Capítulo 3

Los druidas tienen por lo más sagrado al muérdago y al árbol que lo soporta (el roble). El muérdago se recoge con la debida ceremonia religiosa. Vestidos con ropas blancas, los sacerdotes ascienden al árbol y cortan el muérdago con una hoz de oro y lo reciben otros con una capa blanca. Ellos creen que el muérdago, tomado como bebida, imparte fecundidad a los animales estériles y que es un antídoto para todos los venenos.

PLINIO, EL VIEJO, Historia natural.

1

Finalmente, el desafortunado episodio de la mariposa le acabó pasando factura a Brianna, que tuvo que desplazarse hasta la cabaña que Nemausus habitaba en el corazón del bosque.

Conforme al sentido del honor de la sociedad celta, la falta a la palabra dada, el impago de una deuda o el daño provocado a un tercero suponía un desequilibrio cuya reparación obligaba al transgresor a ponerse al servicio de la persona afectada por un determinado periodo de tiempo. Y en el caso de Brianna, la joven debía compensar al druida ermitaño por el perjuicio que le había causado, sirviéndole durante toda una semana. El problema no había sido tanto dejar escapar a la mariposa como haber manipulado sin permiso un bien que era propiedad de un druida, a sabiendas de que tal cosa estaba terminantemente prohibida. En su defensa, Brianna podría haber alegado que ella tan solo había pretendido evitar que Lynette se apoderase de la jaula, pero lejos de cambiar nada, aquello solo habría servido para perjudicar también a su amiga.

Desde el exterior, la cabaña parecía tan frágil como el propio Nemausus. La madera estaba suelta y tanto el techo de paja como la pared de la fachada recibían el asfixiante abrazo de las hiedras y las enredaderas.

Brianna se plantó ante la puerta y llamó con los nudillos. Nemausus abrió al cabo de unos segundos y la observó con extrañeza, como preguntándose el motivo de su inesperada presencia allí. Brianna había sido advertida acerca de la senilidad del anciano, pero no se había preparado para el hecho de que ni siquiera diese muestras de haberla reconocido.

—Soy Brianna, la hija del general Murtagh. Estoy aquí para saldar mi deuda con usted.

Un brillo acudió de repente a los ojos del druida.

—¡Ah, claro! Por supuesto. Yo no te habría castigado, pero ya sabes lo escrupuloso que Meriadec es con la ley. —Nemausus la invitó a pasar con un gesto de la mano, mientras con la otra se acariciaba su barba picuda—. De cualquier manera, me vendrá muy bien tu ayuda.

Brianna accedió al interior y se sorprendió al comprobar el orden y la pulcritud con que todo estaba dispuesto. Junto al hogar reposaba una pila de leños; de un travesaño del techo colgaban ramilletes de tallos y hojas, y cerca de una mesa había un arcón compartimentado, repleto de cortezas, raíces y un sinfín de hierbas curativas. La luz del sol penetraba a través de una amplia ventana, en cuyo alféizar reposaba una jaula que en aquel momento se encontraba vacía. La única estancia olía a madera seca y resina de pino.

Brianna había dado por sentado que su labor consistiría en adecentar la casa del druida y en cocinar para él. Sin embargo, el hogar presentaba un aspecto inmaculado, y pronto averiguaría que el sustento del anciano consistía tan solo en un poco de agua y algunos frutos silvestres.

—Tú dormirás en ese rincón —indicó el anciano—. Después te prepararé un jergón relleno de hojas secas.

Brianna asintió con docilidad.

—¿Qué sabes acerca de las propiedades medicinales de las plantas? —inquirió a continuación.

—Bueno… —murmuró algo desconcertada por la pregunta—. Sé que inhalar el vapor de una infusión de agujas de pino es bueno para combatir el catarro.

—Eso es cierto —admitió Nemausus—. Muy elemental, pero cierto. Espero que durante el tiempo que pases conmigo aprendas muchísimo más.

Fue entonces cuando Brianna comprendió a qué se dedicaría realmente mientras durase su estancia allí.

Las salidas comenzaron aquel mismo día. Brianna se dio cuenta enseguida de que Nemausus se pasaba más tiempo fuera que en el interior de su cabaña. El druida ermitaño recorría pacientemente el bosque en busca de sus preciadas plantas, y aprovechaba los trayectos para transmitir a la muchacha parte de su sabiduría.

—Para empezar, deberías saber que el poder curativo de una planta puede encontrarse en cualquiera de sus partes, ya sea la raíz, el tallo, las hojas o la corteza. Y, por supuesto, que aunque dichas partes procedan de la misma planta, las propiedades de cada una de ellas pueden ser completamente diferentes de unas a otras. Asimismo, la época del año en que realicemos la recogida resultará crucial para determinar su uso más adecuado. —Nemausus se desplazaba ayudado por su bastón, sin dar muestras de cansancio alguno—. El saúco, por ejemplo, servirá perfectamente para ilustrar lo que digo. Su flor, recogida en primavera y servida en infusión, actúa contra las fiebres infantiles y los dolores de cabeza. Su corteza, recogida en otoño y hervida, es diurética y anticatarral. Y sus bayas, recolectadas en verano, poseen cualidades purgativas.

Nemausus se detenía al pie de los árboles de los que hablaba, e intentaba que Brianna, gracias a sus explicaciones, los mirase a partir de aquel momento con otros ojos.

—La corteza de roble, secada y administrada en decocción, cicatriza las inflamaciones de garganta. Las hojas del abedul son diuréticas. Y la resina del abeto es muy eficaz contra los desequilibrios del intestino.

La muchacha se esforzaba por memorizar aquel cúmulo de enseñanzas y datos, al tiempo que cargaba con las muestras que Nemausus recolectaba por el camino. Brianna descubrió muy pronto que la impresión que la mayoría de los jóvenes tenía sobre el druida ermitaño —la de un viejo huraño y malhumorado— no se correspondía en absoluto con la realidad. Nemausus se mostraba cercano, afectuoso y extremadamente generoso a la hora de compartir sus valiosos conocimientos con ella. Bajo la capucha de su capa —que casi siempre llevaba puesta porque decía que la brisa le enfriaba la cabeza— brotaba a todas horas una dulce sonrisa que Brianna jamás había creído posible en un hombre que rondaba los cien años.

También solía ocurrir, durante el transcurso de sus salidas, que Nemausus se abstrajese de repente cuando avistaba algún tipo de mariposa en concreto. Entonces el anciano se olvidaba de todo lo demás y contemplaba el extraño ejemplar hasta que desaparecía de su vista.

—Observa, Brianna —le dijo una vez—. El macho revolotea alrededor de la hembra para cortejarla, ejecutando una elaborada danza de seducción. Después despliega sus alas y segrega una sustancia olorosa, que desemboca en la cópula de la pareja.

En otras ocasiones, Nemausus alertaba a Brianna de que debían abandonar inmediatamente una determinada zona del bosque.

—¿Qué ocurre, Nemausus?

—Tienes que aprender a observar el terreno que pisas e interpretar las señales que ofrece a tu alrededor. El zorro deposita sus excrementos siempre cerca de su madriguera, y este lugar está repleto de heces. Además, sus inconfundibles huellas también se dejan ver por aquí.

Por las tardes, de vuelta en la cabaña, Nemausus enseñaba a Brianna a conservar las muestras que habían recolectado durante el día.

—Las hojas, flores y tallos finos deben ponerse inmediatamente a secar extendidos sobre cañizos. Más tarde, confeccionaremos ramilletes que colgaremos del techo. Las cortezas tardan más en secarse, y en la mayoría de los casos las trituraremos antes de guardarlas en el arcón. —Nemausus se expresaba con una pasión que resultaba contagiosa—. Las raíces hay que lavarlas y rasparlas, y luego secarlas a fuego lento.

Por las noches, cuando Brianna se acostaba, Nemausus seguía trabajando al amparo de una lámpara de aceite, preparando elaboradas pócimas y elixires en su mesa de trabajo hasta altas horas de la madrugada. Aquellos arcanos conocimientos, sin embargo, eran patrimonio exclusivo de los druidas, y a Brianna le estaban vetados por completo.

La tercera noche, Nemausus interrumpió el sueño de Brianna. La joven precisó de varios segundos para volver a la realidad.

—Brianna, es importante. Te necesito para llevar a cabo una sencilla ceremonia.

—¿Qué ceremonia?

—La recogida del muérdago sagrado.

Esta preciada y rara planta, que crecía en las ramas de robles y encinas, era muy codiciada entre los druidas debido a las numerosas cualidades curativas que tradicionalmente se le atribuían.

Salieron al bosque bien abrigados, para protegerse del intenso frío. Era noche de luna llena, requisito indispensable para celebrar el ritual. Nemausus llevaba consigo una hoz de oro y un manto de color blanco, mientras que Brianna iba detrás de él algo nerviosa porque todavía no sabía qué papel le había reservado el druida, aunque no tardaría en averiguarlo.

Nemausus se detuvo ante un imponente roble y señaló hacia la copa.

—Tienes que trepar y cortar el muérdago usando esta hoz. Y después dejarlo caer sobre el manto que yo desplegaré en el suelo.

De entrada, aquella petición asustó a la muchacha. No obstante, se fijó en que el tronco del árbol poseía protuberancias de sobra como para facilitar su escalada.

—Vamos, puedes hacerlo. Tú eres joven y tremendamente ágil. A mí me sería imposible llevar a cabo semejante tarea —la animó.

Pese a su temor inicial, Brianna tenía plena confianza en el anciano y finalmente hizo lo que le pedía siguiendo sus instrucciones al pie de la letra. No tuvo lugar ningún percance digno de mención y, cuando Brianna descendió del árbol, se sintió orgullosa de haber recolectado el muérdago para Nemausus. El ritual se completaría durante la siguiente luna, cuando Eboros sacrificase un toro blanco en honor a la Divinidad.

Al cuarto día, ocurrió algo que vino a alterar la rutina a la que Brianna se había acostumbrado.

Un granjero acudió en busca de Nemausus para solicitar sus servicios en calidad de druida sanador, pues su hijo mostraba claros síntomas de encontrarse gravemente enfermo. El anciano no lo dudó y, tras encomendarle a Brianna que cargara con un amplio muestrario de hierbas y brebajes, se puso en marcha sin perder un segundo. Brianna pronto se dio cuenta de que Nemausus y el granjero, llamado Nisien, ya se conocían desde hacía muchísimo tiempo.

El trayecto vadeando el bosque, seguido por un largo tramo a través de la pradera, se les hizo más corto de lo que en realidad era a causa de la urgencia con que se desplazaron. La esposa de Nisien aguardaba en el umbral de la puerta, después de que el perro la hubiese alertado del regreso de su marido.

—Te agradezco mucho que hayas venido tan rápido, Nemausus. —Unas enormes ojeras ponían de manifiesto la preocupación de la mujer.

—Veamos cuanto antes al chico —se limitó a decir el druida.

Entraron en la vivienda y accedieron al aposento del joven paciente, que yacía sobre un camastro con las manos apretadas sobre el estómago, víctima de un intenso dolor. Brianna le reconoció enseguida. Se trataba del muchacho algo corto de luces que había sido objeto de una cruel burla en las fiestas de Lugnasad.

—¿Qué te ocurre, Anghus? —inquirió Nemausus. El chico, incapaz de articular palabra, se limitó a gemir como un ternero a punto de sufrir su propio sacrificio.

—Desde anoche sufre vómitos y diarrea —aclaró Nisien—. Y ese dolor de estómago cada vez va a peor.

Nemausus asió la mano de Anghus y le tomó el pulso.

—El corazón le late demasiado deprisa —murmuró para sí.

A continuación observó los ojos del muchacho y, tras comprobar que tenía las pupilas dilatadas, confirmó el diagnóstico que parecía más evidente.

—Sospecho que Anghus pudo haber ingerido ayer algún tipo de seta venenosa.

Nisien dejó caer los hombros hacia abajo, vencido por el desaliento.

—Le hemos advertido infinidad de veces que no lo debe hacer —aclaró—, pero cuando ve una seta de colores llamativos, es incapaz de resistir la tentación.

Nemausus asintió de forma comprensiva, y al punto seleccionó una de las pociones del muestrario que Brianna había traído con ella.

—Que se tome un sorbo de este brebaje tres veces al día —señaló—. Está elaborado con corteza de haya, entre otros ingredientes.

Al cabo de un rato, después de la primera toma, el malestar general de Anghus había remitido notablemente.

Entretanto, Brianna descubrió que entre el matrimonio de granjeros y Nemausus existía un importante vínculo de unión. Según le contaron, largo tiempo atrás, la pareja llegó a sentirse muy desgraciada porque no engendraba descendencia. Los años se sucedían sin que la diosa Dana les bendijese con el hijo que tanto ansiaban, y cuando ya comenzaban a desesperar, la providencial intervención del druida ermitaño logró revertir la situación. El muérdago podía curar la infertilidad, y Nemausus confeccionó un elixir gracias al cual la esposa de Nisien consiguió finalmente quedarse embarazada.

Así fue como Anghus vino al mundo y, aunque lo hiciese parcialmente limitado, sus padres no estaban dispuestos a abandonarlo en el bosque como mandaba la tradición. Nemausus quemó agujas de abeto para bendecir al recién nacido, y apoyó la valiente decisión de la pareja de granjeros.

Mientras Nemausus y Nisien departían y la mujer preparaba una dulce infusión, Brianna se ausentó momentáneamente de la estancia principal y se dirigió a la habitación del muchacho para hacerle compañía. Al fondo de la misma había una pequeña pieza que servía de despensa, así como de almacén para los aperos de labranza y los útiles para la molienda.

—¿Cómo estás? —Brianna se acomodó a su lado y le cogió la mano derecha.

Anghus se sintió algo azorado, por lo poco acostumbrado que estaba a tener a una chica tan cerca de él.

—Mejor, ya no me duele tanto —balbuceó.

Brianna tuvo que esforzarse para entenderle. Anghus se encontraba muy debilitado, y sus palabras a medio formar brotaban en un tenue siseo.

—Anghus, deberías escuchar a tus padres y evitar coger setas del bosque, por muy llamativas que te parezcan. ¿No sabes que algunas pueden ser muy peligrosas?

—Lo sé —admitió—. Es que a veces se me olvida. Yo no soy tan listo como los demás.

—Bueno, no te preocupes. Pero es importante que esto no lo vuelvas a olvidar.

En ese instante, el perro de la familia entró en la habitación agitando la cola. Brianna le llamó y le pasó la mano cariñosamente por el lomo.

—Es muy bonito —comentó Brianna—. ¿Es tuyo?

—Sí —repuso Anghus desplegando una sonrisa—. Se llama Ciclón y es mi mejor amigo. Él se ocupa de las cabras y yo me ocupo de él.

Ciclón emitió en ese instante un agudo ladrido como si les hubiese podido entender, y aquello provocó la risa de ambos. Brianna continuó charlando con el muchacho un rato más, hasta que Nemausus le indicó que había llegado la hora de volver.

Durante los días que se sucedieron, realizaron nuevas visitas para tratar las dolencias de otros pacientes, y en muy poco tiempo Brianna se descubrió a sí misma cautivada por aquel extraordinario universo de hierbas y plantas, capaces de ejercer tan beneficiosa influencia sobre la salud de la gente. La joven se sentía exultante a la par que fascinada ante aquel inesperado hallazgo. ¿Cómo podría haberse imaginado que lo que había comenzado como un inoportuno castigo, se iría a convertir en la experiencia más transformadora que hubiese tenido jamás?

2

El general Murtagh accedió al alojamiento personal del rey seguido de dos de sus mejores reclutas, Derrien y Ewyn. Ambos muchachos, sin embargo, no estaban allí por sus méritos, sino todo lo contrario. De hecho, se hallaban metidos en un serio apuro. El general saludó a Calum y se situó de forma ceremoniosa a un lado de la sala. Aquel asunto le correspondía dirimirlo directamente al rey.

El día anterior, Calum había recibido un mensaje procedente del rey de los celtas latobicos cargado de palabras de ira e indignación. Al parecer, en fechas muy recientes había tenido lugar un desagradable incidente que amenazaba con enturbiar las relaciones con la tribu vecina. Una cosa era la sustracción de ganado, hasta cierto punto admisible, y otra muy distinta arrebatarle la vida a un inocente granjero. Había ciertas líneas que no debían traspasarse.

Derrien y Ewyn se colocaron ante Calum, con la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo. Los reclutas habían retornado a lomos de los caballos robados, completando de ese modo con éxito la misión, si bien omitieron cualquier comentario acerca del incidente protagonizado por Ewyn, confiados que no se derivaría del mismo ninguna consecuencia. No obstante, resultaba evidente que al final les habían descubierto, y ahora el futuro de ambos como guerreros se encontraba pendiente de un hilo.

El rey miró alternativamente a uno y a otro con gran severidad.

—¿Acaso sois conscientes del daño que vuestra acción le ha causado a toda la tribu?

Derrien y Ewyn elevaron los ojos. El rey no estaba solo. Sentado a su derecha se encontraba Eoghan, el cual tenía apoyadas las manos sobre su voluminosa barriga, y a su izquierda se hallaba Meriadec, ataviado con una de sus túnicas blancas e impolutas. Calum valoraba sobremanera tanto el consejo de su hermano como el del druida jefe.

—Solamente nos limitamos a cumplir la misión que se nos asignó —alegó Ewyn a la defensiva.

—¿Y eso implicaba asesinar a un pobre campesino? —intervino Meriadec agitando su bastón de fresno—. ¿Qué honor puede haber en semejante acto? ¿Qué necesidad?

—Deja al menos que se expliquen —intercedió Eoghan en favor de la pareja.

Murtagh, como responsable último de la formación de sus reclutas, observaba la escena con preocupación. Consideraba a ambos reclutas extremadamente valiosos y no quería perderlos, y menos aún a Derrien, de cuyo extraordinario potencial no tenía ninguna duda.

—¿Quién de los dos mató al granjero? —inquirió el rey.

Un tenso silencio que se hizo eterno se adueñó de los muchachos. Derrien esperaba que Ewyn confesase su autoría, pues él no se veía capaz de delatar a su amigo.

—Yo, señor —admitió Ewyn—, pero lo hice en defensa propia. El granjero nos sorprendió cuando sacábamos los caballos del establo y me atacó por la espalda con un hacha. Si no hubiese reaccionado a tiempo, ahora mismo no estaría aquí para contarlo.

Meriadec bufó de forma exagerada y negó con la cabeza. El breve relato de Ewyn, fríamente narrado y carente de cualquier tipo de detalle, no le ofrecía la menor credibilidad.

El rey apuntó a Derrien con su dedo índice.

—¿Fue así como ocurrió?

Murtagh observó con atención la reacción del hijo del herrero, que enseguida dio evidentes muestras de nerviosismo. Derrien no quería mentir, y la falsa historia que había contado Ewyn le había pillado desprevenido por completo.

—¿Y bien? —insistió Calum ante la tardanza de Derrien en dar una respuesta.

—Sí, señor —repuso al fin—. El incidente sucedió del modo en que Ewyn lo ha descrito.

Derrien, en realidad, no había mentido por salvarle el pellejo a su amigo, ni tampoco para salvarse a sí mismo, sino porque en cierta manera se sentía responsable de lo ocurrido. Si él hubiese sido capaz de controlar a aquel dichoso alazán, el granjero nunca se habría enterado de que estaban allí y hubieran llevado a cabo su misión sin contratiempos. Por tanto, tampoco le parecía justo que Ewyn cargase con toda la culpa.

—Ahí lo tienes —dijo Eoghan al druida jefe—. Una explicación perfectamente razonable que aclara por qué actuaron de esa manera.

—Pues yo creo que mienten —señaló este cruzando una desafiante mirada con Eoghan, que tenía por costumbre llevarle la contraria en la mayoría de los asuntos—. En mi opinión, ninguno de los dos merecería adquirir la condición de guerrero.

—¡Exageras! —protestó el poderoso mercader.

—En absoluto —replicó Meriadec—. Cometieron un grave error y deberían pagar por ello. Además, este incidente no ha podido llegar en peor momento. Lo último que nos conviene ahora mismo es un enfrentamiento con los latobicos, teniendo en cuenta los recientes augurios que nos advierten acerca del despertar de los dioses germanos.

Calum extendió los brazos con el fin de hacer callar a sus dos consejeros. Después de haberles escuchado, ya estaba preparado para dar a conocer su decisión.

Derrien cerró los ojos antes de escuchar el veredicto. Si el rey así lo disponía, podía decir adiós en aquel mismo instante a su ferviente deseo de convertirse en guerrero. En tal caso, regresaría nuevamente al campo de la metalurgia. Ewyn, por su parte, aguardaba la decisión tan rígido como el tronco de un árbol, incapaz de imaginarse un futuro que no implicase llevar en torno a su cuello el valioso torques de guerrero.

—Aunque tengo mis dudas acerca de vuestro relato, he resuelto que no os impondré ningún castigo —dictaminó Calum—. Me ocuparé de compensar debidamente a los latobicos por el daño causado; espero calmar con ello las ansias de venganza de nuestros vecinos. —El rey intercambió a continuación una fugaz mirada con Murtagh—. Culminaréis vuestra formación bajo el mando del general, y será él quien determine si merecéis o no formar parte de su ejército. Si de verdad los germanos se convierten en una seria amenaza tal como vaticinan los druidas, necesitaremos poblar nuestras filas de todos los efectivos posibles.

Derrien dejó escapar un profundo suspiro de alivio y le dedicó al rey algunas palabras de gratitud. Ewyn imitó a su compañero, esbozando una nerviosa sonrisa que reflejaba el difícil trance por el que acababa de pasar.

Murtagh condujo de inmediato a sus muchachos fuera del alojamiento personal del rey, al tiempo que Eoghan y Meriadec se enfrascaban en una nueva disputa.

—Dadas las circunstancias, ya podéis dar gracias a la Divinidad —les dijo el general en el exterior. Y cuando iniciaban el paso, Murtagh apoyó su mano en el hombro de Derrien y se inclinó sobre su oído—: Como guerrero posees inmejorables cualidades —repuso—. Pero desde luego, no sabes mentir…

3

Cedric no había dejado de torturarse a sí mismo después de su desastrosa aproximación a Brianna durante las fiestas de Lugnasad. El baile que había protagonizado con ella había servido para muy poco, excepto para darse cuenta de que la bella muchacha sería todavía más difícil de conquistar de lo que en un principio había creído. Cedric había meditado mucho sobre el asunto, y había llegado a la conclusión de que si quería darle la vuelta a la situación, debía actuar cuanto antes para evitar así que Brianna le encasillase para siempre como a un vulgar pretendiente más.

Pero cuando quiso volver a intentarlo, recibió un revés completamente inesperado. Hasta sus oídos había llegado la noticia de que Brianna no se encontraba en Hallein, sino al servicio del druida ermitaño para saldar una deuda que había contraído con él por un asunto de escasa importancia. Cedric maldijo su mala fortuna y decidió aguardar al momento de su regreso.

Aunque los días pasaban despacio, Cedric sabía aprovechar bien el tiempo y continuaba aprendiendo todo cuanto podía acerca del lucrativo negocio del comercio de la mano de su tío Eoghan. Incluso había visitado personalmente las minas de sal situadas en la cresta de la cordillera, y había comprobado de primera mano las duras condiciones de trabajo que imperaban allí. Extensas galerías de más de doscientos metros de longitud, dotadas de sistemas propios de ventilación y alumbrado, se extendían en sentido horizontal siguiendo el curso de las vetas saladas. Las preciadas placas eran extraídas de las paredes de los túneles y acarreadas al exterior mediante sacos que los mineros se ataban a la espalda. El trabajo era tan duro, que en su mayor parte recaía sobre esclavos extranjeros, sobre todo en prisioneros de guerra de origen germano, o incluso ilirio, un pueblo foráneo establecido en la cercana península balcánica con el que se habían enfrentado en el pasado más de una vez.

Pero el tiempo siguió impasible su curso, y al fin a Cedric se le presentó una nueva oportunidad. Brianna estaba de vuelta en el poblado y, envalentonado, el joven resolvió hablar con ella en la puerta de su propia casa. Previamente había recogido un ramillete de flores en el campo, con el fin de causarle una mejor impresión. Cedric no ignoraba que las mujeres apreciaban aquel tipo de gestos, que solían ablandarles el corazón.

Cuando la muchacha abrió la puerta, no esperaba encontrarse al hijo del rey sosteniendo un ramo de lirios en la mano y una temblorosa sonrisa en la boca. A Brianna nunca le había gustado aquel chico, y su opinión sobre él no había hecho más que empeorar después de haber presenciado la forma en que se había mofado de Anghus durante las últimas fiestas. Pese a todo, las normas de cortesía la obligaban a mostrarse gentil.

—¿Cómo estás, Brianna? —Cedric le tendió las flores, y ella recogió el ramo haciendo un leve gesto de cabeza—. Espero que servir al viejo Nemausus no fuese tan malo. Si yo me hubiese enterado, habría hablado con mi padre para evitarte el castigo de los druidas.

Brianna sabía que ni el propio rey lo hubiese podido impedir, pero se notaba que Cedric no quería desaprovechar la menor ocasión para hacer alarde del linaje al que pertenecía.

—Es cierto que al principio me sentí disgustada —admitió—. Pero en cuanto supe lo que tenía que hacer, los prejuicios con que había acudido allí se desvanecieron enseguida.

—¿De verdad? ¿Y qué interés puede tener ocuparse de la casa de un anciano?

—En realidad, no fue eso lo que Nemausus me pidió que hiciera —aclaró Brianna—. Me dediqué a recorrer el bosque en busca de las plantas que los druidas utilizan para elaborar sus bebedizos.

Cedric no dijo nada. Tampoco entendía qué interés podía revestir aquella tediosa tarea, pero fue lo suficientemente prudente como para no expresarlo en voz alta. Más allá de la conversación, su atención se había desviado hacia el busto de Brianna y las formas que se adivinaban bajo su vestido. Una vez más, Cedric se dijo a sí mismo que nadie más que él se merecía poseer a una mujer tan hermosa como aquella.

—También realizamos visitas a los campesinos y criadores de ganado de la zona que precisaban de los servicios de Nemausus como druida sanador —prosiguió explicando la chica—. Me impresionó mucho ver cómo trabajaba, y también la efectividad que sus métodos y tratamientos probaron tener. ¡Ojalá hubiese podido aprender más!

—Sí, bueno —repuso Cedric en tono displicente—, pero ya sabes que los asuntos de esa naturaleza competen únicamente a los druidas.

Brianna advirtió que a Cedric no le interesaba lo más mínimo la experiencia que había vivido junto a Nemausus, y comprendió que no tenía mayor sentido prolongar la conversación que ambos mantenían bajo el umbral de la puerta. Cedric, por su parte, ya se había cansado de tanta charla amable, y pensó que había llegado la hora de manifestar sus intenciones de forma mucho más abierta.

—Brianna, creo que ya te imaginas a lo que he venido —articuló, sin reflejar en sus palabras la confianza que una afirmación de aquel tipo requería—. ¿Me acompañarías a dar una vuelta para conocernos mejor? De esa manera podría aprovechar para expresarte mis sentimientos. Estoy seguro de que gracias a la magnífica relación que mantienen tu padre y el mío ambos acordarán los detalles de nuestro matrimonio en muy poco tiempo.

Brianna sintió la penetrante mirada de Cedric clavada en sus ojos y no pudo evitar ponerse algo nerviosa, pese a que ya contaba con bastante experiencia en lo que a lidiar con pretendientes se refería. Cuánto se alegraba de no haberle invitado a pasar al interior de su casa, donde le habría resultado mucho más difícil librarse de él.

—Lo siento, pero… ahora no es buen momento. Estoy cocinando y tengo que vigilar el fuego del caldero. —Brianna sabía que debía haber sido bastante más contundente en su respuesta, pero esperaba que Cedric fuese capaz de leer entre líneas y no la obligara a pronunciarse con una franqueza todavía mayor.

La contestación de Brianna había sonado a excusa, y Cedric se había dado perfecta cuenta. El muchacho se pasó una mano por el pelo y disimuló como pudo su contrariedad. De cualquier manera, Brianna no se había referido al fondo de su propuesta, lo cual aún le dejaba la puerta abierta. Cedric esgrimió una sonrisa forzada de aceptación. De nada le valdría insistir, así que prefirió despedirse con palabras amables y llenas de cortesía.

—Hasta otro día entonces, Brianna.

La joven cerró la puerta y desapareció de su vista. Pero lejos de sentirse abatido, Cedric se convenció a sí mismo de que Brianna le estaba poniendo a prueba, y de que si persistía en su actitud, al final acabaría por sucumbir. Nadie dijo que conquistar a la chica más hermosa de Hallein fuese a resultar una tarea fácil, ni siquiera para el hijo del rey.

Brianna, por su parte, respiró con cierto alivio al otro lado de la puerta, incapaz de imaginarse que aquella no sería la única proposición que recibiría de un pretendiente aquel mismo día.

Al caer la tarde, Serbal recorría las calles de Hallein camino de su hogar, después de haberse pasado casi todo el día trabajando junto a su padre. Tenía las manos tiznadas, y también la cara, pues la fragua escupía cierta suciedad que a uno se le adhería a la piel como la tintura al paño. Serbal estaba agotado, pero al menos sabía que cuando llegara a casa su madre le tendría preparada la tina para darse un baño, y una cena abundante con la que saciar su apetito. ¡Y pensar que su padre había decidido quedarse en la forja para terminar un último encargo!

Fue entonces cuando advirtió la presencia de Brianna, que avanzaba en su misma dirección. Serbal no la había vuelto a ver desde las fiestas de Lugnasad, cuando a la hora de la verdad le faltó valor para acercarse a hablar con ella. Con todo, no podía quitársela de la cabeza, y todavía soñaba con la remota posibilidad de poder conquistarla algún día.

A Brianna la acompañaba Lynette. Ambas muchachas regresaban de la orilla de un riachuelo cercano portando entre las manos un cesto de ropa lavada. Durante el camino de ida habían estado hablando acerca de la joven asesinada en una granja de las afueras, cuya muerte las había mantenido durante un tiempo en alerta, hasta que el asunto había caído poco a poco en el olvido. La conversación que las ocupaba en el camino de vuelta, sin embargo, versaba sobre un tema muy distinto.

—¿Y no temes que te descubran? —inquirió Brianna.

—Fuimos muy cautos… —respondió Lynette, que le había confesado a su amiga un encuentro secreto que había mantenido con Dunham hacía poco. Al parecer, el hijo del curtidor había probado ser un habilidoso amante, capaz de satisfacer la desbordante fogosidad de la joven muchacha.

Serbal, viendo que se acercaban, se dijo a sí mismo que no podía dejar escapar aquella oportunidad. Si nunca había abordado a Brianna hasta ahora había sido por temor a que le rechazara. Pero no solo por eso. Tenía muchas dudas acerca de cuál sería la manera más apropiada de actuar, pues tampoco es que se hubiese prodigado en exceso en sus relaciones con el sexo opuesto. Esta vez, sin embargo, contaba con una genuina excusa para entablar una conversación con ella de manera natural: a Serbal le constaba que Brianna había estado al servicio del druida ermitaño durante una semana, y le intrigaba mucho saber cuál había sido el resultado de aquella experiencia.

Serbal respiró hondo y no se lo pensó dos veces. Esperó a que las muchachas pasaran por su lado para plantarse frente a ellas y saludarlas de forma casual.

En Hallein, de un modo u otro, más o menos todo el mundo se conocía. Y Brianna, que inevitablemente ya se había puesto a la defensiva, contempló con desconfianza al chico que tenía ante sí. Sabía que era el hijo menor del herrero, aunque no recordaba su nombre.

—Hola, Serbal —intervino Lynette esbozando una media sonrisa.

Serbal suspiró aliviado. Al menos la amiga de Brianna sí se acordaba de él.

—Brianna, yo… te he visto pasar y me he preguntado si… como consecuencia del tiempo que conviviste con Nemausus, tuviste oportunidad de verle trabajar como druida sanador… —Serbal esperaba que el temblor que sentía por dentro no se reflejara en su voz—. Dicen que ningún otro druida iguala sus extraordinarios conocimientos en la rama de la sanación.

Una sonrisa acudió al rostro de Brianna, y la actitud recelosa con que inicialmente había recibido a Serbal se desvaneció por completo. Algo en el fondo azul de sus ojos le decía que el interés que había mostrado resultaba sincero.

—¡Sí! —exclamó—. ¡La sabiduría de Nemausus parece ilimitada! —Y a continuación le resumió el papel que había jugado como ayudante del druida ermitaño en la recolección, clasificación y conservación de las plantas curativas.

Los tres jóvenes retomaron el paso, aunque había quedado muy claro que Serbal solo tenía ojos para Brianna y hacía como si Lynette ni siquiera estuviese allí.

—¿Y le acompañabas también cuando se desplazaba para ver a un paciente? —preguntó Serbal—. Según los granjeros de la zona, Nemausus aún realiza visitas.

—Nunca me separaba de él —replicó—. Y no solo eso. Una noche de luna llena trepé hasta la copa de un roble y le ayudé a recoger el muérdago sagrado.

Serbal abrió los ojos como platos y su boca se ensanchó hasta formar una circunferencia casi perfecta. Brianna no pudo evitar estallar en carcajadas.

—Perdona que me ría —se excusó—. Es que me sorprende mucho ese interés tuyo por las artes druídicas. Yo pensé que tu trabajo se ceñía más bien al campo de los metales.

Serbal se encogió de hombros.

—Así es, pero no por voluntad propia. Es un oficio muy especializado que se transmite de padres a hijos, y en mi caso ha recaído sobre mí la responsabilidad de prepararme para hacerme cargo del taller y tomar el relevo de mi padre.

Brianna conocía muy bien el peso de la tradición. Ella misma, como hija de uno de los miembros más importantes de la aristocracia guerrera, estaba destinada a convertirse en la esposa de algún candidato que estuviese a la altura de su condición.

—Entonces, si de ti dependiera, ¿preferirías iniciarte como druida? —terció Lynette, que hasta el momento se había limitado a escuchar.

—Es lo que más habría deseado —confesó Serbal.

—¿Y no hay nada que puedas hacer? —insistió la muchacha.

—Podría intentar convencer a mi padre, pero no tengo la menor opción. Teyrnon ya realizó una excepción con mi hermano mayor, que muy pronto se convertirá en un renombrado guerrero.

Brianna se detuvo un instante y le dedicó a Serbal una mirada cargada de solemnidad.

—Pues si yo fuese hombre en lugar de mujer, haría todo lo posible por elegir mi propio destino.

A la categórica afirmación de Brianna le siguió un largo silencio, que se prolongó hasta que llegaron a la altura de la vivienda de Lynette. La joven se despidió con un gesto de la mano y dejó a la pareja proseguir su camino en solitario, todavía sorprendida por la inmediata sintonía que se había producido entre su amiga y el hijo del herrero.

—Y dime, Brianna —inquirió Serbal bajando la voz—. ¿Viste alguna vez a Nemausus realizar algún tipo de conjuro mágico o encantamiento de poder? —Algunos rumores señalaban que los más prominentes druidas eran capaces de controlar el clima o incluso adoptar temporalmente la forma de algún animal, si bien no todo el mundo daba crédito a aquel tipo de habladurías.

Brianna negó con la cabeza.

—Pero de noche —precisó—, Nemausus se dedicaba a preparar misteriosos elixires acerca de los cuales nunca me explicaba nada.

Poco después, Brianna se detenía ante su propia casa y se despedía de Serbal haciendo gala de su habitual simpatía. El muchacho la observó desaparecer tras la puerta, controlando a duras penas el temblor de sus rodillas. ¡Qué lástima que el trayecto hubiese sido tan corto! Serbal reanudó la marcha luciendo una inmensa sonrisa, mientras su cabello rubio se removía agitado por una racha de viento.

El paso más difícil de todos ya estaba dado.

A escasa distancia de allí, oculto tras un carro cargado de heno, Cedric apretó los labios y lanzó una maldición entre dientes. Como parte de su habitual comportamiento obsesivo, Cedric había seguido aquella tarde a Brianna hasta el riachuelo donde solía lavar la ropa, y después durante todo el camino de vuelta. La sorpresa había llegado a raíz de la aparición de Serbal, que no solo había tenido el valor de abordarla, sino que además parecía haber salido bastante airoso del intento.

El hijo del rey estaba furioso. ¿Acaso la conquista de Brianna no se le presentaba lo bastante difícil por sí sola, como para además tener que lidiar con un posible rival? Cedric no se desanimó; al contrario, reforzó su compromiso de hacer todo cuanto fuese preciso para conseguir su objetivo, lo cual implicaba a partir de aquel momento seguir muy de cerca los movimientos de Serbal.

4

Calum no podía evitar sentirse ligeramente inquieto.

Algunos días atrás, un emisario les había hecho llegar un mensaje procedente de Reginherat, el rey de la tribu germana de la cual les separaba la cordillera norte. Reginherat deseaba parlamentar, y avisaba de que encabezaría una delegación que se desplazaría hasta Hallein para protagonizar un encuentro cara a cara con el líder de los celtas nóricos. Calum no se imaginaba qué podía tener en mente el rey germano, especialmente cuando había transcurrido tan poco tiempo desde que les hubiesen infligido su enésima derrota. Debía de tratarse de un asunto lo suficientemente importante como para haber decidido acudir en persona, en lugar de haber enviado a algún embajador. ¿Quizás pretendía firmar un acuerdo de paz entre ambos pueblos, algo casi inédito hasta la fecha?

Calum aguardaba en la sala de asambleas, especialmente engalanada para la ocasión. Un elenco de sus mejores sirvientes había dispuesto la mesa para la reunión, y uno de ellos se había apostado junto a la puerta, presto para atender los requerimientos del rey. La delegación germana, que se desplazaba a caballo, había penetrado en territorio celta el día anterior. Las patrullas ya estaban sobre aviso, de manera que se limitaron a escoltar en silencio a Reginherat y los suyos a lo largo del camino que discurría hasta el poblado.

Eoghan entró en la sala y tomó asiento junto a Calum. Su hermano, curtido en infinidad de tratos y componendas derivadas de su actividad comercial, era un experto negociador y, por tanto, le vendría muy bien tenerlo a su lado.

—Los germanos están a punto de llegar —informó Eoghan—. Murtagh les recibirá en la puerta y les conducirá ante nuestra presencia tras haberles desarmado.

—¿Qué opinas de todo esto? —inquirió Calum.

—No lo sé —replicó—. Admito que yo me siento tan desconcertado como tú.

Poco tiempo después, Reginherat accedía a la sala de asambleas precedido por Murtagh, que con un gesto de la mano le indicaba el lugar que debía ocupar a la mesa. Para sorpresa de Calum, el rey germano no se había hecho acompañar por ninguno de los generales que integraban su delegación, sino por el godi, el máximo representante espiritual de la tribu teutona.

El atuendo de Reginherat no era especialmente fastuoso. Un sayo ajustado que marcaba sus membrudas extremidades y algunas pieles de fieras que pretendían dar cuenta de su autoridad. Una barba desgreñada, muy similar a la del propio Calum aunque rubia en lugar de pelirroja, remataba un rostro sobrio curtido en mil batallas. A ojos de Eoghan, el rey germano era poco más que un bárbaro al mando de un pueblo que prefería dedicarse al saqueo antes que entregarse a la noble actividad de comerciar.

El godi, por su parte, lucía una túnica oscura sin capucha que dejaba a la vista una cabeza rapada sin el menor rastro de pelo, y su mirada, agazapada tras un par de ojos saltones de color negro, era tan gélida como las aguas del gran lago en invierno.

Los dos representantes germanos ocuparon sus asientos en la mesa rectangular, frente a la cual se hallaban sentados Calum, Eoghan, así como el propio general Murtagh. El sirviente se apresuró a ofrecer vino en generosos cuernos de toro, que solo el godi optó por rechazar. Reginherat apuró su copa de un solo trago y pidió que le sirviesen más. No eran muchas las ocasiones en que tenía la oportunidad de paladear un vino tan exquisito, importado de las lejanas naciones del sur.

Después vinieron los saludos protocolarios: un puñado de palabras secas, miradas recelosas y labios rectos que no mostraron el menor atisbo de una sonrisa. Ninguno de los mandatarios se molestó en fingir aquello que no sentían. El odio recíproco llevaba ya mucho tiempo instalado entre ambos pueblos.

Hasta el momento, Reginherat se había expresado en un celta muy básico, pero a la hora de explicar el motivo de su inusual visita, pasó a emplear su propio idioma. El godi actuaría de intérprete y moderador de la reunión. Como hombre instruido, el sacerdote germano manejaba con fluidez la lengua celta, de la misma manera que Eoghan dominaba con bastante solvencia el griego.

—El motivo de mi visita no es otro que las minas de sal —reveló Reginherat por boca del godi—. Los yacimientos se encuentran en un punto de la cordillera que desde tiempos inmemoriales ha pertenecido a nuestro pueblo. Exigimos, por tanto, su inmediata devolución.

Calum no pudo disimular su sorpresa y enarcó las cejas, conformando un lienzo de arrugas sobre su frente. Ni se sabía cuánto tiempo llevaban los germanos luchando por arrebatarles el control de las minas, ¿y ahora se plantaban allí y las reclamaban sin más? Su respuesta fue tan contundente como expeditiva.

—Para empezar, el área donde radican las minas siempre nos ha pertenecido. ¿Cómo se explica si no que los celtas nóricos hayamos explotado la sal de forma ininterrumpida desde que se excavaran las primeras vetas? Y todo ello pese a que no han sido pocas las veces en que habéis tratado de arrebatarnos por la fuerza lo que por derecho era nuestro.

—Que las cosas hayan sido siempre de una manera no las convierte en verdad inamovible —rebatió Reginherat—. De cualquier modo, todo eso está a punto de cambiar. Si no nos entregáis las minas de sal, os declararemos una guerra abierta y aniquilaremos sin compasión hasta el último de los vuestros. Deberíais estar agradecidos por nuestro gesto, pues en el fondo deseamos evitaros un baño de sangre.

Calum pasó de la sorpresa a la perplejidad. ¿Acaso Reginherat había perdido el juicio por completo, o era tan solo que el vino se le había subido a la cabeza? Con todo, era tal la determinación con la que hablaba el rey germano, que un escalofrío le recorrió el espinazo.

A continuación, Murtagh pidió la palabra y, sin dejarse intimidar, clavó su mirada en Reginherat, con quien tantas veces se había visto las caras en el campo de batalla.

—Desde que soy general, y salvo por algunas escaramuzas aisladas, los celtas nóricos no hemos sufrido ni una sola derrota a manos de los hombres que se encuentran bajo tu mando. ¿Cómo te atreves entonces a escupir semejantes exigencias, y a amenazarnos en nuestra propia casa? ¿No deberíais acaso estar todavía llorando a los muertos que os cobramos en la última batalla?

El rey germano perdió por primera vez la compostura. Su rostro se transformó en una máscara de ira, roja como el metal candente, y uno de sus puños se estrelló contra la superficie de la mesa. Rápidamente, el godi intervino y aplacó la furia de su soberano, posando una de sus manos sobre el antebrazo de Reginherat. La expresión del sacerdote germano no se había alterado un ápice. El godi entrecerró los ojos y dedicó a los interlocutores que tenía enfrente una aviesa mirada.

Todos en la sala enmudecieron durante un largo minuto.

—Os damos de plazo hasta Samain para que consideréis nuestra… propuesta —anunció el rey germano tras haber recuperado la calma—. Y si estimáis en algo la vida de vuestros hombres, os recomiendo que no nos pongáis a prueba.

El tono desafiante de Reginherat estaba fuera de toda duda. Mientras tanto, el godi se frotaba las manos y se pasaba la lengua por los labios, como si paladease aquel momento.

—Bien, creo que ya hemos escuchado suficiente —sentenció Calum, al tiempo que se ponía en pie, dando por concluido el encuentro.

Reginherat y el godi también se levantaron, y abandonaron la sala sin volver la vista atrás. Ellos ya habían cumplido con lo que habían ido a hacer allí.

—Esto no me gusta —admitió Calum cuando se hubieron quedado a solas—. Confieso que estoy preocupado.

—No seas necio, hermano —señaló Eoghan mesándose su barba perfectamente recortada—. Sus palabras no van a asustarnos. ¡Jamás renunciaremos a las minas!

—Eso por descontado —convino Calum—. Sin embargo, tengo la impresión de que no fanfarroneaban.

El general Murtagh asintió con la cabeza.

—Nos han venido a advertir —terció—. Pero en realidad están deseando que midamos nuestras fuerzas en el campo de batalla. Lo he visto en sus ojos. Por alguna razón, esta vez están absolutamente convencidos de su superioridad. Tan solo querían ver nuestras caras de cerca, para que nosotros recordemos las suyas la próxima vez que nos volvamos a enfrentar.

Afectados por la tensión del reciente episodio, ninguno supo de entrada muy bien lo que pensar.

—Hablaré con Meriadec —zanjó Calum—. Los druidas ya nos habían alertado acerca del despertar de los dioses germanos. Y parece que no se equivocaban. El hecho de que a Reginherat le acompañase su godi no es casualidad. De alguna manera, ambos hechos deben estar relacionados.

5

—¡Anghus! —Nisien acopló una mano en torno a la boca para amplificar el sonido de su voz, al tiempo que alzaba el brazo para llamar la atención de su hijo.

El sol bañaba los cultivos con su cálido esplendor, y Anghus se revolcaba en el prado junto a Ciclón, con el que mantenía una lucha amistosa por hacerse con el control de una vieja tela. El animal retenía el paño entre los dientes, y Anghus tiraba del otro extremo, en una pelea fingida en la que parecía dirimirse cuál de los dos podía llegar a ser más cabezota. Finalmente, Ciclón soltó la tela y Anghus cayó hacia atrás cuan largo era, mientras el perro saltaba sobre él y le colmaba a lametones. El muchacho trataba al perro como si fuese una persona, y desde luego le quería como tal. Anghus le hablaba sin parar y, de algún modo, Ciclón actuaba como si le entendiera y le daba la réplica con un ladrido o adoptando una determinada pose, o incluso una forma de mirar.

Seguidamente, Anghus interrumpió el juego y acudió raudo a la llamada de su padre. El joven muchacho ya se había recuperado por completo del envenenamiento que casi le cuesta la vida, y había jurado hasta la saciedad que nunca más volvería a ingerir una seta sin permiso. No obstante, el restablecimiento de su salud había traído consigo un efecto no del todo deseado. Anghus había vuelto a experimentar de nuevo aquellas punzadas de deseo que le perturbaban el pensamiento y le estremecían la entrepierna. Aquella inquietante sensación, además, se acentuaba cuando su mente evocaba la imagen de Brianna, especialmente el momento en que había sentido su contacto al cogerle de la mano. Anghus detestaba sentir aquel extraño y desconcertante impulso que escapaba a su control. Y, sobre todo, le incomodaba que aquella pulsante sensación se mezclase con el recuerdo de Brianna, después de que esta se hubiese portado tan bien con él.

—Hijo, como ya te vine anticipando durante los últimos días —expuso el granjero cuando Anghus hubo llegado a su altura—, hoy te encargarás tú de pastorear a las cabras.

Nisien consideraba que su hijo ya estaba preparado para asumir una responsabilidad semejante, incluso a pesar del triste episodio de que había sido víctima en las fiestas de Lugnasad por culpa del cual el desarrollo de su frágil personalidad había sufrido un ligero retroceso. Desde entonces, Anghus no había querido volver a relacionarse con extraños, y había evitado acompañar a sus padres cuando estos habían acudido a Hallein o a alguna aldea de la periferia. Con todo, Anghus se animaba cada vez más a realizar los trabajos que la explotación de la granja demandaba, incluyendo aquellos que a priori entrañaban una dificultad mayor. Una semana atrás, Nisien se vio en la necesidad de sacrificar un par de viejas cabras que ya no le eran de utilidad, ocasión que Anghus no desaprovechó para participar por vez primera en la matanza, teniendo en cuenta que en el pasado se había limitado siempre a observar a su padre en silencio. Nisien quedó gratamente sorprendido por la rotundidad con que su hijo asía el afilado cuchillo y degollaba al animal, sin que la abundante sangre que salió despedida de su cuello le supusiese un problema. Desde luego, si Anghus continuaba por ese camino, terminaría por convertirse en un granjero que muy poco tendría que envidiarle al resto.

—Abre lentamente la verja del cercado —le indicó Nisien.

Anghus obedeció. Las facciones de su rostro denotaban que estaba profundamente concentrado. Nisien creía de todo corazón que, pese a sus limitaciones, su hijo estaba capacitado para realizar aquella tarea. Esta consistía en guiar al rebaño de cabras hasta los pastizales situados en la cima del cerro procurando que ninguna se perdiera por los múltiples ramales que configuraban el altozano. Anghus se conocía el camino como la palma de su mano y, a fin de cuentas, la mayor parte del trabajo recaería en realidad sobre el perro pastor. El hecho de contar con la presencia de su inestimable amigo había resultado clave para que Anghus aceptase la propuesta de su padre.

Las cabras salieron de la cerca y Anghus comenzó a reunir al rebaño con la ayuda de Ciclón.

—Lo harás bien —le animó Nisien.

Anghus asintió, aunque por algún motivo no parecía convencido del todo.

—¿Qué ocurre?

—Padre, pese a que lo he estado intentando, todavía no soy capaz de silbar como es debido.

Durante la última semana, Nisien había intentado enseñarle a silbar con los dedos en la boca, para que el sonido de su llamada alcanzase una distancia mayor. Anghus, sin embargo, se había mostrado poco hábil a la hora de reproducir el característico sonido.

Nisien colocó sus dedos pulgar e índice debajo de la lengua y efectuó una rápida demostración. Pero cuando Anghus le trató de imitar, fue incapaz de obtener un resultado siquiera mínimamente parecido.

—No te preocupes —repuso—. Ya aprenderás. Mientras tanto, grita y da palmadas para llamar la atención de las cabras.

Anghus asintió y comenzó a guiar al rebaño por el camino que conducía al pie del cerro. Ciclón correteaba alrededor de las cabras y las mantenía bien agrupadas, evitando que las más despistadas emprendiesen una aventura por su cuenta y riesgo.

Nisien fue incapaz de despegar la mirada de su hijo, hasta que su silueta se desvaneció en el horizonte. Esperaba no haberse equivocado en su decisión.

Nisien y su esposa no pudieron evitar sentir una cierta desazón durante todo el día, hasta que al atardecer divisaron a su hijo regresar por el camino. La sonrisa de Anghus llenaba toda su cara, y eran tantas las cosas que tenía que contarles, que él mismo se interrumpía al inicio de cada historia. Además de ser una excelente compañía, Ciclón se había convertido en un gran aliado. No faltaba ni una sola cabra y todas se encontraban sanas y salvas. Anghus había demostrado que podía encargarse de aquella tarea, contribuyendo de forma activa a sostener la precaria economía familiar.

A Nisien poco le importaban ya los reproches que jamás dejaría de oír a su espalda por no haber dejado morir a la criatura con la que la madre Dana les había bendecido. Gracias a haber tenido el coraje de contravenir las viejas costumbres, Nisien podía decir que se sentía tan orgulloso de Anghus, como cualquier otro padre podría estarlo de su propio hijo.

6

Meriadec accedió al alojamiento personal del rey luciendo un semblante circunspecto bastante acorde con las noticias que tenía que transmitir.

Algunos días atrás, Calum había puesto en conocimiento del druida jefe los detalles del encuentro mantenido con la delegación germana y la amenaza de guerra realizada por Reginherat. El rey precisaba de su consejo y solicitaba la colaboración de toda la comunidad druídica, especialmente reconocida por sus extraordinarias dotes de adivinación.

Atendiendo su petición, Meriadec había puesto rápidamente en marcha un plan de acción junto al resto de sus colegas. Para empezar, un amplio grupo de druidas se había desplazado al corazón del bosque, donde habían escenificado en un lugar sagrado un arcano ritual de adivinación. Además, Eboros había llevado a cabo el sacrificio de varias bestias, cuyas entrañas le habían desvelado el futuro inmediato de su pueblo. El propio Meriadec había leído ciertos augurios en el cielo y en el vuelo de las aves. Incluso Ducarius, el druida helvecio, se había valido de la interpretación de los sueños como técnica adivinatoria, muy común en su tierra de origen, para realizar así su propia aportación.

Calum invitó a Meriadec a tomar asiento y se preparó para escuchar el veredicto del druida jefe. Eoghan, que también se hallaba presente, daba buena cuenta de unas suculentas tortas de avena rehogadas con miel.

—Todos los augurios, sin excepción, son negativos —afirmó Meriadec con rotundidad—. Deberíamos evitar a toda costa el enfrentamiento con los germanos. Si lo hacemos, la victoria caerá del lado de nuestros enemigos.

—¡Eso es absurdo! —protestó Eoghan, al que de repente se le habían quitado las ganas de comer.

—No lo es. —Meriadec se mantuvo tranquilo. Su larga barba cenicienta resplandecía iluminada por un haz de luz que penetraba por la ventana—. Desde que sus dioses les enviaran la Piedra del Cielo, los germanos han crecido en poder.

—¿Y eso qué significa? ¿Acaso los dioses germanos han insuflado a los guerreros de Reginherat más fuerza de lo normal? ¿O se supone que a partir de ahora gozarán de una protección especial que nunca habían tenido? —Eoghan dejó caer las manos sobre su abultada panza—. ¿No puedes ser algo más concreto? ¿Eso es todo cuanto tu magia puede alcanzar?

—A nosotros también nos gustaría poder precisar más, pero nuestros métodos no pueden llegar tan lejos —admitió el druida jefe—. De cualquier manera, los auspicios son unánimes. Si participamos en esa guerra, la perderemos. Y ni siquiera la protección que habitualmente nos procura la Divinidad será suficiente esta vez para contrarrestar las fuerzas de nuestros enemigos.

Las palabras de Meriadec cayeron como una losa sobre Calum, cuyos cercos bajo los ojos se advertían más acentuados que nunca debido a su preocupación de los últimos días.

—¿Qué sugieres entonces? —insistió Eoghan—. ¿Acaso sugieres que les entreguemos las minas sin oponer la menor resistencia?

El hermano del rey era sin duda quien más tenía que perder pues, si bien era cierto que las minas de sal proporcionaban de forma indirecta importantes riquezas al pueblo de los celtas nóricos en su conjunto, Eoghan era el que obtenía un mayor beneficio con su mercadeo.

—No es eso lo que digo —replicó Meriadec—. Pero sí recomiendo dialogar con Reginherat para evitar el enfrentamiento. Deberíamos llegar a un acuerdo con los germanos para explotar las minas de forma conjunta y repartir los beneficios.

—¡¿Pactar con esos bárbaros y permitir que se aprovechen de nuestro esfuerzo?! —exclamó Eoghan.

—Ese es mi consejo —sentenció Meriadec.

Un espeso silencio, semejante a una mancha de aceite hirviendo, se abatió sobre la sala empapando hasta las sombras de los rincones más apartados.

—Gracias, Meriadec. Ahora necesito tiempo para tomar una decisión.

El druida jefe abandonó la sala. En cuanto ambos hermanos se quedaron solos, Eoghan aprovechó para hacer valer su postura.

—Lo que propone Meriadec no tiene sentido. Sabes tan bien como yo que, aunque intentemos dialogar, los germanos no aceptarán nada distinto a la oferta que ya nos hicieron. Ya viste la arrogancia que exhibieron y la rotundidad que emplearon al hablar. No nos vamos a dejar avasallar por una amenaza carente del menor sostén. ¿Desde cuándo los guerreros celtas le tenemos miedo al enemigo? —Eoghan se seguía considerando un guerrero, pese a que no había vuelto a luchar desde que hubiese perdido la pierna—. Murtagh es un héroe y nos conducirá hasta la victoria, tanto si los germanos cuentan con la ayuda de su dioses como si no. Demostraremos que los druidas se equivocan y que los presagios que vaticinan nuestra derrota no tienen ninguna razón de ser.

Calum se contagió enseguida del apasionado discurso de su hermano y elevó la mirada orgulloso. No podía evitarlo. Por sus venas corría genuina sangre de guerrero.

—Está bien —convino—. Si los germanos quieren guerra, entonces la tendrán…

7

El gran espacio abierto que había en mitad del poblado comenzó a llenarse de asistentes y curiosos. Aquel día, el cielo de Hallein se había sembrado de nubes aceradas que reptaban desde el lago y orbitaban a escasa altura.

Una vez al año, los druidas llevaban a cabo un proceso de selección para dar entrada a los nuevos iniciados que en el futuro pasarían a formar parte de la orden. Aquel acto constituía, en verdad, únicamente un primer paso: cualquier joven entre catorce y dieciséis años podía presentarse como candidato, a expensas de las pruebas a las que posteriormente se sometería. La realidad dictaba que la mayoría de ellos se quedaría en el camino y que, de entre la totalidad de aspirantes a convertirse en druida, tan solo unos pocos serían elegidos.

Muchos de los candidatos provenían de familias pertenecientes a la aristocracia guerrera, cuyo tercer o cuarto hijo era ofrecido para que se incorporase a la cada vez más poderosa casta de los druidas. No obstante, también concurrían aspirantes procedentes de clases menos favorecidas, en algunos casos incluso animados por un druida consagrado que hubiese observado en un joven indiscutibles signos o habilidades naturales que le dotasen de cierta idoneidad.

Tradicionalmente, la comunidad druídica solía reunirse casi al completo con motivo de aquel evento y, de hecho, la mayoría de ellos ya ocupaba el centro de la explanada. Junto a Eboros se encontraban los druidas Dughall y Medugenus. El primero, conocido por su carácter arisco, estaba dotado de extraordinarios poderes para la adivinación, mientras que el segundo, mucho más amable, se había convertido en un soberbio sanador tras haber sido formado directamente por el incomparable Nemausus. Meriadec, en calidad de druida jefe, actuaría como maestro de ceremonias, ante la atenta mirada de Ducarius como invitado especial.

El acto daría comienzo poco antes de que descendiese sobre el poblado la penumbra crepuscular.

Serbal, que había acudido al multitudinario acto, se abrió paso entre el gentío para presenciarlo desde las primeras filas. Aunque el aprendiz de herrero no podía ofrecerse como candidato —de lo contrario, ya lo habría hecho el año pasado o el anterior—, siempre gustaba de observar a quienes lo hacían, como si de algún modo pudiese ver cumplido su propio deseo a través de ellos. Serbal le había pedido permiso a su padre para ausentarse del trabajo aquella tarde; incluso se había arreglado para la ocasión. Primero se había aseado con jabón, y acto seguido se había enfundado un calzón holgado y una capa de lana que sujetaba con su broche predilecto.

Por otro lado, Brianna también había acudido al evento en compañía de su inseparable amiga Lynette. La hija del general Murtagh había decidido asistir con la esperanza de reencontrarse con Nemausus, tras darse cuenta de lo mucho que su experiencia junto al druida ermitaño la había transformado, despertando en ella un formidable interés por todo lo relacionado con el campo de la sanación. Brianna, cuya vida como mujer había sido escrita de antemano, nunca antes había sentido una vocación tan grande como la que en aquel instante vibraba en lo más hondo de su ser.

—¿Ves a Nemausus por alguna parte? —Brianna había comprobado que, pese al gran número de druidas presentes en el acto, el solitario anciano no parecía encontrarse entre ellos.

—Me temo que no —contestó Lynette—. Sin embargo, acabo de ver a otra persona a la que estoy segura de que no te importaría saludar…

Cedric también había acudido al evento y, apostado entre la multitud, se erguía sobre sus talones barriendo la explanada de tierra con la mirada, en busca del verdadero motivo que le había llevado hasta allí. Naturalmente, su asistencia nada tenía que ver con el llamamiento de los druidas, sino con simular un casual encuentro con Brianna, con el fin de recuperar el terreno perdido tras su último y desafortunado acercamiento. El hijo del rey se había convencido de que todo se reducía a seguir insistiendo, hasta que finalmente Brianna cediese a su pretensión.

De repente, Cedric la localizó entre el gentío, dirigiéndose precisamente hacia él. Su boca se curvó de forma ostentosa dibujando una pretenciosa sonrisa, y se atusó el cabello utilizando las dos manos. Si las demás muchachas de Hallein no se resistían a sus encantos, Brianna no iba a ser menos. Era una mera cuestión de tiempo que su proceso de conquista concluyese felizmente para él…

Pero, para su sorpresa, Brianna pasó de largo a escasos metros suyos, sin dedicarle siquiera una mirada o un insignificante saludo. La muchacha, de hecho, se había comportado como si él no estuviese allí. Cedric la observó alejarse en silencio, al tiempo que se borraba de su cara su arrogante sonrisa.

El golpe más fuerte, sin embargo, aún estaba por venir.

Brianna se detuvo poco después junto al joven al que verdaderamente había pretendido acercarse desde un principio. Cedric estiró el cuello y se fijó con atención. ¡Era Serbal! Aquello no podía tratarse de una casualidad, porque ya era la segunda vez que el dichoso hijo del herrero se interponía en su camino.

Furioso, el hijo del rey apretó los puños, decidido a no quitarle los ojos de encima a la pareja.

Serbal sintió que alguien posaba la mano en su hombro y se dio la vuelta para ver quién era. Su expresión debió ser de tal sorpresa, que Brianna tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. La reacción de Serbal no era para menos: la chica a la que amaba en secreto se había acercado para hablar con él.

—Hola, Brianna —acertó a decir tratando de parecer sereno—. Me alegra verte.

—A mí también —replicó la muchacha—. Te hacía trabajando en el taller. Aunque, por otra parte, no me sorprende nada que estés aquí.

—Vengo cada año desde que tengo uso de razón. Me gusta presenciar el acto y escuchar a Meriadec —explicó—. Durante mucho tiempo crecí pensando que cuando tuviese edad suficiente, yo mismo me presentaría como candidato. —Serbal se encogió de hombros con cierta resignación—. El deber, sin embargo, me ha llevado por un camino muy distinto.

Brianna, pensativa, le observó unos segundos sin responder. Había algo en el tono de voz de Serbal que la reconfortaba. Tal vez fuese la sinceridad con la que hablaba, o puede que la modestia con la que solía referirse a sí mismo, tan diferente del talante vanidoso del que hacían gala los demás jóvenes que la abordaban, dándose más importancia de la que realmente tenían.

—Pues es una lástima —dijo al fin—. Lo que la comunidad druídica necesita es gente como tú, con vocación.

Ahora fue Serbal quien se distrajo, tras perderse un instante en la constelación de pecas que rodeaba la nariz de Brianna, y en las finas trenzas en las que se había recogido el pelo y que dejaban a la vista su largo cuello.

—¿Y tú? —inquirió Serbal—. ¿Has acudido por algún motivo especial?

—Lo cierto es que sí —contestó—. Esperaba ver a Nemausus.

—No ha venido —le confirmó el muchacho—. Hasta hace un par de años nunca faltaba a la cita, pero supongo que desde que alcanzó una determinada edad, ha tenido que reducir el número de sus desplazamientos.

Brianna observó que la fíbula con que Serbal sujetaba su capa se había deslizado hacia abajo, y automáticamente la asió entre los dedos para recolocarla donde correspondía. Lo había hecho tantas veces con su padre, que ya tenía mecanizado aquel gesto. La muchacha se inclinó sobre Serbal, haciendo que la distancia entre uno y otro se redujese a escasos centímetros. Un segundo después, su aliento embriagador aturdía los sentidos de Serbal, cuyo corazón amenazaba con salírsele del pecho. Instintivamente, Serbal posó su mano derecha sobre la muñeca de Brianna, mientras esta se esmeraba en colocarle el broche en su sitio, pero la apartó enseguida, en cuanto sintió el contacto con su piel, temeroso de haber dado un paso en falso o haberse mostrado demasiado atrevido. Brianna, sin embargo, ni siquiera pareció haberse percatado del gesto, aunque sí que reparó en la exquisitez que atesoraba el broche de aquel chico.

—Es precioso —elogió.

La montura de la fíbula de bronce, que adoptaba la forma de un estilizado martillo, tenía engastadas pequeñas bolitas de coral, un material exótico que denotaba su procedencia de alguna nación remota.

—Es un regalo de mi padre —explicó Serbal—. Una valiosa pieza de importación. La silueta del martillo es el símbolo de nuestro oficio; por eso me la obsequió. Teyrnon se siente muy orgulloso de que yo siga sus pasos.

En ese momento la muchedumbre comenzó a guardar silencio, atendiendo a la petición de Meriadec.

—El acto va a dar inicio —señaló Brianna en un susurro—. Me voy. He dejado sola a Lynette y he de volver con ella.

Y dicho esto, la muchacha se dio la vuelta y se perdió entre el gentío, como un cervatillo que se adentrase en una espesa arboleda. Serbal sacudió pesadamente la cabeza, sin poder creerse todavía que aquel encuentro hubiese tenido lugar.

Meriadec alzó su bastón de fresno y dio un paso adelante, midiendo con la mirada la concentración de almas que tenía frente a él. A su espalda se apiñaba un amplio número de druidas, a la manera de un pequeño ejército, si bien ataviado con túnicas y capuchas en vez de cascos y espadas. La muchedumbre aguardaba sus palabras con gran expectación.

El druida jefe no les hizo esperar por más tiempo e inició su alocución. Todos los años pronunciaba un discurso parecido, aunque siempre añadía algo distinto, normalmente relacionado con los problemas más acuciantes de la tribu en ese momento, como el hostigamiento del que fuesen objeto por parte de un vecino hostil o la escasez provocada por una mala cosecha. En esta ocasión, Meriadec hizo hincapié en el papel crucial que los druidas jugaban en la belicosa sociedad celta. Ellos, afirmó, se encargaban de que entre el hombre, la naturaleza y la propia Divinidad reinase la armonía esencial para la vida en la Tierra. Los druidas constituían el único nexo de unión con aquellas criaturas del bosque que no se dejaban ver: los espíritus sagrados que habitaban los lugares de culto situados en el corazón de manantiales y arboledas.

Serbal admiraba el modo en que Meriadec lograba captar la atención del público. Sus palabras rezumaban autoridad y eran a un tiempo capaces de transmitir la calidez que precisaba la persona que había enfrente. El druida jefe encarnaba todo cuanto a él le hubiera gustado ser… si hubiese tenido la oportunidad de intentarlo.

Por último, Meriadec reconoció el valor de aquellos que decidían consagrar su vida a la actividad druídica. Algunos de los jóvenes candidatos que se presentasen aquel día estarían llamados a sustituir a los druidas que, como él, ya se estaban haciendo viejos.

Aunque al principio siempre costaba un poco romper el hielo, enseguida los primeros muchachos comenzaron a abrirse camino entre la multitud, dirigiéndose con paso vacilante al lugar que los druidas ocupaban en el centro de la explanada.

La concurrencia, en señal de reconocimiento, solía acompañar el recorrido de cada candidato con un efusivo aplauso. No obstante, saltaba a la vista que aquellos que provenían de familias pertenecientes a la aristocracia guerrera lo hacían a disgusto. Ellos hubiesen preferido seguir la estela de su padre y hermanos, y empuñar una espada para combatir al enemigo en vez de un bastón de fresno. ¡Qué paradoja! Serbal habría dado cualquier cosa por disponer de aquella oportunidad que él nunca tendría. A algunos los conocía bien y a otros no tanto, pero en cualquier caso estaba seguro de que no superarían las pruebas. Si no sentían de corazón lo que hacían, de muy poco les valía presentarse. Pero también los había que se aproximaban con un singular brillo en la mirada, verdaderamente sobrecogidos por la solemnidad del momento. Y los más conmovidos eran precisamente aquellos que procedían de las clases menos poderosas: hijos de granjeros, pastores y artesanos que, dotados de una especial sensibilidad, se postulaban como los más firmes candidatos a formar parte de la comunidad druídica algún día.

Pasado un rato, todos los candidatos de aquel año —aproximadamente una veintena— parecían haber salido ya. Sin embargo, para sorpresa de la multitud, un aspirante más decidió dar el paso y recorrer la distancia que separaba el corro de asistentes del grupo formado por los druidas.

Un murmullo de incomprensión, semejante a la corriente de un caudaloso río, se extendió entonces a lo largo de la explanada. El candidato no era un hombre, sino una mujer: Brianna.

La muchacha se desplazaba con gravedad, las manos recogidas a la altura del regazo y la mirada elevada y valiente. La gente estiraba la cabeza para ser testigo de aquel sorprendente acontecimiento, al tiempo que señalaban a Brianna con descaro.

Meriadec clavó sus ojos en la muchacha, a la que conocía perfectamente por tratarse de la hija de quien era. Su confusa reacción inicial se transformó al instante en contrariedad: de acuerdo a la tradición, no podía haber mujeres druidas. La máxima no ofrecía lugar a dudas, por lo que su presencia allí no solo carecía de sentido, sino que constituía a todas luces un evidente desafío.

El druida jefe dio un paso al frente y colocó el bastón de fresno por delante de su cuerpo, firmemente determinado a impedir que Brianna se postulase como un aspirante más, pero entonces sintió la mano de uno de sus colegas posarse sobre su hombro.

—Aguarda, Meriadec —le susurró al oído Ducarius, el druida helvecio—. Antes de que te pronuncies públicamente acerca de la cuestión, deberías saber que en fechas muy recientes la orden admitió el ingreso de algunas mujeres en mi tierra de origen.

—¿Me estás diciendo que en vuestra comunidad hay mujeres druidas?

—Todavía no. Por ahora son tan solo iniciadas, pero es cuestión de tiempo que se ordenen como es debido cuando finalicen su periodo de preparación.

Meriadec frunció el ceño, pero no dudó un ápice de la información que Ducarius le acababa de proporcionar. La tribu de los celtas helvecios era la que más fama de avanzada gozaba a la hora de revisar las viejas costumbres y adaptarse a los nuevos tiempos. Meriadec reflexionó unos instantes sin llegar a ninguna conclusión, por lo que se volvió y llamó a Eboros. Los sensatos consejos del druida sacrificador eran siempre bienvenidos.

Mientras todo esto acontecía, la audiencia congregada en torno a la explanada, así como la propia Brianna, aguardaban el veredicto del druida jefe sumidos en un silencio sepulcral.

Tras ser informado acerca del dilema, Eboros enseguida expresó su parecer:

—Hace poco visité a Nemausus en su destartalada cabaña y me habló maravillas acerca de la hija del general Murtagh. Desde luego, la muchacha posee cualidades innatas que haríamos mal en ignorar. —Eboros hablaba en voz baja, únicamente para Meriadec—. En mi opinión, deberíamos dejarla presentarse como aspirante, y que luego ella demuestre si está capacitada o no para superar las pruebas.

El razonamiento de Eboros, como de costumbre, probó una vez más ser tan juicioso como acertado. Pese a todo, y aunque Brianna ni siquiera llegase a convertirse en iniciada, Meriadec temía abrir la puerta a que otras mujeres quisieran ser druidas en el futuro. Aquel asunto merecía, desde luego, una reflexión mucho más profunda; sin embargo, la situación exigía una respuesta inmediata.

Finalmente, Meriadec retiró su bastón de fresno y se hizo a un lado para dejar vía libre a la muchacha. Brianna avanzó unos pasos y se situó junto al resto de los candidatos, que se miraban entre sí con cierta incredulidad. Algunos druidas, incluso, no ocultaron su malestar ante la sorprendente decisión del druida jefe.

La increíble escena protagonizada por Brianna desafiando la tradición establecida impactó a Serbal de tal manera, que fue para él semejante a una suerte de inspiración. El muchacho aún conservaba muy fresca en su memoria las palabras que Brianna le había dedicado en su encuentro anterior: «Pues si yo fuese hombre en lugar de mujer, haría todo lo posible por elegir mi propio destino». Y ella misma había sido del todo consecuente con su propia afirmación, pese a las incontables trabas que la sociedad imponía a las personas de su sexo.

Serbal tomó aire y se armó de valor. Cerró los ojos un instante y, desafiando su destino, resolvió dejarse llevar como hasta entonces no lo había hecho en toda su vida. Poco después se vio atravesando la explanada central, como un candidato más dispuesto a emprender la carrera druídica. Los aplausos resonaban a su alrededor como si vinieran de muy lejos. Sabía que su padre no lo aprobaría, pero ya lidiaría con él cuando la noticia llegase a sus oídos. Serbal estaba dispuesto a afrontar las consecuencias de su arrebato, pero antes quería darse a sí mismo aquella satisfacción.

Meriadec siguió con la mirada al hijo del herrero. Le extrañaba que Teyrnon le hubiese dado permiso para realizar las pruebas de iniciación. Sin embargo, aquel no era el momento indicado para hacer preguntas. Ya se ocuparía de llevar a cabo las correspondientes pesquisas cuando hubiese finalizado el acto.

Serbal se unió al grupo de aspirantes y se situó junto a Brianna. La muchacha ladeó ligeramente la cabeza y arqueó los labios con extrema sutileza, en una imperceptible sonrisa dirigida solo a él. Sin pretenderlo, aquella insólita decisión les había convertido en eventuales compañeros.

Cedric había observado toda la escena desde el lugar que ocupaba entre el público, sin poder evitar que la rabia se apoderase de él. Acostumbrado como estaba a salirse con la suya, no le gustaba nada el nuevo curso que habían tomado los acontecimientos, pues resultaba evidente que Serbal era una amenaza mucho mayor de lo que en un principio había creído.

El hijo del rey comenzó a sudar de forma profusa, al tiempo que llegaba a una evidente conclusión: en la actualidad, Serbal se había convertido en su más temible rival en la particular cruzada para conseguir que Brianna acabase siendo suya. Y si bien Serbal no pertenecía a la clase más alta de la sociedad celta —la aristocracia guerrera—, tampoco podía ignorar que el oficio de mayor prestigio entre los plebeyos no era otro que el de herrero, y que la reputación de Teyrnon entre los suyos era indiscutible. Es decir, que el gran general Murtagh bien que podía considerar a Serbal como un digno consorte para su hija.

Cedric sabía que tenía que contraatacar si no quería verse relegado a una posición de desventaja. Así que, sin pensárselo dos veces, inició el paseíllo que le identificaba ante los presentes como un aspirante más. La muchedumbre reaccionó a su inesperada candidatura con un recelo similar al que escasos minutos atrás se tuvo que enfrentar Brianna. Pero él, ignorando la ola de murmullos, se colocó junto al resto de los candidatos, decidido a jugar sus cartas para conquistar el corazón de Brianna. Lo que pensaran los demás no le importaba nada en absoluto.

Un clamor contenido recorría la explanada. El propio Meriadec, que jamás había detectado en el hijo del rey el menor interés por la actividad druídica, tampoco se lo esperaba pero, por más extraño que le resultara, lo cierto era que Cedric se había adelantado hasta allí haciendo gala de su altivez acostumbrada. ¿Qué pensaría Calum cuando se enterase de la última extravagancia de su hijo?

8

Ya era noche cerrada cuando Lynette recorría las calles de Hallein envuelta en un fino mantón de lana que apenas lograba protegerla del frío. Después del osado acto protagonizado por Brianna que había dejado sin palabras a todos los presentes, —¡ni siquiera a ella le había contado lo que se proponía hacer!—, Lynette se había desplazado a las inmediaciones del poblado, donde había mantenido un encuentro furtivo con el joven Dunham. Dado que sus familias todavía no habían cerrado el trato destinado a casarlos, la impaciente pareja había comenzado mientras tanto a verse a escondidas.

A aquella hora tan tardía, las calles ya se encontraban prácticamente desiertas. Lynette se guiaba por la luz de las estrellas y por el resplandor de los hogares que calentaban el interior de las viviendas y se veían a través de las ventanas. Lynette enfiló a continuación un estrecho callejón que, aunque pobremente iluminado y de escaso tránsito, le resultaba muy conveniente para acortar camino.

Un viento helador le golpeó el rostro en cuanto se adentró en el callejón, y como para combatir el frío Lynette rememoró las recientes caricias que Dunham le había regalado. A veces un simple truco de la mente podía hacer maravillas. Un instante después, sin embargo, Lynette sintió algo más que una gélida corriente de aire: unos pasos apagados y una respiración acompasada casi inaudible para sus oídos. ¿Acaso alguien la seguía?

Lynette volvió la cabeza, pero no atisbó más que sombras adheridas a los muros laterales. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. La joven apretó el paso deseando dejar atrás lo antes posible aquella angosta y aterradora callejuela. Aun así, la sensación de inquietud no conseguía abandonarla. Fue entonces cuando tuvo la terrible convicción de que alguien la acechaba a su espalda, y una fracción de segundo después, Lynette recordó a aquella pobre muchacha a la que habían degollado y de cuyo asesino no se tenía todavía la menor pista. «Pero dentro de los muros de Hallein no puede pasarme nada», se dijo a sí misma para tranquilizarse.

No obstante, Lynette volvió a girarse por si acaso… y dejó escapar un suspiro de alivio. El rostro que tenía frente a ella pertenecía a alguien conocido, y no a un sanguinario asesino, como su mente le había hecho imaginar. La muchacha se llevó la mano al pecho y jadeó varias veces seguidas, tratando calmar los latidos de su corazón.

—¡Qué susto me has dado! —repuso.

Y ya no tuvo tiempo de decir nada más. De repente, la persona que la había abordado alargó una poderosa mano y la sujetó del cuello con firmeza. Lynette trató de zafarse de ella, pero ni siquiera podía gritar. Su agresor la arrastró entonces a la oscuridad y, después de mostrarle un afilado puñal que la disuadió de oponer resistencia, comenzó a subirle frenéticamente el vestido.

Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas y sus retinas reflejaron el pavor del que se sabe al borde de la muerte, pues en la desquiciada mirada de aquel monstruo podía adivinar que con violarla no saciaría del todo su instinto criminal…