CAPÍTULO V

UN TÉ A LA RUSA

MIENTRAS Doc cruzaba el jardín en dirección al camino, habló al micrófono.

—¿Qué es lo que ha ocurrido exactamente? —preguntó.

—Ese ciempiés extraño que desapareció después de matar al empleado... ¡ha vuelto a aparecer!

—¿Pudiste matarlo?

—Sí; pero demasiado tarde. Atacó a otro hombre.

—¿Sí?

—¡Y el hombre ha muerto, Doc!

—¿Estás seguro de que la víctima ha muerto a consecuencia de la mordedura del ciempiés? Salvo en el caso de personas ancianas o en mal estado de salud, rara vez sobreviene la muerte.

—Esta víctima no tiene nada de vieja ni de enferma. Era un guardia de treinta y tres años de edad y doscientas libras de peso. Y no respiró más que seis veces después de morderle el ciempiés, y murió en mis brazos.

—Eso fue demasiado rápido para que pudiera servirle de nada una inyección. Ten mucho cuidado. Renny. ¿Hay algo más?

—No; salvo que hay aquí un hombre esperándote.

—¿Quién es, Renny?

—Tiene un nombre ruso... Boris Ramadanoff.

Renny oyó por su altavoz una nota extraña, una especie de sonido musical.

Al principio creyó que se trataba de estática; pero, casi inmediatamente, se dio cuenta de que se trataba del sonido que emitía Doc en momentos de tensión o de sorpresa.

—Doc —preguntó—, ¿qué pasa?

El hombre de bronce le contestó con otra pregunta.

—¿Cuánto tiempo lleva allí Boris Ramadanoff?

—Desde que yo estoy aquí, por lo menos... diez minutos aproximadamente.

—Descríbemelo.

—Hombrecillo de aspecto anticuado, de chaqueta negra y barba negra estilo zar. Habla con acento extranjero. ¿A qué viene todo eso, Doc?

—Un hombre que decía ser Boris Ramadanoff intentó matarme hace unos momentos. Agárrate, Renny. Tenemos muy buenos motivos para creer que la vida de Johnny y de los que le siguieron, y tal vez nuestra vida también depende de lo que hagamos nosotros dentro de las próximas horas.

Al salir Doc del ascensor en el piso ochenta y seis y entrar en el vestíbulo de su cuartel general, un hombre sorprendente alzó su enorme cuerpo de un cómodo sillón y se adelantó.

Al lado de cualquier otra persona que no hubiese sido Doc Savage, le hubieran considerado enorme.

El hombre aquel tenía una cara alargada, de aspecto puritano, melancólica a más no poder, como si acabase de volver de un entierro y se preparase para ir a otro.

Aquella expresión le era habitual siempre que esperaba entrar en acción, es decir, a todas horas. Cosa rara, significaba que se sentía feliz. Tenía unos puños enormes, más grandes que Monk.

Era Renny —el coronel Juan Renwich— ingeniero que probablemente había construido diques y puentes en más partes del mundo que ningún otro hombre. Y que había echado abajo más puertas a puñetazos.

Renny señaló a un hombrecillo que se había puesto en pie de un brinco y que estaba haciendo una reverencia.

—Este es Boris Ramadanoff —anunció.

El hombre barbudo siguió haciendo reverencias.

—No sabe cuánto lo lamento —dijo el ruso, hablando bastante bien el inglés—. Acabo de enterarme por el coronel aquí presente de que ha tenido usted un encuentro desagradable con un hombre que pasaba por mí.

—¿Tiene usted la casa en la calle Redbeach? —le preguntó Doc.

—Sí; en el número 33.

—Hace menos de una hora, en esa casa, varios hombres, entre ellos uno que decía ser Boris Ramadanoff, intentaron hacerme caer en una trampa.

Los ojos del hombrecillo brillaron.

—¿Era ese un hombre de cabello rapado y cabeza tubular?

—¿El que se pasaba por Ramadanoff? Sí.

—Le conozco. Le repito, caballero, que lo siento enormemente. ¡Pensar que le hayan atacado a usted unos criminales en mi propia casa! La verdad es que tengo muchos enemigos. Sin duda es que tendrían ocupada mi casa con la intención de apresarle, en la creencia que usted podría suministrarle informes de mi paradero. Acepte usted mis más sinceras excusas.

Doc movió afirmativamente la cabeza.

—¿Deseaba usted verme? —preguntó.

—¡He venido de América del Sur con el exclusivo objetivo de hacerle una visita!

El hombrecillo hizo otra reverencia y, con un gesto rápido, le tendió una cartera de cuero a Doc.

—Esto deja patente su identidad —observó Doc, devolviéndole los papeles—. Y ahora...

—Busco su ayuda, caballero —dijo Boris—. Lo necesito desesperadamente. Dependen varias vidas de ello. Iré al grano sin andarme con rodeos. En el archipiélago de los Galápagos hay una isla desconocida en la que mi hermano, el conde Ramadanoff, se ha erigido en dueño y señor, con derecho de vida y muerte sobre todo ser viviente. Hace naufragar los buques y emplea a los marineros de cavar fosas circulares.

—¿Y para qué son esas fosas?

Boris se encogió de hombros.

—Eso es un profundo misterio para mí. El conde Ramadanoff, mi hermano, transportó todos sus bienes desde Rusia a esa isla antes de la revolución. Llevó consigo artesanos que construyeron un palacio; pero del grupo primitivo, yo soy el único que queda con vida. Los ha matado a todos. No sé cuál será el motivo verdadero de su proceder.

—Y... ¿qué es lo que desea de mí exactamente?

—Quiero que me acompañe a esa isla de las Galápagos y que me ayude a poner en libertad a los numerosos desgraciados, náufragos todos, que cavan hasta morir en las fosas.

—¿Se trata, simplemente, de una llamada en nombre de la Humanidad?

—Sí; aun cuando, al poner en libertad a todos, pondrá usted en libertad también a uno de sus propios hombres: al profesor Littlejohn, que es también un náufrago víctima de mi misterioso hermano.

El hombrecillo cerró débilmente los ojos. Que aquella noticia sirviera de culminación a su llamada. Pero si esperaba que Doc diera muestras de sorpresa, se llevó un chasco.

Doc se limitó a preguntar: —¿Cómo sabe usted todo eso?

Me encontraba en la isla cuando mi hermano hizo naufragar la embarcación de su amigo de usted. Después me escapé.

—¿Ha venido usted a mí directamente?

—Sí; y así me he salvado la vida.

—¿Cómo se explica usted la emboscada de la calle Redbeach?

—Alquilé esa casa hace algún tiempo, sin verla, con la intención de vivir en ella permanentemente en el porvenir.

El hombrecillo cerró, débilmente, los ojos. Se estremeció de pies a cabeza.

—¡Mi diabólico hermano se adelanta a todos mis pasos! Su brazo es largo... y despiadado. Preparó esa emboscada para mí en Redbeach. Hizo colocar aquí el ciempiés para que me mordiera.

—¿Tiene usted mapas que nos permitan volar directamente a la isla?

—Sí; están a su disposición.

—¿Cuándo podremos verlos?

—Cuando a usted le convenga. Inmediatamente si quiere.

—Cuanto antes mejor —dijo Doc.

Ramadanoff hizo una reverencia.

—Eso mismo opinaba yo. ¿Tendrá usted inconveniente en acompañarme a mi cuarto del hotel? Repasaremos los mapas... tal vez decidamos nuestro plan de acción... Tomaremos el té juntos.

Doc afirmó con la cabeza. Cuando se fue con Ramadanoff, le dijo a Renny:

—Más vale que te quedes aquí para estar en contacto con Long Tom y conmigo.

*****

En las habitaciones de Ramadanoff, Doc estaba sentado estudiando los mapas, mientras el ruso preparaba el té en el cuarto contiguo.

No tardó en presentarse el hombrecillo sonriendo.

—Para mí, en día no es completo si no tomo té. Tomará usted una taza conmigo, ¿verdad?

Doc afirmó con la cabeza e hizo una pregunta acerca de la situación de la isla desconocida.

El otro contestó concisamente; luego, excusándose, dejó el cuarto y regresó con una bandeja de plata en la que iban dos vasos de cristal casi llenos de un té pálido y una tetera de plata.

Acercó la bandeja a Doc.

Este cogió uno de los vasos y lo tocó con los labios. No bebió más por dos razones: una era porque no tenía la costumbre de tomar estimulantes de ninguna clase, empleándolos tan sólo en caso de necesidad absoluta.

La otra era que su paladar enormemente desarrollado le advirtió que aquel té contenía una substancia extraña.

—¿No le gusta? —inquirió el ruso, solícito—. Lo he preparado en mi propio samovar, que llevo conmigo siempre. Pero... ¿tal vez no le guste el sabor de las hierbas de Galápagos que agrego al té para darle un sabor especial?

Doc miró con fijeza a Ramadanoff.

—No tengo nada que objetar a las hierbas, sino al veneno.

—¿Cómo?

Las manos del hombrecillo se pusieron a temblar tanto que el té se salió de la tetera.

—Veneno —repitió Doc.

—¿Veneno? —exclamó el ruso, con incredulidad.

Depositó la bandeja sobre la mesa y alcanzó el vaso de Doc.

—Permítame —murmuró.

Se llevó el vaso a la nariz y lo olfateó. Palideció intensamente. El vaso se le escapó de entre las manos y cayó al suelo.

Se sentó en un sillón, decaído, y luego se animó lo bastante para olfatear su propio vaso. Volvió a dejarse caer, abatido.

—¡Está envenenado, en efecto! —dijo, roncamente—. Hemos estado a dos dedos de la muerte, caballero.

—¿Reconoce usted el veneno?

—Sí.

—¿Cuál es?

—Un veneno vegetal conocido tan sólo, que yo sepa, por ese loco de Galápagos... ¡mi hermano!

Doc conservó la cara inescrutable.

—¿Puede usted explicar esto? —inquirió.

El hombre se tapó el rostro con las manos, dos piedras preciosas, montadas en sortijas, brillaban en sus blancas manos.

Una de ellas era una esmeralda, más gruesa que el pulgar de un hombre. La otra era un rubí de igual tamaño y firmeza.

—No —gimió—; no puedo explicármelo. Como usted sabe, sólo abandoné el cuarto un instante mientras preparaba el té.

Una voz nueva sonó, burlona.

—¡Ese instante fue más que suficiente!

Al oír la voz, Ramadanoff se puso rígido en el sillón, como si hubiera sentido una descarga eléctrica.

Movió la cabeza de una lado a otro, atisbando, con un gemido, por entre los dedos. Nada vio que explicara la voz burlona.

Se escaparon de entre sus labios temblorosos unas palabras:

—¡Es nuestro fin!... ¡El panal del diablo!

Repitió la frase sin sentido.

—¡El panal del diablo!

Y cayó. Sólo se movieron ya sus largos y puntiagudos dedos, clavándose, angustiados, en su cara. Y las piedras preciosas brillaban en sus dedos como ojos terribles.