El suelo estaba infestado de serpientes.
Optó por dejarse caer de rodillas, agarrándose al borde de la mesa con la mano que no sostenía la linterna. En aquella postura encontró un extraño alivio. Se serenó. Al cabo de un momento supo cual era la razón: David, naturalmente. Estando de rodillas había recordado la naturalidad y confianza con que el chico se había arrodillado en la celda que compartía con Billingsley. En su mente lo oyó decir como disculpándose: «¿Le importaría darse la vuelta? Tengo que quitarme el pantalón». Sonrió, y al darse cuenta de que sonreía en aquel lugar de pesadilla -de que podía sonreír en aquel lugar de pesadilla- se serenó más aún. Y casi sin pensar rezó también ella por primera vez desde que tenía once años. En aquella ocasión se encontraba de colonias, tumbada en una estúpida litera dentro de una estúpida cabaña llena de mosquitos con un grupo de niñas entupidas que probablemente se convertirían en mujeres mezquinas y ariscas. La abrumaba la añoranza, y en su oración rogó a Dios que enviase a su madre para llevarla de vuelta a casa. Dios no accedió a su suplica, y desde entonces Mary decidió que le convenía arreglárselas por su cuenta.
–Dios -dijo-, necesito ayuda. Estoy en una habitación infestada de horripilantes sabandijas, en su mayoría venenosas, y me muero de miedo. Si estas ahí, agradecería cualquier ayuda que esté a tu alcance. A…
Debería haber concluido con un «Amen», pero se interrumpió, atónita. Una voz clara habló en su cabeza, y no era la suya, de eso estaba segura. Fue como si alguien hubiese estado esperando, y no con demasiada paciencia, a que ella hablase primero.
No hay nada aquí que pueda hacerte daño, declaró la voz.
En el otro extremo de la habitación el haz de la linterna ilumino una antigua lavadora-secadora. Encima se leía el rotulo USAR EXCLUSIVAMENTE PARA ROPA DE TRABAJO. Arañas de patas largas y elegantes se paseaban de un lado a otro del cartel y sobre la lavadora. Junto a Mary, un escorpión examinaba los restos aplastados de la araña que se había sacado de entre el pelo. Todavía le palpitaba la mano; la araña debía de estar llena de veneno, quizá suficiente para matarla si se lo hubiese inoculado. No, Mary no sabía a quién pertenecía esa voz, pero si era así como Dios respondía a las plegarias, no le extrañaba que el mundo anduviese de mal en peor. Porque sí había allí muchas cosas que podían hacerle daño, muchas.
No, contesto la voz pacientemente mientras enfocaba la linterna de nuevo hacia los cadáveres alineados junto a la pared y descubría otro nido de serpientes. No puede hacerte daño, y tú sabes por que.
–Yo no se nada -gimió, y se iluminó la palma de la mano. La tenía roja y palpitante pero no hinchada. Porque la araña no le había picado.
Reflexionó. Ése era un detalle interesante.
Mary volvió a dirigir el haz de luz hacia los cadáveres, enfocándolos de uno en uno hasta llegar a Entragian. El virus que había invadido aquellos cuerpos se encontraba ahora dentro de Ellen. Y si ella, Mary Jackson, iba a ser la siguiente, las sabandijas en efecto no podían hacerle daño. No podían estropear la mercancía.
–La araña debería haberme picado -murmuro-, pero no lo ha hecho. En vez de eso se ha dejado matar. No hay nada aquí que pueda hacerme daño. – Lanzó una carcajada aguda e histérica-. ¡Somos colegas!
Tienes que salir de aquí, dijo la voz. Antes de que regrese, y no tardará en regresar.
–¡Protégeme! – suplicó Mary, poniéndose en pie-. Me protegerás, ¿verdad? Si eres Dios, o un enviado de Dios, me protegerás.
No hubo respuesta. Quizá el dueño de la voz no deseaba protegerla. Quizá no podía.
Temblando, tendió una mano hacia la mesa. Las viudas negras y las arañas de menor tamaño -reclusas pardas- huyeron en todas direcciones. Los escorpiones reaccionaron igual. De hecho uno cayó de la mesa. Pánico en las calles.
Bien. Excelente. Pero no bastaba con eso. Tenía que salir de allí.
Mary exploró la oscuridad con la linterna y encontró la puerta.
Procurando no pisar a las arañas, que pululaban por todas partes, cruzó la habitación; se notaba las piernas entumecidas y lejanas. El pomo giró, pero la puerta se abrió solo un par de centímetros. Cuando tiro con fuerza, oyó un sonido metálico que debía de provenir de un candado. No le sorprendió.
Volvió a inspeccionar la habitación con la linterna. Ante sus ojos aparecieron sucesivamente el póster -DEJEN QUE ESOS CABRONES SE PUDRAN EN LA OSCURIDAD-, el herrumbroso lavabo, la encimera con la cafetera y un pequeño horno microondas y la lavadora-secadora. Seguía el espacio de oficina propiamente dicho, con un escritorio, varios archivadores viejos, un reloj de control de asistencia con su correspondiente casillero para las tarjetas de los empleados y una estufa abombada. A continuación había un baúl de herramientas, varios picos y palas oxidados y un calendario con una rubia en bikini. Después venía de nuevo la puerta. No había ventanas, ni una sola. Examino el suelo, pensando en las palas, pero las tablas llegaban a ras de pared, y además dudaba mucho que la criatura que se había adueñado del cuerpo de Ellen Carver le dejase tiempo suficiente para cavar un túnel hasta el exterior.
La secadora, Mare.
Ésa era su voz, tenía que serlo, pero realmente no lo parecía, y tampoco daba la impresión de que fuese un pensamiento.
En cualquier caso no era momento de preocuparse por tales detalles. Corrió hasta la secadora, mucho menos atenta adonde pisaba, y de hecho aplasto varias arañas. El hedor a carne descompuesta era allí más intenso, lo cual resultaba extraño considerando que los cadáveres se encontraban en el otro extremo de la habitación.
Una serpiente de cascabel con rombos dibujados en la piel levantó la tapa de la secadora y empezó a salir sinuosamente del tambor. Fue como hallarse ante la caja sorpresa más horrenda del mundo. La serpiente balanceó la cabeza, fijando solemnemente en ella sus ojos negros de predicador. Mary retrocedió un paso pero al instante se obligó a acercarse de nuevo y alargo el brazo. Podía estar equivocada respecto a las arañas y las serpientes, lo sabía. Pero ¿que más daba si la mordía aquel enorme reptil? ¿Acaso sería peor morir de una mordedura de serpiente que acabar como Entragian, matando a cuantos se le cruzasen en el camino hasta que su cuerpo estallase como una bomba?
La serpiente abrió las fauces, enseñándole unos colmillos curvos como barbas de ballena. Siseó.
–Jódete, encanto -dijo Mary. Acto seguido la agarró, la sacó de la secadora, medía como mínimo un metro veinte, y la arrojó al otro extremo de la habitación. Luego cerró la tapa con la base de la linterna, prefiriendo no ver que más contenía el tambor, y tiró de la secadora para apartarla de la pared. Se oyó un ligero golpe cuando el tubo de plástico en acordeón del extractor de aire de la secadora se desprendió del agujero de la pared. Docenas de arañas ocultas bajo la secadora huyeron despavoridas.
Mary se inclino para examinar el agujero. Su escaso diámetro no le permitiría pasar, pero los bordes estaban muy corroídos, y pensó…
Cruzo de nuevo la habitación. En el camino piso un escorpión -oyó claramente el chasquido- y asestó un impaciente puntapié a una rata que salió de entre los cadáveres, donde sin duda se había dado un buen atracón. Cogió un pico, se acercó de nuevo a la salida de aire, y apartó un poco más la secadora para ganar espacio. El hedor a putrefacción era aún más intenso, pero apenas lo notó. Dejó la linterna sobre la secadora, insertó el lado más corto del pico en el agujero, tiro hacia arriba, y lanzo un gruñido de satisfacción al ver que la herramienta abría una brecha de casi medio metro en el metal corroído.
Deprisa, Mary, deprisa.
Se enjugó el sudor de la frente, introdujo el pico en la brecha y volvió a tirar hacia arriba. El pico abrió otro tramo de pared y luego se soltó tan bruscamente que Mary cayó de espaldas. Notó agitarse a varias arañas bajo su cuerpo, y la rata que había golpeado un momento antes -o tal vez alguna pariente suya- trepó a su cuello, chirriando. El roce de sus bigotes bajo la mandíbula le produjo un cosquilleo.
–¡Lárgate de una puta vez! – exclamó, y la apartó de un manotazo.
Se levantó, cogió la linterna de la secadora y se la colocó bajo la axila izquierda. Luego se inclinó y dobló hacia dentro el metal a ambos lados de la brecha como dos alas.
Pensó que tenía anchura suficiente.
–Dios, gracias -dijo-. Quédate conmigo un rato más, por favor. Y si me ayudas a salir de esta, te prometo que seguiremos en contacto.
Se arrodilló y miró a través del agujero. El hedor era tan intenso que le provocó arcadas. Enfocó la linterna hacia el exterior.
–¡Dios santo! – exclamó con voz ahogada-. ¡Dios, no!
En un primer momento pensó, consternada, que había centenares de cadáveres detrás del barracón donde se hallaba, que el mundo entero se componía de caras lívidas y flácidas, ojos vidriosos, carne desgarrada. Mientras observaba el dantesco espectáculo, un buitre arrancó un pedazo de carne de la cara de un hombre y alzó el vuelo, agitando las alas como sábanas en un tendedero.
No son tantos, se dijo. No son tantos, Mary, e incluso si hubiese mil, tu situación no cambiaría en nada.
Así y todo, por un momento fue incapaz de moverse. La abertura de la pared le permitiría salir, estaba segura, pero…
–Caería sobre ellos -susurró.
El haz de luz tembló descontroladamente, iluminando mejillas y frentes y orejas, recordándole una de las escenas finales de Psicosis, cuando la bombilla cubierta de telarañas del sótano empieza a oscilar sobre el rostro arrugado de la madre muerta de Norman.
Tienes que marcharte, Mary, instó la voz pacientemente. Tienes que marcharte ya, o será demasiado tarde.
Muy bien, pero prefería, no ver la pista de aterrizaje. Si podía evitarlo, prefería, no verla.
Apagó la linterna y la tiró al otro lado de la abertura. Oyó un ruido blando cuando cayó en… en fin, algo. Respiró hondo, cerró los ojos y se deslizó a través de la pared abierta. El borde de metal serrado y herrumbroso le levantó la camisa y le arañó el vientre. Se inclinó y empezó a caer hacia delante, con los ojos cerrados y las manos extendidas. Una topó con la cara de alguien; notó en la palma de la mano la nariz fría y exánime, y en los dedos unas pobladas cejas. La otra mano aterrizó en una sustancia viscosa y resbaló.
Apretó los labios, impidiendo el paso a cualquier cosa que quisiese salir de su garganta, un grito, una arcada de asco. Si gritaba, tendría que respirar. Y si respiraba inhalaría el hedor de aquellos cuerpos descompuestos, que habían yacido bajo el ardiente sol del verano sabía Dios cuanto tiempo. Tras parar el golpe con las manos, todo su cuerpo entró en contacto con aquella masa de carne movediza, y oyó los eructos provocados por el gas de la descomposición. Conminándose a no dejarse vencer por el pánico, a resistir, Mary rodó por encima de los cadáveres hasta el suelo, estregándose simultáneamente en los pantalones la mano impregnada de aquella repugnante sustancia.
Bajo ella notó arena y las afiladas puntas de numerosos fragmentos de roca. Volvió a rodar y se puso de rodillas. De inmediato hundió las manos en el áspero pedregal y se las frotó una y otra vez, limpiándoselas en seco lo mejor que pudo. Abrió los ojos y vio la linterna en la palma de una mano abierta y cerosa. Alzó la vista, buscando -necesitando- la nitidez y la serena desconexión del cielo. Una blanca luna en cuarto creciente brillaba a baja altura, dando la impresión casi de estar ensartada en un tridente de roca que sobresalía de la pared este de la Mina de los Chinos.
Estoy fuera, pensó, cogiendo la linterna. Algo es algo. Dios mío, gracias.
Retrocedió de rodillas, con la linterna de nuevo bajo la axila, estregándose aún las manos trémulas con las piedras.
Había luz a su izquierda. Miró en esa dirección, y la recorrió una ráfaga de terror al ver el coche patrulla de Entragian. «¿Le importaría salir del coche, señor Jackson?», había dicho el policía, y fue entonces cuando ocurrió, decidió Mary, cuando todo lo que antes había creído sólido voló como polvo arrastrado por el viento.
Está vacío, lo ves, ¿no?
Si, lo veía, pero la huella del terror permaneció. Era un sabor en su boca, como si hubiese estado chupando monedas.
El coche patrulla -sucio, después de la tormenta con una gruesa capa de polvo incluso en el bastidor de las luces giratorias del techo- se encontraba junto a un pequeño edificio de hormigón que parecía un fortín. La puerta del conductor se había quedado abierta (Mary veía el siniestro osito de plástico adherido al salpicadero), y por eso estaba encendida la luz interior. Ellen la había llevado hasta allí en el coche patrulla y después se había ido a otra parte. Por lo visto, Ellen tenía cosas más importantes que hacer, asuntos que reclamaban su atención. Si hubiese dejado las llaves…
Mary se puso en pie y corrió hacia el coche patrulla inclinada por la cintura como un soldado que atravesase tierra de nadie. El coche apestaba a sangre, orina, dolor y miedo. El salpicadero, el volante y el asiento delantero estaban salpicados de sangre coagulada. Los instrumentos estaban ilegibles. En el hueco para los pies del lado del acompañante había una pequeña araña de piedra, antigua y picada, pero con sólo mirarla Mary experimentó una sensación de frío y debilidad.
En todo caso no tenía que preocuparse por la misteriosa estatuilla; la llave no se hallaba en el contacto.
–¡Mierda! – susurró Mary, furiosa-. ¡Mierda y mil veces mierda!
Se volvió y dirigió el haz de la linterna primero a un grupo de máquinas y luego al punto de partida del camino que ascendía por la pendiente norte de la mina. Era una pista de grava de unos cuatro carriles de anchura para permitir el paso de la maquinaria pesada que acababa de ver, y probablemente con la superficie más uniforme que la carretera por la que circulaban ella y Peter cuando los detuvo el policía… y no podía marcharse de allí en el coche patrulla porque no tenía la jodida llave.
Si yo no puedo, debo asegurarme de que el tampoco puede. O ella. O lo que sea.
Se inclinó de nuevo sobre el asiento del conductor, haciendo una mueca al percibir el olor acre del interior (y no perdiendo de vista la desagradable estatuilla abandonada en el suelo, como si temiese que pudiera cobrar vida y saltar sobre ella). Tiró de la palanca del capó y fue hacia la parte delantera del coche. Palpó la rejilla del radiador buscando el punto de agarre, lo encontró y levantó el capó del Caprice. El motor era enorme, pero localizó sin dificultad el filtro de aire. Se inclinó sobre el, agarró la tuerca de mariposa del centro y ejerció presión. No cedió.
Lanzó un soplido de frustración y volvió a enjugarse el sudor de la frente y los ojos. Hacia poco más de un año había leído unos poemas como parte de una serie de actos culturales agrupados bajo el nombre «Las mujeres poetas celebran su sentido y su sexualidad». Para la ocasión lucía un traje de Donna Karan y debajo una blusa de seda. Acababa de salir de la peluquería, y el pelo le caía en elegantes flecos sobre la frente. Su poema más largo, «Mi jarrón», había causado sensación.
Naturalmente todo eso había ocurrido antes de su visita a la histórica Mina de los Chinos, el marco incomparable donde se hallaba la única y fascinante Serpiente de Cascabel Numero Dos. Dudaba que alguna de las personas que la habían oído leer «Mi jarrón»
Suave
contorno
fragancia de tallos
salpicado de sombras
curvo como la
línea de un hombro
la línea de un muslo
durante aquella velada la reconociera en ese momento. Ella misma no se reconocía.
La mano derecha, con la que intentaba extraer el filtro del aire, le escocia y palpitaba. Los dedos le resbalaban en el metal. Se le rompió una uña, y sofocó un grito de dolor.
–Por favor, Dios, ayúdame con esto. No sería capaz de distinguir el delco del cigüeñal, así que tiene que ser el carburador. Por favor dame fuerzas para…
Esta vez, cuando ejerció presión, la tuerca de mariposa giró.
–Gracias -dijo, jadeando-. Si, muchísimas gracias. No te separes de mí. Y cuida también de David y los otros, ¿quieres? No permitas que se marchen de este pozo de mierda sin mí.
Desenroscó la tuerca y la dejó caer en el bloque del motor. Sacó el filtro de aire de su receptáculo, dejando a la vista un carburador del tamaño de… bueno, del tamaño de un jarrón. Riendo, lanzó el filtro por encima del hombro y se agachó a coger un puñado de tierra. Volvió a erguirse, hundió la tapa de metal de una de las cámaras del carburador, y echó la tierra, una mezcla de arena y piedras. Añadió otros dos puñados, llenando el carburador hasta el cuello, y retrocedió.
–A ver cómo arrancas eso, hijo de puta -dijo.
Date prisa, Mary, tienes que marcharte.
Enfocó la linterna hacia la maquinaria. Entre las enormes máquinas había dos furgonetas. Se acercó hasta ellas e iluminó las cabinas. Tampoco tenían llaves. Pero había una pequeña hacha entre el material amontonado en la caja de la Ford F-150, y valiéndose de ella, pinchó dos neumáticos a cada furgoneta. Se disponía a tirar el hacha lejos de allí, pero se lo pensó mejor. Echó un último vistazo alrededor y en esta ocasión vio el agujero de forma más o menos cuadrada abierto en el terraplén a unos seis metros del fondo de la mina.
Ahí está. El origen de esta tragedia.
Mary ignoraba quién sabía eso, si era la voz, Dios o una simple intuición, pero poco le importaba. En ese instante tenía un único objetivo: salir de allí a toda prisa.
Apagó la linterna -la luna le proporcionaría claridad suficiente, al menos durante un rato- y empezó a subir por la pista de grava que conducía al exterior de la Mina de los Chinos.
1
Ya sabes que eso es fruto de tu imaginación, ¿no?
¿Lo sabía realmente? Quizá. Pero… ¡Dios, el mismo pelo rojo, la frente amplia y la nariz un poco torcida…!
–Olvídate de su nariz -dijo-. Bastante problema tienes con la tuya. Así que sal de aquí cuanto antes, ¿entendido?
Pero en un primer momento fue incapaz de moverse. Sabia que debía hacer -cruzar la sala y registrarles los bolsillos en busca de llaveros-, pero una cosa era saberlo y otra hacerlo. Meter la mano en los bolsillos, notar la carne rígida y muerta de sus piernas a través de la fina tela del forro, manipular sus objetos personales, no sólo las llaves de los coches sino también las navajas de bolsillo, los cortaúñas, los tubos de aspirinas…
Todo lo que la gente lleva en los bolsillos se designa con palabras o expresiones compuestas. Fascinante.
… paquetes de pañuelos, portamonedas…
–Ya basta -susurró-. Ve y hazlo.
La radio emitía ráfagas de interferencia estática semejantes a cañonazos. Johnny movió el dial. No había música. Pasaba de medianoche, y las emisoras locales habían interrumpido ya la programación Volverían con otro cargamento de Travis Tritt y Tanya Tucker al amanecer, pero con un poco de suerte para entonces John Edward Marinville, el hombre que en una ocasión la revista Harper’ s definió como el único escritor blanco de Estados Unidos que debía tenerse en cuenta, se habría marchado.
«Si se marcha, ya no habrá remedio.»
Se frotó la cara con la mano como si el recuerdo fuese una mosca molesta que pudiese ahuyentar, y se encaminó hacia el otro extremo de la sala. Tenía la impresión de que estaba desertando, por así decirlo, pero el hecho era que podían marcharse si así lo deseaban, disponían de un medio de transporte. En cuanto a él, estaba decidido a regresar a un mundo donde la gente no balbuceaba en idiomas absurdos ni se descomponía ante tus ojos. Un mundo donde uno podía dar por sentado que la gente ya no crecía más a partir de los veinte años. Notó el roce de sus chaparreras de piel mientras se acercaba a los cadáveres.
En ese momento más que una celebridad literaria se sentía como los saqueadores que había visto en Quang Tri buscando medallones de oro en los cadáveres, llegando incluso a separar las nalgas de los muertos por si había allí un diamante o una perla, pero eso era una comparación capciosa… y sin duda sería una sensación transitoria. Él no había ido allí a saquear. Todo su interés se centraba en las llaves, un juego que se correspondiese con alguno de los vehículos aparcados junto al barracón. Por otra parte…
Por otra parte la chica muerta que colgaba bajo el rótulo ES OBLIGATORIO EL USO DE CASCO se parecía realmente a Terry. Una pelirroja con un orificio de bala en la bata de laboratorio que llevaba puesta. Naturalmente el tiempo en que podía llamarse pelirroja a Terry había quedado atrás; ahora tenía el pelo prácticamente gris, pero…
«Se arrepentirá en cuanto perciba el olor de Tak en su piel.»
–Por favor -dijo-. No seas infantil.
Miró hacia la izquierda con el único propósito de apartar la vista de la pelirroja muerta que tanto se parecía a Terry -Terry en aquellos tiempos en que le bastaba cruzar las piernas o contonearse para hacerle perder la cabeza- y vio algo que le arrancó una sonrisa de esperanza. Había allí un todoterreno. Aparcado dentro del garaje como estaba, era muy probable que las llaves estuviesen en el contacto. Si era así, al menos se ahorraría la indignidad de registrar los bolsillos de las víctimas de Entragian, o quizá era aún Josephson cuando hizo aquello. Poco importaba. Sólo tendría que desenganchar el remolque de mineral, levantar la puerta del garaje y marcharse.
«… en cuanto perciba el olor de Tak en su piel.»
Quizá en un primer momento lo percibiera, pero no por mucho tiempo. Acaso David Carver fuese un profeta, pero era un profeta joven, y por lo visto aún no se había dado cuenta de ciertas cosas, tuviese línea directa con Dios o no. Una era el hecho elemental de que el mal olor se iba con agua y jabón. Sin duda se iba. Ésa era una de las pocas cosas en esta vida de las que Johnny estaba totalmente seguro.
Y la llave del todoterreno estaba, gracias a Dios, en el contacto.
Se inclinó sobre el salpicadero, giró la llave sólo hasta la posición de indicadores para comprobar el nivel de gasolina, y observó que estaba en unos tres cuartos de depósito.
–Sobre ruedas, encanto -dijo, sonriendo-. Ahora todo va sobre ruedas.
Se acercó a la parte trasera del vehículo y examinó el enganche del remolque. Tampoco eso era problema. Estaban unidos por una simple chaveta. Buscaría un martillo… la sacaría de un par de golpes…
Ni Houdini hubiese sido capaz de salir así, Marinville. En esta ocasión era la voz del viejo borracho la que oía en su mente. Por la cabeza. ¿Y que me dice del teléfono? ¿O de las sardinas?
–¿Que pasa con las sardinas? Simplemente había unas cuantas más de las que parecía, así de sencillo.
Sin embargo Johnny sudaba copiosamente. Sudaba como sólo había sudado en Vietnam algunas veces. No era por el calor, aunque hacia un calor sofocante; y tampoco era el miedo, aunque uno pasaba miedo, incluso dormido. Era sobre todo el sudor enfermizo que producía saber que uno estaba en el lugar equivocado en el momento menos oportuno y en compañía de gente en esencia buena que iba a echarse a perder, quizá para siempre, por hacer lo que no debía.
Milagros discretos, pensó Johnny, sólo que de nuevo lo oyó en la voz del viejo borracho. Era más locuaz muerto que vivo, el condenado. De no ser por el chico, ahora seguiría en la celda, ¿no? O estaría muerto. O algo peor. Y sin embargo lo ha abandonado a su suerte.
–Si yo no hubiese distraído al coyote con mi cazadora, David estaría muerto ahora -repuso Johnny-. Déjeme en paz, viejo idiota.
Vio un martillo en un banco de trabajo adosado a la pared y fue a buscarlo.
–Dime una cosa, Johnny -dijo Terry, y Johnny se paró en seco-. ¿Cuando has decidido que la solución a tu miedo a la muerte es renunciar a la vida por completo?
Esa voz no procedía de su cabeza, estaba casi seguro. No, estaba totalmente seguro. Era Terry, colgada de un gancho en la pared. No era un mero parecido, no era un espejismo ni una alucinación; era Terry.
Si se volvía en ese momento, la vería con la cabeza erguida, no caída sobre el hombro, mirándolo como siempre lo miraba cuando metía la pata; paciente porque en Johnny Marinville meter la pata formaba parte de su comportamiento habitual, decepcionada porque sólo ella confiaba en que algún día mejorase. Lo cual era absurdo, como esperar que un caballo cojo gane el Gran Derby. Salvo que a veces con ella -por ella- había procurado enmendarse, elevarse por encima de lo que había acabado por considerar su manera de ser. Pero cuando lo conseguía, cuando se superaba, cuando volaba por encima del jodido paisaje, ¿tenía ella alguna vez palabras de reconocimiento? ¿Decía alguna vez algo? Bueno, si, tal vez «Cambia de canal; a ver que hacen en la PBS», pero poco más.
–Ni siquiera has renunciado a vivir para escribir -dijo Terry-. Eso, aunque despreciable, al menos habría sido comprensible. Renunciaste a vivir para hablar de escribir. ¡Por Dios, Johnny, en serio!
Se acercó a la mesa con piernas temblorosas, dispuesto a lanzarle el martillo a esa bruja para ver si así se callaba. Y fue en ese preciso momento cuando oyó un gruñido grave a su izquierda.
Volvió la cabeza en esa dirección y vio un lobo -probablemente el mismo que se había aproximado a Steve y Cynthia con el can tah entre los dientes- en el umbral de la puerta que comunicaba con la oficina. Miró a Johnny con ojos brillantes. Por un instante el animal vaciló, y Johnny se permitió albergar cierta esperanza: quizá tenía miedo, quizá se marcharía. Pero de pronto empezó a correr hacia él, contrayendo el hocico para enseñarle los dientes.
Quizá si no tratase de estar en dos sitios al mismo tiempo…
–Mi him, en tow! -gruñó, y envió al lobo contra el escritor. Ése sería el final del hombre que pretendía emular a Steinbeck; el cuadrúpedo era rápido y fuerte, el bípedo, lento y débil. Tak retiró su mente del lobo, y la imagen de Johnny Marinville primero se desdibujó y luego se desvaneció por completo mientras el escritor, con ojos aterrorizados, buscaba algo a tientas con una mano en el banco de trabajo.
Enfocó toda su mente hacia el camión y los otros, aunque de estos el único que importaba, el único que había importado desde el principio (si se hubiese dado cuenta antes…), era el meapilas de mierda.
El camión amarillo de alquiler continuaba aparcado en la calle -Tak lo veía claramente a través de las miradas superpuestas de las arañas y la perspectiva a ras de tierra de las serpientes-, pero cuando intentaba entrar, le era imposible. ¿Acaso no había ojos allí dentro?
¿Ni siquiera los de una minúscula y escurridiza araña? ¿No? ¿O quizá el meapilas había vuelto a oscurecer su visión?
No importaba. No tenía tiempo para esa clase de disquisiciones. La cuestión era que estaban allí, todos, tenían que estar por fuerza, y de momento Tak debía conformarse con eso, porque otro asunto andaba mal, y estaba más cerca.
Algo ocurría con Mary.
Sintiéndose incómodamente acosado, coaccionado, dejó disiparse la imagen del Ryder y se centró en la oficina situada al pie de la mina, observando el interior a través de los ojos en continuo movimiento de las criaturas que allí se encontraban. En primer lugar detectó la secadora fuera de sitio, e inmediatamente después el hecho de que Mary había escapado.
–¡La muy puta! – gritó, y una lluvia de sangre brotó de su boca. Esa palabra no expresaba con fuerza suficiente sus sentimientos, y recurrió a la antigua lengua, ensartando improperios mientras se ponía en pie al borde del ini con movimientos vacilantes. Aquel cuerpo se había debilitado a un ritmo alarmante. Y para colmo no disponía ya de otro cuerpo al que trasladarse de inmediato en caso de ser necesario; por el momento tendría que conformarse con aquel. Consideró brevemente la posibilidad de utilizar a un animal, pero no había allí ninguno capaz de prestarle ese servicio. La presencia de Tak llevaba a la muerte en cuestión de días incluso a sus recipientes humanos más fuertes. Una serpiente, un coyote, una rata o un buitre estallarían de inmediato o poco después de acoger a Tak, como un barril de hojalata en cuyo interior alguien colocase un cartucho de dinamita encendido.
El lobo podía servirle durante una hora o dos, pero era el único de su especie que quedaba en aquella zona, y en ese momento se hallaba a cinco kilómetros de distancia, ocupándose (y probablemente dando buena cuenta) del escritor.
Tenía que ser la mujer.
Tenía que ser Mary.
La criatura que parecía Ellen Carver salió por la brecha abierta en la pared del an tak y cojeó hacia el recuadro tenuemente púrpura que marcaba el lugar donde el viejo túnel salía al mundo exterior. Las ratas emitieron voraces chillidos en torno a los pies de Ellen, olfateando la sangre que fluía sin cesar del coño ridículo y enfermo de Ellen. Tak las apartó a patadas, maldiciéndolas en la antigua lengua.
En la entrada de la vieja Mina de los Chinos se detuvo y miró alrededor. La luna se había ocultado ya tras la cara opuesta de la mina, pero proporcionaba aún cierta claridad, a la que se sumaba la luz que provenía del interior del coche patrulla. Eso bastaba a los ojos de Ellen para ver que el capó del coche estaba levantado, y al cerebro de Ellen para comprender que la taimada os pa había provocado alguna avería en el motor. ¿Cómo había salido de la oficina? ¿Y cómo había osado hacer una cosa así? ¿Cómo se había atrevido?
Tak sintió miedo por primera vez.
Miró a la izquierda y vio que las dos furgonetas tenían las ruedas pinchadas. Eso mismo había ocurrido a la caravana de los Carver, sólo que ahora Tak era la victima, y la sensación no le gustaba. Sólo le quedaba, pues, la maquinaria pesada, y aunque sabía dónde estaban las llaves -un juego para cada máquina en un cajón de uno de los archivadores de la oficina-, no le servirían de nada; no había allí ningún vehículo que supiese conducir. Cary Ripton si conocía el funcionamiento de aquellas máquinas, pero Tak había perdido las aptitudes físicas de Ripton en el momento en que lo reemplazó por Josephson.
En cuanto a Ellen Carver, conservaba parte de los recuerdos de Ripton, Josephson y Entragian (aunque incluso estos empezaban a desvanecerse como fotografías sobreexpuestas) pero ninguna de sus habilidades.
¡La muy puta! Os pa! Can fin!
Abriendo y cerrando nerviosamente los puños de Ellen, consciente de que las bragas y la camiseta que había puesto entre sus piernas a modo de compresa estaban empapadas, consciente de que Ellen tenía los muslos tenidos de sangre, Tak cerró los ojos de Ellen y buscó a Mary.
–Mi him, en tow! En tow! En tow!
Al principio no percibió nada salvo oscuridad y los lentos y continuos calambres en el estómago de Ellen. Y miedo. Miedo de que la os pa se hubiese marchado ya. De pronto vio lo que buscaba, no con los ojos de Ellen sino con los oídos que había dentro de los oídos de Ellen: un repentino y extraño eco que reproducía la forma de una mujer.
Era un murciélago, y había localizado a Mary en la pista de grava que ascendía al borde norte de la mina. Y no estaba ni mucho menos fresca: jadeaba y volvía la cabeza cada diez o doce pasos para comprobar si la seguían. El murciélago «vio» claramente los olores que despedía su cuerpo, y lo que Tak percibió resultaba alentador. Era básicamente el olor del miedo, esa clase de miedo que con el debido impulso se convierte en pánico.
No obstante, Mary se hallaba sólo a unos cuatrocientos metros de la cima, y después de eso el camino era cuesta abajo. Y si bien Mary estaba cansada y respiraba con esfuerzo, el murciélago no captó el acre aroma metálico del agotamiento profundo en el sudor que brotaba de sus poros. Al menos no todavía. Se daba además la circunstancia de que Mary no sangraba como un cerdo herido; en cambio, el casi inútil cuerpo de Ellen Carver sí. No era una hemorragia descontrolada -todavía no-, pero no tardaría en serlo. Quizá retirarse un rato a recobrar fuerzas, a descansar en el reconfortante resplandor del ini, había sido un error, pero ¿cómo iba a pensar que ocurriría una cosa así?
¿Y si enviaba a los can toi a detenerla? ¿Aquellos que no se encontraban en el interior del perímetro como parte del mi him?
Podía ser, pero ¿de que serviría? Podía rodear a Mary de serpientes y arañas, de pumas sibilantes y coyotes sonrientes, y la muy zorra con toda seguridad pasaría a través de ellos, separándolos como supuestamente Moisés había separado las aguas del mar Rojo. Debía de saber que «Ellen» no podía permitirse dañar su cuerpo, ni con los can toi ni con ninguna otra arma. Si no lo supiese, seguiría en la oficina, probablemente acurrucada en un rincón, casi catatónica de miedo, incapaz de emitir el menor sonido después de haberse quedado ronca de tanto gritar.
¿Cómo lo había descubierto? ¿Había sido el meapilas? ¿O había recibido un mensaje del Dios del meapilas, del can tak de David Carver? No importaba. Y tampoco importaba que el cuerpo de Ellen hubiese empezado a desintegrarse, o que Mary le llevase casi un kilómetro de ventaja.
–Voy a ir a por ti de todos modos, encanto -susurró, y se encaminó hacia la pista de grava por uno de los bancales.
Sí. Iba a ir a por ella de todos modos. Quizá tuviese que reventar aquel cuerpo para alcanzar a la os pa, pero la alcanzaría.
Ellen volvió la cabeza, escupió sangre y sonrió. Ya no tenía apenas nada que ver con la mujer que había considerado la posibilidad de solicitar una plaza de inspectora de enseñanza, con la mujer que comía de vez en cuando con sus amigas en un restaurante chino, con la mujer cuya más profunda y oscura fantasía sexual era hacer el amor con el supermacho de los anuncios de Coca-Cola baja en calorías.
–Por más que corras, os pa, no escaparás.
–¡Lárgate, joder! – masculló.
El murciélago viró en el aire, chirriando, pero apenas se alejó. Voló en círculo sobre ella como un avión de reconocimiento, y Mary tuvo la desagradable impresión de que precisamente ése era su cometido.
Alzó la vista y vio el borde de la mina por encima de ella, ya más cerca -quizá sólo a unos doscientos metros- pero todavía burlonamente lejos. Tenía la sensación de que arrancaba un pedazo al aire cada vez que inhalaba, y le dolía al entrar en los pulmones. El corazón le latía con fuerza, y sentía una punzada de dolor en el costado izquierdo.
Creía que estaba en buena forma para una mujer de treinta y tantos años, pero obviamente las visitas al gimnasio tres veces por semana no la preparaban a una para aquello.
De pronto resbaló en la fina grava, y sus piernas temblorosas no le permitieron recuperar el equilibrio a tiempo. Evitó caer de bruces poniendo por delante una rodilla, pero se le desgarró la pata de los vaqueros, y sintió cómo se le clavaba la grava en la piel. De inmediato la sangre tibia empezó a correrle por la pierna.
El murciélago arremetió contra ella al instante, chirriando y batiendo las alas contra su pelo.
–¡Lárgate, gilipollas! – gritó, y le asestó un puñetazo. Fue un golpe afortunado. Notó cómo se hundían sus nudillos en la superficie granulada de un ala y después vio al animal aleteando desesperadamente en el suelo a un par de metros por delante de ella, boqueando y mirándola-o eso parecía- con sus ojos pequeños e inútiles. Mary se levantó de un salto y lo pisó, lanzando un grito de satisfacción al oír el crujido de los huesos bajo su zapatilla.
Se disponía a reanudar el ascenso cuando vio algo más abajo: una sombra deslizándose entre las sombras.
–¿Mary? – Era la voz de Ellen Carver y a la vez no lo era. Sonaba espesa, gangosa. De no haber pasado por el infierno de las últimas seis u ocho horas habría pensado que Ellen estaba resfriada-. ¡Espérame, Mare! ¡Quiero ir contigo! ¡Quiero ver a David! ¡Iremos a verlo juntas!
–Vete al infierno -dijo Mary. Se dio medía vuelta y continuó e censo, respirando con dificultad y frotándose el costado. Habría corrido si le hubiera sido posible.
–¡Mary, Mary, todo lo contrario! – exclamó Ellen Carver, casi riendo-. No puedes escapar, cariño, ¿lo sabias?
El borde de la mina parecía tan lejos que Mary se obligó a bajar la vista y mirarse las zapatillas. Cuando volvió a oír la voz que la llamaba a sus espaldas, sonaba más cerca. Mary intentó caminar más deprisa. Cayó dos veces más antes de llegar a lo alto, la segunda tan violenta que se le cortó la respiración, y perdió unos segundos preciosos al levantarse. Deseó que Ellen volviese a llamarla, pero no lo hizo. Y Mary prefirió no mirar atrás por temor a lo que vería.
Sin embargo cuando estaba a cinco metros del borde, se atrevió a volver la cabeza. Ellen se hallaba a unos veinte metros más abajo. Jadeaba quedamente con la boca muy abierta. Su sangre empañaba cada exhalación; tenía la pechera del mono teñida de rojo. Vio que Mary miraba, sonrió, tendió las manos hacia ella con los dedos crispados intentó correr. No pudo.
Mary descubrió de pronto que ella, en cambio, si podía correr, espoleada por la expresión que vio en los ojos de Ellen Carver. No quedaba en ellos el menor rastro humano.
Llegó a lo alto con la respiración agitada y un silbido en la garganta. A partir de allí se iniciaba un tramo llano de unos treinta metros, después la pista de grava empezaba a descender. Vio una chispa amarilla en medio del desierto, un parpadeo: el intermitente que colgaba sobre el cruce en medio del pueblo.
Fijando la mirada en aquella luz, Mary corrió un poco más deprisa.
Tras un breve período de concentración durante el cual debió de rezar en silencio, David se dirigía a la puerta trasera del Ryder. Instintivamente, Ralph se interpuso entre su hijo y el tirador de la puerta Steve comprendió su reacción, pero dudaba que fuese a servir de algo. Si David había decidido salir, saldría.
–Voy a devolver esto -contestó el chico, levantando la cartera de Johnny.
–No -dijo Ralph, negando enérgicamente con la cabeza-. Ni hablar. Por amor de Dios, David, ni siquiera sabes dónde esta ese hombre. A estas alturas probablemente ya habrá salido del pueblo. Y no es una gran pérdida.
–Se dónde está -repuso David con calma-. Puedo encontrarlo. Esta cerca. – Titubeó, y añadió-: Es mi obligación encontrarlo.
–¿David? – dijo Steve, y su propia voz le pareció vacilante, extrañamente juvenil-. Has dicho que la cadena se había roto.
–Entonces aún no había visto la foto de su cartera. Tengo que ir a buscarlo. Tengo que ir ahora mismo. Es nuestra única posibilidad.
–No lo comprendo -dijo Ralph, pero se apartó de la puerta-. ¿Que significa esa foto?
–No hay tiempo, papá, y aunque lo hubiese, no sé si sería capaz de explicártelo.
–¿Te acompañamos? – preguntó Cynthia-. No, ¿verdad?
David movió la cabeza en un gesto de negación.
–Regresaré si puedo. Con Johnny si es posible.
–Esto es una locura -protestó su padre, pero con voz sepulcral, exánime-. Si sales a pasearte por ahí fuera, te devorarán vivo.
–No me ha devorado el coyote al salir de la celda, y no van a devorarme ahora -replicó David-. El peligro no está en que yo salga, sino en que nos quedemos todos aquí dentro.
Miró a Steve y después hacia la puerta del camión. Steve asintió y levantó la puerta. La noche del desierto se filtró en el camión, apretándose contra el rostro de Steve como un frío beso.
David se acercó a su padre y lo abrazó. Cuando Ralph rodeó al chico con los brazos en respuesta, David notó de nuevo la poderosa fuerza que lo había agarrado antes en la cabina de proyección. Se sacudió convulsivamente entre los brazos de su padre, jadeando, y por fin dio un paso atrás. Tenía las manos extendidas y le temblaban.
–¡David! – exclamó Ralph-. David, ¿que…?
Ya había pasado. Así de rápido. La fuerza se había desvanecido. Pero aún podía ver la Mina de los Chinos tal como la había visto por un momento entre los brazos de su padre; había sido como una vista aérea. Resplandecía bajo la luna, ya casi oculta, una enorme y horrenda concavidad de alabastro. Oía el susurro del viento y una voz
(mi him, en tow! mi him, en tow!)
que llamaba a alguien. Una voz que no era humana.
Se esforzó por despejarse y mirarlos: los miembros de la Asociación de Supervivientes de Collie Entragian, ya tan diezmados. Steve y Cynthia de pie, juntos; su padre inclinado sobre el, y detrás la noche iluminada por la luna.
–¿Que pasa? – preguntó Ralph con voz trémula-. Por Dios, ¿que pasa ahora?
David vio que se le había caído la cartera y se agachó a recogerla.
No podía dejarla allí. Pensó en guardársela en el bolsillo trasero, pero recordó que así precisamente la había perdido Johnny y se la metió tras la pechera de la camisa, en contacto con la piel.
–Tenéis que ir a la mina, papá -dijo David-. Tú, Steve y Cynthia tenéis que ir a la Mina de los Chinos ahora mismo. Mary necesita ayuda. ¿Comprendes? ¡Mary necesita ayuda!
–¿De qué hab…?
–Se ha escapado. Viene por la pista de grava hacia el pueblo, y Tak la persigue. Tenéis que ir ya. Ahora mismo.
Ralph alargó los brazos hacia él, pero esta vez de un modo débil e indeciso. David lo esquivó fácilmente y saltó del camión.
–¡David! – gritó Cynthia-. ¿Estas seguro de que nos conviene separarnos?
–No -respondió el chico, alejándose. Se sentía desesperado, confuso y perplejo-. Ya se que parece peligroso. A mi también me lo parece, pero no tenemos alternativa. Lo juro. No podemos hacer otra cosa.
–¡Vuelve aquí! – dijo Ralph a voz en cuello.
David volvió la cabeza, y vio la expresión angustiada de su padre.
–Id a la mina, papá. Los tres. Ahora. Tenéis que ir. ¡Ayudadla! ¡Por el amor de Dios, ayudad a Mary!
Y antes de que pudieran hablar, David Carver se echó a correr y desapareció en la oscuridad, con un brazo encogido contra el cuerpo, sujetando la cartera de piel de cocodrilo autentica por la que Johnny Marinville había pagado trescientos noventa y cinco dólares en Barney's de Nueva York.
–¡Suéltenme! – gritó Ralph, forcejeando sin demasiada convicción-. ¡Déjenme ir por mi hijo!
–No -dijo Cynthia-. Debemos pensar que sabe lo que hace, Ralph.
–No resistiría perderlo a él también -susurró Ralph, pero se relajó, renunció a zafarse de ellos-. No lo resistiría.
–Quizá la mejor manera de asegurarnos de que eso no ocurre sea seguir sus instrucciones -sugirió Cynthia.
Ralph tomó aire y lo exhaló.
–Mi hijo ha ido a buscar a ese gilipollas -dijo como si hablase para sí. Como si buscase una explicación-. Ha ido a buscar a ese gilipollas, a ese fanfarrón, para devolverle la cartera, y si le preguntásemos el porque, nos diría que es la voluntad de Dios. ¿Es así?
–Si, probablemente -contestó Cynthia. Apoyó una mano en el hombro de Ralph. El abrió los ojos, y ella le sonrió-. ¿Y sabe que es lo más gracioso? Que seguramente es verdad.
Ralph miró a Steve y preguntó:
–Usted no lo abandonaría, ¿verdad? No cogería un todoterreno y dejaría a mi hijo aquí después de rescatar a Mary, ¿no?
Steve negó con la cabeza.
Ralph se llevó las manos a la cara, pareció serenarse, bajó las manos y los miró. De pronto su rostro semejaba tallado en piedra, con una expresión de resuelta e inquebrantable decisión. Una extraña idea acudió a la mente de Steve: por primera vez desde que conocía a los Carver veía al hijo en el padre.
–Muy bien -dijo Ralph-. Dejaremos que Dios proteja a mi hijo hasta que volvamos. – Saltó de la caja del camión y miró severamente a lo lejos-. Tendrá que ser Dios, porque ese cabrón de Marinville sin duda no lo hará.
1
En cualquier caso, pensó, la hemos jodido.
Te lo mereces, cariño, dijo Terry en su cabeza. Sí, así era Terry, una gran ayuda hasta el final.
Miró al lobo, blandió el martillo y, con una voz penetrante que apenas reconoció como propia, gritó:
–¡Largo de aquí!
El lobo torció a la izquierda y trazó un cerrado círculo, gruñendo, encogiendo las patas traseras como resortes, con el rabo plegado.
Cuando completaba el giro, golpeo un armario con uno de sus poderosos hombros, y de lo alto cayó una taza de te y se hizo añicos contra el suelo. La radio emitió una ráfaga larga y ronca de interferencia estática.
Johnny dio un paso hacia la puerta, viéndose ya correr por el pasillo y salir al aparcamiento -a la mierda el todoterreno, ya encontraría un medio de transporte en otra parte-, pero de inmediato el lobo le cortó el paso, con la cabeza inclinada y los ojos (unos ojos inteligentes, espantosamente alertas) resplandecientes de cólera. Johnny retrocedió, alzando el martillo ante sí y moviéndolo ligeramente como un caballero andante al saludar al rey con su espada. Noto la palma de la mano sudorosa en torno al manguito de goma perforada que recubría la empuñadura del martillo. El lobo era enorme, del tamaño de un pastor alemán como mínimo. En comparación, el martillo resultaba ridículamente pequeño, como una de esas herramientas domesticas que uno guarda para reparar estanterías y colgar cuadros.
–Dios, ayúdame -dijo Johnny, pero no era una suplica con verdadero contenido; era sólo una expresión que uno utilizaba cuando una vez más veía pender sobre su cabeza la espada de Damocles, dispuesta simplemente a obedecer la ley de la gravedad. Dios no existía; el no era un niño de un pueblo de Ohio todavía a más de tres años de su primera cita con la navaja de afeitar. Las plegarias eran sólo una manifestación de lo que los psicólogos llamaban «pensamiento mágico», y Dios no existía.
Y si existiese, ¿que interés iba a tener en mí de todos modos? ¿Que interés iba a tener en mí cuando acabo de abandonar a los otros en el camión?
De pronto el lobo le ladró. Era un sonido absurdo, la clase de agudo ladrido que Johnny habría esperado de un perro de lanas o un cocker spaniel. Sus dientes, en cambio, no tenían nada de absurdo. A cada ladrido gruesas gotas de baba blanca volaban de su boca.
–¡Largo! – repitió Johnny con aquella misma voz penetrante-. ¡Largo de aquí!
En lugar de marcharse, el lobo contrajo las patas traseras casi hasta sentarse, y por un momento Johnny pensó que iba a cagar, que estaba tan asustado como el e iba a cagarse en el suelo del laboratorio. Por fin, una décima de segundo antes de que ocurriese, comprendió que en realidad estaba preparándose para saltar. Para saltar sobre el.
–¡No, Dios! ¡No, por favor! – exclamó, y se dio medía vuelta para huir, hacia atrás, hacia el todoterreno y los rígidos cadáveres colgados de los ganchos.
En su mente hizo eso; sin embargo su cuerpo se movió en sentido contrario, hacia adelante, como si lo dirigiesen unas manos invisibles.
No tuvo la impresión de estar poseído, pero si la clara e inconfundible sensación de no hallarse ya solo. Su terror se desvaneció. Su primer y poderoso impulso -darse medía vuelta y correr- desapareció también. Dio un paso al frente, volvió a alzar el martillo por encima del hombro y se lo lanzó al animal en el momento en que saltaba.
Esperaba que el martillo girase y estaba seguro de que pasaría sobre la cabeza del lobo -unos mil años atrás había jugado al béisbol en el instituto de Lincoln Park y aún conocía esa sensación de que el lanzamiento va demasiado alto, pero no fue así. No era Excalibur sino un simple martillo con un manguito de goma perforada en la empuñadura para mayor adherencia de la mano, pero no giró en el aire ni erró el tiro.
Por el contrario, golpeó al lobo de pleno entre los ojos.
Se oyó un sonido semejante al que produciría un ladrillo al caer sobre un tablón de roble. El verde resplandor abandonó al instante los ojos del lobo, que se convirtieron en dos opacas canicas incluso antes de que la sangre empezase a manar de su cráneo partido en dos. No obstante, el animal exánime completó la trayectoria de su salto y golpeó a Johnny en el pecho, empujándolo contra la mesa. Al chocar contra el borde, una punzada de dolor le traspasó los riñones. Por un momento percibió el olor del lobo, un olor seco, acanelado, como el de las especias que empleaban los egipcios para embalsamar a los muertos, y vio ante el la cara ensangrentada del animal, y una mueca de impotencia en los dientes que con toda seguridad le habrían desgarrado la garganta. Vio también su lengua, y una cicatriz en forma de medía luna que le surcaba el hocico. A continuación el animal cayó sobre sus patas, como un fardo flácido y pesado envuelto en una raída manta.
Jadeando, Johnny se apartó de él con paso tambaleante. Se agachó a recoger el martillo y, convencido de que el lobo se levantaría y se abalanzaría de nuevo sobre el, giró de inmediato sobre sus talones con tal torpeza que estuvo a punto de caer; se resistía a creer que hubiese podido matar al animal con un martillo como aquel, y además lo había lanzado alto, estaba seguro, sus músculos recordaban aún esa sensación premonitoria de que la pelota iría derecha al guante del catcher, la recordaban muy bien.
Pero el lobo permaneció inmóvil donde había caído.
¿Ha llegado, quizá, el momento de reconsiderar la existencia del Dios de David Carver?, preguntó Terry con una voz tranquila que Johnny oyó en estéreo, procedente a la vez de su cabeza y de debajo del rótulo ES OBLIGATORIO EL USO DE CASCO.
–No -respondió Johnny-. Ha sido un golpe de suerte, como cuando en la feria atinas una vez entre un millar y ganas el oso panda de peluche para tu novia.
¿No habías dicho que el lanzamiento iba alto?
–Si, bueno, me he equivocado, a la vista está. Me he equivocado una vez más, como tú solías decirme diez o doce veces al día, bruja. – Le sorprendió el timbre ronco, casi sollozante, de su propia voz-. ¿No era esa tu frase preferida durante el tiempo que duró nuestro encantador matrimonio? Estas equivocado, Johnny; estas equivocado, Johnny; estas absolutamente equivocado, Johnny.
Los has abandonado, dijo la voz de Terry, pero lo que interrumpió a Johnny no fue el desprecio que rezumaba aquella voz (que al fin y al cabo era su propia voz, su propia mente enzarzada en sus viejos trucos bicamerales) sino la desesperación. Los has abandonado cuando sus vidas corren peligro. Y peor aún, sigues negando la existencia de Dios aún después de invocarlo… y recibir Su ayuda. ¿Qué clase de hombre eres?
–Un hombre que conoce la diferencia entre Dios y un golpe de suerte -respondió a la pelirroja con un orificio de bala en la bata de laboratorio-. Y un hombre que sabe abandonar cuando todavía esta a tiempo.
Aguardó la respuesta de Terry. Pero Terry permaneció en silencio.
Reflexionó una vez más sobre lo que acababa de ocurrir, examinándolo segundo a segundo con su prodigiosa memoria, y no encontró nada más que su brazo, que por lo visto conservaba una destreza para el lanzamiento adquirida en su adolescencia, y un martillo vulgar y corriente. Ni luces azules. Ni efectos especiales a lo Cecil B. DeMille.
Ni la Filarmónica de Londres llenando artificiosamente el aire de sobrenatural estupor con un centenar de violines. El terror y el vacío y la desesperación que lo abrumaban eran emociones pasajeras; se diluirían. Y sin más perdida de tiempo iba a desenganchar el remolque del todoterreno, utilizando aquel mismo martillo para desprender la chaveta. A continuación pondría en marcha el todoterreno y se largaría de aquel horripilante…
–Que puntería -dijo una voz desde el umbral de la puerta.
Johnny se giró en el acto. Era el chico. David. Contempló al lobo y después miró a Johnny sin el menor asomo de sonrisa en el rostro.
–He tenido suerte -repuso Johnny.
–¿Eso cree?
–¿Sabe tu padre que te has marchado, David?
–Lo sabe.
–Si has venido para intentar convencerme de que me quede, pierdes el tiempo -advirtió Johnny. Se inclinó sobre el enganche que mantenía unidos el remolque y el todoterreno, levantó el martillo y descargó un golpe. Erró por completo, y el puño que sostenía el martillo fue a estrellarse contra un ángulo de metal. Lanzó un grito de dolor y se llevó a la boca los nudillos despellejados. Sin embargo había acertado entre los ojos con ese mismo martillo al lobo cuando saltaba sobre el, había…
Johnny alejó de su mente esos pensamientos. Se retiró la mano de la boca, agarró con firmeza el martillo y se inclinó de nuevo sobre el enganche. Esta vez asestó un golpe relativamente certero, no en la cabeza misma de la chaveta pero si bastante cerca para soltarla por completo. La chaveta cayó al suelo y rodó hasta la pared, quedando bajo los pies colgantes de la mujer que se parecía a Terry.
Tampoco voy a buscar a eso ninguna explicación misteriosa, pensó.
–Y si vienes a hablar de teología, también pierdes el tiempo -añadió Johnny-. En cambio, si te interesa acompañarme a Austin…
Se interrumpió. El chico sostenía algo en la mano, y se lo tendió. El lobo muerto yacía entre ellos en el suelo del laboratorio.
–¿Qué es eso? – preguntó Johnny, aunque ya lo sabía. Aún no tenía tan mal la vista. De pronto se notó la boca seca. ¿Por que me persigues?, pensó; ignoraba a qué o quién formulaba su pregunta, pero desde luego no era al chico. ¿Por qué no me pierdes el rastro? ¿Por que no me dejas en paz?
–Su cartera -respondió David, mirándolo con expresión inalterable-. Estaba en el camión. Se le ha caído del bolsillo, y he venido a traérsela. Lleva dentro toda su documentación, por si olvida quién es.
–Muy gracioso.
–No es un chiste.
–¿Que quieres, pues? – preguntó Johnny con aspereza-. ¿Una recompensa? Muy bien. Anótame tu dirección, y te mandare veinte dólares o un libro autografiado. ¿Quieres una pelota de béisbol firmada por Albert Belle? Puedo conseguírtela. Di lo que quieres, lo que se te antoje.
David observó el lobo por un momento.
–Un lanzamiento excelente para un hombre que no es capaz de darle a un enganche a diez centímetros.
–Cállate, listillo -dijo Johnny-. Acércame la cartera si vienes conmigo. Lánzamela si te quedas. O guárdatela si lo prefieres.
–Dentro hay una foto. Aparecen usted y otros dos hombres enfrente de un sitio llamado Puesto de Observación Vietcong. Un bar, creo.
–Si, es un bar -confirmó Johnny. Inquieto, contrajo la mano repetidamente en torno al mango del martillo, sin notar apenas el escozor en los nudillos-. De los tres, el más alto es David Halberstam, un escritor famoso. Un historiador. Y un autentico forofo del béisbol.
–A mi me interesa sobre todo el hombre algo más bajo que esta en medio de los otros dos -dijo David, y de pronto una parte de Johnny (una parte muy profunda) supo adónde quería ir a parar el chico, que iba a decir, y esa parte lanzó un gemido de protesta-. El hombre de la camiseta gris y la gorra de los Yankees. El hombre que me ha enseñado la Mina de los Chinos desde mi Puesto de Observación Vietcong. Ese hombre era usted.
–¡Que estupidez! – exclamó Johnny-. Otra más entre las muchas que has soltado desde que…
En voz baja, entonando perfectamente y todavía con la cartera en la mano, David Carver cantó:
–Dije, doctor… señor doctor…
Fue como encajar un golpe en medio del pecho. A Johnny se le cayó el martillo de la mano.
–Basta -susurró.
–… puede decirme… qué me pasa… Y el dijo sí, sí, sí…
–¡Basta! – gritó Johnny, y de la radio surgió otra ráfaga de interferencia estática.
Notó que algo empezaba a moverse en su interior. Algo horrible.
Algo que se deslizaba. Como el comienzo imperceptible de una avalancha bajo una superficie de apariencia sólida. ¿Por que había ido el chico hasta el? Porque lo habían enviado, naturalmente. No era culpa de David. La verdadera pregunta era: ¿Por qué el terrible amo del chico no los dejaba en paz a los dos?
–Los Rascals -dijo David-. Sólo que por entonces eran todavía los Young Rascals. El solista era Felix Cavaliere. Un grupo genial. Esa es la canción que sonaba cuando usted murió, ¿no, Johnny?
Un alud de imágenes comenzó a despeñarse en la mente de Johnny mientras Felix Cavaliere cantaba I was feelin' so bad: soldados surcoreanos, muchos de ellos poco más altos que niños occidentales de doce años, separando las nalgas de los muertos en busca de tesoros escondidos, una obscena recolección de basura reciclable en una guerra obscena, can tah en can tak; el regreso a casa, al lado de Terry, con dos nuevas adquisiciones, unas purgaciones y la adicción a la droga, controlando apenas el mono, abofeteando a Terry en la zona de embarque de un aeropuerto por hacer un comentario irónico sobre la guerra («su guerra», había dicho, como si aquel infierno lo hubiese inventado él), abofeteándola con tal fuerza que empezó a sangrar por la boca y la nariz, y aunque su matrimonio renqueó durante un año más aproximadamente, en realidad había terminado allí, en la zona de embarque B de la terminal de United de LaGuardia, con el sonido seco de aquella bofetada; Entragian asestándole un puntapié mientras se revolvía en el asfalto de la interestatal 50, y no había sido un puntapié a una celebridad literaria o a un ganador del Premio Nacional de Literatura o al único escritor blanco de Estados Unidos que debía tenerse en cuenta, sino a un viejo tripudo con una cazadora cara, un fulano tan mortal como cualquier otro; Entragian afirmando que el título provisional del futuro libro de Johnny le ponía furioso, que lo sacaba de quicio.
–No volveré -dijo Johnny con voz ronca-. Ni por ti, ni por Steve Ames, ni por tu padre, ni por Mary, ni por nada del mundo. No volveré. – Recogió el martillo del suelo y golpeó el remolque, como remarcando su negativa-. ¿Me has oído, David? Estas perdiendo el tiempo. No volveré. ¡No, no y no!
–Al principio no entendía cómo podía ser usted -prosiguió David como si no lo hubiese oído-. Era la Tierra de los Muertos, incluso usted lo ha dicho, Johnny. Pero usted estaba vivo. O al menos, eso pensaba. Incluso después de verle la cicatriz. – Señaló la muñeca de Johnny-. Usted murió… ¿cuando? ¿En 1966? ¿En 1968? Supongo que la fecha no importa. Cuando una persona deja de cambiar, deja de sentir, muere. Con sus posteriores intentos de suicidio simplemente pretendía poner las cosas en su sitio, ¿no? – El chico sonrió con una compasión llena de una inocencia, una ternura y una imparcialidad indescriptibles. Luego añadió-: Johnny, Dios puede resucitar a los muertos.
–¡Vaya, no me digas! Pero el caso es que yo no quiero ser resucitado -masculló Johnny, pero su voz parecía llegar a él desde algún lugar lejano, y curiosamente duplicada, como si estuviese escindiéndose de una manera extraña pero profunda. Como si estuviese fragmentándose igual que el esquisto.
–Es demasiado tarde -dijo David-. Ya ha ocurrido.
–Vete a la mierda, pequeño héroe; yo me largo a Austin. ¿Me oyes? ¡A Austin!
–Tak llegara allí antes que usted -advirtió David.
Le tendía aún la cartera, su cartera, la que contenía la foto de Johnny, David Halberstam y Duffy Pinette ante un sórdido barucho, el Puesto de Observación Vietcong. Era una tasca de mala muerte, pero tenía la mejor gramola de todo Vietnam, una Wurlitzer. En su mente Johnny percibía el sabor de la cerveza Kirin y oía a los Rascals, el brío de la percusión, el órgano penetrante como una daga, y que calor hacia, que verde era todo y que calor hacia, el sol como un trueno, la tierra impregnada de olor a sexo cada vez que llovía, y esa canción que parecía sonar en todas partes, en cada club, en cada radio, en cada gramola; en cierto modo, esa canción era Vietnam: «Muy mal me encontraba… le pregunte al doctor que me pasaba…»
«Esa es la canción que sonaba cuando usted murió, ¿no, Johnny?»
–Austin -susurró Johnny con voz débil y entrecortada, una voz que parecía aún partida en dos sonidos gemelos, que transmitía aún una sensación de dualidad.
–Si se marcha ahora, Tak estará siempre esperándole en muchos sitios -anunció David, el implacable candidato a carcelero de Johnny, todavía con su cartera en la mano, en la que se hallaba sepultada esa odiosa fotografía-. No solo en Austin. En habitaciones de hotel, en salas de conferencias. En sofisticados almuerzos literarios. Cuando esté con una mujer, será usted quién la desnude y Tak quién copule con ella. Y lo peor es que puede seguir viviendo así mucho tiempo. Se convertirá en can de lach, el corazón del ser sin forma. En mi him can ini, el pozo vacío del ojo.
¡No!, intentó gritar Johnny, pero ya no le salió la voz, y cuando golpeó de nuevo el remolque, el martillo se le escapó de entre los dedos. La fuerza había abandonado su mano. Sus muslos parecieron licuarse y sus rodillas empezaron a ceder bajo su peso. Se arrodilló lentamente con un sollozo ahogado. La sensación de duplicación, de escisión, era aún más intensa que antes, y comprendió angustiado y a la vez resignado que esa sensación tenía un fundamento real. Estaba dividiéndose en dos literalmente. Por un lado estaba John Edward Marinville, que no creía en Dios y no quería que Dios creyese en él; esa parte deseaba marcharse, y sabía que Austin sería sólo el primer alto en el camino. Por otro lado estaba Johnny, que quería quedarse; más aún, que quería luchar, que se hallaba tan inmerso en aquel descabellado mundo sobrenatural que quería morir en el seno del Dios de David, abrasarse en él como una mariposa nocturna en la tulipa de una lámpara de petróleo.
¡Suicidio!, clamó su corazón. ¡Suicidio! ¡Suicidio!
Los soldados surcoreanos, los optimistas ciegos de la guerra, buscando diamantes en los culos de los muertos. Un borracho con una botella de cerveza en la mano y el pelo mojado en los ojos saliendo sonriente de la piscina de un hotel entre los destellos de las cámaras.
Terry sangrando por la nariz y mirándolo con expresión dolida e incrédula mientras una voz anunciaba desde el cielo que los pasajeros del vuelo 507 de United con destino a Jacksonville debían embarcar por la puerta B-7. El policía asestándole un puntapié mientras se revolvía sobre la línea divisoria de una carretera en medio del desierto.
«Me pone furioso -había dicho el policía-. Me revuelve el estómago.»
Johnny notó que abandonaba su propio cuerpo, notó que lo agarraban unas manos que no eran las suyas y lo extraían de su carne como calderilla de un bolsillo. Se irguió como un espectro junto al hombre arrodillado y vio que el hombre arrodillado tendía las manos.
–La cogeré -dijo el hombre arrodillado. Lloraba-. Cogeré mi cartera, que carajo. Devuélvemela.
Vio cómo el chico se acercaba al hombre arrodillado y se arrodillaba a su vez junto a él. Vio cómo el hombre arrodillado cogía la cartera y se la guardaba en un bolsillo delantero del pantalón bajo las chaparreras para poder juntar las manos, dedo con dedo, como había hecho David.
–¿Que tengo que decir?-preguntó el hombre arrodillado, sollozando-. Por favor, David, ¿cómo tengo que empezar? ¿Que digo?
–Lo que le salga del corazón -respondió el chico arrodillado, y en ese punto el espectro se rindió y volvió a fundirse con el hombre. La claridad envolvió el mundo, prendiendo en él, en el mundo y en Johnny, como napalm, y oyó a Felix Cavaliere cantar: «Dije, nena, ya no hay duda, yo tengo la fiebre, tu tienes la cura».
–Dios, ayúdame -dijo Johnny, alzando las manos a la altura de los ojos, donde podía verlas bien-. Dios, por favor, ayúdame. Ayúdame a cumplir la misión por la que he sido enviado a este pueblo, ayúdame a recuperar la integridad, ayúdame a vivir. Dios, ayúdame a vivir de nuevo.
Al principio las probabilidades parecían escasas. Había llegado a unos veinte metros de la os pa cerca del borde de la mina, pero la puta sacó fuerzas de flaqueza y consiguió recorrer el último tramo de la pendiente. Luego, en cuanto empezó a descender, aumentó su ventaja rápidamente, de veinte metros a sesenta, y de sesenta a ciento cincuenta. Como podía respirar profundamente, podía compensar la deuda de oxigeno de su cuerpo. En cambio, el cuerpo de Ellen Carver, perdía por momentos su capacidad para lo uno y para lo otro. La hemorragia vaginal se había convertido en un torrente de sangre, lo cual mataría el cuerpo de Ellen en unos veinte minutos; pero si Tak alcanzaba a Mary, poco importaría que los restos de Ellen Carver sangrasen más o menos, pues tendría un sitio adonde ir. Sin embargo cuando llegaba al borde de la mina, algo se rompió en el pulmón izquierdo de Ellen. A partir de ese momento al exhalar no sólo escupía una fina llovizna de sangre sino que vomitaba chorros de sangre y tejidos por la boca y la nariz. Y no conseguía oxigeno suficiente para proseguir la persecución. Con un solo pulmón era imposible.
Pero entonces ocurrió un milagro. Mientras la puta descendía a mayor velocidad de lo que permitía la pendiente, volvió la vista atrás y se le enredaron las piernas. Dio una espectacular voltereta, cayó sobre la superficie de grava en una especie de salto del cisne, y resbaló varios metros cuesta abajo, dejando un rastro oscuro tras de si. Quedo tendida de bruces con los brazos extendidos, temblando de los pies a la cabeza. A la luz de las estrellas sus manos abiertas parecieron pálidas criaturas pescadas en una alberca. Tak vio cómo intentaba flexionar una rodilla para levantarse. Pero le fallaron las fuerzas y se quedó tumbada.
¡Ahora! ¡Ahora! Tak ah wan!
Tak obligó al cuerpo de Ellen a avanzar con algo parecido a un trote, apostándolo todo a las últimas energías de aquel cuerpo, confiando en su propia agilidad para evitar una caída. Su respiración se había reducido a una especie de húmedos resoplidos en la garganta, como un pistón deslizándose en grasa espesa. La percepción sensorial de Ellen se había oscurecido en la periferia, aproximándose ya al colapso definitivo. Pero resistiría un poco más. Sólo un poco. Y eso era justo lo que necesitaba.
Ciento cuarenta metros.
Ciento veinte.
Tak corrió hacia la mujer tendida en la pista de grava, emitiendo voraces y ahogados gritos de triunfo a medida que la distancia se acortaba.
Levántate, Mary! ¡Tienes que levantarte!
Miró atrás y vio aproximarse una criatura horrible y amenazadoramente real. El pelo flotaba en el aire tras ella. Le había reventado un ojo. A cada exhalación brotaban chorros de sangre por su boca. Y en su rostro se advertía la expresión de un animal voraz que ha abandonado el escondrijo donde permanecía al acecho y lo arriesga todo en un último ataque.
¡Levántate, Mary! ¡Levántate!, insistió la voz.
No puedo. Me he desollado medio cuerpo y además ya es demasiado tarde, gimió, pero incluso mientras se lamentaba intentó de nuevo flexionar la rodilla y apoyarse en ella. Esta vez lo consiguió, y eso le permitió enderezarse e intentar vencer la fuerza de gravedad que la mantenía pegada al suelo como una limadura de hierro a un imán.
La criatura con apariencia de Ellen había cobrado mayor velocidad. Mientras avanzaba parecía desintegrarse por momentos. Y gritaba: un prolongado aullido de rabia y hambre rebozado en sangre.
Mary se puso en pie y gritó también al ver que la criatura alargaba los brazos y trataba de agarrarla con los dedos. Corrió cuesta abajo con los ojos desorbitados y la boca abierta en un mudo alarido.
Una mano nauseabundamente caliente le golpeó entre los omóplatos e intentó hacer presa en la camisa. Mary echó el tronco hacia delante y casi cayó al inclinarse más allá de su eje de equilibrio, pero se zafó de la mano.
–¡Puta!
Era un gruñido gutural, inhumano, justo detrás de ella, y esta vez la mano le agarró el pelo, pero lo tenía resbaladizo a causa del sudor, y tampoco pudo sujetarla. Por un momento Mary notó los dedos de la criatura en la nuca. Siguió corriendo cuesta abajo con zancadas cada vez más largas, y el miedo se mezcló con una especie de delirante euforia.
Al cabo de un instante oyó un golpe sordo a sus espaldas. Se arriesgó a mirar atrás y vio que la criatura se había desplomado. Yacía enroscada como un caracol aplastado. Abría y cerraba las manos como si aún intentase atrapar a la mujer que por muy poco había conseguido escapar de ella.
Mary miró al frente y se concentró en el semáforo del cruce. Se hallaba más cerca… y se veían también otras luces. Unos faros, aproximándose en aquella dirección. Corrió hacia ellos.
No advirtió que una enorme silueta pasaba en silencio sobre ella.
Había estado muy cerca -de hecho había llegado a tocarle el pelo- pero en el último segundo Mary había logrado zafarse. Y cuando Mary empezaba a cobrar de nuevo ventaja, los pies de Ellen se enredaron y Tak se desplomó, oyendo cómo reventaban los órganos dentro del cuerpo de Ellen. Quedó tendida de costado, abriendo y cerrando las manos como si buscara dónde agarrarse.
Se tumbó de espaldas y miró el cielo estrellado, gimiendo de dolor y odio. Había estado tan cerca.
De pronto vio la oscura silueta que surcaba el aire, una especie de crucifijo en movimiento que ocultaba las estrellas a su paso, y lo recorrió una repentina oleada de esperanza.
Había pensado en el lobo y había descartado la idea porque se hallaba demasiado lejos, pero se había equivocado al creer que el lobo era el único recipiente can toi que podía albergar a Tak durante un rato.
Allí estaba aquel otro animal.
–Mi him -susurró con su voz estertórea, velada por la sangre-. Can de lach, mi him, min en to, Tak!
Ven a mí. Ven a Tak, ven a la criatura ancestral, ven al corazón del ser sin forma.
Ven a mí, recipiente.
Alzó los brazos moribundos de Ellen, y el águila voló hasta ellos, mirando fijamente el rostro agónico de Tak con ojos extasiados.
–No los miro, créame -respondió David-. Ya he visto suficientes cadáveres para toda mi vida.
–Creo que así ya está bien -dijo Johnny cuando le pareció que el remolque no obstaculizaba ya la salida del garaje. A continuación se dirigió hacia el lado del conductor del todoterreno y tropezó con algo.
David lo agarró del brazo, pese a que no había sido más que un ligero traspié, y dijo:
–Cuidado, abuelo.
–Eres un deslenguado, chico.
Johnny miró al suelo y vio que había tropezado con el martillo. Lo recogió y se volvió para dejarlo en el banco de trabajo, pero cambió de idea y se lo colocó bajo el cinturón de las chaparreras. Estas presentaban ya manchas de sangre y tierra suficientes para parecer autenticas, y por alguna razón pensó que aquel era el sitio adecuado para el martillo.
A la derecha de la puerta metálica había una caja de control remoto.
Johnny pulsó el botón azul de apertura, preparándose mentalmente para nuevos problemas, pero la puerta se elevó suavemente por sus rieles. El aire que entró, impregnado de un tenue olor a castilleja y salvia, era fresco y fragante. David se llenó los pulmones, se volvió hacia Johnny, y sonrió.
–¡Que agradable!
–Si. Vamos, monta en esta preciosidad. Te llevo a dar una vuelta.
David se subió al vehículo, que parecía un descomunal carro de golf. Johnny hizo girar la llave y el motor arrancó a la primera. Mientras cruzaban la puerta, pensó que nada de aquello estaba ocurriendo, que todo formaba parte de una nueva idea que había tenido para un nuevo libro. Una novela de fantasía, quizá incluso de terror puro y simple. En todo caso un libro en el que John Edward Marinville se apartaría de su anterior trayectoria. No abordaría las cuestiones propias de la literatura sería, pero ¿que más daba? Iba a seguir escribiendo, y si deseaba tomarse un poco menos en serio, sin duda estaba en su derecho. No había necesidad de cargarse al hombro cada libro como si fuese una mochila llena de piedras y después echarse a correr cuesta arriba con él. Eso podía estar bien para los jóvenes, los reclutas del campo de instrucción, pero para él esa etapa ya había quedado atrás. Lo cual era un alivio.
No, nada de aquello era real. En la realidad se disponía a dar un paseo en el viejo descapotable, a dar un paseo con su hijo, el hijo que había tenido ya en su madurez. Irían a Milly's on the Square. Aparcarían junto al puesto de helados, comprarían unos cucuruchos, y quizá le contaría al chico unas cuantas anécdotas de su juventud, no tantas como para aburrirlo -los chicos tenían poca paciencia para las historias que empezaban con un «Cuando yo era joven», lo sabía, como probablemente lo sabían todos los padres que no tenían la cabeza en las nubes-, sólo una o dos sobre sus inicios en el béisbol, cuando se presentó a unas pruebas por pura diversión, y resultó que el entrenador…
–¿Johnny? ¿Se encuentra bien?
Johnny se dio cuenta de que había retrocedido hasta bajar de la acera y se había quedado inmóvil con el pie en el embrague y el motor en marcha.
–¿Eh? Ah, sí. Estoy bien.
–¿En que pensaba? – preguntó David.
–En niños. Tú eres el primero que tengo cerca desde… ¡Santo Dios! Desde que mi hijo menor se fue a estudiar a Duke. Eres un buen chico, David. Un poco obsesionado con Dios, pero por lo demás eres legal.
David sonrió.
–Gracias.
Johnny retrocedió un poco más, giró y puso la primera. Cuando los altos faros del todoterreno iluminaron la calle principal, advirtió dos cosas: la veleta en forma de duende que antes coronaba el Bud's Sud había caído a la calle, y el camión de Steve había desaparecido.
–Si han hecho lo que tú querías, deben de estar camino de la mina – comentó Johnny.
–Cuando encuentren a Mary, nos esperaran.
–¿Crees que la encontraran?
–Estoy casi seguro de que sí. Y creo que se encuentra bien. Aunque le ha ido de poco. – Miró a Johnny, y esta vez se dibujó en sus labios una sonrisa más amplia. Johnny pensó que era una sonrisa encantadora-. Y usted también va a salir de esta, creo. Quizá incluso escriba sobre la experiencia.
–Por lo general escribo sobre cosas que me han pasado. Las disfrazo un poco y me dan buen resultado. Pero esto… no sé.
Pasaron ante el Oeste Americano. Johnny pensó en Audrey Wyler, sepultada bajo las ruinas de la galería. Lo que quedaba de ella.
–David, ¿que había de cierto en la historia de Audrey? ¿Lo sabes?
–Casi todo. – Contempló también el cine, torciendo el cuello cuando lo dejaron atrás para verlo un instante más. Después volvió a mirar a Johnny con expresión abstraída y, pensó Johnny, melancólica-. Audrey no era mala persona, ¿sabe? Lo que le ha pasado es como verse atrapado por un alud o una inundación, algo así.
–Una fuerza mayor. Un designio de Dios.
–Exacto.
–Nuestro Dios. El tuyo y el mío.
–Exacto -convino David.
–Y Dios es cruel.
–Sí.
–Tienes algunas ideas monstruosas para ser un niño, ¿lo sabias?
Pasaron por delante del ayuntamiento, el lugar donde su hermana había sido asesinada y su madre arrastrada a algún oscuro final. David observó el edificio con una mirada que Johnny no supo interpretar y después se frotó la cara con las dos manos. Con ese gesto volvía a aparentar su verdadera edad, y Johnny se sorprendió al verlo de repente tan joven.
–Más de las que yo querría -contestó David-. ¿Sabe que dijo Dios a Job cuando se cansó de escuchar sus quejas?
–Que se jodiese, poco más o menos, ¿no?
–Sí. ¿Quiere oír algo realmente horrible?
–Me muero de impaciencia -respondió Johnny.
El todoterreno se traqueteo sobre los montículos de arena. Johnny veía ya el límite del pueblo. Habría deseado acelerar, pero dado el corto alcance de los faros no parecía prudente poner una marcha superior a la segunda. Quizá era cierto que estaban en manos de Dios pero, según se decía, Dios ayudaba a quienes se ayudaban a si mismos.
Acaso por eso había conservado el martillo.
–Tengo un amigo. Brian Ross, se llama. Es mi mejor amigo. Una vez construimos un Partenón con chapas.
–¿En serio?
–Sí. Nos ayudó un poco el padre de Brian, pero prácticamente lo construimos nosotros solos. Los sábados por la noche nos quedábamos a ver viejas películas de terror. En blanco y negro. Boris Karloff era nuestro monstruo favorito. Frankenstein no estaba mal, pero nos gustaba más La momia. Siempre nos estábamos diciendo: «Mierda, nos persigue la momia; andemos un poco más deprisa.» Eran tonterías, pero nos lo pasábamos bien. ¿Entiende?
Johnny sonrió y asintió con la cabeza.
–El caso es que Brian tuvo un accidente. Un conductor bebido lo atropelló un día cuando iba al colegio en bicicleta. O sea, eran las ocho menos cuarto de la mañana, ¿Y puede creer que aquel tipo iba borracho como una cuba?
–Si -afirmó Johnny-, no me lo jures.
David lo miró con atención, asintió y reanudó su historia.
–Brian se dio un golpe en la cabeza. Un golpe muy fuerte. Tenía una fractura de cráneo y lesiones en el cerebro. Quedó en coma, y no había esperanzas de que sobreviviese. Pero…
–Deja que adivine -dijo Johnny-. Rogaste a Dios que tu amigo se curase, y al cabo de dos días, premio, el chico volvió a andar por su propio pie y a hablar como si tal cosa, alabado sea Jesús, señor y salvador nuestro.
–¿No me cree?
Johnny se echó a reír.
–Si, claro que te creo. Después de todo lo que he visto hoy, una minucia como ésa me parece lo más normal del mundo.
–Fui a rezar a un sitio que era especial para Brian y para mí. Una plataforma que habíamos construido en un árbol. La llamábamos Puesto de Observación Vietcong.
Johnny lo miró con expresión sería.
–¿Eso no será una broma?
David movió la cabeza en un gesto de negación.
–Ya no recuerdo quién de los dos le puso ese nombre, pero así es como la llamábamos. Creo que lo sacamos de una película, pero tampoco recuerdo cuál. Incluso clavamos un cartel. Aquel era nuestro sitio y allí fui, y lo que dije fue… -Cerró los ojos para pensar-. Lo que dije fue: «Cúralo. Dios, cúralo. Si lo curas, haré lo que me pidas. Escuchare tus deseos y los realizaré. Lo prometo.» -David volvió a abrir los ojos-. Se curó casi al instante.
–Y ahora tienes que cumplir tu promesa. Esa es la parte desagradable, ¿no?
–¡No! No me importa cumplir mi promesa. El año pasado aposté cinco dólares con mi padre a que los Pacers ganarían el campeonato de la NBA; no ganaron, y cuando me tocaba pagar, quiso perdonármelos porque, según dijo, era un niño y había apostado con el corazón y no con la cabeza. Quizá tenía razón…
–Probablemente tenía razón.
–… pero se los pagué de todos modos. Porque esta mal no pagar lo que uno debe, y esta mal no cumplir lo que uno ha prometido. – David se inclinó hacia Johnny y bajó la voz como si temiese que Dios pudiera oírlo-. La parte desagradable es que Dios sabía que yo vendría aquí, y sabía ya lo que quería de mí. Y sabía que tenía que aprender antes para cumplir su voluntad. Mis padres no son creyentes, sólo celebran la Navidad y la Semana Santa, y hasta el accidente de Brian tampoco yo lo era. Lo único que conocía de la Biblia era el Evangelio de San Juan, capitulo tres, versículo dieciséis, porque siempre aparece citado en las pancartas que llevan los fanas al estadio de béisbol. Porque tanto amó Dios al mundo.
Pasaron ante la bodega, cuyo cartel se había caído por completo.
Los depósitos de gas habían sido arrancados de la pared del edificio y se hallaban en medio del desierto a sesenta o setenta metros. La Mina de los Chinos se alzaba ante ellos. A la luz de las estrellas parecía un sepulcro blanqueado.
–¿Quienes son los «fanas»? – preguntó Johnny.
–Los fanáticos. Así los llamaba mi amigo el padre Martin. Creo que está… creo que le ha pasado algo. – David guardó silencio por un momento, manteniendo la vista fija en la carretera, cuyos bordes se habían desdibujado bajo la arena, apilada allí en montículos más pronunciados. El todoterreno los superaba sin problemas-. Como decía, antes del accidente de Brian yo no sabía nada de Jacob y Esaú, o de la túnica multicolor de José, o de la esposa de Putifar. Por aquel entonces mi principal interés -hablaba, pensó Johnny, como un veterano de guerra nonagenario recordando antiguas batallas y campañas olvidadas- era si Albert Belle ganaba o no el campeonato de béisbol. – Se volvió hacia Johnny con semblante severo-. Lo horrible no es que Dios me pusiese en una posición en la que quedaba en deuda con el, sino que para conseguirlo hiciese daño a Brian.
–Dios es cruel.
David asintió, y Johnny advirtió que estaba a punto de llorar.
–Lo es, y mucho. Es mejor que Tak, quizá, pero de todos modos muy cruel.
–Pero la crueldad de Dios tiene como objetivo purificarnos -comentó Johnny-, o al menos eso dicen, ¿no?
–En fin… puede ser.
–En todo caso, tu amigo esta vivo.
–Si… -contesto David.
–Y quizá toda esa maniobra no fuese solo para atraerte a ti. Quizá algún día tu amigo descubre un tratamiento contra el sida o el cáncer O quizá se convierta en un as del béisbol.
–Puede ser.
–David, esa criatura que anda suelta por ahí, Tak, ¿qué es? ¿Tienes idea? ¿Un espíritu indio, tal vez? ¿Una especie de manitú?
–No lo creo. Me parece que, más que un espíritu o incluso un demonio, es algo así como una enfermedad. Quizá los indios no supiesen siquiera que estaba aquí, y llevaba mucho más tiempo que ellos, Tak es el ser ancestral, el corazón sin forma. Y donde se halla realmente es al otro lado del pequeño ojo abierto en el fondo del pozo, No sé con seguridad si eso es un lugar en la tierra, o ni siquiera en el espacio normal. Tak es un intruso, tan distinto de nosotros que ni tan sólo podemos concebirlo.
El chico temblaba un poco, y había palidecido más aún. Quizá se debía solo a la luz de las estrellas, pero a Johnny no le gusto.
–No es necesario que sigamos hablando del tema si tú no quieres.
David asintió con la cabeza y señalo al frente.
–Mire, el camión Ryder. Esta parado. Deben de haber encontrado a Mary. ¿No es estupendo?
–Desde luego -convino Johnny.
Los faros del Ryder se hallaban a algo menos de un kilómetro, orientados hacia la base del terraplén. Siguieron avanzando en silencio, absortos ambos en sus respectivos pensamientos. Johnny reflexionaba esencialmente sobre su identidad; ya no sabía con certeza quién era. Se volvió hacia David con la intención de preguntarle si tenía idea de donde podía haber unas cuantas latas de sardinas más -con el hambre que tenía no le habría hecho ascos ni a un plato de habichuelas frías- cuando en su mente se produjo de pronto una insonora y resplandeciente explosión. Se echo hacia atrás en el asiento con una violenta sacudida. Un grito ahogado broto de su garganta. Su boca se abrió de una manera tan extrema que por un momento su rostro semejó la máscara de un payaso. El todoterreno viro hacia la izquierda de la carretera.
David se inclino hacia el, agarró el volante y corrigió el curso justo antes de que el vehículo cayese a la cuneta. En ese momento Johnny volvió a abrir los ojos. Frenó instintivamente, y el chico se vio lanzado contra el salpicadero. Quedaron detenidos en medio de la carretera a menos de sesenta metros de las luces de posición del Ryder. Vieron varias personas detrás del camión, siluetas teñidas de rojo.
–¡Mierda! – exclamó David-. Por un segundo…
Johnny lo miró, aturdido y perplejo, como si lo viese por primera vez en su vida. Gradualmente se le aclaro la vista, y se echo a reír.
–Tú lo has dicho: ¡Mierda! – dijo con voz débil, casi sin aliento, la voz de alguien que se recupera de una fuerte impresión-. Gracias, David.
–¿Ha sido una bomba divina?
–¿Cómo?
–Y grande -añadió David-. Como la de Saulo en Damasco, cuando las cataratas o lo que fuese se le desprendió de los ojos y volvió a ver la luz. El padre Martin llamaba a eso «bombas divinas». Acaba de caerle una, ¿verdad?
De pronto Johnny sintió un vehemente impulso de rehuir la mirada de David, por temor a lo que podía ver en ella. Se volvió al frente y miró hacia las luces de posición del Ryder.
Pese a la considerable anchura de la pista de grava, Steve no había dado la vuelta al camión, que seguía orientado hacia el sur, hacia el terraplén. Era lógico, pensó Johnny. Steve Ames era un astuto tejano, y probablemente sospechaba que aquello no había terminado aún. Tenía razón. David también tenía razón -debían bajar a la Mina de los Chinos-, pero quizá algunas de sus ideas no fuesen tan acertadas.
Fija los ojos, Johnny, dijo Terry. Fija los ojos para poder mirarlo a la cara sin un solo parpadeo. Sabes hacerlo, ¿verdad?
Sí, sin duda. Recordó un comentario de un viejo profesor de literatura que tuvo en su adolescencia, cuando los dinosaurios todavía deambulaban por la tierra. La mentira es ficción, había proclamado con una cínica sonrisa aquel viejo e irascible reptil, la ficción es arte, y por consiguiente todo arte es mentira.
Y ahora, señoras y señores, hagan hueco mientras me preparo para practicar mi arte en este joven e incauto profeta.
Se volvió hacia David y lo miró fijamente a los ojos con una triste sonrisa.
–No ha sido ninguna bomba, David. Lamento decepcionarte.
–¿Que ha pasado, pues?
–He tenido un ataque de epilepsia. De pronto se me ha venido todo encima y he tenido un ataque. De joven tenía uno cada tres o cuatro meses. Petit mal, lo llaman. Me medique durante un tiempo y desaparecieron. Pero empecé a padecerlos de nuevo hacia los cuarenta años, o quizá los treinta y cinco, cuando me di a la bebida, y de hecho a cosas peores. Y además entonces ya no eran tan petit. Estos ataques son la principal razón por la que he dejado el alcohol. El que acabas de presenciar ha sido el primero en casi -se interrumpió y fingió contar- once meses. Esta vez no se ha debido al alcohol y la cocaína, sino simplemente a la tensión de las últimas horas..
Volvió a poner el todoterreno en marcha. Se esforzó por mantener la vista al frente; si miraba al chico, sería para comprobar hasta que punto se había tragado la historia, y el podía notarlo. Parecía absurdo, paranoide, pero Johnny sabía que no lo era. David era desconcertante y misterioso, como un profeta del Antiguo Testamento recién salido de un desierto del Antiguo Testamento con la piel quemada por el sol, y el cerebro al rojo vivo a causa de la información transmitida por Dios.
Era mejor evitar su mirada, al menos por el momento.
Con el rabillo del ojo derecho vio que David lo observaba sin saber que pensar.
–¿Es eso verdad, Johnny? – preguntó por fin el chico-. ¿No son invenciones suyas?
–Es verdad, te lo aseguro -contesto Johnny sin apartar la vista de la carretera-. No me he inventado nada.
David no hizo más preguntas, pero siguió observándolo. Johnny descubrió que percibía el contacto de esa mirada, como unos dedos hábiles y suaves palpando la parte superior de una ventana en busca del fiador que les permitirá abrirla.
1
El meapilas de mierda.
Allí pese a todo.
Los dos allí pese a todo.
Tak se había cruzado brevemente con el chico en la visión de este y había intentado desviar su atención, intimidarlo, ahuyentarlo antes de que se encontrase con el que lo había llamado a su presencia. Ninguno de sus trucos había surtido efecto. «Mi Dios es fuerte», había dicho, y obviamente así era.
Aun quedaba por ver, no obstante, si esa fuerza bastaba para vencerlo.
El todoterreno paró a cierta distancia del camión amarillo. Al parecer el escritor y el chico estaban hablando. El dama del chico se encaminó hacia ellos, armado de un rifle, pero se detuvo al advertir que el todoterreno reanudaba la marcha. Instantes después el grupo se había reunido de nuevo, o mejor dicho lo que quedaba de el, pese a sus esfuerzos por dividirlos.
Sin embargo no todo estaba perdido. El cuerpo del águila no le duraría mucho -una hora, dos a lo sumo-, pero por el momento se conservaba fuerte, ardiente y voraz, un arma afilada que Tak empuñaba del modo más firme posible. Extendió las alas del ave y alzó el vuelo mientras el dama abrazaba a su damane. (Estaba olvidando rápidamente el lenguaje humano -el pequeño cerebro de can toi del águila era incapaz de retenerlo- y recurría de nuevo al idioma rudimentario pero poderoso de los seres sin forma.)
Viró en el aire, se deslizó sobre el pozo de oscuridad que era la Mina de los Chinos, y descendió en espiral hacia el agujero cuadrado que accedía al viejo túnel. En el interior, a unos veinte metros de la entrada, brillaba una tenue luz rojiza. Tak contemplo aquel resplandor desde fuera por un momento, dejando que la luz del an tak inundase y tranquilizase el primitivo cerebro del ave, y después entro en el túnel. A corta distancia se abría un pequeño hueco en la pared de la izquierda. El águila penetró en él y espero allí con las alas muy apretadas contra el cuerpo.
Esperaba a todo el grupo, pero especialmente al meapilas. Le abriría la garganta con una de las poderosas garras del águila y le arrancaría los ojos con la otra; caería muerto antes de que ninguno de los otros se diese cuenta de lo que ocurría. Antes de que el propio os dam supiese que pasaba, o intuyese siquiera que moría ciego.
Mary bajó al suelo y camino unos pasos tambaleándose. Los músculos de las piernas le temblequeaban, resentidos aún por el esfuerzo de la carrera. He corrido para salvar la vida, pensó, y eso es algo que nunca podré explicar, ni de viva voz ni tampoco probablemente con un poema; nunca podré explicar lo que se siente cuando uno no corre por una comida, una medalla, un premio o para coger el tren, sino para salvar la vida.
Cynthia le apoyo una mano en el brazo.
–¿Esta bien? – pregunto.
–Lo estaré -contesto Mary-. Déme cinco años y estaré como una jodida rosa.
Steve se acercó a las dos mujeres.
–No hay señales de ella- comentó Steve, refiriéndose, supuso Mary, a Ellen. A continuación fue hasta donde se hallaban David y Marinville-. ¿David? ¿Te encuentras bien?
–Sí -contesto el chico-. Y Johnny también.
Steve miró a Marinville con semblante evasivo.
–¿Es así?
–Eso creo -respondió Marinville-. He… -Miró a David-. Cuéntaselo tú, chico. Lo sabes mejor que yo.
David esbozó una débil sonrisa.
–Johnny ha cambiado de opinión. Y si buscan a mi madre… a la criatura que se había adueñado del cuerpo de mi madre… no es necesario que sigan. Ha muerto.
–¿Estas seguro?
–Encontraremos su cuerpo en el terraplén, a mitad de camino del borde de la mina- contesto David, señalando hacia arriba. Luego, con una voz que intento en vano mantener serena, añadió-: No quiero verla. Cuando la aparten de la pista de grava, quiero decir. Papá, creo que tu tampoco deberías verla.
Mary se aproximo a ellos frotándose los muslos por la parte de atrás, donde más agarrotados tenía los músculos.
–El cuerpo de Ellen ya no le servia, y no ha conseguido el mío. Así pues, debe de haber vuelto a su agujero, ¿no?
–S-s-sí…
A Mary la inquieto la incertidumbre que se traslucía en la voz de David. Su respuesta parecía más una suposición que una afirmación fundada.
–¿Tenía alguien a mano en quién refugiarse? – preguntó Mary-. ¿Hay alguna otra persona viva aquí? ¿Un ermitaño? ¿Algún viejo buscador de oro?
–No -respondió David, esta vez más seguro.
–Ha caído y no puede levantarse -dijo Cynthia, y alzó un puño hacia el cielo estrellado-. ¡Bravo!
–¿David? – pregunto Mary.
El chico se volvió hacia ella.
–Aun no hemos terminado, ¿no? – dedujo Mary-. Incluso si ha quedado atrapado ahí dentro. Ahora debemos cerrar el túnel, ¿verdad?
–Primero el an tak -preciso David, asintiendo con la cabeza-, y luego el túnel, sí. Tenemos que dejarlo como estaba antes.
Ralph rodeó con un brazo los hombros de su hijo.
–Si tú lo dices, David.
–Yo estoy de acuerdo -convino Steve-. Tengo curiosidad por ver el sitio donde ese tipo se descalza y apoya los pies en el cojín.
–Yo no tengo especial prisa en llegar a Bakersfield -comentó Cynthia.
David miró a Mary.
–Cuenta conmigo, por supuesto. Ha sido Dios quién me ha mostrado como escapar. Y también tengo que pensar en Peter. Esa criatura ha matado a mi marido. Creo que se lo debo a Peter.
David miró después a Johnny.
–Dos preguntas -dijo Johnny-. ¿Que pasara cuando esto acabe? ¿Que pasara aquí? Si la compañía minera de Desesperación vuelve y reanuda la explotación, casi con toda seguridad reabrirán la vieja Mina de los Chinos, ¿no? Así pues, ¿de qué servirá cerrar el túnel?
David sonrió. Mary tuvo la impresión de que era una sonrisa de alivio, como si temiese una pregunta mucho más difícil.
–Ese no es nuestro problema; es cosa de Dios. Nosotros solo debemos preocuparnos de cerrar el an tak y el tramo de túnel que va desde allí hasta el exterior. Después nos marchamos y nos olvidamos de todo. ¿Cual era la otra pregunta?
–¿Me dejaras que te invite a un helado cuando esto acabe, y que te cuente unas cuantas batallitas de mi juventud?
–Cómo no. A condición de que me permita hacerlo callar cuando… ya sabe… se pongan aburridas.
–En mi repertorio no hay historias aburridas -repuso el escritor con arrogancia.
El chico volvió al camión con Mary, rodeándole la cintura y apoyando la cabeza en su brazo como si fuese su madre. Mary supuso que podía hacer las veces de madre durante un rato si él lo necesitaba.
Steve y Cynthia montaron en la cabina. Johnny Marinville y Ralph se sentaron en el suelo de la caja frente a Mary y David.
Cuando el camión se detuvo a mitad de la cuesta, Mary noto que David se estrechaba contra ella y le rodeo los hombros con el brazo.
Habían llegado al lugar donde se hallaba su madre, o mejor dicho, su caparazón vacío. El chico lo sabía tan bien como ella. Respiraba aceleradamente por la boca. Mary le cogió la cabeza y, sin hablar, lo instó a apoyarla contra su pecho. El accedió de buen grado. Mary siguió notando su respiración rápida y poco profunda, y enseguida también sus primeras lágrimas mojándole la camisa. Frente a ella, el padre de David permanecía sentado con las rodillas encogidas contra el pecho y las manos en la cara.
–Tranquilo, David -susurro Mary, y empezó a acariciarle el pelo-. Tranquilo.
Se oyeron las dos puertas de la cabina al cerrarse y luego unas pisadas en la grava. En voz muy baja, Cynthia exclamo horrorizada:
–¡Dios! ¡Fíjate como esta!
–Cállate, tonta. Te van a oír -reprendió Steve.
–Lo siento.
–Ven, ayúdame.
Ralph se aparto las manos de la cara, se enjugó los ojos con la manga, y después se acercó a David y apoyó un brazo en su hombro. David buscó a tientas la mano de su padre y se la cogió. La mirada afligida y lacrimosa de Ralph se cruzó con la de Mary, y también ella empezó a llorar.
Mary oyó arrastrarse los pies por la grava mientras Steve y Cynthia apartaban a Ellen de la pista. Siguió un instante de silencio, un leve gruñido de Cynthia por el esfuerzo, y por fin de nuevo las pisadas de regreso al camión. Mary presintió que Steve se asomaría a la caja del camión y diría al chico y su padre alguna indignante mentira, alguna estupidez como, por ejemplo, que Ellen tenía un aspecto plácido, que daba la impresión de estar haciendo una siesta allí en medio de ninguna parte. Trato de enviar un mensaje telepático: Déjelo, no venga aquí con una sarta de mentiras piadosas, porque solo conseguirá empeorar las cosas. Los dos han estado en Desesperación, han visto lo que ha ocurrido allí, así que no intente engañarlos sobre lo que ha ocurrido aquí.
Las pisadas se interrumpieron. Se oyó un murmullo de Cynthia.
Steve contestó algo. Luego subieron a la cabina y cerraron las puertas.
El motor se revolucionó y el camión se puso otra vez en marcha. David mantuvo la cabeza apoyada en el pecho de Mary aún unos instantes, y luego la levantó.
–Gracias -dijo.
Mary sonrió, pero la puerta trasera estaba abierta, y supuso que había claridad suficiente para que el chico advirtiese que también ella había llorado.
–A tu disposición -contestó Mary, y lo besó en la mejilla-. En serio.
Cruzó los brazos en torno a las rodillas y contemplo el paisaje por la puerta abierta a través de la estela de polvo. Veía aún el semáforo intermitente, una chispa amarilla en la inconmensurable oscuridad, pero ahora se alejaba de ellos. El mundo -el que para ella había sido siempre el único mundo- parecía alejarse también. Galerías comerciales, restaurantes, los cines, las sesiones en el gimnasio, alguna que otra tarde de sexo apasionado; todo parecía alejarse.
Y es todo tan sencillo, pensó. Tan sencillo como perder una moneda por un agujero de un bolsillo.
–¿David? – preguntó Johnny-. ¿Sabes como entró Tak en Ripton, su primer recipiente?
David movió la cabeza en un gesto de negación.
Johnny asintió como si fuese esa la respuesta que esperaba y se reclinó contra el panel del camión. Mary se dio cuenta de que Marinville, pese a lo exasperante que podía llegar a ser, le inspiraba cierta simpatía. Y no solo porque hubiese regresado con David; le había caído bien desde… bueno, desde que entraron en las oficinas del ayuntamiento a buscar armas, supuso. Le había dado un susto de muerte al aparecer tras él sin avisar, y sin embargo él había recobrado la calma casi de inmediato. Imaginó que pertenecía a la clase de hombres que convertían casi en un segundo oficio la capacidad de recuperarse de un sobresalto u otro. Y cuando no ponía todo su empeño en hacer el gilipollas, resultaba divertido.
El Remington 30-06 se hallaba en el suelo junto a él. Johnny lo buscó a tientas, lo cogió y se lo coloco atravesado sobre los muslos.
–Mañana noche tenía previsto dar una conferencia, y me temo que no llegaré a tiempo – comentó, mirando al techo. El título iba a ser: «Punkis y poslectores: la narrativa norteamericana en el siglo XXI». Tendré que devolver el anticipo. «Triste, triste, triste, George y Martha.» Eso es de…
–¿Quien teme a Virginia Wolf? – apuntó Mary-. De Edward Albee. ¿Acaso se ha creído que todos somos analfabetos en este autobús?
–Lo siento -dijo Johnny, visiblemente sorprendido.
–No se olvide de incluir esa disculpa en su diario personal -bromeo ella, hablando por hablar.
Johnny bajó la cabeza para mirarla, frunció el entrecejo por un momento y se echo a reír. Al cabo de un instante Mary rió también, y enseguida la siguieron David y Ralph. La risa de Johnny era paradójicamente aguda para un hombre de su estatura, semejante a las estridentes carcajadas de los personajes de los dibujos animados, y ante esta idea Mary rió aún con más ganas. Le dolió el vientre arañado pero el dolor no le impidió seguir riendo.
Steve golpeó con un puño el panel delantero del camión desde la cabina. Era imposible adivinar si su voz amortiguada reflejaba alarma o regodeo.
–¿Que pasa ahí? – preguntó.
Con su voz más estentórea, Johnny Marinville contesto:
–¡Cállate, tejano ignorante! ¡Estamos hablando de literatura!
Mary se desternilló de risa, llevándose una mano a la garganta y sujetándose con otra el vientre dolorido. No pudo dejar de reír hasta que el camión llegó a lo alto del terraplén, cruzó el tramo llano del borde, y empezó a descender por el otro lado. Entonces el buen humor la abandonó por completo. Los otros callaron también casi simultáneamente.
–¿Lo notas? – pregunto David a su padre.
–Noto algo.
Mary empezó a temblar. Trato de recordar si antes, mientras reía, temblaba también, pero no lo consiguió. Notaban algo, sí, sin duda.
Y lo habrían notado con más intensidad si hubiesen estado allí un rato antes, si hubiesen ascendido por aquella pista de grava antes de que la criatura sangrante que había estado a punto…
Expulsa ese recuerdo de tu mente, Mare. Expúlsalo y cierra la puerta a cal y canto.
–¿Mary? – dijo David.
Ella le miró.
–Esto no se prolongara mucho más -aseguró el chico.
–Bien.
Al cabo de cinco minutos -cinco larguísimos minutos- el camión se detuvo y se abrieron las puertas de la cabina. Steve y Cynthia se acercaron a la parte de atrás.
–Todos abajo -dijo Steve-. Final de trayecto.
Mary salió del camión con visible esfuerzo, haciendo una mueca de dolor a cada movimiento. Le dolía todo el cuerpo, pero en especial las piernas. Si hubiese seguido sentada en el camión mucho más tiempo, después probablemente no habría sido capaz de caminar.
–Johnny, ¿le quedan aspirinas? – preguntó.
Johnny le entregó el tubo. Sacó tres y se las tomó con el último sorbo de Pepsi. Luego se acercó a la parte delantera del camión.
Para los demás aquella era la primera visita a la Mina de los Chinos; para Mary, la segunda. La oficina se encontraba a corta distancia del camión, y al mirarla, al pensar en lo que había en su interior y en lo cerca que había estado de la muerte allí dentro, sintió el impulso de gritar. Desvió su atención hacia el coche patrulla; la puerta del conductor seguía abierta, el capó seguía levantado, y el filtro del aire seguía en el suelo.
–Rodéeme con un brazo -pidió Mary a Johnny.
El la complació, observándola con una ceja enarcada.
–Ahora ayúdeme a llegar hasta el coche.
–¿Para que?
–Tengo que hacer una cosa -contestó Mary, evasiva.
–Mary, cuanto antes empecemos, antes acabaremos-dijo David.
–Sólo me llevará un segundo. Vamos, Shakespeare; andando.
Sujetándola por la cintura, Johnny la acompañó hasta el coche; en la otra mano sostenía el Remington 30-06. Mary supuso que la notaba temblar, pero no importaba. Para infundirse valor, se mordió el labio, recordando el viaje al pueblo en la parte trasera de aquel coche. Sentada con Peter tras la rejilla. El aroma a Old Spice y el olor metálico de su propio miedo. Las puertas sin tiradores, sin manivelas para los cristales de las ventanillas. Sin nada que mirar salvo la nuca quemada por el sol de Entragian y el ridículo osito de mirada inexpresiva sujeto al salpicadero.
Se sumergió en el hedor de Entragian -aunque era en realidad el hedor de Tak, ahora lo sabía- y arrancó el osito de un tirón. Sus ojos inexpresivos de can toi la miraron fijamente, como preguntando a que venía aquella estupidez, de que iba a servirle, que iba a cambiar.
–Bueno -dijo-, tú ya no existes, hijo de puta, y ése es el primer paso.
Lo dejó caer en el pedregoso suelo y lo pisó con fuerza. Notó el crujido bajo la zapatilla. Aquello fue, de un modo profundo, el momento más satisfactorio de aquella horrible pesadilla.
–Déjeme que adivine -dijo Johnny-. Es alguna nueva variación de la terapia convencional. Una reafirmación simbólica concebida expresamente para etapas criticas de la vida, algo así como «Yo estoy bien, y tú estas hecho picadillo». O…
–Cállese ya -lo interrumpió ella sin hostilidad-. Ya puede soltarme.
–¿Es indispensable? – Movió la mano por su cintura-. Empezaba a familiarizarme con la topografía.
–Por desgracia yo no soy un mapa.
Johnny retiró la mano, y volvieron con los demás.
–¿Es ahí, David? – preguntó Steve, señalando más allá de la maquinaria pesada y a la izquierda del herrumbroso barracón metálico con la chimenea torcida.
A unos veinte metros pendiente arriba estaba el agujero vagamente cuadrado que Mary había visto ya antes. En ese momento no le había prestado demasiada atención, porque tenía entre manos asuntos más urgentes -sobrevivir, principalmente-, pero al contemplarlo ahora de nuevo la asaltó un mal presentimiento, una repentina flojera en las rodillas. Bueno, pensó, por lo menos he aplastado el oso. Ya no mirará nunca más a nadie encerrado en la parte trasera de un coche patrulla.
Algo es algo.
–Eso es -respondió David-. La vieja Mina de los Chinos.
–Can tak en can tah -dijo su padre como si hablase en sueños.
–Sí.
–¿Y tenemos que volarla? – preguntó Steve-. ¿Cómo?
David señaló el edificio cúbico de hormigón situado junto a la oficina y dijo:
–Primero tenemos que entrar allí.
Se acercaron al polvorín. Ralph tiró del candado de la puerta como para comprobar su resistencia y a continuación amartilló el rifle Ruger. El piñoneo metálico del percutor resonó en la quietud de la mina.
–Échense atrás -dijo-. En las películas esto siempre sale bien, pero en la vida real… ¿quién sabe?
–Espere un segundo -pidió Johnny, y corrió hacia el Ryder. Lo oyeron revolver entre las cajas de cartón amontonadas justo detrás de la cabina-. ¡Ah, aquí estas!
Regresó con un casco negro de motorista provisto de una amplia visera y se lo entregó a Ralph.
–Es un Bell, protector cerebral de lujo. Rara vez lo utilizo, porque me sobra casco por todas partes. En cuanto meto la cabeza dentro, me da un ataque de claustrofobia. Póngaselo.
Ralph siguió su consejo. Con el casco puesto parecía un soldador futurista. Johnny retrocedió mientras Ralph se volvía de nuevo hacia el candado. Los demás también se apartaron. Mary tenía las manos apoyadas sobre los hombros de David.
–¿Por que no se vuelven de espaldas? – sugirió Ralph, su voz amortiguada por el casco.
Mary esperaba que David protestase -no habría sido extraño que mostrase preocupación por su padre, incluso una preocupación desmedida, dado que en las últimas doce horas había perdido a los otros dos miembros de su familia-, pero David permaneció en silencio. Su rostro no era más que un pálido borrón en la oscuridad, imposible de descifrar, pero Mary no percibía en él la menor agitación.
Quizá en su mente haya visto que no sufrirá ningún daño, pensó.
En esa visión que ha tenido… o lo que sea. O quizá…
No deseaba concluir ese pensamiento, pero no logró cortarle el paso a tiempo.
… quizá sabe que no existe alternativa.
Se produjo un largo momento de silencio -muy largo, se le antojó a Mary- y después se oyó una potente detonación que debería haber reverberado pero no lo hizo. El sonido desapareció en el acto, absorbido por las paredes, los bancales y las hondonadas de la explotación a cielo abierto. Segundos más tarde Mary oyó el grito de sorpresa de un ave, y después nada. Se preguntó por que Tak no había azuzado a los animales contra ellos como había hecho contra muchos habitantes del pueblo. ¿Porque los seis juntos formaban un grupo especial? Tal vez.
En tal caso, era David quién les había conferido un rango especial, del mismo modo que un solo jugador de gran talla puede elevar el nivel de todo un equipo.
Al volverse, vieron a Ralph inclinado sobre el candado, examinándolo a través de la visera transparente del casco. El candado estaba retorcido y presentaba un ancho orificio de bala en el centro, pero cuando Ralph tiró de el, no cedió.
–Habrá que probar otra vez -anunció, e hizo girar un dedo en el aire indicándoles que se diesen la vuelta de nuevo.
Obedecieron, y se oyó otra detonación. Esta vez ninguna ave gritó después. Mary supuso que la que había emitido el grito anterior se hallaba ya lejos de allí, aunque no había oído el aleteo. Lo cual probablemente era lógico, con los dos disparos retumbándole en los oídos.
En esta ocasión, cuando Ralph tiró, la barra del candado se desprendió al instante. Ralph retiró el pasador y lo lanzó a un lado.
Cuando se quitó el casco de Johnny, sonreía.
David corrió hacia el y se dieron de palmas con las manos extendidas.
–¡Así se hace, papá!
Steve abrió la puerta y observo el interior.
–Esto esta oscuro como boca de lobo -comentó.
–¿No hay un interruptor? – preguntó Cynthia-. El edificio no tiene ventanas, así que debe de haber luz eléctrica.
Steve buscó a tientas primero en la pared de la derecha y luego en la de la izquierda.
–Cuidado con las arañas -advirtió Mary, nerviosa-. Podría haber arañas.
–Aquí esta, ya lo he encontrado -dijo Steve. Se oyó el chasquido del interruptor, pero las luces no se encendieron. Steve volvió a probar; el resultado fue el mismo.
–¿Alguien conserva aún una linterna? – preguntó Cynthia-. Yo he debido de dejarme la mía en el cine.
Nadie respondió. Mary también tenía una linterna un rato antes -la que había encontrado allí mismo, en la oficina- y creía que se la había metido bajo el cinturón después de pinchar las ruedas de las furgonetas. En todo caso, había desaparecido. Y el hacha también. Debía de haber perdido tanto lo uno como lo otro durante su accidentada huida.
–¡Mierda! – exclamó Johnny-. Para boy scouts no servimos.
–Hay una en el camión, detrás del asiento -dijo Steve-. Bajo los mapas.
–¿Por que no la traes? – lo instó Johnny, pero Steve se quedó inmóvil por un momento. Miraba a Johnny con una expresión extraña que Mary no consiguió interpretar. Johnny la advirtió también-. ¿Que pasa?
–Nada -contestó Steve-. No pasa nada, jefe.
–Entonces muévete.
«¿Por qué no la traes?»
Una simple pregunta en apariencia, sólo cinco palabras, y todo había cambiado.
¿Que ha cambiado?, se preguntó. ¿Que ha cambiado exactamente?
–No lo se -murmuró mientras abría la puerta del conductor del camión y empezaba a buscar detrás del asiento-. Eso es lo que me pone nervioso, que en realidad no lo sé.
La linterna -de seis pilas y tubo largo- se hallaba bajo un montón de mapas arrugados, junto con el botiquín y una caja de cartón con unas cuantas bengalas de señales. La probó, vio que funcionaba y corrió a reunirse con los otros.
–Primero mira si hay arañas -aconsejó Cynthia, levantando la voz de una manera anormal-. Arañas y serpientes, como dice la canción. Dios, las detesto.
Steve entró en el polvorín y echó un vistazo alrededor alumbrándose con la linterna. Primero examinó el suelo, luego las paredes de cemento y por último el techo.
–No hay arañas -informó-. Tampoco serpientes.
–David, quédate ante la puerta -dijo Johnny-. Mejor será que no nos apiñemos todos ahí dentro. Y si ves a alguien o algo…
–Doy un grito -completó David-. No se preocupe.
Steve enfocó con la linterna un cartel situado en medio del polvorín; estaba en un atril, como el que ponen en la entrada de algunos restaurantes con un rótulo que reza: ESPERE, POR FAVOR. LA CAMARERA LO ACOMPAÑARÁ A SU MESA. Sólo que en este se leía en grandes letras rojas:
FULMINANTES DEBEN MANTENERSE