«FEDRO:

No oigo nada. Veo bien poca cosa.

SÓCRATES:

Quizá no estás suficientemente muerto.»

(Paul Valéry, Eupalinos o el arquitecto.)

Nada alteraba el silencio recogido y humilde de la habitación. Los párpados quietos del agonizante hacían pensar que su muerte iba a ser tranquila, sin sufrimiento, no como esas muertes angustiosas en que la casa se llena de terror y hay un deseo tremendo de que todo ocurra de una vez, sin transiciones, para que cese el espectáculo intolerable del moribundo que gime o grita como una encamación del espanto. Ahora, menos mal, ocurriría todo con dulzura, como una extinción suave y lenta, como sucede cuando mueren los santos y en seguida se eleva un rumor arrebatado y magnífico, que es una identidad, un júbilo religioso por haber podido contemplar el sobrehumano tránsito.

Después de que se hubo retirado, el sacerdote dejó un olor que se conservaba en el aire. Un olor a cera y a naftalina.

El cura no llegó con traje talar, sino vestido con una pana vieja y negra, cuyas rayas se habían desvanecido por completo en los codos. Al saludar a los ahí reunidos lo hizo muy asustado y con un gran asombro, como si se diera vaga cuenta de que aquellas gentes podían odiarlo o podían sentirlo culpable de alguna cosa secreta. La ceremonia de la extremaunción cobró, así, una calidad extrañísima, torpe, llena de disgusto y contrariedad para todos, sin que se pudiera decir por qué.

Era el aceite, sin duda alguna, el de ese olor. El aceite en los párpados, en los labios, en las manos, en las plantas del moribundo y que, sobre la piel, parecía algo como enfriado desde muchas horas atrás y espesamente, tal vez un caldo o una sopa con excesiva grasa. A cera. A humo de cera y a naftalina.

Con la estola en los hombros cayéndole a ambos lados del cuerpo, el cura se inclinó sobre el agonizante después de haber bendecido el cuarto con un ademán impreciso. El enfermo abrió los ojos y su mirada fue tan extraordinariamente inteligente, clara y sobrenatural, que el cura experimentó otra vez, pero con una agudeza que era ya dolor, aquella sensación de sentirse acusado y con el alma cargada de remordimientos e inquietudes. «Todos los días —se dijo—, en todas partes de la tierra, mueren los hombres. No hay un segundo en el tiempo en que no se produzca una muerte. Recibe, Dios inmenso, esos espíritus en tu seno.» Los hilos de oro mugroso de la estola, al inclinarse el sacerdote, se metieron en la bacinica infecta que estaba a un lado de la cama, en el suelo. Sin que pudiera remediarlo, un arrepentimiento furioso se apoderó del cura a causa de haber pensado las palabras del instante anterior. No obstante, tampoco le fue posible sacar la estola de aquel lugar. Fue sólo hasta después, al erguirse nuevamente, y cuando ya el enfermo había vuelto a cerrar los párpados con una gran tranquilidad, con una gran beatitud, pues su muerte iba a ser tranquila, buena y dulce. Entonces el cura miró hacia el recipiente y su asco y su vergüenza fueron horribles por ser él mismo un hombre capaz de pudrirse, de tener pus y arrojar deyecciones.

No hubo confesión, pese a la mirada clarividente del enfermo, sino que todo se redujo al sacramento de los óleos santos.

—Ya va para dos días que no dice una palabra —explicó, acerca del moribundo, la propia madre. Hundida dentro de la atmósfera, como si la atmósfera fuese un alud sólido, de tierra, y ella se encontrara en el fondo, lejanísima, audible apenas.

El cura dijo algo y se fue, mientras dejaba en la habitación el aire sagrado, sucio y sagrado, de cera y naftalina. Ahora todos aguardaban ahí, en torno del enfermo, congregados por un amor pavoroso, abatidos, atontados, muriéndose de sueño. Madre, mujer, hermana y hermano, gentes en espera de una muerte que no les sería dable comprender jamás.

La habitación era amplia y alta, como todas las habitaciones antiguas, con sus muros desiertos. Recostada sobre uno de ellos, el cabello en desorden y la mirada dura, la mujer del agonizante parecía un simple manchón negro y feo. ¿Ebria? No; no estaba ebria. Era sólo el padecer. Ninguna cosa más grande que su amor por el moribundo. Ninguna. Ninguna en la vida. Lo veía morir y se daba cuenta entonces, más desesperadamente, del inmenso, espantoso amor. Algo desconocido, sin embargo, le enturbiaba el sufrimiento. Una inquietud ansiosa, la sensación de que ya se sentía dentro de un orden nuevo, extraño, singular, viuda, con el marido muerto. «Virgen mía, te pido que antes de que muera nos reconozca, nos diga una palabra, mire por última vez mi rostro.»

El hermano y la hermana, todos, estaban allí en espera únicamente de la postrer palabra de consuelo. Era imposible que llegaran a comprender lo que iba a ocurrir, lo que estaba ocurriendo. El enfermo tenía los ojos cerrados, mas ahora miraba con los ojos de la muerte y veía lo mismo, pero más profundo. ¿Qué importaba todo si ése era el principio, para él, de una conquista y una verdad abrumadoras, no soportadas ni conocidas?

«Duéleme, cuerpo —pedía—, duéleme con toda tu furia de células vivientes, con toda tu amarga estructura del otro mundo.»

Ése de la tierra comenzaba a ser su otro mundo. Miraría este mundo de los vivos como el verdadero mundo de los muertos, y al dolerle su cuerpo, con un dolor que llegara hasta la muerte, él, el muerto, habría resucitado.

Ellos, ese mundo, ese mar de los cuatro seres de su carne y de su sangre, que lo rodeaban como una túnica, mortaja humana incomprensible, esperaban su palabra, la que él no quería pronunciar. Tan sólo esa palabra, un último signo de vida, que los reconfortara un poco, que los hiciera sentirse menos culpables —la misma culpabilidad que el cura sintió latir dentro de su pecho—, menos sensibles a la vergüenza sin formulación que se experimenta ante la muerte.

Esperaban también, con mezquindad, que de quién sabe qué sitio les llegara un alivio, una baja resignación ante la pérdida que iban a sufrir. Pero a él, al moribundo, al que principiaba a entrar en el reino de lo no revelado, en el misterio más entrañable del hombre, no lo comprenderían ni dentro de mil siglos.

«Testimonio, cuerpo mío, duéleme, que eres mi último sufrimiento antes de que me entregue al sufrimiento puro, al que no tiene principio ni fin, ni mezcla de alegría ni de esperanza.»

Sin abrir los ojos miraba en derredor a su madre, a su hermana, a su hermano, a su mujer. Mirábalos no ya desde fuera, sino desde dentro de ellos mismos. «Como a ella le duele, espíritu, duéleme a mí, cuerpo.» ¿Quiénes eran? ¿De dónde habían venido y a qué? ¿Qué tenían que ver con su muerte, con su verdadera vida? Seres tristísimos, posiblemente buenos, que antes habían significado algo para él.

Como todo el resto, como todos los hombres todavía no tocados por la luz de la muerte, aquéllos no tenían entre sí otro medio de comunicación que la palabra. Su territorio era la palabra. Su patria era la palabra. Su habitación era la palabra. Pero nada más. ¿Cómo comunicarles, entonces, la verdad de la muerte, si él poseía ahora un lenguaje extraño y antiguo, no comprensible para nadie sobre la tierra?

Pensó que su madre aguardaba algo también. Que su madre tenía una envoltura terrenal. «¡Madre mía terrible, madre mía espantosa, que aún esperas te hable, me despida, te consuele…!»

La hermana se había tomado fea de dolor. Sus ojos enrojecidos eran grandes y bárbaramente humanos, en espera, como los demás, de la palabra inhumana, imposible y más allá del mundo.

—Ya está acabando —dijo con su queda, traspasada voz de tierra, y se deslizó hasta un extremo de la cama.

Un sollozo se escapó del pecho de la madre. Era el reconocimiento torpe, adivinado apenas, de una cosa que estaba ocurriendo y que no se limitaba tan sólo a la muerte; una cosa no vista ni oída pero que la madre estaba a punto de comprender, como si también su propio espíritu fuera a írsele del cuerpo, hacia la conquista de ese otro lenguaje del que el hijo, mudo, era dueño ya. Pero fue nada más como un aleteo remoto.

«Has dejado de ser mi madre, madre mía.» Mas aunque él lo hubiese querido, esta verdad monstruosa no podía revelarse, no había instrumentos humanos con que revelarla.

«Elí, Elí. ¿Lama Sabachtani? Elías, Elías, ¿por qué me has abandonado…? Y luego, corriendo uno de ellos tomó una esponja y la hinchó de vinagre, y poniéndola en una caña, dábale de beber.» Aquellos hombres que rodeaban a Jesús en los instantes de su agonía, no habían comprendido las últimas palabras del que ya hablaba el lenguaje de la muerte. Y no las comprendían, no porque hubiesen sido pronunciadas en un idioma extraño al país, sino porque estaban dichas en un idioma extraño a los hombres de todos los países: en el impenetrable idioma de la muerte. De ahí la esponja y el vinagre. De ahí las burlas humanísimas de los escribas y fariseos. «A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar: si es rey de Israel, descienda ahora de la cruz y creeremos.» Amoroso, desorbitado, enloquecido Cristo que quiso revelar el misterio de los misterios. Para Él la esponja y la lanza y el desgarramiento de las vestiduras.

Se oyó en la habitación cómo caía la madre, de rodillas. El otro hijo le acarició la cabeza y sobre ella, entonces, al mismo tiempo que la caricia, cayeron las tinieblas totales de la tierra.

Tendido en su lecho final, ya casi en el lado de la muerte, el moribundo lo veía todo con sus ojos prurales y cerrados. «No es por mí por quien lloran. Pero tampoco es por ellos», y en este pensamiento había una tristeza infinita. «Mi madre, mis hermanos, mi mujer, son seres del otro mundo.»

Su hermana le tocó la frente con la mano húmeda. Él habría sentido ternura y agradecimiento si no estuviese a punto de morir, si no estuviese en el sitio preciso de la transición reveladora y demoniaca entre la vida y la muerte. Mas la mano de su hermana, húmeda y trémula, fue como el toque de un clarín para librar la última batalla. El cuerpo del agonizante, en el paroxismo del dolor, empezó a asirse a él, al agonizante, a abrazarlo con rabia, con una angustia no experimentada jamás. El moribundo amaba y despreciaba esta lucha, esta ruptura alta, horrible y oscuramente bella.

Por fuera de él, en la habitación, todo estaba tranquilo. Empezó a elevarse el coro de los sollozos.

—Ya está acabando. Ahorita sí —dijo la esposa.

Nadie oía lo que estaba pasando en el templo secreto del moribundo. «¡Adelante! ¡Soy una antorcha! Un planeta de fuego, dios furioso sin límites. Ya el cuerpo no podrá amarme con su amor desesperado y enemigo.»

Un grito de bestia sin fronteras para el sufrimiento salió de las entrañas de la madre.

—¡Ya te lo llevaste, Dios mío! —imprecó, sin darse cuenta de la absoluta mentira de sus palabras—. ¡Dios, Dios mío misericordioso!

La hermana y la viuda, después de un minuto de inmovilidad increíble, de inaudito estupor y vacíos ojos sin lágrimas, se santiguaron maquinalmente. Después desnudaron el cuerpo.

El hermano, de rodillas, llorando como un niño, hundió el rostro entre los pies del muerto. Aquéllos eran unos pies que ardían, llenos de una gran lumbre misteriosa.

En medio de su dolor, todos experimentaron una cierta tranquilidad melancólica, pues la muerte, como lo imaginaran, había sido suave, dulce, sin sufrimiento alguno.