6. Las pociones de Glew

Al oír estas palabras Gurgi dejó escapar un gemido y empezó a mecerse hacia atrás y hacia adelante, llevándose las manos a la cabeza. Taran intentó dominar su desesperación, e hizo un esfuerzo para calmar a la asustada criatura.

—Lo único que podemos hacer es aguardar a que amanezca —dijo Taran—. El jefe de establos no puede estar demasiado lejos. Tendréis que encontrarle tan pronto como os sea posible. Y, por encima de todo, hay que seguir buscando a Eilonwy. Yo me encargaré de encontrar al príncipe Rhun —añadió con amargura—. He jurado protegerle de todo mal y no puedo romper mi juramento. Una vez le haya encontrado ya me las arreglaré para volver a reunirme con vosotros.

Y se quedó callado, con la cabeza gacha. Fflewddur le contempló en silencio.

—No debes dejarte abrumar por la pena —acabó diciéndole en voz baja—. Magg no podrá eludirnos durante mucho tiempo. No creo que tenga intención de hacerle daño a Eilonwy. Lo único que quiere es reunirse con Achren, y le cogeremos antes de que pueda conseguirlo. Descansa. Gurgi y yo nos encargaremos de montar guardia.

Taran estaba demasiado exhausto para protestar. Se tumbó en el suelo y se tapó con su capa. Apenas hubo cerrado los ojos, su mente se llenó de imágenes y temores que empezaron a torturarle. Achren, la altiva reina, mataría a cualquier compañero que cayera en sus manos, impulsada por la rabia y el deseo de venganza. ¿Y Eilonwy? Taran no se atrevía a pensar en lo que podía pasarle cuando Achren la tuviera en su poder. Finalmente, logró caer en un inquieto sueño, revolviéndose igual que si estuviera atrapado bajo el peso de una piedra de molino.

El sol acababa de asomar por el horizonte cuando Taran abrió los ojos, sobresaltado. Fflewddur estaba sacudiéndole. La revuelta cabellera amarilla del bardo parecía un amasijo de mechones desordenados y su rostro estaba pálido a causa de la fatiga, pero en sus labios había una gran sonrisa.

—¡Buenas noticias! —exclamó—. Gurgi y yo hemos estado haciendo unas cuantas pesquisas por nuestra cuenta. No nos hemos extraviado tan gravemente como creías al principio. La verdad es que hemos estado caminando en círculos… Mira.

Taran se levantó de un salto y siguió al bardo hasta una pequeña loma.

—Tienes razón. Ahí está el bosquecillo de alisos. ¡Tiene que ser el mismo! Y allí… Recuerdo ese árbol caído, allí fue donde vi por última vez a Rhun. Vamos —añadió—, iremos hasta allí juntos. Después tendréis que seguir adelante y alcanzar al resto del grupo de búsqueda.

Los compañeros montaron a toda prisa en sus caballos y les hicieron galopar hacia el bosquecillo, pero antes de que llegaran a él la montura de Taran se encabritó y se desvió repentinamente hacia la izquierda. Un agudo relincho brotó de los árboles que cubrían la falda de una colina. Asombrado, Taran aflojó las riendas y dejó que el caballo siguiera galopando hacia el punto del que procedía aquel sonido. Unos instantes después divisó una silueta medio oculta por el follaje, y cuando estuvo algo más cerca reconoció a la yegua de Rhun.

—¡Mira! —le gritó a Fflewddur—, Rhun no puede estar lejos. Debemos de haber pasado junto a él durante la noche.

Tiró de las riendas y bajó al suelo de un salto. Pero la yegua estaba sola, y al no ver por parte alguna a su jinete, Taran sintió una nueva oleada de abatimiento. La yegua, que había visto a los otros caballos, alzó la cabeza, haciendo oscilar sus crines, y dejó escapar un nervioso relincho.

Temiendo lo peor, Taran echó a correr y dejó atrás a la yegua mientras que Fflewddur y Gurgi desmontaban y se apresuraban a seguirle. Y lo que vio le hizo detenerse como si le hubieran golpeado. Ante él había un claro y en su centro se alzaba algo que, a primera vista, parecía una inmensa colmena hecha de paja. Fflewddur logró alcanzarle y se detuvo junto a él. Taran alzó la mano en un gesto de advertencia y avanzó cautelosamente hacia la extraña choza.

En cuanto estuvo más cerca de ella pudo ver que el tejado cónico de paja trenzada tenía bastantes agujeros. Junto a la choza había amontonadas unas cuantas piedras que formaban un murete, parte del cual se había derrumbado en un montón de escombros. La choza carecía de ventanas y su gruesa puerta colgaba en un ángulo bastante pronunciado de unas maltrechas bisagras de cuero. Taran se acercó un poco más. Los agujeros del tejado parecían contemplarle igual que unas órbitas vacías.

Fflewddur miró a su alrededor.

—Francamente, no tengo muchas ganas de llamar a esa puerta y preguntarle a quien pueda estar dentro si ha visto o no al príncipe de Mona —murmuró—. No sé por qué, pero creo que éste es el tipo de sitio al que ni tan siquiera Rhun sería capaz de acercarse… Pero supongo que no tenemos ninguna otra forma de averiguar qué le ha pasado, ¿verdad?

Y en ese mismo instante la puerta se abrió bruscamente, empujada desde el interior. Gurgi lanzó un chillido y trepó rápidamente a un árbol, buscando refugio. La mano de Taran voló hacia la empuñadura de su espada.

—¡Hola, hola! —El príncipe Rhun estaba en el umbral, sonriente y jovial. Aparte de que parecía algo dormido, no daba la impresión de haber sufrido daño alguno—. Espero que hayáis traído algo para desayunar —añadió, frotándose las manos con entusiasmo—. Estoy medio muerto de hambre… No sé si lo habréis notado, pero el aire fresco de la mañana despierta el apetito, ¿verdad? ¡Es sorprendente!

«Pasad, pasad —siguió diciendo Rhun, mientras que Taran le contemplaba, enmudecido por la sorpresa—. Ya veréis qué cómodo es por dentro. Sí, este lugar es asombrosamente cómodo… Bueno, ¿dónde habéis pasado la noche? Espero que hayáis dormido tan bien como yo. No podéis ni imaginaros…

Taran fue incapaz de controlar por más tiempo su ira.

—¿Qué has hecho? —gritó—. ¿Por qué te separaste del grupo de búsqueda? ¡Desde luego, puedes considerarte afortunado! Podrían haberte ocurrido cosas mucho peores que el solo hecho de extraviarte…

El príncipe Rhun parpadeó y puso cara de perplejidad.

—¿Separarme del grupo de búsqueda? —preguntó—. Vaya, pero si no me separé de él. Quiero decir que no lo hice a propósito, entiéndeme… Me caí de la yegua y tuve que perseguirla hasta aquí; finalmente logré encontrarla, cerca de esa choza. Ya estaba oscureciendo, así que me fui a dormir. Creo que era lo más lógico, ¿no te parece? Lo que quiero decir es… Bueno, ¿por qué vas a dormir al aire libre cuando puedes tener un techo sobre tu cabeza?

»Y en cuanto a lo de extraviarse —siguió diciendo Rhun—, tengo la impresión de que sois vosotros los que os habéis extraviado. Dado que soy el jefe del grupo, éste tiene que seguirme y allí donde yo esté es donde hay que buscar, ¿no? Después de todo, quien está al mando…

—Sí, estás al mando —le replicó Taran con voz irritada—, y naciste para eso, ya que eres hijo de rey, pero… —Se calló. Un segundo más y habría revelado a gritos la promesa que le había hecho al rey Rhuddlum, y el juramento de proteger a su tonto hijo. Taran apretó la mandíbula—. Príncipe Rhun —le dijo fríamente—, no hace falta que nos recordéis que estamos sometidos a vuestras órdenes. Por vuestra propia seguridad, os pido que no volváis a separaros de nosotros.

—Y os aconsejo que os mantengáis bien alejado de las chozas desconocidas —dijo Fflewddur—. La última vez que entré en una estuve a punto de conseguir que me convirtieran en sapo. —El bardo meneó la cabeza—. Sí, lo mejor es evitar ese tipo de cosas… Me refiero a las chozas —añadió—. Uno nunca sabe en qué tipo de problemas puede meterse… y cuando lo descubres, ya es demasiado tarde.

—¿Convertirse en sapo? —exclamó Rhun, sin dar ni la más mínima muestra de temor—. Vaya, eso podría resultar muy interesante… Debería probarlo algún día. Pero no creo que haya motivos de preocupación. La choza está vacía. Y lleva mucho tiempo sin que nadie viva en ella.

—Bien, pues entonces debemos darnos prisa —dijo Taran, decidido a no perder de vista nunca más al príncipe Rhun—. Debemos reunimos inmediatamente con los otros. Tendremos que cabalgar durante bastante rato antes de alcanzarles.

—¡En seguida! —dijo Rhun, que no llevaba puesto nada aparte de su camisa—. Voy a recoger mis cosas.

Mientras tanto Gurgi había bajado del árbol. Su curiosidad natural logró imponerse a su sentido de la prudencia: cruzó el claro, metió la cabeza por el umbral y, finalmente, acabó entrando en la choza. Flewddur y un impaciente Taran le siguieron unos instantes después.

Taran comprobó que el príncipe estaba en lo cierto. Las mesas y bancos de madera estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo. Una araña había tejido una enorme red en una de las esquinas del techo, pero incluso la telaraña estaba desierta. Los restos calcinados de un fuego que llevaba mucho tiempo muerto yacían sobre las agrietadas piedras de una chimenea y junto a ella, esparcido por el suelo, había un montón de cacharros y utensilios de cocina vacíos. El lugar estaba lleno de cuencos de barro y recipientes rotos. Los agujeros del techo habían dejado entrar las hojas de más de un otoño, y éstas casi habían acabado enterrando a un escabel cuyas patas estaban convertidas en astillas. En el interior de la choza reinaba el silencio; los ruidos del bosque no lograban penetrar sus paredes. Taran, bastante nervioso, esperó a que el príncipe Rhun acabara de recoger sus cosas.

Gurgi, fascinado por tal cantidad de objetos extraños, no perdió el tiempo y empezó a hurgar por entre ellos.

—¡Mirad, mirad! —exclamó de repente, muy sorprendido, sosteniendo en sus manos un rollo de pergaminos medio rotos. Taran se arrodilló junto a Gurgi y examinó su hallazgo. No necesitó mucho tiempo para darse cuenta de que los ratones lo habían descubierto antes que ellos. Un gran número de las hojas presentaban señales de haber sido mordidas; algunas otras se habían mojado por culpa de la lluvia y resultaban ilegibles. Las pocas páginas más o menos enteras estaban cubiertas de una letra pequeña y apretada. Las únicas hojas totalmente intactas estaban al final del rollo: las habían encuadernado con unas tapas de cuero hasta formar un pequeño volumen, y el pergamino de aquellas páginas estaba limpio y no había sufrido daño alguno.

El príncipe Rhun, que aún no había acabado de ponerse el cinturón con la espada, fue hacia Taran y miró por encima de su hombro.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿Qué tenemos aquí? No tengo ni idea de qué puede ser, pero parece interesante. Oh, qué libro tan bonito, ¿verdad? No me importaría nada tener uno parecido para ir anotando todas esas cosas de las que se supone debo acordarme.

—Príncipe Rhun —dijo Taran, entregándole el volumen al príncipe de Mona, quien se apresuró a meterlo dentro de su jubón—, creedme, si hay algo que pueda ayudaros en lo más mínimo… Bien, podéis quedároslo. —Volvió a concentrarse en el resto de los pergaminos—. La verdad es que entre los ratones y la lluvia no han dejado gran cosa que pueda leerse —siguió diciendo—. Da la impresión de que esto no tiene ni principio ni final, pero por lo que puedo comprobar creo que se trata de recetas para preparar pociones.

—¡Pociones! —exclamó Fflewddur—, ¡Gran Belin, no creo que las pociones vayan a sernos demasiado útiles ahora!

Pero Taran siguió examinando las hojas de pergamino, intentando colocarlas por orden.

—Esperad, creo que he encontrado el nombre de quien escribió todo esto. Parece ser algo así como Glew. Y, como dice aquí, las pociones son para… —le falló la voz y se volvió hacia Fflewddur, contemplándole con expresión preocupada—, para hacerse más grande. ¿Qué puede significar eso? —¿Qué? —preguntó el bardo—. ¿Hacerse más grande? ¿Estás seguro de que no lo has entendido mal? —Cogió las páginas y empezó a examinarlas con gran atención. Cuando hubo terminado dejó escapar un leve silbido—. Durante mis viajes —dijo Fflewddur—, he aprendido bastantes cosas, y una de las más importantes es no meterse donde no te llaman. Me temo que eso es exactamente lo que hizo el tal Glew. Buscaba una poción que le permitiera volverse más grande y fuerte. Y si eso de allí son las botas de Glew —añadió, señalando hacia un rincón de la choza—, podéis estar seguro de que lo necesitaba, pues debía de ser bastante pequeño.

En el rincón, medio tapadas por las hojas, había un par de botas muy gastadas. Eran tan pequeñas que hasta un niño habría tenido dificultades para usarlas, y su diminuto tamaño y el que estuvieran vacías hizo que a Taran le parecieran casi dignas de compasión.

—Desde luego, el tal Glew debía de ser un tipo concienzudo —siguió diciendo Fflewddur—. Las hojas explican cuanto hizo, y Glew se dedicó a consignar por escrito todas sus pociones de una forma cuidadosa y metódica. En cuanto a los ingredientes que utilizaba… —dijo el bardo, torciendo el gesto—. Bueno, prefiero no pensar en ellos.

—Quizá deberíamos probar suene con esas pociones —se apresuró a decir el príncipe Rhun—. Sería muy interesante ver qué pasa, ¿no?

—¡No, no! —gritó Gurgi—. ¡Gurgi no quiere probar pociones ni lociones!

—Y yo tampoco —dijo Fflewddur—. Y, si a eso vamos, Glew tampoco tenía muchas ganas de probarlas. No pensaba tomar sus brebajes hasta no tener cierta seguridad de que funcionarían…, y no puedo culparle por ello. Obró de una forma muy inteligente.

»Por lo que deduzco de cuanto hay escrito aquí —prosiguió el bardo—, lo que hizo fue capturar a una hembra de gato montes… Supongo que debía de ser bastante pequeña, ya que Glew no era lo que se dice ningún hombretón. La trajo hasta aquí, la metió en una jaula y le fue dando a probar sus pociones tan aprisa como podía prepararlas.

—Pobre animal —dijo Taran.

—Desde luego —repuso el bardo—. No me habría gustado estar en su sitio. Sin embargo, Glew debió de encariñarse un poco con ella porque hasta llegó a darle un nombre. Aquí está: Llyan. No creo que la tratara demasiado mal, dejando aparte el que la obligaba a tomar esos horribles brebajes, claro… Quizá incluso llegara a hacerle cierta compañía, teniendo en cuenta que vivía solo.

»Y por fin lo consiguió —siguió diciendo Fflewddur—. Si os fijáis en su letra podréis daros cuenta de lo nervioso y emocionado que debía de estar Glew. Llyan empezó a crecer. Glew habla de que necesitó hacerle una jaula nueva. Y después tuvo que hacerle otra más… Qué complacido debía de sentirse. No me cuesta nada imaginarme a ese hombrecillo riéndose y fabricando pociones a toda velocidad. Fflewddur pasó a la última página.

—Y éste es el final —dijo—. Los ratones se han comido el resto del pergamino y han hecho desaparecer la última poción de Glew. En cuanto a Glew y Llyan… Bueno, se han esfumado igual que la poción.

Taran contempló las botas vacías y los cacharros de cocina esparcidos por el suelo.

—Sí, está claro que Glew ha desaparecido —dijo con voz pensativa—, pero tengo la sensación de que no se fue demasiado lejos.

—¿Por qué? —le preguntó el bardo—. Oh, ya te entiendo —dijo, estremeciéndose—. Sí, la verdad es que por el aspecto de este sitio parece que su marcha fue algo… ¿Cómo podría decirlo? Repentina, eso es. Creo que Glew debía de ser una persona muy ordenada y amante de la limpieza. No creo que se marchara dejando su choza tal y como se encuentra ahora. Y, además, sin sus botas… Pobre hombrecillo —suspiró—. Bien, eso demuestra lo peligroso que es meterse donde no te llaman. Después de haber trabajado tanto lo único que consiguió es acabar sirviéndole de comida a su hembra de gato montes. ¡Y si queréis mi opinión, creo que lo más inteligente es que nos marchemos de aquí sin perder ni un instante!

Taran asintió y se puso en pie. Nada más hacerlo oyeron relinchos de terror y el estruendo de unos cascos de caballo lanzados al galope.

—¡Los caballos! —gritó Taran, corriendo hacia la puerta.

Antes de que pudiera llegar a ella, la puerta fue arrancada de sus goznes. Taran buscó frenéticamente su espada y retrocedió hacia el interior de la choza. Algo enorme saltó sobre él.