Fin de siglo
Llovía. Anaïs llegó a la acera del bar, miró el reloj y se detuvo. Aún faltaban veinte minutos, así es que tocaba esperar. Trató de cobijarse lo mejor que pudo bajo el paraguas y respiró profundamente. Tenía veinte minutos para calmarse. Lo malo era que llovía y sentía frío en los pies. La gente pasaba muy de prisa sin apenas notarla. Ella debía serenarse aunque el corazón batiera fuerte. Sonrió imaginándose ridicula. ¿A quién se le ocurre pensar en una historia de amor en el último año del siglo? A nadie, ciertamente, pero debía calmar su sobresalto. Tenía veinte minutos bajo un paraguas. Debía esperar.
>Leonardo, ¿estás ahí?, soy yo, Leonardo, acabo de entrar, voy por un cigarro y regreso, dime si estás ahí...
>Leonardo, ¿donde estás? Si no apareces cierro, porque tengo hambre, sólo quería darte las buenas noches, acabo de llegar a casa, ¿estás ahí?
>¡Anaïs! Hola, princesa, te estaba esperando, ¿cómo estás? ¿Por qué demoraste tanto esta noche?, estaba hablando con Roberto35 por eso no te respondí enseguida, cierra y nos vamos al privado, estoy feliz:—)))))))
Habían prometido no decir sus verdaderos nombres. El era Leonardo porque le gustaba la pintura. A ella le gustaban las historias de Anaïs Nin. Hacía ya casi seis meses que se conocían, primero entre conversaciones varias con la gente del chat. Luego, como ocurre casi siempre, poco a poco, fueron prescindiendo de los demás y de los furtivos huéspedes que aparecían cada noche invitando a orgías virtuales o a encuentros inmediatos. Este era un canal serio. Leonardo y Anaïs eran ya viejos navegadores, por tanto no tenían la curiosidad de los primeros tiempos. Esa necesidad de responder a cada nuevo nombre. O esa ingenuidad que impide a los inexpertos reconocer si la persona que está del lado de allá de la línea es un adolescente que juega, o un padre de familia que busca amante, o un homosexual, no importa el sexo, que intenta reconocerse. Para ellos ya era fácil. Bastaba entrar, saludar a los viejos conocidos, intercambiar sonrisas digitales y cerrar todas las ventanas para quedarse solos conversando la madrugada entera, aunque al otro día hubiera que volver al cotidiano y a los despertadores y los ruidos.
>¿Leíste el poema que te mandé?
>Lo tengo en la cartera, anoche lo leí tres veces, es precioso Leonardo, te agradezco tanto, desde que nos conocemos apenas he abierto un libro, y no me arrepiento, claro; anoche estuve a punto de volver a conectarme para decirte lo mucho que me había gustado, pero tú seguramente ya estabas durmiendo.
>Sí, después de tus “buenas noches” sólo me quedan minutos para cerrarlo todo y acostarme, sabía que te gustaría el poema y no veía la hora de sentirte, lo sabes, paso el día contando los minutos que me separan de la noche, casi casi que tendré que comprar una computadora de esas portátiles, así podría estar todo el tiempo a tu lado, Anaïs, y saber qué piensas cuando caminas por la calle, o qué idea te viene a la cabeza cuando te cepillas los dientes o muerdes un pedazo de pan, yo qué sé, todo lo que dice el poema es lo que quisiera decirte, pero no tengo palabras, a veces me faltan las palabras.
>No es verdad, Leonardo, tengo cientos de palabras tuyas en la memoria de la computadora, tus palabras me acompañan todo el día, me ayudan a despertar y a tener fuerzas, sabes que antes de la computadora mi vida era una sucesión de horas sin sentido, ahora tengo tus palabras, te tengo a ti que conoces todos mis secretos, tengo tus sueños y tus miedos, ahora sé que sin tus palabras ya no podría continuar, te estoy preparando una sorpresa, ya verás, muy pronto corresponderé al envío del poema con una sorpresa mía, pero no preguntes qué es, es una sorpresa.
Habían prometido no mandarse fotos nunca. Ellos serían ellos mismos sin necesidad de un rostro etiquetado dentro de un montón de bits. Así serían libres de conocerse e incluso de imaginar los gestos que pudieran estar del otro lado de la línea. Sucede siempre así y ellos, por ser viejos navegadores, conocían la psicología que funciona en la red. Ya se habían contado, incluso, sus experiencias anteriores. Aquella vez que Leonardo creyó conocer a una y le envió su foto y ella lo correspondió con fotos diversas, en diferentes lugares o con personas distintas. Y Leonardo pensó que era una mujer muy joven y bonita, quizá demasiado joven, pero interesante. Un poco inconstante, eso sí, unos días muy alegre, otros esquiva, olvidadiza. Hasta que una noche, casualmente, viendo un servicio en TV, descubrió que las fotos eran de la cantante americana que andaba de moda en esos tiempos. Leonardo, un poco fastidiado, y con la vergüenza de quien ha sido un estúpido, quiso saber y entonces se atrevió a preguntar abiertamente en el chat si alguien conocía a esa mujer. Fue cuando Roberto35 le escribió diciendo que no perdiera el tiempo. A él le había ocurrido una cosa similar hasta que descubrió que la mujer en realidad eran tres personas diferentes. Tres muchachas de la universidad que cuando no tenían gran cosa que hacer se metían en el chat. “Pero esto es un canal serio”, pensaba Leonardo. Y así pensaban todos, “los que eran serios, claro”, decía Anaïs, porque ella también tenía sus historias. Una vez, al inicio, apenas a unos días de la primera conexión, había conocido a Kris. Y con Kris la simpatía fue inmediata, porque ambos compartían una pasión por la misma escritora. Comenzaron hablando de sus libros. Luego Kris quiso saber más de ella. Para Anaïs era un poco chocante eso de estar hablando por medio de una pantalla, pero a la vez era un alivio. Era territorio seguro y entonces habló de ella. Dijo que se sentía sola, que era difícil encontrar personas similares, difícil conversar. Kris le hablaba con la sutileza de un sabio. La hacía estar en calma y dejarse andar en confesiones inocentes, hasta que propuso que en lugar de mandarse fotos, que además no siempre venían bien, era mejor darse cita en algún lugar. A Anaïs el corazón comenzó a latirle. No estaba acostumbrada a salir con desconocidos, aunque Kris de alguna forma no lo era. Entonces se armó de coraje pensando que quizá este era el hombre de su vida, y no estaba dispuesta a perderlo por sus eternos miedos. La cita fue a las nueve de la noche frente a una heladería, junto al cartel que decía “Prohibido estacionarse”. Anaïs llegó primera y lo esperó. Kris llegó después un poco nerviosa por el primer encuentro.
—¿Anaïs? Yo soy Kris.
Extendió su mano y su mano era de dedos largos y finos. Sus ojos transparentaban una emoción extraña. Su collar hacía juego con el resplandor de las luces de la heladería que llegaban a los ojos tristes de Anaïs.
—Mira, te traje un libro de ella, de nuestra escritora.
—¿Por qué no me lo dijiste? Yo no sabía que tú... —a Anaïs se le hizo un nudo en la garganta.
—¿Que soy una mujer?, creí que lo habías entendido desde el principio, creí que para ti también era difícil, por eso no hacía falta entrar en detalles. ¿No me habías entendido? Yo no me dedico a engañar, estoy tan sola como tú...
Anaïs dio un brusco giro golpeando sin querer el libro que cayó al piso y ahí se quedó, junto a Kris y al cartel de “Prohibido estacionarse”. Por eso decidió no aceptar nunca más citas tan tempranas. Por eso a Leonardo no lo había visto nunca. Y era mejor así. Iban conociéndose sin predisposiciones, sin dejarse influir por falsas apariencias. Sabiendo que hay cosas que solo pueden confesarse cuando tienes la certeza de que no hay nadie que te mira. Nadie que hace una mueca con la boca o que cambia la vista hacia otro lado. Nadie que va a interrumpirte. Sabes que estás en un lugar seguro y basta marcar la cruz de cierre de programa para que desaparezca el interlocutor que no te gusta. Leonardo contaba de su vida y ella lo iba construyendo. Iba armando los pedazos, cambiándole el color de los ojos, proyectando sus sonrisas detrás de los caracteres que construía la pantalla.
>A ver, déjame adivinar, estás sentada con los pies cruzados sobre la silla y te tomas un café,: —/
>No, estoy sentada normal, y me estoy comiendo una naranja, ¿quieres un pedazo?: —) si cierras los ojos te doy un pedazo.
>Si cierro los ojos no veo el teclado: —p, ¿sabes que puse en la pantalla la imagen de Da Vinci que me mandaste?
Alguna vez él se sintió tentado a proponer intercambios de teléfonos. Podrían al menos conocer sus voces y así imaginar el sonido de las palabras escritas. Luego cambió de opinión y no dijo nada. Estaba casi seguro de que la propuesta podría contrariar a Anaïs.
Las cosas, todas, requieren su tiempo justo. Inútil adelantarse. Una llamada telefónica podía convertirse en costumbre y entonces ya no sería igual. La comunicación no es la misma. Frente al teclado, Leonardo ordenaba las palabras. Tenía un breve espacio de tiempo para pensar y luego escribir sus ideas. Al teléfono, estaría emocionado y quizá sólo alcanzaría a decir frases estúpidas. Seguramente a ella le sucedería otro tanto, y no sabía, tal vez el nerviosismo le hacía venir el hipo, o comenzaba a tartamudear. Era arriesgado. De todas formas ambos sabían que era inevitable, que algún día se conocerían personalmente. Y un sexto sentido misterioso les decía que cuando esto ocurriera no notarían nada extraño. Sería como si se hubieran visto toda la vida.
A veces, antes de apagar la lámpara de noche, Anaïs soñaba con Leonardo durmiendo al lado suyo. Sentía sus “buenas noches” y se abrazaba a la almohada. Luego apagaba la luz y Leonardo caminaba junto a ella y el hijo de los dos lo llamaba “papá” y ella ya no estaba tan sola. Ya no estaba como siempre, imaginando historias imposibles. Viendo a las familias caminar por la calle y pensando en su mala suerte. Sabiendo que los años pasan demasiado veloces y que con cada minuto crece la imposibilidad de encontrar una persona. Te conviertes de adolescente en solterona con una morbosa facilidad. Luego los músculos se estiran, la carne se va llenando de grietas, los ojos dejan de brillar. Te vas volviendo un ser anónimo. Los que fueron tus amigos de la juventud han hecho sus vidas y casi nadie tiene tiempo. Anaïs en verdad nunca había tenido muchas amistades. Nunca fue un modelo de belleza, ni líder de ningún grupo. Era un ser normal, lleno de sueños no confesados, como casi todo el mundo.
>Anoche soñé contigo, Anaïs, no quisiera ofenderte, pero conoces todos mis secretos, anoche soñé que me besabas.
>Hace ocho meses que nos conocemos, Leonardo, y hace varios meses que me besas cada noche, es la primera vez que no sé qué decir...
>No quiero que te parezca precipitado, yo también tengo miedo, pero quizá sería conveniente... discúlpame, pero necesito tocar tus manos, yo creo que te amo Anaïs, te has hecho demasiado necesaria...
Esa noche se despidieron más temprano. Decidieron que era mejor pensar. Estaban muy nerviosos. Anaïs daba vueltas por la casa con un cigarro entre los dedos. Revisó su libreta telefónica, pero no encontró ningún número adecuado, nadie a quien poder llamar y pedir consejos. Su único amigo era Leonardo y visto que él era parte del problema, no se le ocurría con quién conversar. Sus compañeras de trabajo pasaban la jornada contándose sus vidas. Hablaban de novios y maridos, de las discusiones en casa, de las traiciones ocultas. Contaban cada mínimo detalle, pero ella no se sentía en confianza para compartir su historia. Una vez comentó algo sobre el chat y alguna la había mirado con una risa irónica y hasta se atrevió a preguntar cómo era eso de hacer el amor a través de la computadora. Anaïs lógicamente no volvió a tocar el argumento y ninguna sabía de la existencia de Leonardo. “Estoy más sola que un muerto”, pensó encendiendo otro cigarro.
Esa noche Leonardo no durmió. Volvió a la computadora y se dispuso a escribir una larga carta, pero a cada párrafo cancelaba todo y volvía a empezar. Era casi inútil, quedaban realmente muy pocas cosas por explicar. Ella sabía todo de su vida. Sabía que de joven tuvo un matrimonio que duró dos años y después de que su mujer lo abandonó no existieron más historias. Algunas cosas banales, pasajeras, pero nada que lo hiciera estremecerse. Nada que le quitara el sueño. “Estoy más solo que la palabra soledad”, pensó y canceló una vez más la carta. Lo único que lo reconfortaba de algún modo era haber sido capaz de decirle que la amaba. Esta era su tranquilidad y su agonía. ¿Se puede amar a un ser que aún no se conoce? Casi de seguro, porque ciertamente a Anaïs la conocía más que a cualquier cosa. Mucho más, incluso, que a la mujer con quien vivió dos años. Y después de aquellos años verdaderamente habían transcurrido muchos más. Demasiados quizá. Acumulando sueños y barriga. Y escondiéndose detrás de un buró repleto de papeles por llenar.
>Tengo miedo, Leonardo.
>Yo también.
>Si te digo que anoche no pude dormir, ¿me crees? >Yo tampoco dormí, Anaïs, y si te digo que no dormiré hasta no verte, ¿me crees?
>Te creo. ¿Dónde nos vemos?
Leonardo escribió la dirección de un bar. Era jueves. Fijaron cita para la noche del sábado. Prometieron no comunicarse el viernes, como hacen los que van al matrimonio. Se dijeron buenas noches y apagaron las computadoras.
Anaïs encendió un cigarro y se miró al espejo. Hacía diez años su cuerpo era distinto. Los ojos tenían más luz y la piel menos marcas. Cambió la vista y suspiró.
¿Y si lo decepciono? Seguramente me cree más joven, o a lo mejor me cree de mi edad, pero no le gusto. Si le resulto fea no será capaz de decirlo, pero no dirá nunca más que me ama. Quizá fue un error no mandarnos fotografías, ni siquiera sé cómo se llama verdaderamente. Tengo miedo. Tengo un miedo que me estoy muriendo. Mañana voy a la peluquería. Me doy de enferma en el trabajo y voy a comprarme un vestido nuevo.
Leonardo sirvió un trago y se miró al espejo. Necesitaba afeitarse y quizá le vendría bien pasar un día durmiendo para aplacar las ojeras. Hacía un tiempo bastaba aguantar un poco la respiración y la barriga no se notaba tanto. Ahora era imposible.
¿Y si no le gusto? No, no es posible, ella sabe todo de mí, sabe que soy un frustrado y no le importa. Sabe que alguna vez tuve sueños que se desvanecieron con el tiempo, sabe... ¿qué sabe? Quizá se ha hecho alguna idea errada, de pronto la decepciono. Si no le gusto no me lo dirá nunca. Me tomará de la mano y empezará a hablar de cualquier otra cosa. No, no y no, ya basta, esta vez todo saldrá bien, ya basta, uno no puede estar solo toda la vida. Tengo miedo, tengo mucho miedo.
El viernes Anaïs no fue a trabajar. Llamó en la mañana y dijo que estaba enferma. Pensó salir a comprarse un vestido, pero desistió. Si Leonardo la quería, tenía que verla como era. Pasó el día tirada en la cama aguantándose las ganas de encender la computadora. Por la noche abrió el ropero y se arrepintió de no haber comprado el vestido. Estuvo delante del espejo probándoselo todo, hasta que rompió a llorar con la cama llena de ropas y ella desnuda. Y todo andaba mal. Tuvo ganas de cancelar la cita. Mandar un e-mail urgente diciendo que no podría ir, que algún pariente lejano estaba enfermo y que ella tenía que salir de la ciudad. Luego cambió de idea. Tomó una pastilla y, pensando, se quedó dormida.
Leonardo pasó el día detrás del buró equivocando las planillas. A la hora de almuerzo tomó un trago en el bar y no probó su plato. En casa escribió una poesía que luego tiró a la basura porque era cursi y con un lenguaje adolescente. Empezó a afeitarse, se cortó y decidió dejarlo para la mañana del sábado. Bebió un trago y dos y tres. Tuvo miedo que su aliento retuviera el olor del alcohol y entonces decidió hacer treinta abdominales y algunos movimientos de brazos. En el número nueve le faltó el aliento, se dio una ducha y se sentó a tomar otro trago. Encendió la computadora.
>Anaïs, ¿estás ahí? Si estás, responde, por favor, tengo algo urgente que decirte.
Roberto35 le dio las buenas noches diciendo que pensaba que Anaïs no estaba conectada. Leonardo comentó cosas sin importancia. Se despidió y cerró. Sirvió otro trago y, bebiendo, se quedó dormido.
El sábado llovía. Ella se vistió como de costumbre y se miró en el espejo. No le gustó mucho la imagen, pero suspiró y encendió un cigarro. Estuvo parada junto a la ventana hasta que este llegó a su fin. Tomó el paraguas y salió. El pasó un algodón con alcohol sobre el arañazo que tenía en la cara. Se vistió como de costumbre y miró el reloj, aún era temprano, pero decidió salir antes para tomarse un trago mientras esperaba.
Anaïs llegó a la acera del bar y se detuvo. Aún faltaban veinte minutos, así que tocaba esperar. Trató de cobijarse lo mejor que pudo bajo el paraguas y respiró profundamente. Tenía veinte minutos para calmarse. Lo malo era que llovía y sentía frío en los pies. Sentía frío adentro. La gente pasaba de prisa y ella miraba los rostros tratando de descubrir al que esperaba. Leonardo observaba la puerta mientras alzaba su vaso. Era el segundo trago y hasta el momento sólo había visto jóvenes sonrientes, como las muchachas de la mesa vecina, o transeúntes que se refugiaban de la lluvia, como la pareja en la barra, o gente estacionada afuera esperando que amainara un poco, como la mujer del paraguas. No quería ver el reloj. El encuentro debía ser así y él sabía que la reconocería inmediatamente. Anaïs sintió que el agua alcanzaba sus zapatos y tuvo ganas de reír. Sabía que Leonardo se sorprendería al llegar y descubrir que ella esperaba. Pensó que seguramente la lluvia era un buen presagio. El cruzaría la calle lentamente y no tendrían necesidad de preguntar sus nombres. ¿Qué harían? ¿Se abrazarían? ¿Se mirarían largamente? Leonardo pensaba que cuando apareciera su figura en la puerta, él terminaría el trago levantando la vista, ella se acercaría a su mesa, y entonces, ¿qué harían? Seguramente él haría un gesto al camarero para que sirviera dos tragos más. Entonces se miraban, largamente se miraban.
De las muchachas que estaban en la mesa vecina, una se levantó despidiéndose. La otra quedó sola, miró el reloj y pidió un trago. Anaïs también miró el reloj. Ya habían pasado los veinte minutos y sintió un ligero estremecimiento. Se apartó aún más pegándose a la vidriera del bar. Echó una ojeada a través del cristal. Vio gente que conversaba en la barra, y en el salón, algunas parejas, y un señor que bebía solo mirando a la muchacha que fumaba en la mesa vecina. Leonardo no acababa de llegar y ella comenzaba a impacientarse. El sintió que se estremecía de dolor cuando observó el reloj y comprobó que la muchacha de la mesa vecina esperaba. Suspiró profundamente apartando la vista hacia la puerta, pero en la puerta no aparecía Anaïs. Afuera sólo estaba la señora del paraguas y un muchacho que acababa de aparecer frotándose las manos y dando brinquitos.
Anaïs miró al muchacho con el rabillo del ojo y tragó en seco. El la observó y se frotó las manos.
—¿Me puede decir la hora? —dijo luego de cinco minutos.
Anaïs contestó casi sin mirarlo.
—Las ocho y diez.
—¡Qué mala noche! —dijo él—. ¿Usted está aquí hace mucho tiempo?
—Un rato, sí... es que llueve mucho.
—Sí, llueve mucho...
Él volvió a frotarse las manos, sacó una cajetilla de cigarros y le ofreció uno a ella. Anaïs agradeció y entonces le vio la cara. No era tan joven, pero tenía una buena figura. Sintió que el corazón le daba un brinco. Le saltaba en pedazos. Cerró los ojos encendiendo el cigarro y sin quererlo se le formó un nudo en la garganta.
—Disculpe si le pregunto si lleva mucho tiempo, es que estoy un poco retrasado, ¿sabe? No tengo reloj, y tenía que ver a una persona aquí, pero llegué un poco tarde, con esta nochecita tengo miedo perder la cita. ¿Usted también está esperando a alguien?
Anaïs dibujó una sonrisa un tanto idiota.
—¿Yo? No, imagínese, yo estoy esperando que amaine un poco la lluvia, es que... la noche no está muy buena...
—Sí, tiene razón, —dijo él cambiando la vista—. Una noche muy esperada puede destruirse en un instante...
Anaïs intentó sonreír y tragó en seco. Contó hasta diez internamente y trató de tener un comportamiento normal. Miró a la calle, fumó y pasó la vista al interior del bar. Adentro seguían las cosas como antes, solo que el señor que anteriormente miraba a la muchacha ahora tenía el brazo levantado llamando al camarero.
El camarero le trajo un nuevo trago a Leonardo. El bebió sonriendo internamente. Desde que la muchacha quedó sola había fumado tres cigarros y alternado la vista entre el reloj y la puerta. No quedaban dudas. Anaïs nunca hubiera demorado a la cita. Ella estaría en el momento justo. Y era lógico pensar, conociéndola como la conocía, y sabiendo todos sus miedos, que ella llegaría antes con alguna amiga para relajarse y prepararse al encuentro. Anaïs estaba en la mesa vecina y él no se sentía capaz de dar la cara. Prefería pasar como un tipo cualquiera que va a beber solo. Era su salvación, porque estaba convencido de que él no podría gustarle. Era más bella de lo que había imaginado, y en esos momentos contemplar su belleza era un goce y a la vez una tristeza. Hubiera preferido que Anaïs fuera la mujer que estaba en la barra conversando con un hombre, o incluso aquella señora del paraguas que fumaba con el muchacho fuera del bar. Leonardo terminó el trago de un solo golpe y pidió otro. Anaïs disimuladamente volvió a mirar el reloj.
—¿Qué hora es?
—Ya las ocho y veinte.
El muchacho hizo una mueca y se frotó los ojos.
—Soy un desgraciado, señora, escogí la peor noche.
Ella tragó el nudo de su garganta y movió los dedos de los pies.
—Dentro de poco parará de llover, ya verá, yo casi casi que me voy caminando.
—Pues yo no, yo esperaré y me pueden dar las seis de mañana aquí, pero esperaré.
Ella sonrió amargamente. Sin dudas, Leonardo era el hombre de su vida, sólo que ella no era la mujer de la vida de Leonardo. Lo miró largamente como tratando de conservarlo todo. ¡Cuánto hubiera sido bueno continuar como antes! Ahora ya todo estaba perdido. Anaïs conocía su rostro y no era justo. No valía la pena continuar acumulando ilusiones. El pensamiento vaga siempre muy veloz y ella se vio vendiendo la computadora, deshaciéndose de todo. Aceptando su destino de soledad sin paliativos. Casi tuvo ganas de llorar, y por fortuna llovía, porque así las aguas de los ojos se podrían confundir con cualquier cosa. No era justo, pensó. No era justo que el destino le jugara esta malísima pasada.
—Son las ocho y media y parece que ya no llueve tanto, mejor salgo caminando.
—Gracias, señora, por la compañía, digo...
Anaïs sonrió.
—Gracias a ti... por todo.
Él no la entendió muy bien, pero encendió otro cigarro y decidió entrar al bar a beber algo. Se apoyó en la barra, cerca de la caja, desde donde podía observar bien la puerta. Dio una bocanada al cigarro y esperó. Cuando el señor tropezó con él, dio un brinco virando el vaso encima del mostrador.
—Disculpe —dijo el señor acercándose a la caja—. Hoy es un día fatal, ¿lo invito a un trago?
—No se preocupe, no es nada, lo invito yo.
Leonardo sonrió.
—Mejor no, yo ya he bebido bastante, ¿sabe? —se acercó confidencial—. Le pago el trago y desaparezco, debo desaparecer inmediatamente.
El no supo qué contestar. El señor pagó y se fue dando tumbos. Unos minutos después la mujer que esperaba sola en la mesa se acercó.
—Disculpe, ¿usted está esperando a Aldo, el agente publicitario?
—Sí.
—Menos mal, temía no reconocerlo... yo trabajo con Aldo, él tiene un problema de familia y no puede venir, el lunes lo espera en la oficina, se disculpa mucho por el imprevisto, pero el lunes lo espera sin falta, usted no se preocupe que el trabajo está garantizado, y yo hace una hora que estoy esperándolo.
El suspiró aliviado mirando a la mujer que sonreía.
—Gracias y disculpe por la larga espera, pero ya que estamos aquí, ¿me acepta un trago?
>Hola Roberto35, ¿tú sabes si hoy Leonardo se conectó?
>Hola Anaïs, yo estoy hace dos horas, pero Leonardo no ha asomado la cabeza.
>Gracias, le escribiré un e-mail, buenas noches.
“Querido Leonardo, perdóname si no pude ir a la cita, me imagino que te habrás sentido un poco mal, pero es que tengo problemas. Perdóname otra vez, porque cuando envíe este mensaje, tengo que cerrarlo todo e irme. Salgo de la ciudad. Ha muerto un pariente lejano, que no por lejano era menos querido. No sé cuánto tiempo estaré afuera. Perdóname, Leonardo, amor mío, nunca te voy a olvidar. Te deseo toda la felicidad del mundo.
Tuya siempre, Anaïs.”
Cuando dio el envío, encendió un cigarro y vio que le entraba un mensaje.
“ Anaïs, amor mío. No imagino qué habrás pensado cuando no me viste llegar al bar. Todo ha sido un desastre, parece que la fatalidad me acompañará por siempre. Mi ex mujer, aquella que no veía desde hace tantos años, tuvo un accidente y está hospitalizada, casi al borde de la muerte. Como no tiene parientes, me toca ir para ayudarla. Parto de la ciudad y no imagino por cuánto tiempo. De cualquier forma, quiero que sepas que siempre te amaré. Eres lo mejor que me ha pasado en esta inútil vida. Me llevo todas tus palabras y a ti en mi corazón.
Te amaré siempre, tu Leonardo.”
El prompt de las computadoras continuó parpadeando durante toda la noche.