Las notas falsas
Se vocé disser que eu
desafino amor...
Tom Jobim/Newton
Mendonça
(Desafinado)
No, no me molesta, puede permanecer sentado, por mí no se preocupe, de todas formas tengo que barrer el salón y lo hago todos los días, así es que figúrese usted si me voy a poner impertinente porque alguien decide permanecer en la butaca. Es cómoda, ¿no? ¡No! ¿Qué dice? Si me siento a acompañarlo, ¿quién hará este trabajo? ¡Qué va!, yo continúo con mi escoba y usted ahí acomodado hasta cuando le parezca. De todas formas, ya le dije, lo hago todas las noches, y aquí entre usted y yo, saberme en compañía no me viene mal. Disculpe si lo perturbo con mi cháchara, es que, ¿sabe? No es usual encontrar un alma a estas horas. La gente normalmente escapa cuando termina la función. Luego del bis, los saludos, los aplausos y todas esas cosas, se entran a codazos en el pasillo a ver quién sale primero. Yo siempre los miro y me orino de la risa, porque sé que en un santiamén el teatro quedará vacío. ¡Y mire qué cosa! Hoy resulta que está usted ahí sentadito sin ninguna prisa, por mí no tenga pena.
Nadie va a venir a botarlo, porque soy yo quien tiene las llaves, así es que disfrute. Yo lo entiendo, ¿sabe?, usted conoce el secreto de los sonidos. Me di cuenta porque cambió varias veces de asiento hasta llegar a esta fila, y como sé de los rincones de este lugar, le digo que en esa posición se escucha todo perfectamente. Así es que no hay problemas, puede terminar la función gozando del final que la gente suele perderse, y disculpe si hasta ahora lo he disturbado con mi perorata.
¡Ah!, ¿no lo disturbo? Bueno, hombre, pues me da usted un gran placer, que yo todas las noches suelo conversar con las butacas, pero si por una vez las sustituyo por una persona, no está mal, ¿no? ¡Ah, qué gracioso! No, las butacas no se van a poner celosas, ellas nunca dicen nada, pero saben más de lo que usted y yo podemos imaginar. Figúrese que cuando nosotros nos vamos a la cama, ellas se quedan ahí, y durante las funciones, pueden asistir a los comentarios de todos los presentes, los cuchicheos al oído, los apretones de mano. A veces hasta las envidio, ¡sí señor! ¿Para qué decir una cosa por otra?
¿Desde cuándo? Hace dos años que estoy en este teatro y pienso permanecer por un buen tiempo. Antes trabajaba en la ópera, sí, en el teatro de la ópera, y no me iba tan mal. Ahí el público, usted sabe, algunos eran educados y otros aparentaban serlo, el caso es que el trabajo era más fácil, porque al menos no dejaban papelitos, ni cucuruchos arrugados por toda la alfombra. Yo en realidad terminaba de barrer en un segundo, pero no andaba bien. Aquí me siento mucho mejor, aunque la gente deje desperdicios por todas partes y los jóvenes no se preocupen porque sus zapatos estén llenos de fango.
No, no, de ninguna manera, mire que si algo me gustaba del teatro de la ópera era precisamente el espectáculo, ¡qué maravilla! La ópera es sublime, pero no es eso. Aquí se presenta un poco de todo: un grupo de rock, una cantante romántica, algún concertista o una agrupación con ritmos bailables, en fin, un poco para cada gusto. En la diversidad está lo interesante, y por ahí viene mi interés en este lugar. Piense que los artistas que se presentan no son todos del mismo nivel, algunos son menos profesionales, con menos experiencia, ¿me entiende? En la ópera, el espectáculo transcurría perfecto, unos más bravos que otros, pero casi siempre dentro de los límites de la majestuosidad. Era difícil para mí, digo, para desarrollar mi verdadero oficio, que algo tiene que ver con el hecho de barrer, pero no precisamente inmundicias. ¡Ah!, se sorprende. Le ruego que no piense mal de mi persona, no crea que trabajo para los servicios secretos de ningún país, ¿eh? Usted me inspira confianza, por eso puedo revelarle mi secreto, pero mejor me acerco un poco, no vaya a ser que alguna de las butacas luego se encargue de propagarlo. Yo soy el que barre las salas de los teatros cuando termina la función, pero en realidad lo que me interesa... y claro que esto lo hago con fines personales, nadie me lo ha pedido nunca, ni me pagan un salario, es, digamos, un oficio personal... yo soy quien recoge la notas falsas.
Sí, eso he dicho: las notas falsas. ¿Sabe? En palabras pobres: los gallos. El sonido que sale un semitono más bajo de la entonación, la cuerda mal presionada que provoca suciedad en la melodía, un Si bemol al puesto de un Si natural, una tercera mal colocada, una corchea con puntillo que no tiene en cuenta el puntillo, cosas así. ¿Me entiende?
No. Creo que no me entiende. No me mire con esa cara, hombre, que no soy un chiflado. Si le cuento es porque sé que usted podrá entenderlo, no piense que le estoy gastando una broma. De todas formas, disculpe si lo he perturbado, no era realmente mi intención. Quizá sea mejor que vuelva a la escoba en lugar de estarlo llenando de chácharas inútiles. Le ruego que me perdone.
¿Qué dice? ¿Está hablando en serio? ¿De veras le interesa? ¡Ah! Desde el principio usted me resultó simpático. ¿No le molestaría cambiarse de fila y así puedo barrer del otro lado mientras conversamos?
Pues sí, como le cuento, desde hace años vengo practicando el oficio de recolectar notas falsas. Ya sé que como ocupación no aparece en ningún registro, y por esto, es que debo enmascararme como barredor de salas, ¿comprende? Yo, como usted y como todos, tengo un sueño oculto. Y si me permite, prefiero decírselo al oído. Aspiro a construir una sinfonía con todas las notas que tengo en casa. Algo como el mundo, ¿se da cuenta? No, no, no tiene nada que ver con la música electroacústica, no me venga a decir que es usted de los que piensa que aquello no es música. ¡Ah!
Una broma, claro, no faltaría más. Sí, continúo, le estaba diciendo que pienso construir algún día una obra maestra con todas aquellas notas que la gente desecha, con las que provocan risa, las que son diferentes. En esos sonidos está el secreto del mundo. Le pongo un ejemplo: usted va por la calle y descubre a una mujer parada en una esquina. La mira y ella le corresponde. Usted sigue caminando y, antes de doblar, gira el rostro para contemplarla por última vez. Para usted todo será perfectamente coherente: la desconocida, la mirada y el recuerdo. Una perfecta escala mayor. Suponga entonces que la mujer no corresponde a su mirada, o que antes de doblar usted descubre a otro hombre que se le acerca. La secuencia inicial sufriría alteraciones, ¿no es así? Justamente una escala menor. Pero para seguir especulando, digamos que después de su mirada correspondida, en el justo momento en que gira el cuello por última vez, se percata de que la mujer corre a su encuentro con los brazos abiertos. Usted, que seguramente no se cree un donjuán, quedará petrificado, ¿no es cierto? Nunca se le ocurriría pensar que una simple mirada por la calle podría traerle consecuencias similares, pero, ¿quién jura que no pueda suceder? Es simplemente una hipótesis, claro está, lo curioso es que usted no puede preverla, porque nada conoce de la mujer. Y seguramente nunca se ha detenido a considerar cuán importante es para ella todo cuanto le sucede. Usted es uno que pasa simplemente y seguirá pasando si no comienza a escuchar. ¿Me comprende? ¡Ah! Veo que no lo aburro, se está interesando, ¿eh? ¿Le molesta si nos volvemos a cambiar de fila?
Pues como le iba diciendo, en un caso similar, una persona cualquiera se limitará a pensar que la mujer está loca, y habrá incluso quien será capaz de darle un empujón antes de ser alcanzado por sus brazos. Lo que sí parece improbable es que la actitud de la mujer sea interpretada de forma natural. Ella está en la esquina simplemente esperando, y nadie querrá detenerse a pensar que quizá una mirada podrá salvarla de la espera. ¿Me sigue? Llevado a términos musicales, podemos interpretar su gesto como una nota falsa, algo que se escapa de la supuesta melodía. Desgraciadamente estas notas no son apreciadas por el gran público y, con frecuencia, créame, reciben a cambio chillidos, insultos y hasta tomates, si es época de cosecha. Algo similar a lo que ocurriría con la mujer si usted le diera la espalda. ¿Comprende?
¡Pero no hable así, hombre! Era tan solo un ejemplo, no me diga que ha perdido las ganas de mirar a las mujeres que se le cruzan por la calle. Es que, ¿sabe?, hay una gran diferencia entre mirar y observar, como entre oír y escuchar. Diría que estos verbos funcionan como notas inarmónicas, porque no me venga a decir que es lo mismo Do sostenido que Re bemol, eso un músico no lo permitiría nunca. Y así mismo ocurre con las personas. Yo, que desde hace tanto tiempo trabajo en el teatro, he descubierto que la gente ha tomado por costumbre oír. Oyen la música que sale del piano, la voz de la cantante, el estruendo de los aplausos, las palabras dedicadas al público, y solo alzan la cabeza cuando se escapa un feedback o alguna nota falsa. Entonces sí que se molestan. Cuando algo se sale de la norma, todos tienen un dedo listo para apuntar, o un improperio a mano, o toda una diatriba elaborada en casa. Solo entonces se atreven a escuchar. ¿Se da cuenta? ¿Usted nunca se ha preguntado adonde van a parar las malas notas?
No, no tenga pena de responderme. Sé que nunca se lo ha preguntado, y no lo juzgaré mal por eso. Se lo digo yo adonde van. Algunas se desvanecen en el aire. Otras van cayendo de rebote en rebote para terminar olvidadas bajo una butaca cualquiera. Hay de las que no pueden más y se suicidan lanzándose con furia contra las paredes del teatro. Otras, en cambio, llegan hasta la alfombra del pasillo y ahí se dejan arrastrar, van siendo aplastadas lentamente por todos los que pasan sin reparar en su presencia. Y qué decir de las más obstinadas, esas que resisten aferradas con violencia a las cortinas, o al terciopelo de las butacas, soportan con la esperanza de que cambie la tonalidad y su sonido no se pierda. ¿Quiere que continúe? Podría hacer todo un elenco de finales tristes, de notas a quienes no ha sido dedicada ninguna canción. Y todo ¿por qué? ¿Quiere que le diga el porqué? Sencillamente porque forman parte de otra melodía, sí señor, como le digo, no son mejores ni peores, sino diferentes.
¡Ah! Disculpe. Creo que lo he asustado. Me está mirando con una cara... No se alarme, por favor, disculpe si a veces me exalto un poco, yo no quería agredirlo. ¿Que no hay problemas? Muchas gracias, hombre, de cualquier forma le ruego otra vez que me disculpe, es que yo, ¿sabe?, llevo muchos años, son muchos años ya en este oficio.
¡Ah! Usted es muy simpático. ¿De veras quiere que continúe? Le confieso que no suelo hablar de estas cosas, ¿sabe?, lo primero que piensa la gente es: ¡ya está el viejo loco de la escoba dando palique! Ya lo dije antes, la gente prefiere oír y oír, en lugar de escuchar, por eso no acostumbro a desarrollar estas pláticas y mucho menos con desconocidos, pero usted es diferente. ¿Nos cambiamos otra vez de fila?
En verdad ahora sería muy difícil poder decirle exactamente cuándo fue que empecé. Por la cantidad de notas que conservo, calculo más de cuarenta años. Sí, visto desde su edad, podría decirse que es toda una vida. ¿Sabe? Tengo la teoría de que todas las personas vamos construyendo una obra sinfónica, sin casi proponérnoslo, la vida se va haciendo de etapas, movimientos que se abren y se cierran con dinámicas variables, diversas tonalidades, compases distintos. ¿Se imagina cuánto de notas falsas producimos diariamente? Lo más curioso es que al final, llega el momento de interpretar la sinfonía y suena íntegra, pura armonía, porque quién tiene derecho a decirle que su vida, y le hablo de toda una vida, ¿eh?, ha sido una sucesión de disonancias. ¿Quién puede jurar que la disonancia no es parte de la música?
¡Vaya! Saber que está de acuerdo me complace. No por el simple hecho de la aprobación, sino porque significa que me está escuchando, y el brillo en sus ojos demuestra su curiosidad. La curiosidad tiene mucho que ver con la observación, ¿sabe? Así es que si me acepta un elogio, le diré que ya usted tiene un gran camino recorrido, porque sabe escuchar y observar.
Quería saber y ya le dije que el comienzo justo no lo tengo claro, el porqué, bueno... tiene que ver con el amor. Al final el amor está en medio de todas las cosas, créame. Sí, sí, no tenga pena, no se limite a una sonrisa simplemente, puede reír todo lo que quiera, usted ahora es jovencito, pero algún día dará razón a las palabras de este viejo, que una vez no fue tan viejo, claro está.
No, no se preocupe, sé perfectamente que no se está riendo de mí, su interés me halaga, créame. Además, ¿para qué decirle una cosa por otra? Me agrada su compañía, y ya que al parecer la mía no le molesta, seguiré contando. Le decía que el por qué de mi oficio tiene que ver con el amor, yo una vez me enamoré. Ella era una muchacha muy hermosa, de esas que si usted encuentra por la calle, bien le darían ganas de que se le viniera encima para abrazarlo, sí señor, y además... era pianista, o es, porque aunque hace mucho que no sé de su vida, imagino que aún sigue recorriendo con sus dedos las teclas del piano, quizá no con la misma destreza de los primeros tiempos, pero seguramente con igual pasión. Era magnífica, créame, interpretaba a Chopin con la magnificencia de una diosa y yo me enamoré. Pasaba horas sentado en la butaca del teatro, así como está usted ahora, escuchando sus arrebatos y bondades mientras se preparaba para los conciertos. En aquella época yo no me dedicaba a barrer, ¿sabe? Era un joven esbelto y mi trabajo consistía en recoger las entradas en la puerta del teatro del barrio. Ella iba casi todas las tardes para practicar, y así fue cómo poco a poco comenzamos a saludarnos, hasta que finalmente aceptó mi puntual compañía desde la primera fila de la sala. ¡Ah! Usted no puede imaginar cuántos conciertos presencié, ¡cuánta maravilla! Yo de música no sabía casi nada, y fueron sus dedos, el vaivén de su espalda y aquella ¿cómo explicarle?, una especie de transmutación, como si el piano formara parte de su cuerpo y las teclas fueran una extensión de las manos, los pedales, el nexo con sus pies, un circuito cerrado, ¿me entiende? Fue entonces cuando comencé a interesarme por negras y corcheas y empecé a utilizar los oídos mucho más allá de la involuntaria función física. Aprendí a escuchar. ¿Me comprende? La música es el arte de combinar los sonidos con el tiempo, piense en esta sala, por ejemplo. Usted está ahí sentado y si no pone atención puede perder una interpretación única, está la cadencia de mi voz y el rumor de la escoba. Cuando mis palabras alcanzan más intensidad, la escoba se acalla, yo dejo de barrer, claro está, pero ese no es el punto. Lo interesante es apreciar cómo se combinan estos ruidos, y si queremos ir aún más allá no puede perder de vista, o de oídas, el reloj en mi muñeca que, como un exacto metrónomo, va marcando su tiempo. Todo eso está sonando aquí, y qué decir si por casualidad entra el viento: las puertas comenzarán a batir, las cortinas sonaran un quieto murmullo y hasta crujirán los cucuruchos que aún están por el piso. ¿No le parece magnífico?
Genial, dice usted. No, yo no soy genial, o al menos no lo era para ella. Con el tiempo, usted sabe, las relaciones se van fortaleciendo, y yo pasé de ser un simple espectador a alguien más íntimo. Como confesar mi amor era algo que me provocaba vergüenza, entonces mi estrategia fue el acercamiento lento. Eran mis manos las que aplaudían cada interpretación y mis palabras las que consolaban su rabia cuando algún pasaje de la pieza no le salía bien. Para no permitir su agotamiento, comencé a llevarle meriendas y ella agradecía sonriendo. Era bellísima, no crea que exagero. Y yo era feliz, porque mientras descansaba tomándose un refresco, yo limpiaba el piano, pasaba un paño por las teclas bañadas de su sudor y hasta me permitía aventurarme con sugerencias, siempre positivas, claro está, porque ella era una magnífica pianista. Así, hasta que un día, visto que era tarde, propuse acompañarla a casa. ¿Y sabe qué? Aceptó. Usted pensará que soy un viejo loco, pero le juro que aquella primera vez, todos los árboles y pájaros del barrio se pusieron de acuerdo para ejecutar un nocturno fabuloso, sí señor. ¿Yo por qué le voy a decir una cosa por otra? Y como si fuera poco, el inicio se convirtió en costumbre. A partir de ese día, apenas cerraba el piano, yo sabía que tendría su compañía por un cuarto de hora de regreso a casa. Mi presencia la hacía sentirse segura, y aunque apenas hablábamos, porque después de tanta práctica ella estaba agotada, yo estaba allí. Caminaba junto a ella, ¿se da cuenta? Y no puede imaginar la de cosas que pasaban por mi mente.
Sí, sí, estaba recordando, disculpe si me he quedado callado. ¿Nos cambiamos de fila? No sé cuántos meses duró la maravilla. Una vez anunciaron el concierto de una orquesta de otro lugar, una orquesta importante, decían algunos. Aunque me hubiera gustado estar entre los espectadores, ya le dije, mi función era recoger las entradas y, por tanto, presencié el espectáculo desde la puerta del teatro. A ella no la vi llegar y tengo que confesarle que me sentí en culpa, imaginé que tal vez no tendría quien la acompañara y lamenté mil veces no tener la noche libre. Cuando terminó la función, me uní al público que comenzó a aglomerarse afuera para ver la salida de los músicos. A usted le parecerá una broma, pero cuando salió el director de la orquesta y todos comenzaron a aplaudir, ella iba de su lado. La gente comenzó a gritar “bravo” mientras él saludaba tratando de acercarse al carro que esperaba. Yo me sentí feliz por verla a ella, ¿me comprende? Estaba allí, y entonces me aproximé, quería saludarla, que me viera, que supiera que, aunque la noche fuera para la orquesta, ella era mi pianista preferida. Me acerqué y apenas la toqué por el brazo. Ella dio un brusco giro, mirándome con sorpresa. Dije: “¿cómo estás?, me alegra que hayas venido”. En ese momento el director de la orquesta reparó en mi presencia y ella sonrió con embarazo. “Felicidades por el concierto, maestro”, agregué yo y volviéndome hacia ella continué: “¿te acompaño a casa?” Ella sonrió sin mostrar los dientes y, moviendo ligeramente la cabeza de un lado a otro, giró la vista hacia su acompañante que también sonreía. El dio dos golpecitos en mi hombro, dijo gracias, tomó el brazo de la pianista y me dio la espalda. Yo no supe entender. Caminé siguiéndolos y fue entonces cuando sentí la voz de ella, un momento antes de entrar en el carro: “No hay de qué preocuparse, él es como un Mi sostenido”. Ahí rompió la carcajada al unísono, que fue fotografiada por un periodista. El director de la orquesta y la pianista del barrio reían juntos antes de abandonar el lugar.
Yo permanecí de pie mientras la gente se alejaba. Luego volví al teatro. El viejo que barría aún trabajaba, así es que tuve tiempo de atravesar la sala y dirigirme al escenario donde estaba el piano. Abrí la tapa y comencé a tocar. No sé si usted conoce la disposición de las teclas, es muy sencillo: las blancas son los sonidos naturales, las negras las alteraciones. Do, Do sostenido, Re, Re sostenido, Mi... Fa. Entre el Mi y el Fa no hay ninguna tecla negra. Yo era para ella una tecla inexistente, en el sentido físico, quiero decir. Yo no estaba, no contaba para nada, no existía. ¿Se da cuenta?
¿Alguna vez se ha puesto a pensar en la tristeza que deben sentir un Mi o un Si? Todas las teclas del piano tienen su correspondiente tecla negra, con un diferente sonido. ¿Se ha fijado? Todas excepto el Mi y el Si. Para lograr un Si sostenido, por ejemplo, debemos tocar el Do. ¿No le parece terrible? Por no renunciar a la normalidad, el Si está obligado a traicionar su propia naturaleza. Y todo para respetar las tonalidades y armaduras de claves, porque, de no hacerlo, entonces vienen los chiflidos. ¿No se había percatado de esto? Pues yo tampoco, hasta el día en que ella dijo que yo era el Mi sostenido del piano.
Usted seguramente pensará que lo que acabo de contarle es una historia triste. Sí, mire la cara que ha puesto. Posiblemente dirá: “¡pobre viejo! Se enamoró de la mujer equivocada y mira cuánto se ha trastornado”. Y si le digo que no es como piensa, ¿me cree? Hace muchísimos años, diría, casi instantáneamente comprendí que era la mujer equivocada. Supe desde ese día que la escala de mi amor andaba en un solo sentido, y ella no hacía más que aprovechar mi buena disposición. Además, ya que estamos en confianza y que yo de música entiendo bastante, puedo confesarle que como pianista no era gran cosa. Era mi amor quien la convertía en maravilla, porque el amor, bien se sabe, tiene el don de hacer brillar las cosas. Yo abandoné aquel teatro y luego supe que ella se casó con el director de orquesta y se fueron a otro sitio. Pero no es una historia triste, no señor, no me crea un diletante. Yo no era un joven apuesto, no era músico, era un don nadie, uno más entre las tantas personas que pueblan este mundo, pero puedo decirle que este hecho me hizo reflexionar. ¿Cómo explicarle? Entendí lo importante que era mi vida. Yo no era un Do natural cualquiera, era un Mi sostenido, y sin sostenidos no hay música, no señor. A partir de ese momento comencé a observar, y de ahí viene mi oficio de recoger las notas falsas.
¡Ah! ¡Qué bonita sonrisa! Cuando la gente sonríe es como si una flauta comenzara a sonar. Pues hágalo, hombre, no tenga pena, usted sonríe y quién sabe si me está entendiendo. ¿Ah, sí? ¿Que me entiende perfectamente? Pues de veras que es usted una persona agradable. ¿Sabe? A veces me pongo a pensar qué sería del mundo si todos fuéramos notas naturales. Un poco aburrido, digo yo. ¿Y para qué decirle una cosa por otra? ¿No?
Después de aquella experiencia comencé a reconocer el mundo con otros ojos. Basta simplemente salir a la calle: mirar los rostros, ver la gente que camina, tratar de observar, ir más allá de la simple ojeada. Todos esconden una sinfonía personal, y a veces basta colocar el dedo en la primera nota para que se desate el concierto. Es como el ejemplo de la mujer que esperaba en la esquina. ¿Recuerda? Yo no sé si usted piensa de igual modo, pero vea, toda esa gente llena de complejos, los que se sienten solos, los suicidas, la gente simple, ¿me entiende? Todos los que, en lugar de aplausos, reciben chiflidos, prescripciones médicas o burlas, como yo o como usted, seguramente, aunque no se atreva a confesarlo. Toda esa gente es como las notas falsas.
¿Que tengo razón? De veras usted me halaga. Un día de estos, si quiere, claro está, puedo invitarlo a casa. Allí verá mi colección de notas. Tengo un estante abarrotado, todas clasificadas, con fecha, lugar y hora de la recogida. Es mi tesoro. Los días se la pasan reposando y apenas entro a casa comienzan a sonar.
Sinceramente creo que usted merece este espectáculo. Ellas van construyendo melodías, acaso demasiado anárquicas, no sé, van entretejiendo sonidos y saltan de un lugar a otro. Las corcheas juegan a los escondidos mientras las blancas, cansadas como siempre, alargan los tiempos y enloquecen al metrónomo. Yo las dejo hacer y equivocarse y volver a empezar, y sé que un día, seguramente cuando ya no me quede tiempo para más, asistiré al gran concierto. La última gran sinfonía de las notas falsas. Pobrecitas notas escapadas de una melodía cualquiera. Porque, al final, yo le pregunto a usted, ¿acaso no es con esas mismas notas que se construyen las obras maestras?