CAPÍTULO X
CUANDO Boris Ramadanoff se tiró del autogiro, el paracaídas le elevó hacia un estrecho trozo de parque que hay entre Riverside Drive y el río Hudson.
Sólo una persona presenció su aterrizaje, un hombre que yacía sobre un banco, completamente embriagado.
Este se limitó a mirar, con ojos extraviados, convencido de que el espectáculo de un hombre que caía sobre un matorral, con una especie de sábana por encima, era una variante de las visiones que estaba acostumbrado a ver bajo los efectos de la bebida.
Por consiguiente, Boris pudo aterrizar poco menos que sin ser visto.
Se desató del paracaídas y, metiéndose por los matorrales, acabó por llegar a la calle, donde cogió un taxi. Al llegar a la Décima Avenida, al oeste del distrito de Times Square, ordenó al conductor que parara junto al bordillo.
—Espéreme aquí —ordenó.
Y, apeándose, se internó por una puerta sórdida.
No tardó en volver a salir son algo rígido envuelto en una manta.
—¡A la calle del Oeste! —ordenó.
La calle Oeste bordea el río Hudson y está llena de tinglados. Cuando Ramadanoff abandonó el taxi, caminó calle abajo hasta llegar a un muelle grande, cubierto.
El enorme edificio estaba ahumado y parecía muy viejo. Nada le distinguía en aspecto de todos los demás.
Por encima de la puerta de hierro ondulado se leía el siguiente nombre:
COMPAÑÍA COMERCIAL HIDALGO
Como Ramadanoff sabía muy bien, aquel edificio, a pesar de su aspecto, se diferenciaba mucho de los otros.
Era, en realidad, el hangar que tenía Doc Savage a la orilla del río.
Contenía una serie de aeronaves tan sorprendentes como la colección de automóviles del garaje subterráneo del edificio en que residía el hombre de bronce.
El ruso no intentó siquiera forzar la entrada. Había explorado el local anteriormente.
Sabía que el hangar, protegido por células fotoeléctricas y campos magnéticos, era de acceso tan imposible como lo hubiera sido la cámara acorazada de un Banco.
Lo que hizo fue sencillísimo. A cada lado de la entrada había unos arbustos de la altura de un hombre. Ramadanoff siguió por la obscura calle hasta perderse en las sombras de los arbustos.
Se metió en el centro de ellos, agazapándose. Quitó la manta a lo que llevaba, dejando al descubierto un fusil ametralladora.
Al apearse del taxi en la Décima Avenida, se había metido en la casa de uno de los hombres de Jans Berguan, que aun no se había enterado de la muerte de su jefe, y allí había conseguido sin dificultad el arma.
Comprendía que Doc Savage se dirigiría inmediatamente al hangar para emprender el vuelo a las Galápagos.
Pero estaba decidido a no permitirle entrar. Le mataría con una ráfaga de proyectiles a la puerta misma del hangar.
Al poco rato bajó un sedán por la calle y se dirigió a la puerta de la Comercial Hidalgo.
Ramadanoff se sintió invadido por una emoción muy grande que desapareció enseguida. Había esperado que Doc se apeara del coche para abrir la puerta; pero éste siguió corriendo, sin amainar la marcha, hacia la puerta bajada. En el momento en que el ruso esperaba el choque, la puerta se alzó silenciosamente. Funcionaba al recibir una serie de ondas emitidas por el aparato de onda corta del automóvil.
El coche de Doc se metió en el hangar y la puerta volvió a cerrarse.
Ramadanoff se congestionó la rabia al perder aquella última ocasión que tendría de impedir que Doc se dirigiera a la isla.
Ganas le entraron de descargar su arma contra la puerta de hierro ondulado, en su rabia.
Un momento después de alegró de no haber desperdiciado aquellos proyectiles. La puerta volvió a abrirse.
Ramadanoff oyó el ruido de pisadas. Luego se vio en la puerta una enorme figura de bronce.
El silencio de la noche se deshizo en mil pedazos por el macabro tableteo del fusil ametralladora. Acordándose de que Doc pudiera llevar un chaleco a prueba de balas, apuntó hacia la cabeza.
Muchos de los proyectiles fueron a estrellarse contra la superficie de la puerta; pero más de veinte alcanzaron de lleno al hombre de bronce en la cara.
Hubiera podido haber más blancos; pero, de pronto, el arma enmudeció.
Un peso enorme había caído sobre los arbustos, aplastando a éstos, junto con el asesino y el fusil ametralladora. Al ruso se le rompió el dedo antes de que pudiera quitarlo del gatillo.
Pero esto no fue lo peor. Se sintió alzar y tirar contra el suelo. Sabía quien lo sujetaba: ¡Doc Savage!
Doc había saltado desde una puerta diminuta que había en la parte alta del edificio, cayendo encima de Ramadanoff.
Doc le arrastró dentro del hangar y le dijo a Long Tom:
—Mete a Robbie dentro y cierra la puerta.
Long Tom se echó a reir.
—Habrá que darle otra capa de pintura en la cara a Robbie, Doc —dijo.
—Sí —bramó Renny—; y una dentadura nueva.
Ramadanoff miró, con asombro, como empujaban hacia dentro Long Tom y Renny a la figura de bronce que había aparecido en la puerta y recibido la descarga. Luego cerraron la entrada.
—¡Un maniquí! —exclamó.
—Seguro —contestó Long Tom con sorna—, un maniquí que se parece a Doc. Robbie el autómata. Esta es la cuarta vez que le quitan la cara a tiros.
Ramadanoff se puso a mascullar maldiciones.
—¿No lo entiende usted aun, Barbas? —inquirió Long Tom.
El ruso le dirigió una mirada torva.
Renny explicó, sardónicamente:
—A Doc le gusta cooperar. Por eso plantó esos arbustos ahí fuera para los tipos que quieran tenderle una emboscada. Ordenó que los plantasen bien grandes, para que se pudiera esconder bien entre ellos un hombre con una pistola. Y los arbustos están alambrados para que cualquiera que se esconda entre ellos encienda una señal.
Doc estaba internando ya por el hangar.
—Vamos —dijo.
Arrastrando al prisionero, los dos hombres siguieron a Doc Savage.
El hombre de bronce se metió en la carlinga de un trimotor de línea aerodinámica y quilla construida de una aleación especial.
Era un aparato anfibio y podía alcanzar una velocidad de cerca de trescientas millas por hora.
Renny y Tom metieron al prisionero dentro y subieron tras él.
El enorme aeroplano emprendió el vuelo, cruzando sobre el Atlántico en dirección Sur a toda velocidad.
Pasaron sobre Cuba al amanecer y siguieron adelante a más de trescientas millas por hora al elevarse y aprovechar las corrientes estratosféricas por la zona del Canal.
En Colón recibieron una sorpresa.
Aterrizaron para tomar combustible. Un hombre de tez morena y traje blanco salió de la estación de radio directriz, y cruzó el aeródromo hacia el aeroplano de Doc. Llevaba un radiograma en la mano.
—¡Para Doc Savage! —gritó.
El hombre se apoyó contra la carlinga, con una mano apoyada en uno de los portillos, mirando al hombre de bronce con admiración mientras éste abría el sobre y leía el mensaje, que decía lo siguiente:
HE DESCUBIERTO QUE BORIS RAMADANOFF TRABAJA EN COMPLICIDAD CON SU HERMANO CONDE RAMADANOFF PUNTO HAZ CASO OMISO NUESTRO RADIOGRAMA ANTERIOR. PUNTO. VIVOS AUN PERO TAL VEZ NO SIGAMOS ESTÁNDOLO MUCHO TIEMPO PUNTO MÁS VALE QUE TE MUEVAS.
MONK.
Doc entregó el radiograma a sus ayudantes.
—¡Oh! —exclamó Renny—. Le hemos conocido nosotros a Boris antes que ellos.
—Aun están vivos —dijo Long Tom.
—Sí; y llegaremos nosotros dentro de unas horas —asintió Renny.
—Vigila el aparato —le dijo Doc a Renny—. No dejes que se apee Ramadanoff ni que se acerque nadie.
Doc, acompañado del “mago de la electricidad”, como la Prensa denominaba a Long Tom, se dirigió a la estación emisora junto con el hombre moreno para intentar averiguar qué le ocurría a la onda directriz.
—Un barco en el que navegaban mis ayudantes, al seguir la onda, fue desviado de su rumbo, naufragando —anunció Doc.
—Debe haber sido el aparato receptor el que no funcionaba bien —dijo el hombre moreno.
—¡Imposible! —interpuso Long Tom, que había hecho personalmente la instalación del aparato y sabía que funcionaba bien.
—Pues examinen ustedes mi estación —les invitó el otro.
Doc y Tom hicieron un cuidadoso examen y luego regresaron al avión.
—¿Qué averiguasteis allá? —inquirió Renny.
Long Tom contestó:
—Todo estaba en inmejorable estado.
El aeroplano despegó de nuevo y se elevó por encima de la selva de Panamá, dejándola atrás al poco rato para volar sobre el Pacífico.
Long Tom estaba inclinado sobre el amplificador de audio —frecuencia. Se quitó el casco y acercó uno de los auriculares al oído de Doc.
Se oía claramente una combinación de puntos y rayas.
—La onda A se oye con demasiada fuerza —dijo Long Tom.
—¿Nos hemos apartado de la ruta? —inquirió Renny.
—Estamos fuera de la ruta según la transmite la estación de la zona del canal —afirmó Doc.
—Pero... ¡si ésa es la ruta verdadera! —protestó Renny.
—¿Estás seguro? —murmuró el hombre de bronce.
—Es la onda que seguían los demás cuando naufragaron —observó Renny—. Nuestro deseo es ir donde ellos fueron a parar, ¿no?
—Sí —contestó Doc—; pero a lo mejor esta onda no nos conduce allí.
—Comprendo. Si los instrumentos no están variados, significa que ese hombre moreno de la estación emisora el que está dando mal las señales.
Doc movió afirmativamente la cabeza.
—Transmitió la onda de forma que Johnny tropezara con un escollo. Es muy posible que esté emitiendo una onda ahora que, si la seguimos, nos lleve al centro del Pacífico con los depósitos de gasolina vacíos.
—Crees que nos quiere mandar a la muerte, ¿eh? —exclamó Renny.
A Long Tom pareció ocurrírsele una idea.
—Avísame si ya se te ha ocurrido a ti esto, Doc —dijo—. Pero... ¿qué diferencia existe entre la ruta, según la onda directriz y la latitud y longitud de la isla que nos ha dado Boris Ramadanoff?
—No existe diferencia alguna.
—Así, pues, ¿Ramadanoff nos ha engañado también?
—Es casi seguro.
—¿Quieres que la traiga aquí, Doc?
—Sí, ya es hora de que hable con Ramadanoff.
Renny se dirigió a popa, abrió una cabina pequeña, levantó a Boris, y le hizo echar a andar hacia proa. El hombre de bronce abandonó los mandos a un dispositivo automático y se encaró con el ruso.
—Quiero saber la longitud y latitud de la isla de su hermano —dijo.
—Ya se las di.
—Quiero que me dé la longitud y latitud verdaderas —le interrumpió Doc, con severidad.
—Las que le di eran verdaderas —insistió el hombre.
Doc fijó en él la mirada mientras dirigía la palabra a sus ayudantes.
—Saca la cuerda, Renny, y átasela a Ramadanoff a la pierna derecha —ordenó—. Tú, Tom, abre la compuerta lateral.
Renny ató fuertemente la cuerda a la pierna de Boris. Long Tom abrió la compuerta, por la que se vio, muy abajo, el océano Pacífico.
—Quítale el paracaídas, Long Tom —dijo Doc.
El electricista obedeció.
Doc miró a Ramadanoff y dijo:
—Renny va a descolgarle a usted por el agujero. Le irá descolgando despacio hasta llegar a la extremidad de la cuerda. Entonces, si no ha hecho usted señal alguna de que piensa decir la verdad, soltará.
Luego miró a Renny.
—Empieza a descolgarle —dijo.
Aun no había llegado a descolgarse la mitad de la cuerda cuando surtió efecto la estratagema. Alzó la mirada y empezó a aullar: —¡Lo diré!
—Sostenle donde está un instante, Renny —ordenó Doc. Miró hacia el prisionero, que estaba sobrecogido de miedo—. ¿Cuál es la posición?
Ramadanoff gritó la latitud y la longitud, mencionando, incluso, minutos y segundos...
—Le dejaremos calmarse un poco ahora —decidió Doc—. Renny, hazte cargo de él.
—Vaya si lo haré.
Ramadanoff estaba tan mareado, que apenas podía tenerse en pie cuando volvieron a subirle al aeroplano. Long Tom volvió a ponerle el paracaídas y Renny le arrastró hacia popa y volvió a encerrarle en la cabina.
El aparato se metió por una nube de niebla al seguir su ruta hacia el Suroeste. Doc hizo ascender al aparato y salió por encima de la niebla a la luz deslumbradora del sol. De vez en cuando, a través de alguna hendidura de la niebla, veía las azules aguas del Pacífico.
Por fin vieron algo más que agua por una de las aberturas.
—Veo tierra —anunció Renny—. Una isla pequeña.
—La isla de Cocos —dijo Doc—. Desde aquí nos orientaremos. La próxima tierra que veamos será la de los Galápagos.
—No tardaremos mucho en hacerlo a la velocidad a que vamos —dijo Tom.
Sólo vieron la isla de Cocos unos instantes. Luego volvió a cerrarse la grieta de la niebla.
—Saca al prisionero, Renny —propuso Doc un rato después—. Procuraremos averiguar algo más de ese misterioso Panal del Diablo.
Renny sonrió y se dirigió a popa a abrir la puerta de la cabina.
—Le haremos hablar —afirmó Long Tom, sombrío.
Pero no obligaron a hablar a Boris Ramadanoff.
Renny abrió la puerta de la cabina y se quedó boquiabierto de sorpresa.
—¿Qué ocurre? —inquirió Tom, incisivamente.
—¿Qué que ocurre? —exclamó Renny, volviendo a su lado—. ¡Que ha abierto un agujero en el suelo y se ha tirado por él!
—¿Cómo puede haber hecho eso? —objetó Long Tom—. No hay quien pueda abrirse paso a través de la aleación de metal de que está forrado este aparato. Hasta está construido a prueba de bala.
—En esa cabina hicimos arrancar el suelo el otro día, Doc —murmuró Renny—. No estaba soldado; sólo tenía unos tornillos provisionalmente.
Doc examinó la carta de navegación.
—Es demasiado tarde ya para remediarlo. Sin duda alguna Ramadanoff se tiraría por encima de Cocos. Es una isla demasiado grande para que perdamos el tiempo intentando encontrarle.
—¿Cómo vamos a encontrar nada en esta niebla? —inquirió Renny, algún tiempo más tarde.
—Podemos calcular la longitud y la latitud en vuelo y amarar para esperar a que se disipe la niebla —explicó Doc—. Eso, naturalmente, tal vez no sea necesario.
Este plan no estaba destinado a ser llevado a la práctica, sin embargo. Al aproximarse al lugar cuya situación había relevado Boris a la fuerza, la niebla adquirió un tono rojizo en una extensión muy grande.
Este brillo rojizo no era fijo, sino que titilaba, haciéndose más intenso o más apagado, como si las llamas del infierno intentaran atravesar la niebla.
Doc empezó a descender en espiral.
—¿Qué produce ese resplandor? —inquirió Renny.
—Un volcán en erupción —decidió Doc.
—Bajemos con cuidado —propuso Long Tom.
Bajaron, en efecto, pero sin cuidado.
Una explosión enorme hizo que se estremeciera el aparato y que luego se ladeara peligrosamente.
Al mismo tiempo, surgió una enorme llama, envolviéndoles. Quedaron aturdidos y cegados momentáneamente.
—¡Toda la parte de atrás ha volado con la explosión! —bramó Renny.
—¡Hemos perdido la mitad del fuselaje! —gritó Long Tom.
El aparato estaba cayendo a plomo, dando vueltas y rebotando en el aire como sobre algo sólido.
—¡Saltad! —ordenó Doc—. ¡Soltad aire de los paracaídas para alejarlos de la parte rojiza de la niebla!