II
Visitantes

El Triplex era el hotel más nuevo, más lujoso y más caro de Nueva York.

Sus huéspedes disfrutaban de todas las comodidades imaginables. Por ejemplo, si llegaban en taxi no tenían necesidad de apearse en la acera ante la mirada de los ociosos.

Disponían de una entrada cerrada para coches. Esta entrada era un túnel construido con metales niquelados y mármol negro, según el estilo más modernista.

Un taxi estaba dejando a un viajero. Éste era alto y delgado como una serpiente. El hecho de que su cuerpo fuera tan flexible que pareciera carecer de huesos, contribuía a aumentar su parecido con el mencionado animal.

Llevaba los cabellos cuidadosamente peinados y pulidos. Los ojos eran pequeños y astutos; la boca sin labios. Vestía con lujo, pero con mal gusto.

Pagó al taxista con un billete que extrajo de un grueso fajo. Entró en el vestíbulo, seguido por un botones que llevaba dos maletas y se apoyó de codos en el escritorio.

—Soy Mr. Cooley —dijo secamente—. Les he telefoneado desde Prosper City para que me reservasen habitaciones.

Fue conducido a su habitación. Apenas hubo salido el botones cuando descolgaba el teléfono.

—Deme la habitación de Judborn Tugg —pidió. Y luego, cuando consiguió la comunicación—: ¿Eres tú, Tugg…? ¿Qué habitación tienes…? Subo enseguida.

Ascendió seis pisos en el ascensor, anduvo algunos pasos por un pasillo y llamó a una puerta. La puerta se abrió y él dijo familiarmente:

—Hola, Tugg.

Judborn Tugg puso la misma cara que si se hubiese encontrado un lobo en su puerta, un lobo con el que necesariamente tuviera que tratarse.

—Entra —dijo con altivez.

Tugg era como una montaña pequeña. Su traje de rayas, si bien un poco exagerado, estaba bien cortado. Su cara y su cuello eran una aglomeración de grasa.

Una cadena de reloj de oro surcaba su amplio vientre y de ella pendían numerosos dijes, que relucían cuando la luz caía sobre ellos.

Cooley entró, cerró la puerta y dijo:

—Ya no tenemos que preocuparnos de Jim Cash.

Judborn Tugg retrocedió, como si le hubieran dado una bofetada. Miró nerviosamente a su alrededor, haciendo girar la cabeza sobre su soporte de grasa.

Cooley se cruzó rápidamente de brazos, metiendo las manos en el interior de la americana, donde llevaba dos pistolas automáticas.

—¿Qué te ocurre? —demandó—. ¿Hay alguien aquí?

—No, no. Afortunadamente no hay nadie, pero habrías de tener más cuidado.

Tugg sacó un pañuelo de seda y se enjugó la frente.

—Es que no me puedo acostumbrar a vuestros procedimientos.

—Lo que quieres decir es que no te puedes acostumbrar a los procedimientos de la Campana Verde.

—Sí, sí, desde luego —advirtió Tugg, arrugando nerviosamente el pañuelo entre las manos—. La Campana Verde se alegrará de que Jim Cash haya sido quitado de en medio.

Slick Cooley sacó las manos de debajo de la americana y se estiró la ropa.

—No me pude quedar solo con Jim Cash, de manera que no me fue posible interrogarle antes de que le arrojasen contra aquel riel —dijo.

—Las órdenes que tenías eran precisamente de no interrogarle —observó Tugg.

Slick dejó escapar una ligera risa burlona.

—No es necesario que finjas conmigo, Tugg; nos entendemos. A los dos nos gustaría saber quién es la Campana Verde. Jim Cash lo sabía. Interrogándole podría haberme enterado de algo. Pero no me atreví. Había demasiada gente alrededor.

Tugg tosió y volvió a mirar nerviosamente en torno suyo.

—Uno de estos días averiguaré quién es la Campana Verde —siguió diciendo Slick—. Cuando lo sepa le haremos pagar mejor.

Tugg tembló violentamente.

—No hables así, Slick —murmuró—. Supón por un momento que te pueda oír la Campana Verde o cualquiera. Mejor será que no hablemos de eso.

—Está bien —dijo Slick—. ¿Y qué hacemos ahora tú y yo?

Tugg se guardó el pañuelo y se puso a jugar con los ornamentos que pendían de la cadena de su reloj.

—¿Has oído hablar de un individuo que se llama Doc Savage? —preguntó.

—Me parece que sí. —Slick Cooley se alisó las solapas de la americana—. No acostumbro a trabajar en Nueva York y creo que ese pájaro vuela por aquí. No sé mucho de él. Es una especie de aventurero, ¿no?

—Exactamente. Dicen que es un luchador activo y competente, que tiene un grupo de cinco ayudantes. La Campana Verde me ha encargado que investigue acerca de ese Doc Savage. No me he enterado de gran cosa, salvo que es un hombre que se encarga de luchar por otras personas.

—¿Sí? ¿Y qué hay que hacer con él?

—La Campana Verde me ha ordenado que contrate sus servicios y los de su gente para nuestra organización.

Slick se puso a jurar furiosamente.

—No lo toleraré —gritó—. Yo estoy encargado de toda esa parte de nuestro negocio. Me habían dicho que sería el tercer jefe y que sólo recibiría órdenes de la Campana Verde y de ti y ahora la Campana Verde quiere contratar a ese Doc Savage.

—No interpretes mal las cosas, mi querido Slick —dijo Judborn Tugg—. Tú seguirás en el mismo puesto y Doc Savage trabajará bajo tu dirección. La Campana Verde me lo ha dicho así con toda claridad.

—¿Sí, eh? —Slick aún refunfuñaba, pero estaba aplacado—. Eso es diferente, pero hay que advertirle a Doc Savage que tiene que recibir sus órdenes de mí.

Desde luego, se le advertirá.

—¿Y si Doc Savage se considera demasiado importante y se niega a aceptar mis órdenes? —preguntó Slick encendiendo un cigarro de precio.

—Todos los hombres reciben órdenes si se les paga lo suficiente —repuso Tugg, con la seguridad de un hombre que tiene dinero y conoce su poder.

Slick seguía indeciso.

—¿Y si Doc Savage no fuera la clase de hombre que se contrata para hacer los trabajos que nosotros necesitamos? —insistió.

—Digo lo mismo. Todos los hombres tienen su precio. La Campana Verde necesita más gente con urgencia, pero no quiere pistoleros ordinarios; por consiguiente tengo que abordar a Doc Savage.

—Muy bien, pues. ¿Dónde se encuentra ese señor?

Judborn Tugg se encogió de hombros.

—No lo sé. Preguntaremos a la central de teléfonos.

La rapidez con que le dieron la dirección de Doc Savage llenó de asombro a Tugg.

—Doc Savage debe ser muy conocido —murmuró—. En telégrafos tienen su dirección en la punta de la lengua. Vamos, Slick. Tenemos que ver a este hombre.

El rascacielos ante el cual se detuvieron Slick Cooley y Judborn Tugg era uno de los más altos y suntuosos de la ciudad. Tenía cerca de cien pisos.

—Doc Savage no es ningún pobre, si vive aquí —murmuró Slick, impresionado.

—Esto prueba que es bueno en su negocio —observó Tugg—. Ésta es la clase de hombre que necesitamos. Tú esperarás en el vestíbulo, Slick.

—¿Por qué? —preguntó Slick con desconfianza—. ¿Quién me dice que no vas a pagar a Doc más de lo que me pagas a mí?

—Nada de eso, Slick. Tú tienes que quedar aquí para el caso de que se presentase Alice Cash y la Tía Nora. Venían con el propósito de contratar los servicios de este hombre, y aunque no le pueden pagar tanto como nosotros será mejor que no le vean.

—Bueno —convino Slick de mala gana—. Esperaré aquí abajo. No tardes demasiado. Un ascensor especial que se movía sin ruido y con gran velocidad llevó a Tugg hasta el piso ochenta y seis. Allí se encontró con un corredor magníficamente decorado.

Cuando avanzaba pomposamente por él, descubrió un espejo y se detuvo para examinar cuidadosamente su aspecto. Quería impresionar a Doc Savage.

Era la mejor manera de tratar a los bandidos vulgares que se contrataban por dinero.

Tugg encendió un cigarro de a dólar. Tenía otro igual que pensaba ofrecer a Doc Savage. Los excelentes cigarros serían el toque final.

Doc Savage quedaría anonadado por la majestad de Tugg.

Llamó a la puerta, hinchó el pecho y levantó el cigarro en el aire.

La puerta se abrió.

El pecho de Judborn Tugg se deshinchó, el cigarro se le escapó de los labios y cayó al suelo y los ojos se le dilataron.

De pie en el marco de la puerta apareció un gigante de bronce. El efecto de aquella figura era asombroso. Sus proporciones de una simetría asombrosa disimulaban las verdaderas dimensiones del hombre.

Visto desde alguna distancia y lejos de todo lo que pudiera servir de término de referencia no hubiera parecido tan alto.

La frente notablemente alta, la boca fuerte y musculosa, las mejillas delgadas y nerviosas, denotaban una rara energía de carácter.

El cabello, de un tono bronceado algo más oscuro que el de la piel, lo llevaba peinado liso y brillante como un casquete de metal.

Pero lo que realmente impresionó a Judborn Tugg fueron los ojos.

Parecían dos estanques de oro líquido y poseían un extraño poder hipnótico.

Tugg sintió la tentación de esconder la cabeza para preservar los secretos más recónditos de su cerebro.

—¿Es usted Doc Savage? —balbuceó.

El gigante de bronce asintió. El sencillo gesto hizo que los músculos de su cuello resaltasen como cables de acero. Tugg sintió un estremecimiento al verlo. Aquel hombre debía de estar dotado de una fuerza extraordinaria.

Con una voz tranquila y profunda, Doc Savage invitó a entrar a Tugg.

Luego le dio un cigarro y se excusó él mismo de no fumar, declarando que no lo hacía nunca. El cigarro fue el golpe de gracia para Tugg. Era una marca especial y estaba contenido en una funda individual y esterilizada. Tugg sabía que cigarros como aquél no podían conseguirse a menos de diez dólares cada uno.

Tugg se deshinchó como una burbuja de jabón. En lugar de impresionar a Doc Savage era él quien estaba virtualmente anonadado.

Pasaron varios segundos antes de recobrar el suficiente aplomo para entrar a tratar de negocios.

—Tengo entendido —dijo con una voz pequeña y muy diferente de su tono arrogante habitual—, que es un buscador de aventuras.

—Puede usted decirlo así si le parece —repuso cortésmente Doc Savage—. En realidad, mis cinco compañeros y yo tenemos un propósito en la vida. Nuestro propósito es recorrer el mundo luchando por ayudar a aquéllos que lo necesiten y castigar a quienes lo merezcan.

Tugg no sabía que eran raras las ocasiones en que Doc Savage se prestaba a dar tantas explicaciones acerca de sí mismo y de sus actividades.

No le gustó mucho el discurso. Le dio algunas vueltas en el magín y llegó a una conclusión completamente errónea.

Decidió que aquélla era la manera que Doc Savage tenía de indicar que él y sus hombres alquilaban sus servicios. Evidentemente, no podía decir que era un bribón profesional.

—Mi caso es entonces de los que a usted le interesan —siguió diciendo Tugg—. Hay gente que necesita de su ayuda y otros que merecen castigo.

Doc Savage asintió cortésmente.

—Si hiciera el favor de explicarme la situación.

—Es la siguiente —prosiguió Tugg, encendiendo el magnífico cigarro—. Soy uno de los industriales más importantes de Prosper City. Mi firma, Tugg y Compañía, posee las hilaturas más grandes de la ciudad —Tugg cruzó las manos y tomó una expresión beatífica—. Hace algunos meses, a causa de la crisis que atravesaba el negocio, nos vimos obligados a reducir los salarios, muy a pesar nuestro, naturalmente.

—Yo creí que los negocios estaban prosperando ahora —observó Doc Savage.

—La situación era terrible para la industria —afirmó enfáticamente Tugg—. Y ahora peor que nunca, pues mis obreros se han declarado en huelga. Los obreros y empleados de todas las demás fábricas y minas les han imitado. Es espantoso.

—¿Cuándo redujeron los salarios las otras empresas? ¿Antes o después que usted? —preguntó suavemente Doc Savage.

Judborn Tugg tragó saliva varias veces. Su desconcierto se hizo manifiesto. Con aquella sencilla pregunta, Doc Savage había presumido la causa de la situación en Prosper City.

La verdad era que Tugg y Compañía habían reducido primero los salarios y que las demás empresas se habían visto obligadas a hacer lo mismo, a fin de poner sus precios al mismo nivel que los de su competidor.

Entonces Tugg y Compañía comenzaron a pagar a su personal salarios de hambre.

Cuando esto ocurrió no había necesidad ninguna para ello, pues las condiciones del mercado eran excelentes.

La maniobra era parte de un complot concebido por el ser desconocido y misterioso que se llamaba la Campana Verde.

Las demás firmas de Prosper City habían reducido sus salarios, no en la misma proporción que Tugg y compañía, pero lo suficiente para que numerosos agitadores a sueldo de la Campana Verde tuvieran ocasión para producir numerosas huelgas.

Los agitadores habían llegado a producir una huelga en la casa de Tugg y Compañía, que era la misma que les pagaba.

Hacía muchos meses que los agitadores, bajo la dirección de Slick Cooley tenían paralizados todos los negocios. Todas las fábricas que trataban de abrir sus puertas eran asaltadas, quemadas y destrozadas.

Cada obrero que intentaba obtener trabajo era amenazado, maltratado y si estas medidas no daban resultado, muerto de una manera horrible que servía de escarmiento a los demás.

Todo era parte del plan trazado por la mente maestra y enigmática de la Campana Verde. Nadie sabía quién era. Tugg, si estaba enterado, no se lo decía a nadie.

Evitando la mirada de los extraños ojos de Doc Savage, decidió proceder con la mayor precaución.

—Todos nos vimos obligados a reducir los salarios al mismo tiempo —dijo, mintiendo con intranquilidad—. Pero la cuestión de los salarios no es la causa de los disturbios. En el fondo de todo están los agitadores.

Tugg hizo una pausa, pero Doc Savage no dijo nada. Se habían sentado cómodamente en una butaca. En la habitación había varias.

Había también una mesa labrada de gran precio y una maciza caja de caudales. Una costosa alfombra tapizaba el suelo de la estancia.

En la habitación contigua había una biblioteca que contenía una de las colecciones de libros científicos más completas del mundo y en otro cuarto un laboratorio tan perfecto que muchos hombres de ciencia habían venido del extranjero sólo para examinarlo.

La situación de Prosper City es lamentable —continuó Tugg, preguntándose si no estaría del todo equivocado acerca de su bronceado interlocutor—. La gente se muere de hambre. Ha habido bombas, atentados y muertes. La culpa de todo la tienen los agitadores.

Doc Savage siguió guardando un desconcertante silencio.

—Una mujer que se llama Nora Boston es el jefe de los agitadores —Tugg dijo esta enorme mentira sin pestañear.

Doc podría haber sido en realidad una figura de bronce, pues no mostraba ninguna señal de interés, lo cual no quería decir que no prestase una gran atención a todo lo que oía, pero Doc Savage rara vez dejaba ver sus emociones.

Tugg respiró profundamente y continuó:

—Los principales cómplices de Nora Boston son, Jim Cash, su hermana Alice y un joven que se llama Ole Slater, y que se encuentran en Prosper City, fingiendo que es escritor y que está recogiendo datos para escribir un drama de ambiente industrial. Estos cuatro son los jefes y la banda funciona bajo el nombre de Sociedad de Beneficencia de Prosper City. No me extrañaría nada que estuvieran a sueldo de alguna potencia extranjera.

Éstas eran otras tantas falsedades. Tugg no había pensado que su conversación siguiera estos derroteros, pero temió decir la verdad. Los ojos del hombre de bronce le imponían.

Por su gusto se hubiera levantado a las primeras palabras y salido de la habitación, pero temía la cólera de la Campana Verde.

—Quiero contratarle a usted para castigar a Nora Boston y a su cuadrilla —dijo bruscamente—. Le pagaré con esplendidez.

—No acostumbro a alquilar mis servicios —repuso suavemente Doc Savage.

La cabeza de Tugg pareció hundirse en el cono de grasa de su cuello.

¿Qué clase de hombre era aquél? Doc continuó hablando:

—Generalmente, los individuos que reciben la ayuda de mis cinco compañeros y mía son lo bastante generosos para hacer un donativo a las causas que yo les indico.

Tugg sofocó una sonrisa. El hombre de bronce empleaba aquel subterfugio para hacer creer que no era un matón profesional.

Judborn Tugg creyó comprender. Doc Savage podía ser contratado sin inconveniente.

—¿Qué donativo pediría usted en este caso? —le preguntó con precaución.

—En su caso, y con tal de que las condiciones sean las que usted ha dicho —replicó prontamente Doc Savage—, el donativo sería un millón de dólares.

Judborn Tugg escapó por milagro de sufrir un ataque al corazón.

En el vestíbulo del rascacielos, Slick Cooley estaba también experimentando una violenta sacudida, pero por una causa diferente.

De pronto vio entrar a Alice Cash y a la Tía Nora.

Las dos mujeres llegaban manchadas de barro, despeinadas y empapadas por la lluvia. Sus pies dejaban huellas húmedas en el pulido pavimento del vestíbulo.

Estaban pálidas y asustadas y como abrumadas por la magnificencia del gigantesco edificio.

Se acercaron a los ascensores, la Tía Nora delante y con aire determinado.

Slick se puso a pensar deprisa. Tenía que hacer algo. Si las dos mujeres subían podrían complicar las cosas. La Tía Nora por lo menos.

Era una vieja capaz de todo cuando se lo proponía.

Se le ocurrió una brillante idea. Echó a correr antes de que las dos mujeres le hubieran visto, llegó a ellas y les dio un violento empujón.

La bolsa de la Tía Nora cayó al suelo.

Slick saltó sobre ella. En una mano llevaba escondido su fajo de billetes.

Abrió el bolso furtivamente y puso su dinero en él. Al hacerlo vio los dos revólveres que contenía.

Luego se agarró a las dos mujeres y sobrevino una violenta lucha.

—¡Ladronas! —comenzó a gritar—. Estas dos señoras me han atracado.

La Tía Nora le dio un puñetazo en un ojo que le hizo tambalearse y Alice Cash le administró también algunos golpes.

Slick señaló a sus dos víctimas.

Estas dos mujeres me atracaron anoche —declaró al policía del rascacielos—. Las he reconocido. Regístrelas, que seguramente tendrán las armas con que me amenazaron y mi dinero.

El guardia abrió la bolsa de la Tía Nora y encontró las armas y el dinero.

—¿Cuánto tenía usted? —preguntó a Slick. Este dio la cantidad exacta.

—Ésta es —dijo severamente el agente de la autoridad.

—Nosotras no le hemos robado —exclamó Alice Cash airadamente.

—Las pruebas dicen lo contrario —aseguró el guardia—. Y aunque no le hayan robado ustedes, el llevar armas es contrario a las leyes de Nueva York.

Y empujó a sus dos prisioneras hacia la puerta, conteniendo a la Tía Nora que no cesaba de expresar a gritos sus deseos de retorcer el pescuezo a Slick Cooley, a quien obsequiaba también con los más denigrantes epítetos.