Día 201
YANG ME DIO un beso y me susurró al oído que siguiera durmiendo. Hace cosa de cinco minutos de eso, y no, no puedo seguir en la cama.
Aún son las tres de la madrugada. Rose no llegará hasta las diez de la mañana, y como Yang no quería dejarme sola le dio indicaciones muy precisas a Jonh Carter, mi agente asignado, así que sé que si miro por la ventana el coche patrulla estará ahí.
Me asomo y, efectivamente, está aparcado en la entrada. Saludo con la mano. John baja la ventanilla y devuelve el gesto. Hace frío, así que cierro y corro las cortinas.
Decido que haré café y le llevaré un poco. Le invitaré a pasar, que demasiado está haciendo como para quedarse en la calle lo que queda de noche.
Saco la lata con el café —he convencido a Rose de que me lo trajera, aunque tuve que jurar a pies juntillas que solo bebería una taza al día—. Mis manos tiemblan un poco y lo dejo caer. Me he puesto perdida de polvo negro, se me mete hasta en los ojos. Me agacho con el recogedor y el cepillo pequeño y estoy limpiando cuando noto algo; es más que una sensación, es un estremecimiento raro. Me giro y lo primero que veo son los pies al otro lado de la isleta de mármol. Sin levantarme me apoyo contra ella, intento pensar donde dejé el móvil, planeo qué diré cuando empiece a gritar, y me interrumpe:
—No hagas ninguna estupidez —le reconozco en el acto. Es el mismo que me atacó. No olvidaría su voz ni aunque pasaran años.
Me levanto despacio. El tipo se ha sentado frente a la encimera, tiene mi móvil en una mano y con la otra juguetea con un cuchillo de caza, pasando la punta sobre la repisa que chirría y me da escalofríos.
—Siéntate —me invita, apuntando a uno de los taburetes con el cuchillo.
No lleva pasamontañas. El que vea su cara, el que me deje verle, no presagia nada bueno.
—¿Qué quieres? —Digo con una entereza casi imposible y me siento.
—Sabes lo que he venido a buscar. Si te portas bien y me lo das, me iré tranquilamente y tú podrás hacerte el desayuno como si no pasara nada.
Río con sorna y niego con la cabeza. Miro al despacho de mi padre; la puerta está cerrada, la caja fuerte está ahí mismo, el ordenador está dentro. Y no pienso entregárselo, no por las buenas. Mis padres murieron por culpa del maldito cacharro.
—¿Sabes qué? —Se levanta y empieza a caminar hacia mí, bordeando la isleta, el filo del cuchillo rascando el mármol según avanza—. Haré un trato contigo: si me lo das sin que tenga que volver a pedírtelo, te prometo que no solo harás el desayuno tranquilamente, como que no tocaré un solo mechón de tu pelo rojo. —Está a mi lado, gira el banco y se echa sobre mí. Pone la punta del cuchillo en mi cuello. Su aliento huele a tabaco mentolado, habla tan cerca que noto su saliva en mi cara—. Pero cada vez que yo tenga que volver a pedírtelo, te haré daño. Y te aseguro que las pelirrojas me inspiran. Supongo que ya me entiendes. —Guiña un ojo y me agarra por el mentón.
Una arcada me invade. Lo único que puedo pensar es en que tengo que gritar, y tengo que hacerlo de tal manera que John me escuche, que le de tiempo a entrar y...
—Y si gritas, te habré rajado de arriba abajo antes de que el poli pase de la puerta —dice como si me hubiera leído el pensamiento—. Así que, veamos, ¿dónde está el ordenador, Alice?
—Me matarás de todos modos —la voz me sale ronca por el miedo.
—Hay cosa peores. —Me tapa la boca y pasa el cuchillo por mi antebrazo; está tan afilado que apenas noto el corte antes de ver como sangra—. Y podemos seguir así mucho tiempo. Tu guardaespaldas rubia no llega hasta las diez, ¿no? Creo que eso fue lo que te dijo por teléfono.
Respiro acelerada, su mano sobre mi boca hace que hiperventile. Mis ojos se han anegado y tengo una nueva arcada.
Me suelta y vuelve a pasearse por la cocina. Voy girando según camina, sin quitarle la vista de encima. Me tira un trapo y yo me apresuro en ponerlo sobre el brazo; sangra poco, el corte no hay sido muy profundo. Todavía no, pienso y aprieto más la herida.
—Intentémoslo otra vez: ¿dónde está el ordenador, Alice?
—Qué te jodan —murmuro y cruzo los brazos sobre el pecho.
El tipo suelta una risotada que finaliza en una tos ronca típica de un fumador empedernido. Y lo que hace a continuación es encenderse un cigarro. Me quedo mirando la brasa anaranjada. Echa el humo y avanza tan rápido que no tengo tiempo a reaccionar; me ha tirado al suelo, tiene una rodilla sobre mi estómago y el cuchillo en mi cogote. Con la otra mano levanta mi camiseta. Nunca tuve tanto frío como este instante. El pitillo cuelga de sus labios, él me mira con la cabeza ladeada, suelta la najava, me tapa la boca y con el mismo movimiento igual de rápido apaga el cigarrillo al lado de mi obligo.
Chillo entre ahogos, me debato, sonríe y vuelve a poner la lámina sobre mi garganta. Se saca otro cigarrillo, lo enciende:
—Me quedan dieciocho más. Así que volveré a preguntarlo: ¿dónde coño está el puto ordenador?
—Vale... vale... —logro decir entre toses.
Se relaja y me levanta con brusquedad. Me apoyo en la repisa; la sangre del corte en mi brazo deja una huella de mi mano sobre el mármol color ocre. Me quema la tripa, el roce de la camiseta hace que arda el doble.
—¿Y? —Suelta el humo, en esta ocasión hace volutas, jugueteando con una tranquilidad inhumana.
—¡Joh... —alcanzo gritar el principio del nombre de mi agente asignado, y el puñetazo en el estómago me priva del aire al tiempo que me tapa la boca.
Mis rodillas se han rendido, mi atacante me va dejando caer despacio, chistando por lo bajito como una madre que tranquiliza a su hijo asustado tras una pesadilla.
Me deja apoyada contra la encimera. El cigarrillo sigue en sus labios. Pasa la mano por mi cara, despegando el pelo que se ha adherido a mi piel junto a las lágrimas.
—No me gusta hacerle daño a algo tan bonito —me hace una especie de caricia en en la mejilla—. Pero me lo estás poniendo muy difícil, preciosa...
Recuerdo a mi madre, escucho su voz: «las pelirrojas tenemos fuego en el corazón», y retengo ese pensamiento, se quedan las palabras dando vueltas por mi cabeza cuando me propina un puñetazo y mi cara acaba contra el suelo. Me sujeta, dejándome bocabajo. En esta ocasión lo apaga en el centro de mi columna.
Todo da vueltas, y cuando veo que sigo en la misma postura, que aún noto la brasa en mi espalda, me doy cuenta de que la inconsciencia no ha sido tan piadosa y sigo estando presente.
Mi atacante me voltea. Vuelve a simular esta especie de caricia, ahora me quita el pelo que se ha pegado a la sangre que escupí cuando me golpeó.
—Vamos a intentarlo una vez más: ¿dónde está el ordenador, Alice?
Intento pensar en una razón por la cual debería de decírselo, algo que me haga olvidar que mis padres murieron por eso, que si lo hago, estaré entregando las únicas pruebas que lleven a los culpables de su asesinato, porque no me queda otra salida. Me recuerdo que hice copias de todo... y también me dice mi propia voz que eso no vale de nada, que sé muy bien que sin los ficheros originales lo que tengo impreso o copiado no tiene valor. Entonces veo a Yang en mi mente. Sus ojos negros invaden mis pensamientos. Pienso en que debería hacerlo, debería entregarle todo, cumplir mi condena y luego huir lejos de aquí con él, dejarlo todo atrás, me digo que haciéndome matar nadie ganará... y apunto con el dedo al despacho de mi padre.
—Buena chica. —Me levanta y me lleva arrastras del pelo—. ¿Dónde?
Señalo al suelo. Mira un instante la alfombra y la levanta. Sonríe cuando ve el recuadro que oculta la caja fuerte. Me suelta y yo caigo a su lado. Estoy siendo egoísta, me digo a mí misma. Egoísta porque seguir viva parece más importante que hacerles justicia a mis padres... ¿y no sería igual de egoísta morir y destrozar a Yang? ¿A Rose? Ninguna de las opciones me salva. El egoísmo, ahora, solo es una cuestión de puntos de vista.
—El código —dice y tira de mí.
Tecleo el número secreto. Una luz verde se enciende y parpadea. El atacante intenta abrirla pero algo falla. ¡La maldita llave! Yang la tiene, se la di por seguridad.
—¿Dónde está la llave?
—No... no la tengo... yo no...
—En fin...
Me da la vuelta otra vez, siento que me quema la cara cuando roza con la alfombra. Agarra la cinturilla de mi pantalón del pijama y deseo morir. Empiezo a patalear pero su brazo es como una apisonadora apretando mi cuello desde atrás. Escucho la hebilla de su cinturón abrirse, intento gritar pero su mano me tapa la boca, sus dedos hincados en mis mofletes. Encaja sus piernas entre las mías. Pienso que vomitaré y que si lo hago me ahogaré porque me está taponando la boca. Y quiero hacerlo. Quiero morirme. No quiero estar aquí.
—Una última oportunidad, Alice. —Se deja caer con todo su peso sobre mi espalda; noto su erección entre mis muslos—. ¿Dónde está la llave?
—¿Alice? —La voz de John le detiene.
Se levanta e igual de rápido que se viste el pantalón me agarra del pelo, irguiéndome y tapándome la boca con la mano. Avanza y cierra la puerta del despacho, quedándose contra ella.
—¿Alice? ¿Va todo bien? —John golpea con los nudillos desde el otro lado.
El tipo me susurra al oído:
—Contesta —se aleja un poco y se mete la mano dentro de la camisa; veo que lleva una pechera de cuero, y de esta saca una pistola—. Y sé lista.
—Sí —carraspeo e intento hablar con más normalidad—: Sí, va todo bien, John.
El oficial intenta abrir la puerta pero él se lo impide.
—¿Seguro que...
—No estoy visible —grito entonces—. No puedo abrirte, no llevo nada puesto.
—Oh, lo siento, de saberlo no hubiera entrado...
—No... no pasa nada. Enseguida saldré, te llevo el café cuando lo tenga listo, le queda nada.
—Vale —contesta—. Hasta ahora entonces.
Escucho pasos. Un portazo.
El atacante me tira contra el suelo, mi cara queda casi dentro del agujero, miro a los números en el teclado de la caja fuerte. Números. Mis adorados números.
—¿Dónde está la maldita llave? —Ruge sobre mí, siento que vuelve a intentar tirar de mi pantalón.
Cierro los ojos. El 3, pienso. Como me gusta ese número.
Un fogonazo, el sonido del disparo vibra dentro de mi pecho, y el peso muerto cae sobre mí. Solo entonces me doy cuenta de que estoy llorando.
—¡Tranquila, te tengo! —Es John. Retira el cuerpo y me arrastra.
Me da la vuelta, yo le empujo, intento que se aleje. Sé que es él, que acaba de salvarme, pero mi mente no logra diferenciarlo.
—Tranquila, te tengo.
Me levanta y me deja sobre una de las sillas del despacho. Empuña el arma y camina hacia mi atacante. En mi mente dibujo una escena en la cual el tipo sigue vivo y le dispara. En cambio, el cuerpo permanece inerte, y tras empujar con el pié y asegurarse, John le voltea y su cara se desencaja en el acto.
—¿Potter? Qué cojones... —agarra su comunicador y da el aviso.
—¿Le... le conoces? —Logro formular la frase.
—Es de Antivicios. Un detective —murmura. La incredulidad va más allá de su rostro. Está abismado.
Oigo una sirena. El coche se detiene y en segundos otro agente entra en la sala, armado y dispuesto a disparar.
—Tranquilo, ha caído —dice John.
—Potter —masculla el recién llegado y viene hacia mi. Se arrodilla en el suelo y me mira la cara, inspeccionando mi rostro—. ¿Estás bien? ¿Qué quería?
—La caja fuerte —digo y aumento la presión de mis brazos sobre el estómago—. Los ordenadores están dentro. Yang tiene la llave, no ha conseguido hacerse con ellos.
—Tranquila. —Me palmea el hombro—. Lo has hecho muy bien.
Me invade una sensación molesta. No son sus palabras ni el como lo dice. Es un tic. Ocho. Me doy cuenta de que he estado contando las veces que miró a la caja fuerte en apenas unos segundos.
John vuelve a entrar. Quiero gritarle que algo va mal pero el agente le dispara entre las cejas antes de que ni una palabra salga de mi boca.
—Lo siento, preciosa, no es nada personal. Si no puedes abrir la caja no me sirves de mucho —me apunta con la pistola y pienso en que han disparo dos veces en lo que va de noche. Será el tercer disparo. El número 3.
Algo choca tan rápido contra el policia que apenas veo qué es. La bala sale disparada y la oigo sisear cuando pasa al lado de mi cabeza, rozando mi piel como hierro candente.
Otra detonación me hace pitar los oídos. Yang está sobre el agente y forcejean como dos bestias. Tengo que hacer algo, tengo que reaccionar.
—¡Sal de aquí ¡Corre, Alice! —Yang grita.
Y comete un descuido al mirarme; el hombre logra darse la vuelta y quedar por encima. Yang le da un codazo en la cara, le agarra de la muñeca y empieza a golpear su mano contra el suelo hasta que suelta la pistola que se cae al hueco de la caja fuerte. Veo que el otro arma, ya no sé cual es la de uno y cual la del otro, está en el lado opuesto de la sala; ha salido despedida durante el forcejeo, y ni aunque quisiera llegaría hasta ella.
El tipo le propina un puñetazo certero en la mandíbula a Yang. Siento el dolor como si acabara de pegarme a mí; su cabeza cae hacia atrás, se ha quedado atolondrado. El agente avanza hacia el agujero en el suelo y yo me tiro junto a él; logro meter la mano dentro pero me agarra del pelo y golpea mi cara contra el suelo, paladeo la sangre que sale del corte que se ha abierto en mi labio superior. Mi visión se nubla. Él coge el arma y me agarra, apuntándome a la cabeza mientras se levanta.
—¡No! —Chilla Yang, ha levantado los brazos, las manos en alto; le sangra la nariz, tiene moratones por la cara—. No la hagas daño.
—¡La llave de la caja fuerte! —Ordena el policía. Yang avanza y él retrocede, apretando más mi cuello, pega un tiro al aire y vuelve a apuntarme. La punta de la pistola está caliente, lo noto en mi sien.
—De acuerdo —Yang vuelve a rendirse. Se lleva la mano al bolsillo de su camisa del uniforme y saca la llave—. Aquí la tienes. —Se la ofrece—. Suéltala primero.
—Abre la caja y dame los ordenadores —dice ignorándolo.
—¡Suéltala primero!
—¡Voy a volar su puta cabeza si no me haces caso!
Yang se agacha, abre la caja y pone los portátiles en el suelo, frente a nosotros.
—¡Ponlos en las manos de la chica! —Chilla—. No juegues conmigo.
Él avanza. Es la primera vez que veo temblar a Yang. Sus ojos están fijos en los míos. Extiendo los brazos y me entrega los ordenadores, roza mis dedos cuando lo hace.
—Vamos a salir de aquí y tú te quedarás exactamente donde estás o le volaré los sesos a tu putita pelirroja, ¿me has entendido?
—Te mataré —la voz de Yang es un siseo animal.
—Ya veremos.
El agente empieza a retroceder, caminamos hacia atrás. Justo a la altura de la puerta se detiene; se oyen sirenas a lo lejos, cada vez más cerca. Yang se da la vuelta, salta, se tira al suelo y agarra la otra pistola. Corre hacia nosotros y se detiene a pocos pasos, apuntándole.
—Le atravieso la cabeza antes de que tires del gatillo —escupe el agente—. Dame las llaves de tu coche. ¡Las putas llaves, joder!
Yang saca el llavero del bolsillo de su uniforme, una mano apuntando, ahora ya no tiembla, y lo tira al suelo, a mis pies. Dos. Me doy cuenta de que lo hecho un par de veces: mira hacia abajo y luego a mis ojos.
—¡Cógelas! —El agente me empuja. Me caigo y no puedo evitar gritar. Un latigazo caliente me atraviesa el costillar derecho; mi hígado ha dicho basta.
Intento coger las llaves pero mis manos tiemblan demasiado, apenas logro tener el control de mis músculos y uno de mis brazos está ocupado en no dejar caer los ordenadores. Sé que tendré una crisis, la noto llegar, se va disparando en el fondo de mis ojos.
—Necesita su medicina —Yang sigue apuntándole.
—Y tú necesitas callarte la puta boca. ¡Levántate! —Tira de mí, Yang sigue sus movimientos con el arma, y él me sigue a mí con la suya. Las sirenas están tan cerca que las noto en mi vientre. O las convulsiones han empezado y no me he dado cuenta.
—Te quiero —Yang modula con los labios.
Tres. Ahora no solo ha mirado hacia abajo como además ha movido la cabeza para acentuar el gesto.
—Si sales tras nosotros, la mato —alcanzamos la puerta y me tiro al suelo.
El disparo me entra caliente por el abdomen al mismo tiempo que el agente cae con un agujero de bala en la cabeza a mi lado. Al fin Wilson hace acto de presencia, y lo último que veo antes de convulsionar son los ojos de Yang, las estrellas que esconde dentro de sus retinas negras. Quiero tocar su rostro, decirle que deje de llorar. Pero es demasiado tarde para eso.