CAPÍTULO IV
—¡Rendíos! —exclamó con voz ronca, que tenía más de rugido que de voz humana.
Algunos hombres que habían acudido detrás del ayudante de campo se disponían a lanzarse sobre aquel hombre, cuando, a la claridad de la habitación, le reconocieron.
—¡Gil Braltar! —exclamaron.
Era él, en efecto; el hidalgo, en el cual no se pensaba ya desde hacía largo tiempo; el salvaje de las grutas de San Miguel.
—¡Rendíos! —continuaba gritando.
—¡Jamás! —respondió el general Mac Kackmale.
De repente, en el momento en que los soldados le rodeaban, Gil Braltar hizo resonar un uiss… agudo y prolongado.
En seguida, el patio del edificio, el edificio todo, la habitación misma en que se hallaban, todo se llenó de una masa Invasora.
¿Lo creerán ustedes? Eran monos; monos, por centenares. Iban a tomar a los ingleses aquella roca de que son verdaderos propietarios, aquella montaña que ocupaban antes los españoles, mucho antes de que Cromwell hubiese soñado su conquista para la Gran Bretaña. ¡Sí, en verdad! Y eran temibles por su número aquellos monos sin cola, con los cuales no se vivía en buena paz sino a condición de tolerar sus merodeos; aquellos seres inteligentes y audaces, que se cuidaban mucho de no molestar, pues sabían vengarse, y esto había sucedido muchos veces, haciendo rodar enormes rocas sobre la ciudad.
Y en aquel momento, aquellos monos se habían convertido en soldados de un loco, tan salvaje como ellos; de aquel Gil Braltar que todos conocían, que llevaba una vida Independiente; de aquel Guillermo Tell cuadrumanizado, cuya existencia entera se concentraba en esto pensamiento: ¡Arrojar a los extranjeros del territorio español! ¡Qué vergüenza para el Reino Unido, si la tentativa llegaba a tener éxito! Los Ingleses, vencedores de los indios, de los abisinios, de los tasmanios, de los australianos, de los hotentotes y de tantos otros, ¡vencidos por los monos!
Si semejante catástrofe sucedía, el general Mac Kackmale no tendría otro remedio que saltarse la tapa de los sesos. ¡No se sobrevive a semejante deshonor!
Sin embargo, antes que, los monos, llamados por el silbido de su jefe, hubiesen Invadido la habitación, algunos soldados habían conseguido apoderarse de Gil Braltar. El loco, dotado de un vigor extraordinario, resistió, y no costó poco trabajo el reducirlo. Su piel prestada le había sido arrancada en la lucha, y permaneció casi desnudo, en un rincón, amordazado, atado, bien seguro, para que no pudiera ni moverse, ni hacerse oír. Poco tiempo después, Mac Kackmale se lanzaba fuera de su habitación, resuelto a vencer o morir, según la fórmula militar.
Pero el peligro no era menos grande en el exterior. Sin duda, algunos soldados habían podido reunirse en la puerta del Mar, y marchaban hacia la vivienda del General. Varios tiros se oían en Main-Strett y en la plaza del Comercio. Sin embargo, el número de monos era tal, que la guarnición de Gibraltar corría peligro de verse muy pronto obligada a ceder el puesto, y entonces, si los españoles hacían causa común con los monos, los fuertes serían abandonado; las baterías quedarían desiertas, las fortificaciones no contarían más que con un solo defensor, y los ingleses, que habían hecho inaccesible aquella roca, no volverían a poseerla jamás.
De repente se produjo un gran movimiento.
En efecto: a la luz de las Antorcha que iluminaba el patio, se pudo ver a los monos batirse en retirada. A la cabeza de la bando marchaba su jefe, blandiendo su palo. Todos le seguían, imitando sus movimientos de brazos y piernas, y el mismo paso.
¿Era que Gil Braltar habla podido desembarazarse de sus ligaduras, y escapar de la habitación donde se le guardaba? No había duda posible. ¿Pero adónde se dirigían entonces? ¿Iban hacia la Punta de Europa, a la quinto del Gobernador, para tomarla por asalto, y a intimarle la rendición, conforme habían hecho con el General?
¡No! El loco y su banda descendían por Main Street. Después de haber franqueado la puerta de la Alameda, tomaron oblicuamente a través del parque, y subieron por las pendientes de la montaña.
Una hora después no quedaba en la ciudad al uno sólo de los invasores de Gibraltar.
¿Qué había pasado?
Bien pronto se supo, cuando el general Mac Kackmale apareció en el límite del parque.
Había sido él, que, desempeñando el papel del loco, se había envuelto en la piel de mono del prisionero. Parecía de tal modo un cuadrúmano aquel bravo guerrero, que los monos mismos se habían engañado. Así fue que no tuvo que hacer otra cosa que presentarse, y todos le siguieron.
Una idea del genio seguramente, que fue muy pronto recompensada con la concesión de la cruz de San Jorge.
En cuanto a Gil Braltar, el Reino Unido la cedió, por dinero, a un Barnum o empresario de espectáculos, que hace su fortuna paseándolo por las principales ciudades del Antiguo y del Nuevo Mundo. Varias veces el empresario llega hasta decir que no es el salvaje de San Miguel el que exhibe, sino el general Mac Kackmale en persona. Sin embargo, esta aventura ha sido una lección para el gobierno de su Graciosa Majestad. Ha comprendido que si Gibraltar no podía ser tomada por los hombres, estaba, en cambio, a merced de los monos. Por consiguiente, Inglaterra, que es muy práctica, ha decidido no enviar allí en adelanto sino los más feos de sus generales, a fin de que los monos puedan engañarse con facilidad.
Esta medida los asegura verdaderamente para siempre la posesión de Gibraltar.