A él, el Carauce le imponía. Aquel dédalo de sierras, valles y ríos, habitado por toda clase de gentes, se le antojaba un mundo en sí mismo que, en muchos aspectos, vivía de espaldas al resto del Mundo. Uno podía pasarse toda una vida deambulando por sus caminos sin llegar a conocer más que una parte de los secretos que albergaba el macizo montañoso. El corazón de Los Seis Dedos le provocaba atracción, sin duda, pero también reparos y algo de miedo.

Miedo que tenía mucho que ver con ella. Ella, que había abandonado la seguridad de los santuarios de la sierra Cerrada para recorrer el Carauce, ejerciendo la sanación. Pero esa circunstancia no les había separado. Él, a su vez, se había unido al rey-brujo Pogar, que había partido a peregrinar por el macizo, a rendir homenaje a los ídolos gorgotas. Y así, durante parte de la primavera y todo el verano, sus caminos se estuvieron cruzando una y otra vez, al capricho de su destino común.

Cuando se encontraban era en algún santuario. Ella, empujada por la fugacidad de tales encuentros, abandonaba los viejos juegos de ambigüedad para calarse la segunda máscara, su rostro más íntimo, y apurar así los momentos, que unas veces duraban un par de días y otras sólo unas horas. Él, por su parte, procuraba también exprimir hasta la última gota de ese tiempo.

Luego volvían a separarse. Siempre se separaban, esperando que llegase un nuevo encuentro, camino y tiempo adelante. Ella partía hacia un lugar y él hacia otro, acompañando a Pogar. El rey-brujo viajaba con sus dos mujeres, confiando en la protección que le daban tanto su rango como su habilidad con las armas. Él nunca las tenía del todo consigo, ya que solían transitar las zonas más salvajes del Carauce, cruzando gargantas montañosas y bosques despoblados.

Pero la intranquilidad por su propia seguridad no era nada comparada con la que le producía el pensar en ella. Al menos, Pogar y él mismo eran hombres que sabían defenderse; y una de las esposas del primero, Ramcrin, había sido educada desde niña en el manejo de las armas. Pero ella era una sanadora que no viajaba más que en compañía de una vieja hierbatera, y él no dejaba de pensar en que el Carauce era un país infestado, en ciertos lugares, de bandidos y monstruos.

Cierto que aquellos que se dedican a la sanación están protegidos por las Vedas y molestar siquiera a uno de ellos es exponerse a recibir la visita de los temidos Cien, los cazadores de cabezas armas. Pero, por más que tratase de tranquilizarse con esa idea, eso mismo le llevaba a otra reflexión: la de que la misma existencia de los Cien implicaba que había quienes no respetaban las Vedas. Y así iba de uno a otro pensamiento, en su ausencia, hasta el punto de que, si hubiera que definir de alguna forma aquel largo peregrinar suyo en compañía de Pogar, podría decirse que transcurrió entre la esperanza y el temor por ella.