5

Hay una escalinata ancha y muy concurrida cerca del canal del Bais Oude, un poco más arriba del puente que lleva a Parautapedra, el barrio pandalume de Minacota. Es un lugar agradable, frecuentado por ociosos, con gradas que llegan hasta el mismo borde del agua, flanqueadas por corpulentos plátanos de sombra y estatuas de piedra. Fue allí donde, unos quince días antes de la fiesta del Alto Ogueral, me reuní con Togtatau del lar Eitir Ogúa, ya que los armas evitamos, mientras nos sea posible, pisar el barrio pandalume donde, gracias a viejos distingos, rigen las leyes de ese pueblo y no las nuestras. Además, Togtatau prefería que no la viesen en mi compañía dentro de aquel recinto.

Como otra mucha gente, habíamos ido a sentarnos en las gradas bajo uno de los grandes plátanos, huyendo del sol de media mañana. La temperatura era aún suave y la brisa hacía temblar los claroscuros del follaje. Se oían pocos ruidos, aparte del murmullo de la corriente y un rumor de conversaciones. Las aguas del Bais Oude, ancho y calmoso, centelleaban al sol, reflejando los muros de piedra, las cúpulas de cobre y los estandartes blancos y azules de Parautapedra, al otro lado del canal. Yo cargaba meticulosamente mi pipa de tabaco —una pieza de artesanía arma, de dos palmos de longitud y algo curva, con la madera llena de tallas—, y ella contemplaba distraída el correr del agua, haciendo resonar sus ajorcas de bronce.

De repente, a no más de un tiro de lanza, la superficie del agua estalló estruendosamente, al tiempo que la espuma saltaba en todas direcciones. Al volver la cabeza alarmados, pudimos contemplar como el lomo rugoso de un gran reptil surgía desde las profundidades, levantando surtidores enormes. Entre sorprendida y asustada, Togtatau se puso en pie de un salto y señaló al monstruo que retozaba en mitad del canal, como si yo no lo hubiera visto.

—¡Mira, mira! ¡Un dragón! —Había pasmo y miedo en su voz.

Yo me había incorporado atónito, pipa en mano. La gran bestia se hundía para reaparecer a los pocos instantes, atronando, y su cola erizada de nudos óseos aporreaba con furia el agua, alzando cortinas de espuma. Calculé que aquel monstruo, a ojo de buen cubero, debía de medir sus buenos diez o doce pasos de longitud.

—Un dragón, sí, y de los grandes…

La gente se acercaba gritando a lo alto de las escalinatas y los que habían estado a pie de agua subían atemorizados las gradas. En el canal, una barcaza cargada de hortalizas viraba con dificultad, intentando huir del monstruo que chapoteaba a escasas brazas. Los boteros se afanaban sobre remos y timón, sudando, chillándose entre el estruendo y los rociones provocados por los coletazos del reptil. Los espectadores gritaban, y yo recuerdo haber blasfemado al ver la pereza con la que evolucionaba aquella chalana.

—¡Los va a atacar!

—¡Están perdidos! —Me pasé las manos por los cabellos—. Ese dragón es enorme. Va a embestir la barcaza por debajo y la echará a pique. Eso si no los hace volcar.

Sin embargo, de forma increíble, la bestia ignoraba al lanchón. Seguía revolviéndose en mitad del canal, desplazando grandes masas de agua, y la barcaza fue alejándose poco a poco de allí, jaleada por los espectadores. La vimos acercarse penosamente a la orilla, temerosos de que en cualquier momento el monstruo fijase su atención en aquel pesado transporte de hortalizas y se sumergiese para atacarlo.

La tripulación lanzó un par de cabos a tierra y no faltaron quienes bajaran a agarrarlos y halar. Entre unos y otros llevaron la embarcación con tanta fuerza contra el margen de piedra que el costado chocó sonoramente y un par de remos saltaron en pedazos. Los atemorizados boteros saltaron a tierra y todos huyeron escalinatas arriba.

Pero el monstruo se hundió una vez más y ya no volvió a aparecer. La barcaza, abandonada a su suerte, comenzó a derivar alejándose de la orilla. Muchos estuvimos un buen rato allí de pie, expectantes, escudriñando el canal sin descubrir señal alguna de aquel reptil gigantesco. Las aguas revueltas fueron aquietándose poco a poco y la gente comenzó a apartarse de la ribera y de los pretiles del puente.

Nosotros dos nos volvimos a la sombra y yo, con un ojo aún en el canal, seguí llenando la cazoleta.

—Sí que es raro —comenté—. Los dragones no suelen entrar en los canales ni comportarse de esta forma. ¿Será un agüero?

Togtatau se acomodó otra vez con las piernas cruzadas sobre la grada.

—Dicen que están a acecho en el agua, esperando a que pase alguien cerca. Y que entonces le arrastran al fondo y se lo comen.

—Sí —acerqué lumbre al tabaco—, es uno de sus trucos favoritos.

—¿Crees que se quedará en los canales?

—Espero que no. Si lo hace habrá que salir a pescarlo, y ya has visto lo grande que es.

Ella jugó distraída con el puño de bronce de mi espada, que descansaba envainada sobre mi regazo.

—Si apareciera de repente para comernos, ¿podrías matarle con tu espada?

Sonreí sin poder evitarlo, aún tratando de encender la pipa. Aquellos comentarios, mitad inocentes mitad halago calculado a mi vanidad, eran muy típicos de ella.

—¿Te ríes? —Se le escapó un mohín, malinterpretando mi sonrisa—. ¿Tú no tienes miedo a la muerte?

Volví a sonreír, sin dejar de tratar de que la pipa tirarse. Aunque entretanto pensé su pregunta.

—No —repuse por fin, al tiempo que lanzaba la primera bocanada de humo—. Al menos no me lo da la idea en sí. La muerte es inevitable, todos hemos de morir algún día y eso es algo que hemos de aceptar. Otra cosa es cómo reacciona uno al verse en las fauces de la muerte.

—A mí me da miedo —admitió con una de sus sonrisas ambiguas—. No me gusta pensar en la muerte. No quiero. Sólo de pensarlo me tiemblan las piernas.

No había respuesta alguna a eso y por tanto nada dije. Me limité a dar un par de caladas, mirándola de soslayo. En aquel entonces era una mujer muy guapa: una pandalume pequeña y alegre, de cabello alborotado y sonrisa brillante. Al menos así la conocí y así quise recordarla siempre. Hubo un tiempo en que fuimos amantes y llegué a creer que habría algo más sólido entre nosotros dos, pero ella no lo consideró conveniente, nos fuimos distanciando y llegó un tiempo en que ya no nos vimos más.

Me arrebató la pipa, ya que le gustaba fumar tanto o más que a mí, y las fundas de bronce que cubrían la punta de sus dedos resonaron sobre la madera de la caña.

—Dicen que has vuelto a la guerrilla —apuntó como de pasada, envuelta en volutas de humo.

Resoplé. Hay momgargas que, cuando les conviene, ignoran las sutilezas culturales de los gorgotas, e incurren en errores que son mezcla de desconocimiento real y ofensa encubiertas. Y es muy propio de un pandalume confundir caza de cabezas y guerrilla, aun sabiendo perfectamente que no son lo mismo.

—No es verdad: te han engañado.

—Entonces ¿por qué llevas de nuevo tu máscara de matar? —se emperró—. Dicen que la gente-león te ha encargado matar a Tursa Tumbalobos…

—¡No te atrevas a mencionar ese nombre! —exploté, de repente indignado. Siempre habrá fanfarrones dispuestos a usar apodos tales como Tumbalobos, Mataojos, Zampagrullas y demás. Y ninguno llega jamás a viejo, que de eso se encargan tarde o temprano los hierros del feral ofendido.

—Lo siento, no me grites —se excusó, incómoda. Pero eso no la hizo cambiar de tema—. Tuga Tursa es una bruja mestiza y dicen que es muy poderosa…, ¿serás capaz de matarla?

—Más me vale —respondí aún malhumorado—. ¿Quieres que te traiga algún regalo? ¿Una o dos cabezas?

—Disfrutas cazando cabezas, ¿eh? Pero algún día puede que alguien te corte la tuya para variar, y eso no te hará ya tanta gracia —rezongó, molesta ahora ella.

—Y cuando eso ocurra, ¿tú serás de los que se alegren o de los que me lloren?

—No dices más que tonterías —bufó.

Y ya no habló más; agachó la cabeza y se dedicó a chupetear mohína la boquilla de la pipa.

Estuvimos en silencio un buen rato. La barcaza abandonada derivaba a favor de la corriente, ahora por el centro del canal, dando lentas bordadas, y las aves comenzaban a posarse sobre las pilas de hortalizas. Por fin, con un suspiro, me volví hacia Togtatau y estudié el trazo de pintura azul que bajaba por su frente para bifurcarse, sobre el puente de la nariz, en dos trazos que surcaban las mejillas.

—Vamos, mujer —me decidí a contemporizar—, ya me conoces; no te enfades.

Ella dio un par de caladas, aún mohína, antes de devolverme la pipa y lanzarme una mirada de soslayo.

—Tursa… Tuga Tursa es mala enemiga. Ha matado ya a tres cazacabezas armas.

—Dos —le corregí.

—Sean dos o tres, es una bruja terrible.

—¿Qué puedes contarme de ella?

Me miró sin sorpresa, porque ya debía de haber imaginado que, tras tanto tiempo, le había pedido vernos para tratar aquel asunto. Por tanto, mi informador de la máscara de barro no mentía al decir que algo —fuese alianza o enemistad— había entre la bruja y el lar Eitir Ogúa.

—Ha conseguido reunir de nuevo a unos cuantos partidarios y anda errante por las Tierras Altas.

Hablaba con total convencimiento, y eso me alarmó, porque era muy probable que las lais de su lar la hubiesen aleccionado sobre lo que tenía que contarme; y esa gente nunca hace nada que no sea en beneficio propio. Le hice un gesto para que siguiese hablando.

—Se ha ligado mediante juramentos a alguien muy poderoso.

—¿Quién?

—Una máscara antigua de los gorgotas. El Cufa Sabut, que ha vuelto una vez más para hacer la guerra.

—Mucho sabes tú —susurré.

Ella se lo tomó como un halago, aunque no lo era, y sonrió.

—¿Qué más? —le insistí.

—Poca cosa. —Ladeó la cabeza—. Ah, sí. Por si te sirve de algo, podría ser que una bruja arma, una tal Sagalea, de las Tierras Altas, pudiera llevarte hasta ella.

No le contesté. La observaba entre el humo, y ella sostenía mi mirada sin pestañear, con ojos inocentes; señales que, en su época, había aprendido a temer en ella.

—Sagalea. —Lancé una bocanada.

—Eso es.

—Togtatau, con la caza de cabezas no se juega.

Entonces sí cambió de expresión.

—¿Qué quieres decir?

—Ni se te ocurra tratar de manejar la información que das a un cazador de cabezas.

—Eres tú quien me ha pedido vernos. —Me miró con ojos ofendidos.

—Sé que hay algo entre tu lar y Tuga Tursa, Togtatau.

Esa afirmación la pilló por sorpresa y sus ojos, de repente, evitaron los míos. La miré con el ceño fruncido.

—Me voy a las Tierras Altas —le dije.

Y, al ver su expresión desdichada, sentí como mi irritación se esfumaba, dejando en cambio un poso de tristeza.

Fui a cogerle la barbilla entre los dedos, en un antiguo gesto, pero ella rechazó mi mano y se puso en pie, rehuyendo en todo momento mis ojos.

—Te deseo buena caza, lobo, de corazón. Pero, por si te fuera adversa, mejor te digo ahora adiós. —Y no añadió más, despidiéndose así de mí, como si fuéramos dos desconocidos.

La miré abrumado y ella se volvió para marcharse. Luego la rabia me cegó y busqué sin pensar el puño de la espada. A punto estuve de desenvainar y separarle la cabeza de los hombros. Faltó un pelo. Pero ella ni siquiera llegó a darse cuenta, porque me daba ya la espalda. Me contuve y contemplé desalentado cómo se iba, subiendo las gradas. Puede que su paso vacilase, puede. Pero en todo caso, ni se detuvo ni se volvió, y acabó marchándose sin mirar atrás.

Yo también me fui, pero no hacia el puente de Parautapedra, como ella, sino cuesta arriba, hacia la colina. Subí por las calles del Tal Estaú a grandes zancadas, sintiendo cómo ardía de cólera, y crucé así todo el barrio del Estaú, desde el canal a la parte alta, donde la trama urbana se deshace en casas dispersas, agarradas a la ladera, y las calles se resuelven en senderos que recorren el flanco de la colina y llevan al Barrio Viejo y la Ciudadela.

Me dirigí hacia esta última y, al rato, me desvié por la escalera que sube hasta el antiguo santuario de Ejaune, el tutelar de los muertos. Un sol cegador colgaba del cielo azul y sin nubes, el calor iba ya apretando y las aves sobrevolaban majestuosas las aguas centelleantes del río. Fui ascendiendo por aquellos escalones tan antiguos como la ciudad, ya por la parte pétrea de la colina y, a media ladera, en un rellano, me topé con dos mujeres-urraca, que montaban allí guardia con arcos y espadas. Al asomarse a la escalera, me vieron trepar agobiado por los golpes de aire ardiente, y comenzaron a llenarme de burlas.

Al llegar, les dediqué un mal gesto. Una vestía falda negra con ceñidor de bronce y un caprichoso coselete del mismo metal; la otra iba desnuda, con el Gran Sello de la Urraca pintado en la espalda. Lucían un corte de pelo muy extendido entre ferales de aves: la nuca y sienes afeitadas y la mata formando altos mechones que, en su caso, eran negros con puntas blancas. Ambas respondían a los tópicos sobre su parentela, ya que eran alegres y maliciosas, y las alhajas de oro, bronce y cobre relucían con tal fuerza sobre sus pieles morenas que casi llegaban a deslumbrar.

Mis malas pulgas no me salvaron de sus pullas. Pero no pude ofenderme, porque las mujeres-urraca son así. Es más, me detuve allí, a charlar un rato. El rellano era amplio, con balaustrada y dos grandes ídolos emplazados a ambos lados de la escalera. Ellas estaban allí para hacer valer el viejo distingo que prohíbe a los momgargas utilizar los senderos de la ladera ya que aquél era un punto de defensa, desde donde ellas dos con sus arcos hubieran podido contener a un ejército que subiese por la escalera. Pero en aquella mañana de sol y moscas, sin nada que hacer, se aburrían mortalmente.

La pared está excavada en forma de gruta artificial, para ampliar el rellano y dar, en aquella ladera orientada al sur, sombra los días de sol y refugio los de lluvia. Allí nos sentamos, a resguardo, y yo encendí la pipa. Las escuché parlotear y hasta les permití que tocasen la calavera de mi mentón; un gesto que, según cierta superstición, da buena suerte a las mujeres. Les dejé la pipa, para que fumasen, y me acerqué a la balaustrada, a contemplar el dédalo de tejados, patios y azoteas; las aguas calmas y centelleantes del río, los islotes cubiertos de vegetación, los barcos de velas coloridas. Y, al cabo, reanudé el ascenso.

Más allá del rellano, la escalinata serpentea hacia la vertiente oeste, donde las paredes rocosas caen a pico hasta el agua. Y así, siempre subiendo, llegué por fin al viejo santuario de los muertos, sito en una profunda oquedad natural de la parte pétrea de la colina. No pude evitar un suspiro, al tiempo que me enjugaba la frente, al ganar la sombra de esa gran cavidad.

Hay un pretil de piedra para evitar caídas accidentales, el suelo ha sido nivelado y, al fondo del gran repecho, se encuentra el santuario. De puertas afuera uno no ve otra cosa que un pórtico tallado en la roca viva, con rechonchos ídolos gargales haciendo como que sujetan el techo de piedra, a modo de columnas. Pero más allá de la puerta adintelada se abre una red de galerías y cámaras subterráneas, un laberinto rocoso en el que se atesoran miles de máscaras funerarias, y no sólo gorgotas, sino también momgargas, algo que resulta de lo más insólito entre nuestras gentes.

Una escalinata de tres escalones muy largos, anchos y bajos llevan del suelo a la puerta. Allí, como de costumbre, había no pocos ociosos sentados, y al pasear la vista por ellos descubrí a dos hombres-serpiente de cabezas afeitadas. Uno era mi amigo Palo Vento y el otro un personaje enjuto y hermético que se aireaba en esos momentos con un abanico. Vestía una larga falda tubular y media armadura lacada; lucía una calavera de bronce en el mentón y mantenía su larga espada sobre el regazo. Aquél no era otro que el famoso Aorcabuéis, el mejor cazador de cabezas de nuestra época.

Dudé, aunque era amigo de uno y había subido en busca del otro, pero no quería interrumpir una charla privada. Sin embargo ellos me hicieron gestos de que me acercase y yo así lo hice, saludando primero al gran Aorcabuéis, que había cazado un total de cuarenta y nueve cabezas para tres Altos Jueces. Él, con un gesto regio del abanico, me invitó a sentarme con ellos en los escalones. Tenía fama de solitario y reservado; un hombre sin amigos ni mujer, que pasaba los días sumido en sus propios pensamientos.

Eché mano a mi propio abanico para mitigar aquel calor agobiante. Palo Vento me lanzó una ojeada y se interesó por mis asuntos.

—Me voy a las Tierras Altas —confesé—. He sabido que Tuga Tursa anda por allí, y de alguien que tiene cierta relación con ella.

—Es una buena noticia, ¿no? —El hombre-serpiente me miró, ya que algo en mi expresión o mi tono le había llamado la atención.

—Depende. La información es bienvenida, por supuesto. Lo malo es que me ha llegado por boca de Togtatau.

—¿Tu Togtatau?

—Esa Togtatau —maticé lacónico.

—Bueno, ¿y qué?

—Que la conversación no me ha gustado nada.

—¿Crees que ha tratado de engañarte?

—No lo sé. Veo la mano de las lais de su lar en lo que me ha contado, y ésas no hacen nada porque sí. Pero espero que no me haya mentido.

—Ya. —Entornó los párpados, antes de lanzar un manotazo contra un moscardón—. Si lo hubiese hecho… —Dejó la frase en suspenso y paseó la mano por la vaina de su espada.

—Si así fuese… —Agité mi abanico, turbado—. Si ella me hubiese engañado a mí, a un cazador de cabezas, tendría que matarla. —Me dije a mi mismo que, de ser así, usaría ese pequeño cachetero que tantos armas llevamos encima, oculto en cualquier parte. Un solo golpe, bien dado y por sorpresa, y por lo menos no sentiría llegar esa muerte a la que tanto temía.

Palo Vento, la mano sobre la cabeza de serpiente que era el porno de su espada, escudriñaba mi rostro.

—¿Lo harías?

—No —acepté con un suspiro—. Supongo que me faltaría valor. Para qué me voy a engañar.

—Ya sabes lo que ocurriría en tal caso —intervino entonces, por vez primera, el gran Aorcabuéis.

Asentí en silencio. Si alguien me trababa voluntariamente con mentiras en la caza de cabezas y yo no era capaz de aplicarle la ley arma, los míos me castigarían. Caería en desgracia, mi propio feral me repudiaría y yo me convertiría en un desheredado, un hombre sin parientes ni posición.

—Lo que ha de ser, sea. —Mostré las palmas de las manos, resignado, con una de esas frases hechas que tanto nos gustan a los armas.

—Bien dicho, lobo. —Una sonrisa fugaz cruzó por el rostro adusto de Aorcabuéis.

—Espero que, si eso sucede —añadí resentido—, sienta algún remordimiento, un poco al menos.

—¿No estás haciendo demasiadas suposiciones? —Palo Vento meneó la cabeza hastiado—. Aún no sabes si te ha mentido.

—¿Mentir? No, estoy seguro de que no me ha contado ninguna mentira.

Palo Vento me miró un poco desconcertado. Aorcabuéis no mudó el gesto. Y yo me vi en la obligación de aclarar:

—Seguro que los datos que me ha suministrado son verdad. Pero esas verdades lo son a medias, o interesadas.

—Una verdad a medias no es una mentira.

—Si ha usado la verdad para causar en mí una impresión errónea, y me empuja a matar a alguien o a hacer algo que sirva a intereses ajenos a mi misión, el resultado será el mismo.

—Tursa tiene muchos enemigos, y no pocos de ellos son pandalumes. Darte información sobre su paradero es una forma de acabar con ella. No veo que eso esté mal.

—Ya. —Agité mi abanico, mirando de reojo a los dos hombres-serpiente, antes de encararme con Palo Vento—. ¿Y si te digo que Tuga Tursa está ligada al Cufa Sabut? ¿Sabías eso?

Se sobresaltó.

—¿Te lo ha dicho Togtatau? —Y, al verme asentir, se pasó la mano por la cabeza—. ¿Cómo saben ella o las lais de su lar algo así? Entonces…

—Basta. No conviene calentarse la cabeza con suposiciones —zanjó de repente Aorcabuéis—. Todo se verá a su debido tiempo y, hasta entonces, es inútil especular.

Tanto Palo Vento como yo asentimos mudamente y, en el silencio que siguió, nos abanicamos contemplando el revuelo de insectos en la penumbra. Más allá, la boca de la oquedad era una brecha amplia que bostezaba a un cielo azul resplandeciente, vacío a excepción de las aves que cruzaban en ocasiones, planeando en el aire cálido. Palo Vento, al cabo de un rato, recogió su espada e, incorporándose, se despidió. Yo en cambio seguí sentado, ya que tenía asuntos que tratar con el gran Aorcabuéis.

Él no mudó el gesto o la postura durante largo rato. Siguió allí quieto, abanicándose con aire adormilado, la diestra sobre la vaina de la espada. Y sólo al cabo se puso con mucha calma en pie, al tiempo que me hacía una seña.

—Entremos.

Subimos juntos las escalinatas, pasando por entre los meditabundos ídolos del pórtico: estatuas macizas en cuclillas, que simulan sostener sobre hombros y manos el enorme peso de la roca que hay encima del santuario. Cruzamos la puerta y nos sumergimos en ese vasto laberinto que dormita en la penumbra eterna de las velas. La atmósfera interior es fresca y seca, y aquel día aún más, por contraste con la exterior. El silencio era total, roto sólo por algún eco aislado que reverberaba a lo largo de los túneles. Olía a polvo, a antiguo, y en hornacinas abiertas en la roca viva, los ídolos dormitaban ante lamparillas encendidas en su honor.

Aorcabuéis me guió a través de pasajes angostos hasta una gruta muy, muy antigua, abierta quizás en tiempos de los primeros armas. Una cripta de unos diez pasos de ancho, alumbrada con velas y llena de máscaras funerarias alineadas en anaqueles tallados en la roca, desde la altura de la cintura de un hombre hasta el techo.

Nos sentamos en tabladitos de madera. Aorcabuéis se puso la espada en el regazo y pareció volver a adormilarse. Yo también me acomodé la espada y esperé con calma. Desde las repisas, las máscaras de los antepasados gesticulaban a cada chisporroteo de las velas. Saqué la pipa y comencé a cargarla. El hombre-serpiente volvió sus ojos duros hacia mí.

—¿Vas a fumar en las alcobas de los muertos?

—¿Y por qué no? —Acaricié la cazoleta tallada—. Soy cazador de cabezas y algún día mi máscara funeraria vendrá aquí, a reunirse con todas éstas. Y no me disgustaría que a veces alguien viniese y encendiera una buena pipa, y así recordar el olor y el sabor del tabaco. Después de todo, los espíritus del humo siempre han sido buenos compañeros para mí.

Asintió en la penumbra, con ojos adormilados y sin añadir nada. Yo esperé, pendiente de sus palabras; porque Aorcabuéis no sólo era el mejor, sino un maestro de la caza; algo muy raro, ya que no muchas veces la capacidad de enseñar algo va pareja a la de destacar de forma sobresaliente en eso mismo. Por fin despegó los labios.

—Escucha. Ya sabes que el Alto Juez mandó a dos de los nuestros en pos de Tuga Tursa antes de llamarte a ti, y que los dos murieron a sus manos.

—La gente dice que han sido tres.

—A la gente le gustan los números redondos. O puede que ya te den por muerto a ti también.

Encogí los hombros con desdén, al tiempo que daba una calada, y él prosiguió.

—No es bueno que un rompevedas mate a dos cazacabezas.

—No, no lo es.

—No hace falta hablar de la calaña de Tuga Tursa. Es culpable de ataques a caravanas, robo de ganado, incendios, asesinatos. Es una alimaña humana; pero no sería muy distinta de una docena de proscritos, de no ser por que a sus crímenes se añade haber incendiado un santuario.

Se acarició la calavera del mentón, mientras me contemplaba pensativo. Yo no dije esta boca es mía, y él continuó.

—Cabría pensar que Tuga Tursa no es más que una bruja sanguinaria que ha acabado yendo demasiado lejos, y que al final se ha atrevido a romper una Veda Mayor.

—¿Es que acaso es otra cosa?

—Ha matado a dos de los nuestros, y eso nos ha movido a hacer indagaciones.

—¿Y qué es lo que habéis averiguado?

—Los Cuatro han sabido que entre esa mestiza y los hermanos Mutel hay algún tipo de relación.

Ahora fui yo el que se le quedó mirando por entre las volutas de humo. Los Cuatro es el nombre con el que se conoce a los jefes de la sociedad arma de los cazadores de cabezas. Al igual que al conjunto de los mismos nos llaman los Cien, aunque en aquella época éramos unos pocos más de esa cifra redonda.

—¿Por qué nadie me ha informado de eso hasta ahora?

—Porque no lo sabíamos. Yo mismo me enteré ayer y por eso te he convocado. Hablé con un dao que logró introducirse el invierno pasado en la madriguera de los Mutel. Allí vio a una mestiza que bien podría ser Tuga Tursa…

—¿Podría?

—Él dice haber visto a una bruja joven, idéntica a Tuga Tursa y con pinturas como las que usa ella. Pero la vio en todo momento cubierta con una máscara y por eso no está completamente seguro.

—¿No pudo comprobarlo?

—Ya veo que no sabes cómo es el cubil de los Mutel: es un nido de águilas en el norte de la sierra Ongada; mitad cultería y mitad fortaleza. Ese dao no se atrevió a preguntar, ni a indagar demasiado. Sólo entrar allí fue una hazaña, y salir con vida una aún mayor.

Asentí envuelto en humo. Aorcabuéis siguió:

—La bruja mestiza de la que hablamos se sentaba a mano izquierda de los Mutel y, al parecer, es una de sus esposas.

—¿Esposa de cuál? ¿No son tres?

—De todos ellos. Recuerda que nacieron a la vez y son físicamente idénticos. Ya sabes la importancia que dan los gargales a eso. Además, ellos mismos alientan la creencia de que en realidad son tres cuerpos animados por una única alma.

—Ya he oído esa historia, ya. ¿Es de confianza ese dao?

—Totalmente. Lleva años actuando como espía al servicio de la gente-león. El propio Tucatuca le envió allí, porque esos tres le tienen cada vez más inquieto.

Estuvimos un rato en silencio; él inmóvil y con las manos sobre la vaina de la espada, yo fumando. Luego tomé a mi vez la palabra.

—Si de verdad esa mestiza era Tuga Tursa, por fin podríamos hilvanar esta historia. Cuando la banda de Carog fue aniquilada, debió de huir al este y buscar la protección de los Mutel, que se la darían de buena gana, en vista de sus antecedentes.

—Eso si no tenía algo con ellos previamente. Los Mutel llevan años tendiendo sus redes y contactando con gentes que son, como tú muy bien acabas de decir, enemigos de los armas.

—Es posible.

—Todo esto preocupa a los Cuatro. —Meneó solemne la cabeza—. ¿Y si Tuga Tursa fuese un instrumento de los Mutel? ¿Y si el incendio del santuario de Arbar hubiese sido planeado en las Ongadas?

—¿Por los Mutel? ¿Qué iban a ganar con algo así?

—Puede que fuese un paso en algún plan ya trazado. Tal vez buscaba precisamente lanzar a los cazacabezas tras sus propios pasos, para ir eliminándolos. Ya ha acabado con dos.

—Eso es un juego muy peligroso, y no le veo la ganancia.

—Tuga Tursa ama el peligro. En cuanto a la ganancia, ya es famosa y su nombre suena a desafío al poder de los armas.

—Aun así, no es una amenaza; todo lo más, una molestia.

—Por sí misma no. —Sonrió con dureza en la penumbra—. Pero ¿y si fuese una pieza dentro de un juego mucho más grande?

Le miré entre las espirales de humo blanco.

—Puede ser. Una Máscara Real recorre Los Seis Dedos, y han sido los Mutel los que la han forjado.

Ahora le tocó a él contemplarme largo tiempo.

—Veo que estás bien informado —dijo al cabo, simplemente.

—¿No es acaso eso lo que se espera de mí?

—Sí. Pero me pregunto si comprendes todo lo que ahora está en juego.

—Supongo que no. Te escucho, maestro.

—Sí. Escúchame con atención. No hace falta que te cuente la historia de la Máscara Real…

Negué con la cabeza porque, ¿qué arma no conoce esa leyenda? Es parte de nuestra historia. Hace siglos, Los Seis Dedos vivieron una larga época de guerras entre ferales; una verdadera edad oscura. Los ferales mayores lucharon entre ellos durante años, arrastrando al combate a los demás estamentos, a mediarmas, a gargales, a momgargas. Se guerreaba un año tras otro, la sangre corría como el agua, el humo oscurecía los cielos y los incendios iluminaban las noches. Fueron los años de la Senda Oculta, llamados así porque nadie parecía encontrar salida a aquella situación.

Fueron tiempos sangrientos y, según la leyenda, fue un rey-brujo gargal, el Rey Rojo, quien, harto de matanzas, concibió la idea de forjar una máscara capaz de restaurar la paz en Los Seis Dedos. Trabajó en su fragua durante cuarenta días; la forjó de oro puro y, con su magia, la empapó de todas las virtudes. Por último, buscó un portador digno de ella.

La Máscara Real bajó de la sierra Cerrada y comenzó a vagabundear por los caminos de Los Seis Dedos, llevada de su misión. Y, si al principio lo hizo acompañada tan sólo de su creador y mentor, el Rey Rojo, no tardó en contar con partidarios por todo el país. Hizo multitud de milagros, derrotó a enemigos, monstruos y demonios y, sobre todo, consiguió que la paz llegase a Los Seis Dedos. Los ferales armas le rindieron homenajes y algunos, incluso, forjaron máscaras para que la acompañasen. Así fue como dio comienzo la era de la Máscara Real, que gobernó Los Seis Dedos durante treinta años.

Aunque esa era comenzó con los mejores augurios, finalizó como había nacido: entre la guerra y la sangre. La leyenda dice que la Máscara Real fue perdiéndose poco a poco en la soberbia y la cerrazón. No oía a nadie, no negociaba, y se convirtió en una deidad. Sus decretos eran inapelables y cualquier disensión era castigada con hierro y fuego. Sus partidarios le rendían culto, como si fuese un dios de las montañas.

Los últimos años fueron especialmente sangrientos y llenos de conatos de revuelta. Pero la gran rebelión la inició la gente-león en su ciudadela de Yunquera, al despeñar a unos enviados reales demasiado altaneros. Y, mientras la mismísima Real se dirigía con su ejército a sitiar Yunquera, el Rey Rojo volvió a bajar de la sierra Cerrada, esta vez para combatir a su propia creación. Aquello decantó la balanza y la insurrección se extendió por Los Seis Dedos. Aun así, la guerra duró tres años y fue muy dura, porque a la Máscara Real no le faltaban partidarios, tanto entre gorgotas como entre momgargas, y no acabó hasta que el propio portador de la máscara cayó en un combate. El Rey Rojo recuperó su creación y se la llevó de vuelta a la sierra Cerrada, donde descansa, según dice la tradición, en un santuario secreto de los gargales.

—Forjar una Máscara Real no es algo que pueda hacer cualquiera, como no cualquiera puede llevarla. Es una máscara muy noble y hay muy pocos dignos de ella. Corren muchos rumores, pero se dice que la Máscara Real es portada por alguien que no nació aquí, y que le acompaña un rey-brujo que hace las veces de mentor, como el Rey Rojo lo hizo con la original.

—Eso he oído yo también. ¿Podría ser uno de los hermanos Mutel ese rey-brujo?

—¿Quién sabe? Todo son rumores. Transitan por caminos apartados y tienen la precaución de no mostrarse en público. —Hizo una pausa—. ¿Por qué crees que los Mutel forjarían una Máscara Real?

—¿Por vanidad?

—Ése sin duda es un buen motivo: emular las hazañas de los antiguos y, por tanto, alcanzar igual gloria. Pero, aparte, puede haber una razón mucho más práctica. La ambición de los Mutel es convertirse en Quiniones de Pagoa y en sus planes está romper el control que los armas ejercemos sobre el camino de Tres Cortes. Cuentan con que la Máscara Real les ayude a lo segundo.

—Si la Real llega a gobernar de nuevo Los Seis Dedos, puede que acabe siendo un enemigo terrible para ellos. Sólo conoce su verdad, no negocia ni transige, y no siente gratitud por nadie. Ella y sus devotos no deben lealtad más que a su propia causa.

—Puede. Pero si la Máscara Real se hace fuerte en Los Seis Dedos, sembrará la discordia, y quién sabe si nuevas guerras intestinas. Todo eso nos debilita y los Mutel lo tendrán más fácil para desalojarnos del Chan Menor. Todo apunta en esa dirección: hay bastante agitación en la llanura y sabemos con certeza que embajadores de los Mutel están tratando de soliviantar los lares nómadas contra nosotros.

—¿Y qué hace el Alto Juez? ¿Y el Ras?

—¿Has visto últimamente a don Tavarusa?

—No. Pero supongo que, desde que trataron de matarle, se ha vuelto más precavido.

—La precaución no ha sido nunca cualidad de demonios ni de ogros. —Meneó la cabeza—. No. Lo que ocurre es que ha salido de Minacota, rumbo al Magaz.

El Magaz es el valle, largo y fértil, que separa el Carauce de las montañas, y por el que discurre el río Morega. Un buen lugar en el que recibir tanto a los mercenarios enviados por los montañeses, como a los que bajan por el río desde Cabezas Muertas y el Alto Norte. Al menos, no se me ocurría otra explicación a la presencia de don Tavarusa allí.

—¿Está reuniendo un ejército?

—Así es. Y es buena señal que no hayas oído ningún rumor en tal sentido. Cuanto más tarde en saberse, mejor.

—Entiendo.

—Bien. Volvamos entonces a nuestro asunto. Los hermanos Mutel han puesto en marcha el asunto de la Máscara Real y ya no necesitan ocuparse de él. Recorre Los Seis Dedos haciendo milagros, según dicen las habladurías, y consiguiendo partidarios.

—¿Y qué tiene que ver eso con nosotros?

—Los Cien, en aquella otra ocasión, lucharon contra la Máscara Real.

—Lo sé.

—Y ahora volveremos a hacerlo. —Me miró con serenidad—. Por supuesto, nadie va a obligarte.

—Yo sé dónde está mi lugar y cuáles son los míos.

—Bien dicho. La Máscara Real y sus partidarios siguen el camino único. Representan la aniquilación de cuanto no se ajusta al mismo y de los que no lo siguen. Son la negación de todo aquello por lo que los Cien existimos. Cuando concluyas el asunto de Tuga Tursa, tendrás que elegir una máscara distinta para una misión bien diferente. —Hizo una pausa para mirarme—. Saldrás a luchar con los devotos de la Máscara Real.

—Así lo haré, maestro.

—Que no te tiemble la mano; pero recuerda esto: tu misión no es tanto matar como sembrar el miedo. Que no se sientan tan fuertes y no se crezcan como hacen ahora, confiados en el respaldo de la Real. Hazlo y usa para ello cuanto tus maestros y la experiencia te han enseñado.

Asentí, envuelto en humo. Las máscaras de matar, la noche, las veredas solitarias, las muertes repentinas y los incendios nocturnos. Y el miedo; sobre todo el miedo. Ésa es la gran baza de nuestra hermandad, la fuente de nuestro verdadero poder. El miedo de la gente nos alimenta, nos da fuerzas y hace invulnerables, debilita a nuestros enemigos y aparta a todos de nuestro camino. Y así, siendo tan pocos, imponemos las vedas a tantos.

—Bien.

—La gente tiene mala memoria y, cada cierto tiempo, hay que recordarles que existen leyes que no se deben desafiar, y límites que no hay que traspasar. Cuando te liberes de tu misión, irás a sangre y fuego contra los de la Máscara Real.

Acaricié distraído la calavera de mi mentón, mis ojos puestos en los suyos. El roce de ese adorno conjuró, entre las volutas de humo que giraban perezosas en la oscuridad de la cripta, una visión de casas en llamas y cadáveres tirados al borde de los caminos.

—¿Es eso lo que esperan los Cuatro de mí?

—Ellos hablan por mi boca.

—Entonces, así se hará.

El hombre-serpiente deslizó las manos a lo largo de la vaina de su espada, inclinando la cabeza calva, y ya no dijo más, sumiéndose de nuevo en sus pensamientos. Di otra calada, acomodando mi propia hoja sobre el regazo, y desvié la vista a las máscaras funerarias de las paredes. El palpitar de las velas arrancaba destellos a las mejillas pulidas; los ojos vacíos me devolvían la mirada; los rasgos metálicos parecían animarse, mudando una y otra vez de expresión. Les devolví el escrutinio; pero, aunque estuve largo tiempo allí, esperando algo, no pude descifrar el mensaje contenido en aquel incesante gesticular.