haya tenido miedo de atravesar el páramo en estas circunstancias. Suspiro. Una de mis normas no escritas es no involucrarme en las vidas ajenas. Y sin embargo, no dudo que habla en serio cuando sugiere continuar atravesando el páramo con su hermana en brazos, así que le digo:
—Espera, tengo una idea.
Ella alza el rostro hacia mí, intrigada, y yo me asomo al bar llamando a Vincent, mi mejor amigo. Cuando aparece, la chica lo mira desconfiada. Al igual que yo, es alto, musculoso, viste completamente de negro y tiene los brazos llenos de tatuajes. Los dos somos la clase de hombres contra los que te previenen las madres, las abuelas y las profesoras de instituto: los chicos malos de la ciudad. Y sin embargo, tengo una propuesta para ayudar a su hermana, así que escucha cuando le comento:
—Vincent y yo os trasladaremos hasta el hospital en nuestras Harleys. Él llevará a tu hermana y tú puedes venir conmigo.
Gillian pone cara de espanto, pero Vincent le explica:
—Tengo una hermana pequeña; la llevo en mi Harley cuando mis padres no están.
—Eso no me tranquiliza mucho…
Sus palabras tienen el poder de impacientarme. Acabo de recordar por qué sistemáticamente me alejo del tipo de chicas con vestidos por encima de la rodilla y rostros angelicales. Porque es la clase de mujeres que me miran por encima del hombro. Chicas que no harían nada conmigo que no fuera en la oscuridad, que se avergonzarían de que las vieran de día en mi compañía y que no se fiarían de subir a mi Harley por miedo a tener un accidente. Así que, en tono duro, le digo:
—Como tú misma has dicho, tu hermana se está ahogando, así que yo que tú aceptaría la oferta. Y rápido, porque puede que decida volver al calor de dentro del bar en lugar de jugar a las niñeras contigo.
Ella me mira, visiblemente asqueada, y acepta a regañadientes:
—Está bien, pero si mi hermana sufre un solo rasguño…
—Estoy muerto: lo capto, pequeña samurái.
—Como he dicho, mi nombre es Gillian. Ni «pequeña samurái» ni nada similar que pienses que resulte gracioso, porque no lo es —contesta con dureza.
Sus palabras arrancan una sonrisa en Vincent. Nadie me habla así, y menos las chicas, que suelen adorar el suelo por el que piso. Estoy tentado de decir algo, pero intuyo que cada comentario sarcástico mío será replicado y no tenemos tiempo que perder, así que me inclino para tomar en brazos a la niña y entregársela a Vincent. Gillian también se inclina para ayudarme, y me sorprendo al pensar que el rostro se le ve precioso, incluso con su piel pálida y exenta de maquillaje; quizá porque sus ojos azules parecen fundirse con los míos cuando se cruzan unos segundos. Ambos apartamos la mirada, pero volvemos a cruzarla cuando Gillian me indica la forma de sostener a su hermana y nuestras manos se rozan. Me estremezco. La piel de ella está helada por la lluvia, la mía todavía conserva el calor del interior del bar; y un resorte interior me hace querer calentarle la mano. Pero antes de que pueda hacer nada, la niña lanza un nuevo quejido ahogado y los ojos de Gillian vuelven a ser presa de una preocupación tan latente que se me clava como un cuchillo en el corazón. Yo vacilo. Nunca he consolado a nadie, de hecho, ni siquiera sé si soy capaz de hacerlo, pero no puedo soportar su dolor, así que susurro la frase que tantas veces escuché en el hospital y que en mi caso resultó ser falsa:
—Se pondrá bien. No te preocupes.
Gillian asiente, como si mi tono la hubiera tranquilizado, se pone el chubasquero con el que estaba cubriendo a su hermana y le da un beso en la frente. Yo llevo a la niña hasta la Harley de Vincent, en la que él ya se ha colocado de un modo que pueda controlar que Lisa esté bien sujeta. Después me acerco a mi Harley, donde Gillian me pregunta en un tono severo que le hace parecer una institutriz:
—¿No llevamos casco? Es peligroso conducir sin él, y más con la lluvia.
—No, princesa, quiero decir, Gillian —respondo con sorna recordando su insistencia en que no la llame de ninguna forma que no sea por su nombre—. Pero para alguien que cruza caminando el páramo bajo la lluvia y los relámpagos y después entra sola en un bar de moteros y golpea al idiota que intenta propasarse con ella, un corto viaje en Harley sin casco no debería ser un problema.
Gillian se muerde el labio con fuerza, intuyo que para no contestar algo que me enfade y me haga arrepentirme del ofrecimiento; y se sube sin más protestas a mi Harley. Llevo la cazadora de cuero abierta, así que para no clavarse las cremalleras en las manos, las desciende un poco, cerrándolas sobre mi abdomen con fuerza. Una corriente de calor me recorre el cuerpo ante ese contacto. Tanto Vincent como yo encendemos las Harleys ruidosamente, y agradezco que el perfecto sonido de mi moto oculte el ritmo frenético de mi corazón que el contacto apretado de Gillian con mi cuerpo ha provocado. No tiene sentido, me repito. He llevado a muchas chicas en esa Harley; chicas con las que he disfrutado en algún lugar perdido y solitario del páramo. Y sin embargo, jamás ninguna me ha provocado el calor y deseo que siento en estos momentos. Puedo percibir su pelvis a través de la fina tela del vestido, el tacto suave de las manos por encima de mi camiseta, temblorosas no sé si por la preocupación por su hermana o por estar abrazada a mí. Algo en mi interior se remueve, e intuyo que debo alejarme de ella lo más rápido posible. Las chicas como ella solo pueden traerme problemas. La llevaré al hospital como le he prometido, pero después volveré al bar, donde Christel puede que proteste un poco porque me haya marchado sin despedirme de ella, pero terminará acostándose conmigo. Y eso es lo que necesito, chicas que me hagan la vida fácil; no una presunta rubia angelical capaz de hacer llaves de defensa personal que corre por un páramo con su hermana en brazos y que tiene una fina ironía que me gustaría estar replicando toda la noche.
* * *
El hospital está sumido en el caos, ya que la tormenta ha provocado fallos en el suministro de electricidad de algunas áreas. Gillian nos pide que nos quedemos con su hermana en la sala de espera. Vincent obedece, pero yo la sigo hasta la ventanilla de admisiones. Algo me dice que está acostumbrada a organizar y a dar órdenes, pero yo no lo estoy a recibirlas. Cuando llegamos ante la enfermera, me asombra el tono sereno y melódico que Gillian utiliza con ella, como si estuviera habituada a tratar con adultos a los que tuviese que convencer de algo. Cuando me ha dado las gracias, varias veces desde que hemos bajado de la Harley, ha utilizado un tono más nervioso y real; el lógico en una adolescente angustiada por el estado de su hermana. Pero ante la enfermera de admisiones ha cubierto el rostro con una máscara hierática, como si quisiera demostrar que es perfectamente capaz de cuidar de su hermana y tuviese un absoluto control de la situación. Sin embargo, la enfermera no sucumbe a sus explicaciones e insiste:
—Necesito tu póliza médica, o al menos que un adulto se haga cargo del ingreso. Los ordenadores no funcionan, así que no puedo cotejar la información que me estás dando.
Gillian se muerde el labio inferior con frustración, es evidente que esa enfermera no va a saltarse las normas por ella. Advierto su desolación y también recuerdo el tono ahogado de la respiración de Lisa. Trato de recordarme que no es asunto mío y que ya he hecho bastante trayéndolas al hospital, pero un resorte en mi interior me hace sacar el carné de conducir de la cartera y depositarlo en el mostrador mientras comento:
—Yo soy mayor de edad, así que me haré cargo del ingreso.
Gillian se vuelve hacia mí, sorprendida, pero antes de que pueda decir nada, el bufido de otra enfermera se oye detrás de nosotros. Esta se abre paso y, después de mirarme reprobadoramente, desvía su atención hacia la que nos está atendiendo y sugiere:
—Stephanie, ¿por qué no dejas que yo me encargue de esto? Tómate un pequeño descanso. Te vendrá bien.
La chica asiente, y la otra enfermera toma el carné que he dejado encima el mostrador e ironiza:
—¿Es buen momento para recordarte que fui la matrona de tu nacimiento? Hace concretamente diecinueve años, dos meses y veinte días. ¿En qué estabas pensando, jovencito? ¿Acaso quieres que te detengan? Esto no es un bar donde te pides una cerveza con carné falso. Esto es un hospital, y lo que has estado a punto de hacer, un delito grave.
Suspiro con hastío. Solo hay una persona a la que le permito tratarme así, como si fuera un niño. Y por desgracia para mí es justamente Nancy, la enfermera que, furiosa, blande el carné ante mi rostro como si quisiera golpearme con él. Gillian, en un gesto que agradezco, se apresura a salir en mi defensa:
—Es mi culpa. Olvídelo, por favor. Él solo quería ayudarme. Mi hermana tiene un ataque grave de asma, pero no pueden conectarse a los ordenadores para comprobar mi póliza médica. Mi madre está cuidando de mi hermano en casa y no puede venir porque la carretera está cortada.
Nancy hace una mueca, detectando el tono ansioso en la voz de la chica, y pregunta:
—¿Dónde está la niña?
Gillian le indica la zona de espera, donde Vincent tiene en brazos a Lisa. Nancy se acerca con rapidez a ellos y veo que sonríe para sus adentros ante la imagen que ofrece aquel chico duro cuidando de una niña pequeña. Intuyo que se está ablandando y por eso susurro:
—Es solo un formulario. Y con el caos que tenéis hoy aquí nadie lo notará. Por favor, Nancy…
Ella me mira reprobadoramente. Sé que no le gusta saltarse las normas delante de mí, pero también que Nancy es de esas personas que siempre hace lo que cree que es correcto, aunque no siempre sea lo más legal. Así que con un suspiro de resignación concede:
—Está bien, pero solo por hoy. Vincent, sienta a la niña en esa silla de ruedas vacía. La llevaré con el especialista.
—¿Puedo ir con ella? —ruega Gillian.
—No: si voy a saltarme las normas prefiero que no estéis por aquí. Dallas, llévatela a la cafetería de enfrente del hospital.
—Pero no puedo dejar sola a mi hermana… —insiste.
—No está sola, Nancy es la mejor. Te lo prometo.
Mis palabras tienen el poder de volver a calmarla, lo cual me sorprende. Nunca había calmado a nadie, ni siquiera a mí mismo. Vincent pregunta:
—¿Queréis que me quede?
—No es necesario. Y muchas gracias; no sé qué habría hecho sin vuestra ayuda —contesta Gillian esbozando una dulce sonrisa.
—Ha sido un placer. Espero que volvamos a vernos. Y, Dallas, por favor, envíame un mensaje luego explicándome cómo está la niña.
Gillian lo obsequia con otra sonrisa de agradecimiento, que Vincent le devuelve, completamente cautivado. A diferencia de mí, a Vincent siempre le han gustado las chicas como Gillian; lo cual lo ha convertido todos estos años en el compañero ideal para ir de ligue. Él se queda con las chicas delgadas con rasgos suaves y dulces, y yo me llevo a las exuberantes. Sin embargo, hay algo que me molesta, y mucho, de la forma en que la está mirando. Así que, territorial, tomo del brazo con suavidad a Gillian y lo despido con brusquedad. Él me mira hastiado; seguro que en algún momento me hará algún comentario al respecto. Pero eso será después, ahora lo quiero lejos de Gillian. Cuando nos quedamos solos, ella me dice:
—Agradezco tu ayuda, Dallas, pero tú también puedes irte.
—Eso es imposible. Nancy no lleva bien que no siga sus instrucciones al pie de la letra. —Rechazo con rotundidad tanto porque eso es cierto, como porque todavía no quiero alejarme de ella.
—No pareces el tipo de persona que sigue instrucciones de nadie. —Insinúa ella.
Dudo antes de contestar. No me gusta hablar de Nancy, porque eso implica explicar cosas que no quiero comentar con nadie, así que me limito a decir:
—Digamos que Nancy tiene un derecho especial.
—En cualquier caso, gracias por haberla convencido de que ayudara a Lisa. —Sus palabras provocan en mí una sonrisa, y ella pregunta—: ¿Qué es lo que te hace reír?
—Se me ha ocurrido que ninguna chica me ha dado tantas veces seguidas las gracias… Ni en mis mejores noches. —Gillian dibuja una mueca de disgusto ante mi última frase, y yo ironizo—: ¿Te ha molestado mi comentario?
—Me ha parecido poco educado. —Replica ella con ese tono de reproche que tiene el poder de sacarme de quicio.
—Me has conocido en un bar en mitad del páramo, bebiendo cerveza con un carné falso, y te he traído en mi Harley sin casco. ¿De verdad esperas de mí que sea un chico educado? —le pregunto con toda la ironía de la que soy capaz.
Gillian no me mira, solo esboza un gesto y, encogiéndose de hombros, contesta:
—No espero nada de ti. En realidad, hace tiempo que aprendí a no esperar nada de nadie. Hace mi vida más fácil.
Sus palabras me trastornan. Jamás he oído a ninguna de las chicas a las que frecuento decir una frase de ese estilo. Son chicas que bailan, ríen, beben alcohol y se dejan meter mano a los cinco minutos de entablar conversación con ellas. Pero ninguna hace ese tipo de reflexiones; tampoco tienen la mirada ausente de Gillian. Sin saber qué replicar, le indico que tome asiento, intrigado por lo que se oculta tras sus palabras. Pero antes de que pueda hacerle alguna pregunta al respecto, observo inquieto que la camarera es una de mis antiguas compañeras de instituto con la que compartí algo más que los deberes. Ella no defrauda mis malas expectativas de que siga enfadada conmigo y masacra a Gillian con la mirada. Despechada, inquiere:
—¿Ahora traes a tus citas aquí?
Hago una mueca. Nunca he tenido novia, pero algunas de las chicas con las que me he acostado se empeñan en creer lo contrario. Y esa camarera es una de ellas, con el agravante de que le encanta discutir, así que le digo en tono neutro:
—Tú solo sírvenos dos cafés.
La chica hace lo que le pido, pero sigue clavándonos su mirada asesina. Gillian se remueve en el asiento, visiblemente incómoda, así que cuando nos quedamos a solas comento:
—No te preocupes por ella.
—No lo hago. —Niega Gillian con suficiencia—. Estoy preocupada por mi hermana. Pero tener a tu exnovia mirándome con cara de odio no ayuda a que me tranquilice.
—No es mi exnovia: solo echamos un polvo en el instituto, que no ha compensado las malas caras que le llevo aguantando durante años a causa de ello.
Mi aclaración no tiene el poder que esperaba, ya que los ojos de Gillian se clavan en mí con desaprobación, por lo que, antes de poder controlarme, le suelto:
—¿Qué pasa? ¿Nunca te has acostado con alguien al que no quieres ver al día siguiente?
Gillian no me contesta, pero el desagrado por lo que he dicho es tan palpable que mis palabras burlonas surgen con rapidez:
—¡Eres virgen! Por eso te pones nerviosa cuando hablo de sexo.
Los ojos le centellean y replica con desdén:
—Me pongo nerviosa porque, mientras mi hermana está en el hospital, yo estoy en una cafetería en la que la camarera tiene celos de mí porque cree que, al igual que ella, soy tan estúpida como para acostarme con alguien como tú.
Sus palabras y su tono prepotente me hieren como un rayo. ¿Quién se cree que es para hablarme así? Y ¿por qué le molesta tanto lo que yo haya hecho con la camarera? Nunca he mentido a ninguna chica, y no me gusta ser juzgado por lo que ellas deciden hacer libremente conmigo. Estoy tentado de largarme y dejarla sola, pero no puedo fallar a Nancy. Además, una parte de mí sabe que no debería haberme burlado de ella; también que no estoy acostumbrado a que me repliquen cuando hago una cosa así. Aprieto los puños y decido quedarme. Ambos permanecemos en silencio, cada uno con la mirada fija en su café, ambos somos lo suficientemente cabezotas para no disculparnos. Y entonces comienzo a reír. Gillian me mira con sorpresa, como si estuviera loco, y me pregunta:
—¿Y ahora qué?
—Estaba pensando que jamás había discutido tanto con una chica al poco rato de conocerla. Normalmente, se esperan a gritarme a la mañana siguiente —contesto señalando a la camarera.
Gillian vuelve a juzgarme con sus ojos de institutriz y protesta:
—Eso tampoco ha sido muy educado.
—No, pero es la verdad.
Espero a que vuelva a lanzarme algún improperio, pero esta vez es ella la que se echa a reír. Tiene una risa dulce, y unos preciosos hoyuelos se le forman en las mejillas al decir:
—Me acabas de recordar a mi hermano.
—¿Él también habla de chicas todo el día?
—No, pero tampoco sabe cuándo debe callarse. Aunque él tiene diez años; ¿cuál es tu excusa?
Seguro que los ojos me brillan divertidos. En otra chica el comentario me habría hecho sentir como un idiota, pero no veo malicia en los ojos de Gillian. Solo me está siguiendo el juego e intuyo que discutir conmigo la está relajando de la preocupación por su hermana. Así que contesto burlón:
—Me ha caído demasiada agua en la cabeza mientras acompañaba a una chica muy complicada al hospital.
Los dos volvemos a reír, y Nancy aparece por la puerta. Gillian retoma su aire severo y se levanta preguntando:
—¿Cómo está mi hermana?
—Bien, los inhaladores que le fuiste dando durante el camino consiguieron que el ataque no llegara a ser grave. Y con la medicación que le hemos inyectado estará bien. También le daré un inhalador algo más fuerte para que utilice los próximos días. Pero no puede estar más tiempo en el hospital, no sin que podamos cotejar su seguro o, al menos, un adulto se haga responsable de ella.
La inquietud vuelve a adueñarse del rostro de Gillian, que pregunta:
—Y ¿qué puedo hacer?
—Te aconsejo que os quedéis con alguien de la ciudad que viva cerca del hospital. De ese modo, si surge cualquier inconveniente puedes volver a traerla.
—Pero acabo de llegar a la ciudad, no conozco a nadie. Y tampoco tengo dinero para un hotel.
El tono de Gillian suena angustiado, y de nuevo siento la imperiosa e inoportuna necesidad de rescatarla, así que sugiero:
—Podéis quedaros en mi caravana. Está muy cerca de aquí: podemos ir caminando y si surge cualquier problema podemos volver rápidamente.
—Eso es una gran idea. —Corrobora Nancy aliviada.
Sin embargo, Gillian no parece compartir su entusiasmo. En tono cauto me pregunta:
—¿Vives allí con tus padres?
—¿Tengo pinta de vivir con mis padres? —mascullo volviendo al sentir que ella me mira como si fuera un delincuente.
Nuestras miradas se cruzan impertinentes, y Nancy interviene:
—Querida, comprendo tu preocupación, pero está lloviendo a mares, no puedes quedarte en el hospital y tampoco pagar un hotel. Así que acepta la propuesta de Dallas. Y no te dejes impresionar por su aspecto: es muy buen chico. Te lo garantizo.
—No soy muy buen chico, Nancy, deja de decir eso a todo el mundo; te cargas mi leyenda —protesto, aunque sé que no servirá para nada. Ella cruza los brazos en jarras, indicándome que mis palabras no ayudan, así que añado con desgana mirando a Gillian—: Pero puedes estar tranquila, porque no voy a asesinarte ni a ti ni a tu hermana en mitad de la noche. Y tampoco voy a intentar nada contigo. No eres mi tipo, por no hablar de que no necesito todas estas complicaciones para echar un polvo.
—¡Modera ese lenguaje, Dallas!
Esta vez soy yo quien se muerde el labio por la reprimenda de Nancy, aunque me molesta que su grito haya hecho bailar una sonrisa en los ojos de Gillian, que sin duda tampoco aprueba mi lenguaje. Sin embargo, acepta:
—No tengo otra opción, así que muchas gracias por el ofrecimiento, Dallas. Intentaré que no seamos una molestia.
Algo en mi interior me dice que con ella juzgándome cada cinco minutos eso será difícil, pero no me parece que sea una buena idea decir nada más delante de Nancy. Esta apunta una sonrisa victoriosa y los tres cruzamos la calle. Nancy indica a Gillian que puede recoger a su hermana, y cuando estamos a solas, ironiza:
—Es la primera chica con la que te veo que apruebo.
—No estoy con ella. Ni siquiera me cae bien —aclaro—. Ayudarla solo ha sido un momento de debilidad, aunque cada vez estoy más convencido de que debería haberme quedado en el bar bebiendo tranquilamente una cerveza. Así ahora esa estirada y su hermana serían asunto de otro.
—Lo que tú digas, querido, lo que tú digas. Pero parece buena chica, y eso me gusta para ti.
Estoy a punto de replicar cuando Gillian aparece con Lisa en brazos y comenta:
—Muchas gracias por su ayuda, Nancy, no lo olvidaré.
—No hay por qué darlas. Cuida de tu hermana y cuídate tú también.
Cuando nos quedamos a solas, el caballero que hay en mí y que está empeñado en salir esta noche cada diez minutos se ofrece a llevar a Lisa en brazos. Gillian acepta con una sonrisa; intuyo que aunque no se haya quejado, tiene los brazos destrozados de caminar aguantando el peso de su hermana por el páramo. La observo con detenimiento y advierto de nuevo que tiene la capacidad de cambiar muy rápidamente de expresión. Cuando se muestra agradecida es todo dulzura, pero también tiene una dureza poco acorde con su imagen, lo que hace que me pregunte por qué está siempre a la defensiva. Aprieto la mandíbula, intentando quitarme esos pensamientos de la cabeza. Tengo que dejar de analizar a Gillian. Yo no analizo a las chicas; solo valoro si me interesan físicamente, y Gillian no me interesa. O, al menos, eso me repito. Y por eso no puedo perder ni un minuto más de mi tiempo pensando en cómo sería volver a sentirla como cuando la he llevado en la Harley, en la belleza de sus rasgos, o en si su pelo es tan suave como parece. Además, ella me ha dejado bastante claro que se ha de ser estúpida para acostarse conmigo, lo cual todavía me molesta; tanto más porque una parte de mí sabe que tiene razón. Tengo a cualquier chica que quiero, pero porque ninguna de ellas piensa más allá de estar con el chico guapo de la ciudad. En cambio, las mujeres como Gillian tienen objetivos mucho más altos que yo. Suspiro, frustrado, pensando que es la primera vez que dudo de mi valía. Me gusta sentirme deseado e, incluso cuando las chicas se enfadan conmigo, sigo teniendo el poder de volver a conquistarlas con facilidad. Pero la forma en la que Gillian me habla, me demuestra que no está interesada en mí. Solo ha aceptado pasar la noche en mi caravana porque es lo mejor para su hermana, sin darse cuenta del privilegio que eso supone. Yo jamás he llevado a ninguna chica allí. Mi caravana es mi lugar sagrado, en el que nadie entra. Pero se lo voy a permitir a ella, a pesar de que me mira con una mezcla de desdén y miedo; como si me catalogara de inconveniente sin siquiera conocerme. Vuelvo a apretar los puños, nervioso. ¿Por qué me molesta tanto eso? Disfruto siendo el chico malo de la ciudad que puede estar cada noche con una chica diferente y contra quien ningún tipo quiere pelear. Y no importa lo que Gillian piense de mí. Al fin y al cabo, después de esta noche no la volveré a ver, pues está claro que no frecuentaremos los mismos lugares de la ciudad. Frustrado, decido que no es el momento de pensar más en ello, así que tomo a la niña en mis brazos. Esta, medio dormida, se acurruca contra mi cuello, provocando que su cabello tan rubio como el de Gillian me haga cosquillas. Sus bracitos me rodean y yo me estremezco. Nadie me abraza, nunca. Y eso me gusta. No quiero que nadie me recuerde que una vez tuve a diario esos abrazos llenos de ternura y cariño como el que Lisa me da. Solo quiero pasármelo bien, trabajar lo suficiente para pagar mi caravana, los gastos mínimos para vivir y terminar la semana con alguna chica con la que solo comparto un poco de sexo. En la vida que he creado no hay lugar para la ternura, el cariño ni nada parecido que vuelva a hacerme sentir débil. Con rapidez, intentando borrar esos pensamientos de la cabeza, salgo al exterior y dejo que Gillian cubra a Lisa de nuevo con el chubasquero. Ella se pone el suyo y, mientras lo hace, vuelve a darme las gracias en ese tono tan cautivador como peligroso, porque solo hace que tenga más necesidad de ayudarla. Definitivamente, debo alejarme de esas dos rubias angelicales que solo pueden traerme problemas y remover una parte de mí que está perfectamente donde está: muerta y enterrada.