32
LA ANTIGUA AYSA
¡M’almé! ¡M’almé!
Aquella voz, dulce y familiar, llegó a los oídos de Price sobre alas plateadas, a través de nubes opacas, cargadas de dolor. Unas manos delicadas, estaban amoldando sobre su frente un frío trapo humedecido. Su memoria estaba en blanco; su mente, lo mismo que su cuerpo, estaba contusionada, rígida, inerte.
—¡Amo! ¡Amo! —seguía llamándole en árabe aquella voz insistente.
Con una impresión vaga y confusa de que una emergencia grave, algún desastre, se había cernido sobre él, Price hizo esfuerzos para abrir los ojos.
Yacía encima de una larga plataforma de piedra, completamente lisa y extrañamente cubierta de la escarcha formada por brillantes cristales amarillos. Estaba apoyado contra una enorme losa de basalto. Ante él se encontraba un pozo insondable de luz verde-dorada, surcado por un pozo fantásticamente estrecho. La atmósfera estaba cargada con una espesa bruma áurea que parecía danzar… aquella bruma, según podía recordar de manera incierta, tenía algo de amenaza.
A su lado, arrodillada, se encontraba una joven. Volvió dolorosamente la cabeza y la miró. Una joven adorable. Su cabello era moreno y ondulante, su piel una lisa y cálida oliva. Plena y delicada, su boca era roja como una granada.
Sus ojos eran maravillosos. En cierta forma, le hacían sentir que la conocía. De iris azul-violeta, eran profundos y misteriosos bajo unas largas pestañas. Una viva piedad se leía en aquel momento en sus sombrías profundidades y, también, cansancio.
Como las rocas que los rodeaban, las vestiduras de la joven brillaban a causa de la escarcha amarilla. Manchas de polvo dorado relucían en rostro y brazos.
Ella le había hablado insistentemente en árabe, llamándole “amo”. ¡Era imposible que pudiese tener derecho alguno sobre ser tan adorable! Pero si lo tenía… ¡la circunstancia sería singularmente afortunada!
Cerró los ojos, escarbando en su memoria. Aquel lugar irreal, lleno de vapores de oro, fantástico hasta lo imposible, le resultaba vagamente familiar. Y estaba seguro de que conocía a la joven de antes, no sabía cómo. El hecho de verla suscitaba en él una cálida llama de placer.
Conocía su nombre. Se llamaba —sondeó las opacas brumas de sus embotados recuerdos—, se llamaba… ¡Aysa!
¡Aysa! Sus labios apenas habían pronunciado su nombre. Al oírlo, la joven lanzó un grito de alegría. Se dejó caer a su lado y le rodeó con sus brazos. ¡Qué extraño que aquel abrazo le resultara tan agradable! Una joven deliciosa. Le gustaba que estuviese a su lado; no debía de separarse de ella jamás. Su proximidad le llenaba de súbita y estremecedora alegría.
Era bueno seguir echado allí, mientras ella le rodeaba con sus brazos. Pero no debía. Había algún peligro: la bruma amarilla… Luchó contra aquella idea: bruma dorada…, eso era; la bruma transformaba a la gente en oro. Los convertiría a él y a Aysa en cosas doradas. Y él no quería que eso ocurriese.
Buscó a tientas el trapo húmedo que la joven le había aplicado encima de la frente y le hizo señas de que debía de taparse con él el rostro. Ella lo comprendió en seguida y le tapó a él con otro. Los brazos le dolieron cuando se movió… Debía de haber estado luchando, para sentirse tan dolorido y aturdido… Sí, recordaba haber golpeado a un hombre amarillo.
Respiró a través del trapo mojado y cerró los ojos para sondear los recuerdos que hacían referencia al hombre dorado…, un gigante de oro, vestido de escarlata… Tenía que recordar su nombre… ¡Malikar! Tenía que preguntarle a la joven por él; ella hablaba árabe.
—¿Dónde está Malikar? —susurró.
Ella señaló al abismo resplandeciente.
—Me desperté, m’almé, con un trapo mojado encima del rostro, y te vi luchando. Malikar te golpeó con su maza. Después tú le diste un puñetazo, y él se precipitó en el abismo. Tú quedaste tendido sobre el puente y yo te traje hasta aquí.
Las ideas se le habían ido aclarando desde el momento en que había comenzado a respirar a través de la tela.
—¿Pero cómo has podido llegar tan deprisa desde Anz, m’almé? Fue justo la pasada noche cuando Malikar te encerró en la tumba de Iru y me dijo que habías muerto.
Un brillo de extrañeza llenaba sus ojos violetas.
El conocimiento se abrió camino en su cerebro, disipando las pesadas brumas del olvido. En aquel momento, todo estaba claro.
Y Aysa estaba con él, despierta y libre. La querida Aysa, por quien había luchado tanto. No había sido encerrado en las catacumbas de Anz la última noche, sino mucho antes. Pero no había ninguna necesidad de sacarla de su error, por el momento.
Deslizó un brazo dolorido alrededor de sus hombros. Ella se arrimó a él, contenta, y miró hacia arriba con sus ojos violetas, que brillaban de contento…
No debían quedarse allí. El sueño del vapor dorado podía sorprenderlos de improviso, con su extraña transmutación. Aysa aún no había sido transformada. Pero debían irse, mientras pudieran…
—Estás cansado, m’almé —musitó Aysa—. Reposemos un poco aquí.
El sol estaba bajo, y la negra masa basáltica de la Hajar Jehannum estaba tres millas a sus espaldas, al otro lado de las lisas coladas de lava, con el oro y el alabastro del palacio de Ver reluciendo mágicamente en el rojo atardecer. Hacía dos horas que habían franqueado las puertas de oro, retorcidas por la explosión, por donde había entrado Jacob Garth, para dar comienzo a su larga marcha hacia el oasis.
—No sigas llamándome amo —dijo Price, mientras estaban sentados, masticando las galletas de munición y la carne y los dátiles que el viejo Sam Sorrows le había entregado.
—¿Por qué no? ¿Acaso no soy tuya? ¿Y no me compraste antaño por la mitad de mi peso en oro? —se rió—. ¿Acaso no deseo otra cosa que ser tuya?
—¿Qué quieres decir, cariño? ¿Qué te he comprado?
—¿No lo recuerdas? ¿No recuerdas la historia de Aysa e Iru, en la antigua Anz? ¡No me digas que nunca la has oído! Tengo que contártela.
—¿Entonces, cuando Iru era rey, hubo en Anz una mujer llamada Aysa?
—Claro que sí, m’almé. Me llamaron como ella porque mis ojos son azules, como los suyos. Muy pocos, como bien sabes, de la gente de los Beni Anz tienen los ojos azules. La antigua Aysa era una esclava; Iru la compró en el país del Norte.
Price se sintió extrañamente turbado. ¿La extraña narración de Vekyra iba a ser, a fin de cuentas, cierta? ¿Era Aysa —su enamorada e inocente Asa—, el homónimo, si no el avatar, de una asesina?
—¡Pero no te preocupes de eso, amada! —dijo Price.
Posó uno de sus doloridos y cansados brazos sobre sus esbeltos hombros y la atrajo con firmeza hacia sí. Ella se rió levemente, como una niña, con una risa llena de felicidad, y sus ojos violetas le miraron resplandecientes.
No iba a permitir que nada le alejase de ella. De ninguna parte de ella. Iba a olvidar la estúpida historia de Vekyra. Además, no creía en todos esos cuentos de la reencarnación… Bueno…, no demasiado…
—Te voy a contar la historia, m’almé —susurró Aysa, en sus brazos.
—No, dejémoslo. No me importa. Somos tan felices que no quiero que nada enturbie…
—Pero, m’almé, si la historia no puede arruinar nuestra felicidad.
—Bueno, pues entonces cuéntamela.
—Desde que era un niño, el rey Iru, según la voluntad de su madre, había sido prometido a Vekyra, quien era la hija de un poderoso príncipe… Añadiré que, por aquel entonces, aún no era de oro. Según la leyenda, Iru amó a la esclava Aysa. Y Vekyra sintió celos. Una noche emborrachó al rey y le ganó la esclava en un juego de fortuna.
—Comprendo perfectamente que pudiera hacerlo —dijo Price, recordando su propia aventura en el castillo de Verl.
—Cuando Iru estuvo sobrio, pidió a Vekyra que le devolviera la esclava. Ella no se atrevió a negarse. Pero exigió el precio más elevado que pudo ocurrírsele. Dijo a Iru que le entregaría la joven a cambio de un tigre perfectamente domesticado para la monta. De tal suerte, Iru se fue a las montañas, capturó una cría de tigre y lo domó. Cuando hubo crecido, se lo dio a Vekyra, y ella tuvo que entregarle la esclava… pero siguió odiando a Aysa.
La inquietud se apoderó nuevamente de Price. Era la misma historia que le había contado Vekyra, de la esclava mimada y adorada… que iba a matar a su adorador. Se resistió al impulso de interrumpir a la muchacha. Después de todo, lo que había ocurrido hacía veinte siglos no podría interponerse entre ellos en el presente.
—A Iru no le gustaba el cruel culto de la serpiente. Destruyó los templos de la serpiente y mató en combate a sus sacerdotes. Pero Malikar, cuando todos le creían muerto, regresó, convertido en un hombre de oro, para vengar la profanación del templo. En vano hizo la guerra a Iru, por lo que, al final, se disfrazó y se deslizó en el interior de Anz, para matarle a traición. Y encontró a una mujer que lo haría por él.
A Price se le encogió el corazón. Era la misma historia llena de maldad.
—Ignoro lo que le contó a Vekyra. Debió ofrecerle la vida inmortal del oro, que más tarde hizo efectiva, y el gobierno de Anz a su lado. Vekyra aún debía de odiar a Iru, a causa de la esclava. Y por eso, Vekyra envenenó el vino de Iru…
Un peán de alegría brotó del corazón de Price. Atrajo repentinamente hacia sí a Aysa y acalló sus palabras con besos.
—¿Por qué estás tan contento de que Vekyra envenenase el vino? —preguntó ella inocentemente.
—No importa, cariño. Sigue con la historia.
—La mismísima Vekyra tendió a Iru la copa. La esclava se hallaba cerca. Vio la expresión del rostro de Vekyra y avisó, gritando, a Iru de que no bebiera. Entonces Vekyra, para salvarse, dio a entender que estaba muy enfadada. Maldijo a la esclava. Y dijo que ella misma se bebería el vino si Iru le devolvía a la joven. Pero Iru se negó. Era demasiado valiente para comprender que alguien pudiese hacer una cosa semejante. En la precipitación de su cólera, se llevó la copa a los labios. Aysa intentó quitársela de las manos, pero él la rechazó. Entonces Aysa imploró al rey que le dejase beber a ella. Pero él apuró hasta la última gota y se derrumbó al instante. Empleó su último aliento para prometer que volvería para destruir a Vekyra. La esclava se arrojó sobre su cadáver. Vekyra los atravesó a los dos con una larga daga que había ocultado entre sus vestiduras, por si el veneno fallaba. Abandonándolos de tal suerte, se fue del palacio en busca de Malikar, quien la recompensó por lo que había hecho.
Price guardó silencio. La narración había disipado la última duda involuntaria, la última barrera que los separaba. En aquel momento eran una sola persona. A Price le daba la impresión de que acababa de cumplirse un vasto designio. Una unidad, una plenitud total acababa de surgir del confuso y doloroso conflicto que, hasta entonces, había sido su vida. Supo que cada uno de los incidentes de sus años de descontento vagabundeo no había sido más que un paso hacia el momento de su encuentro en el desierto con Aysa.
El sol comenzaba su ocaso, enrojeciéndolo todo. Océano púrpura, la vasta sombra de la Hajar Jehannum inundaba la erosionada llanura basáltica que quedaba tras ellos. Un aire más fresco rozó con su aliento sus rostros cubiertos de ampollas; la salvaje violencia del día se rendía a la misteriosa paz del crepúsculo.
Aysa se agitó ligeramente, suspirando de felicidad, y se distendió contra él. El brazo de Price sirvió de almohada a su hermoso rostro. El inmóvil desierto los envolvió con una paz más profunda que todo lo que Price había conocido, con una felicidad tranquila que llegó a ser tan inmutable y duradera como el propio desierto.
Aquella nueva paz no se rompió cuando Aysa se envaró repentinamente entre sus brazos, escuchando, y acto seguido preguntó:
—¿Qué es eso que zumba como una gran abeja?
Price escuchó el zumbido distante. Señaló el punto gris que iba aumentando de tamaño sobre el profundo color azul del cielo meridional. Comprendió que era uno de los aviones de combate del grupo de Jacob Garth. Se dirigía hacia el Norte, siguiendo la pista. Price y Aysa se levantaron cuando se aproximó; Price se quitó la camisa y la agitó. El aparato gris los localizó y pasó rugiendo sobre sus cabezas. Price vio cómo Sam Sorrows, el viejo aventurero de Kansas, que iba a cabeza descubierta, se inclinaba temerariamente en la carlinga y les hacía señales con los brazos. Él agitó los suyos en respuesta y el avión regresó al oasis.
—Es una máquina voladora de mi gente —dijo a Aysa—. Si quieres, podremos viajar en ella hasta mi tierra. El hombre que nos hacía señales es amigo mío. El suelo es tan duro que no podía posarse aquí. Pero mañana volverá a buscarnos.
Con las pupilas dilatadas por tanto portento, ella le hizo muchas preguntas, mientras el ronroneo del aeroplano moría en el atardecer púrpura. Price le respondió, mientras la antigua paz del pétreo desierto volvió al lugar y el amplio disco dorado de la luna despuntaba sobre el descarnado horizonte.
Aysa se sentía llena de pasión, excitada. Pero la reciente paz de Price, plena de alegría, se asentaba en un mundo de luz plateada y de sombras púrpuras, que se aunaba con un misterio y un silencio que habían durado un millón de años. Ella se sentó a su lado bajo la luz de la luna y él se sintió contento.