20

En el hospital de San Pablo, con el mismo baluarte en forma de enfermera que la primera vez, sólo que ahora mucho más alucinada por la presencia inequívoca de Consue, se repitió la escena del taxi que les había llevado hasta allí. Un hombre bien vestido, otro sospechosamente inquietante y estrafalario pese al abrigo, y una prostituta hicieron que el taxista estuviera a punto de chocar un par de veces, por las ganas de mirarla de reojo o a través del retrovisor.

La cuadrada enfermera no supo qué hacer ni qué decir. Recordaba perfectamente el tono de Miquel al decirle: «¿Quiere que le enseñe la placa?». Después de todo, Saturnino Galán se estaba muriendo.

—Esta señora es su hermana —le explicó Miquel—. Ha venido de Almería a despedirse de él.

—Pasen —exclamó con un hilo de voz.

La dejaron atrás. Nada más asomarse a la habitación, vieron que uno de los cuatro no era el mismo de la otra vez. La parca se los llevaba rápido. Miquel y Consue se acercaron a la cama de Satur. Lenin corrió la cortina para aislar al enfermo, que estaba con los ojos cerrados respirando con fatiga.

—Hostias… —gimió la prostituta al verle—. ¿Y si se me muere?

—Irá al infierno con una enorme sonrisa. —Miquel tocó su hombro y le llamó—: Satur.

Quizá fuese demasiado tarde. El lamento estuvo acompañado por un ronco estertor de muerte.

—Satur, mira qué te hemos traído. Abre los ojos —insistió Miquel.

Saturnino Galán le obedeció a duras penas.

Vio a Consue, provocativa, todo carnes, labios pintados, maquillaje excesivo, cabello suelto, pechos como rocas, piernas gruesas.

—Jo… der… —exhaló.

—¿Te gusta? —le preguntó Miquel.

—Vaya señora —asintió—. ¿Es para mí?

—Toda. Y para lo que resistas.

—Como si he de correr la maratón esa. —Se agitó en la cama.

—Antes de catarla, hemos de hablar. —Miquel se puso entre ella y él.

—¿De qué? —Saturnino Galán frunció el ceño.

—Esperadme fuera —les pidió a Lenin y a su hermana.

—¿Adónde van, hombre? —Se alarmó el futuro cadáver.

Miquel no pudo evitar oír los comentarios de ambos.

—¿Pero cómo se le va a levantar a ese saco de huesos?

—Venga, que tú eres la mejor, Consue.

—¿Y se puede saber qué os lleváis entre manos tú y ese hombre?

—Calla, que estamos investigando un caso y me ayuda.

—¿A ti? ¿Él?

Miquel dejó de prestarles atención.

—Satur.

—¿Qué?

—Tienes que decirme cómo encontrar a Félix Centells.

—¿Otra vez? Ya le conté…

—Wenceslao ha muerto, y su mujer también.

—Cagüen… —Los ojos le bailaron en las órbitas—. ¿Qué dice, hombre?

—Les ha matado el mismo hombre que está buscando a Félix. Y si le encuentra antes que yo, le asesinará a él también. Depende de ti.

—Yo no sé nada.

—Sí sabes, venga.

—¿Y qué me importa a mí ya todo? Me estoy muriendo, joder.

—Puedes irte a lo grande. ¿Cuánto hace que no tienes a una mujer como ésa entre las manos?

—Ya ni me acuerdo.

—Pues piénsalo, pero rápido. Yo la pago, pero va como los taxis, con un contador.

Saturnino miró la puerta de la habitación. La figura de Consue se recortaba contra la pared del pasillo.

—Inspector, que Félix tiene muy mala leche. Es capaz de salir del agujero y pegarme un tiro.

—¿Y a ti qué más te da que te pegue un tiro?

—Debe de doler, ¿no?

—Así que está escondido.

—Bajo tierra, o casi.

—¿Dónde?

—¡No lo sé, en serio!

—¿Quieres que me la lleve?

—¡No!

—Pues habla.

—¡Usted me dijo que me la traería si le decía cómo contactarlo, y lo hice! ¡Ya cumplí!

Miquel volvió la cabeza hacia la puerta.

—Consue, ven.

La prostituta reapareció en la visual de Saturnino Galán. Se detuvo junto a él.

—Súbete la falda —le pidió.

Consue no objetó nada. Se la subió y le enseñó el sexo al enfermo.

Tuvo que tragar saliva con estrépito.

—La hostia… qué grande… —Se quedó muy impresionado.

—Tócalo.

—¿Puedo?

—Sí —insistió Miquel.

Lo hizo. Movió la mano y acarició el frondoso vello púbico. Púbico y público. Sus dedos fueron delicados, como si rozara la piel de un bebé. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Consue se abrió un poco de piernas, separó sus labios vaginales.

Se produjo el milagro.

Bajo la sábana, apareció un hermoso conato de erección. Dado que allá todo era piel y huesos, el pequeño bulto fue manifiesto.

—Vaya, amor —colaboró Consue—. No está mal. Y no estás del todo muerto, eso fijo.

—Ya está bien. —Les cortó la comunicación Miquel.

—Inspector…

—Habla y te quedas a solas con ella.

—Quiero verle las tetas.

—Consue.

Le obedeció. Se bajó el escote y las liberó de su cárcel. Los pezones estaban arrugados, dos islas sobre el rosetón oscurecido por el uso o la edad. Consue había sido una mujer guapa, y retenía todo su poderío. Para un tipo como el Satur, era Miss Universo.

El moribundo fue a tocarlas, pero Miquel lo impidió.

—Habla.

—¿Seguro que me la deja?

—Que sí. Lo que quieras, lo que resistas, una hora, o más. Venga, suéltalo, Satur. Te hará lo que quieras, ¿verdad, Consue?

—Te van a enterrar con los ojos muy abiertos, querido —aseguró ella.

—Vete afuera —volvió a pedirle Miquel.

Saturnino Galán estaba rendido.

—Antes no utilizaba… estos métodos. —Forzó una sonrisa.

—Nuevos tiempos —se excusó Miquel.

Era la resistencia final. El enfermo se pasó la lengua por los resecos labios. Después hizo dos cosas: movió hasta la nariz la mano con la que había tocado el sexo de Consue y finalmente se llevó los dedos a la boca.

—Ambrosía —proclamó poético.

—Félix Centells —pidió Miquel.

—Verá… Hay mucha gente escondida, inspector. Más de la que imagina. Muchos no pudieron ir al exilio. Están ocultos, detrás de las paredes de sus casas, en sótanos, en refugios cavados a pico y pala. Primero creían que Franco no duraría mucho, que ellos mismos se devorarían entre sí. Después pensaron que Europa no dejaría a España a su suerte al acabar la guerra. Ahora ya no hacen más que esperar, y esperar, y esperar… pero no saben qué.

—Y Félix es uno de ellos.

—Claro. Imagínese: Félix Centells. El mejor. Mucha gente ha podido irse gracias a él.

—¿Y por qué no se larga él mismo?

—No lo sé.

—¿Es por dinero?

—Antes era por patriota. Ahora ya no lo sé. Está desencantado. Hay cosas que ni el mejor comunista traga. Lo único que sé es lo que me han dicho. —Respiró con fatiga, miró a la puerta y luego se enfrentó de nuevo a los ojos de Miquel—. Oiga, inspector, ¿a qué viene todo esto? ¿Por qué busca a Félix? Y no me diga que es para que le haga papeles falsos a usted.

—¿Por qué no?

—Porque usted es de los que se quedan aquí, no huye. Usted es de los que resisten.

Miquel sintió una extraña desazón.

—De acuerdo —concedió—. Creo que va a falsificar o ha falsificado papeles para un nazi prófugo.

—¿Un nazi? ¿Un alemán de ésos?

—Sí.

—¿Y qué, si lo hace?

—Wenceslao y su mujer han muerto. Félix puede ser el próximo. Se trata de un asunto complicado, pero así están las cosas.

Saturnino Galán empequeñeció los ojos. Volvió a pasarse la lengua por los labios. La erección ya no existía.

—Menudo mundo se nos ha venido encima, ¿eh, inspector? —dijo con la voz cada vez más débil—. Usted retirado, yo muriéndome, ellos mandando, los muy cabrones… Déjeme que le toque el coño otra vez.

—Ya falta poco.

—No sé nada más, se lo juro. —Desfalleció por momentos.

—¿Quién es el chico de dieciocho o diecinueve años que hace de enlace, el que ve el geranio y va con el parte?

—El nieto de Félix, Conrado.

—¿Va directo a su abuelo?

—No, creo que pasa por su padre, Martín. Yo… —Se vino abajo por completo—. Hable con ellos, es todo cuanto puedo decirle.

—¿Y dónde para Martín Centells?

—Trabaja en el puerto, aunque no sé dónde. Se ocupa de algo relacionado con los barcos.

—¿Aduanas?

—No sé.

—¿Le falta un brazo?

—El izquierdo, sí. ¿Cómo sabe…? —Se le iluminaron los ojos de pronto—. Consue…

Miquel vio a la prostituta a su lado, de nuevo con la falda subida y los pechos al aire.

—Déjele en paz, hombre, que lo va a matar. —Se puso del lado del moribundo mientras le aproximaba el sexo para que lo tuviera al alcance de la mano—. Vamos, Satur, toca, cariño. Es todo tuyo.

—Quiero besártelo…

—Claro, para ti, enterito y mojado.

Se subió a la cama, sin más, y se abrió de piernas ante su rostro. Con la mano extendida por detrás le buscó el sexo bajo las sábanas.

—Vámonos ya, inspector —le reclamó Lenin desde la puerta.

Miquel se puso en marcha.

—Te la voy a chupar tanto que se te meterá la sábana por el culo, cielo. —Fue lo último que escuchó mientras se retiraba—. Por Dios, menuda tranca tienes; qué desperdicio que te la lleves.

—Es buena, ¿eh? —le susurró al oído Lenin lleno de amor fraterno.