CAPITULO VI

 

—No nos conviene tener encuentros desagradables.

La voz de Dan hizo recapacitar al pistolero.

Estaba amaneciendo.

Sevens había ensillado su caballo y mantenía entre las manos las riendas. En el bolsillo superior de su chaqueta había guardado dos billetes de cien dólares.

Desde el otro lado de la loma podía apreciarse la configuración del pueblo, levantado en la entrada de una vaguada, con casas de madera. La calle era ancha, recta, y cortaba en dos el conglomerado da viviendas.

—No pases cuidado —repuso Sevens. con una jovial sonrisa—. Yo soy el más interesado en no tener tropiezos con nadie. Además, lo que nos interesa es largarnos de aquí cuanto antes.

—Apresúrate pues.

Sevens montó de un salto.

De pie, cerca del lugar donde habían pasado la noche, Stone le vio alejarse. Oyó el seco golpe de los cascos herrados del caballo, hasta que este rumor perdióse en la distancia.

Entonces ensilló el corcel. Llevándolo de la brida, avanzó hasta lo alto de la loma, desde allí sus ojos contemplaron la localidad de Lucerne.

Veía jinetes caminando en distintas direcciones. Pero ninguno de aquéllos se parecían a su compañero.

Una sensación extraña le dominó. Comenzó a hacer una somera semblanza del pistolero. Sevens se le antojaba un hombre alegre, recto y capaz de jugarse la vida por una amistad sincera. Pero al mismo tiempo había en él algo extraño, algo que el mismo Stone no podía comprender.

Dejóse caer en tierra.

Sus ojos contemplaron con fijeza la entrada del pueblo.

La normalidad parecía absoluta.

Dan sentóse allí mismo, apoyada la espalda en una roca, sosteniendo en las manos las bridas del corcel. Así estuvo durante bastante tiempo.

De repente, disparos lejanos le hicieron estremecerse.

Levantóse con viveza.

Contempló entonces el estrecho sendero polvoriento.

Un jinete galopaba a toda marcha del caballo, inclinado sobre el cuello del animal, sujetando junto al pomo de la silla un fardo.

No podía reconocerlo bien a aquella distancia.

Pero cuando estuvo más cerca, un rictus de desagrado apareció en sus labios: era Sevens. Allá a lo lejos podía apreciarse un grupo de unos cuatro o cinco jinetes que avanzaban a toda marcha.

Disparaban con alguna frecuencia. Cada vea que las detonaciones resonaban en los oídos del pistolero que corría, Stone parecía apreciar que su figura se encogía más y más encima de la silla del corcel.

Unos minutos más tarde trepaba sierra arriba.

Sevens, con el rostro empalidecido quizá por el esfuerzo, refrenó al animal a escasa distancia de donde se hallaba el vaquero. Su voz pareció un trallazo:

—¡Monte, Dan, arriba!

—¿Qué ocurre, Sevens? ¿Está usted herido?

—Vamos, sígame cuanto antes.

Espoleó al caballo, que saltó hacia adelante impetuosamente. Dan imitó su ejemplo.

Los dos animales lanzáronse entonces a un galope desenfrenado. Ante ellos el terreno zigzagueaba continuamente, haciendo el correr de los animales cada vez más dificultoso. Sólo la mano diestra de los jinetes logró encarrilarlos en la dirección que más Ies convenía, sin apartarse mucho de los contrafuertes de las empinadas montañas.

Un bosquecillo cercano de pinos favoreció, momentáneamente, la huida de los dos hombres. Cuando pasaron al lado opuesto, adentrándose en los espacios abiertos, Dan volvió la cabeza. Había rebasado a Sevens. Observó que tenía algunas dificultades y gritó:

—¿Ocurre algo? ¿Necesita ayuda?

—Siga adelante, Dan. Tenemos que despistarlos.

Stone no insistió.

Cuando los caballos acusaron el cansancio, la distancia que los separaba de Lucerne era ya enorme.

Dan detuvo al animal y esperó.

—¿Por qué se detiene? —exclamó el pistolero.

—Los caballos están muy cansados.

—Los desfiladeros están cerca. Conozco un manantial próximo a ellos, en un lugar oculto. Allí podremos acampar, hasta mañana.

La palidez del semblante de aquel hombre había aumentado.

Stone no hizo ningún caso de ello.

Sevens parecía fuerte, pleno de poderío. Su voz era dura, firme, cuando hablaba.

Siguió caminando.

Esta vez el pistolero tomó la delantera, guiando a su camarada. La marcha duró otra hora más.

Luego, al paso corto, cruzaron el primer desfiladero.

Cuando hicieron alto, definitivamente, estaban a la entrada de un pequeño valle. Los árboles, escasos, eran grandes y la sombra ocupaba un gran espacio del terreno. Entre las rocas brotaba el agua, formando algunos metros más allá de su nacimiento un pequeño lago.

Sevens echó pie a tierra.

Al soltarse del animal, estuvo a punto de desplomarse en el suelo.

Stone observó aquel extraño fenómeno. Acercóse a él. Y, entonces, por debajo del pequeño chaleco de cuero del bandido, observó, sobre la alba camisa de franela, un ancho rosetón rojo.

—¡Está herido, Sevens! —exclamó—. ¿Por qué no lo dijo antes?

—No podíamos detenernos.

—¿Es grave?

—Creo que no.

—Venga conmigo. Tengo que curarle, detener la hemorragia.

Los dos hombres llegaron debajo de los árboles. Dan no se preocupó de los caballos, que quedaron en absoluta libertad, aun cuando no se alejaron muchos metros. Cerca del manantial crecía abundantemente la hierba.

Sevens, con ayuda de Dan, quitóse la chaqueta. El vaquero subió la camisa de su camarada y dejó al descubierto la entrada de la bala. La herida estaba situada debajo de la paletilla derecha. Debía haber atravesado el cuerpo del hombre de una parte a otra.

Segundos más tarde Dan lo comprobaba. Se daba cuenta de que el aspecto de aquella herida era más grave de lo que había considerado en un principio. Además, había perdido mucha sangre.

No despegó los labios.

De su alforja de silla sacó algunas vendas y después de lavar cuidadosamente los abiertos labios de la lesión, vendó con fuerza y cuidadosamente al hombre.

La palidez de su rostro había aumentado.

Sin embargo, aun cuando la cura debió producirle un dolor profundo, los labios del pistolero no se abrieron ni una sola vez para pronunciar una queja.

—Esta vez —dijo, con reposado acento— creo que me dieron de verdad.

—Curará dentro de algunas semanas, Sevens. Usted es fuerte y...

—Estuve herido otras veces de manera parecida. Pero entonces la pérdida de sangre fue menor. Creo que ahora, Dan, ese granuja de Nolan me acertó.

—¿Nolan?

—¿Lo conoce?

—Depende de quién sea. Conocí a uno en el Wind River Canyon hace algunas semanas.

—Creo que se unió a Rawlins.

—¿Dónde lo vio la última vez?

—En una población de Kansas. Pude haberle matado aquel día, pero sentí lástima de él. Hizo trampas en el juego. Todos los que estaban presentes así lo comprobaron..

—Cuénteme lo que ha ocurrido.

Dan habíase colocado al lado de su compañero. El rostro de aquel hombre estaba inundado de sudor. Jadeaba. Sin embargo, no parecía haber perdido nada de la potencia de su voz, de su energía, incluso de su jovialidad.

Aspiró con fuerza y se volvió de lado, diciendo:

—Llegué a Lucerne sin novedad. No me fue difícil encontrar una abacería muy cerca del camino, y entré en ella, después de atar el caballo, de la brida, a uno de los amarraderos. Hice las compras que necesitábamos y cargué el fardo en el corcel. Pero poco antes de montar...

Detúvose un momento.

Miró hacia el sendero que habían dejado a su espalda.

Y agregó:

—Vi a Nolan al otro lado de la acera. Estaba junto con algunos hombres y se había detenido para observarme. De pronto le vi levantar el rifle de repetición, gritó mi nombre, y disparó. La bala pasó rozando mi cabeza, se incrustó en la pared de troncos de árbol de la abacería, sin alcanzarme. Créame, compañero, que pude haberle matado antes de que hiciera fuego; pero el deseo de cumplir con lo que le había prometido, de no buscamos complicaciones, me perdió. Monté y espoleé al animal, que partió raudo. Pero antes de salir del pueblo me alcanzó. ¡Maldito sea!

Sonrió amargamente.

—Luego, seguro de que podían derribarme de otro balazo, apreté las piernas a los costados del caballo y sólo tuve deseos de correr para avisarle de lo que estaba sucediendo. Lamento no haberme detenido. Nolan hubiera visto entonces de lo que Sevens era capaz de hacer. Ahora quiero pedirle un favor, Dan.

—Pídame lo que quiera.

—Estoy seguro de que voy a morir. Esta vez, compañero, no me salva nadie. Si alguna vez se encuentra con ese Nolan, ¿se acordará de mi?

Stone alargó la diestra y estrechó la mano del pistolero.

—¡Seguro que sí, Sevens!

—¡Gracias! No esperaba menos de usted.

Dan levantóse.

Durante la mayor parte de la tarde se dedicó a merodear por los alrededores. Subió a la cresta de la cercana loma y desde allí examinó los caminos que, descendiendo desde las vertientes montañosas, perdíanse en la alta hierba de la pradera.

En ningún momento sus ojos descubrieron la presencia de jinetes. Esto le tranquilizó, hasta el punto de considerar que, en aquel refugio, estarían tranquilos durante las horas venideras.

Preparó algo de comida y dio de comer al herido. Después se echó a dormir.

Cuando llegó la noche, Sevens parecía mucho más animado.

—Tenemos que irnos de aquí —dijo—. Este lugar, aunque parece seguro, es peligroso para nosotros.

—¿Dónde quiere ir?

—Hacia el Sur.

—No podrá viajar en esa dirección en las condiciones en que se halla.

—Lo probaré.

—Los caminos son difíciles, Sevens.

—Sé todo eso. Pero es detrás de esa cordillera donde podemos estar más seguros. Allí podré curarme.

—Tropezaremos con agentes de la Ley.

—No. Ninguno se atreverá a acercarse por aquellos contornos. Esa zona donde pienso llevarle es distinta a las demás. Las bandas de salteadores de caminos ocupan todos los pasos importantes de las montañas y ningún jinete penetraría en ellos sin ser visto. La Ley sabe que allí no es posible penetrar. Tengo amigos, ¿sabe?

—Esos amigos, ¿le estiman de verdad, Sevens?

—Han sido compañeros de fechorías. Sam Bass está entre ellos.

El nombre del célebre pistolero llamó la atención de Stone.

—He pertenecido a su cuadrilla —agregó Sevens—. Le he prestado buenos servicios y sé que me ayudará en cuanto se lo pida. Será su pasaporte hasta esos campamentos.

—¿Mi pasaporte?

—Es peligroso ir allí. La verdad es que ya deben conocerle, aunque sea de nombre, Stone. Podrá hallar en ese lugar buenos amigos. Sin embargo, debo decirle cuán difícil es mantenerse allí dentro. Diariamente llegan hombres de distintos territorios de la Unión. Algunos cuajan en esas bandas; otros, sin embargo, llegan y nunca más vuelven a salir de esas montañas. Los mismos hombres de Sam Bass se encargan de quitarles los humos, de hacerles comprender que, cuando se es mediocre en el manejo de las armas de fuego, la vida no tiene ningún valor.

—Me doy cuenta de esas dificultades y de las costumbres de esas cuadrillas. Pero la verdad es que no permaneceré mucho tiempo entre ellos.

Sevens no respondió.

Stone había ensillado los caballos mientras conversaban. Luego intentó ayudar al pistolero para que subiera, pero éste desistió, con una sonrisa:

—Aún puedo valerme por mí mismo, compañero. ¿Vamos?

Cabalgaron durante toda la noche.

Algunas veces el cuerpo del pistolero abatióse sobre la silla del caballo, pero en ningún momento quiso que su camarada le ayudara.

Stone no había visto a un hombre como aquel. Lo admiraba. Siempre que se dirigía a él, aun en los momentos difíciles que atravesaba, sus palabras eran certeras, no carentes de la jovialidad que siempre le animaba.

Cerca del amanecer habían recorrido una buena parte de aquellas montañas. Pero las grandes dificultades por las que atravesaba el herido, aconsejaron a Dan detenerse.

El rostro de Sevens aparecía terriblemente pálido. Jadeaba. Un hilillo de sangre resbalaba por la comisura de los labios.

Stone le atendió con rapidez.

Trazó el campamento. Cuando hubo terminado con Sevens, ató los caballos, volviendo junto al herido.

Aquella noche fue terrible para Dan. Sevens no dejó de quejarse, cosa extraña en un hombre de la entereza, del valor, de la grandiosa resistencia física del bandido. Por ello comprendió el vaquero que el herido se moría.

Una de las veces, Sevens levantó la cabeza y le obligó a que se acercara. Sus palabras habían perdido la fortaleza anterior, la seguridad. Sevens estaba seguro de que se moría.

—¡No quiero... compañero, que olvides a ese Nolan! —dijo.

—No lo olvidaré. Te lo prometo.

—Sé que lo harás si le ves. Ha sido siempre un marrullero, un traidor. Y no quiero que se vanaglorie de haberme... liquidado.

—Lo encontraré.

—Ahora, amigo, quítame las botas.

Esta orden produjo en el vaquero un escalofrío. Jamás se le había ocurrido que Sevens le pidiera una cosa semejante. No obstante, antes de obedecer, preguntó:

—¿Para qué?

—Haz lo que te he dicho.

—Mejor será que intente cuidarte, que...

—Todo lo que hagas será inútil. Ese agujero es mortal, muchacho. Lo sé... He tenido un miedo horrible a morir con las botas puestas. Y juré que no me matarían con ellas calzadas, aun cuando quitármelas fuera lo último que hiciera en este mundo. ¿Quieres hacerlo, camarada?

—¡Claro que sí, Sevens! ¡Ahora mismo!

Dan inclinóse sobre él aún más. Pero los muchos días con aquellas botas de media caña embutidas, dificultaban la labor de Stone. Los calcetines parecían adheridos, por la humedad, al cuero arrugado de las mismas, mas al fin logró lo que Sevens quería, colocándolas al lado de su amigo.

—¿Ya? —preguntó.

—Ya —repuso el vaquero, con firmeza.

—¿Quieres enseñármelas?

—Desde luego.

Las levantó, coleándolas a la altura de los ojos del herido.

Una sonrisa tenue apareció en los blanquecinos labios de Sevens. Luego, con un gesto que costó al herido un esfuerzo sobrehumano, apretó en la suya la mano de Dan Stone.

—¡Gracias! —dijo.

Después, tranquilo ya, cerró los ojos.

Por espacio de mucho tiempo permaneció en aquella posición, sin levantar los párpados, silencioso. Sólo el jadeo de su pecho indicaba al vaquero que Sevens aún estaba vivo. Pero era evidente que, poco a poco, su vida se extinguía.

Cuando el sol comenzó a despuntar en el horizonte, un quejido de Sevens le hizo incorporarse, colocándose de nuevo a su lado. Había abierto los ojos. Miraban desencajados, con una fijeza mortal. Al mismo tiempo, la palidez habíase hecho tan profunda, tan intensa, que parecía un sudario.

—Esto se acaba, compañero —dijo, a media voz.

Dan no replicó.

Sentía en lo más profundo de su corazón la muerte de aquel hombre que había demostrado una camaradería ejemplar. Y le dolía volver a quedarse solo, sin amigos, como un lobo solitario en medio de las salvajes breñas de las montañas.

No supo el tiempo que permaneció en aquella posición.

Cuando quiso darse cuenta, Sevens ya había muerto.

Dan levantóse, anduvo de un lado para otro. Llegó más arriba de la curva de la montaña y regresó después sobre sus pasos, para detenerse otra vez junto al cadáver.

Lo demás fue fácil para él. No obstante, su labor entrañó un trabajo duro, al que no estaba acostumbrado. Cerca del mediodía, cansado, extenuado por el esfuerzo, regresó al campamento.

Más arriba, cubierta con un montón de piedras, quedaba la fosa de Sevens.

Stone hizo un rollo con los utensilios de Sevens. Colocó en la silla del caballo las armas del pistolero y sujetó la brida del animal a la silla del suyo. Tuvo buen cuidado de que las provisiones no se estropearan dentro de la alforja que pendía del arzón. Y, así, dispuesto a llegar a alguna parte donde tuviera oportunidad de rehacerse, moral y físicamente, emprendió el camino.

Acababa de apartarse de la táctica empleada por Sevens. El pistolero había dicho que era mucho más importante y seguro caminar de noche, dormir de día, y evitar con ello posibles encuentros desagradables.

A Dan poco le importaba ya lo que ocurriera.

Lo único que no pudo apartar de su mente fueron algunas de las cosas que había tratado con el forajido. Tampoco pudo borrar de su memoria el recuerdo del nombre de Tex Nolan.

 

* * *

Los hombres que estaban agrupados en un extremo de la calle principal de aquella especie de pueblo, miraron con interés la silueta del hombre que avanzaba por el polvoriento camino.

A medida que los minutos iban transcurriendo, aquellos individuos observaban con mayor atención al forastero. Poco después entraba en la única calle, montado en un corcel, llevando al otro de la brida.

No se detuvo a la vista del pueblo ni de sus habitantes. Siguió caminando, los pies fuera de los estribos que pendían de la silla de montar, ambas manos colocadas encima del pomo, al que previamente debía haber atado las bridas del cuadrúpedo, y el ala del sombrero echada sobre la frente.

Unos metros antes de llegar junto al grupo, a la puerta misma de una taberna, hizo alto. Levantóse el “Stetson”. Miró a cada uno de los presentes y luego, dejándose resbalar de la silla, se quedó de pie junto al caballo.

—¡Hola, amigos!—exclamó.

Pero nadie respondió a su saludo.

Aquel hecho no amilanó a Dan Stone. Miró con fijeza a los más cercanos, y agregó:

—Quiero ver a Sam Bass.

Los otros se miraron.

—¿Qué quieres de él? —preguntó uno de ellos.

Dan lo vio avanzar algunos pasos. Era un tipo fuerte, de anchas espaldas. Sus armas pendían de las fundas, bajas, rozando la culata de éstas con el pulgar de cada mano.

—Tengo que hablar con él.

—¿Vienes a ingresar en su cuadrilla?

—Eso se lo diré a él, ¿no cree? Traigo un mensaje de un amigo suyo.

—Bass está jugando una partida.

—¿Crees que no debe molestársele?

—Eso es. Yo soy su segundo y tendrás que decirme a mí lo que deseas, a menos que vengas con ánimo de enviarlo a mejor vida.

—Nada tengo contra ese hombre.

—De todas maneras, dime: ¿quién eres?

—Creo que no hace falta que lo preguntes, Rock —repuso otro de ellos—. Es el asesino de Sevens.

El llamado Rock, segundo de la cuadrilla de Bass, empalideció.

Sus ojos miraron por encima del hombro del vaquero hasta el segundo caballo. Luego, silencioso, con los labios apretados, avanzó algunos pasos, hasta detenerse al lado del animal.

Durante algunos minutos lo estuvo examinando detenidamente. Por fin tras este examen, volvióse, girando sobre los talones.

—Ese caballo, esas armas y esa silla son de Sevens —dijo, con acento ronco—. ¿Quieres decirme dónde y cómo conociste a ese hombre?

El tono de la pregunta era para el vaquero intolerable.

Sintió que la sangre agolpábase en su rostro, que una fuerza poderosa incitábalo a desenfundar y sellar para siempre los labios de aquel granuja que, sin previo conocimiento de causa, lo acusaba de asesinato!

No obstante, supo contenerse.

Vio a Rock llegar a la puerta de la cantina, y penetrar en ella lanzando denuestos.

Los demás miraron inquisitivamente a Dan.

Stone no supo por el momento qué hacer.

Aquellos individuos no parecían dispuestos a darle facilidades. Algunos más llegaron, procedentes de otros rincones del pueblo. Dentro de la cantina oíase el vocerío de los jugadores.

Un hombre corpulento, de edad que frisaría entre los treinta y treinta y cinco años, apareció en la puerta de la cantina. Sus ojos de halcón miraron fijamente al forastero.

—Soy Sam Bass —dijo, con voz reposada—. ¿Quieres algo de mí?

—Sevens me dijo que viniera a verlo.

—¿Sevens? ¿Y dónde está ese hombre?

—Murió hace algunos días, asesinado.

—¿Cómo lo sabes?

—Traigo sus armas y su caballo.

—¿Lo matastes tú?

—No. Traté de curarlo; pero había perdido tanta sangre, que mis esfuerzos resultaron inútiles.

—Has venido a refugiarte en este rincón de las montañas, ¿no es cierto?

—He venido siguiendo los consejos de Sevens. Pero me iré dentro de unos días.

Rock salió en aquel momento de la taberna. Parecía un toro enfurecido. Debía haber empinado el codo más de la cuenta. Sus manos descansaban a lo largo de las caderas, a pocos centímetros de la culata de las armas de fuego.

Volvió a mirar inquisitivo a Dan.

—Ha debido matar a Sevens, Sam —dijo, con voz ronca—. ¿Cómo explica que esté en posesión de cuanto pertenecía a nuestro compañero? Sabes que Sevens era mi amigo.

—Déjalo que se explique. ¿Puedes demostrar que es verdad lo que dices?

Stone no replicó al momento. Sufría el examen de aquella cuadrilla de facinerosos y se daba cuenta que - de nuevo los deseos de luchar, de demostrar a aquellos indeseables que no los temía, comenzaban a dominarle. No obstante supo contener aquellos impulsos una vez más.

Miró a todos los presentes. En ninguno de aquellos rostros pareció encontrar ayuda, amistad, apoyo y comprensión. Estaba metido en una jaula de lobos.