25
LA CORONA DE ANZ
A la mañana siguiente, Price se levantó al amanecer, para encontrarse con que tres de sus seis sirvientas —o guardianas— le estaban esperando en su grande y espléndida estancia. Le llevaron el desayuno; y, cuando se lo hubo tomado y salido de la pieza, ellas le siguieron discretamente, a una distancia de diez yardas.
De nuevo vagó por el amplio edificio, con la esperanza de descubrir algo que pudiese suponer una forma de escapar. Dado que Jacob Garth disponía de aviones, seguramente volvería a atacar la montaña, y en esa ocasión con cierta probabilidad de éxito. Price deseó ardientemente poder estar libre para unirse a él y ayudar a Aysa, de manera definitiva.
Durante dos horas merodeó por el castillo. Las tres muchachas, con sus jambiyahs amarillos, no se separaron de él. Y las murallas de gigantescos bloques de basalto que ceñían la plana cúspide de la montaña tenían cuarenta pies de altura, estando guardadas por otras mujeres armadas que se encontraban en las torres que las remataban. Parecía imposible, hasta el punto de sentir que se le rompía el corazón, abandonar Verl sin el permiso de Vekyra.
Una vez más, mientras volvía a sus aposentos, se encontró con el jeque Fouad el Akmet, que marchaba con gran intimidad al lado de la joven tatuada con la marca amarilla.
Fouad movió la cabeza hacia ella y lanzó un guiño bastante artificioso a Price. Rozándole mientras pasaba a su lado, susurró:
—A medianoche, Effendi, en el lado este del patio central.
La joven siguió a su lado mientras hablaba; él la miró de reojo, dándole un amistoso codazo. Ella sonrió con aire travieso.
—¿Estarás allí, Sidi?
Price asintió y el viejo beduino hizo una mueca de astucia bajo su barba.
Su sospecha de que la joven tenía encandilado al viejo árabe fue en aumento. Pero, incluso si era sincera, Price no veía cómo podría prepararse una fuga. Ciertamente no a través de los pasadizos del interior de la montaña, guardados por Malikar y sus hombres-serpiente. Y él no había visto ningún camino para evitar los precipicios de media milla que se abrían al otro lado de las murallas. Pero decidió encontrarse con el viejo…, si es que podía librarse de sus propias guardianas. No había ninguna razón para que no debiera. Existía una posibilidad…
Vekyra fue a sus aposentos aquella tarde, seguida de una esclava que llevaba las ropas de las que le había despojado Malikar, la rodela de oro, la cota de malla y la gran hacha que había sido de Iru.
—Hice que Malikar me lo entregase —explicó—. ¿Deseas quedarte con el hacha?
—Claro que sí —dijo Price, desconcertado, extrañado y deleitado por aquella inesperada devolución de lo que le pertenecía.
—Entonces, prométeme que no la usarás en Verl.
—Lo prometo.
—La palabra de Iru es tan poderosa como los muros de Anz —comentó. Y, sonriendo provocativamente, añadió—: Iru, quisiera que cenases conmigo al ponerse el sol. Las esclavas te llevarán la ropa que habrás de ponerte.
Y casi al momento, declinando la ayuda que le proponía una de las jóvenes armadas, Price se atavió con espléndidos ropajes bárbaros. Kamis de pura seda blanca y diáfana finura. Abba de hilo de plata y seda carmesí, bordado de rojo brillante. Y pensó que algo extraordinario iba a ocurrir.
Cuando estuvo listo, las jóvenes le condujeron fuera de sus aposentos y le guiaron por una larga arcada, cuyas retorcidas columnas eran de mármol y oro alternativamente, hasta una larga sala que no había visto anteriormente.
En las altas paredes barnizadas de oro se habían intercalado grandes paneles de níveo alabastro, embellecidos con motivos fantasmagóricos en colores negro y carmesí. En las paredes, tederos de plata llameaban con resplandores verdes y violetas.
El día comenzaba a desvanecerse y las luces de colores se veían tenues; unas sombras misteriosas se agazapaban en la gran sala. El aire sorprendía por lo delicioso de su frescor; flotaba en él el efluvio punzante de una fragancia poco familiar, como si en los tederos se estuviese quemando incienso.
Las jóvenes armadas se detuvieron ante la entrada cubierta por una cortina. Price avanzó en solitario sobre las suaves alfombras, hasta el lugar donde le esperaba Vekyra. Durante un momento, fue consciente de hallarse incomodo con aquellas prendas desacostumbradas; el manto plateado le pesaba y le hacía moverse con rigidez.
Dos triclinios habían sido dispuestos en el otro extremo de la sala, amplios y bajos, de alguna oscura madera lacada de carmesí. En uno de ellos se encontraba Vekyra, apoyada en unos lujosos cojines que se hundían bajo su peso. Con gracia felina, se levantó, fue al encuentro de Price y le tomó de las manos.
Su ajustado vestido escarlata moldeaba su cuerpo oro pálido hasta el punto de dar casi un tono blanco a su piel. Una ancha diadema negra que ceñía su cabeza realzaba el resplandor rojizo de su cabello rebelde. No llevaba joyas; su vestido era de una rica simplicidad. Unas luces peligrosas llameaban en sus ojos orientales.
Silenciosamente, le condujo a uno de los lechos e intentó atraerle hacia sí. Él se apartó rápidamente y se sentó enfrente de ella.
La mujer se agitó, airada.
—Escúchame, Vekyra —comenzó a decir Price, sin más prolegómenos—. No quiero discutir contigo. Pero quisiera que comprendieras que no intento concluir una vieja historia de amor que comenzó hace dos mil años. Lo que yo quiero…
Imperiosamente, ella hizo un gesto con uno de sus gráciles y desnudos brazos, que parecía mucho más blanco en contraste con su túnica carmesí, y preguntó:
—¿Acaso no soy hermosa?
Él la miró. Esbelta y de graciosas curvas, ceñida de seda escarlata, era hermosa. Pero su belleza era tan radiante como cruel y terrible.
—Lo eres —admitió.
—¿Qué es lo que deseas, Iru, que yo no puedo darte? —dijo en un susurro.
—Mira, Vekyra, hay algo que no puedes comprender…
Ella le interrumpió, moviendo airada la cabeza.
—¿Qué es lo que los hombres desean más que cualquier otra cosa? —preguntó con una voz que pasaba de la suavidad a la fiereza—. ¿El amor? ¿La juventud? ¿La riqueza? ¿El poder? ¿La gloria? ¿La sabiduría? Iru, yo no te ofrezco una cualquiera de esas cosas…, ¡sino todas!
—¡Oh, pero no ves…!
Ella se encogió impacientemente de hombros.
—Dices que soy hermosa. Te entrego un amor que ha perdurado a lo largo de cien generaciones. ¡Un amor que te ha hecho volver de la muerte, por la simple fuerza de su poder!
Price pensó responder, pero vio que no podría decir nada que no la hiriera, así que escuchó en silencio.
—¿Juventud? —preguntó, con su voz argentina—. Cuando tengas la misma sangre dorada que yo, serás joven para siempre. Unos pocos días en el vapor amarillo… ¡y tu juventud durará para siempre!
Sus ojos sesgados ardían mientras proseguía sus argumentos con extraña elocuencia.
—¿Riqueza? Mira a tu alrededor. Mi castillo es tuyo si lo quieres, y todo el oro que haya en la madriguera de la serpiente. ¿Acaso es poco? ¿Gloria? Será tuya si la buscas, cuando te conviertas en el más fuerte de los hombres y el más poderoso, y seas inmortal ¿Sabiduría? ¿No te preocupa conocer los antiguos secretos de Anz? Tengo los libros que escribieron sus sabios. La Sala de la Ilusión. Los espejos de oro. Muchas cosas más. ¿Desprecias la sabiduría?
—No ves… —intentó hablar nuevamente Price, pero ella seguía sin escucharle.
—Y, sin embargo, te ofrezco aún más. Aquello que los hombres desean más que nada en el mundo. Aquello por lo que darían alegremente todo lo demás. ¿De qué se trata? ¡Del poder! Te entrego las armas de la antigua Anz. El poder mandar sobre el Tigre y la Serpiente. ¡Poder para conquistar todo el mundo!
Vekyra batió palmas enérgicamente con sus pequeñas manos, y una esclava penetró en la habitación, llevando un cojín de seda roja, sobre el que descansaba una corona, hecha de un metal blanco, engastado de perlas y de gemas rojas y amarillas, enormes y toscamente talladas.
—¡La corona de Anz! —exclamó Vekyra—. Es tuya Iru. Una vez la llevaste. Te la devuelvo.
Tomó lo corona entre sus manos; la joven desapareció en silencio. Price hizo un gesto solemne.
—Lo siento, Vekyra, pero escucha mis razones. No he dicho que no seas hermosa, pues lo eres. Y comprendo que me ofreces muchas cosas. Probablemente, habría muchos hombres que se sentirían contentos de vivir contigo.
Ella se levantó, enfurecida, con la corona entre sus manos. Price hizo un gesto de que volviera a su triclinio.
—Mejor será que sepas la verdad, aunque te duela. Amo a Aysa…, y no me importa que digas que es la reencarnación de una asesina. Y pienso arrancársela a Malikar, aunque me lleve el resto de la vida. Si aún es humana, tanto mejor. Pero si ya ha sido cambiada en oro, entonces será mi turno de irme a dormir en medio de aquella bruma. Lamento que haya podido hacerte daño. Pero me ha parecido mejor que lo supieras.
Vekyra había estado escuchándole atentamente, con el busto agitado y los ojos leonados relampagueándole. Intentó ponerse en pie y tuvo que sentarse de nuevo. La cólera desapareció de su rostro, como si se hubiese arrancado una máscara. Sonrió sesgadamente a Price, con una dulzura capaz de desarmas a cualquiera, cargada de peligro.
—Iru, mi señor —dijo con voz musical y melosa—, no discutamos. El festín está a punto.
Batió nuevamente palmas, y unas sirvientas entraron por la cortina de la puerta. Los platos que llevaban ofrecían una sorprendente variedad de alimentos. Dátiles frescos. Granadas escarlata. Enormes racimos de uvas violetas. Pequeñas nueces sin cáscara de fragante aroma, que Price no conocía. Carne asada. Pasteles con especias, de muchas formas y sabores. Distintas variedades de queso. Gran diversidad de vinos, en grandes botellas, fluidos o espesos como jarabe, dulces o acres, rojos, blancos y púrpura.
Price observó a Vekyra y vio que hacía como que comía. Elegía un bocado de cada uno de los platos; pero raramente se lo llevaba de veras a los labios. Lo mismo pasó con el vino. Se preguntó si realmente necesitaba la comida. Quizá lo único que precisasen los seres dorados para vivir fuese respirar la bruma amarilla.
Así pues, decidió comer y beber con la misma parsimonia que Vekyra. Una intuición le previno de que se acercaba una crisis; se negó a drogarse con la comida. Como ella, se limitó a catar y gustar, hasta que los platos dejaron de llegar.
Vio un atisbo de contrariedad en los ojos de Vekyra y se felicitó por haberse abstenido.
—Escuchemos un poco de música —musitó ella finalmente, y volvió a batir palmas.
Entonces se escucharon suaves acordes, procedentes de músicos ocultos, extraños y cautivadores. Graves, sordos, insistentes, bárbaros como los tam-tams de la jungla.
—Ahora que ya has cenado —y los sesgados y leonados ojos lanzaron una mirada maliciosa—, bailaré para ti.
Avanzó como si flotase sobre una alfombra de tonos azul intenso y carmesí oscuro y se detuvo, oscilando con el ritmo ondulante y lento de una danza arcaica. A través de sus pestañas doradas, sus ojos sesgados observaban a Price, misteriosos y enigmáticos.
Él intentó desviar su mirada un instante, para conseguir el dominio de sí mismo, pues sentía que un encantamiento maléfico se tejía deliberadamente a su alrededor.
Todo aquello parecía una puesta en escena con el único propósito de influir en él. La larga y extraña sala, incierta en la coloreada e irreal luz de los llameantes tederos, llena de un perfume embriagador. La singular música, que parecía hecha de sollozos, y Vekyra bailando, esbelta y élfica en su túnica carmesí, con su cabellera de oro rojo suelta, como una red con la que quisiera atraparle.
En aquel momento comenzó a entonar una extraña canción, sencilla y obsesiva:
Las rojas llamas bailan, llamas de la jungla…
bailan y llaman.
Los tambores retumban, tambores de la jungla…
retumban y llaman.
La luna resplandece de blancura, la luna de la jungla…
resplandece y llama.
Raudo late el corazón, mi corazón…
late como un tambor.
Corre ardiente la sangre, mi sangre…
ardiente como la llama.
La pasión resplandece en mi pecho…
resplandece como la luna.
La luna palidece; las rojas llamas menguan; el tambor se calla.
Sin embargo, yo aguardo —siempre aguardo— a mi amor.
Pasan las eras; la Tierra envejece… pero yo aguardo.
Violeta y verde era la llama de los tederos, arrojando fantásticas sombras sobre las paredes de oro y mármol. Una misteriosa opacidad ocupaba los rincones de la sala y una música misteriosa gemía, mientras Vekyra se contorsionaba, gemía y cantaba. El frío aroma de incienso que llenaba la atmósfera era como un vino embriagador.
De repente la música adoptó un ritmo más rápido. Vekyra giraba con ella, ligera y graciosa como una llama. Y mientras bailaba se despojó de la túnica carmesí que cubría su brillante y espléndido cuerpo, arrojándola al suelo y girando, como un torbellino, a su alrededor.
La música casi murió, quedándose en unos obsesivos acordes lejanos, mientras ella se acercaba a Price. Casi desnuda. Como una estatua de oro pálido que hubiese cobrado vida y caminase. Sus ojos pardo-verdosos ardían de pasión.
Se dejó caer cerca de donde estaba Price y le rodeó con sus brazos desnudos. El deseo recorrió rápidamente su cuerpo, como un viento ardiente. Involuntariamente, Price pasó un brazo alrededor de sus hombros, delicadamente moldeados, atrayendo hacia sí aquel cuerpo palpitante. Ella levantó un rostro pálido y ovalado, mientras sus ojos almendrados llameaban de apasionada exultación.
Durante un instante, miró fijamente a aquellos ojos verdosos, dementes, y experimentó un súbito sentimiento de terror. Apartó su rostro de sus labios ávidos, intentando huir de ella. Pero los desnudos brazos amarillos se agarraron a él con una fuerza sorprendente. Le atrajo hacia su cuerpo y lanzó un grito.
Una esclava entró en la habitación, con una copa de cristal llena de vino púrpura.
—Bebe, mi señor Iru —susurró Vekyra, mientras Price se debatía en sus brazos dorados—. Bebe y olvida.
Se aferró a él y la joven le puso la copa de vino en los labios.
Él no quería golpear a una mujer… pero aquella vampiresa dorada no era una mujer.
Liberando uno de sus brazos, tiró el vino al suelo, donde se derramó como si fuese sangre. Vekyra seguía aferrada a él, por lo que dirigió su puño hacia sus labios llenos de carmín.
Ella cayó hacia atrás en el reclinatorio, con los fuegos del infierno brillándole en los ojos.
—¿Golpeas a Vekyra? —silbó—. ¿A mí? ¿A Vekyra? ¿Reina de Anz y Sacerdotisa de la Serpiente?
Price se levantó, titubeando, y se dirigió hacia la entrada tapada por la cortina.
—¡Vete! —exclamó, enfurecida—. ¡Y no implores la clemencia de Vekyra para ti… o para la miserable esclava a la que amas!
Deliberadamente, Price avanzó sin prisa a todo lo largo de la sala. Ya casi estaba en la cortina de la entrada cuando Vekyra le llamó:
—¡Iru! ¡Quédate, mi señor Iru!
Miró hacia atrás y vio que ella corría a su encuentro por encima de las ricas alfombras, pálida y hermosa en las tenues y palpitantes luces verdes y violetas. Dejó caer la cortina y oyó, al otro lado, un grito apagado de rabia y odio.
Mientras atravesaba la espléndida arcada que conducía a sus aposentos, en el palacio bañado por la luz de la luna, Price recordó una cita que le sumió en gran inquietud:
«La ira del Infierno no es comparable a la de una mujer desdeñada.»