18

Descubrió que la mejor forma de no pensar en el caso ni amargarse durante un rato era retroceder hasta la infancia.

Y, durante veinte o treinta minutos, lo agradeció.

Jugó con Pablito y Maribel, los persiguió y fue perseguido, hizo el burro, pero de verdad, a cuatro patas y con ellos encima, machacándole los riñones. Se descubrió a sí mismo riendo, haciéndoles cosquillas. Y cuando ya no pudo más, les contó un cuento, el de sant Jordi, el dragón y la rosa. Los dos pequeños le escucharon atentamente. Encima lo hizo bien, teatral, cambiando de voces según los personajes, como si fuera actor o llevase toda la vida contando cuentos. La última vez que había narrado el de sant Jordi, Roger debía de tener unos pocos años más que aquellos dos diablos.

En un momento de aquel rato, caído en el suelo, boca arriba, jadeando porque ya no podía más, se encontró con los ojos de Patro.

Una mirada diferente.

La recuperó, aún más intensa, mientras les contaba el cuento.

Tan especial.

Ella tenía las manos cruzadas sobre su vientre, tal vez por casualidad, tal vez por intuición.

Finalmente se rindió. Les dijo que ya no podía más y, mientras su madre retenía a los dos inagotables monstruos, él se refugió en su habitación.

Examinó de nuevo el contenido de la cartera.

—¿Dónde diablos te has metido, Lenin? —rezongó.

¿Por qué todos los nombres anotados por Peyton tenían apellido menos Ventura? ¿Quién era Ventura? ¿Qué significaba lo de «Friday out» junto a él?

¿Y si era un apellido y no un nombre?

—Coño, la de Venturas que habrá en Barcelona —masculló.

Miquel apretó los puños.

Si al día siguiente, en el Ritz, no sacaba nada en claro, llegaría a un callejón sin salida. Fin. Con Amador de por medio no podía arriesgarse.

Encima con Patro…

¿Embarazada?

—Ay, Dios —gimió.

Un viejo ex policía y un delincuente loco. Eso es lo que eran. El equipo más insólito del mundo.

—No eres viejo —se oyó decir a sí mismo, como riñéndose.

Una voz interior, burlona, grave, le dijo que sí.

Miró la hora. Media tarde. Y Lenin sin aparecer. Empezaba a tener malos presagios.

No pudo seguir en silencio, dejándose llevar por el cúmulo de sus pensamientos, porque Patro metió la cabeza por el quicio de la puerta.

—Hola.

—Hola. Pasa.

Dejó el catálogo y los papeles de Peyton a un lado y permitió que su mujer se sentara junto a él en la cama. Ella le tomó las manos y las envolvió en su guante de seda.

—¿Cansado?

—Agotado —reconoció.

—Son dos bichos.

—La portera los ha llamado «indios».

Patro le apretó las manos.

A veces era como si el mundo no existiera más allá de aquellas cuatro paredes, las de su habitación, las de su intimidad. Para todos era un hombre mayor casado con una mujer joven. Para todos, menos ellos. Nadie sabía nada de las necesidades de cada cual, ni del significado del amor para cada persona. El universo entero podía encerrarse en un cuarto de matrimonio.

—¿Recuerdas en octubre del 48, cuando aquel cerdo nos llevó a desenterrar a su sobrino?

—Claro que lo recuerdo.

—Pensé que moriríamos allí.

—Lo sé.

—He recordado muchas veces ese amanecer.

—Y yo.

—No fue el último, sino el primero de nuestra nueva vida, porque me parece que todo fue distinto desde ese momento. A partir de aquel día me siento… no sé, bien, en paz, como si ya nada pudiera hacerme daño o importara o…

—¿Inmortal?

—Casi.

—¿Por qué hablas ahora de eso?

—Porque vuelvo a tener miedo, y hace un rato, viéndote jugar con esos niños, he comprendido que lo que tenemos es tan increíble que…

—¿Dices que vuelves a tener miedo?

—Sí. —Se aferró a él temblando.

—No me lo parecía.

—El simple nombre de ese comisario me aterra, y si encima ya hay tres muertos en todo este lío…

—Tranquila, ¿de acuerdo?

—¿Cuándo no he confiado en ti?

—Te sientes vulnerable, eso es todo. Mientras no te venga la regla…

—¿Qué haremos si estoy en estado?

—Ya lo has visto. —Señaló la puerta de la habitación—. Jugar, contar cuentos y acabar reventados, con la diferencia de que no me llamará abuelo.

—Serías un padre estupendo, Miquel.

—Lo fui.

—¿Cómo era tu hijo?

Nunca hablaban de eso. Ni ella preguntaba acerca de Quimeta. No porque fuera tabú, ni por respeto a su pasado o por incomodidad propia. Simplemente era por vivir el presente.

—Un gran chico —asintió Miquel con dulzura—. Una buena persona, honrada, digna, trabajadora, leal… ¿Y, sabes? —Buscó el amparo de sus ojos—. A veces no recuerdo ni su rostro. Lo intento pero… se desvanece. —Sintió aquel peso en el alma—. No me dejaron nada, Patro. Ni una foto. Los muy hijos de puta me lo quitaron todo. Es como si no hubieran existido.

—Existen aquí. —Le tocó la frente.

—Si no consigo recuperar su imagen, no.

—Hace mucho que no tienes pesadillas.

—Lo sé.

—Al comienzo tenía que despertarte a cada momento.

—Ahora me basta con extender la mano, rozarte en la oscuridad y saber que estás a mi lado. Entonces me siento en paz.

—Dos años y medio de libertad no pueden suplir los ocho y medio que estuviste preso, siempre con la amenaza de ser fusilado, ni los tres de guerra.

—Patro…

Se abrazaron y, por encima del silencio, prolongado más allá de un minuto, oyeron el timbre de la puerta y el alboroto de los niños.

Lenin.

Mientras salía de la habitación a la carrera, Miquel sintió una mezcla de alivio y furia.

No sabía si abrazar a su nuevo compañero o asesinarlo.

Fue Mar la que abrió la puerta. Pablito y Maribel se echaron sobre su padre, pero éste no les hizo el menor caso en esta ocasión. Buscó la presencia de Miquel, y, al encontrarla, excitado, exclamó con asombro:

—¡No diría lo que he hecho!

—Pues no, a ver, pero rápido que hemos de irnos. —Recuperó su punto de seriedad y control.

—¿Adónde? ¡Niños, que me tiráis!

—A por tu hermana.

—¿Por qué?

—Luego te lo cuento. Primero tú.

—Mar, llévatelos, anda. Cómo se nota que aquí comen bien. —Esperó a que su mujer le obedeciera, con ellos refunfuñando, y se volvió hacia el dueño de la casa—. Pues nada, que cuando usted se ha ido siguiendo a ése… Por cierto, ¿qué tal?

—Sigue.

—Yo os dejo, voy a ayudar a Mar —dijo Patro, que seguía allí.

—He subido al piso. —Los ojos de Lenin brillaron—. Resulta que la puerta de la calle estaba rota. Entornada, pero rota. No había nadie y he vuelto a la calle para esperar. Oiga. —Alzó las cejas—. Se me habrían helado hasta los colgantes si no llega a ser por este abrigo, porque me he tirado casi tres horas, ¿sabe? Y sin apartar los ojos del portal.

—¿Y?

—No diría lo que ha pasado.

—¿Quieres soltarlo de una vez y no darle tantas vueltas? ¿Cómo voy a saber qué ha pasado?

—Bueno, ¡qué carácter! —Se amilanó un poco más al ver el chispazo en los ojos de Miquel y lo soltó de carrerilla—. Pues que en éstas ha aparecido un chico por la calle, como de dieciocho o diecinueve años, se ha dado cuenta de lo del geranio, se ha parado, ha mirado calle arriba y calle abajo, yo disimulando… pero de fábula, ¿eh?, y él que ha subido al piso del Wenceslao. Como no estaba, ha bajado otra vez y se ha ido al bar donde estuvimos usted y yo ayer. El camarero estaba en la calle, barriendo, y eso me ha permitido escuchar la conversación. «¿Has visto al Wences?» «No», le contesta el mozo. «De acuerdo», le dice el chico. Y se va. Y yo detrás. ¿Sabe hasta dónde?

—No, no lo sé.

—Hasta el puerto. —Lo anunció como si fuera algo extraordinario—. Se ha metido en lo de aduanas y allí le he visto hablando con un tipo clavadito a él, su padre, por lo menos. Alto, bigote… Ah, y manco. Le faltaba la mano izquierda. No he podido oír lo que decían, porque estaba lejos, pero han discutido, eso fijo. Discutido bastante. Luego el chico se ha vuelto a donde el Wenceslao, conmigo detrás, y a todo esto sin comer, ¿eh?

—¿Cuándo ha sido eso?

—Hace un rato.

—Y el chico ha salido corriendo.

Los ojos de Lenin se dilataron.

—¿Cómo lo sabe? —Se quedó con la boca aún más abierta que ellos—. ¡Pero oiga, como si le persiguieran mil lobos hambrientos o un pelotón de fusilamiento! ¿Es usted adivino o qué?

La sangre que asomaba por debajo de la puerta se había hecho visible del todo. Hasta un ciego se habría dado cuenta de ella.

—Vamos, te lo cuento por el camino.

—¿Nos largamos ya? —Se angustió—. ¡Tengo hambre!

—¿No quieres ser ayudante de inspector? ¡La de días que he pasado yo sin comer ni cenar!

—Coño, señor Mascarell. —Ahora no le llamó inspector.

—¡Patro, nos vamos!

La vio asomar la cabeza por el pasillo.

Pero no le dio tiempo ni a darle un beso.

Empujó a Lenin al otro lado de la puerta y la cerró tras de sí.