CAPÍTULO XIX

Tocábamos, pues, al término de este largo viaje, que la declaración de guerra nos había obligado a hacer a través de un país enemigo. Este penoso camino de Francia le habíamos recorrido nosotros, no solamente con extremas fatigas, sino expuestos a grandes peligros. Sin embargo, salvo en dos o tres circunstancias, entre otras cuando los Buch nos habían atacado, nuestra vida no había estado en peligro ni nuestra libertad tampoco.

Esto que digo de nosotros era del mismo modo aplicable a Monsieur Jean, desde que lo habíamos encontrado en las montañas de Thuringia había también llegado sano y salvo. Al presente no le quedaba más que dirigirse a alguna población de los Países Bajos, donde podría esperar en seguridad el desenlace de los acontecimientos…

Sin embargo, la frontera estaba invadida. Austriacos y prusianos, establecidos en aquella región que se extiende hasta el bosque del Argonne, nos la hacían tan peligrosa como si hubiésemos tenido que atravesar los distritos de Postdam y Brandeburgo. Es decir, que, después de las fatigas pasadas, el porvenir nos reservaba todavía peligros extremadamente graves.

¿Qué queréis? Cuando uno cree que ha llegado, apenas si se encuentra en el camino.

En realidad, para pasar las avanzadas del enemigo y sus acantonamientos, sólo nos faltaba una veintena de leguas que franquear. Pero en marchas y contramarchas, ¿cuánto su alargaría este camino?

Acaso hubiera sido mucho más prudente entrar en Francia por el Sur o por el Norte de la Lorena. Sin embargo, en el estado de abandono en que nos encontrábamos, privados de todo medio de transporte y sin ninguna esperanza de poderle poseer, era preciso mirarse mucho antes de decidirse a dar tanto rodeo.

Esta proposición había sido discutida entró Monsieur de Lauranay, Monsieur Jean y yo, y después de haber examinado su pro y su contra, me pareció que estuvimos acertados al rechazarla.

Eran las ocho de la noche, en el momento en que llegábamos a la frontera. Delante de nosotros se extendían grandes bosques, a través de los cuales no convenía aventurarse durante la noche.

Hicimos, pues, alto para reposar hasta la mañana siguiente. En aquellas elevadas mesetas, si no llueve hasta los principios de Septiembre, no deja el frío de molestar con sus rigores.

En cuanto a encender fuego, hubiera sido cosa demasiado imprudente para fugitivos que desean pasar desapercibidos. Nos colocamos, pues, de la mejor minera posible bajo las ramas de una haya. Las provisiones, que yo había sacado del carricoche, pan, carne fiambre y queso, fueron instaladas sobre nuestras rodillas. Un arroyo nos dio agua clara, la cual mezclamos algunas gotas de aguardiente. Después, dejando a Monsieur de Lauranay, Madame Keller Mademoiselle Marthe y mi hermana reposar durante algunas horas, Monsieur Jean y yo fuimos a colocarnos diez pasos más allá.

Monsieur Jean, absorto por completo, no habló nada el principio, y yo me proponía respetar su silencio, cuando de repente me dijo:

—Escuchadme, mi querido Natalis, y no olvidéis jamás lo que voy a deciros. No sabemos lo que nos puedo suceder, a mí sobre todo. Puedo verme obligado a huir, en cuyo caso es preciso que mi madre no se separe de vosotros. La pobre mujer tiene agotadas sus fuerzas por completo, y si yo me veo obligado a dejaros, me es imposible asentir en que ella me siga. Bien veis en qué situación se halla, a pesar de su energía y de su valor. Yo os la confío, pues, Natalis, como os confío también a Marthe; es decir, ¡todo lo que tengo de más querido en el mundo!

—Contad conmigo, Monsieur Jean —respondí yo—. Espero que no tendremos necesidad de separarnos; sin embargo, si esto sucediese, yo haría todo lo que podéis esperar de un hombre que os está consagrado por completo.

Monsieur Jean me estrechó la mano.

—Natalis —me dijo— si llegan a apoderarse de mi, no tengo que dudar mucho sobre mi suerte; bien pronto estará arreglada. Acordaos entonces que mi madre no debe volver a Prusia jamás. Francesa era antes de su casamiento; no existiendo ya su marido ni su hijo, justo es que concluya su vida en el país que la vio nacer.

—¿Qué era francesa decís, Monsieur Jean? Decid mejor que lo es siempre, y que no ha cesado jamás de serlo a nuestros ojos.

—Sea, Natalis. Vos la conduciréis a vuestra provincia de Picardía, que yo no he visto nunca, y que desearía tanto ver. Esperemos que mi madre, ya que no la felicidad, encontrará al menos en sus últimos días el reposo que tiene tan merecido. ¡Cuánto debe haber sufrido la pobre mujer!

¿Y él, Monsieur Jean, no había tenido también una gran parte en estos sufrimientos?

—¡Ah, qué país! —añadió—. Si hubiéramos podido retirarnos juntos de él, Marthe siendo mi esposa, viviendo cerca de mi madre y de mí, ¡qué existencia hubiéramos tenido y cuán pronto hubiéramos olvidado nuestros penas! ¡Pero qué loco soy; yo, un fugitivo, un condenado, a quien la muerte puede herir a cada momento!

—¡Un minuto, Monsieur Jean! No habléis así; todavía no os han cogido, y mucho me engañaría yo si vos fuerais hombre que os dejarais prender.

—¡No, Natalis! ¡Ciertamente que no! Lucharé hasta el último extremo; no lo dudéis.

—¡Y yo os ayudaré, Monsieur Jean!

—Ya lo sé, amigo mío; permitidme que os abrace. ¡Es la primera vez que puedo abrazar un francés en tierra de Francia!

—No será la última —respondí yo.

Sí; el fondo de confianza que en mi existía, no había disminuido, a pesar de tantas pruebas. No sin razón pasaba yo en Grattepanche por uno de los más tenaces y más cabezones de toda la Picardía.

Entretanto, la noche avanzaba. Primero uno, y luego otro, tanto Monsieur Jean como yo, descansamos algunas horas. La noche estaba tan obscura y tan negra, sobra todo bajo los árboles, que el diablo no reconocería a su hermano menor. Pero no debía andar lejos este diablo, con todas sus trampas y engaños, pues todavía no se había cansado de hacer miserias y causar disgusto a aquella pobre gente.

Mientras que yo estaba en vela, escuchaba con atención y con el oído atento. El menor ruido me parecía sospechoso. Había mucho que temer en medio de aquellos bosques; si no de los soldados del ejército regular, al menos de los merodeadores que le seguían. Ya habíamos tenido ocasión de experimentarlo en el asunto de los Buch, padre e hijos.

Por desgracia, dos de estos Buch se nos habían escapado. Con razón temíamos que su primer cuidado sería el de volvernos a sorprender, llevando, para que les ayudasen en su empresa y conseguir mejor su objeto, algunos bandidos de su especie, a condición de repartir la prima de los mil florines.

Si; yo pensaba en todo esto, y tales pensamientos me tenían completamente desvelado. Pensaba, además, que, en el caso de que el regimiento de Lieb hubiera salido de Francfort veinticuatro horas después de nosotros, debía ya haber pasado la frontera. ¿Estaría acaso, como era muy posible, próximo a nosotros en el mismo bosque de Argonne?

Estas aprensiones eran indudablemente exageradas; cosa que sucede siempre, cuando el cerebro se encuentra demasiado excitado. En tal situación me hallaba yo precisamente. Se me figuraba oír pasos bajo los árboles; me parecía ver algunas sombras deslizarse o través de la espesura. No hay necesidad de recordar que si Monsieur Jean estaba armado con una de nuestras pistolas, yo tenía la otra en mi cinto; y ambos a dos estábamos bien resueltos a no dejar que nadie se nos aproximara.

En resumen, aquella noche se pasó sin alarmas. Verdad es que varias veces escuchamos los lejanos toques de las cornetas, y aun el redoblar de los tambores, que al amanecer tocaban diana.

Estos ruidos se escuchaban generalmente hacia el Sur, lo que indicaba que las tropas se acantonaban por aquel lado.

Muy probablemente serían aquellas columnas austriacas que esperaban el momento de dirigírse a Thionville y aun a Montmédy, más al Norte.

Según supimos después la intención de los aliados no había sido nunca el tomar dichas plazas, sino el rodearlos, inutilizando de este modo a sus guarniciones, a fin de poder lanzarse luego sin obstáculos a través del territorio de los Ardennes.

Corríamos, pues, el peligro de haber encontrado a cualquiera de estas tropas, y hubiéramos sido verdaderamente barridos.

A decir verdad, la diferencia de caer en manos austriacas o prusianas era nula. Tan bárbaros, indudablemente, hubieran sido los unos como los otros.

Tomamos, pues, la resolución de subir un poco más al Norte, por el lado de Stenay, y aun de Sedán, de manera que pudiéramos penetrar en el Argonne, evitando de este modo los caminos que indudablemente seguirían los ejércitos imperiales.

Desde el momento que fue de día nos pusimos en marcha.

El tiempo estaba hermoso. Se escuchaban lo gorjeos de los pájaros, y después, en los limite de las praderas, el canto de las cigarras, signo evidente de calor. Más lejos las alondras, lanzan de sus agudos gritos, se remontaban rectas por el aire.

Caminábamos todo lo de prisa que permitía la debilidad de Madame Keller. Bajo el follaje espeso de los árboles, el sol no podía molestarnos. Cada dos horas reposábamos un poco. Lo que me inquietaba a todas horas era que nuestras provisiones tocaban a su fin. ¿Cómo reemplazarlas después?

Conforme habíamos convenido, marcábamos nuestra dirección un poco más hacia el Norte, lejos de las poblaciones y de los caseríos, que el enemigo debía ocupar ciertamente.

El día no fue señalado por ningún incidente notable; pero, en cambio, el trayecto recorrido en línea recta debía haber sido mediano. Al caer la tarde, la pobre Madame Keller, más que andar, lo que hacía era arrastrarse. Esta señora, a quien yo había conocido en Belzingen recta como un fresno, marchaba ahora encorvada, doblándose sus piernas a cada paso, y yo veía próximo el instante en que ya no podría dar un paso más.

Durante la noche, las lejanas detonaciones se escuchaban sin interrupción. Era indudablemente la artillería que funcionaba del lado de Verdun.

El país que atravesábamos está formado por bosques poco extensos y por llanuras regadas por numerosas corrientes de agua. No son más que arroyuelos en la estación seca, y, por consiguiente, se podían atravesar con facilidad.

Siempre que nos era posible, caminábamos el abrigo de los árboles, a fin de no ser tan fácilmente descubiertos.

Cuatro días antes, el 2 de Septiembre, según supimos más tarde, Verdun, tan heroicamente defendido por el intrépido Beaurepaire, que se suicidó antes que rendirse, había abierto sus puertas a cincuenta mil prusianos.

La ocupación de la ciudad iba a permitir a los aliados inmovilizarse durante algunos días en las llanuras del Mosa; Brunswick había de contentarse con tomar a Stenny, en tanto que Dumouriez, ¡bribón!, preparando en secreto su plan de resistencia, permanecía encerrado en Sedán.

Volviendo a lo que a nosotros nos concierne, lo que ignorábamos era que el 30 de Agosto, hacia ya ocho días de esto, Dillon se había escurrido con ocho mil hombres entra el Argonne y el Mosa.

Después de haber rechazado hasta el otro lado del río a Clairfayt y a los austriacos que ocupaban entonces las dos orillas, avanzaba rápidamente, con intención de ocupar el paso más al sur del bosque.

Si nosotros lo hubiéramos sabido, en vez de alargar nuestro camino dirigiéndonos hacia el Norte, hubiéramos ido rectamente hacia aquel paso. Allí, en medio de soldados franceses, nuestra salvación estaba asegurada. ¡Sí! Pero nada ni nadie podía advertirnos de estas maniobras, y, según parece, era destino nuestro el que hubiésemos de soportar todavía grandes fatigas.

Al día siguiente, 7 de Setiembre, habíamos agotado todas nuestras provisiones. Costara lo que costara, era preciso procurárnoslas. Cuando llegó la noche, divisamos una casa aislada, a la orilla de una laguna y en los límites de un pequeño bosque, a cuya puerta se veía un antiguo pozo. No había un momento que perder. Llamé a la puerta, abrieron, y entramos. Me apresuro a decir que estábamos en casa de unos honrados aldeanos.

Lo primero que nos dijeron fue que si los prusianos permanecían inmóviles en sus acantonamientos, se esperaba a los austriacos, por aquel lado.

En cuanto a los franceses, corría el rumor de que Dumouriez había salido por fin de Sedán detrás de Dillon, y que descendía por entre el Argonne y el Mosa a fin de arrojar a Brunswick más allá de la frontera.

Aquello era un error, como se verá bien pronto; error que afortunadamente no debía causarnos ningún perjuicio.

Después de decirnos esto, la hospitalidad que nos ofrecieron aquellos aldeanos fue tan completa como era posible, dadas las deplorables circunstancias en que se encontraban. Un buen fuego, lo que llamamos nosotros un fuego de batalla, se encendió en el atrio, y allí mismo hicimos una buena comida con huevos y salchichas, una buena sopa de pan de centeno, algunas galletas anisadas, que en Lorena se llaman kisch, y manzanas verdes, todo bien rociado con vino blanco del Mosela.

También sacamos de allí provisiones para algunos días, y no olvidé el tabaco, que ya comenzaba a faltarme.

A Monsieur de Lauranay lo costó mucho trabajo el hacer que aquellas buenas gentes aceptaran lo que se les debía de justicia. Todo esto daba a Jean Keller, por adelantado, una buena idea de los franceses. En una palabra: después de una noche de reposo, partimos al día siguiente al amanecer.

Parecía verdaderamente que la naturaleza había acumulado la dificultades por aquel camino, pues todo en él eran accidentes del terreno espesuras impenetrables, pantanos en los cuales se corría peligro de hundirse hasta la mitad del cuerpo.

Por otra parte, no se veía ningún sendero que se pudiese seguir con pie seguro. Todo se volvía espesos matorrales, como los que yo había visto en el Nuevo Mundo, antes que el hacha del zapador hiciese su obra solamente en ciertos agujeros de los árboles, que formaban nichos, se veían pequeñas estatuas de la Virgen y de los Santos. Apenas si, de tiempo en tiempo, encontrábamos algunos pastores, cabreros o leñadores con sus zanjones de pellejo, o porqueros conduciendo sus cerdos al pasto. Todos ellos, desde el momento que nos divisaban, se apresuraban a esconderse entre la arboleda, y pudimos darnos por muy contentos de que dos de ellos se dignaran darnos el fin algunas señales del camino.

Se escuchaba también un fuego graneado de fusilaría, lo cual indicaba que se batían en las avanzadas.

Sin embargo, adelantamos mucho hacía Stenay, a pesar de que los obstáculos eran tan grandes y las fatigas tales, que apenas recorríamos dos leguas por día.

Lo mismo sucedió durante los días 9, 10 y 11 de Septiembre. Pero si por un lado el territorio era difícil, ofrecía por otro, en cambio, una completa seguridad.

No tuvimos en todo él ningún mal encuentro. No había que temer el terrible ¡Wer da!, el ¿quién vive?, de los prusianos.

Nuestra esperanza, al tomar esta dirección, había sido reunirnos al cuerpo de ejército de Dumouriez. Pero lo que nosotros no podíamos saber aún, en que ya se había corrido más al Sur, a fin de ocupar el desfiladero de Grand-Pré, en el bosque del Argonne.

Como he dicho entes, de tiempo en tiempo llegaban hasta nosotros las detonaciones de las descargas. Cuando los sentíamos demasiados cerca, hacíamos alto. Evidentemente, sobre los bordes del Mosa no había entonces empeñada ninguna batalla. Eran simples ataques a los caseríos o a las aldeas; lo cual se adivinaba por las grandes humaredas, que se elevaban a veces por encima de los árboles, y por los lejanos resplandores de los incendios, que iluminaban el bosque durante la obscuridad.

En fin: en la noche del 11 de Septiembre tornamos la resolución de interrumpir nuestra marcha hacia Stenay, a fin de internarnos resueltamente en el Argonne.

Al día siguiente este proyecto fue puesto en ejecución. Nos arrastrábamos todos, sosteniéndonos los unos a los otros. La vista de aquellas pobres mujeres tan valerosas, en aquellos momentos con una fisonomía que inspiraba compasión, demacrada y plomiza, con los vestidos hechos jirones a fuerza de pasar a través de los setos y de las espesuras, marchando como a remolque, en fin, reducidas a nada, por la continuidad de las fatigas; todo esto nos hería el alma.

Hacia el mediodía llegamos a un sitio en que, terminando el bosque, dejaba al descubierto una vasta extensión de terreno.

Allí, recientemente, había habido un combate. Cuerpos muertos yacían por el suelo. Yo reconocí aquellos muertos, con su uniforme azul con vueltas rojas y polainas blancas, con sus cartucheras colgadas en cruz: tan diferentes de los prusianos, con sus trajes azul de cielo o de los austriacos, vestidos con uniformes blancos, y cubierta la cabeza con sombreros puntiagudos.

Eran franceses, voluntarios, habían debido ser sorprendidos por alguna columna del cuerpo de Clairfayt o de Brunswick. Pero, a Dios gracias, no habían sucumbido sin defenderse. Un buen número de alemanes estaban también tendidos cerca de ellos, así como de prusianos, con sus schakós de cuero con cadenetas.

Yo me aproximé, y miraba aquella multitud de cadáveres con horror, pues jamás he podido habituarme a la vista de un campo de batalla.

De repente arrojé un grito. Monsieur de Lauranay, Madame Keller y su hijo, Mele. Marthe y mi hermana, detenidos en el limite de la arboleda, a cincuenta pasos detrás de mí, me miraban, no atreviéndose a llegar hasta el centro de la explanada.

Monsieur Jean corrió en seguida.

—¿Qué hay, Natalis?

¡Ah! ¡Cuánto sentía yo no haber podido dominarme! Hubiera querido alejar a Monsieur Jean; pero era tarde. En un instante había comprendido por qué había yo arrojado aquel grito.

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Un cuerpo que yacía a mis pies, Monsieur Jean no tuvo necesidad de mirar largo tiempo para reconocerle. Y entonces, con los brazos cruzados, sacudiendo la cabeza, dijo:

—Que mi madre y Marthe ignoren…

Pero Madame Keller acababa de llegar hasta nosotros, y vio lo que hubiéramos querido ocultarla: el cuerpo de un soldado prusiano; de un feldwedel[4], del regimiento de Lieb, tendido sobre el suelo en medio de una treintena de sus camaradas. ¡Así, no hacía veinticuatro, este regimiento había pasado por aquel sitio, y en aquellos momentos recorría el país alrededor de nosotros!

Nunca el peligro había sido tan grande para Jean Keller. Si tenía la desgracia de ser preso, su identidad sería inmediatamente comprobada y su ejecución no se haría esperar. ¡Vamos! Era preciso escapar cuanto antes, lo más de prisa posible, de aquel territorio tan peligroso para él. Era preciso internarse en lo más espeso de la selva de Argonne, en la cual no podría penetrar una columna en marcha. Aunque nos viésemos obligados a ocultarnos durante varios días, no había duda posible. Aquella era nuestra última probabilidad de salvación, y la pusimos en planta.

Se caminó durante todo el resto del día; anduvimos toda la noche; caminamos…, ¡no!, nos arrastramos durante el día siguiente; y el 13, hacia el anochecer, llegamos a los límites de aquel célebre bosque del Argonne, donde Dumouriez había dicho: «¡Estas son las Termópilas de Francia, pero yo seré más feliz que Leónidas!».

Dumouriez debía serlo, en efecto. Allí fue, y con aquel motivo, donde millares de ignorantes como yo supieron lo que era Leónidas y las Termópilas.