CAPITULO IV

 

Estaba entre la espada y la pared.

Detrás de él Nolan y los suyos se acercaban rápidamente. Delante había un centinela, un hombre que debía haber visto la luz de la antorcha de los que se aproximaban y sus ojos estarían contemplando la amplia salida de la galería.

En cualquier momento, delatado por el brillo de la luz que portaban los bandidos, el centinela podía descubrirle.

Dan avanzó entonces pegado a la pared.

Estaba a menos de treinta metros de distancia de la salida y no tenía tiempo suficiente para alcanzar su objetivo, antes de que el pistolero pudiera apuntar el arma que empuñaba.

Sin embargo, jugándose la vida a una sola carta, avanzó con toda la rapidez que le permitían sus piernas. Así logró avanzar por espacio de algunos metros, hasta que el hombre lo descubrió.

Lo vio echarse el rifle a la cara, apuntar con tal celeridad, que demostraba, no sólo su sorpresa, sino el nerviosismo que se apoderaba de él.

El arma retumbó.

La bala, pegando fuertemente contra la pared de granito de la cueva, silbó por encima de la cabeza de Dan, sin alcanzarle, rebotando peligrosamente en la pared opuesta. Un segundo disparo arrancó un mechón de pelo de la cabeza del vaquero. Pero el tercer disparo no pudo precisarlo ya su enemigo.

Desesperadamente, poniendo en juego todas sus energías. Stone cayó sobre él. El terrible choque de los dos cuerpos resonó con fuerza en el ámbito de la cueva. Por un momento los dos hombres rodaron algunos metros, escapándose de las manos del forajido el arma que empuñaba.

Dan alzóse de un salto.

Ni siquiera volvió la cabeza para observar al hombre que hacía supremos esfuerzos para “sacar”.

Cuando logró hacer fuego con el “Colt”, el vaquero estaba fuera del alcance de la bala, al otro lado de donde se amontonaban las sillas de montar, de cara a los tupidos, cañaverales del río.

Miró a derecha e izquierda del “cañón”. Los caballos se hallaban a una distancia grande, imposible de salvar antes de que el pistolero derribado pudiera atacarlo con el riñe desde la salida de la cueva.

Por ello avanzó hacia la vegetación de la orilla.

Llegó a los cañaverales y penetró, apartando las cañas con fuerza, para atravesarlas por su parte más tupida. Y se detuvo junto al talud del río.

La altura del cauce por aquel lado no tenía más de diez metros. La corriente, aun cuando era rápida, no debía tener la fuerza suficiente para arrastrar a un hombre. Y sin pensarlo, saltó valientemente.

El golpe contra la corriente le cortó la respiración. Sintió cómo sus oídos zumbaban bajo la líquida superficie del Big-Horn River, y como la misma presión, la masa de las aguas, izábanlo arriba otra vez.

Sacó la cabeza y miró, respirando fuertemente.

Luego, sin preocuparse más que de avanzar a nado, movió los brazos y las piernas con tanta rapidez, al amparo de la corriente, que en pocos minutos consiguió colocarse a una prudente distancia del lugar donde había saltado al Big-Horn River.

Oyó, sin embargo, el estampido de algunas armas de fuego. Las balas chapotearon en el agua, pero el vaquero no se dio cuenta de ello. Consiguió, no sin esfuerzo, colocarse en la orilla opuesta, detrás de unos salientes. Allí el talud rocoso del río formaba, casi a la salida del Wind River Canyon, un prolongado recodo que, subiendo el declive, llegaba a la cima de éste.

Derrengado por el esfuerzo, Stone comenzó a trepar por él.

Sintió el rebote de las balas contra las cortantes aristas y algunas partículas de rocas salpicaron su rostro, sin herirlo.

Esto le obligó a avanzar con mayor rapidez, llegando extenuado a lo alto del talud.

Desde allí, oculto a los disparos de sus enemigos, observó el terreno que tenía ante sí.

Se quebraba en profundas ondulaciones.

La hierba crecía abundante en una ladera prolongada, hasta el límite mismo de los árboles. A la derecha de las profundas vaguadas, las rocas formaban una especie de barrera que se extendía hacia el Norte de la comarca, para levantarse, al final, en moles gigantescas, pétreas e inaccesibles.

Dando tumbos, el vaquero avanza de nuevo. Tenía que ganar aquella barrera rocosa antes de que sus enemigos pudieran cruzar el Big-Horn River y tenderle una emboscara, cortándole el camino de la retirada.

Estaba desarmado.

Era una cosa que no podía olvidar en momento alguno. Porque sin armas para defenderse, estaba perdido ante cualquier adversario, aunque éste fuera tan pésimo tirador como lo había sido el pistolero que

Nolan dejó a la entrada de la cueva, y que con sus tres disparos no había podido detenerle.

Hasta aquel momento no pensó en la incipiente herida de la cabeza. No sangraba. Sin embargo, era algo dolorosa, ya que la bala había quemado la piel, tras arrancar limpiamente el mechón de cabellos.

Detúvose jadeante cuando llegó a la cadena de peñascos.

Desde allí miró en todas direcciones.

Bonneville estaba más al Sur.

Para llegar al pueblo, indefectiblemente necesitaba un buen caballo. Intentar hacer el recorrido a pie era una temeridad.

De repente, algunas ideas acudieron a su mente.

En sus largos viajes conduciendo ganado del rancho de Moore había descubierto, desde los altozanos, la silueta de un lejano rancho. Estaba situado detrás de los rompientes del río por el Oeste, a unas cinco o diez millas de él. No era de gran importancia, porque ronca había visto movimiento de ganado en sus alrededores mi jinetes que demostraras que estaba dotado de un fuerte equipo, a la manera del que él había abandonado.

Esto le hizo cobrar alguna esperanza.

Aparte de la necesidad de descanso, de comida, el poseer un caballo era su ambición más importante. Las gentes de Rawlins no estaban a la vista. Sin embargo, podían descubrirle de un momento a otro. Y si esto sucedía, Dan Stone estaba irremisiblemente perdido.

Bajó la pendiente casi corriendo.

Luego su paso se hizo más tardo, a medida que los minutos transcurrían. Y aun cuando temió verse sorprendido por sus enemigos, esta situación no se Je presentó nunca.

Así, hacia el mediodía, bajo el calor de un sol casi oculto por las bajas nubes que dominaban el infinito espacio, Dan se detuvo. Observó el movimiento de reses dispersas a todo lo ancho y largo de la pradera. Vio, hacia la izquierda, la curva prolongada del Big-Horn River, corriendo ahora por un plano liso, tranquilas sus aguas, como una balsa de aceite.

Pero no descubrió ninguna edificación.

No obstante diose cuenta de que quizá la casa ranchera estuviera a la derecha del punto donde él estaba. Por ello caminó de nuevo, dando casi la vuelta a la meseta. Y cuando se detuvo, sus ojos contemplaron la pequeña hacienda.

Aquel rancho debía tener muchos años de construcción. Sus paredes, construidas de troncos de árboles, ofrecían las huellas claras del paso inclemente del tiempo. Parte de la empalizada estaba rota, sin reponer, y los cobertizos en parte desmantelados.

Quienquiera que fuese el dueño, debía tener ocupaciones muy importantes, más importantes que las que pudieran referirse a las reparaciones de su finca.

Dan temió que no tuviera ningún caballo disponible.

Rodeó un espacio de terreno y alcanzó la casa, media hora después por la derecha. Un silencio impresionante le rodeaba. Junto a los corrales, un perro ladró por dos veces. Dan miró en aquella dirección. El animal huyó ante su presencia hacia el valle, allí donde se advertían algunas cabezas de ganado, que podían contarse con los dedos.

Y no le prestó mayor atención.

Lentamente llegó ante el destartalado porche.

Miró hacia la puerta abierta del rancho.

Y llamó con voz penetrante:

—¡Eh, amigos! ¿No hay nadie aquí?

La respuesta fue el silencio.

Entonces subió los peldaños, empujó aún más la puerta, y entró.

El olor a humedad era intenso.

Dan avanzó por el estrecho pasillo, pasó al comedor y, desde allí a las restantes dependencias. Pero no encontró a nadie tampoco.

Entonces regresó sobre sus pasos.

Examinó el henil cercano, la cocina, y encaminó sus pasos hacia los cobertizos de los caballos.

Unos metros antes de llegar a ellos, se detuvo.

Junto a la pared descubrió una canana vacía. Observó las profundas pisadas que se advertían sobre el suelo húmedo. Huellas de botas de montar.

Aquello no demostraba nada al vaquero. Sin embargo, llegó a impresionarle un poco.

La urgencia estaba en lograr el medio de comunicación necesario para alcanzar Bonneville. Por ello di rigióse rectamente hacia los cobertizos, y entró en uno de ellos.

Unos pasos más y el vaquero sintió una profunda emoción. Un hombre estaba tendido delante de unas pacas de paja. Más allá, sujeto por el ronzal a una argolla, un caballo sin silla.

Dan avanzó lentamente e inclinóse sobre el caído, boca abajo, encima del estiércol. Lo volvió poco a poco. Y se dio cuenta de que estaba muerto.

Una sensación extraña le hizo apretar los dientes. Miró entonces a su alrededor, como si temiera ser descubierto en su examen, como si temiera que alguien pudiera verlo.

Aquel desdichado presentaba dos orificios de bala en el cuerpo.

Le habían asesinado.

Dan saltó por encima del cuerpo inanimado. Desató con rapidez las riendas del caballo, colocó sobre su lomo una silla vaquera, y apretó fuertemente la cincha y las correas. Luego, sigilosamente, salió al exterior.

Debía huir de allí cuanto antes.

Era la primera vez que veía a aquel sujeto. Ni siquiera conocía su nombre. Pero si era encontrado en aquellos alrededores pudiera ser que le imputaran la culpabilidad de su muerte.

De un salto montó en el animal.

Luego, conduciéndolo hacia el estrecho sendero, logró salir del recinto de la empalizada, y espolearlo.

Unos minutos más tarde galopaba hacia el Sur, inclinado sobre la silla.

Dan comprobó que montaba un buen caballo y calculó que antes del anochecer estaría en su destino. Una amplia seguridad, una esperanza profunda le animó.

* * *

Aquella noche Dan cenó opíparamente y durmió durante muchas horas, hasta el día siguiente. Había pasado, en aquellas horas anteriores, los momentos más amargos de su vida. Y todo ello, Dan lo achacaba a Doroty, a aquella mujer irascible, inconsecuente, sólo poseída de sus propios caprichos.

Tal vez algún día, quizá no lejano, pudiera darle una réplica merecida. Sería para él una gran satisfacción.

Sonrió con esta idea. Los días amargos habían pasado, por el momento. Estaba libre, con algún dinero en el bolsillo, de cara a una vida nueva. Sin embargo, no sabía a dónde encaminar sus pasos.

Permanecer en la ciudad antojábasele inseguro. Rawlins y sus secuaces dominaban la comarca completamente. Y estaba expuesto a tener algunos tropiezos con ellos.

Vistióse y salió a la calle.

Bonneville diferenciábase poco de cualquier otro pueblo del oeste del territorio de Wyoming. Su calle principal, la calzada, amplia, formaba el centro arterial de la pequeña ciudad. Por ella circulaban vaqueros a caballo, carruajes y peatones.

Había algunos almacenes de utensilios de labranza, forrajes para las caballerías, dos cuadras de alquiler, herrería, abacerías y establecimientos de bebidas y casas de juego.

Dan, en su visita, inspeccionó perfectamente todos estos edificios. Tenía la impresión de que un sheriff o especie de alguacil mandaba en Bonneville. Ni sabía cuál era su radio de acción en la comarca, ni quién lo había nombrado, ni sobre cuáles pilares se asentaba para administrar la justicia en la población. No conocía a nadie y se alegraba de ello. Así nadie podría detenerlo en su paseo, nadie podía decir que era un vaquero del rancho de Moore, ni siquiera un antiguo pistolero.

Hizo una visita al caballo en la cuadra. Lo habían atendido bien y Dan pagó los gastos que el animal le ocasionara por su estancia.

Luego abandonó aquel lugar.

Regresó a mediodía a la posada..

Comió y se echó un rato, poniendo en orden sus pensamientos.

Hasta aquel momento, el vaquero de Moore no sabía hacia dónde encaminarse. Bajó al atardecer. Charló breves momentos con el posadero y después encaminó sus pasos a uno de los establecimientos de bebidas.

Allí, sentado ante una mesa, parecía esperar una oportunidad. Observó a las gentes que entraban y salían.

Oyó las más diversas conversaciones. Pero sobre todas. una llamó su atención poderosamente.

Dan acercóse al grupo de hombres. Uno, de edad que debía frisar en los cincuenta años, de barba entrecana, gesticulaba, al mismo tiempo que sus ademanes mostraban el interés de la conversación. Tres más escuchaban en silencio.

—He visto esa vena de oro como os estoy viendo a vosotros —recalcó, con voz dura, no exenta de firmeza—. Y he levantado un plano del lugar.

Echó mano al bolsillo interior de su chaqueta y sacó un papel muy arrugado, que desdobló, colocándolo sobre el húmedo mostrador del establecimiento. Los hombres que estaban a su lado se atropellaron para contemplar el mapa.

Dan avanzó hasta ellos. Miró. El gráfico, construido con burdas líneas, podía comprenderse perfectamente. De todas maneras, el viejo minero había evitado, al construirlo, colocar nombres que pudieran dar una pista exacta a gentes desaprensivas.

Su voz volvió a elevarse.

—Os digo que allí hay oro para todos.

—¿Por qué no nos indicas el camino, Brown? —preguntó uno de ellos.

—Primero tengo que denunciar la mina. Estoy seguro de que hay otros filones importantes por los alrededores.

—Iremos contigo al Síndico, si es necesario.

—No, amigos; me basto y me sobro yo para ello. Podéis preparar carretas y víveres. Os llevaré, sin duda alguna.

Dan retiróse de aquel punto.

La euforia de aquellos hombres era notoria. Y aquella alegría pareció transmitirse de repente al vaquero. Los descubrimientos realizados por aquel individuo despertaban, no sólo su atención, sino una ambición relativa.

Puede que en los yacimientos auríferos hallara un aliciente nuevo en su vida errabunda.

Pagó la consumición y abandonó el establecimiento.

La noche había cerrado.

Dan detúvose junto al bordillo de la acera. Observó la calzada. Continuaban llegando vaqueros de los distintos puntos de la comarca. Oíase la algazara que organizaban entre ellos, el correr de los caballos, levantando a su paso una cortina de polvo.

Todo aquello trajo a la memoria de Stone recuerdos muy antiguos, cuando él, como aquellos hombres, abandonaban el rancho en que trabajaban para divertirse durante el fin de semana en las poblaciones. Y recordó también que aquello fue el principal objeto de su marcha a la montaña.

Una sonrisa amarga apareció en sus labios.

Después del primer tropiezo de su vida, habían llegado muchos más, como en una cadena interminable. El penúltimo de todos había sido aquel del rancho de Moore.

Doroty debía estar muy tranquila y alegre con haberle desplazado del equipo; pero lo que ella no podía concebir era que él estaba tan contento o más que ella.

Sin embargo, recapacitó.

Analizó detenidamente la manera de ser de la muchacha.

Una de las principales piezas, fundamentales en su manera de ser, había sido su propio padre. La mala crianza operó en su voluntad maneras que estaban muy lejos de ser propias de una señorita.

No obstante, acabó por convencerse de que Doroty no era mala, ni mucho menos. Cuando un hombre con entereza supiera dominarla, aquella mujer sería maravillosa. Pero... ¿dónde estaba ese hombre? ¿Quién podía atreverse a tanto?

Sonrió con esta idea.

De repente, Dan irguióse. Allá abajo, junto a la plaza, oyó algunas detonaciones. Los vaqueros que subían, a lomos del caballo respectivo, por la calzada, detuviéronse, volvieron grupas.

Oyéronse los tiros con mayor profusión.

Dan, llevado de su curiosidad, echó a andar hacia la parte baja de Bonneville. Cruzó la plaza, alcanzó las cercanías de las edificaciones e hizo alto a pocos metros del Banco de la población.

U: hombre salía de él.

Se aferraba con fuerza a la puerta para no desplomarse en el suelo.

Estaba herido.

Dan corrió para sostenerlo. La herida de bala en pleno pecho era grave. La sangre brotaba de ella a torrentes.

Algunos más se acercaron. Otro gritó algo, se abrió paso entre los restantes, y se detuvo junto a ellos. Era el sheriff.

Stone lo miró. Observó la dureza de aquellos ojos que le contemplaban.

—¿Quiénes fueron? —preguntó.

—No lo sé —repuso el vaquero.

—Huyeron por allá —observó uno de los del grupo—. Eran cinco hombres y llevaban el rostro cubierto por una máscara,

—¿Robaron?

—Creo que sí.

—Llevad este hombre al médico. ¡Pronto! Es posible que no lleguemos a tiempo de salvarlo.

Dan intentó cumplir la orden, pero el sheriff le detuvo por un brazo. Y le espetó, sin contemplaciones:

—¿Es usted Dan Stone?

—Yo soy, sheriff.

—¡Acompáñeme!

Dan pareció dudar un momento. Luego, sin hacer preguntas, siguió al representante de la Ley. Y ambos entraron en el Banco.

La ventanilla del cajero estaba agujereada. Dos hombres yacían en el suelo inmóviles, uno boca arriba, el otro aferrado al borde del mostrador, a punto de caer.

Le auxiliaron. Pero el desgraciado no pudo pronunciar una sola sílaba.

—Este tampoco nos ayudará a desenmascarar a los criminales —dijo el comisario—. Echemos un vistazo por ahí...

Los dos juntos inspeccionaron el local bancario.

No hallaron nada que pudiera significar una pista. Mas, antes de salir, Dan inclinóse cerca del cadáver del segundo empleado del Banco.

Allí había un revólver en el suelo.

Sus ojos examinaron el arma. Un “Colt” de seis tiros, con la culata de nácar. Y sobre ella, el vaquero descubrió dos iniciales en plata: la D. y la S.

La impresión le hizo enmudecer.

El sheriff Harold casi le arrebató el arma de las manos.

—¿Lo conoces? —preguntó.

—Es la primera vez que lo veo —mintió Stone.

—Tendremos que examinarlo. Venga conmigo.

—¿Dónde?

—A mi oficina.

—¡Oiga, sheriff! —exclamó Dan, sin poder contenerse—. ¿Quiere decirme qué significa todo esto?

—Hay una denuncia contra usted.

—¿Una denuncia?

—Eso es lo que he dicho.

—¿Va a creer que he tomado parte en todo esto?

—Yo no creo nada.

—Lo que usted crea no me importa, ¿comprende? Sólo sé que no estaba aquí cuando se hicieron esos disparos, cuando asaltaron el Banco. Vine al oír las detonaciones.

—Es posible que sea verdad lo que dice.

—Sin duda alguna.

—La denuncia que tengo contra usted no es esa.

Esta vez el vaquero no supo qué responder. Miró inquisitivo al representante de la justicia.

—¿Cuál es, entonces?

—Hablaremos de ello en mi despacho.

Siguiendo al sheriff, ambos cruzaron entre las gentes. Habíanse llevado de allí al herido. Grupos de vaqueros comentaban. Algunos de ellos intentaban hacer preguntas a Harold, pero éste rehusó contestar a las que se le hicieron. Sin embargo, según pudo apreciar Stone, las miradas que le dirigían eran significativas.

Las ideas acumuláronse en la mente de Stone. Ignoraba qué denuncia podía haberse hecho en la oficina del sheriff contra él, cuando, en verdad, nadie le conocía en el pueblo y gran parte de la comarca.

De todas maneras accedió de buena gana a seguirle.

Cuando entraron, Harold cerró la puerta de salida. Dos hombres aparecieron entonces en el pasillo. Uno de ellos estaba armado de un rifle de repetición.

Salió al encuentro del sheriff.

—Seguimos las huellas de los asaltantes —dijo, antes de que le preguntaran—. Nos llevaban mucha ventaja.

—¿Qué dirección tomaron?

—La de las montañas.

—¿Cuántos eran?

—Cinco. Disponían de buenos caballos.

—Es posible que sepamos pronto quiénes son. Ahora encargaos de este hombre.

—¿Quién es, John?

—Dan Stone.

—¿Dan Stone? Puede que no se equivoque...

Stone le vio acercarse, para colocarse después tras él. Sintió el cañón del rifle en su espalda, al mismo tiempo que el ayudante del sheriff ordenaba:

—Echa a andar, amigo. Y no cometas una tontería.

—¿Qué significa esto?

—¡Vamos! Ya lo sabrás.

—Soy inocente de cuando podáis achacarme —estalló, fuera de sí, Stone.

—Lo sabemos, muchacho; pero es necesario aclarar algunas cosas.

No opuso resistencia.

Los tres hombres entraron con él en el despacho. John Harold tomó asiento al otro lado de la mesa de despacho, colocando el revólver recogido por Dan, a un lado de los legajos de papeles que se advertían sobre ella. Sus ayudantes se situaron a derecha e izquierda de Dan. Y Harold, con una sonrisa enigmática, dijo:

—Max Holliday ha sido asesinado, Stone. ¿Conoces a ese hombre?

—¿Max Holliday? Es la primera vez que lo oigo.

—Sin embargo, hay un grave cargo contra ti.

—¿Cuál?

—El caballo.

Dan se estremeció. Había procedido de la manera más vulgar de como un hombre puede conducirse en el Oeste. Aquel caballo pertenecía a un hombre muerto, un hombre que, probablemente, respondía al nombre de Max Holliday, y que alguien debía haber asesinado unas horas antes de llegar él a su rancho.

 

CAPITULO V

Dan estremecióse.

Los conflictos sucedíanse de una manera prodigiosa

Había logrado eludir a una banda de ladrones, había conseguido salir con bien de un rancho donde le habían expulsado, y cuando consideraba que una nueva vida abríase ante él, aquel sheriff, John Harold, le acusaba, nada más y nada menos, que de la muerte de un hombre llamado Max Holliday y del robo de un caballo propiedad del muerto.

No acertaba a comprender de dónde ni por qué conducto llegó la denuncia. Pero se daba cuenta de que una mano oculta trataba de eliminarle. ¿Por qué? No podía saberlo.

Ahora, frente a él, con el rostro severo, fija la mirada en sus facciones, estaba un representante de la Ley, inexorable, dispuesto a hacer justicia. Sus ayudantes, colocados a ambos lados del detenido, se hallaban prontos a intervenir.

—Es cierto —dijo con voz firme— que ese caballo lo tomé de un rancho en que estaba un hombre muerto. Había caído en manos de Rawlins y sus hombres en el Wind River Canyon; había perdido a mi caballo, me habían herido, aunque superficialmente, y estaba en una parte árida de la comarca, sin medios de transporte. Aquel rancho solitario me impresionó. Sobre todo el cadáver de ese sujeto a quien ustedes llaman Max Holliday, y a quien nunca vi. Tomé el caballo del cobertizo y corrí hacia Bonneville.

—Debiste venir a avisarme.

—No lo creí necesario.

—¿No? ¿No creíste necesario venir a poner en mis manos ese caballo y a darme la noticia? Eso significa que no había interés en que se te tomara por el asesino

—Nunca pensé que la culpabilidad podía recaer sobre mi.

—Y la denuncia está hecha. Para mayor abundamiento está ese revólver que hemos encontrado en el Banco.

—¿Qué quiere decir?

—¿Conoces el arma?

—Es mía, sin duda alguna.

El sheriff miró a sus dos ayudantes.

La expresión de aquella mirada hizo comprender a Dan que el sheriff lo consideraba como parte integrante de la banda que había robado el Banco de Bonneville unas horas antes.

No pudo contenerse.

La indignación dominó al vaquero. Trató de levantarse, pero los hombres de Harold le obligaron a sentarse de nuevo.

—¡Todo eso es mentira! —aulló, con voz tonante—. Alguien llevó el arma allí. Alguien tenía interés en que se me acusara de ladrón y de criminal. ¡Pero yo juro que soy inocente!

—Todos dicen igual, muchacho, cuando se ven casi con la cuerda al cuello. La muerte de ese ganadero, su caballo en tu poder, el revólver hallado en el Banco, son pruebas suficientes para condenar a un hombre a muerte. Lo que ha pasado esta mañana en Bonneville irritará a sus habitantes. Y tengo la misión de dar a esas gentes una satisfacción, aplacando sus ánimos.

—¿Es que no va a darme una oportunidad?

—¿Una oportunidad de escapar?

—De defenderme.

—No tienes defensa posible, amigo.

—He dicho que no soy culpable de nada.

—¿Tienes pruebas para ello?

—Puedo conseguir esas pruebas en menos de tres días.

El sheriff sonrió mordazmente.

Dan comprendió que ninguna de sus palabras eran creídas por aquel sujeto. Estaba acostumbrado a tratar a los delincuentes con la dureza propia de un hombre que sabía cuál era su deber, que tenía presente su responsabilidad, aparte de sus conveniencias. Y cuanto dijera al respecto no conseguiría ablandarlo.

Por ello mordióse los labios.

Miró a derecha e izquierda, como si quisiera encontrar un resquicio por donde escabullirse de aquella situación terrible que atravesaba; pero comprendió que cualquier intento sería nefasto para él.

Las gentes del pueblo lo habían visto caminar entre el sheriff y algunos de ellos. Los hombres de Bonneville sabían que él, si no era culpable de aquel crimen cometido en el Banco, tenía alguna relación con él. De otra manera, el sheriff nunca le hubiera molestado.

Stone dióse cuenta de que habría de trabajar de firme, con rapidez, aun a expensas de morir en el intento.

Observó la puerta que daba al pasillo.

La distancia que lo separaba de ésta era tan corta, que de un salto podía llegar hasta ella. Pero a su lado se hallaban los dos agentes del sheriff, dos hombres alerta, dispuestos a echar mano a las armas si la ocasión se presentaba.

—Quisiera saber antes, si es posible, el nombre de quien me acusó de dar muerte a ese ganadero —exclamó, con voz tranquila.

—¿Para qué?

—Para poder defenderme de él.

—Será inútil cuanto hagas.

—Tengo derecho a la defensa.

—Cuando hay base para ella, sí. Pero en esta ocasión las pruebas no permiten el simulacro de defender una causa que ya, de antemano, está irremisiblemente perdida. Las pruebas del caballo y de esa arma son irrefutables. Y las gentes del pueblo quieren acción, rapidez, cosas concretas. Vamos a juzgarte sin pérdida de tiempo.

—¿No me concede entonces un pequeño margen de tiempo, sheriff?

—Eso no está en mi mano.

—Está bien, Harold. Haré que ninguna de esas gentes tenga la oportunidad de comentar que muero como un cobarde. Tengo la conciencia tranquila, ¿sabe? Cuanto he dicho es cierto. Rawlins y sus secuaces podrían testificar la verdad.

—Rawlins no tendría tiempo de hacerlo. Llevo muchos meses detrás de las huellas de ese criminal. Y el día que lo tenga al alcance de mi mano...

—Nunca lo tendrá. El sabe obrar de manera eficaz, no como yo o como otro cualquiera. Sabe que pueden matarlo y no habrá quien le ponga la mano encima. Sólo yo sería capaz de hacerlo.

Esta vez Harold miró al vaquero de una manera extraña. Las palabras de Dan estaban encaminadas a conseguir el pequeño margen de tiempo, tan importante como para poder hallar una solución rápida. Una vez le hubieran encerrado tras las rejas de la cárcel, todo se habría perdido.

—Estás bromeando, muchacho.

—No. Conozco el refugio de esa banda.

—¿Y qué? ¿Qué adelantas con conocerlo?

—Podría poner en sus manos a Rawlins.

La sonrisa del comisario ensanchóse. Sus ojos brillaron por un momento.

Mas al instante respondió:

—O tal vez me harías caer en una trampa mortal.

—¿Cree que sería capaz de eso, Harold?

—¿Y por qué no? ¿Acaso no has hecho cosas peores?

Dan apretó los labios.

Acababa de darse cuenta de que por ningún concepto conseguiría convencer al representante de la Ley. Era de los que prefería tener a un prisionero en sus manos, para juzgarlo aparatosamente, que vivir con la esperanza de lograr la captura de un pistolero de la calaña de Rawlins.

Lentamente alzóse.

—Me doy cuenta de que nada servirá para ablandarlo, sheriff.

—Me alegra que pienses así. Te tengo en mi poder, con pruebas concluyentes.

—¿Y no teme que puedan ejecutar a un inocente?

—No.

Sus labios sonrieron.

El brillo de aquellos ojos penetrantes indicaron al vaquero que no había posibilidad alguna de hacerle cambiar de parecer. Sus ayudantes seguían colocados a su lado. Los dos mantenían las armas dentro de las fundas de cuero que pendían de la canana.

Harold, por su parte, continuaba sentado.

Ante sus ojos estaba el revólver de Dan, la prueba más concluyente de cuantas podría esgrimir en el momento del juicio, si es que para condenarlo a la horca era necesario llegar al extremo de formarle un juicio legal.

—Puede encerrarme, si le parece —concluyó—. Estoy seguro de que mis palabras no servirán de nada en este caso.

—Eso es lo que voy a hacer, Stone.

El sheriff continuaba sonriendo.

Dan, con la cabeza gacha, permaneció algunos segundos como dominado por sus múltiples pensamientos. Y, de pronto, sin que ninguno de los tres pudiera esperarlo, saltó hacia atrás.

Rápidamente sus manos sujetaron por la espalda al ayudante del sheriff que estaba a la derecha. Increíblemente rápido, tiró de la funda derecha en que descansaba el “seis tiros” de su enemigo, y, protegiéndose con su cuerpo, apuntó a los restantes.

—¡Quietos! —ordenó. Aquella voz significaba una sentencia de muerte. De repente, el rostro del vaquero parecía haberse convertido en piedra. Los ojos llameaban.

Harold no pudo ni moverse.

El revólver de Dan estaba tan cerca de la punta de sus dedos, que hubiera podido apoderarse de él con un ademán rápido. Pero el temor a morir le obligó a contenerse.

Stone retrocedió hacia la salida. Sin embargo, avanzó de nuevo, obligó al segundo ayudante a ponerse de cara a la pared, y, empujando al que tenía asido, alargó la mano a la mesa, tomando su revólver, que enfundó con rapidez. Luego empujó al que le servía de parapeto.

Una sonrisa irónica, terrible, apareció en su rostro. Los ojos escrutaron detenidamente el rostro cetrino del sheriff. Vio que el temor aparecía en ellos. Observó que un estremecimiento dominaba el corpachón del representante de la Justicia.

—Vuelvo a repetirle lo mismo, Harold —dijo, con voz reposada—. No soy el causante de todo eso que se me achaca. Las pruebas pueden estar en contra mía, pero todas ellas son falsas. Creo que quien puso ese revólver en el Banco, con el deseo de que fuera hallado, para condenarme, tiene mucho que ver con el rancho de Moore. No me importa saber su nombre o ignorarlo. Lo encontraré. Y ahora, si quiere llegar a las elecciones y luchar por su candidatura, no se mueva de ahí. Mande a sus hombres que permanezcan quietos. Si no lo hacen, juro que lo mataré, Harold, sin vacilación.

Llegó, retrocediendo, sin dar la espalda a sus adversarios, hasta la entrada del pasillo. Luego, con la mano izquierda, fue cerrando poco a poco la puerta de salida del despacho. Y, al final, tiró de ella, corrió el cerrojo de fuera y avanzó corriendo por el pasillo

En vez de salir por la parte principal del edificio, avanzó hacia la espalda. Tuvo suerte. La puerta que daba a la parte trasera estaba entornada.

Dan viose libre, a escasa distancia de las primeras edificaciones de la plaza de Bonneville. Miró a su alrededor. Las gentes se agrupaban en algunos lugares de la calzada. Cruzó de un lado a otro de la plaza. Pero detúvose de repente.

Cerca de la puerta de uno de los establecimientos de bebidas, descubrió algunos caballos.

Pegado a las edificaciones avanzó. Poco a poco consiguió llegar cerca de ellos. Desató la brida de uno y saltó limpiamente a la silla.

Alguien, desde el interior del local, gritó:

—¡Se llevan tu caballo, Grant!

Dan no vio a ninguno fie los dos individuos, ni al que había dado la alarma, ni al llamado Grant. Las espuelas se clavaron en los ijares de la bestia. Y velozmente avanzó calle abajo, hacia la salida del pueblo.

Cuando consiguió colocarse fuera de las edificaciones volvió la cabeza. Observó a algunos jinetes cerca de las oficinas del sheriff. Y comprendió que iban a perseguirlo.

Desde aquel momento, Stone no pensó en otra cosa más que en huir, en alcanzar las montañas cuanto antes. El caballo que montaba era fuerte, resistente, de una poderosa zancada. Así, inclinado sobre el arzón de la silla, galopó con toda rapidez. La llanura fue quedando a su espalda. La nube de polvo que los herrados cascos de la bestia arrancaba al reseco camino, impedíale ver la proximidad o la dirección de sus perseguidores.

Y aun cuando consideró que podía escapar libre de aquellos hombres, también tuvo la certeza de que Harold no abandonaría jamás la posibilidad de darle alcance, juzgarle a su manera, y ahorcarlo en la plaza de la ciudad.

Este pensamiento lo enervó.

Las cosas habían cambiado mucho desde que llegó a la comarca. Ahora, sin culpabilidad, alguna se le consideraba un proscrito. Todos los hombres de aquella región le buscarían con denuedo, dispuestos a cobrar la recompensa que Harold ofreciera por su captura.

Cabalgó durante mucho tiempo.

Creyó firmemente que los hombres que le perseguían habían quedado tan atrás, que era imposible que pudieran detenerlo en su carrera. Esto le tranquilizó bastante.

En adelante, el vaquero no volvería a confiarse. Había muchas cosas al fondo de las cuales deseaba llegar. Las gentes del rancho de Moore le habían jugado una mala pasada. Y si era cuestión de odio y rivalidad de Ray Mallory, daría a aquel jugador fullero su merecido.

Cuando se detuvo, al amparo de la maleza, en la vertiente de las montañas, el hombre y el caballo hallábanse bastante fatigados. Las horas de la tarde avanzaban. El sol comenzaba a inclinarse hacia el ocaso. El viento que soplaba desde las cumbres de las montañas era frío, intensamente frío. Y ello obligó al vaquero a buscar un refugio adecuado para pasar la noche.

Sin embargo, continuó avanzando, al paso del animal.

Pasó una hora.

La configuración del terreno no había cambiado, aparentemente. Al fondo alzábanse los picachos desnudos de las poderosas sierras. Abajo, cerca de la corriente del Big-Horn River, podían apreciarse los sinuosos callejones de los desfiladeros y los “cañones” de paredes casi inaccesibles.

En uno de aquéllos, Rawlins tenía su guarida. Más al Norte, en los espacios cerrados, al abrigo de las tempestades, otras bandas de forajidos habían acampado. La comarca entera era un vivero de hombres fuera de la Ley.

Dan detúvose de pronto.

Oyó ruido de cascos de caballos.

Casi al momento, rumor de voces no muy lejano.

Esto obligó al vaquero a ocultarse entre los matorrales, detrás de los tronces de los árboles. Acarició suavemente el cuello del animal. Con ello el caballo tranquilizóse, evitando su jinete que un relincho descubriera la posición que ocupaba.

Una voz llegó clara hasta él. Los caballos habíanse detenido entonces en medio del estrecho sendero.

—Ese ha debido tomar la dirección del río, Brand.

—¿Por qué la dirección del río? —preguntó éste.

—Es una salida segura. Hay demasiados bandidos acampados en las orillas del Big-Horn. Y allí encontrará amparo.

—Creo que no ha hecho ese camino.

—¿Por qué?

—Es muy sencillo. No debe tener muy buenas relaciones con Rawlins o con Sam Bass.

Brand guardó silencio.

Los hombres comentaron durante algunos segundos. Luego, silenciosamente, volvieron a buscar las huellas entre la maleza. De pronto, uno de ellos llamó la atención de los demás.

—He encontrado las huellas —dijo, eufórico.

—¿Dónde?

—Aquí. Son muy recientes. Nadie más que él ha podido correr hasta aquí, lo que demuestra que era equivocada tu idea, Brand, de que hubiera corrido hacia los “cañones”.

Stone se dio cuenta de que eran sus huellas las que habían descubierto. Esto llegó a hacerle temer que le descubrirían de un momento a otro. Y, entonces, apretando las piernas sobre el vientre del caballo, flojas las riendas, picó espuelas.

El animal lanzó un relincho.

Casi al momento, algunas armas de fuego escupieron plomo. Varias balas silbaron por encima de la cabeza de Stone. Había claridad suficiente para que sus enemigos pudieran verle y dirigir certeramente sus disparos. Por ello introdújose cada vez más en el bosque, la cabeza pegada al cuello del animal, para evitar las ramas bajas de los árboles.

Cuando alcanzó los espacios abiertos irguióse.

Oía el ruido de los otros caballos al rozar las ramas de los árboles y la tupida maleza. Pero parecían haber cambiado de posición, puesto que avanzaban a la derecha, de cara al río, como si todos los jinetes creyeran que el fugitivo tomaría, como medio de salvación, aquella ruta.

Pronto dejó de oír aquellos raidos.

Jadeaba...

También el animal daba muestras de un enorme cansancio.

Dan siguió adelante por aquella senda de cabras. Las rocas, agrupadas en cadenas sinuosas, cortaron el avance del jinete en algunas ocasiones. Pero salvados estos obstáculos, entró de lleno en las umbrías laderas del sistema montañoso del país.

Dan no se atrevió a detenerse en mucho tiempo.

Los hombres que le habían perseguido podían volver sobre sus huellas. Y no estaba en condiciones de huir o de pelear con ellos abiertamente.

Así, hasta que las sombras de la noche comenzaron a extenderse por el árido paraje, continuó avanzando. Al dar la vuelta a un recodo del camino, sus ojos, acostumbrados a ver bien en la semioscuridad, observaron la silueta de un jinete.

Aquel hombre detuvo al caballo de un tirón. Y los dos, al mismo tiempo, dieron vuelta a sus cabalgaduras, con intenciones de huir, cada uno por un lado distinto.

Sin embargo, el otro hombre se detuvo. Gritó:

—¡Eh, amigo, deténgase!

Stone obedeció maquinalmente. Vio al sujeto inmóvil sobre la silla del animal. No podía ver sus facciones, pero sí que sus manos permanecían fijas sobre el pomo de la silla.

Paso a paso, el sujeto acercóse. Dan dióse cuenta entonces de que era un hombre de unos cuarenta y cinco años de edad. Todo en él aseguraba la violenta vida que llevaba. Pero su sonrisa era franca, franco el brillo de sus ojos y fácil y casi alegre su palabra.

—Es posible que ni usted ni yo seamos agentes de la Ley —dijo.

—No lo soy, sin duda alguna —repuso Dan.

—Tampoco yo. He logrado despistarlos.

Stone comprendió entonces que aquellos sujetos a los que había despistado él unas horas antes, perseguían a aquel hombre con el que acababa de toparse.

—Mi nombre es Sevens —dijo el sujeto, con voz alegre—. Soy un forajido. ¿Puedo ayudarle en algo?

—¿Lleva algo de comida?

—Lo siento,, compañero. Pero mi alforja de silla está más seca que el ojo de un tuerto. Y no es eso sólo lo malo. No tengo, desde hace mucho tiempo, un solo centavo en los bolsillos. Hay un pueblo cerca de aquí: Lucerne (1). Iba a encaminarme a él...

(1) Pueblo del territorio de Wyoming, condado de Hot Springs, situado al Norte del Wind River Canyon y a cinco millas inglesas de Thermópolis, capital del mismo. Se levanta cerca de las estribaciones de la cadena montañosa de los Owl Creek Mountains, en el vértice del North Fork Creek con el Big-Horn River. Tenía en el momento de nuestro relato poco más de 500 habitantes. N. del A.

 

—¿Pensaba encontrar ayuda allí?

—Tal vez. Conozco bien toda la comarca que pisamos. No he estado nunca en ese pueblo y es posible que nadie me reconozca.

Sonrió ampliamente. Los dos caballos habíanse colocado parejos y ambos sujetos podían observarse de cerca.

—No me ha dicho usted su nombre —dijo el pistolero, suavemente—. Pero creo que no será necesario. Usted debe ser Dan Stone.

—¡Demonios! ¿Cómo lo sabe?

—Oí pronunciar ese nombre algunas veces en las cercanías de Bonneville, donde esos perros me descubrieron. Contaban cosas feas de usted.

—Todo es incierto.

—Lo que no evita que sea un fuera de la Ley.

—Así es.

—Además hay alguien interesado en echar tierra encima de usted. Un tal Mallory. ¿Lo conoce?

—¿Cómo lo sabe?

—Estuve con ellos en esa ciudad. Eran cinco hombres bien armados. Uno de ellos le nombró.

—¿Dijeron algo de mí?

—Hablaron de ganado, y de cierto Banco al cual tenían que visitar.

Dan sonrió.

Aquel sujeto le parecía el hombre más avispado de cuantos había encontrado en su camino. No dijo nada. Escuchó sus manifestaciones.

—Ese Mallory no me gusta, amigo —agregó, con voz tranquila—. Se daba demasiada importancia al lado de aquellos cuatro indeseables. Dijo algo relacionado con un rancho, con la hija del ranchero y con negocios sucios en los cuales creo que intervenía ese Rawlins que el diablo confunda.

El hombre detúvose un momento, como si quisiera comprobar el efecto que sus palabras producían en el sujeto a quien acababa de encontrar en su camino. Hablaba hasta por los codos. Pero tenía una gran virtud: la alegría, el desinterés, la jocosidad con que pronunciaba sus palabras. Mas a través de ellas podía apreciarse seguridad, valor, entereza, cualidades que podían hacerle un hombre temible.

—Sé —agregó— que maneja las armas como nadie. Ese Mallory alegaba que le había quitado la novia, hasta obligarle a salir de la hacienda. Sus compañeros reían sus insultos y coreaban los deseos de Mallory cuando aseguraba que le mataría en cualquier momento. Ahora pienso que debe estar aliado con Rawlins o con Sam Bass.

Estas manifestaciones llevaron a la conciencia del vaquero la seguridad de que Rawlins esperaba a un hombre para llevar a cabo el traslado de ciertas cabezas de ganado hacia el Norte. Aquél hombre no podía ser otro que Mallory.

Ahora lo comprendía todo.

Mallory se encargaría de que el ganado de los Moore pasara a manos de los cuatreros. Debilitando la economía de Moore, hasta casi la ruina, tenía el convencimiento, la seguridad de que conseguiría a la muchacha y, con ella, la propiedad de una hacienda que valía muchos millares de dólares.

De estos pensamientos le sacó la voz del pistolero.

—Hasta que sea de día —dijo— no podemos hacer nada. ¿Tiene usted algún dinero? —acabó por inquirir.

—Poco; pero el suficiente para comer algo, sí.

—Mañana iré, si le parece, a Lucerne. Compraré lo indispensable para ir tirando, hasta que salgamos de estos desfiladeros. Hay tierras al sur de la región, donde se alzan pueblos en los cuales podemos prosperar. Quiero hacerle una proposición, amigo.

—Hágala.

—¿Le importa que le acompañe?

—Al contrario: me encantaría.

—Me alegro de que acepte mi compañía. He estado durante meses solo. Y no me agrada la vida de lobo solitario. A veces he hablado conmigo mismo o con mi caballo. Me ilusionaba oír mi propia voz. No sabe usted, compañero, lo que eso hace sufrir a un hombre. Y, ahora, choque esa mano. Es para mí un honor cabalgar al lado de un hombre como usted.

Dan no se opuso a los deseos del forajido.

Sevens parecía un hombre, aún dentro de su condición de forajido, bastante bueno. Quizá motivos inevitables le habían lanzado a la frontera, hasta el punto de hacer de él un hombre peligroso.

Hallaron un buen refugio, ya cerca de la localidad de Lucerne. Y acamparon sin encender hoguera, ateridos de frío, pero temerosos de que pudieran ser descubiertos por sus perseguidores.