NEGLIGENCIA EN EL USO
–Eso es el NAFO -explicó Johnny, señalando el arcón cerrado-. Son las siglas de nitrato de amonio y fuel-oil.
–¿Cómo lo sabe? – preguntó Mary.
–Lo he leído en algún sitio -contestó, abstraído-. Simplemente lo he leído en algún sitio.
–Bueno, pues si alguien ha pensado que voy a volar también ese candado, esta mal de la cabeza – comentó Ralph-. ¿A alguien se le ocurre algo que no implique disparos?
–De momento no -dijo Johnny, pero no parecía muy preocupado.
Steve se acercó al arcón de la dinamita.
–Ahí no hay dinamita -aseguró Johnny, todavía extrañamente sereno.
Johnny tenía razón en cuanto a la dinamita, pero el arcón no estaba ni mucho menos vacío. Dentro, como metido con calzador, había un cadáver de un hombre vestido con vaqueros y una camiseta de Georgetown. Tenía un balazo en la cabeza. Sus ojos vidriosos miraron a Steve desde debajo de lo que en otro tiempo debió de ser pelo rubio.
Era imposible saberlo.
Conteniendo las nauseas que le provocaba el hedor a putrefacción, intentó desprender el llavero que colgaba del cinturón del cadáver.
–¿Que hay ahí? – preguntó Cynthia, encaminándose hacia el.
Un escarabajo salió de la boca abierta del cadáver y bajó por su mentón. Steve oyó un ligero roce. Debía de haber más insectos debajo del cuerpo. O quizá una de esas serpientes que su encantadora nueva amiga tanto apreciaba.
–Nada -contestó-. NO te acerques.
El llavero se resistía. Tras varios intentos inútiles por abrir el cierre en forma de clave que lo mantenía sujeto a la trabilla, Steve optó por arrancarlo con trabilla y todo. Cerró la tapa y cruzó el polvorín con el llavero. Johnny, advirtió, se encontraba a unos tres pasos de la puerta, mirando absorto el casco de motorista.
–¡Ay, pobre Yorick! – recitó-. Lo conocía bien.
–¿Johnny? ¿Te pasa algo? – preguntó Steve.
–No, estoy bien -contestó Johnny. Se puso el casco bajo el brazo y dedicó a Steve su más encantadora sonrisa, pero por su mirada daba la impresión de estar bajo un hechizo.
Steve entregó las llaves a Ralph.
–Puede que sea una de estas.
Ralph no tardó en encontrarla. La tercera llave que probó entró en el candado del arcón con el rótulo EXPLOSIVOS. Un instante después los cinco se hallaban junto al arcón contemplando el interior. Estaba dividido en tres compartimientos. Los dos de los extremos se hallaban vacíos. El central, lleno más o menos hasta la mitad, contenía una especie de bolsas alargadas de estopilla. Esparcidas entre ellas había unas pequeñas bolas -probablemente caídas de alguna bolsa rota- que a Steve le parecieron perdigones blanqueados. Las bolsas estaban provistas de cordones anudados a modo de asas. Steve levantó una. Era semejante a una salchicha y debía de pesar unos cuatro kilos y medio. En la franja lateral, estampado en letras negras se leía NAFO y debajo, en letras rojas, PRECAUCIÓN: INFLAMABLE, EXPLOSIVO.
–Muy bien -dijo Steve-, pero ¿cómo vamos a hacerlas estallar sin detonante? Tenias razón, jefe: no hay cartuchos de dinamita ni cápsulas fulminantes. Sólo un tipo con un peinado calibre treinta-treinta.
Johnny miró a Steve y luego a los otros.
–Me gustaría hablar con Steve a solas. Podrían salir los demás y esperar fuera un momento con David.
–¿Por que? – preguntó Cynthia al instante.
–Porque es necesario que hable con él -respondió Johnny con inusitada delicadeza-. Es por un pequeño asunto pendiente, nada más. Le debo una disculpa. Por lo general me cuesta disculparme en cualquier circunstancia, pero dudo que pudiera hacerlo con público.
–No creo que éste sea el momento… -empezó a decir Mary.
El jefe le enviaba a Steve señales con los ojos, señales urgentes.
–No hay inconveniente -dijo Steve-. Sólo será un momento.
–Y no se vayan de manos vacías -indico Johnny-. Llévense una bolsa de este Cuatro de Julio instantáneo cada uno.
–Por lo que yo sé, sin algún otro explosivo para detonarlo, esto no es más que una hoguera instantánea -comentó Ralph.
–Quiero saber que pasa aquí -insistió Cynthia, manifiestamente preocupada.
–Nada -respondió Johnny con voz tranquilizadora-. De verdad.
–¡Y un carajo! – replicó Cynthia, malhumorada, pero salió con los demás, cada uno con su bolsa de NAFO.
Antes de que Johnny comenzase a hablar, David entró en el polvorín. Aun tenía restos de jabón seco en las mejillas y los párpados amoratados. Steve había salido durante una época con una chica que usaba una sombra de ojos de ese mismo color, sólo que en ella resultaba atractivo, y en David chocante.
–¿Todo en orden? – preguntó David. Miró fugazmente a Steve, pero en realidad se dirigía a Johnny.
–Si -respondió Johnny-. Steve, dale a David una bolsa de NAFO.
David se quedó inmóvil por un momento, pensativo, contemplando la bolsa que Steve le había entregado. De pronto miró a Johnny y dijo:
–Enséñeme los bolsillos. Todos.
–¿Que…? – empezó Steve.
Johnny lo hizo callar y esbozó una extraña sonrisa, la sonrisa de alguien que mientras come muerde algo con un sabor amargo pero irresistible.
–David sabe lo que hace.
Se desabrochó las chaparreras y se vació los bolsillos de los vaqueros, entregando a Steve sus pertenencias una por una: la famosa cartera, sus llaves, el martillo que llevaba al cinto. Luego se inclinó para que David echase un vistazo en el bolsillo de la camisa. A continuación se desabrochó los vaqueros y se los bajó. Debajo llevaba un pequeño slip azul, sobre el que colgaba su considerable vientre. A Steve le recordó a esos viejos ricos que uno veía a veces paseando por la playa. Se sabía que eran ricos no sólo porque siempre lucían relojes Rolex y gafas de sol Oakley, sino también, y sobre todo, porque se exhibían sin el menor pudor con aquellos minúsculos taparrabos de licra. Como si por encima de ciertos ingresos la tripa se convirtiese en un bien más.
Al menos los calzoncillos del jefe no eran de licra sino de simple algodón.
Se giró ligeramente y levantó un poco los brazos para ofrecerle a David una mejor visión de todos sus ángulos y magulladuras. Después volvió a subirse los vaqueros y se puso encima las chaparreras.
–¿Satisfecho? – preguntó a David-. Si no, me quitare también las botas.
–No -dijo David, pero le registró los bolsillos de las chaparreras antes de marcharse. Se le veía inquieto pero no exactamente preocupado-. Ya pueden mantener su charla. Pero dense prisa.
Se marchó, dejando solos a Steve y Johnny.
El jefe se fue hasta el fondo del polvorín, alejándose lo más posible de la puerta. Steve lo siguió. Empezaba a percibir el olor del cadáver metido en el arcón de la dinamita, amortiguado por el aroma más intenso del fuel-oil, y deseó salir de allí cuanto antes.
–Quería asegurarse de que no llevas encima ninguno de esos can tahs, ¿verdad? Como Audrey.
Johnny asintió.
–Es un chico inteligente.
–Supongo que sí. – Steve barrió el suelo con los pies, se los miró, y por fin levantó la vista-. Oye, no es necesario que te disculpes por haberte largado. Lo importante es que hayas vuelto. ¿Por que no lo…?
–Debo muchas disculpas -admitió Johnny. Empezó a recoger sus cosas y a guardárselas rápidamente en los bolsillos. Dejó el martillo para el final, y volvió a metérselo bajo el cinturón de las chaparreras-. Es asombroso que uno pueda sembrar tanta mierda a lo largo de su vida. Pero a ese respecto tú eres la menor de mis preocupaciones, Steve, sobre todo ahora. Sólo calla y escucha, ¿de acuerdo?
–De acuerdo.
–Y tenemos que darnos prisa. David sospecha ya que tramo algo; esa es otra de las razones por lo que me ha hecho vaciar los bolsillos. Llegado un momento, no muy lejano ya, tendrás que agarrar a David. Cuando lo hagas, asegúrate de que lo tienes bien sujeto, porque va a resistirse como una fiera. Y asegúrate de que no escapa.
–¿Por que?
–¿Colaborará tu amiga la del peinado creativo si se lo pides? – preguntó Johnny.
–Probablemente, pero…
–Steve, tienes que confiar en mí.
–¿Por que iba a confiar? – dijo Steve.
–Porque cuando veníamos hacia aquí he tenido una revelación. Aunque, dicho así, suena un tanto ceremonioso; me gusta más la expresión de David. Me ha preguntado si me había caído una bomba divina. Le he asegurado que no, pero era mentira. ¿Crees que por eso me ha elegido Dios en último extremo? ¿Porque soy un embustero consumado? En parte tiene gracia, pero también tiene su lado desagradable, ¿sabes?
–¿Que va a pasar? ¿Lo sabes?
–No, no con todo detalle. – Johnny cogió el Remington 30-06 con una mano y el casco con la otra. Miró alternativamente uno y otro objeto, como si comparase su valor relativo.
–No puedo hacer lo que me pides -dijo Steve sin rodeos-. No confió en ti tanto como para eso.
–Tienes que confiar -repuso Johnny, y le entregó el rifle-. No te queda otra alternativa.
–Pero…
Johnny se acercó más a él. A Steve no le parecía ya el mismo hombre que había montado en la Harley-Davidson en Connecticut entre los crujidos de sus absurdas prendas de cuero nuevas, exhibiendo hasta el último de sus dientes mientras le rodeaban los fotógrafos de Life, People y Daily News. Había experimentado un profundo cambio que iba mucho más allá de una nariz rota y unas cuantas magulladuras.
Parecía más joven, más fuerte. La pomposidad había abandonado su rostro, y también ese cierto aire distraído que antes le caracterizaba.
Sólo en ese momento, al notar su ausencia, se dio cuenta Steve de lo permanente que había sido esa expresión en Marinville, como si, al margen de lo que dijese o hiciese, tuviese siempre puesta la atención en otra parte. En un objeto perdido o una tarea olvidada.
–David está convencido de que Dios quiere que muera a fin de encerrar a Tak otra vez en su agujero. El sacrificio final, por así decirlo. Pero se equivoca. – A Johnny se le quebró la voz al pronunciar la última palabra, y Steve advirtió perplejo que el jefe estaba al borde del llanto-. No va a ser tan sencillo para él.
–¿Que…?
Johnny lo cogió del brazo, apretándole tanto que casi le dolió.
–Calla, Steve. Tú limítate a agarrarlo cuando llegue el momento. Está en tus manos. Y ahora vamos. – Se inclinó sobre el arcón, levantó una bolsa de NAFO por el cordón y se la lanzó a Steve. Luego cogió otra para el.
–¿Tienes idea de cómo detonar esto sin dinamita ni fulminante? – preguntó Steve-. Sí, ¿verdad? ¿Que va a pasar? ¿Dios va a enviar un rayo?
–Eso cree David -contestó Johnny-, y después de la demostración de las sardinas y las galletas saladas, no es raro que lo crea. Sin embargo yo dudo que llegue a algo tan extremo. Vamos. Se hace tarde.
Salieron a la oscuridad de la noche ya cercana a su final y se reunieron con los otros.
Ralph no parecía muy convencido pero guardó silencio.
–¿Todos están bien? – preguntó Johnny.
–¿Que va a ocurrir? – dijo Mary-. ¿Cual es el plan?
–Seguiremos las indicaciones de Dios -respondió David-. Ese es el plan. Vamos.
David encabezó la marcha, subiendo de medio lado para no caerse.
Allí no había una amplia pista de grava, ni siquiera un sendero, y el terreno era escabroso. Johnny notó cómo se deshacía bajo sus pies a cada paso. Pronto el corazón y la maltrecha nariz empezaron a palpitarle sincronizadamente y con igual fuerza. Durante los últimos meses se había portado bien, pero los excesos de otros tiempos acudían a pasarle factura.
Sin embargo se sentía bien. De repente todo era más sencillo, y eso lo complacía.
David iba el primero, seguido de cerca por su padre. A continuación subían Steve y Cynthia. Johnny y Mary Jackson cerraban la marcha.
–¿Por que lleva todavía ese casco? – preguntó Mary.
Johnny sonrió. De una extraña manera Mary le recordó a Terry.
Terry tal como era en su primera etapa de matrimonio. Johnny, en lugar de contestar, levantó el casco, sosteniéndolo por dentro con una mano como una marioneta, y lo agitó ante el rostro de Mary.
Ella rió, sin aliento, y dijo:
–Está loco.
Si el agujero hubiese estado cuarenta metros cuesta arriba en lugar de veinte, Johnny no sabía si habría llegado. De hecho incluso a aquella altura el martilleo de su corazón se había acelerado tanto que, cuando David llegó a la abertura, parecía casi un zumbido continuo en su pecho. Y las piernas casi no le sostenían.
No te rindas ahora, se dijo. Estas en el tramo final.
Se obligó a subir un poco más deprisa, temiendo de pronto que David entrase en el túnel sin esperarlos. Era posible también. Steve creía que el jefe sabía que iba a ocurrir, pero en realidad el jefe sabía muy poco. Simplemente tenía una página más del guión que ellos.
Pero David esperó, y pronto se reagruparon todos en la pendiente ante la abertura. Un olor húmedo y malsano procedía del interior, un olor a hielo y a chamusquina al mismo tiempo. Y llegaba también un sonido que recordó a Johnny un ascensor en movimiento: un tenue susurro.
–Deberíamos rezar -propuso David con aparente timidez, y tendió las manos a ambos lados.
Su padre le cogió una. Steve dejó el Remington 30-06 y le tomó la otra.
Mary cogió la de Ralph, y Cynthia la de Steve. Johnny se colocó entre las dos mujeres, dejó el casco entre sus botas, y completó el círculo.
Permanecieron inmóviles en la oscuridad de la Mina de los Chinos, oliendo el cargado aliento de la tierra, escuchando el suave susurro, mirando a David Carver, que los había llevado hasta allí.
–¿El padre de quién? – preguntó David.
–Padre nuestro -comenzó Johnny, deslizándose con facilidad por el camino de aquella vieja oración, como si nunca hubiese abandonado esa rutina-, que estas en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino…
Los demás unieron sus voces al rezo; Cynthia, la hija del párroco, primero, Mary la última.
–… hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro dánosle hoy, y perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.
Tras el amén, Cynthia añadió:
–Porque Tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por los siglos de los siglos, amén.
Levantó la vista con un leve parpadeo que a Johnny había acabado agradándole.
–As, es como lo aprendí yo, al estilo protestante, ¿saben?
David miraba a Johnny.
–Ayúdame a dar lo mejor de mí -dijo Johnny-. Si estas ahí, Dios, y ahora tengo razones para creer que estás, ayúdame a dar lo mejor de mí y no ceder a la debilidad. Deseo que tomes esta petición muy en serio, porque durante la mayor parte de mi vida he sucumbido a la debilidad. David, ¿tienes algo que añadir?
David se encogió de hombros y negó con la cabeza.
–Ya lo he dicho.
Soltó las manos que sujetaban las suyas, y el círculo se rompió.
Johnny asintió.
–Muy bien, manos a la obra.
–Pero ¿que tenemos que hacer? – preguntó Mary-. ¿Serían tan amables de explicármelo?
–Yo debo entrar -anunció David-. Sólo.
Johnny negó con la cabeza.
–No. Y no insistas en que Dios te lo ha dicho, porque ahora mismo no esta diciéndote nada. En la pantalla de tu televisor sólo hay un rótulo en el que se lee ROGAMOS DISCULPEN ESTA INTERRUPCIÓN, ¿me equivoco?
David lo miró indeciso y se humedeció los labios.
Johnny alzó una mano en dirección a la oscuridad del túnel y, con el tono de alguien que concede un gran favor, dijo:
–Sin embargo puedes entrar primero. ¿Que te parece?
–Mi padre…
–Entrará detrás de ti. Te agarrará si te caes.
–No -protestó David. De pronto parecía asustado, aterrorizado-. Eso no. No quiero que entre siquiera. El techo podría desplomarse…
–¡David! Lo que tú quieras poco importa.
Cynthia agarró a Johnny del brazo. Le habría clavado las uñas en la carne si antes no se las hubiese comido hasta ras de piel.
–Déjelo en paz. ¡Por el amor de Dios, le ha salvado la vida! ¿Es que no puede dejar de atormentarlo?
–No le atormento -replicó Johnny-. En este momento es él quién se atormenta a sí mismo. Si simplemente se dejase llevar, recordase quién está al frente…
Miró a David. El chico masculló algo inaudible, pero Johnny no necesitaba oírlo para saber que había dicho.
–Exacto, es cruel. Pero tú ya lo sabías. Y no puedes ejercer ningún control sobre la naturaleza de Dios. Ni tú ni ninguno de nosotros. Así pues, ¿por que no te relajas?
David no contestó. Inclinó la cabeza, pero esta vez no para rezar.
Johnny pensó que era resignación. En cierto modo el chico sabía lo que se avecinaba, y eso era lo peor. Lo más cruel. «No va a ser sencillo para él», le había dicho a Steve en el polvorín, pero allí no imaginaba aún lo difícil que podía llegar a ser. Primero su hermana, luego su madre, y ahora…
–Muy bien -dijo Johnny con una voz tan árida como el terreno sobre el que se hallaban-. Primero David, segundo Ralph, y después tú, Steve. Yo iré detrás de ti. Esta noche… perdón, esta mañana las damas serán las ultimas.
–Si tenemos que entrar, yo quiero entrar con Steve -dijo Cynthia.
–Muy bien, de acuerdo -concedió Johnny de inmediato, casi como si lo estuviese esperando-. Nos intercambiaremos las posiciones.
–De todos modos, ¿quién lo ha puesto a usted al mando? – preguntó Mary.
Johnny se volvió hacia ella como una serpiente, y Mary, sobresaltada, retrocedió un paso.
–¿Quiere probar usted? – preguntó en una especie de peligrosa incitación-. Porque si quiere, por mí encantado. Yo no he deseado este papel más que David. Así pues, ¿que contesta? ¿Quiere ponerse el tocado de gran jefe?
Mary, desconcertada, negó con la cabeza.
–Tranquilo, jefe -murmuró Steve.
–Estoy tranquilo -repuso Johnny, aunque en realidad no lo estaba.
Observaba a David y su padre, uno junto al otro, cogidos de la mano, con las cabezas gachas, y no era una visión tranquilizadora. Apenas podía creer que estuviese dispuesto a consentir una atrocidad semejante. ¿Apenas? No lo creía en absoluto. ¿Cómo podría haber seguido adelante de no ser por un compasivo velo de incomprensión que se alzaba ante el como una coraza? ¿Él o cualquier otra persona?
–¿Quiere que lleve yo esas bolsas, Johnny? – preguntó Cynthia tímidamente-. Aún no ha recobrado el aliento, y no se moleste, pero no lo veo muy sobrado de fuerzas.
–Aguantaré. Ya estamos cerca, ¿no, David?
–Si -contestó David con voz débil y trémula. En ese momento daba la impresión de que no sólo cogía la mano de su padre sino que la acariciaba como una amante. Miró a Johnny con ojos desesperados y suplicantes. Los ojos de alguien que casi sabe lo que va a ocurrir.
Johnny desvió la mirada, incapaz de reprimir una nausea, sintiendo frío y calor al mismo tiempo. Buscó la mirada perpleja y preocupada de Steve y trató de repetir su mensaje: Cuando llegue el momento, sujétalo. En voz alta dijo:
–Dale la linterna a David, Steve.
Por un momento pensó que Steve se negaría, pero este finalmente se sacó la linterna del bolsillo trasero y se la entregó al chico.
Johnny volvió a alzar la mano en dirección a la oscuridad del túnel, hacia el olor frío de fuego antiguo y el ligero susurro procedentes de las entrañas de aquella montaña masacrada. Esperó oír alguna palabra de consuelo por parte de Terry, pero Terry se había esfumado. Y mejor así, quizá.
–¿David? – Le temblaba la voz-. ¿Nos alumbras el camino?
–No quiero -masculló David. A continuación respiró hondo, alzó la vista al cielo, donde las estrellas empezaban a palidecer, y gritó-: ¡No quiero! ¿No he hecho ya bastante? ¿No he hecho todo lo que me has pedido? ¡Esto no es justo! ¡Esto no es justo y no quiero hacerlo!
Las tres últimas palabras salieron de su garganta en un grito desgarrado. Mary dio un paso hacia el túnel. Johnny la agarró del brazo.
–Quíteme la mano de encima-dijo Mary, y de nuevo hizo ademán de dirigirse al túnel.
Johnny tiró de ella.
–No se mueva.
Mary desistió.
Johnny miró a David y volvió a alzar la mano en silencio hacia el túnel.
David miró a su padre con lágrimas en las mejillas.
–Vete, papá. Vuelve al camión.
Ralph movió la cabeza en un gesto de negación y dijo:
–Si tú entras, yo también entrare.
–No. Te digo que no entres. Corres peligro.
Ralph permaneció inmóvil y observó pacientemente a su hijo.
David miró a su padre una vez más y después a Johnny, que mantenía la mano alzada (una mano que ya no sólo invitaba sino que exigía).
Por fin se dio medía vuelta y entró en el túnel. Al cruzar la abertura encendió la linterna, y Johnny vio danzar motas de polvo en el brillante haz de luz… motas de polvo y algo más. Algo que habría acelerado el corazón a un antiguo buscador de oro. Un resplandor dorado, que flotó en el aire por un momento y luego se desvaneció.
Ralph siguió a David. Steve entró a continuación. El chico inspeccionó los primeros metros del túnel con la linterna. El haz recorrió primero la pared de piedra, se posó por un instante en un antiguo entibo donde había tres símbolos grabados -quizá el nombre de algún minero chino muerto hacía muchos años, o acaso el nombre de su amada, que un día dejó en algún poblado a orillas del lago Poyang-, y se deslizó después por el suelo, donde encontró un montón de huesos: cráneos, costillares curvos como la fantasmal sonrisa del gato de Cheshire. Luego se desplazó hacia la izquierda en dirección ascendente. El resplandor dorado impregnó de nuevo la luz, esta vez más intenso, más definido.
–¡Eh, cuidado! – avisó Cynthia-. ¡Hay algo aquí dentro con nosotros!
Se oyó un súbito aleteo en la oscuridad. Johnny asoció de inmediato aquel sonido a su infancia en Connecticut, a los faisanes que de pronto surgían de entre la maleza y alzaban el vuelo mientras el crepúsculo daba paso lentamente a la noche. Por un momento los olores de la mina se hicieron más perceptibles, al agitar unas alas invisibles el aire rancio.
Mary chilló. El haz de la linterna viró bruscamente, y por un instante enfocó una horripilante aparición que flotaba en el aire, una criatura con alas, relucientes ojos dorados y poderosas garras en posición de ataque. Aquellos ojos miraban a David con furia, aquellas garras buscaban la carne de David.
–¡Cuidado! – gritó Ralph, y se abalanzó sobre David, obligándolo a tirarse al suelo cubierto de huesos de la vieja mina.
Al chico se le escapó la linterna de la mano, y ésta, desde su posición en el suelo, proporcionó una claridad mínima pero suficiente para entrever el caos que la repentina aparición había provocado en el túnel. Formas imprecisas forcejeaban envueltas en la indirecta luz de la linterna: David bajo su padre, y la sombra del águila creciendo y decreciendo sobre ellos.
–¡Dispara! – exclamó Cynthia-. ¡Dispara, Steve, va a arrancarle la cabeza!
Johnny agarró el cañón del rifle cuando Steve lo levantó.
–No. Una sola detonación, y el techo caerá sobre nosotros.
El águila graznó, golpeando a Ralph Carver en la cabeza con las alas. Ralph intentó mantenerla a raya con la mano izquierda, y el ave atrapó un dedo con su pico curvo y se lo arrancó de cuajo. Inmediatamente después hendió las garras en el rostro de Ralph como dedos expertos en una masa de harina.
–¡No, papá! – gritó David.
Steve se abrió paso en el torbellino de sombras, y cuando golpeó accidentalmente con un pie la linterna caída, el haz cambió de dirección y obsequió a Johnny con una visión del grotesco espectáculo mejor de lo que el habría deseado. Las alas del águila levantaban violentos remolinos de polvo. Con su pico zarandeaba brutalmente la cabeza de Ralph, cuyo cuerpo cubría casi por completo a David.
Steve alzó el rifle por el cañón para golpear al ave, pero la culata chocó contra el techo. No había espacio suficiente. Entonces enristró el rifle como una lanza e hincó la punta en el cuerpo del águila. Esta fijó en el sus penetrantes ojos, y desplazó las garras sin soltar a Ralph.
Al batir las alas, resonaban como truenos en el espacio cerrado.
Johnny vio asomar el dedo de Ralph a un lado de su pico. Steve le golpeó de nuevo con la boca del rifle, y esta vez le acertó de pleno obligándola a soltar el dedo. Contrajo las garras, hincando una todavía más en el rostro de Ralph. Luego alzó la otra, la clavó en su garganta y se la desgarró. El ave lanzó un extraño grito, quizá de rabia, quizá de triunfo. Mary gritó también.
–¡Dios, no! – aulló David, y se le quebró la voz-. ¡Dios, por favor, no permitas que siga haciendo daño a mi padre!
Esto es el infierno, pensó Johnny con serenidad. Avanzó un paso y se arrodilló. Agarró la garra hundida en la garganta de Ralph. Era como coger un objeto de exótica fealdad forrado de piel de cocodrilo.
La retorció con toda su fuerza y oyó un chasquido seco. Sobre él, Steve volvió a embestirla, esta vez con la culata del rifle. La golpeó en la cabeza, aplastándosela contra la pared del túnel. Se oyó un crujido.
El ave azotó a Johnny en la cabeza con un ala. Se repetía la escena de horas antes en el aparcamiento. Regreso al futuro, pensó. Soltó la garra del águila, aferró el ala y dio un violento tirón. El ave lanzó otro desapacible y ensordecedor grito pero, a diferencia de lo ocurrido con el buitre, el ala no se separó del cuerpo; Johnny sólo consiguió atraerla hacia sí, y arrastrar con ella a Ralph, que tenía aún la garra hundida en la mejilla, la sien y la órbita del ojo izquierdo. Johnny supuso que Ralph estaba inconsciente o muerto. Por su bien, esperaba que estuviese muerto.
David, aturdido y con la camisa empapada en la sangre de su padre, consiguió salir de debajo. En cuestión de segundos, si no lo evitaban, se apoderaría de la linterna y correría mina adentro.
–¡Steve! – gritó Johnny, levantando los brazos por encima de la cabeza y rodeando a ciegas el cuerpo del águila, que se revolvía con virulencia-. ¡Steve, acaba con ella! ¡Acaba con ella!
Steve encajó la culata del rifle bajo el gaznate del águila y empujó su negra cabeza hacia el techo. En ese momento Mary saltó hacia ellos y, ágilmente, agarró al águila por el cuello y se lo retorció con encarnizada eficacia. Se oyó un crujido ahogado, y de repente la garra hendida en el rostro de Ralph se relajó. El padre de David se desplomó en el suelo de la mina, golpeando con la frente un costillar que quedó reducido a polvo en el acto.
David volvió la cabeza y vio a su padre tendido boca abajo en el suelo, inmóvil. Las lágrimas desaparecieron de sus ojos. Incluso asintió, como diciendo «Lo que yo había presagiado», y luego se agachó a coger la linterna. Sólo cuando Johnny lo aferró por la cintura, perdió la calma y comenzó a forcejear.
–¡Suélteme!– clamó-. ¡Es mi obligación! ¡Mi obligación!
–No, David -dijo Johnny, sujetándolo-. No lo es.
Agarró firmemente a David por el pecho con la mano izquierda, haciendo muecas de dolor cada vez que el chico le golpeaba con los talones en las espinillas, y deslizó la mano derecha hasta su cadera.
Desde allí, sus dedos se movieron con la discreta velocidad propia de un buen carterista. Johnny, siguiendo fielmente las instrucciones recibidas, quitó algo a David… y dejó también algo.
–¡No puede arrebatármelos a todos y después no permitirme cumplir mi misión! ¡No puede hacer una cosa así! ¡No puede!
Johnny contrajo el rostro cuando David le asestó una fuerte patada en la rótula.
–¡Steve!
Steve contemplaba con horrorizada fascinación al águila, que aún se sacudía y agitaba lentamente un ala. Tenía las garras teñidas de sangre.
–¡Maldita sea, Steve!
Steve alzó la vista, tan sobresaltado como si acabasen de arrancarlo de un sueño. Cynthia estaba de rodillas junto a Ralph, buscándole el pulso y sollozando sonoramente.
–¡Steve, ven aquí! – gritó Johnny-. ¡Ayúdame!
Steve se acercó a él y agarró a David, que empezó a debatirse aún con mayor energía.
–¡No! – David movía la cabeza frenéticamente de uno a otro lado-. ¡No, es mi misión! ¡Mía! ¡No puede arrebatármelos a todos y dejarme a mí! ¿Lo oye? ¡No puede arrebatármelos a todos y…!
–¡David! ¡Basta ya!
De pronto David se rindió y quedó inerte en los brazos de Steve como un títere con los hilos cortados. Tenía los ojos enrojecidos.
Johnny nunca había visto tal desolación en un rostro humano.
El casco de motorista estaba donde Johnny lo había dejado al atacarlos el águila. Se agachó, lo cogió y miró al chico, colgado de los brazos de Steve. A juzgar por su expresión, Steve se sentía igual que Johnny: acongojado, perdido, perplejo.
–David… -empezó a decir Johnny.
–¿Esta Dios en usted? – preguntó David-. ¿Lo nota ahí dentro, Johnny? ¿Como una mano? ¿O como un fuego?
–Sí -respondió Johnny.
–Entonces no malinterprete esto.
David le escupió a la cara. Johnny notó la saliva caliente en la piel, bajo los ojos, como si fuesen lágrimas.
Johnny no hizo siquiera ademán de limpiarse.
–Escúchame, David. Voy a decirte una cosa que no has aprendido en la Biblia ni te ha enseñado tu párroco. Por lo que sé, es un mensaje de Dios. ¿Me escuchas?
David lo miraba sin hablar.
–Tu decías «Dios es cruel» de la misma manera que una persona que ha pasado toda su vida en Tahití podría decir «La nieve es fría». Lo sabias pero no lo comprendías. – Se acercó a David y le tocó las frías mejillas con la palma de las manos-. ¿Sabes lo cruel que Dios puede llegar a ser? ¿Lo extraordinariamente cruel que puede llegar a ser?
David esperó, sin hablar. Quizá lo escuchaba, quizá no. A Johnny le era imposible saberlo.
–A veces nos obliga a vivir.
Johnny se dio medía vuelta, enfocó la linterna al frente y se adentro en el túnel. Al cabo de unos pasos se volvió de nuevo.
–Vete con tu amigo Brian, David. Vete con el y conviértete en su hermano. Después repítete una y otra vez que tuvisteis un accidente en la carretera, un grave accidente; que un conductor borracho invadió vuestro carril, la caravana volcó y sólo tú sobreviviste. Esas cosas pasan continuamente. Sólo tienes que leer los diarios.
–¡Pero eso no es verdad! – replicó David.
–Podría serlo. Y cuando vuelvas a Ohio o Indiana o donde sea, ruega a Dios que te permita recobrarte de esta experiencia, volver a ser tú mismo. Por ahora, tienes permiso de salida.
–Nunca volveré a… ¿Que? ¿Cómo ha dicho?
–He dicho que tienes permiso de salida. – Johnny lo miró fijamente-. Permiso de salida. – Dirigiéndose a Steve, añadió-: Llévatelo dé aquí, Steve. Llévatelos a todos.
–Jefe, ¿qué…?
–La gira ha terminado, tejano. Mételos en el camión y vuelve a la carretera. Para seguridad vuestra, es mejor que os vayáis ahora mismo.
Johnny se volvió y se alejó corriendo por el túnel, precedido por el oscilante haz de la linterna. No tardó en perderse de vista.
Además de huesos vio tazas de hojalata, picos viejos y oxidados de mangos curiosamente cortos, herrumbrosas lámparas con correas (lo que David había llamado «quinqués», supuso), ropas podridas, babuchas de gamuza (tan pequeñas que parecían de niño), y al menos tres pares de zuecos de madera. Uno de ellos contenía un trozo de vela que podría haberse apagado el año en que Abraham Lincoln fue elegido presidente.
Y esparcidos por todas partes entre los restos se hallaban los can tahs: coyotes con arañas por lengua; arañas con extraños ratones albinos asomando de la boca; murciélagos de alas extendidas con obscenas lenguas en forma de bebé (bebes parecidos a gnomos de impúdica sonrisa). Algunos representaban espeluznantes criaturas que jamás habían poblado la tierra, monstruos deformes que herían la vista.
Johnny oyó la llamada de los can tahs, que intentaban atraerlo como la luna atrae el agua del mar. Era una atracción comparable a la que había sentido a veces al verse asaltado por el perentorio deseo de tomar una copa, engullir un postre dulce o recorrer con la lengua la aterciopelada mucosa de la boca de una mujer. Los can tahs hablaban con las voces delirantes que el reconocía como parte de su vida pasada: voces amables y sensatas que proponían actos inefables. Pero los can tahs no ejercerían ningún poder sobre él a menos que se agachase y los tocase. Si conseguía evitar su contacto -evitar una forma de desesperación que se presentarla disfrazada de curiosidad-, no correría el menor peligro.
¿Habrían salido ya Steve y los otros? Tendría que confiar en que así fuese, y confiar en que Steve consiguiese alejarlos de allí en su leal camión antes de que llegase el final. Iba a ser una explosión considerable. Sólo tenía las dos bolsas de NAFO que llevaba colgadas del cuello, pero con eso bastaría. De hecho las otras cuatro que se habían quedado a la entrada de la mina eran superfluas, pero le había parecido más sensato no decírselo a los otros. Más seguro.
Oía ya el suave gemido del que David le había hablado: el rechinar del movedizo esquisto, como si la propia tierra hablase. Como si protestase por su intrusión. Y de pronto, más adelante, vio serpentear una luz roja. En aquella oscuridad era difícil precisar a que distancia se hallaba. Allí el olor era más intenso, más nítido: frías cenizas. A su izquierda vio un esqueleto -no de un chino probablemente, a juzgar por su tamaño- arrodillado de cara a la pared, como si el hombre a quién perteneció hubiese muerto rezando. De repente giró la cabeza y obsequió a Johnny Marinville con su cadavérica y dentuda sonrisa.
–Sal de aquí ahora que aún estas a tiempo. Tak ah wan. Tak ah lah.
Johnny pateo el cráneo como si fuese una pelota de fútbol. Se desintegró (casi se volatilizó) en partículas de hueso, y Johnny apretó el paso en dirección a la luz, que salía de una brecha abierta en la pared.
La abertura era estrecha pero podría deslizarse a través de ella.
Se quedó un momento fuera, contemplando la luz, incapaz de ver apenas nada desde la oscuridad del túnel, oyendo en su cabeza la voz de David como una persona en trance debía de oír la voz de su hipnotizador: «A la una y diez de la tarde del veintiuno de septiembre, los mineros que encabezaban la cuadrilla, al perforar la roca, encontraron una cavidad. En un primer momento pensaron que era una caverna…»
Johnny tiró a un lado la linterna -ya no iba a necesitarla- y cruzó la brecha. En cuanto penetró en el an tak, el susurro semejante al de un ascensor en movimiento que habían oído frente a la entrada del túnel pareció inundar su cabeza de voces bisbiseantes… tentadoras, halagüeñas, imponentes. En las paredes que lo rodeaban, convirtiendo la cámara en una fantástica columna hueca iluminada en tonos escarlata, había caras talladas en la piedra: lobos y coyotes, halcones y águilas, ratas y escorpiones. Cada uno de ellos tenía en la boca no otro animal sino una especie de amorfo reptil en el que Johnny no podía concentrar la mirada por más que lo intentase… y que en todo caso no veía realmente. ¿Era Tak? ¿El Tak que habitaba en el fondo del ini? ¿Tenía alguna importancia?
¿Cómo se había apoderado de Ripton?
Si Tak vivía atrapado en el fondo de aquel pozo, ¿cómo se había apoderado de Ripton?
Se dio cuenta de pronto de que había empezado a cruzar el an tak en dirección al ini. Intentó detener sus piernas y descubrió que no le obedecían. Trató de imaginar a Cary Ripton al hacer aquel mismo descubrimiento y advirtió que era fácil.
Fácil.
Las alargadas bolsas de NAFO se balanceaban ante su pecho. Una multitud de imágenes danzaba tumultuosamente en su cerebro: Terry agarrándolo por las trabillas del cinturón para estrecharlo contra su vientre cuando empezaba a correrse, el mejor orgasmo de su vida y había sido dentro de los pantalones, eso había que contárselo a Ernest Hemingway; el saliendo de la piscina en el hotel de Bel-Air, riéndose, con el pelo pegado a la frente y la cerveza en la mano, entre los destellos de los flashes; Bill Harris asegurándole que atravesar el país en moto podía cambiar su vida y toda su carrera… si realmente daba la talla, claro está. Por último vio los ojos grises y vacíos del policía en el espejo retrovisor del coche patrulla, vio al policía, que lo miraba y decía que Johnny pronto aprendería más sobre pneuma, soma y sarx de lo que había aprendido en toda su vida.
A ese respecto no le faltaba razón.
–Dios, protégeme mientras acabo lo que he venido a hacer -dijo, y se dejó atraer hacia el ini. ¿Habría podido detenerse si se lo hubiese propuesto realmente? Quizá era mejor no saberlo.
Un círculo de animales muertos y putrefactos rodeaba el agujero abierto en el suelo, el pozo de los mundos de David Carver. Coyotes y buitres en su mayoría, pero vio también arañas y unos cuantos escorpiones. Supuso que estos últimos protectores habían muerto al fenecer el águila. Una fuerza en retroceso había succionado sus vidas como había succionado la de Audrey Wyler casi en el mismo instante en que Steve hizo volar de un golpe los can tahs que ella sostenía en la palma de la mano.
Del interior del ini empezó a brotar humo… salvo que no era en realidad humo. Era una especie de cieno untuoso negro pardusco, y mientras iba enroscándose en su cuerpo, Johnny advirtió que tenía vida. Parecía compuesto de infinitos brazos esqueléticos terminados en manos de tres dedos en actitud de agarrar. No eran ectoplásmicos, esos brazos, pero tampoco estrictamente físicos. Al igual que le había ocurrido con las formas talladas que había alrededor, al intentar mirar esos brazos sintió dolor de cabeza, la misma clase de dolor de cabeza que experimenta un niño en un parque de atracciones al bajarse de una montaña rusa especialmente virulenta. Sin duda era esa sustancia lo que había enloquecido a los mineros, y lo que había alterado radicalmente a Ripton. Las ventanas sin cristales del pirin moh lo miraban con una expresión perversa, diciendo… ¿que exactamente? Casi lo oía…
(cay de mun)
Abre la boca.
Y sí, en el acto tenía la boca abierta, muy abierta, como en el sillón de un dentista. Por favor, señor Marinville, abra la boca, un poco más, escritorzuelo de tres al cuarto, me pone furioso, me revuelve el estómago, pero adelante, abra la boca, cay de mun, gilipollas canoso y engreído, vamos a resolver su problema, vamos a dejarlo como nuevo, mejor que nuevo, abra la boca, cay de mun, abra la boca…
El humo. El cieno. Lo que fuese. En los extremos de los brazos no había ya manos sino tubos. No… tampoco tubos…
Agujeros.
Sí, eso era. Agujeros como ojos. Tres en concreto. Quizá más, pero tres los veía con toda claridad. Un triangulo de agujeros, dos encima y uno debajo, agujeros como ojos susurrantes, como barrenos…
Eso es, dijo David en la cabeza de Johnny. Eso es, Johnny. Para hacer estallar a Tak en su interior, Johnny, como lo hizo estallar en el interior de Cary Ripton, ésa es la única manera que tiene de salir por ese agujero, un agujero demasiado pequeño para cualquier cosa menos esa sustancia, esa porquería, dos para la nariz y uno para la boca.
El cieno negro pardusco avanzó en espiral hacia él, horrible y tentador a la vez, agujeros que eran bocas, bocas que eran ojos. Ojos que susurraban. Hacían promesas. Notó que tenía una erección. No era el momento más oportuno para eso, pero ¿cuando lo habían detenido a él esas pequeñeces?
Luego… una succión… percibió cómo succionaban el aire de su boca… su garganta…
Se apresuró a cerrar la boca y se caló el casco de motorista en la cabeza. Había reaccionado justo a tiempo. Al cabo de un instante las cintas de cieno pardusco toparon con la visera de plexiglás y se extendieron sobre ella con un desagradable sonido, un besuqueo. Por un momento vio ventosas que se dilataban como labios al besar, y unos segundos después se desvanecieron, disgregándose en inmundas manchas de materia pardusca.
Johnny tendió las manos, agarró la sustancia pardusca que flotaba ante él y tiró de los extremos en sentidos opuestos como si se estuviese sacando una manopla. Un cosquilleo le recorrió las palmas de las manos y los dedos, y la carne quedó insensible… pero la sustancia pardusca se rasgó, y una parte cayó al ini, y la otra al suelo de la cámara.
Se acercó al borde del agujero, situándose entre un coyote muerto y un montón de plumas que antes había sido un buitre. Se asomó al pozo, llevándose simultáneamente las manos adormecidas al pecho y acariciando las dos bolsas de NAFO.
«¿Tienes idea de cómo detonar esto sin dinamita ni fulminante? – había preguntado Steve-. Sí, ¿verdad?»
–Creo que sí -dijo Johnny, con una voz monocorde y extraña dentro del casco-. Espero que…
–¡Vamos, pues! – gritó una voz enloquecida bajo él. Johnny dio un respingo, sorprendido y aterrorizado. Era la voz de Collie Entragian-. ¡Vamos! Tak ah lah, pirin moh! ¡Vamos, pedazo de gilipollas! ¡Veamos lo valiente que eres! Tak!
Intentó retroceder un paso, quizá para pensar un momento, pero unos zarcillos de cieno se enroscaron en sus tobillos como manos y tiraron de él. Cayó torpemente en el pozo con los pies por delante, golpeándose la nuca en el borde. De no haber sido por el casco, seguramente se habría roto la cabeza. Abrazó protectoramente las bolsas de NAFO, estrechándolas contra el pecho.
Entonces notó el dolor, primero un pinchazo, luego un desgarro, y por fin como si se lo comiesen vivo. El ini tenía forma de embudo, pero de la superficie descendente sobresalían cristales de cuarzo y afiladas hojas de esquisto. Johnny se deslizó por ella como un niño por un tobogán en el que han crecido torcidas espinas de cristal. Las chaparreras le protegían en cierta medida las piernas, y el casco le protegía la cabeza, pero la espalda y las nalgas le quedaron hechas trizas en cuestión de segundos. Apoyó los antebrazos en la erizada superficie en un intento de frenar la caída. Se le clavaron cientos de agujas de piedra, y enseguida vio teñirse de rojo las mangas de la camisa; un instante después estaban reducidas a jirones.
–¿Te ha gustado? – se mofó la voz desde el fondo del ini, y ahora era la de Ellen Carver-. Tak ah lah, cabrón entrometido! En Tow! Ten ah lak! -Desvariaba. Maldecía en dos lenguas.
Demente en cualquier dimensión, pensó Johnny, y se echó a reír en su tormento. Se echó hacia delante e intentó afianzar los talones con la intención de saltar o morir en el intento. Es hora de macerar el otro lado, pensó, y rió aún con más ganas. Notó que las botas se le llenaban de sangre como agua caliente.
El vapor negro pardusco lo envolvía, susurrando y adhiriendo en vano sus ventosas a la visera del casco. Aparecían, desaparecían, volvían a aparecer, estregándose contra el plexiglás y produciendo aquel sugerente sonido de besos. No pudo enderezarse, no pudo saltar. La pendiente era demasiado escarpada. Opto por ponerse de costado e intentar aferrarse a los afilados salientes de cristal que se hendían en su piel. Se cortó las manos pero no le importo; tenía que frenarse antes de quedar literalmente hecho jirones.
De pronto se interrumpió el descenso.
Yacía doblado por la cintura en el fondo del embudo, sangrando por todas partes. Sus cercenadas terminaciones nerviosas intentaban acallar cualquier pensamiento racional con su fútil griterío. Levantó la vista y vio un ancho rastro de sangre en la pared curva y empinada.
Trozos de tela y cuero -su camisa, sus Levi's, sus chaparreras- colgaban de los prominentes cristales.
El humo procedente del agujero abierto en el fondo del embudo describió una espiral entre sus muslos e intentó enredarse en su entrepierna.
–Suéltame -dijo Johnny-. Mi Dios te lo ordena.
El humo negro pardusco retrocedió y se enrolló alrededor de sus muslos en sucias bandas.
–Puedo dejarte vivir -dijo una voz.
No era extraño, pensó Johnny, que Tak estuviese atrapado al otro lado del embudo. El agujero del fondo no tenía más de dos centímetros de diámetro. La luz roja palpitaba en el como un guiño.
–Puedo curarte, aliviarte, dejarte vivir.
–Ya, pero ¿puedes conseguirme un condenado Premio Nobel de Literatura?
Johnny se descolgó del cuello las bolsas de NAFO y sacó el martillo que llevaba al cinto. Debía trabajar deprisa. Tenía heridas en un millón de sitios, y percibía ya la nebulosa gris que empezaba a formarse en su mente a causa de la perdida de sangre. Eso le hizo pensar de nuevo en Connecticut, y recordó el modo en que llegaba la bruma al anochecer durante las últimas semanas de marzo y las primeras de abril. Los ancianos del lugar la llamaban «primavera de fresa», sabía Dios por qué.
–¡Si! ¡También eso puedo conseguirlo! – La voz que surgía por la estrecha garganta roja parecía ansiosa. Parecía también asustada-. ¡Cualquier cosa! Éxito… dinero… mujeres… y puedo curarte, no lo olvides. ¡Puedo curarte!
–¿Puedes devolverle la vida al padre de David? – preguntó Johnny.
El ini no contesto. La niebla negra pardusca que brotaba del agujero descubrió la maraña de cortes en su espalda y sus piernas, y de pronto se sintió como si lo atacase un banco de morenas o pirañas.
Lanzó un alarido.
–Puedo calmarte el dolor -afirmó Tak desde su minúsculo agujero-. Basta con que lo pidas… y abandones tus planes, naturalmente.
Con los ojos ardiendo a causa del sudor, Johnny rajó una de las bolsas de NAFO con el extremo en horquilla del martillo. Acercó la hendedura al agujero, tiró del extremo de la bolsa con una mano, y vertió el contenido, dejándolo resbalar entre los dedos ensangrentados de la otra mano. La luz roja se extinguió de inmediato, como si la criatura que anidaba al otro lado del agujero temiese detonar accidentalmente la carga explosiva.
–¡No puedes hacer eso! – gritó la voz, y aunque ahogada, Johnny la oyó claramente en su cabeza-. ¡Maldito seas, no puedes hacerlo! Ah lah! Ah lah! Os dam! ¡Hijo de puta!
Ah lah lo serás tú, pensó Johnny. Y también un pedazo de can de lach.
Acabó de vaciar la primera bolsa. Johnny vio una opaca blancura en el orificio donde antes todo era negro y rojo pulsátil. Lo cual significaba que la garganta que conducía al mundo o plano o dimensión de Tak no era demasiado larga. Al menos no lo era en cuanto medida física. ¿Y acaso había remitido un poco el dolor en la espalda y las piernas?
Quizá sea simple insensibilidad, pensó. Estado que en realidad no es nuevo para mí.
Cogió la segunda bolsa de NAFO y vio que toda la franja lateral estaba empapada de sangre. Además de la bruma en la cabeza, sentía una creciente debilidad. Debía darse prisa. Debía correr como el viento.
Rasgó el extremo de la segunda bolsa con la horquilla del martillo, procurando impermeabilizarse a los gritos que taladraban su cerebro; Tak ya solo hablaba en esa otra lengua.
Volcó la bolsa sobre el agujero y vio cómo se derramaban los perdigones de NAFO. La blancura se hizo más intensa a medida que se llenaba la garganta. Cuando la bolsa quedó vacía, la capa superior de perdigones se hallaba a sólo siete u ocho centímetros de la boca del agujero.
Hay espacio suficiente, pensó Johnny.
Reparó en el silencio que reinaba ahora tanto en el interior del pozo como arriba, en el an tak; se oía sólo el tenue susurro, que bien podía ser la llamada de los fantasmas que habían estado allí encerrados desde el 21 de septiembre de 1859.
Si era así, tenía intención de concederles la libertad condicional.
Buscó en el bolsillo de las chaparreras durante unos instantes que se le antojaron años, luchando contra la bruma que pretendía oscurecer sus pensamientos, luchando contra su creciente debilidad. Finalmente tocó algo con las yemas de los dedos, se le resbaló, volvió a tocarlo, lo agarró y lo sacó.
Un verde y grueso cartucho.
Johnny lo introdujo en el agujero del fondo del ini, y no se sorprendió al comprobar que encajaba a la perfección, su extremo romo y circular firmemente asentado sobre los perdigones de NAFO.
–Todo listo, hijo de puta -gruñó.
No, susurró una voz en su cabeza. No te atreverás.
Johnny contempló el pequeño círculo metálico que taponaba el agujero del fondo del ini. Agarró el martillo por el mango, notando sus fuerzas cada vez más mermadas, y recordó lo que el policía le había dicho justo antes de encerrarlo en la parte trasera del coche patrulla: «Eres un escritor patético, y un hombre patético».
Johnny se quitó el casco con la mano libre. Volvía a reír mientras alzaba el martillo por encima de su cabeza, y seguía riendo cuando lo descargó de pleno contra la base del cartucho.
–¡Dios, perdóname, odio a los críticos!
Tuvo una fracción de segundo para preguntarse si lo había conseguido, y al instante su duda se disipó en un estallido de rojo insonoro e intenso. Fue como desvanecerse entre los pétalos de una rosa.
Johnny Marinville se dejó caer y dedicó sus últimos pensamientos a David: ¿Habría salido a tiempo? ¿Se habría alejado de la zona de peligro? ¿Estaba bien? ¿Se recuperaría con el paso del tiempo?
Tienes permiso de salida, pensó Johnny, y después también eso se extinguió.
1
–Steve, ¿que…? – empezó a preguntar Cynthia.
–¡Sube! ¡Deja las preguntas para más tarde! – La obligó a subir al asiento y añadió-: ¡Mas allá! ¡Haz hueco!
Cynthia obedeció. Steve se volvió hacia David.
–¿Vas a dar problemas?
David movió la cabeza en un gesto de negación. Tenía la mirada mortecina y apática, pero eso no convenció a Steve por completo. El chico había demostrado un vivo ingenio hasta ese momento.
Steve lo subió a la cabina y se volvió hacia Mary.
–Monte. Iremos un poco apretados, pero si no somos ya amigos a estas alturas…
Mary trepó a la cabina y cerró la puerta mientras Steve rodeaba el camión por la parte delantera, pisando sin querer a un buitre. Fue como pisar un cojín lleno de huesos.
¿Cuanto tiempo hacía que el jefe había desaparecido por el túnel?
¿Un minuto? ¿Dos? No tenía la menor idea. Había perdido la noción del tiempo. Ocupó el asiento del conductor, y se permitió sólo un instante para preguntarse que harían si no arrancaba el motor. La respuesta llegó de inmediato: nada. Steve asintió con la cabeza, hizo girar la llave de contacto, y el motor cobró vida al instante. Gracias a Dios, no hubo momentos de suspense. Al cabo de un segundo estaban ya en marcha.
Trazó un amplio círculo con el Ryder, rodeando la maquinaria pesada, el polvorín y la oficina. Entre los dos edificios se hallaba estacionado el polvoriento coche patrulla, con la puerta del conductor abierta, y el asiento delantero manchado con la sangre de Collie Entragian.
Al mirarlo, Steve sintió frío y un poco de vértigo, como cuando se asomaba a la calle desde un edificio alto.
–Jódete -murmuró Mary, volviéndose a mirar el coche-. Jódete. Y espero que estés oyéndome.
Pasaron sobre un bache, y el camión se sacudió violentamente. Steve voló del asiento, golpeándose los muslos con el arco inferior del volante y la cabeza con el techo. Oyó un amortiguado estrépito en la caja del camión cuando las pocas cosas que contenía – cosas del jefe en su mayoría- rodaron por el suelo.
–¡Eh! – protestó Cynthia, nerviosa-. ¿No te parece que vas muy deprisa para un terreno como este?
–No -contestó Steve. Miró por el retrovisor externo cuando empezaban a subir por la pista de grava que conducía al borde de la mina.
Buscaba la entrada del túnel, pero no la vio; quedaba al otro lado del camión.
A mitad del camino de subida cogieron otro bache, este mayor, y el camión pareció despegarse del suelo por un instante. Los haces de los faros oscilaron violentamente ante ellos. Mary y Cynthia gritaron.
David no despegó siquiera los labios; permanecía inmóvil entre ellas, sentado en parte en el asiento, en parte sobre el regazo de Mary.
–¡Mas despacio! – pidió Mary-. Si nos salimos de la pista, caeremos al fondo. ¡Más despacio, idiota!
–No -repitió, sin molestarse en añadir que el riesgo de salirse de aquella pista de grava, tan ancha como una autopista californiana, era en aquel momento la menor de sus preocupaciones. Veía ya a corta distancia el borde de la mina. Encima, el cielo presentaba ya un color violeta oscuro.
Miró por el espejo exterior del lado del acompañante, buscando la boca oscura del túnel en el pozo aún más oscuro de la Mina de los Chinos, can tak en can tah. Encontrarla no le representó un gran esfuerzo. Un recuadro de cegadora luz blanca iluminó de pronto el fondo de la mina. Salió del viejo túnel como un puño de fuego e inundó la cabina del camión de un intenso resplandor.
–¡Dios santo! ¿Que ha sido eso? – gritó Mary, protegiéndose los ojos con una mano.
–El jefe -susurró Steve.
Se oyó un golpe seco y ahogado que pareció sonar debajo mismo de ellos. El camión empezó a temblar como un perro asustado. Steve oyó los crujidos de la roca rota y la grava al empezar a deslizarse.
Miró por la ventanilla y vio, en el decreciente resplandor de la explosión, una maraña de tubos negros de PVC -emisores y cabezas de distribución- que resbalaba por la pared de la mina. El pórfido estaba en movimiento. La Mina de los Chinos había empezado a desmoronarse.
–¡Dios! – gimió Cynthia-. Vamos a quedar enterrados.
–Bueno, ya veremos -dijo Steve-. Agarraos.
Apretó a fondo el acelerador, y el motor del camión respondió con un airado chirrido. Ya casi hemos llegado, encanto, pensó. Vamos, ya casi estamos arriba, haz un esfuerzo, hazlo por mí…
La tierra siguió retumbando bajo ellos de manera intermitente.
Cuando se acercaban al borde de la mina, Steve vio un peñasco del tamaño de una gasolinera rodar pendiente abajo a su derecha. Y justo debajo de ellos empezó a oír un creciente susurro mucho más amenazador que el rumor sordo procedente del interior de la mina. Era, dedujo Steve, la superficie de grava de la pista. El camión se dirigía al norte; la pista de grava se desplazaba hacia el sur. Pronto se desplomaría en el interior de la mina como una larga alfombra.
–¡Deprisa, trasto! – gritó Steve, golpeando el volante con el puño-. ¡Un poco más deprisa! ¡Hazlo por mí!
El Ryder asomó por el borde de la mina como un torpe dinosaurio de hocico amarillo. Todavía por un momento dio la impresión de que no iban a conseguirlo, ya que la tierra se desintegró bajo las ruedas traseras, y el camión se desplazó primero de lado y después hacia atrás.
–¡Vamos! – gritó Cynthia. Se inclinó en el asiento, agarrándose al salpicadero-. ¡Vamos, por favor! ¡Sácanos de aquí, por lo que más quieras!
De pronto las ruedas traseras recuperaron la tracción, y Cynthia se vio lanzada contra el respaldo. Aquello fue suficiente. Por un instante los faros siguieron perforando el cielo, pero de inmediato empezaron a avanzar por el corto tramo horizontal que se extendía sobre el borde de la mina, en dirección al norte. Detrás de ellos, procedente de la mina, se alzó una enorme nube de polvo, como si la extraña tormenta de horas antes arreciase de nuevo, sólo que confinada a aquel cráter.
Se elevó hacia el cielo como una pira.
Y cuando pasaron ante la bodega con el cartel caído, asomó por el horizonte el arco superior del sol.
Steve pisó el freno poco más allá de la bodega, en el extremo sur de la calle principal de Desesperación.
–¡Joder! – murmuró Cynthia.
–¡Dios santo! – exclamó Mary, y se llevó una mano a la sien como si le doliese la cabeza.
Steve era incapaz de hablar.
Hasta ese momento él y Cynthia sólo habían visto Desesperación en la oscuridad o a través de un velo de arena, y lo poco que habían visto se reducía a imágenes fragmentarias por el hecho de que en esos momentos su campo de percepción quedaba drásticamente confinado a las necesidades de la supervivencia. Cuando uno intentaba salvar la vida, veía sólo lo que necesitaba ver; lo demás era como si no existiese.
Ahora, en cambio, lo veía todo.
La ancha calle principal estaba vacía salvo por una bola de rastrojo que rodaba parsimoniosamente. La arena había cubierto las aceras, en algunos puntos por completo. Se veían destellos aquí y allá al reflejarse los primeros rayos del sol en los cristales rotos. Había basura y escombros por todas partes. La mayoría de los carteles había caído. Cables de alta tensión enmarañados atravesaban la calle. Y la marquesina del Oeste Americano yacía en la acera como un viejo y majestuoso yate que finalmente ha encallado contra las rocas. La única letra que aún quedaba horas antes -una gran N negra- también se había desprendido por fin.
Y por todas partes había animales muertos, como si hubiese tenido lugar un letal vertido químico. Steve vio docenas de coyotes, y de la puerta del Bud's Sud salía una curva fila de ratas muertas, algunas medio enterradas por la arena que arrastraba la suave brisa matutina. Sobre el duende de la veleta caída había escorpiones muertos. A Steve se le antojaron supervivientes de un naufragio que habían encontrado una muerte atroz en una isla desierta. En la calle y sobre los tejados yacían incontables buitres, semejantes a montones de hollín.
–E impondrás límites a las andaduras de tu pueblo -recitó David con voz inexpresiva y exánime-. Y anunciaras: «Por ninguna razón debéis subir al monte».
Steve miró por el retrovisor de su izquierda, y vio cómo se recortaba nítidamente el terraplén de la mina contra el cielo claro, vio cómo flotaba aún la nube de polvo sobre la estéril caldera, y se estremeció.
–«Por ninguna razón debéis subir al monte ni traspasar sus limites: quienquiera que los traspase encontrara con toda seguridad la muerte. Sea hombre o animal, no sobrevivirá.»
David se interrumpió y miró a Mary. De pronto empezó a temblar y su rostro descompuesto se tornó humano. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
–David… -empezó a decir Mary.
–Estoy solo. ¿No lo entiende? Hemos subido al monte, y Dios los ha sacrificado a todos. A toda mi familia. Ahora sólo quedó yo.
Mary lo abrazó y acercó su cara a la de él.
–Eh, Steve -dijo Cynthia, apoyándole una mano en el brazo-. ¿Nos largamos de esta cloaca de pueblo y vamos a tomar una cerveza fría? ¿Que te parece?
–Tiene que ser por aquí -indicó Mary-. Ya estamos cerca.
Acababan de pasar ante la caravana de los Carver. Cuando se acercaban, David había vuelto la cara y se había apoyado de nuevo en el pecho de Mary. Ella le rodeó la cabeza con los brazos. Durante casi cinco minutos, ni siquiera pareció respirar. El único indicio de que estaba vivo eran sus lágrimas, lentas y calientes. En cierto modo a Mary le alegraba notar su llanto, lo consideraba una buena señal.
La tormenta había afectado también a la carretera, advirtió; la arena la tapaba por completo en algunos puntos, y Steve tuvo que recorrer varios tramos en primera.
–¿La habrán cortado al tráfico? – preguntó Cynthia a Steve-. ¿La policía? ¿O el Departamento de Obras Públicas de Nevada? ¿O quién sea?
Steve negó con la cabeza.
–Probablemente no. Pero anoche no debió de circular casi nadie; muchos camioneros con recorridos interestatales paran a dormir en Ely y Austin.
–¡Allí, esta! – anunció Mary, y señaló hacia un reflejo metálico situado a casi dos kilómetros de carretera de donde estaban. Al cabo de tres minutos pararon junto al Acura de Deirdre-. ¿Quieres venir en el coche conmigo, David? Suponiendo que arranque, claro esta.
David hizo un gesto de indiferencia.
–¿Le permitió el policía quedarse con las llaves? – preguntó Cynthia.
–No, pero con un poco de suerte…
Saltó del camión, cayó en una blanda duna de arena, y se encaminó hacia el coche. Al verlo, el recuerdo de Peter afloró de inmediato a su memoria: Peter, que se había mostrado tan absurdamente orgulloso de su monografía sobre James Dickey, sin sospechar que la continuación que tenía prevista nunca se llevaría a cabo.
El coche se desdobló ante sus ojos y luego se fraccionó en prismas.
Sollozando, se enjugo los ojos con el brazo. A continuación se arrodilló y buscó algo a tientas bajo el parachoques delantero. Al principio no encontró lo que buscaba y, abrumada, estuvo a punto de rendirse. De todos modos, ¿por que se había empeñado en seguir al Ryder hasta Austin en aquel coche? ¿Rodeada de recuerdos? ¿Envuelta en la presencia de Peter?
Apoyó la mejilla contra el parachoques -pronto estaría demasiado caliente para tocarlo, pero de momento conservaba aún el fresco de la noche- y se echó a llorar, ahora sin hacer ningún esfuerzo por contener las lágrimas.
Notó que una mano indecisa rozaba la suya. David estaba junto a ella, mirándola con su semblante triste, impropio de su edad, su cuerpo espigado, la camiseta de béisbol manchada de sangre. La miraba con expresión solemne, sin cogerle la mano pero tocándola con los dedos como si desease cogérsela.
–¿Que pasa, Mary? – preguntó.
–No encuentro la cajita -explicó Mary-. La cajita magnética con la llave de repuesto. Estaba debajo del parachoques pero debe de haberse caído. O quizá los chicos que nos robaron la matricula se la llevasen también. – Le temblaron los labios y se echó a llorar de nuevo.
David se arrodilló junto a ella. Pese a tener los ojos empañados por las lágrimas, Mary vio claramente los moretones que Audrey le había dejado en el cuello al intentar estrangularlo, horribles marcas negras semejantes a negros nubarrones.
–Clámese, Mary -dijo David, y empezó a deslizar la mano bajo el parachoques.
Mary oyó cómo sus dedos palpaban el metal en la oscuridad, y de pronto sintió el impulso de gritar: «¡Cuidado! ¡Podría haber arañas ahí debajo!»
David retiró la mano de debajo del coche y le enseñó una cajita gris.
–¿Por que no lo prueba? Si no arranca… -Se encogió de hombros para expresar que no tenía mucha importancia, que al fin y al cabo estaba el camión.
Si, el camión. Salvo que Peter nunca había montado en ese camión, y quizá deseaba percibir su olor un rato más, su presencia. «Un buen par de melones, señora», le había dicho, y después le había tocado el pecho.
Quizá deseaba recrearse en el recuerdo de su olor, su contacto, su voz. Las gafas que se ponía para conducir. Todos esos recuerdos serían dolorosos, pero…
–Sí, iré con usted en el coche -dijo David. Estaban arrodillados cara a cara frente al coche de Deirdre Finney-. Si arranca, claro. Y si usted quiere.
–Me siento como si tuviese ciento ocho años -comentó Mary.
–No se preocupe, no aparenta ni un día más de ochenta y nueve -bromeó Steve, y sonrió cuando ella hizo amago de darle un puñetazo-. ¿De verdad quiere intentar llegar a Austin en este cochecito? ¿y si se queda atascada en la arena?
–Vayamos por partes. Ni siquiera sabemos si funciona, ¿no, David?
–No -respondió David, aunque su «No», más que una palabra, pareció un suspiro.
Volvía a distanciarse de ella, notó Mary, pero no sabía que hacer para evitarlo. Se había quedado inmóvil, con la cabeza gacha, contemplando la rejilla del radiador del Acura como si contuviese todos los secretos de la vida y la muerte, y la emoción desapareció otra vez de su rostro, dando paso a una expresión remota y abstraída. Una mano flácida sostenía aún la caja magnética donde estaba guardada la llave.
–Si arranca, iremos en caravana -propuso Mary-. Yo detrás de usted. Si se atasca, volvemos al camión. Aunque no creo que eso ocurra. En realidad no es mal coche. Si mi condenada cuñada no lo hubiese utilizado para esconder su alijo de droga… -Le tembló la voz y apretó los labios.
–Seguramente la carretera estará despejada a cincuenta o sesenta kilómetros de aquí -comentó David sin apartar la vista de la rejilla del Acura.
Mary le sonrió.
–Ojalá aciertes.
–Sin embargo, hay un detalle más importante -dijo Cynthia-. ¿Que vamos a contarle a la policía sobre todo esto? A la policía de verdad, quiero decir.
Por un momento todos guardaron silencio. Finalmente David, todavía con la vista fija en la rejilla del Acura, sugirió:
–La primera parte, y ya inventaremos algo para el resto.
–No te entiendo -dijo Mary. En realidad sí creía haber comprendido su propuesta, pero deseaba que siguiese hablando. Deseaba que el chico saliese de allí con ellos conservando su integridad tanto física como mental.
–Yo contaré que se pincharon las ruedas de la caravana y el policía maníaco nos llevó al pueblo. Que nos convenció de que debíamos acompañarle diciendo que había en el desierto un loco peligroso con un rifle. Usted, Mary, les explicara también cómo los detuvo. Y usted, Steve, dirá que estaba buscando a Johnny, y Johnny le telefoneó. Luego yo explicare cómo nos escapamos cuando el policía se llevó a mi madre, y que después nos escondimos en el cine y desde allí lo llamamos por teléfono. Y usted puede contar cómo llegó con Cynthia al cine. Y allí hemos pasado la noche. En el cine.
–No hemos estado en la mina -comentó Steve, pensativo, comprobando la verosimilitud de la historia.
David asintió con la cabeza. Los moretones de su garganta resplandecían bajo el sol cada vez más intenso.
–Exacto -confirmó.
–¿Y tu…? – empezó a preguntar Steve-. Perdona, David, pero no podemos soslayar la cuestión. ¿Y tu padre? ¿Que ha pasado con el?
–Fue a buscar a mi madre. Me pidió que me quedase con ustedes en el cine, y yo obedecí.
–No hemos visto nada -dijo Cynthia.
–No. En realidad no -contestó David. Abrió la cajita magnética, sacó la llave y se la entrego a Mary-. ¿Por que no prueba el motor?
–Espera un segundo. ¿Y que pensaran las autoridades de lo que encuentren? ¿Todas esas personas muertas? ¿Y también los animales? ¿Y que contaran después? ¿Cómo presentaran la noticia a la prensa?
–Hay quienes creen que en los años cuarenta se estrelló un platillo volante no lejos de aquí-aventuró Steve-. ¿Lo sabía?
Mary negó con la cabeza.
–En Roswell, Nuevo México -preciso Steve-. Según rumores, incluso hubo supervivientes. Astronautas de otro mundo. Ignoro si algo de eso es cierto, pero podría serlo. Todas las pruebas indican que algo grave ocurrió en Roswell, pero el gobierno lo encubrió, del mismo modo que encubrirán esto.
Cynthia le golpeó en el brazo con el dorso de la mano.
–Bastante paranoico por tu parte, ¿no? – reprobó.
Steve se encogió de hombros.
–En cuanto a lo que pensarán… gas venenoso, quizá. Algún gas desconocido que emanó de una bolsa subterránea y enloqueció a la gente. Y por ese lado no andarán muy desencaminados, ¿no?
–No -convino Mary-. Lo más importante es que nuestras versiones coincidan, que a grandes rasgos todos contemos la historia como la ha presentado David.
Cynthia hizo un gesto de despreocupación, y una sombra de la niña respondona que en otro tiempo fue asomó a su rostro.
–En cualquier caso, si perdemos el control y contamos lo que en realidad hemos visto, tampoco nos creerán.
–Quizá no -dijo Steve-, pero aunque a ti te de lo mismo, yo prefiero no pasarme seis semanas conectado a un detector de mentiras e interpretando manchas de tinta cuando podría pasarlas contemplando tu cara exótica y misteriosa.
Cynthia volvió a golpearlo en el brazo, esta vez más fuerte. Advirtió que David seguía con atención la escena y preguntó:
–¿Tu crees que tengo una cara exótica y misteriosa?
David desvió la mirada hacia las montañas.
Mary rodeó el Acura y abrió la puerta del conductor, recordándose que debía ajustar la posición del asiento antes de ponerse en marcha; Peter era un palmo más alto que ella. La guantera había quedado abierta después de abrirla para buscar el certificado de matriculación, y la luz interior encendida, pero seguramente una bombilla de tan escasa potencia no había consumido apenas batería. Y en todo caso, aunque no arrancase, tampoco era una cuestión de vida o…
–¡Dios santo! – exclamó Steve con voz ahogada-. ¡Dios santo, mirad!
Mary volvió la cabeza. En el horizonte se veía, pequeña a aquella distancia, la pared norte de la Mina de los Chinos. Sobre ella se elevaba una gigantesca nube de polvo gris. Flotaba en el cielo conectada aún a la mina por un oscuro cordón umbilical de polvo y tierra pulverizada: los restos de una montaña ascendiendo hacia el cielo como tierra envenenada tras una explosión nuclear. Dicha nube tenía forma de lobo, su cola apuntada hacia el sol naciente, su hocico grotescamente alargado apuntado hacia el oeste, donde la noche se resistía aún a abandonar el cielo por completo.
Tenía las fauces entreabiertas, y de su boca asomaba una extraña forma, amorfa pero así y todo semejante a un reptil. Una forma que tenía algo de escorpión, pero también de lagarto.
Can tak, can tah.
Mary gritó con las manos en la cara, contemplando aquella silueta por encima de sus dedos sucios, moviendo la cabeza en un inútil gesto de negación.
–Cálmese -dijo David, y le rodeó la cintura con un brazo-. Cálmese, Mary. No puede hacernos daño. Y de hecho ya esta desvaneciéndose. ¿Lo ve?
Era verdad. La piel del lobo celeste empezaba a abrirse en algunos puntos, dejando pasar el sol por ellos, rayos dorados que eran hermosos y a la vez cómicos, la clase de toma que uno espera ver al final de una película bíblica.
–Creo que debemos marcharnos -propuso Steve por fin.
–Y yo creo que nunca deberíamos haber venido -dijo Mary débilmente, y entró en el coche. De inmediato percibió el aroma de la loción para después del afeitado que usaba su marido.
Mary hizo girar la llave. El motor carraspeó y se encendió casi de inmediato. Mary sonrió y dio una palmada.
–¿David? ¿Estas listo para partir?
–Sí. Supongo.
–¿Eh? – Cynthia le apoyo una mano en la nuca-. ¿Estas bien, chico?
David asintió sin levantar la vista.
Cynthia se inclinó y lo besó en la mejilla.
–Tienes que luchar por superarlo -le susurró al oído-. Tienes que luchar, ¿entiendes?
–Lo intentaré -contestó David, pero los días, semanas y meses que se avecinaban le parecían insalvables. «Vete con tu amigo Brian -había dicho Johnny-. Vete con él y conviértete en su hermano.» Y ese podía ser un punto de partida, sí, pero ¿y después?
Sentía agujeros en su interior que gritaban de dolor, y seguirían gritando en el futuro. Uno por su madre, otro por su padre y otro por su hermana. Agujeros como caras. Agujeros como ojos.
En el cielo el lobo se había disipado por completo, salvo por una pata y lo que podía ser la punta de la cola. De la forma con reminiscencias de reptil no quedaba ni rastro.
–Te hemos vencido -murmuró David camino de la puerta del acompañante del Acura-. Te hemos vencido, hijo de puta. Algo es algo.
Tak, susurró una voz paciente y risueña en el fondo de su mente.
Tak ah lah. Tak ah wan.
Con esfuerzo, apartó de ella su mente y su corazón.
«Vete con él y conviértete en su hermano.»
Quizá. Pero primero había que ir a Austin. Con Mary, Steve y Cynthia. Se proponía seguir con ellos tanto tiempo como fuese posible. Ellos, al menos, comprendían como nunca nadie lo comprendería. Habían estado juntos en la mina.
Cuando se disponía a abrir la puerta del coche, cerró la caja de metal y se la metió distraídamente en el bolsillo. Se detuvo de repente, y su mano libre quedó paralizada en el aire a mitad de camino del tirador de la puerta.
Algo había desaparecido de su bolsillo: el cartucho.
Algo había aparecido en su lugar: un trozo de papel.
–¿David? – dijo Steve desde la ventanilla abierta del camión-. ¿Te pasa algo?
David negó con la cabeza y abrió la puerta con una mano mientras se sacaba el papel del bolsillo con la otra. Era azul. De inmediato le resultó familiar, aunque no recordaba haberse guardado un papel como ese en el bolsillo el día anterior. En medio tenía un agujero de contornos irregulares, como si hubiese estado clavado en algún sitio. Como si…
Deja tu permiso de salida.
Esa había sido la última instrucción de la voz el día del pasado otoño en que rogó a Dios que curase a Brian. En aquel momento no comprendió la petición, pero obedeció, ensartando el pase azul en un clavo. En su última visita al Puesto de Observación Vietcong – ¿hacía una semana, quizá dos?-, el pase había desaparecido. Tal vez lo había cogido algún muchacho para anotar el teléfono de una chica, o tal vez se lo había llevado el viento. Salvo que… de pronto había aparecido en su bolsillo.
«Todo lo que quiero es amar, todo lo que necesito es amar.»
Como voz solista, Felix Cavaliere, un cantante genial.
No, pensó. No es posible.
–¿David? – Era la voz de Mary, lejana-. David, ¿que pasa?
No es posible, pensó de nuevo, pero cuando desplegó el papel, reconoció de inmediato las palabras impresas en el.
HORA
DEBEN FIRMAR ESTE PASE.
SECRETARÍA.
Algo se agitó en el interior de David. Algo enorme. Se le cerró la garganta. Volvió a abrírsele para dejar escapar un largo y lastimero sollozo de puro dolor. Se tambaleó. Se sujetó al techo del Acura, apoyó la frente en la sangría del brazo y se echó a llorar. A gran distancia oyó abrirse las puertas del camión, oyó a Steve y Cynthia correr hacia el. Lloró. Pensó en Bombón, sonriéndole con su muñeca en los brazos. Pensó en su madre, bailando al son de la radio en el cuarto de la lavadora con la plancha en una mano, y riéndose de su propia tontería. Pensó en su padre, sentado en el porche con los pies sobre la barandilla, saludándolo al verlo llegar de casa de Brian con su bicicleta al anochecer. Pensó en lo mucho que los había querido, en lo mucho que los seguiría queriendo siempre.
Y pensó también en Johnny. Johnny de pie en el oscuro túnel de la vieja Mina de los Chinos, diciéndole: «A veces nos obliga a vivir».
David lloró con la cabeza gacha y el permiso de salida arrugado en su puño cerrado, sintiendo aún cómo se agitaba algo en su interior, algo enorme, algo semejante a un corrimiento de tierra… pero quizá no tan catastrófico.
Quizá, en último extremo, no tan catastrófico.
–¿David? – Era Steve, que lo había cogido por los hombros y lo sacudía-. ¡David!
–Estoy bien -dijo. Levantó la cabeza y se enjugó los ojos con una mano trémula.
–¿Que te pasa?
–Nada. Estoy bien -insistió David-. Vámonos. Les seguiremos.
Cynthia lo miró, no muy convencida.
–¿Estas seguro?
David asintió con la cabeza.
Steve y Cynthia volvieron al camión sin dejar de mirarlo. David reunió fuerzas para despedirse con la mano. A continuación entró en el Acura y cerró la puerta.
–¿Que te pasaba? – preguntó Mary-. ¿Que has encontrado?
Mary tendió la mano, pero David prefirió no mostrarle de momento el papel azul.
–¿Recuerda cuando el policía la obligó a entrar en la sala donde estaban las celdas? – dijo-. ¿Cuando usted cogió una escopeta?
–Nunca lo olvidare.
–Mientras luchaba con el, cayeron varios cartuchos del escritorio y uno rodó hasta la reja de mi celda. Cuando tuve ocasión, lo cogí. Johnny ha debido de quitármelo del bolsillo cuando me tenía agarrado en la mina, después de morir mi padre. Johnny ha usado ese cartucho para detonar el NAFO. Y al quitarme el cartucho, me ha dejado esto.
–¿Que es? – preguntó Mary.
–Un permiso de salida. Nos lo dan en mi colegio de Ohio cuando nos marchamos antes de la última clase. En otoño pasado yo ensarte este en un clavo en lo alto de un árbol y lo deje allí.
–En un árbol de Ohio. El otoño pasado. – Mary lo miraba pensativamente, pero con los ojos atentos y muy abiertos-. ¡El otoño pasado!
–Sí. Así que no se cómo ha llegado hasta él… y no se dónde lo escondía. Cuando estaba en el polvorín, le he pedido que se vaciase los bolsillos. Temía que pudiese haber cogido algún can tah. No tenía el pase. Se ha quedado en calzoncillos, y no lo tenía.
–¡Oh, David! – exclamó Mary.
David asintió con la cabeza y le entregó a Mary el pase azul.
–Steve sabrá decirnos si es la letra de Johnny -comentó-. Pero me apuesto un millón de dólares a que lo es.
–Yo también apostaría un millón a que es suyo, si lo tuviera -dijo-. ¿Entiendes la referencia, David?
David cogió el pase azul.
–Claro. San Juan, capítulo cuatro, versículo ocho. «Dios es amor.»
Mary se quedó mirándolo durante largo rato.
–¿Y lo es, David? ¿Dios es amor? – pregunto por fin.
–Sí, desde luego -contestó David. Dobló el pase por la mitad-. Supongo que es… un poco de todo.
Cynthia los saludo con la mano. Mary le devolvió el saludo y levantó un pulgar. Steve arrancó, y Mary lo siguió. Las ruedas del Acura patinaron en el primer montículo de arena, pero enseguida cobraron velocidad.
David apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, cerró los ojos y empezó a rezar.
Bangor, Maine
1 de noviembre de 1994 – 5 de diciembre de 1995
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