Capítulo 1
YA ESTÁ aquí!
Rachel se apartó de la ventana desde la que había estado vigilando la calle, dejando caer precipitadamente el extremo de la cortina con un movimiento brusco que delataba a las claras la inquietud que empezaba a dominarla. Nerviosa, se retiró de la cara con un gesto de impaciencia el pelo color avellana, mientras que sus ojos, normalmente de un gris plateado, se oscurecían hasta adquirir un tono pizarra.
-Por supuesto, justo a tiempo -musitó.
Sin embargo, para sus adentros tuvo que reconocer que siempre había sido muy puntual; que ella recordara, sólo había llegado tarde a una de sus citas una sola vez... y ese retraso había sido planeado con Maldad tan implacable que Rachel aún se estremecía al recordarlo.
En cualquier caso, no se podía añadir a la interminable lista de defectos de aquel hombre la impuntualidad.
-¡Rachel, apártate de la ventana!-le susurró su madre preocupada. Parecía como si temiera que pudiera oírla el hombre que acababa de salir del Jaguar azul aparcado frente a la puerta.
-¡Imagínate si llega a verte espiándole...!
-No ha podido ver esta ventana desde el coche -se defendió Rachel, pero, por si acaso, se retiró de todas formas.
A pesar de que estaba segura de que no la había visto, tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para dominar el pánico que empezaba a invadirla al darse cuenta de que, por fin, al cabo tan sólo de unos instantes se iba a encontrar frente a él.
Se debatía entre emociones contradictorias: por una parte, su instinto de protección, que tenía que librar una dura batalla con una curiosidad cada vez más acuciante; aquél era un sentimiento tan sorprendente que tuvo que luchar con todas sus fuerzas para controlarlo. Deseaba autoconvencerse de que la visita de aquel hombre no iba a afectarla en absoluto.
Las dos mujeres se pusieron visiblemente tensas al oír el timbre de la puerta y los pasos de la criada que se dirigía al recibidor para abrir.
-¡Ay, Rachel! No creo que pueda enfrentarme a esto -Lydia Tiernan parecía a punto de perder el control de sus nervios-. Me juré que si ese hombre volvía a poner un pie en mi casa, yo me iría de inmediato. Preferiría morirme a tener que vivir bajo el mismo techo que él.
-Y eso es exactamente lo que él está deseando, mamá -contestó Rachel amargamente-. No me refiero a que te mueras -añadió rápidamente-, aunque, desde luego, eso sería la solución a todos sus problemas... Me refiero a que si nos vamos lo único que conseguiremos es seguir su juego...
-¿Seguirle el juego?
-Sí, si nos marchamos, se quedará con todo...
La joven se dio cuenta de que no tenía que añadir nada más: la expresión de su madre había cambiado visiblemente, parecía más resuelta, y una nueva determinación brillaba en sus ojos, apenas un poco más oscuros que los de su hija.
-Pues no pienso consentir que eso ocurra y que Gabriel se apropie de lo que es mío -declaró con más firmeza de la que Rachel le había visto en los últimos días-. Él ya tiene más que de sobra de su propiedad, y no pienso tolerar...
En aquel momento la criada dio dos golpecitos en la puerta.
-Perdone, señora. Acaba de llegar el señor Gabriel Hernán.
Lo anunció de forma tan solemne que quien la hubiera oído habría pensado que se trataba, como mínimo, de algún miembro de la familia real. Incluso Rachel tuvo que reprimirse para no hacer una reverencia al hombre alto y moreno que apareció en el umbral de la puerta.
Nada más verlo se dio cuenta de que en cuatro años y medio había cambiado muy poco: continuaba haciendo gala de una impresionante presencia, de un aire de dominio que le hacían parecer aún más alto y poderoso de lo que realmente era.
Sus ojos eran del más profundo y oscuro color castaño, tanto que a veces parecían negros, casi exactamente del mismo tono que su cabello. Por su parte, su rostro siempre le había recordado a Rachel los grabados de Durero, pues parecía cincelado con las mismas líneas y planos, sin el menor asomo de suavidad, excepto en la boca, que resultaba cruel y sensual al mismo tiempo.
Si en algo había cambiado era para parecer aún más duro. Por propia y amarga experiencia, Rachel sabía que era un hombre sin fisuras, sin piedad.
Sólo con verlo sintió que la recorría una oleada de pánico ardiente, un dolor tan amargo que a punto estuvo de hacerle tambalear y caer. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no echarse a llorar, o, lo que hubiera sido aún peor, dar media vuelta y salir corriendo de la habitación.
Se obligó a mirarlo directamente a la cara. Echó la cabeza para atrás y levantó la barbilla desafiante, al tiempo que reprimía las palabras amargas y acusatorias que estaba deseando espetarle.
-Señor Tiernan -quería mostrarse lo más fría posible, tratarle con tal glacial cortesía que lo confundiera y le dejara sin saber que decir.
Por desgracia, no fue aquel el efecto conseguido. Gabriel Tieman la miró como si nada mientras se quitaba la gabardina y se la tendía a la criada. Se volvió hacia las dos mujeres con una sonrisa que hubiera sido capaz de derretir un iceberg.
-Hola, pequeña -saludó alegremente con un ligero acento norteamericano que hacía que su profunda voz sonara aún más atractiva-. Me alegro de verte.
-Me temo que no puedo decir lo mismo -replicó Rachel de inmediato, sin pararse a pensar si aquellas palabras eran o no las más adecuadas. Era ella la que empezaba a sentirse confundida por la inesperada reacción que había provocado en su interior aquella cálida sonrisa. ¡Y preferiría que no me llamaras pequeña!
-¿Y eso por qué? No te preocupes, ya me doy cuenta de que, obviamente, has dejado de ser una niña.
No había duda de que quería provocarla... y de que lo estaba consiguiendo. Con el mayor descaro, se la quedó mirando de arriba abajo, examinando con detalle cada centímetro de piel que no estaba cubierto por el sencillo vestido azul marino que se había puesto para la ocasión. Rachel tuvo que dominarse para no propinarle una bofetada con todas sus ganas.
No estaba en absoluto complacida por volver a verlo; aunque hubiesen compartido la misma casa durante más de tres años, no habían sido nunca una familia... de haberlo parecido, aunque fuera remotamente, él nunca se hubiera atrevido a abusar de su confianza de la forma en que lo hizo, destruyendo de manera tan cruel su inocencia.
-Si lo que quieres decir es que ya he pasado de los diecinueve, tienes razón. He crecido bastante desde que te fuiste y, por si lo habías olvidado -añadió cortante-, me llamo Rachel.
Él se limitó a asentir con un gesto; tal vez se hubiera cansado de meterse con ella, o, más probablemente,puede que hubiera recordado el motivo por el que había ido a la casa.
En cualquier caso, dirigió su mirada hacia la madre de Rachel, que estaba sentada rígidamente en el borde de un sofá tapizado en seda azul.
-Lydia...
Limitó su saludo a un educado movimiento de cabeza, pero sin hacer el menor intento por acercarse a ella, ni mucho menos por estrecharle la mano. En el fondo sabía que la dama le rechazaría, que ignoraría cualquier intento que él hiciera por acercarse.
-Mi más sincero pésame por la pérdida que acabas de sufrir -dijo.
Al oírlo, a Rachel se le aceleró el ritmo de los latidos de su corazón, de tal forma que sintió que casi se le cortaba la respiración.
¡Gabriel Tiernan dándole el pésame a su madre ¡Casi tuvo que pellizcarse para comprobar si había oído bien.
Sin embargo, enseguida empezó a sospechar que debía tratarse de una argucia, una especie de treta para despistarlas. No podía creer que las viejas rencillas pudieran superarse y restablecerse de alguna forma la comunicación entre ellos... No quería pensar por temor a que no fuera cierto que acaso sus sueños juveniles estaban haciéndose realidad y asistía a la reconciliación de su desdichada familia
Esa pequeña esperanza se desvaneció en cuanto oyó la fría respuesta de su madre.
-Gracias -repuso gélidamente, sin levantar la vista de la alfombra. ¿
No había ni la más remota posibilidad de que se restableciera la paz entre ellos: los dos bandos parecían perfectamente dispuestos para dar la batalla.
Pero alguien tenía que seguir con las formalidades. Dejando aparte lo que pensaba de aquel hombre, el hecho cierto era que si su madre había perdido a su segundo marido, él se había quedado sin padre.
-Acepta nuestro pésame, Gabriel -dijo Rachel al fin con dificultad, como si le costara articular las palabras.
El hombre no suavizó su expresión, ni la miró con más calidez al volverse hacia ella. Parecía en cambio como si sus rasgos se hubiesen endurecido aún más hasta parecer casi cinceladas en granito en vez de carne y hueso.
-Muy amable de tu parte -a pesar de que lo dijo con suavidad, ella creyó detectar cierta amenaza en su tono. Recordó súbitamente porqué había temido tanto la llegada de aquel día y los acontecimientos que inevitablemente se iban a desencadenar después de su regreso-. Y ahora que ya hemos terminado con las formalidades -continuó secamente-, que os parece si nos centramos en los asuntos prácticos: ¿os importaría decirme cuáles son exactamente los arreglos que habéis hecho para el funeral de mi padre?
Mi padre. Gabriel no tuvo que decir nada más, con aquellas dos palabras había demostrado bien a las claras lo lejos que se sentía de ellas. Las consideraba un par de advenedizas, dos mujeres que no tenían nada que ver con su vida.
Eso significaba el final definitivo de sus ilusiones juveniles. Tras todos aquellos años de separación, ni siquiera le parecía ser la misma persona que había albergado semejantes esperanzas. Y había sido precisamente Gabriel el que la había obligado a tomar partido. En aquella guerra interminable que había convulsionado la vida familiar durante años, había pasado de estar a su favor de todo corazón, a ponerse en su contra con la misma pasión.
Y él iba a odiarlas todavía más cuando se enterara de toda la verdad.
Aquel pensamiento tuvo el mismo efecto en ella que un electroshock. Angustiada, empezó a pensar que si salía de inmediato de la habitación se pondría a gritar como una posesa. Por mucho que hubiera intentado mentalizarse para la llegada de Gabriel, en modo alguno estaba preparada para soportar tenerlo delante de ella.
-El viaje ha debido ser bastante cansado -comentó haciendo un esfuerzo por dominarse-. ¿Quieres tomar algo?
-Un café, gracias.
Gabriel apenas la miró; toda su atención se concentraba en su madre, que por fin había levantado la cabeza para enfrentarse al joven, al que estaba mirando con una fijeza casi hipnótica.
-¿Quieres comer alguna cosa? -preguntó Rachel dirigiéndose hacia la puerta.
-No, gracias -repuso Gabriel en el mismo tono con el que se debía dirigir a los empleados de la sucursal americana de Joyas Tiernan-. Sólo café, por favor.
Al salir de la estancia, Rachel sintió como si escapara de una sauna y entrara en la refrescante sombra de un jardín. Sólo cuando estuvo en el pasillo se dio cuenta de lo que le había costado incluso respirar en la tensa atmósfera que se había creado entre los tres. Inspiró con ansia-ante la ventana abierta hasta que consiguió calmarse lo suficiente como para dirigirse a la cocina.
Aunque podía habérselo pedido al ama de llaves, prefirió preparar el café ella misma, para, de ese modo, calmar un poco sus nervios y ordenar sus pensamientos antes de volver al salón.
Perpleja, se preguntaba qué era lo que había pasado durante aquellos cuatro años y medio. Parecía como si desde el momento en que Gabriel había entrado en la casa, todo aquel tiempo se hubiera evaporado como por ensalmo. Ella volvía a ser de nuevo la sencilla muchacha de diecinueve años que él había conocido antes de marcharse, alucinada ante la revelación de su primer amor.
Amor. No dejaba de darle vueltas a aquella palabra, clavada en su cabeza y en su corazón como un puñal. Y realmente eso había sido aquel amor para ella, la muerte total de su inocencia, de sus ideales. Gabriel había tomado sus sueños y los había hecho añicos de forma cruel e implacable.
-¡No! -musitó con rabia- ¡No quiero pensar en eso!
Con un gesto brusco, se apartó de la encimera, buscando a su alrededor algo que la distrajese del asalto de aquellos dolorosos recuerdos. Abrió un armario y sacó una caja de galletas, entreteniéndose unos instantes en colocarlas en un plato. Aunque él le había dicho que no quería comer nada, la bandeja tendría mejor aspecto si colocaba en ella algo más que la cafetera.
Gabriel debía tener un oído tan fino como el de un astuto gato, pues en cuanto ella enfiló el pasillo que conducía al salón, él abrió la puerta de inmediato y le quitó la bandeja de las manos.
-Yo la llevaré.
-No es necesario...
Se dio cuenta de que sus protestas serían inútiles, ya que él no había hecho una sugerencia, sino una orden ante la que no le quedaba más remedio que ceder. Se le quedó mirando en silencio mientras colocaba la bandeja en una mesa baja en el centro de la habitación.
-¿No vais a tomar nada? -preguntó haciendo un gesto hacia la taza solitaria.
-Acabamos de comer. ¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó Rachel intrigada por su súbito cambio de expresión, al verle distender los labios en una amplia sonrisa.
-Son mis favoritas -contestó, tomando una de las galletas-. Te has acordado.
Sólo entonces Rachel se dio cuenta de lo que había hecho: cuando Gabriel vivía en la casa tenía debilidad por aquellas galletas de miel y avena. Las hacían de forma completamente artesanal en una pequeña panadería del pueblo; en aquellos días, Gabriel sólo tenía que formular un deseo en voz alta para que ella se desviviera por conseguirlo.
Maldijo en silencio que su subconsciente la hubiera traicionado hasta el punto de hacerla escoger aquellas galletas en particular. Suponía que Gabriel iba a dar una interpretación completamente errónea a aquel pequeño desliz.
-No ha sido idea mía -negó resueltamente-. Son las únicas galletas que temamos, ya que me olvidé de pedirle a la señora Reynolds que comprara algunas más.
Evitó deliberadamente mirarlo para no tener que enfrentar sus cínicos ojos de ébano.
-¿Estás bien, mamá? -preguntó solícita, sentándose a su lado-. ¿Quieres que te traiga algo?
-Nada, gracias -repuso su madre en un suspiro.
Lydia tenía los ojos enrojecidos, y mientras hablaba intentaba contener las lágrimas con la ayuda de un fino pañuelo de algodón.
-Quizá te venga bien echarte un rato. Aunque no puedas domir; el descanso te hará bien -a Rachel le preocupaba sobremanera lo poco que había dormido su madre desde aquella funesta mañana en que la policía había ido a verlas con la terrible noticia del accidente ocurrido en la autopista-. En el caso, claro -añadió rápidamente-, de que ya hayáis terminado de hablar.
Esta última fraseaba dirigida a Gabriel quien, tras servirse una taza de café, las observaba fijamente en silencio.
-Creo que ya hemos discutido lo más importante -dijo fríamente-. Lo demás puede esperar.
-Pues entonces, si nos disculpas...
Asintió en su forma característica, condescendiente como un señor feudal dando permiso a uno de sus siervos. Aquello era típico de Gabriel, pensó Rachel con cinismo ; nunca había dejado de considerarlas a ella y a su madre como unas intrusas, y siempre las había tratado como tales. Durante un corto espacio de tiempo, a ella la había aceptado, incluso le había mostrado un poco de afecto, pero a Lydia siempre le había tratado con la fría indiferencia que ahora parecía reservar para las dos mujeres.
-Volveré en un momento -dijo Rachel mientras ayudaba a su madre a levantarse del sillón-. Sírvete más café si quieres.
Deliberadamente intentó imitar su frialdad, y se dio cuenta de que aquella pequeña provocación lograba su objetivo al ver un relampagueo de ira en el fondo de sus ojos. No le gustaba que se dirigieran a él en aquel tono.
Y su disgusto iba a ser mucho mayor, pensó Rachel aprensivamente, cuando se enterara de lo que había ocurrido los dos últimos días.
Acompañó a su madre a su dormitorio en el primer piso y, tras ayudarla a acostarse, corrió las cortinas para que no le molestara la luz.
-Intenta descansar, mamá -dijo suavemente-. Dentro de un par de horas te traeré el té.
Lydia ya tenía los ojos cerrados. Los acontecimientos de los días pasados habían consumido todas sus fuerzas y se sentía exhausta. A pesar de todo, una cosa la inquietaba sobre todo lo demás.
-Gabriel... -empezó a decir.
-No te preocupes -la tranquilizó Rachel-. Yo hablaré con él.
A pesar de su aparente seguridad, aquella promesa empezó a pesarle como una losa en cuanto bajó las escaleras para reunirse con él.
¿Cómo iba a ser capaz de manejar a Gabriel si nadie nunca lo había conseguido? Ni siquiera su padre había sido capaz de domeñar aquella inquebrantable determinación que lo caracterizaba.
Se detuvo ante la puerta del salón, inspirando profundamente y sacudiendo los hombros en un intento de relajarse antes de afrontar la prueba que la esperaba.
Intuía que Gabriel iba a interpretar lo ocurrido de la forma menos favorable, así que tendría que elegir sus palabras cuidadosamente.
Sin embargo, en cuanto abrió la puerta todas las frases que había preparado, todas sus precauciones se evaporaron como por ensalmo.
Gabriel se había quitado los zapatos y se había tumbado descuidadamente sobre el elegante sofá; también se había aflojado la corbata y se había desabrochado un par de botones de la camisa.
Tenía los ojos cerrados y parecía tan relajado que podía decirse que se había quedado dormido, si no fuera por el pequeño detalle de que con una mano sostenía un vaso en el que se había servido una ración más que generosa del mejor whisky de su padre.
Rachel sintió que la ira y el despecho se desbordaban por sus venas como la lava de un volcán. Impulsada por la furia que hervía en su interior, entró en la estancia dando un portazo.
-¡Vaya¡¡Espero que estés cómodo! ¡Como si estuvieras en tu casa! ¿eh? -le espetó-. ¿Quiere el señor alguna otra cosa?
Gabriel entreabrió los párpados perezosamente, lo que no contribuyó precisamente a calmar el enfado de Rachel.
-Estoy bien, gracias... o lo estaré en cuanto haya acabado con esto -dijo señalando la bebida. Levantó el vaso hacia ella, como haciendo una parodia de un brindis-. ¿Quieres acompañarme?
¡Acompañarle! Se estaba comportando como si fuera el dueño de la casa. El problema, sin duda, estribaba en que realmente creía que la casa le pertenecía.
-¿A media tarde? ¡No gracias! ¡No quiero caerme redonda!
Sin duda, fue el comentario más desafortunado que podía haber hecho, pues de inmediato le recordó lo ocurrido cuatro años y medio antes, cuando, por culpa del champán, había cometido el error más terrible de toda su vida.
Amargamente recordó también que fue en aquella ocasión cuando le vio dormido por primera vez, y que aquella visión había sido lo que le había hecho perder el control de sus actos.
-¿No te parece que te estás pasando, Gabriel? -preguntó, a sabiendas de que estaba echando por la borda todas los propósitos que se había hecho para tratar con él con diplomacia.
-¡Pero si sólo es un whisky, por Dios santo! -se defendió Gabriel dando otro sorbo-. Me parece que me lo merezco después del viaje que he tenido.
-¡Oh, sí! ¡Estoy segura de que ha tenido que ser agotador! -comentó Rachel irónicamente-. ¡Figúrate! Primera clase en el Concorde, nada menos. ¡No tienes ni la menor idea de cómo viaja la gente normal!
En aquel momento él la interrumpió con una mirada tan amenazadora que hizo que se disipara como por ensalmo toda su furia. Toda su agresividad no era más que un escudo que utilizaba para protegerse del tumulto de sentimientos que él provocaba en su interior. Notó que se le formaba un nudo terrible en el estómago y que la garganta se le quedaba seca.
-Así que no te alegra verme, ¿eh? -murmuró dolido. Era evidente que estaba fingiendo para ver cómo reaccionaba ella.
Aquel tono burlón fue lo que abatió definitivamente sus defensas, haciéndola más vulnerable que nunca al dolor que durante tanto tiempo y con tanto esfuerzo había intentado dominar.
-¡No! ¡No me alegra nada! -exclamó-. Si quieres que te diga la verdad, habría preferido que no hubieses regresado nunca. No eres bien recibido en esta casa...
-Era mi padre -la interrumpió Gabriel suavemente; sólo sus ojos reflejaban la pena que le atormentaba.
Aquellas palabras la hicieron sentir un dolor auténtico por primera vez aquella tarde.
-¡Gabriel! Lo siento muchísimo... -sin pensarlo, Rachel se sentó a su lado en el sofá y le acarició la mano en un gesto de consuelo-. Perdóname, sé muy bien por lo que estás pasando.
Durante un largo instante, Gabriel permaneció tumbado, mirándola inexpresivamente; repentinamente, se incorporó, rechazando de golpe la caricia y el consuelo que ella le estaba ofreciendo.
-¿Lo sabes? -preguntó con una violencia que la dejó helada-. ¿Realmente tienes idea de cómo me siento?
-¡Claro que sí! -se defendió Rachel-. ¡Greg también significaba mucho para mí! ¡Ha sido el único padre que he conocido!
Gabriel se puso en pie, dándole la espalda, y de un trago se bebió lo que le quedaba de whisky. Entonces Rachel se dio cuenta de que si no se lo decía en aquel momento, no se lo diría nunca ; no quería ni pensar en lo que ocurriría si llegaba a enterarse por otra persona.
-Gabriel, hay algo que debes saber -empezó a decirle, incapaz de enfrentar su mirada-. Es acerca dé Greg... de tu padre y de mi madre... Se casaron el viernes por la noche...
En cuanto lo hubo dicho, él se giró en redondo, y Rachel se dio cuenta de que sus peores temores estaban a punto de hacerse realidad.