Para Elvira Vargas

Dispuesta al trance inaudito de esa subterránea e inesperada religión a la que iba a ofrendar su sacrificio —primero con angustia y más tarde, por un misterioso milagro del rencor, amorosa y devotamente—, despacio, ciega, sin sentidos, con muda y frenética ansiedad, había reunido todas sus débiles fuerzas para este minuto de la Elevación del Cáliz. Era una Elevación del Cáliz, no algo menos terrible. Un Ofertorio negro. Primero como loca, sin saber otra cosa que este empeño de su voluntad, ciega, despacio y hacia dentro, cien años, como un tenaz cuchillo oscuro que, hasta morir, se hunde en un cuerpo nocturno e ilimitado, que no existe en verdad, que no ha existido nunca. Perdida en las noches de su cuarto, de su féretro, con aquel terco cuchillo de la voluntad: mañana, mañana, mañana; cuando llegase el minuto de la Elevación del Cáliz y adivinara a sus espaldas que su hermanastra levantaba el puño; cuando la presintiera detrás, maligna y astuta.

Si no la traicionaban. Si hoy sus fuerzas no la traicionaban y sucedía lo de siempre: las pupilas aterradoramente felices de la hermanastra y su gozosa, odiosa voz llena de victorioso placer interno, de eyaculaciones secretas y, por fuera, de cálido amor frío hacia Dios, hacia el impune y santo sexo de Dios.

—No te iba a pegar. Pero tú no esperas sino malas acciones de mí y por eso te encogiste de temor. Eres mala y orgullosa, igual como debió ser tu maldita madre —el golpe era seco y agudo. La Elevación. El cruel ofertorio.

El puño caía de los cielos apenas con ira; más, mucho más, con un temblor de goce. «Jesús tomó en sus santas y venerables manos el Pan y el Cáliz, y los ofreció a su Padre.» Entonces la hermanastra temblaba de dicha —inaudiblemente, si acaso con un ligero rictus, con una suave e interna contracción de visceras después de haber mezclado el agua y el vino, después del propio ayuntarse la saliva en agua dentro del lúbrico cáliz de la boca.

—Por perversa y mala. Por tus pensamientos llenos de pecado. Porque temías este golpe aunque yo no estaba dispuesta a dártelo —todos los días.

Adivinó la cautelosa proximidad, fina, sin ruido, acechante como la de un reptil, de su hermanastra, que se deslizaba hacia ella, los pasos irreales en el ancho corredor, bajo las tranquilas arcadas. «Ofrezcamos, pues, la vida y los sufrimientos de todos aquellos que no los ofrecen por sí mismos.» Un segundo más para que sobreviniese la victoria, si sus fuerzas, madre mía, no la traicionaban. Los sufrimientos que muchos no quieren tributar a Dios. «Tú entre ellos, porque no eres humilde, ni te inclinas con santidad ante quienes te hacen sufrir, como debes hacerlo, sin orgullo, sin rebeldía, sin rencor, agradecida.» La hermanastra. Sus horribles palabras. Un segundo y ahí estaría con el puño en alto para descargarlo sobre su cabeza. El segundo de la Elevación del Cáliz.

Al notar que no se contrajo, que sus hombros no se estremecieron temerosos, que no hizo ningún movimiento de defensa, la hermanastra pasó de largo sin asestar el golpe. Pero más adelante se volvió, con el pálido rostro de una muerta, muda como si fuera a enloquecer.

El brillo del sol caía sobre las anchas baldosas de obsidiana. Arriba, hacia el ángulo del muro, cerca de una torcida escalera de mano, aleteaba con afán una increíble golondrina, y en el patio, a favor de la luz clara y quieta, la sombra del pozo retenía su fragante y discreta humedad. Todo era una infinita resurrección.

El mudo rostro de la muerte.

—Ya ves —dijo vencida—, no te pegué. No te pegué.

No te pegué. La muerta comprendió que en ese instante se le arrebataba una potestad, que su sacerdocio perdía la imperceptible piedra en la cual apoyara uno de sus ritos y que en adelante esa piedra de sacrificio, ese pretexto del miedo al dolor, ya no podrían ser usados para golpear a la muchacha.

En sus ojos se produjo desde muy adentro un relámpago frío. Miró que en el pecho de la niña los nacientes senos eran apenas como dos suaves colinas.

—Ayer —dijo entonces con lentitud calculadora y como si, indiferente, recordase algo trivial y sin importancia— te vi bañarte en el río…

Era mentira. —Bañarte desnuda —la voz se alteraba por grados, se hacía cálida y pérfida, cada vez más acusadora y al mismo tiempo más amorosa—. Te vi desde los huizaches, donde tuve que esconderme para sorprender tu pecado.

Los labios se le adelgazaron en una sonrisa espantosa y blanca. Nuevamente el rito y su recuperación. La vida y los sufrimientos de todos aquellos que no los ofrecen por sí mismos.

—Y dime —agregó de pronto con júbilo—, ¿por qué no habías confesado que te nació esto? —las suaves colinas en el pecho. El atroz y tenebroso pecado.

—¿Por qué? —al decirlo, apenas en un violentísimo segundo, la hermanastra había tomado en su puño el breve seno de la niña oprimiéndolo con furia, con rabia, con salvaje alegría. Era la condenación.

—¿Por qué no se lo habías confesado al padre? ¡Ven conmigo! Lo harás en mi presencia.

Más tarde, como un ave quieta y sombría entre las columnas del templo, la hermanastra vigilaba la confesión. Allá a lo lejos, junto a las apagadas paredes, la niñita se arrodilló para recibir la bendición imprecisa y soñolienta del cura.

La casi negra cuchillada de sangre de uno de los vitrales degollaba la imagen de un santo, cuyos ojos habían adoptado una expresión atónita y sorprendida, diríase como si no comprendiera esa injusticia inesperada de su propio degüello. Luego la misma luz se extendía en verde hasta los pies del confesionario, y de ahí la sombra comenzaba una sucia agrupación de graduales cortinas negras hacia los muros y el altar.

—Sí, hija —pronunció el cura—, porque todos nacemos con pecado, pero la mujer es el origen de todo pecado y tú ya eres mujer.

El Santísimo estaba expuesto en mitad de sus viejos rayos, en lo alto, con su omnipresente ojo único y sacramental dentro de la custodia, como desde el fondo de un sarcófago. En el muro cercano una umbrosa pintura, de gigantesca y ondulada superficie, ofrecía sus monstruos arcangélicos rodeados del fragor de la católica guerra, el tórax puro y las espaldas sacrilegas, horriblemente fisiológicas de algún arcángel, entre santos y demonios y vírgenes y nubes y tinieblas y nalgas y vientres y pecados y torsos y Dios. Los retablos narraban la inocente simplicidad de su gratitud por percances bien librados, enfermedades con ventura, caídas sin consecuencias, aflicciones de buen fruto, riesgos desaparecidos y desgracias conjuradas. Todo quieto e inmutable.

El cura parecía estar dormido dentro de su negro palanquín, las manos cruzadas sobre el bajo vientre. —Cíñete cualquier cosa encima, un pedazo de manta, para que no empieces a ser motivo de tentación, y camina por la calle con humildad, con vergüenza de los hombres y temor de Nuestro Señor —parecía dormir. Adelantó su mano temblorosa—. Todavía no los tienes tan grandes, hija mía. Apenitas —la niña lo dejó hacer, con terror, y se fue luego hasta un reclinatorio, para cumplir su penitencia.

El cura golpeó con los nudillos la pared del confesionario, y al advertir que no había más penitentes que aguardasen confesión, se puso en pie con mucho ruido y con un ademán casi iracundo, pero que no lo era en realidad, se introdujo en la sacristía.

Al sentir el tránsito a sus espaldas, en suave diagonal del confesionario a la sacristía, de aquella figura violenta y gruesa, la niña se estremeció de pavor: ese hombre no era otra cosa que Dios, cuyos ojos habían mirado hasta el fondo de su alma; Dios, cuya mano había tocado temblorosamente sus senos.

Hubiera querido recordar las oraciones de la penitencia, una tan sólo dentro de su mente ennegrecida por el miedo. Los senos. Vírgenes y santos y santas mártires. Las sobrenaturales mujeres que ofrecieron al Divino Martirio sus senos cercenados. Pero imposible hacer la menor luz. Los senos. O los ojos. Todo menos que caer; todo menos que pecar. Ella también los arrancaría sin importarle el dolor. Ella también, de ser necesario, pero ahora no podía musitar siquiera la más mísera de las oraciones.

Ahogó un grito terrible cuando la hermanastra, con silenciosa suavidad, con silenciosa y artera suavidad, se puso junto a ella, al lado del reclinatorio. —Que esto, las maldiciones que te habrá dicho el cura, te sirvan para que mires siempre en tu conciencia —era un soplo helado su voz en medio de aquel abismo del templo sin fondo—. Dime ahora qué otros pecados tienes —ordenó.

No supo qué responder, atónita, sin darse cuenta.

—¿Acaso no tienes sueños? —silbó la hermanastra—. Los sueños son también pecado.

La niña tuvo una mirada ansiosa y lastimera, en la que con toda su alma pedía piedad.

—También los sueños —insistió la hermanastra.

Soñar toros negros con mirada de hombre, furiosos, que arremeten en mitad de las alcobas, negros, con la roja mirada, furiosos y jadeantes; mirar en sueños los gestos furtivos de una figura opoca, bullentemente febril, que con los ojos cargados de brillo y deseo te llama con apresurada malignidad desde el lejanísimo extremo de una calle angosta e infinita; tener, durante el sueño, una insoportable risa, pero no, en el pecho no, ni en los pulmones, ni en la garganta, sino en el bajo vientre, aquí en este sitio, una risa frenética que causa horrible placer; advertir gigantescas ratas, del tamaño de un negro cordero, que debajo de la cama hozan como cerdos y empujan hacia arriba el cuerpo, humedeciendo todo de blanco sudor; o sentir en las orejas unos labios que hablan al oído, labios sin rostro, nada más labios, cuya voz no tiene palabras sino es sólo un transcurrir viscoso y caliente. Pero igualmente los sueños buenos; los que parecen buenos, ángeles que sonríen o nubes, el volar por encima de las ciudades y los campos, o el ver, resucitada, la figura de la madre muerta. La madre muerta.

—Tú has soñado a tu madre, confiésalo. La has soñado y eso Dios no te lo perdonará, porque al tenerte como hija tu madre cometió adulterio, que es el peor de todos los pecados.

El rostro de la niña palideció hasta no tener color alguno. Quiso decir, trémula y blanca, los ojos ya sin expresión, que sí había soñado a su madre; que ahora mismo, de invocarla, podría mirar su imagen dolorosa, pero no tuvo fuerzas para ello y cayó de espaldas golpeando con el cráneo las mugrosas tarimas.

Aún no recobraba el sentido cuando fue conducida a la casa y se la colocó en el rincón, sobre el viejo catrecito, en su pedazo de sombra, en su rincón.

Su padre tenía un aire inquieto y, sin darse cuenta, hablaba a gritos, apenado y rabioso, mientras la madrastra lo hacía todo como con desdén y brusquedad, apresurada e indiferente: el té de tila que derramó sobre los labios grises de la niña, entre los dientes apretados; los paños empapados en aceite, bajo la nuca, que parecían hechos para macerar el cabello en una pasta infame, y el espantoso ladrillo para calentar los pies fríos, que era ya como esos ladrillos de la muerte en una fosa de sábanas sucias y lana endurecida.

La niña abrió los ojos y sintió como que aquellas gentes habían perdido el don de la palabra o como que tal vez no lo habían tenido nunca y que, hasta ahora, ella se daba cuenta de tal absurdo.

Un silencio confuso y torpe, una precaución llena de tonta curiosidad los movía dentro del mundo sin sonido desde el cual miraban, sin ver, a la niña.

—Ya volvió en sí —dijo alguien al notar que abría los ojos, y entonces todos salieron del cuarto, hastiados y conformes.

Quedó sola, la mirada fija en el pardo techo de ladrillos. Bajo una ligera bóveda, o más bien un hendimiento construido sin deliberación y casi por accidente, colgado de una vieja varilla, pendía un trapo negro del que nadie se había preocupado jamás. Por las noches era como una enorme ave, como un buitre vertical y lleno de paciencia, inmóvil y eterno. Podía ser también un largo cura sin piernas y sin cabeza, negro y afilado.

La niña cerró los ojos, otra vez con fatiga, sin pensamientos ni deseos, cual si flotase en una laguna blanda.

De pronto se vio en el patio de la casa, envuelta en la esplendidez de una mañana transparente y profunda. Todo era una casta tentación de vida, deseo de no tocar la tierra y sorprender el minuto exacto de un prodigioso vuelo apenas a ras de las cosas. Entre una y otra piedra de las que componían el patio, alentaban menudas yerbecitas frágiles y sonrientes, vivas y húmedas.

Nada tan hermoso como vivir, nada tan sustantivo, nada tan penetrante al tacto como vivir. Si era posible hacer que el espíritu guardase silencio, al instante se percibían, uno a uno, todos los ínfimos rumores que unidos constituyen el entero y sinfín rumor del universo: las hormigas con sus relojes de arena subterráneos; las flores con sus cálices nupciales, corintios, jónicos, etruscos, góticos, y con el oro aéreo de su polen, apenas voluptuoso; todo lo capilar de la tierra, césped; las airosas barbas de las enredaderas, la hierbabuena, las plantas salobres o agrias o dulces. Todo lo que musita y late ordenado por la silenciosa música de la vida.

Luego llamaba su atención, arriba, en el rincón del muro, bajo los arcos, el sucio nido de las golondrinas. Sucio y entrañable, construido con todas las cosas del país. En tomo giraba la golondrina madre con deleite y afán, trabajadora y orgullosa, en medio de los preparativos más extraordinarios, la inteligente y vivísima cabeza atenta a cuantos mensajes recibía del cielo.

Mirar dentro de ese nido, sorprenderse, presenciar ese júbilo.

Entonces la niña no vacilaba ya y subía por la escalera de mano hasta la altura misma del nido. Sucio y lleno de graciosos parches, e infantil de mentirijillas, como una pequeña y cóncava casa de muñecas. Con razón el ir y venir y las preocupaciones de la golondrina madre: seis u ocho huevecillos, dentro, redondos casi, aguardaban el calor de la vida. La golondrina madre miraba a la niña y le dirigía una inclinación de agradecimiento, para en seguida proseguir, de un lado a otro, su alegre vuelo de joven desposada. La sonrisa de la golondrina.

Llena de feliz azoro, torpe de dicha, la niña perdía pie en la escalera y al caer derribaba el nido. Deshecho en el suelo, muerto, parecía como un doloroso sombrero de vagabundo. Una negra nube encima del cielo. —Por perversa y mala. Igual como debió ser tu maldita madre.

Algo espantosamente humano brotaba entonces del pecho de la golondrina; algo como el llanto de un niño al que le taparan la boca; algo como un sordo gemir bajo la tierra. Se lanzó hacia la niña, contra sus ojos el ávido pico lleno de rabia. El llanto de la golondrina, su girar de pájaro del infierno sobre el cuerpo de la niña que se revolvía cubriéndose el rostro con las manos. Golpeaba con las alas abiertas a guisa de cuchillos hasta herírselas y destrozárselas, con una desesperación, un dolor y una angustia sin medida, pobrecito animal de Dios.

Primero su propósito fue únicamente castigar a la culpable, pero después ya no tuvo otro deseo que morir. ¿Qué iba a hacer en su soledad, qué sangre repartiría, qué alimentos y para qué su pequeño cuerpo y la ternura de sus vértebras?

Se olvida de la niña y se lanza con su pequeño cuerpo contra el muro una vez, y otra y otra y otra, hasta mil. A cada instante su vuelo tiene mayor torpeza y lentitud mientras se desarticulan cuerpo y alas y los vivaces ojillos se van quedando ciegos. Cae por fin entre la hierba, sangrante y sucio el destrozado pico, pero un esfuerzo inimaginable la hace levantarse aún y golpearse contra el muro. Por última vez.

Arrodillada junto al cadáver la niña no podía siquiera llorar. Dios le negaba las lágrimas porque a pecados tan espantosos no se les otorga el llanto. Se ponía entonces de pie, muerta en vida, el corazón vacío para siempre y echaba a caminar por larguísimas calles del pueblo, hasta encontrarse, sin saber cómo, bajo las angustiosas naves de la iglesia. «Piedad. Señor, misericordia, indulgencia para este monstruoso pecado.»

El cura parecía dormir. —Todavía no los tienes tan grandes, hija mía, apenitas —parecía dormir pero de pronto estallaba en una escalofriante carcajada—. Me causa placer, un placer horrible aquí, aquí —la niña se daba cuenta entonces que el cura no reía con el pecho, sino con el bajo vientre y con un frenesí enloquecedor, de fantástico demonio. —Dios mío, Señor, ten piedad, ten misericordia y perdóname —la risa del cura, la risa del cura que no cesaría jamás. —¡Vete, no eres digna del templo del Señor! Eso no es pecado. Matar golondrinas no es pecado. ¡Fuera! No eres digna. Un placer horrible. Aquí, aquí.

La niña despertó con gran desasosiego, el cuerpo bañado en sudor y la respiración jadeante. Nada se había movido de su sitio dentro del cuarto y sólo la sombra comenzaba a ser más espesa: ahí el buitre vertical, colgado de la vieja varilla, inmóvil.

Agotada y temblorosa se puso en pie y caminó hasta el centro de la habitación, donde, quieta y muda, quiso pensar en la muerte con toda su alma, pero le fue imposible, pues era como si ya hubiese muerto irremediablemente desde antes.

Más allá del cuarto se oían voces y el llanto de la mujer de su padre que suplicaba no le pegaran a su hija, a la hermanastra.

La niña dio un paso adelante, cada vez más próxima al buitre, al feo y negro trapo que colgaba del techo, y lo tocó con la mano para palpar esa materia muerta y sin pensamiento.

Con una extraordinaria confusión por cuanto a darse cuenta profunda de ellas, pero al mismo tiempo con una claridad autónoma e involuntaria, pasaron estas palabras por su imaginación: «No volverás a existir más, por ventura.»

Aún escuchó que golpeaban a la hermanastra, casi, allá muy lejos.

Con estudiada obstinación la hermanastra no quiso hablar cuando sus padres la interrogaron acerca de lo ocurrido en la iglesia. Aún más: no quiso decir siquiera —pues esto era esencial y ya lo diría en su momento— que las cosas ocurrieron precisamente en la iglesia. Ante las instancias de sus padres mantuvo una actitud de heroico hermetismo, en los ojos un destello de falsa rebeldía, de furia generosa y de amor hacia la niña enferma, muy bien logrados, como si pretendiera ser depositaria de grave secreto en relación con la propia niña, y a causa de ello, capaz, por su custodia, de someterse aun a las peores torturas.

Impaciente y encolerizado ante su silencio, el padre terminó golpeándola cruelmente, y así, una dicha inmensa agitó el corazón de la hermanastra. Ahora sus padres podrían pensar mil cosas tremendas de la huérfana. Mil cosas increíbles e impronunciables. Nadie ni nada sobre la tierra sería capaz de arrebatarle esta dicha sin nombre, ese otorgamiento de suprema y absoluta potestad, este ejercicio voluptuoso de su secreta, iracunda e inconfesada religión, de la cual ella era la única sacerdotisa. Como un poderoso alud de goce para el cual no existen términos, recibía dentro de su alma una dádiva más grande y feliz que el amor, que la santidad, que la bienaventuranza.

Por la noche, en el alerta e insomne silencio de la habitación que ocupaba con su madre, consideró llegado el momento de decirle las palabras cuyas consecuencias había calculado tan cuidadosamente.

La madre no dormía. Esperaba también las palabras de la hija. Sus párpados abiertos se adivinaban, interrogantes y angustiados, en mitad de las tinieblas, y entonces, con sigilo y como si reptara, la hija llegó hasta ella, casi sin respirar, con toda el alma puesta en lo que iba a decir.

—¿Eres tú? —se dejó oír la voz de la madre—. ¡No llores, hija mía! No has hecho nada malo.

El cuerpo de la hermanastra tuvo un sacudimiento convulsivo como si ya presenciara el milagro de su siniestra fe.

—Perdóname —dijo como si se transfigurara extrañamente en virtud de una desorbitada sensación, secreta dentro de la noche—. Te lo diré todo.

El silencio se hizo perfecto y aterrador. Se puso a escuchar cómo la madre pasaba un gran trago de saliva a través de la garganta. Con voz baja la hermanastra describió en seguida las cosas que a su decir contemplara en el templo. La tremenda turbación de la niña, después de confesarse: cómo el cura se había puesto en pie, sorprendido y colérico como nunca, y cómo la propia niña, después de esto, se había desmayado abrumada por la vergüenza y el remordimiento.

El cuerpo de la madre también se contrajo en la oscuridad. Se sintieron claramente sus movimientos al extender el brazo hacia el quinqué. —¿Le sucedió después de confesarse? —preguntó. Su rostro no podía ser más extraño, los ojos grandes y turbios—. ¿Después de confesarse? —en la pregunta se concentraba un descomunal anhelo y una pronta disposición a comprobar las más inconfesables conjeturas. —Sí —musitó la hija.

Por un segundo la mirada de la madre se posó en ella compasivamente y sin ternura, pero luego las mandíbulas parecieron endurecérsele, mientras se le agudizaban los pómulos y el rostro se le hacía rígido e inhumano. Sus ojos eran ahora ciegos y triunfantes, y lo malo y lo sucio de su corazón se disipaba ante lo malo y sucio de todos los demás corazones. Un santo túmulo de justicia y dureza se erigía en el centro de su espíritu, como una capilla, dándole la proporción de su propia y personal rectitud, de su honradez y de la insignificancia de sus pecados. —La hijastra maldita —murmuró—, la desgraciada hijastra. ¡Así habrá sido de tremenda su confesión para que se desmayara de remordimientos! ¡Lo que habrá escuchado el cura de esos puercos labios!

Si lo que ocurría es que estaba preñada, que fuese a echar eso en el arroyo, como lo hacen los perros. En el arroyo y sin misericordia.

La madre se puso en pie y con aire solemne y justo, de inexorable magistrado, se encaminó hacia el pequeño cuarto donde dormía la niña. La hermanastra la siguió con la mirada, sorprendiéndose de lo grande, sucia y grotesca que se veía con su horrible camisón y con la vela en las manos. Unos instantes más tarde creyó haber escuchado un grito sordo y breve, pero la presencia de su madre, que regresaba la tranquilizó por completo.

La mujer se sentó sobre la cama sin articular palabra durante largos minutos. Una expresión de radical estupor le había inmovilizado la mirada como si estuviera a punto de volverse loca, mientras los labios se le movían angustiosamente autónomos, ajenos, ya sin pertenecerle en absoluto.

—Se ha dado su propio castigo —dijo, pero en voz tan temerosa que su hija no pudo escuchar. —¿Qué dices? —preguntó ésta.

La mujer hizo un movimiento inexpresivo, casi nada más animal. En el cuarto de junto los pies de la niña colgaban a medio metro del suelo, pendiente su frágil cuerpo del negro lazo, del negro buitre.

Como un ciego que no acertara a orientarse, la madre pasó la mano por encima de los cabellos de su hija. Intentó luego decir algunas palabras de cariño, pero un sollozo la entorpeció:

—Ruégale a Dios —pudo apenas balbucir— que te conserve inocente y pura como hasta ahora lo has sido, hija mía.