Capítulo 1
Los guerreros celtas suelen regresar a su casa con las cabezas de sus enemigos caídos colgando del cuello de sus caballos.
ESTRABÓN, Geografía.
A los ojos de los nuestros, curtidos y endurecidos por la guerra y muy acostumbrados tan a la barbarie y a la sangre como a la victoria, ver a los celtas preparándose para la guerra les suponía una imagen aterradora.
POLIBIO, Historias.
1
El taller de Teyrnon se hallaba en el extremo norte de Hallein, muy alejado tanto del barrio de los artesanos como del área donde se concentraban las viviendas de la mayor parte de la población. De hecho, la construcción habitada más cercana no era otra que la residencia de los druidas, a quienes también se les concedía por su modo de vida cierto nivel de aislamiento.
Como experto trabajador del metal, al herrero se le atribuían ciertas cualidades que oscilaban entre lo mágico y lo prodigioso, debido a su portentoso dominio de los metales y el fuego. No en vano, aquel oficio era el que más prestigio gozaba dentro de la comunidad, no solo por la dificultad que entrañaba su realización, sino también por la importancia de los útiles que fabricaba, como las herramientas agrícolas o las armas de guerra. Teyrnon descendía de una generación pionera en el campo de la metalurgia, y él mismo había elevado la destreza de aquel arte a un nuevo grado de perfección. Su reputación había traspasado incluso las fronteras naturales que delimitaban el territorio de los celtas nóricos.
—Coge el lingote de cobre —indicó Teyrnon.
Serbal, el hijo menor del herrero, obedeció mientras resoplaba a causa del intenso calor que hacía en el taller. El horno crepitaba con furia y resollaba como si fuese un animal herido. El suelo de tierra batida estaba lleno de suciedad, cubierto por la ganga desprendida de los minerales y por montones de ceniza. El ambiente resultaba casi abrasivo en el interior de aquella modesta construcción de madera, cubierta por un tejado de paja y entramados vegetales.
Previamente, los minerales se sometían al correspondiente proceso de reducción, que consistía en fundirlos, para limpiarlos a continuación de escoria e impurezas y obtener así lingotes de metal significativamente puros. La fabricación de utensilios de bronce se conseguía mediante la aleación de cobre y estaño. El uso del hierro como material para producir cualquier tipo de artilugio aún no se conocía en aquella parte del mundo.
—Observa con atención cómo se hace una hoja de espada de buena calidad. —Teyrnon introdujo el metal en el horno. Una espesa capa de sudor le caía a raudales por la frente y aterrizaba en sus pobladas cejas. Sus fornidos brazos lucían una abultada amalgama de músculos, moldeados a fuerza de trabajar durante años al amparo de la forja. Del rostro del herrero, casi totalmente oculto tras la abundante mata de pelo que conformaba su barba y su bigote, sobresalía una nariz con punta redondeada que se teñía de colorado tan pronto como se echaba al gaznate un trago de vino o de cerveza.
—Sí, padre.
Serbal se inclinó sobre el horno alimentado de leña, el cual consistía en una fosa semicircular rodeada de una pared de piedra. A media altura sobresalía una tobera, que era una especie de embudo de arcilla a través del cual se insuflaba aire sobre la madera incandescente, y en el fondo había un molde que recibía el metal fundido, con la forma del instrumento que se deseaba fabricar.
—Tienes que usar la cantidad de estaño justa —explicó Teyrnon—. Si te excedes, el bronce se volverá quebradizo y no será de utilidad.
—¿Y cómo sabré cuál es la proporción adecuada? —inquirió Serbal.
Teyrnon no podía ofrecerle a su hijo una respuesta clara. En su oficio, tanto la experiencia como la intuición jugaban un papel clave en cada paso del proceso. Saber cuánto tiempo debía exponerse el metal a una determinada temperatura, por ejemplo, dependía de la minuciosa observación de las distintas tonalidades que este podía adquirir.
—Todo dependerá de la herramienta que estés fabricando. Y, para bien o para mal, solo con la práctica podrás adquirir ese conocimiento.
A Teyrnon le preocupaba haber iniciado a Serbal demasiado tarde en el oficio, después de haber dedicado en vano los últimos años a instruir a su hijo mayor, Derrien. Este había renunciado finalmente a convertirse en herrero, y estaba recibiendo instrucción como guerrero para cumplir el sueño que siempre había perseguido. A Teyrnon le había costado aceptarlo, pero tampoco había podido ignorar que el poderoso físico de Derrien y su inquebrantable determinación, le convertían en el recluta con más futuro dentro del ejército.
Teyrnon amaba su trabajo, pese a su tremenda dureza y la dedicación que exigía. En contrapartida, el herrero se sentía importante y recibía el unánime reconocimiento de todo su pueblo. A nadie se le escapaba que su concurso resultaba imprescindible para el desarrollo de todos y cada uno de los sectores de la economía local: los artesanos necesitaban herramientas de metal; los agricultores, aperos de labranza; y los guerreros, lanzas y afiladas espadas.
Lo único que Teyrnon lamentaba era no haber sido capaz de transmitir a sus hijos la pasión que él mismo sentía por el oficio.
—Usa el fuelle ahora, Serbal —señaló.
El muchacho presionó el fuelle acoplado a la tobera, activando así la circulación del aire en el interior del horno, y logrando de esa forma elevar su temperatura.
A Serbal no le disgustaba la metalurgia, pero tampoco era la profesión que hubiese elegido para sí. Por desgracia, después de que su hermano Derrien se hubiese unido al ejército, no le había quedado más remedio que tomar su testigo. Aquel oficio se transmitía únicamente de padres a hijos, y Serbal no habría podido de ninguna manera oponerse a la tradición. Tampoco quería decepcionar a Teyrnon, y mucho menos tener que enfrentarse a él. No obstante, la verdadera vocación de Serbal discurría por un camino muy distinto. Desde que fuese tan solo un niño, el joven siempre había sentido una especial admiración hacia los druidas, y su mayor anhelo no era otro que llegar a poseer los conocimientos de aquellos hombres sabios. Serbal deseaba imbuirse de su misticismo, fantaseaba con desentrañar los secretos de sus conjuros, y soñaba con aprender a comunicarse con los espíritus de la naturaleza, del mismo modo en que ellos lo hacían. Pese a todo, nunca se había atrevido a confesarle a Teyrnon su deseo, porque sabía que de nada le habría servido.
Los lingotes de cobre y estaño comenzaron a fundirse bajo las elevadas temperaturas. Los metales adquirían entonces su estado líquido y podían mezclarse con facilidad para obtener la aleación pretendida. Serbal se separó ligeramente del crisol, huyendo del calor y de los nauseabundos vapores que escupía.
—Serbal, estás despistado —rugió Teyrnon—. Y esta tarea requiere de la máxima concentración.
—Lo siento, padre.
Los pensamientos de Serbal habían volado de repente hacia la muchacha de la que se sentía perdidamente enamorado. Se trataba de Brianna, la hija del general Murtagh, cuya belleza les tenía hechizados a él, y a un buen puñado de incautos. Serbal quería creer que podía tener alguna posibilidad, por lo menos mientras Brianna no se comprometiese con ningún otro, cosa que hasta el momento no había sucedido. Sin embargo, era consciente de que si dejaba pasar más tiempo sin dar el paso, perdería incluso la oportunidad de intentarlo.
Tras la refundición del metal, el utensilio resultante todavía necesitaba ser trabajado. Teyrnon asió la hoja de bronce caliente con unas tenazas y la trasladó hasta la forja, donde aún tendría que eliminar las rebabas y darle la forma definitiva mediante una serie de precisos martillazos.
—Ocúpate tú —indicó Teyrnon—. Ya deberías saber hacerlo.
El herrero observó a su hijo de dieciséis años, de cabellos rubios ensortijados y ojos hundidos de un intenso color azul situarse frente a la fragua. Serbal era un chico extraordinario, aunque saltaba a la vista que no estaba hecho para el trabajo manual; no porque fuese torpe, sino por lo escuálido que era y la escasa fuerza de sus brazos. Parecía como si Derrien la hubiese acaparado toda al nacer y ya no hubiese dejado nada para su hermano. Pese a todo, Teyrnon estaba convencido de que, con constancia y dedicación, Serbal llegaría a adquirir las condiciones físicas que un oficio tan sacrificado como el suyo requerían. Por esa razón, había acabado depositando su confianza en él.
—Vamos —le apremió Teyrnon—. Antes de que la hoja se comience a enfriar.
Serbal asió el martillo y lo descargó sobre el bronce, haciendo saltar algunas chispas al compás de un armónico tintineo, mientras en su fuero interno su mente divagaba entre el desempeño de la actividad druídica que tanto anhelaba y la joven y hermosa Brianna, quien, sin pretenderlo siquiera, ya le había robado el corazón.
2
Murtagh dio buena cuenta del desayuno que le había servido su hija, confeccionado a base de gachas de avena y pan de bellota. Después de un combate reciente, el gran general solía entregarse con mayor intensidad de la habitual a aquellos pequeños placeres, consciente de que la siguiente contienda en la que participase podía ser la última. Los guerreros celtas no ignoraban que perder la vida anticipadamente formaba parte de su condición.
Y la guerra contra los germanos del norte parecía no tener fin.
¿La causa? La explotación de las ricas minas de sal, enclavadas en la cordillera que separaba ambos pueblos y dependientes de la aristocracia guerrera. La sal se había convertido en el recurso más importante de la época, pues además de utilizarse para curtir pieles, permitía la conservación de la carne y el pescado durante largos periodos de tiempo. La sal escaseaba y era objeto de una fuerte demanda en Centroeuropa. La posesión de aquellas valiosas minas, por tanto, proporcionaba a los celtas nóricos enormes riquezas; de ahí que los germanos llevasen décadas tratando de arrebatarles su control.
Además, los conflictos bélicos entre las propias tribus celtas —tulingos, ambisontes o boyos— también eran moneda común. En particular, los celtas nóricos y los latobicos, sus vecinos del oeste, solían intercambiar ofensas y golpes, aunque siempre por cuestiones menores, como el robo de ganado o la disputa de tierras fronterizas. Por fortuna, este tipo de escaramuzas rara vez solían desembocar en una guerra abierta.
Murtagh se limpió la boca con el dorso de la mano, se levantó de la mesa, se enganchó la espada al cinto y se envolvió en una gruesa capa de cuatro picos de color marrón pardo. Aquel día lo dedicaría a adiestrar a la nueva hornada de reclutas que aspiraban a engrosar las filas de su ejército.
—Brianna, me marcho —anunció.
La muchacha asomó la cabeza por la puerta del cuarto contiguo, mientras terminaba de arreglarse el pelo.
La vivienda de la familia celta corriente era rectangular y constaba de tres estancias: un estrecho vestíbulo de entrada, la habitación central, donde se encontraba el hogar, y por último una pequeña despensa situada al fondo. No obstante, y debido a la prestigiosa posición que ocupaba, Murtagh podía permitirse una casa integrada por más de un aposento.
Sin embargo, Murtagh ya no compartía su dormitorio con nadie, desde que su esposa Melvina hubiese fallecido tres meses atrás por culpa de unas malditas fiebres a las que ni siquiera los druidas habían podido poner remedio. La ausencia de Melvina le dolía profundamente, aunque su pérdida, al menos, había provocado que se acercase más a su hija, de cuya educación nunca se había ocupado en exceso debido a que él siempre había sido un hombre de acción, que poco o nada podía haberle enseñado a una niña destinada a realizar las tareas específicas de su propio sexo. Murtagh nunca había ocultado su frustración por no haber tenido un hijo varón, como en realidad había sido su deseo.
Brianna acudió a su llamada luciendo una melancólica sonrisa. La muchacha, de quince años de edad, era hija única, y cada vez que Murtagh la miraba le parecía contemplar el vivo reflejo de su difunta esposa. Brianna se acercó a él y le prendió un broche en la capa para sujetarla debidamente. La fíbula, hecha de una sola pieza, era de bronce y su montura adoptaba la estilizada forma de una máscara humana. Antes era Melvina la que se ocupaba de aquel tipo de detalles, que al general siempre se le escapaban. A Murtagh nunca le había preocupado tanto su vestuario, como que sus armas estuviesen en todo momento bien afiladas.
El general abrazó a su hija, hasta casi hacerla desaparecer bajo su formidable humanidad. De colosal apariencia y profusos bigotes que le caían a ambos lados de la barbilla, no había duda alguna de que Murtagh había nacido para la guerra.
—Padre, me gustaría que un día dejases de luchar —dijo Brianna—. Lo llevas haciendo toda la vida. ¿Acaso no es ese tiempo de sobra? Si te perdiese a ti también, no lo soportaría.
—Hija, un guerrero celta no deja de serlo hasta que muere, o hasta que ya no le quedan fuerzas para sostener una espada. Además, la seguridad de nuestra tribu recae ahora mismo sobre mis hombros. —Murtagh acarició el cabello de la muchacha—. Lo que deberías hacer es empezar a considerar las propuestas de matrimonio de los muchos pretendientes que prácticamente hacen cola ante la puerta. Ya estás en edad casadera, y sería bueno que contaras con un esposo que se hiciese cargo de ti, por si de repente un día yo faltara. —El general podría haber pactado por su cuenta el casamiento de su hija, pero quería darle a ella la oportunidad de elegir.
—No digas eso, padre. No tientes a la Divinidad.
—No te preocupes. Todavía no ha nacido el guerrero que sea capaz de darme muerte.
Murtagh se despidió de su hija con un gesto de la mano y abandonó su hogar a pasos agigantados.
La propia Brianna salió al poco rato en dirección al mercado, después de fregar los cuencos y los cucharones del desayuno. Tocaba reponer la despensa de productos frescos para los próximos días.
La mañana amenazaba con dejar caer ligeras lloviznas, y el sol se ocultaba tras un manto de nubes plomizas a través de las cuales apenas se filtraba la luz. Brianna esquivó un carro tirado por una mula y se unió al flujo de granjeros y criadores de ganado que se encaminaban al mercado para intercambiar su mercancía. La vivienda de Brianna se hallaba en la parte noble del poblado, donde residía el rey y el resto de la aristocracia guerrera, mientras que el barrio de los artesanos, agrupados según su especialidad, se hallaba situado cerca de la puerta de entrada. Hallein constituía el verdadero corazón económico de la región, aunque gran parte de la población se encontrase dispersa en el perímetro rural, entre las aldeas y las granjas que había repartidas por todo el valle.
Brianna aceleró el paso pensando en lo que le había dicho su padre.
Desde la muerte de Melvina, Brianna se había ocupado de todas las tareas de la casa: limpiar, lavar, cocinar y hasta remendar las prendas descosidas. Su nueva y absorbente rutina, así como el luto que todavía guardaba, la habían alejado de sus amigas y de las fiestas que con frecuencia se celebraban en Hallein. Los chicos del poblado también la habían extrañado. Y es que su padre no había exagerado: la belleza de Brianna deslumbraba a todo aquel que tuviese ojos en la cara y los quisiera utilizar. Brianna era menuda, pero de formas generosas y un rostro agraciado con rasgos equilibrados, salpicado por un puñado de pecas doradas en torno a la nariz. El cuadro lo completaba una larga y ondulada melena rubia, que le caía sobre los hombros y se derramaba por su espalda a modo de cascada.
Brianna comenzó a considerar seriamente la sugerencia de su padre, que la instaba a contraer matrimonio a no mucho tardar. En todo caso, no se precipitaría, pues estando en posición de elegir, solo se comprometería con el hombre adecuado. Brianna no solo constituía un extraordinario partido por su belleza, sino también por la elevada dote que el general Murtagh podía aportar. Y todas las familias de Hallein eran conscientes de ello.
De repente, al doblar una calle, Brianna se tropezó con un grupo de niños que jugaban cerca de un charco, y que sin querer le salpicaron el vestido. Los críos se quedaron paralizados, pues la habitual reacción de un adulto por aquel descuido solía saldarse con una sonora bronca, acompañada de una probable zurra. Brianna contempló a los pequeños y no pudo evitar imaginarse en apenas unos años a cargo de sus propios vástagos, si terminaba haciendo lo que se esperaba de la mujer celta. ¿Pero era eso lo que ella realmente quería? ¿Limitarse a cumplir el papel de madre y abnegada esposa? Brianna se sentía culpable porque, al contrario que a sus amigas, la perspectiva de esa clase de vida, por sí sola, no le seducía lo más mínimo. No obstante, tampoco habría sabido qué rumbo tomar en caso de haber sido libre de poder hacerlo.
Los niños aguardaban su castigo con ojos temerosos y las manos detrás de la espalda. Sin embargo, Brianna no pensaba malgastar saliva y reprenderles por algo que había ocurrido de forma accidental. La muchacha se encogió de hombros y prosiguió su camino, sin importarle demasiado la mancha de barro que ocupaba casi todo el lateral de su vestido, que de cualquier manera ya le tocaba volver a lavar.
Ni siquiera se dio cuenta de que un par de ojos la observaban silenciosamente desde detrás de una esquina.
3
Cedric había seguido a Brianna a lo largo de la calle, procurando que no le viera. Aquel muchacho, que estaba completamente obsesionado con la hija del general, era ni más ni menos que el hijo del rey Calum.
Cedric se dijo que, si hubiese sido la pareja de Brianna, se lo habría hecho pagar muy caro a aquella panda de críos que le habían ensuciado el vestido. Él mismo se habría encargado de regañarles, así como de darles una buena tunda. Pero entre ambos no existía nada, y Cedric se sentía frustrado porque Brianna no se comportaba del modo en que esperaba. Mientras que el resto de las jóvenes de Hallein le rondaban solo por ser quien era, sin necesidad de hacer nada, Brianna acostumbraba a ignorarle, por mucho que fuese el hijo del rey. Aquella actitud le desconcertaba, y Cedric tampoco se lanzaba por temor a sufrir un rechazo del que no pudiese recuperarse después.
Cuando Brianna se perdió en la distancia, Cedric regresó sobre sus pasos. Su padre le había llamado y no quería hacerle esperar, pues la situación en su casa ya era lo bastante tensa, debido al enfrentamiento que los dos mantenían desde hacía varias semanas.
Mientras caminaba, Cedric se imaginaba yaciendo con Brianna de forma salvaje, convencido de que algún día haría aquella fantasía realidad. El muchacho era bien parecido y derrochaba confianza en sí mismo, salvo en lo que a Brianna se refería. De cabello pelirrojo —un rasgo especialmente distintivo de su familia—, Cedric destacaba además por sus grandes ojos verdes de mirada penetrante, semejantes a los de una lechuza.
Las dependencias reales se hallaban en un edificio de planta circular, levantado con paredes de adobe y sostenido por un poste central, de dimensiones muy superiores a las de cualquier vivienda media. Dentro de la fuertemente jerarquizada sociedad celta, el rey era el jefe supremo de la clase guerrera y máxima autoridad de la tribu a la que pertenecía, cuyo territorio solía ajustarse a un área delimitada por accidentes geográficos naturales. Después de la aristocracia militar, el siguiente peldaño lo ocupaban los druidas, que gozaban de un especial estatus, y en tercer lugar se encontraban los plebeyos libres, estamento integrado principalmente por los artesanos, los granjeros y los criadores de ganado.
Cedric accedió al alojamiento personal del rey con cierta cautela. El olor a leña reseca se mezclaba con el del vino, que nunca podía faltar para recibir a las visitas. La estancia era tan grande que contaba con dos hogares, uno a cada extremo de la estructura, aunque solo en pleno invierno se encendían a la vez. De las paredes colgaban vistosos tapices y sobre una larga mesa de roble se exponía una colección de cráneos, pertenecientes a antiguos enemigos a los que el propio Calum les había quitado la vida.
—Hijo, acércate. Tengo algo para ti.
El rey le aguardaba en su silla, cómodamente reclinado contra el respaldo de madera. El rey, embutido en un calzón masculino y una túnica bordada en oro, lucía una poblada barba desgreñada, tan pelirroja como su cabello, y unas enormes bolsas bajo los párpados, que ponían de manifiesto la gran responsabilidad que conllevaba un cargo como el suyo. Debido a la edad, sus tiempos de gloria en el campo de batalla ya formaban parte del pasado. Aun así, las hazañas de Calum eran bien conocidas por los celtas nóricos e incluso otras tribus vecinas, pues los bardos no dejaban de recitar sus proezas allá por donde iban.
—¿Qué quieres, padre?
Calum tomó un objeto que reposaba junto a la silla y se lo tendió a Cedric con gesto solemne. Era una magnífica espada con hoja de bronce y empuñadura de asta, decorada con elaboradas espirales célticas.
—Es uno de los mejores trabajos de Teyrnon. Cógela. La he mandado hacer especialmente para ti. —Cedric dio un paso atrás, negando con la cabeza—. Hijo, ya tienes dieciséis años. Es hora de que te adiestres con el general Murtagh y te unas a sus filas. Es tu deber.
—¡No, padre! ¡Ya te lo he dicho otras veces, y no pienso cambiar de opinión!
—¡No puedes negarte! ¡Eres el hijo del rey y perteneces por linaje a la aristocracia guerrera!
Un tercer hombre se personó en la estancia atraído por la acalorada discusión. Se trataba de Eoghan, el hermano del jefe de la tribu.
—Los gritos se oyen desde la calle —señaló con pasividad.
Calum no se inmutó, al contrario, dirigió sus aspavientos hacia él.
—¡¿Querrías hacer entrar a tu sobrino en razón?! —espetó—. Parece que su obstinada idea de escapar a su deber va más en serio de lo que yo creía.
Eoghan resopló, evidenciando cierto hastío por aquel asunto que amenazaba con crear un cisma en el seno familiar. Además, su posición era muy delicada, pues se encontraba justo en medio del problema.
Eoghan, de edad ligeramente inferior a la de Calum, se distinguía por llevar siempre una barba cuidadosamente recortada y por exhibir una prominente barriga muy poco habitual entre los celtas. De joven había combatido como le correspondía, pero tras una cruenta batalla había quedado lisiado de por vida, tras perder la pierna derecha. Desde entonces se desplazaba siempre con un par de bastones que hacían las veces de muletas. Imposibilitado para la lucha, Eoghan se hizo cargo de gestionar las minas de sal, y vender los excedentes. El tiempo y la experiencia adquirida le habían convertido no solo en el mercader más importante de Hallein, sino también en su habitante más rico, por encima incluso del rey.
—Escucha al menos lo que el chico tenga que decir. ¿No te parece?
—Me importa bien poco lo que él quiera —replicó Calum—. Las tradiciones de la tribu no se cuestionan; se acatan y se respetan.
Aunque el rey amaba profundamente a su hijo, no podía tolerar semejante grado de insubordinación.
—Yo no he nacido para ser guerrero —se excusó Cedric, que en realidad aspiraba a dedicarse al comercio al igual que su tío, y a acumular tantas riquezas como pudiera, evitando en la medida de lo posible arriesgar el pellejo.
—Pues lo llevas en la sangre desde hace incontables generaciones —rebatió Calum.
—¿Acaso deseas que corra la misma suerte que mis hermanos mayores?
Calum no encajó bien aquel golpe, que le resultó especialmente doloroso. El rey había tenido otros dos hijos varones, a los que había visto morir en el campo de batalla.
—Ellos fueron valientes y se fueron al Otro Mundo con honor. Son un orgullo para su pueblo. ¿Podrías decir tú eso si persistes en tu actitud?
—Yo quiero seguir los pasos del tío Eoghan y adquirir sus conocimientos. ¿Sabías que ahora me está enseñando el alfabeto griego?
Calum se giró furibundo hacia su hermano.
—¡¿Tú le apoyas en esto?! —bramó.
—No exageres, Calum —se justificó Eoghan—. No hay nada de malo en que el chico aprenda la lengua de los helenos. Ya sabes que es necesaria para poder comerciar con los pueblos del sur.
Conforme la conversación avanzaba, el ambiente de la sala se iba caldeando cada vez más.
—Te lo advierto, Cedric —dijo Calum tendiéndole la espada—. Si no aceptas el obsequio que te brindo, lo consideraré una afrenta, no ya como padre, sino como rey de nuestro pueblo.
El muchacho le sostuvo la mirada desafiante, pero ignoró por completo la espada que su padre le ofrecía. El rey aguardó unos instantes con las manos extendidas, seguro de que Eoghan intervendría para ponerse de su parte. Este, sin embargo, se limitó a observar la escena como un testigo mudo, incapaz de tomar partido por ninguno de los dos.
La actitud de Eoghan soliviantó aún más a Calum, convencido de que el silencio de su hermano contribuía a legitimar la rebeldía de su hijo. El rey se dio cuenta de que estaba a punto de perder los nervios por lo que, antes de cometer una locura, prefirió marcharse de la sala llevándose consigo la espada fabricada por Teyrnon.
Sea como fuere, todavía no había dicho su última palabra. Calum no estaba dispuesto a dejar las cosas así.
4
El druida jefe no podía ocultar su preocupación. Más de una docena de habitantes de Hallein y sus alrededores habían acudido a verle por su condición de adivino, para informarle acerca de un reciente suceso de naturaleza excepcional: una estrella de fuego había caído dos noches atrás al otro lado de la cordillera, en territorio germano.
Meriadec había tomado el camino principal que discurría a las afueras de Hallein. Alto y delgado como la rama de un saúco, el anciano lucía una frondosa barba cenicienta que solo se recortaba una vez cada dos años. Tenía fama de duro, debido a que se regía por un sentido muy estricto de la justicia, sin dejar de ser por ello un hombre prudente como pocos. Solo tenía una manía conocida: su túnica blanca debía permanecer siempre inmaculada, hasta el punto de que si se le ensuciaba, la cambiaba por otra al instante.
A Meriadec le acompañaba Eboros, el druida sacrificador, que era su persona de mayor confianza dentro de la comunidad. Eboros era un hombre íntegro, bastante más joven que él, y su candidato favorito para sucederle en el cargo al frente de la orden. Su rasgo más distintivo radicaba precisamente en la ausencia de una frondosa barba, norma común entre los demás compañeros, así como en poseer una constitución inusualmente fuerte, que bien pudo haberle valido para iniciarse como guerrero si así lo hubiese querido en su juventud.
—En tu opinión —terció Meriadec—, ¿existen suficientes razones como para que debamos preocuparnos?
Ambos druidas habían dejado el poblado atrás, tomando el sendero que conducía hacia el bosque más denso de cuantos circundaban la zona, situado a orillas del principal afluente del río.
—Eso me temo. Nuestros mayores enemigos han logrado invocar a sus dioses para que intervengan en la guerra de un modo que todavía no alcanzamos a comprender.
Los druidas eran los guardianes del culto divino de los celtas, así como de todo lo relacionado con el mundo de lo sobrenatural. Su doctrina se basaba en la imposición de una moral recta, muy unida al respeto por la naturaleza y el conjunto de la Creación. Pero los druidas eran en realidad mucho más que simples sacerdotes, pues más allá de oficiar los rituales y sacrificios esenciales para la vida religiosa, también hacían las veces de adivinos, sanadores, filósofos y jueces.
Meriadec y Eboros tomaron la estribación que conducía al robledal que se extendía por la ladera de la montaña, mientras el sol se encumbraba en el cielo.
—He de confesarte que hace unos días presentí que un acontecimiento así tendría lugar.
Desde muy joven, Meriadec había poseído un don innato para la adivinación, sin la mediación de ningún tipo de ritual, que con la edad había ido perdiendo fuerza lentamente. Con todo, aún seguía vigente, y podía manifestarse en el momento más insospechado.
—¿Y por qué no me dijiste nada?
—¿De qué habría servido? Tan solo fue una corazonada, demasiado vaga para sacar ninguna conclusión. ¿Y tú?, ¿qué viste exactamente esta mañana durante la ceremonia? —Por orden del druida jefe, Eboros había sacrificado con fines adivinatorios a un ternero de corta edad.
—Nada concreto… Pero, sin duda, algún tipo de amenaza, una sombra que nos puede devorar… Casi con toda probabilidad, el despertar de las deidades germanas.
—Que la madre Dana nos ampare… —murmuró Meriadec solicitando el favor de la diosa, pues pese a llevar más de dos décadas ejerciendo como máximo guía espiritual de la tribu nórica, nunca antes se había topado con un enigma como aquel.
La pareja de druidas se internó en el bosque, donde las frondosas copas de abedules y robles tamizaban la luz que alumbraba el suelo, sembrado de matorrales. Los celtas carecían de templos donde confinar a sus dioses, y los rituales solían llevarse a cabo en plena naturaleza, en un claro del corazón del bosque o a orillas de un lago. Los poderosos troncos de los árboles hacían las veces de columnas, y la mismísima bóveda del cielo suplía la cubierta propia de los templos griegos o de otras civilizaciones del sur.
—¿Hay algo que ahora mismo podamos hacer? —inquirió Eboros, que manoseaba sin darse cuenta su colgante en forma de trisquel, como si pretendiese espantar así las vibraciones negativas proyectadas por los malos espíritus. Todos los druidas portaban un amuleto de oro colgado del cuello, que servía para identificarles como tales sin importar el pueblo al que perteneciesen. El símbolo del trisquel describía un dibujo consistente en tres espirales unidas dentro de un círculo, al cual se le atribuía una amplia variedad de significados.
—Nada de momento. Permaneceremos vigilantes ante nuevas señales, e informaremos a Calum acerca de la situación.
—¿Y tú te encuentras bien? —Eboros se preocupaba constantemente por el druida jefe, al que le unía un poderoso lazo afectivo. El druida sacrificador, tras haberse quedado huérfano de niño y sin otros parientes que se hiciesen cargo de él, fue acogido por la orden a instancias del propio Meriadec, que se ocupó en persona de formarle en el druidismo. Por tal motivo, Eboros le estaría siempre infinitamente agradecido—. ¿Te sientes con fuerzas para afrontar el desafío que nos espera?
—Aunque soy viejo, todavía me quedan unos cuantos años por delante en primera línea de fuego. —Meriadec articuló una sonrisa—. Puedes estar tranquilo, sabré apartarme a un lado cuando vea que me ha llegado la hora.
A continuación cambiaron de tema para hablar de asuntos más mundanos, como los progresos realizados por los últimos iniciados, los preparativos para el siguiente rito de carácter público, o los ajustes del calendario previsto para aquel año, cuya elaboración resultaba de gran importancia para los agricultores y criadores de ganado.
—El verano será más corto que de costumbre…
De repente, un centinela apareció de la floresta y se plantó ante los druidas, interrumpiendo su conversación. El hombre necesitó de varios segundos para recuperar el aliento, ya que se había desplazado a la carrera durante todo el camino.
—¿Qué ocurre? —Por las prisas, Meriadec sabía que no podía tratarse de nada bueno.
—El rey Calum le requiere —anunció—. Se ha cometido un crimen.
5
Nisien reclamó la atención de su hijo, que debido a su escasez de entendederas se despistaba con facilidad. El hombre se inclinó sobre la tierra y le mostró cómo depositar la semilla en los surcos recién arados.
—Este proceso es más delicado de lo que parece —explicó—. Para que pueda germinar, la simiente no puede enterrarse demasiado. Aunque al mismo tiempo debes procurar que quede lo suficientemente protegida como para evitar que los pájaros se la puedan comer.
Anghus asintió como si lo hubiese asimilado a la primera, aunque su padre sabía que a lo largo de los siguientes días tendría que repetírselo tres o cuatro veces más.
Nisien poseía una modesta granja que a duras penas sacaba adelante con la ayuda de su esposa. El terreno, situado al fondo del valle, era muy fértil y le permitía cultivar cereales como el trigo o la cebada. La pareja se ocupaba también de un pequeño huerto, cuyos frutos destinaban al consumo propio. El único ganado que tenían era un rebaño de cabras, que por falta de tiempo ninguno de ellos podía pastorear. Aquella tarea la realizaba un muchacho de una granja vecina, que por un módico jornal se encargaba de conducir los animales hasta los pastizales que había en las zonas más altas del cerro.
—Ahora tú —indicó Nisien.
Anghus tomó un puñado de semillas y las dejó caer a chorro en el fondo de un surco.
—¿Así, padre?
Aunque no lo había hecho del todo bien, Nisien había aprendido a tener una infinita paciencia con su hijo. Anghus era lento de entendimiento y en ocasiones no daba para mucho más. Ya había cumplido los quince, pero su edad mental seguía siendo la de un niño de ocho o nueve años. Anghus tampoco se relacionaba con otros chicos de su edad, porque siempre había sido objeto de un profundo rechazo. En la despiadada sociedad celta, los niños que nacían privados de la natural chispa de la cognición solían ser abandonados en lo más profundo del bosque, a merced de los lobos. La esposa de Nisien, sin embargo, había concebido a Anghus cuando ya habían perdido toda esperanza de tener descendencia, y convencidos de haber sido bendecidos por la madre Dana, decidieron quedarse con él pese a las dificultades que su crianza les supondría.
—Muy bien, Anghus. Ahora dejemos la siembra a un lado y dediquémonos a labrar la tierra.
Nisien se situó delante para guiar al buey, mientras le indicaba a Anghus que empuñase el arado. Pese a que aquel trabajo exigía bastante fuerza, su hijo era de constitución gruesa sin llegar a la obesidad. Nisien puso en marcha a la bestia y observó a Anghus lidiar con el arado, gruñendo y jadeando para hacerlo avanzar bajo la tierra. Desgraciadamente, Anghus no podía sacarle excesivo partido a su corpulencia, debido a que se desplazaba con torpeza, evidenciando en el movimiento de sus extremidades cierta descoordinación. Con todo, Nisien necesitaba ir delegando en su hijo algunas tareas pues, de lo contrario, conforme fuesen envejeciendo, llegaría un momento en que entre su esposa y él no podrían asumir la carga de trabajo que la granja exigía. Por fortuna, en los últimos tiempos Anghus había hecho algunos progresos, y ya se atrevía a realizar ciertas labores para las que nunca antes había dado muestras de estar capacitado.
—Inclina el cuerpo hacia delante.
—¿De esta forma, padre?
—¡Muy bien, hijo! ¡Sigue así!
Al hablar, Anghus se expresaba con cierta dificultad, pero finalmente había logrado hacerse entender tras un inconmensurable esfuerzo. La forma arrastrada en que articulaba las palabras, unido al peculiar pliegue de la piel en la cara interna de sus párpados, dejaba a las claras que Anghus era diferente al resto.
De pronto, Anghus soltó el arado tras escuchar una rápida sucesión de ladridos a su espalda. El muchacho se giró y se puso de rodillas para recibir a Ciclón, el perro de la familia. Ciclón alzó sus patas delanteras y lamió el rostro de Anghus mientras se dejaba acariciar. Nisien contempló la escena en silencio, sabedor de lo mucho que aquel animal había hecho por su hijo: se había convertido en su mejor y único amigo, y contribuía enormemente a elevar su autoestima. Anghus había ganado una especial confianza en sí mismo desde que hubiese asumido la responsabilidad de cuidarlo, alimentarlo a diario y velar por su bienestar, y Ciclón, a cambio, le ofrecía cariño, compañía y lealtad, completamente ajeno al retraso mental de su dueño al que tanta importancia parecían darle los seres humanos.
—Venga, Anghus —señaló Nisien—. Deja que Ciclón acompañe a las cabras a pastar.
Anghus obedeció y ordenó al animal que siguiese su camino. Aunque pequeño y de patas cortas, Ciclón era un excelente perro pastor, así como un buen guardián de la casa.
—¡Adiós, Ciclón! —exclamó Anghus agitando la mano.
El perro se marchó meneando la cola, y el muchacho retomó el mando del arado. Aún les quedaba por delante una interminable mañana de trabajo. Tendrían que efectuar varias pasadas sobre los surcos para conseguir la profundidad adecuada, porque el arado era poco más que una reja de piedra que apenas arañaba la superficie del campo. Para cuando hubiese finalizado el periodo de la siembra, ya en pleno otoño, los druidas celebrarían los acostumbrados rituales con el fin de asegurar las cosechas. Los celtas creían que a través de la magia se podía influir en las fuerzas ocultas de la naturaleza, siempre que se respetasen los principios impuestos por la Divinidad.
—Anghus, coge de nuevo el arado. Después nos turnaremos y dejaré que tú te encargues de guiar al buey.
—Se lo agradecería, padre. Este trabajo es el más cansado de todos los que he hecho hasta ahora. No entiendo cómo los bueyes pueden soportarlo sin protestar. Con lo grandes y fuertes que son, ¿por qué no se rebelan?
Pese a sus limitaciones, Anghus era perfectamente capaz de mantener una conversación, aunque dadas las circunstancias su único interlocutor solía ser Ciclón, con el que mantenía largos soliloquios tras los cuales lo único que recibía por toda respuesta era un simple ladrido.
—Los bueyes están domesticados y obedecerán nuestras instrucciones si se las hacemos entender —explicó Nisien al muchacho, que cada vez manifestaba un interés mayor por aprender cosas nuevas, tanto de sí mismo como del mundo que le rodeaba.
—¿Igual que pasa con Ciclón?
—Sí, más o menos —repuso su padre—. Pero al buey se le castra para librarle de su agresividad.
Anghus observó al animal, que arrastraba el arado sin emitir el menor quejido.
—Siento un poco de pena por él —señaló.
—Pues no tienes motivo. Un buey puede acarrear este peso sin que le suponga esfuerzo alguno. Además, está bien alimentado y descansa más horas de las que trabaja. —El sol cegó un instante al granjero, que se protegió con la palma de la mano—. Y ahora deja de hablar y concéntrate en lo que estás haciendo, o de lo contrario tendremos que volver a labrar la tierra hasta que lo hayamos hecho bien.
Anghus suspiró con resignación y aferró el arado con mayor vigor para imprimirle el empuje adecuado. Pese a lo duro de la tarea, nada le satisfacía tanto como sentir que podía ser de utilidad.
6
Los jóvenes reclutas dedicaban un año entero de sus vidas a instruirse como guerreros.
Los aspirantes, de entre dieciséis y diecisiete años, eran separados de sus familias y trasladados a un campamento enclavado en un extremo del valle, entre un caudaloso arroyo y un bosque de hayas, y solamente con ocasión de ciertas festividades se les permitía regresar por unos días a sus lugares de origen.
A sus dieciocho años, Derrien era un poco mayor que el resto de sus compañeros. Su tardanza en alistarse se había debido al tiempo que le había llevado convencer a su padre de que su verdadera vocación no se encontraba en la forja, sino en defender a su pueblo de los ataques enemigos.
Hasta el propio Teyrnon, por más testarudo que fuese, se había visto obligado a claudicar ante los deseos de su primogénito. En realidad, era evidente que Derrien reunía todas las cualidades para convertirse en un excelente guerrero, pues el hijo mayor del herrero parecía un gigante al lado de los demás. De hombros anchos y poderoso armazón esquelético, su altura y la musculatura que había desarrollado en la forja no tenían rival. Además, su hercúlea constitución no afectaba a la agilidad de sus movimientos. Derrien era muy hábil con la espada, rápido de reflejos y, al igual que su padre, también sabía mantener la cabeza fría en momentos de gran tensión.
Los primeros meses de instrucción se centraban sobre todo en mejorar la condición física de los reclutas. Las maratonianas carreras les habían hecho ganar en resistencia y el levantamiento de pesadas piedras, en músculo y fuerza. También se les enseñaba a montar a caballo, pese a que tan solo unos pocos privilegiados llegarían a alcanzar la condición de jinete. Asimismo, como parte del adiestramiento, los aspirantes debían obtener su propio sustento mediante la caza y la pesca; y si por casualidad las piezas se resistían o no estaban de suerte, no les quedaba más remedio que alimentarse de frutos silvestres. Tampoco les proporcionaban pieles para cubrirse, por lo que durante el pasado invierno habían aprendido a convivir con el frío hasta que cada uno de ellos se curtió las suyas personalmente. La instrucción era tremendamente exigente, y no todos los que la empezaban conseguían llevarla a término.
Pero las enseñanzas no solo se constreñían al plano de lo físico, sino que también se extendían al ámbito de lo espiritual. El druida jefe se desplazaba al campamento a menudo y les instruía acerca del significado de la muerte y la transmigración de las almas. Los celtas creían que la muerte suponía una breve etapa de tránsito entre esta vida y la siguiente, tras la cual renacían en el Otro Mundo, donde mantenían memoria de su existencia terrenal. La idea se basaba en la creencia de dos mundos paralelos, y en la reencarnación del alma en cuerpos humanos de un mundo a otro. De esta manera, cuando la gente moría en el Otro Mundo, sus almas volvían a nacer en este. Estas convicciones hacían de los celtas guerreros aún mucho más fieros, pues no tenían miedo alguno a morir en el campo de batalla.
Durante la segunda etapa de la instrucción, los reclutas se ejercitaban en las técnicas de combate cuerpo a cuerpo, así como en el manejo de las armas de guerra. Actualmente se hallaban inmersos en dicho proceso, y el propio Murtagh había acudido aquella mañana para supervisar los progresos que habían logrado hasta la fecha.
El gran general desfiló lentamente ante la veintena de aspirantes dispuestos en fila recta frente a él. Los muchachos ya estaban al corriente del éxito que habían cosechado en la última batalla, en la que ellos todavía no habían podido participar. El brillo dorado del torques que Murtagh lucía en el cuello provocaba la admiración de los jóvenes, que solo tendrían derecho a llevarlo cuando hubiesen completado con éxito su formación.
Murtagh anunció que elegiría a continuación a distintos candidatos para que se enfrentasen entre sí y probasen si estaban hechos o no del genuino carácter del guerrero celta. Derrien se inclinó sobre el compañero que tenía a su izquierda y le susurró al oído:
—Espero no tener que luchar contigo.
El receptor del mensaje era Ewyn, su mejor amigo. Un chico más bien bajo pero extraordinariamente fornido, con quien había compartido juegos desde la infancia. ¿Cómo olvidar las veces que habían luchado con palos a modo de precarias espadas, simulando combatir en grandes batallas repletas de enemigos? La vocación de Ewyn, que adoraba el clima de camaradería que se respiraba en la milicia, también estaba fuera de toda discusión.
—Yo aún lo deseo menos que tú —replicó—. No me gustaría nada tener que recibir una paliza tuya delante de Murtagh.
El temor de Ewyn estaba sobradamente justificado. En los seis meses que llevaban de entrenamientos, Derrien no había sido derrotado ni una sola vez.
Murtagh conocía bien las cualidades de su nueva remesa de guerreros y gustaba de tutelar sus progresos muy de cerca. En particular, le parecía que el hijo del herrero estaba destinado a convertirse en un futuro referente de su ejército, como a él mismo se le consideraba en la actualidad. El general le señaló con el dedo y después escogió a su contrincante: Kendhal, un joven atlético y tremendamente voluntarioso, al que también auguraba un gran porvenir.
—Sin armas —precisó.
Derrien y Kendhal dieron un paso al frente y esperaron a que el resto de los reclutas formase un amplio círculo a su alrededor, que delimitaba el espacio donde debía desarrollarse la pelea. Ambos contendientes se desabrocharon sus cinturones de cuero y dejaron caer sus espadas al suelo, preparados para pelear con sus manos desnudas. Murtagh señaló entonces el inicio de la lucha con un asentimiento de cabeza.
Al principio, uno y otro se estudiaron con la mirada, aunque aquel silencioso tanteo duró solo un momento. Kendhal sabía que con Derrien tenía todas las de perder, y más aún en un combate cuerpo a cuerpo, de manera que para tratar de sorprenderle, se lanzó rápidamente sobre él y le embistió con la cabeza igual que si fuese un toro. Si Derrien no hubiese reaccionado a tiempo, un golpe como ese, propinado en pleno estómago, le habría dejado claramente en desventaja. Sin embargo, este logró frenar a Kendhal antes de que el impacto se produjera, neutralizando de inmediato el peligro. El hijo mayor del herrero comenzó entonces a girar sobre sí mismo con su rival bien asido por la cabeza, hasta lanzarlo a varios metros de distancia. Kendhal voló por los aires y aterrizó bruscamente en el suelo, y antes de que pudiera levantarse, Derrien ya le había inmovilizado clavándole una rodilla en el pecho. El combate había durado menos de un minuto.
La admiración de Murtagh por aquel prometedor guerrero creció aún más si cabía. Derrien era un verdadero diamante en bruto al que debía cuidar y pulir.
El general agradeció la entrega y escogió a dos nuevos contendientes para que probaran su fuerza y habilidad. Esta vez le tocó el turno a Ewyn, que lucharía contra Fynbar, un adversario más alto y, a priori, ligeramente superior a él.
—Combate con espadas —señaló el general.
Ewyn y Fynbar se colocaron en posición y desenvainaron sus espadas, las cuales tenían el filo romo para minimizar el riesgo de herirse de gravedad. En la otra mano empuñaban un pequeño y redondo escudo de madera. Pronto comenzó el intercambio de golpes y el entrechocar de los metales, bronce contra bronce. Fynbar llevaba la iniciativa, mientras que Ewyn se limitaba a defenderse. Aunque la técnica de Fynbar era mucho más depurada, Ewyn compensaba su menor destreza con coraje y voluntad.
El combate se alargaba en el tiempo y las acometidas de Fynbar se hacían cada vez menos intensas, acusando el desgaste físico. La propia incapacidad para finiquitar la pelea era lo que se estaba volviendo contra él. Fue entonces cuando Ewyn, mucho más aferrado al instinto que a la técnica, se abalanzó sobre él con el escudo por delante y logró derribarle por efecto de la tremenda embestida. Después se arrojó sobre Fynbar, que acorralado en el suelo y con el escudo de su rival pegado a la cara, a duras penas conseguía protegerse de la lluvia de mandobles que no paraba de recibir. Tal era la furia con que Ewyn se empleaba, que el muchacho estaba convencido de que, a poco que se descuidara, bien podía perder un ojo.
Pese a haber ganado el combate, Ewyn aún seguía golpeando el escudo de Fynbar, completamente fuera de sí. El propio Murtagh tuvo que sujetarle, y no le soltó hasta que se hubo tranquilizado. El impulsivo Ewyn era tan distinto del juicioso Derrien, que parecía imposible que ambos fuesen tan amigos aunque, después de todo, quién sabía si la clave de dicha amistad radicaba precisamente en aquella aparente dualidad de caracteres.
—Has estado sensacional —susurró Derrien al oído de su amigo cuando este se incorporó de nuevo a la fila.
—Gracias —repuso Ewyn jadeando aún por el esfuerzo.
—Al principio pensé que no resistirías sus ataques.
—Fynbar es más diestro que yo —admitió—, pero he sabido contenerlo hasta encontrar su punto débil.
Murtagh seleccionó a dos nuevos contrincantes y la sesión se reanudó con normalidad. Los enfrentamientos se siguieron desarrollando a lo largo de toda la mañana bajo la atenta mirada del general.
7
Los druidas siguieron al guerrero a través de una franja yerma de terreno que conducía al valle coronado por la población de Hallein, que se alzaba vistosa, semejante al inaccesible nido de un águila emplazado en la cumbre de un cerro.
Meriadec caminaba presa del desasosiego. Todo lo que sabía era que se había cometido un crimen, pero el hombre que había acudido a buscarles ignoraba los detalles de lo sucedido; ni siquiera les había podido decir a quién habían matado ni por qué. Sea como fuere, si Calum le había hecho llamar, debía de tener una buena razón para ello.
Pronto avistaron una granja especializada en la cría de ganado. Un numeroso rebaño de ovejas pacía en el interior de un cercado, junto a unas cuantas vacas y una bandada de gallinas. El propio Calum les aguardaba con gesto alterado, escoltado por una pareja de centinelas. El jefe tribal solía implicarse personalmente en muchos de los asuntos que, por su propia naturaleza, podían perturbar la sana convivencia que debía regir entre los celtas nóricos. Como él mismo decía, era su deber de rey.
En el exterior de la vivienda se había congregado un buen puñado de lugareños, cuyos lamentos eclipsaban incluso el balido de las reses.
—Calum, ¿se puede saber qué es lo que ha ocurrido? —El druida jefe estaba algo sofocado por la prisa que se habían dado en llegar.
—Una muchacha ha sido asesinada —reveló el rey—. Acompañadme, por favor.
El grupo se dirigió hacia una arboleda cercana por la que discurría un manantial, alfombrada de flores perfumadas y una amplia variedad de plantas silvestres. No tuvieron que adentrarse mucho para toparse con el cuerpo sin vida de una joven que no aparentaba más de catorce o quince años. Se trataba de una de las hijas del granjero. Por la mañana temprano había acudido a por agua y no había regresado. Los druidas estaban allí no solo para encargarse de los rituales previos al funeral, sino también para colaborar en la investigación empleando los amplios conocimientos que atesoraban. Calum ya había ordenado peinar la zona en busca de testigos o posibles sospechosos. Un crimen de semejante naturaleza no podía quedar sin castigo.
Eboros, el druida sacrificador, se inclinó sobre la víctima y examinó el tono de su piel, ligeramente azulado, así como la rigidez de sus extremidades, que ya comenzaban a mostrar los primeros signos de rigor mortis.
—Lleva varias horas muerta —determinó.
—Seguramente la mataron al amanecer, tan pronto como llegó al manantial —razonó Calum—. Aunque su familia no lo ha descubierto hasta hace bien poco.
Meriadec observó el rostro de la muchacha, que había quedado congelado en una mueca de horror. Su cuerpo, desnudo, no reflejaba ningún signo exterior de violencia, salvo el tajo en la garganta a través del cual se le había escapado la vida. Las manos de la víctima descansaban cruzadas sobre su pecho, como si el asesino hubiese pretendido tener después de todo una señal de respeto o de consideración para con ella. En torno a la muchacha se había formado un charco de sangre que había teñido la tierra de rojo, provocando en el druida un desasosiego como pocas veces recordaba haber sentido. Detrás de aquel crimen se adivinaba la huella de una personalidad enfermiza, a la vez que dotada de una especial sagacidad.
—El corte en el cuello fue hecho con una increíble precisión —señaló Eboros, que inmediatamente intercambió una mirada con Meriadec. Ambos sabían que esa era la manera en que los druidas degollaban a los animales en los rituales de sacrificio.
—Comprueba si la víctima fue forzada —ordenó el druida jefe.
Eboros separó las piernas de la muchacha y exploró su zona genital. Sin duda, había desgarros y también restos de simiente humana.
—La violaron —concluyó.
Meriadec se sumió en una profunda reflexión. Los asesinatos se sucedían de cuando en cuando. Era inevitable, y más aún teniendo en cuenta el ardiente temperamento celta. Pero la gran mayoría de ellos no respondían a motivos siniestros, sino que se producían tras algún tipo de arrebato, como una pelea alentada por los vapores del alcohol, o un acto de venganza motivado por el robo de cabezas de ganado o de joyas de gran valor. Las razones podían ser muchas y variadas. Sin embargo, aquel crimen en particular rezumaba una frialdad que Meriadec había presenciado muy pocas veces, incluso suponiendo que el móvil fuese de índole puramente sexual. La pulcritud con que había cercenado la vida de la víctima, dejando intacto el resto del cuerpo, no encajaba con el proceder normal de un criminal común.
—Esto no ha sido obra de cualquiera —manifestó el druida jefe.
—He llegado a pensar que un guerrero germano habría entrado en nuestro territorio con el fin de sembrar la discordia —apuntó Calum—, pero sería casi imposible que, de haberlo hecho, nuestros centinelas no lo hubieran visto.
Eboros, entretanto, escudriñaba cuidadosamente el escenario del crimen en busca de alguna pista que hubiese podido dejar el asesino. Por desgracia, no halló nada en absoluto, salvo la ropa de la víctima arrojada sobre unos arbustos y el cántaro que había traído consigo. La ausencia de cualquier vestigio incriminatorio tampoco resultaba en aquel contexto nada habitual.
—¿Qué se sabe hasta el momento? —preguntó Meriadec dirigiéndose al rey.
—Nada más, aparte de lo que ya os he dicho.
—Está bien —repuso—. Por favor, comunica a los padres de la chica que ya pueden recoger el cadáver y velarlo como es debido. Y diles también que yo me ocuparé personalmente de oficiar el sepelio y las posteriores exequias.
Meriadec enfiló el camino de vuelta negando repetidamente con la cabeza.
—¿En qué piensas? —inquirió Eboros.
—Estoy muy preocupado —confesó—. La peculiar naturaleza de este crimen me hace temer que el autor del mismo no se detendrá aquí…
8
Mientras estos siniestros acontecimientos tenían lugar, en tierras de la tribu germana del norte se vivían indescriptibles momentos de entusiasmo y excitación.
Tras los primeros instantes de desconcierto, el godi ordenó restringir el acceso al remoto paraje donde había caído la Estrella del Cielo, haciéndose a toda prisa con el control de la situación. El rey confiaba plenamente en el sacerdote supremo, el único que sabía lo que debía hacerse, pues nadie más daba la impresión de estar capacitado para interpretar la voluntad de sus deidades, que les habían honrado con un presente tan extraordinario como —en apariencia— carente de poder.
Se realizaron exhaustivas pruebas a cargo de los hombres más capacitados de la tribu, mientras el godi intensificaba sus prácticas más oscuras relacionadas con la nigromancia y la adivinación. Varios días después, los primeros resultados dieron a entender que habían dado con la clave del misterio y que por fin habían descubierto la realidad práctica del aquel obsequio, el cual había devuelto la fe a la desmoralizada población.
—Los dioses nos han conferido un poder mucho mayor del que esperábamos —manifestó el godi regocijándose de placer.
—¿Y cuándo podremos hacer uso de él? —inquirió el rey germano.
—Hace falta tiempo. Primero tenemos que poner a todos los especialistas de que dispongamos a trabajar en el proyecto —explicó—. Pero cuando estemos preparados, les daremos a los celtas una lección que no olvidarán jamás.