XVIII
Calma

El resto de la noche transcurrió sin ninguna novedad. Al amanecer llegó de Nueva York un aeroplano pequeño y rápido que procedía del hangar particular que Doc poseía a orillas del Hudson.
El elegante Ham descendió de él y se dirigió sin perder un momento a casa de la Tía Nora Boston. El único equipaje que traía era su bastón-estoque.
Monk le vio llegar y sonrió complacido. Había echado mucho de menos su diversión habitual de insultar a Ham.
Poniendo la cara más siniestra que pudo, Monk salió a recibir a su amigo.
—Oye, ¿no tenías orden de quedarte en Nueva York? ¿Cómo te atreves a venir aquí?
Ham advirtió la presencia de la joven y bella Alice Cash. Miró a Monk de arriba abajo y se dirigió a saludarla.
—Está usted más bonita que nunca —declaró, galantemente.
Monk acostumbraba a decir a todas sus amigas, que Ham era casado y tenía trece hijos, todos medio tontos, pero hasta entonces no se había acordado de contarle el cuento a Alice.
Ham entró en la casa acompañado de Alice Cash y ambos se dirigieron al cuarto en que Doc estaba estudiando los mapas geológicos de las inmediaciones de Prosper City.
—La acusación de asesinato que había contra ti en Nueva York ha sido ya retirada —manifestó Ham.
—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Doc.
—Sencillamente: asustando a los cuatro testigos falsos. Investigué un poco sus vidas y descubrí en ellas tantas cosas que se asustaron y confesaron que habían sido pagados para que dijeran haberte visto matar a Jim Cash.
Alice Cash palideció al oír mencionar el asesinato de su hermano y salió apresuradamente de la estancia. Un momento después miró Ham por la ventana y vio cómo Monk la consolaba cariñosamente.
Monk tenía muy buena mano para consolar, especialmente cuando se trataba de muchachas tan guapas como Alice Cash. El espectáculo arrancó una exclamación de disgusto a Ham.
—¿De quién recibieron el encargo de acusarme del crimen? —siguió preguntando Doc.
—No pudieron ver la cara del individuo. Llevaba una de esas ropas con capuchón y una campana verde pintada.
—Ya me imaginaba yo eso —respondió Doc, asintiendo con la cabeza—. ¿Qué has hecho con el cuarteto?
Ham agitó en el aire su bastón-estoque y sonrió.
—Los saqué de la cárcel bajo fianza, cuando fueron detenidos por declarar en falso y los envié a nuestra institución.
—Bien hecho.
Ham miró a su alrededor y dijo:
—He visto a todo el mundo menos a Long Tom. ¿Dónde está?
—Escondido —le informó Doc—. Tiene preparados sus aparatos para descubrir la estación de radio de la Campana Verde, en cuanto funcione una vez.
—Esperemos que la encuentre pronto —declaró Ham—. Tengo ganas de hacer algo. El asunto de Nueva York ha sido muy aburrido.
Pero pasaron las horas sin que se presentase la oportunidad de actuar que Ham deseaba.
Ni la Campana Verde ni sus secuaces hicieron ningún movimiento hostil.
Judborn Tugg no apareció tampoco.
Sin embargo, el día fue de enorme interés para Prosper City. Casi todas las fábricas y las minas comenzaron a trabajar de nuevo.
Renny, con sus vastos conocimientos en todas las ramas de la ingeniería, tomó parte muy activa en los trabajos. Él organizó las cuadrillas de obreros, desmoralizados por la vida que llevaban desde hacía algunos meses.
El trabajo de Renny era difícil, puesto que Doc deseaba que todos los negocios dejaran un rendimiento razonable.
En primer lugar, los salarios establecidos en todos los departamentos de cada empresa eran muy altos, lo cual hacía necesaria una gran economía en la producción.
Monk formó sus guardias alrededor de cada casa y recorría sus patrullas lo mismo que un general.
Pero si esperaba tener que luchar con alguien se vio defraudado. Ninguno de los agitadores de la Campana Verde se mostró por las inmediaciones de una fábrica. La paz reinaba en todas partes.
—Esta quietud se parece a la de un individuo que está apuntando su arma —decía Monk con aire pesimista.
Ham se encargó de todos los aspectos legales de los tratos hechos por Doc con los industriales de Prosper City. Doc hizo después una visita al único establo abandonado en la marisma.
Se fijó particularmente en que estaba a menos de un kilómetro de la residencia de la Tía Nora Boston.
El hombre de bronce se limitó a dejar caer un cohete por la cañería vertical que había servido a la Campana Verde para comunicarse con sus hombres.
Escuchó con suma atención los ecos de la explosión, que se produjo a unos doscientos cincuenta pies de profundidad.
Estos ecos sepulcrales se prolongaron por más de un minuto.
Al regresar de esta excursión, Doc visitó a los pobres trabajadores que habían sufrido más que los otros a consecuencia de los sucesos de Prosper City: los que habían enloquecido por la Campana Verde. Hizo un detenido examen de cada caso, empleando los rayos X, practicando análisis de sangre, de líquido espinal y, en resumen, todas las pruebas conocidas por la ciencia médica.
Después hizo el siguiente anuncio:
—Algunas partes del cerebro se encuentran en un estado que podríamos llamar letárgico, una forma de parálisis nerviosa, producida por la fuerza disgregante de las ondas sonoras.
—¿Quiere usted decir eso un poco más claro? —solicitó la Tía Nora.
—Que pueden ser curados —afirmó Doc—. Será necesario bastante tiempo y mucho cuidado, pero no cabe de ello la menor duda.
La Tía Nora al oír estas palabras se echó a llorar.
—No se lo había dicho —exclamó—, pero uno de esos desgraciados es sobrino mío.
Mientras Doc estaba telefoneado a Chicago, Nueva York, Rochester y otros centros importantes, para obtener especialistas que se encargasen de las curas, Alice Cash ofreció sus servicios.
—¡Magnífico! —dijo Doc—. Usted puede encargarse de la vigilancia de todos estos casos.
—He estado observando su trabajo —le dijo Alice pensativa—, y he visto que en realidad encarga usted a otras personas de hacer las cosas. Incluso Renny, el ingeniero, ejerce sólo una especie de vigilancia. ¿Qué quiere decir esto?
—Sencillamente, que nos iremos de aquí tan pronto como haya pasado el peligro.
—¿Que se irán ustedes de Prosper City? —el tono de la joven dejaba entrever una especie de consternación.
—¿No supondría usted que nos íbamos a quedar aquí? Desde luego, Prosper City es una ciudad tan buena como cualquier otra.
—Esperaba que usted se quedase —replicó Alice, sonrojándose.
Doc Savage se dio cuenta de lo que ocurría. Alice Cash se interesaba por él más de lo que él hubiera deseado.
El descubrimiento le contrarió. No quería ofender los sentimientos de nadie e hizo una cosa a la que rara vez descendía. Perdió una hora explicando el extraño propósito de su vida, su profesión, que consistía en recorrer el mundo, buscando aventuras, auxiliando a los que se hallaban en peligro y castigando a los malhechores.
Dejó entender con perfecta claridad a su bella interlocutora, que semejante vida excluía toda clase de complicaciones femeninas.
Cuando acabó creyó haber pintado un cuadro tan horroroso, que ninguna mujer se atrevería a compartir con él su vida. Pensó haber asustado a aquella bella joven.
Pero ésta le contestó lo siguiente con gran calor:
—Lo que usted necesita es una mujer que le haga compañía en la vida. —No dijo que ella estaba dispuesta a encargarse de la empresa.
Doc se dio por vencido. ¿Qué podía hacer en un caso así?
Se despidió tan pronto como le fue posible, buscó un rincón solitario y se entregó a sus ejercicios diarios.
Estos ejercicios eran de un carácter especial e inusitado. Su padre le había iniciado en ellos cuando apenas podía andar y a ellos solamente debía su tremendo desarrollo físico e intelectual.
Ejercitaba sus músculos hasta que el sudor bañaba su cuerpo de bronce.
Fijaba mentalmente un número de una docena de cifras y operaba con él, multiplicando y extrayendo raíces cuadradas y cúbicas.
Tenía un aparato que producía ondas sonoras de frecuencias tan altas y tan bajas, que el oído humano corriente no podía percibirlas. Él lograba apreciarlas, escuchando atentamente.
Nombraba varias docenas de colores diferentes, después de aplicarse por un brevísimo espacio a la nariz una serie de pequeños frascos colocados en una caja especial.
Leía varias páginas del alfabeto Braille, con el fin de afinar su sentido del tacto.
Sus ejercicios diarios comprendían, en suma, una variadísima gama que le ocupaba dos horas enteras sin tiempo para descansar.
Monk y Ham se acercaron a Doc en el momento en que estaba acabando.
—¡Cualquiera hace eso todos los días! —exclamó Monk.
Ham le miró con desdén.
—Tú no haces ningún ejercicio, supongo —le dijo.
Monk estiró sus velludos brazos.
—Un día de estos haré contigo el ejercicio que necesito para toda la vida.
Ham desnudó la hoja de su bastón-estoque y la hizo vibrar como una cuerda de guitarra.
—Prueba y te haré un tatuaje en la cara con esto —le advirtió. Los dos amigos se miraron como si estuvieran a punto de matarse.
—¿Qué os ocurre ahora? —les preguntó Doc.
—Que este idiota —Ham señaló a Monk con su estoque— le ha dicho a Alice Cash que tengo una mujer y trece hijos medio tontos.
A las nueve de aquella noche se había de celebrar una reunión en la residencia de la Tía Nora Boston. A ella tenían que asistir los directores de todas las industrias de Prosper City.
Alice Cash abrió la radio a las ocho y media. Diez minutos después, el altavoz emitía el siniestro tañido de la Campana Verde, con el habitual acompañamiento de gemidos y aullidos.
—¡Lo conozco! —exclamó Monk—. Esta noche tendremos que sentir.
Las acciones de Doc Savage parecían indicar que estaba esperando precisamente aquella señal. Subió corriendo a la habitación de Long Tom.
Cuando descendió de ella llevaba dos cajas pequeñas. Una de ellas era un transmisor de radio, la otra un receptor.
Doc le entregó el receptor a Monk con la siguiente orden:
—Toma esto; ponte en la cabeza los auriculares y no te los quites por nada en el mundo.
Sonó el timbre del teléfono. Era Long Tom.
—Ya tengo el origen de esa onda secreta —dijo excitadamente—. Procede de casa de la Tía Nora Boston.
—¿De dónde?
—De casa de la Tía Nora Boston. No lo puedo creer, pero así es.
Doc colgó el aparato y se dirigió a Renny:
—¿Dónde está la Tía Nora?
—No lo sé. Hace unos minutos que no la he visto.
Los mapas que Johnny había llevado estaban sobre la mesa. Doc se apoderó de ellos y salió de la casa, llevándose también el transmisor de radio.
Después de consultar los mapas se dirigió hacia el Este. Al cabo de algunos centenares de metros, comenzó a caminar con precaución. Se movía con la suavidad y el silencio de una pluma llevada en alas del viento.
Al cabo de poco tiempo, se levantó ante las sombras negras de algunos edificios. Con la ayuda de los mapas los identificó en el acto.
Eran las dependencias de una mina de carbón, cerrada desde hacía muchos años por agotamiento de las venas. En sus tiempos había sido, sin embargo, la mina más importante en Prosper City.
Doc se apostó en las proximidades y esperó. Sus esperanzas no se vieron defraudadas.
A poco se acercó un grupo formado por siete figuras furtivas. Todos vestían el lúgubre uniforme de la Campana Verde. Desaparecieron en la boca de la mina.
Llegaron a continuación otros varios grupos. La banda se estaba reuniendo.
Doc esperó cinco minutos y al ver que no llegaban más individuos, se introdujo él mismo en el pozo de la mina.
El túnel era muy seco y se internaba en la tierra con un declive bastante pronunciado.
Doc buscó un rincón y en él estudió los mapas por medio de su lámpara de bolsillo. Uno de ellos era precisamente el plano de aquella mina abandonada.
El túnel torcía hacia la izquierda formando una gran curva. Doc sabía, y el mapa lo mostraba también, que se estaba aproximando a un punto situado exactamente debajo de la casa de la Tía Nora Boston.
Acortó el paso. La galería era larga y recta. Unos trescientos metros sin un solo recodo. Una bala podría hacer todo el recorrido sin tropezar con las paredes.
Recorrió toda la longitud de esta galería.
Delante de él aparecieron algunas luces. Un momento después se encontraban a la vista de una vasta sala subterránea.
Los pilares de carbón, dejados para sostener el techo, formaban una selva delante de él.
Y en aquella tétrica selva estaban reunidos los secuaces de la Campana Verde.