Día 86

 

 

 

AYER NO SÉ decir cuánto tiempo estuve llorando hasta que me quedé dormida. El agente Yang no se movió de mi lado.

Oí su radio en un par de ocasiones, le escuché decir que estaba todo bajo control y que se trataba de una crisis médica pero controlada. Mintió por mí.

En un momento dado sentí que salía de la habitación y volvía con una silla, la puso al lado de la cama y se sentó. Yo resollaba de cuando en cuando. Él se mantenía en silencio. Oí páginas de una revista y entonces me dormí.

Cuando me desperté esta mañana las cortinas estaban corridas y tenía un vaso de zumo con unas galletas en la mesilla de noche con una nota al lado:  

 

«No he entendido una solo letra de tu libro.

Eso sí, los números desde luego que dan para mucho.

O eso parece.

Yang.»

 

Hace un rato que estoy sentada en el tejado. Tengo una sombrilla, dos litros de té, mi ejemplar de Divergente y mucho tiempo libre. También me he traído el teléfono, por si acaso. Hoy no hace tanto calor pues el día se ha presentado nublado.

Mi hermano y yo solíamos venir aquí de pequeños, por las noche sobre todo, a mirar el cielo; no es un sitio muy seguro, a fin y al cabo, estoy en el tejado, pero tiene fácil acceso desde la ventana de la buhardilla, y ver las montañas más allá de las casas y parques resulta tranquilizador. A lo mejor vuelvo por la noche. He rebuscado un poco en el altillo y creo que podría encontrar nuestro viejo telescopio.

Dejo a un lado el ejemplar del libro. La protagonista, Tris, me pone de los nervios. Supongo que mi cambio de Stephen King a la literatura juvenil no ha sido una buena idea. Ahora mismo me gustaría prenderleS fuego a las personas amables, y la culpa la tiene ella.

Suenan los primeros truenos y el petricor invade mis sentidos; el olor de la lluvia sobre la tierra seca siempre me ha calmado. Cierro los ojos y deseo que no llueva y pueda permanecer aquí un poco más. Mi habitación huele al agente Yang.

Escucho un coche que se detiene en la calle. Podría girarme a mirar de quién se trata, y no me hace falta. Reconozco el portazo y la puerta delantera se abre enseguida.

—¿Alice?

—¡Aquí! ¡Arriba! —Me asomo a la ventana del ático y grito hacia el interior de la casa.

—¿Dónde? —Grita en respuesta. Le escucho más cerca. Mi pecho arde y por un instante no me llega la sangre a las piernas.

—¡En el ático! ¡Fuera, en el tejado!

—¡¿En el tejado?! —Su voz suena aterrada. En apenas unas zancadas que escucho desde aquí se asoma por la ventana—: ¡¿Qué narices haces en el tejado?!

—Esperando a que empiece a llover —contesto mirando al horizonte. Todavía no puedo mirarle a los ojos. Aún no.

—Bájate, por favor —su timbre ha cambiado de asustado a trémulo.

—¿Te dan miedo las alturas? —Pregunto y me giro. Uno. No me cansaré de contar las veces que sus ojos brillan cuando le miro.

—Me da miedo que tú estés encima del tejado.

Suelto una risita que intento disimular con una tos y retiro la mirada. No quiero bajarme. Estoy decidida a recibir estas primeras gotas de lluvia. Otro trueno y un relámpago hace brillar la línea entre las montañas y el campo llano que conduce a estas.

—Por favor, Alice, entra —suena casi a súplica—. Tus piernas podrían fallar, o podría caerte un rayo encima.

—Mis piernas están bien hoy, agente Yang. Ven, siéntate conmigo. Solo un momento. Cinco minutos... por favor —le estiro la mano, sin mirarle.

No creo que surta efecto. Y no podría estar más equivocada. Tras un bufido de desaprobación, noto como sale por la ventana y toma mi mano. Un estremecimiento cálido me recorre la columna. Intento soltar pero él aprieta más, y no es hasta que está sentado a mi lado cuando suelta mis dedos.

Miro de reojo y sonrío al ver su postura más estoica y policíaca. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho y mira al frente, con las cejas tensas.

—Aquí no hay peligro, señor agente.

Él baja un poco la tensión de los hombros y yo suspiro. Me corrijo: amo el olor a lluvia.

—¿Quieres hablar de lo de ayer? —La pregunta no me sorprende, el tono con el que la hace sí. Algo en mi interior se revuelve, más de lo que ya está, y cuando me toca los dedos, con cuidado, apenas rozando, enredo mi mano a la suya y aprieto con fuerza.

—No. Ahora mismo no quiero hablar de nada —contesto y alivio algo de la presión. Yang aprieta mi mano entonces.

—Bueno, entonces podemos hablar de tu libro y de las pocas personas en el mundo que llegarían a entenderlo... —suena distendido, con un punto de sarcasmo que hace que me guste todavía un poco más. Un poco es quedarme corta.

Le miro a los ojos y él tampoco aparta la mirada. Sus iris negros relampaguean, fugaces.

—Tres —digo en voz alta.

—Tendrás que decir qué cuentas en esta ocasión. Todavía no me ha quedado muy claro.

—Cuatro. —Y me apoyo en su hombro, intentando quedarme con el brillo tan único de sus ojos en mi memoria—. No. No te diré qué cuento, agente Yang. Todavía no tenemos tanta confianza.

Él suelta una risotada larga y sonora. No aparta la mano ni tampoco el hombro.

Nos quedamos así un par de minutos y entonces empieza a llover.

Nos metemos dentro de casa apoderados de una risa floja y casi infantil. Voy directa a la habitación y cojo dos toallas; salgo con una alrededor del cuello y le doy la otra a él para que se seque.

Seguimos medio riéndonos y tiro el pelo hacia delante, para así poder secarme un poco mejor. Cuando levanto la cabeza le tengo a un par de pasos. Se acerca un poco más. Levanta la mano. Estoy paralizada; por un momento tengo que recordarme el respirar. Me pone un mechón de pelo tras la oreja. Sus dedos rozan mi mejilla. Sé que me he ruborizado. Él sonríe y apoya la palma de su mano en mi rostro; su tacto es aún más suave en la piel de mi cara.

Su pelo está empapado, sus ojos brillan tanto que deseo poder perderme en ellos, en la negrura de sus retinas, porque en este instante me embarga la seguridad de que nunca me perdería del todo si llegara a estar a su lado.

Levanto la mano y toco la suya que todavía está en mi rostro. Todo se detiene. Deseo que de un paso más porque si lo hago yo creo que me caeré; mis piernas son flanes, mis dedos están trémulos. Y no me duele nada en absoluto.

—Tengo que irme.

Se aleja tan rápido que tengo la sensación de que se lleva con él el aire de mi alrededor, se lleva la estabilidad que me mantenía de pie.

No me da tiempo a hablar ni a moverme. Cuando escucho la puerta cerrarse reacciono todo lo rápido que puedo y corro escaleras abajo; llego al patio frontal al tiempo de ver como el coche patrulla se aleja bajo la lluvia.

Intento centrarme, tengo que volver dentro, necesito tranquilizarme. Me dirijo a la casa, aunque no entro; me voy por el lateral al patio trasero, y me quedo en el centro del jardín, sobre el céspede que despide el olor a lluvia. El agua fría que cae a cántaros se mezcla con mis lágrimas, noto la diferencia en la temperatura entre las gotas que se resbalan por mi cara.

Intento recapacitar, pensar en qué ha pasado, por qué se marchó así... ¿de verdad estábamos a punto de...? Oigo algo detrás de mí y giro sobre mis talones: Yang está de pie a poco más de tres metros de distancia. Tres. Él es mi número tres. Ahora lo sé. Perfecto y singular. Único.

Está empapado, me mira por debajo de los párpados, veo que le cuesta respirar, sus brazos caídos a ambos costados, los puños cerrados.

Cuando avanza apenas le veo venir ya que emprendo la misma carrera en su dirección. Chocamos pero no me caigo, sus brazos me elevan en el aire a la par que sus labios roban hasta la última gota de sensatez que me queda.

Nos besamos bajo la lluvia, su olor dulce y potente mezclado con la tierra húmeda, sus manos cálidas borrando cualquier atisbo de frío que el agua pudiera provocarme haciendo que arda por dentro. Sus labios suaves, deslizándose por los míos, su aliento entrando por mi garganta, llenando mi conciencia de él.