Capítulo 10
Si hay un elemento emblemático en Chipatala es, sin duda, el gran baobab situado en el centro de la explanada principal. Cuenta la leyenda que el baobab era uno de los árboles más hermosos del continente africano, admirado por todos por la belleza de su follaje y de sus flores; pero su vanidad creció tanto que los dioses lo castigaron enterrando sus ramas y dejando a la vista sus raíces. Y en efecto, parece un árbol invertido, un árbol que crece al revés implorando el perdón de los dioses. Nunca alcanza gran altura, pero su grueso tronco puede llegar a medir hasta doce metros de diámetro. Dicen por ahí que en Sudáfrica a alguien se le ocurrió la peregrina idea de instalar un bar en el interior del tronco hueco de un magnífico ejemplar.
En cualquier caso el baobab es un árbol amigo del que se aprovecha casi todo: su tronco es un auténtico tonel capaz de almacenar miles de litros de agua; su fruto, el pan de mono, se parece mucho a un pequeño melón y contiene grandes dosis de vitamina C; con las hebras de su madera fibrosa se confeccionan cuerdas y cestas y con el polen de sus flores blancas o amarillas, pegamento. El baobab de Chipatala es el árbol bobo que crece al revés. Los niños se persiguen unos a otros alrededor de su tronco de anchura colosal y juegan a esconderse dentro de él. El árbol que crece al revés. Ahora es mi casa.
Para llegar hasta ella he recorrido un duro trayecto desde España. He dejado atrás un mundo conocido, costumbres familiares, un modo de vida cómodo y estable. He volado como un pájaro en la noche a través del continente más antiguo, sin saber exactamente por qué, ni qué buscaba. Lo esencial. Lo primordial. Y he construido mi nido entre las frágiles ramas de este árbol bobo que crece al revés.
Me ha resultado muy doloroso separarme de Joel y de Kiss. El padre James me ha prometido que estará al tanto de Joel y yo vendré todos los domingos a visitarle, en transporte local o como pueda. También visitaré a Kiss y a Lili y a todos los amigos y amigas que he dejado en el orfanato. Ahora que me he ido, me doy cuenta de que el orfanato ha sido una hermosa y suave forma de entrar en Malaui.
Las sisters se sintieron aliviadas cuando les comuniqué que me trasladaba a Chipatala. Está claro que no quieren más voluntarios. Somos interferencias. Peor para ellas. No se dan cuenta de que es bueno que existan muchas maneras de mirar el mundo. No sé cómo resolverán sus debilidades internas y sus equilibrios de poder, pero ya me enteraré. En este país hay tendida una extensa red de cotilleo vecinal. Se sabe todo. Radio calle funciona.
Y hoy ha sido un día bonito. El padre James me ha traído en coche hasta aquí, en su viejo trasto que parece que ya está arreglado. Ha sido todo un detalle por su parte porque él apenas disponía de tiempo, tenía asuntos que resolver en Lilongüe. Así que me ha dejado y se ha marchado. Al despedirnos nos hemos dado un largo abrazo.
Pero antes de que me diera tiempo a ponerme triste, ha llegado la hermana Celsa con su energía de siempre. Hemos ido juntas hasta el pabellón de mal nutridos. En el interior había mucha actividad. Yankho y Haxi pintaban muñecos en las paredes. Y una chica pintaba sillitas con esmalte de colores. Me han dicho que la chica se llama Mara y que es enfermera, aunque trabaja en otra sección. Al parecer es muy amiga de Yankho. Yo me he unido al grupo y me he puesto a pintar sillitas con Mara. La comunicación era en inglés. Hemos pasado el rato de forma agradable, trabajando y charlando. Luego ha regresado la hermana Celsa con la propuesta de ir al bar del pueblo a tomar unas cervezas para celebrar mi llegada. Y allá nos hemos ido los cinco. Hemos atravesado los tenderetes del camino y hemos llegado a un edificio bastante cutre, de una planta, con un porche. En el bar venden chibuku, que es la cerveza nacional, una especie de puré elaborado con maíz y sorgo fermentados. Eso es lo que beben la mayoría de los malauíes. Pero nosotros hemos pedido unas botellas de Carlsberg y nos hemos instalado en el porche. La primera ronda la he pagado yo.
En una esquina del porche había una barbacoa donde se asaba carne y vísceras de cabra que parecía tener mucho éxito entre la concurrencia. Sonaba música reggae. En el bar solo había hombres y un par de mujeres. «Prostitutas», me ha informado Celsa. Su afirmación me ha resultado sorprendente porque una de ellas llevaba un bebé a la espalda. ¿Una prostituta con su bebé?, he preguntado. «Claro, lo lleva encima porque no tiene otro sitio donde dejarlo». Alucinante. He pasado de acongojarme. He preferido observar a los hombres, que parecían divertirse mucho. Bailaban y reían. Y cómo bailaban, con esa gozada de ritmo que tienen. Les he invitado a una ronda de chibuku. Y nosotros también hemos repetido, así que el ambiente era animado.
Haxi y yo charlábamos cuando ha empezado a llover a cántaros. Era una tormenta. Llovía demasiado hasta para los malauíes. Por los canalones de uralita del tejado caían auténticas cataratas de agua. Llovía y no paraba, así que no nos ha quedado más remedio que decidirnos y ponernos como sopas. Celsa iba delante con una linterna porque, para colmo de males, ya era noche cerrada. La seguían Yankho y Mara. Yo me he agarrado del brazo de Haxi, un poco asustada por la violencia de la lluvia y por la oscuridad, pero él me ha cogido de la mano y me ha guiado durante todo el camino.
Y ha sido un momento mágico y maravilloso. No sé cómo explicarlo. Hacía mucho, mucho tiempo, que el contacto con otra mano no me producía emociones tan intensas, tan bonitas. Calor, complicidad, confianza, seguridad, amistad. También excitación sexual. Era como una corriente fluida que compartíamos él y yo, en circuito cerrado, pero que incluía a todo el país y a todas sus gentes, al planeta y al universo entero. Casi he perdido la cabeza con tanta intensidad. Me he sentido enamorada, enamorada de él, del mundo y de la vida.
Hemos terminado completamente empapados pero no me ha importado. Haxi me ha acompañado hasta mi casa y luego se ha ido. Le he dejado un paraguas y se ha perdido en la lluvia.
Y ahora estoy aquí, sentada a la mesa de la salita, escribiendo. Me he puesto ropa seca y me he preparado una infusión caliente. Fuera sigue lloviendo intensamente. Me llevo la mano derecha a la nariz. Huele a Haxi.
Soy feliz en Malaui. Tengo a Kiss. Nuestra amistad es muy especial. No compartimos grandes secretos ni nos hacemos demasiadas confidencias. Sobre todo, bromeamos juntas y nos sentimos a gusto. A mí me admira el espíritu con que encara la vida. A pesar de lo poco que tiene sigue adelante siempre contenta. Es una mujer valiente y feliz.
Tengo a Joel. Es mi pequeñajo. Lo adoro. Es otro espíritu valiente y feliz que también sigue adelante a pesar de su corta edad y de todo lo que ya ha sufrido. Pero el padre James tiene razón. No debo hacer nada respecto a él hasta que mi situación esté muy clara. No. No tengo derecho a crearle a nadie expectativas que no sé si podré cumplir.
Y también tengo al padre James. Es mi gran amigo. Desde que se marcharon Chus y Marisa, es con la única persona que puedo entenderme. Aunque bueno, quizá ahora, con la hermana Celsa. Es una mujer maja y auténtica. Creo que nos vamos a llevar muy bien.
Me espera la cama, ya hecha. Es una cama grande, de madera. Las sábanas están limpias, recién puestas. Del techo cuelga una mosquitera azul. Mi casa. Mi nido en el árbol tonto que crece al revés. Y con ciento veinticinco euros al mes en Malaui soy rica.
He conocido a dos chicas blancas, europeas, y ha sido divertido conocerlas en este contexto. Una es española y se llama Marta. La otra es alemana y se llama Greta. También son voluntarias en el hospital de Dedza. Han venido de visita y se hospedan en la casa de las visitas.
Marta, la española, es una tía simpática y extrovertida. En exceso extrovertida, diría yo. Es su primera vez en Malaui y está encantada y no se quiere marchar. Greta, en cambio, viene un mes todos los años. Y es mucho más discreta y reservada que la española.
Marta tiene un ligue en Lilongüe y por lo visto ese ha sido el motivo de su visita. Esta mañana ha esperado una mini-van en la carretera y se ha ido a Lilongüe a ver a su «churri». Greta ha pasado el día apañando el ordenador del hospital. Y nosotros en el pabellón de mal nutridos, recibiendo a nuestros primeros pacientes. Estos últimos días hemos estado trabajando duro, terminando de pintar y limpiar el pabellón. Feliz con Haxi y con Phala, incluso con Yankho a pesar de que al principio tuvimos nuestras reticencias y nos costó un poco aceptarnos.
Y ahora todo está dispuesto para empezar. Le hablé a Yankho de las fichas que llevábamos en el orfanato. Le enseñé el programa en el ordenador portátil. Le pareció muy bien. Lo adaptaremos al trabajo de aquí. Hemos diseñado juntos el protocolo de acogida y el de seguimiento. Aquí no vamos a hacer asistencia ambulatoria. Aquí vamos a tener hospitalizados hasta treinta niños mal nutridos de cero a diez años. Niños que deberán estar acompañados por un adulto: la madre, la abuela, la tía, una hermana o hermano, eso da igual, aunque aquí, en Malaui, los críos (como en casi todas partes, claro) son asunto exclusivo de mujeres.
El pabellón ha quedado bien. Tenemos una gran sala, alegre y luminosa, con mesas y sillas pequeñas. En la pared hay dibujos de Haxi. Animales de la selva en clave infantil. Pero nada del rey león. Estilo nativo. Me gustan los dibujos de Haxi. En la sala hay una gran pizarra donde apuntaremos los nombres de nuestros pequeños pacientes, las dosis de chiponde y los horarios. Aquí también suministraremos chiponde. Y es una gran idea porque es un alimento hipercalórico que se produce íntegramente en Malaui. También tenemos un peso y un artilugio para medir a los críos. Y una cocina. Y un almacén. Y luego el patio con los lavaderos, los aseos y las duchas y el rincón para que las madres se preparen su comida. Los niños tendrán que dormir todos juntos en una sala, y eso es lo peor, porque no hemos conseguido camitas, solo esteras de paja y colchonetas de plástico. Ya veremos.
A Haxi lo he visto todos los días. Me invaden sensaciones muy dulces. No quiero ni pensarlo... Es un chico amable, listo, sensitivo. Trabaja despacio pero bien. Nos miramos con simpatía. Y yo no puedo dejar de recordar el contacto de su mano en mi mano y ese sentimiento oceánico y primordial que me invadió aquella noche de lluvia.
Han llegado los primeros críos. Haxi los ha pesado y los ha medido. Yankho los ha examinado y ha rellenado su ficha. Al final hemos ingresado a dos. Un niño y una niña. Nuestro objetivo es paliar la malnutrición pero principalmente prevenirla. Haxi y yo hemos explicado el protocolo a las madres. Haxi ha bañado a los bebés y les ha dicho a las madres que deben hacerlo todos los días. Y también ducharse ellas. Yo hablaba y Haxi traducía porque muchas de las madres solo saben chichewa. Phala les enseñaba luego las instalaciones.
Y estaba en casa feliz cuando ha aparecido Marta. Yo pensaba en Haxi. Marta viene de estar con su ligue. Me siento lánguida. Hace tiempo que no me echo un polvo. El último fue Moncho. El bueno de Moncho. Un par de polvos bastante sosos, pero que en su momento me vinieron bien. Me levantaron la moral y eso es importante. Le pregunto a Marta cómo es el sexo en Malaui y ella, cómo no, se explaya. Me cuenta que los malauíes son muy básicos para eso del sexo. Que follan mucho pero mal. Algo así como llegar y meter. Que no saben besar, ni tocar, ni chupar. Que ella ya pensaba que nadie le iba a comer el coño en Malaui. Pero que aprenden rápido porque son muy receptivos. Y que lo de la «talla» africana es verdad. Buenos mangos. Y buen ritmo. Porque son capaces de estar mucho, pero que mucho rato, dale que te pego, dale que te pego.
Me río. Marta es una tía cachonda y desinhibida, lo que no está nada mal como contraste con tanta monja y tanto cura.
—Vente conmigo mañana a un concierto —me dice—. Nos viene a recoger mi novio, que ha conseguido coche. Es de los Black Missionaries Band, uno de los grupos más famosos de Malaui. Reggae local. Está muy bien.
—Vale, vale —contesto.
La verdad es que me apetece. He llevado una vida de cartujo desde que llegué. Esta tía es un poco ligera de cascos pero refrescante y divertida. Así que voy al concierto con ella y con su chico. Greta pasa del tema. Y a mí me hubiese gustado invitar a Haxi, pero no ha habido ocasión.
El ligue de Marta es un tío con pasta, dentro de lo que es tener pasta en Malaui. Viene con un coche guapo, no sé de qué marca porque yo de esas cosas no entiendo. Es un tío grande y está gordo. Buena señal. La gordura es un signo de estatus en Malaui. El que tiene poco y se ve obligado a cultivar su propio campo de maíz para comer (como Haxi, Kiss y Phala, por ejemplo) nunca puede estar gordo. Pero este tío está gordo. Y es un tío con marcha. Nos invita a cerveza. Y a cenar. Y luego al concierto. Está bien. Bailamos. Y entre baile y baile, de repente, veo a Yankho, a Mara y a Haxi. ¡Qué bien! ¡Qué bien baila Haxi! Bailamos juntos, y eso que yo me siento muy torpe a su lado. ¡Qué bien baila Mara! ¡Qué bien nos lo pasamos! De repente, un porro llega a mis manos. ¡Dios mío! Es el porro más increíble que he visto en mi vida. Es enorme y está liado en papel de periódico. No tira. El papel ni siquiera está pegado, sino envuelto y como plegado. Y el sabor es horroroso. Pero fumo. Aspiro con fuerza. Hacía ya tanto tiempo, que me ha apetecido. Y de repente, otra vez, me he visto sumada a una catarsis colectiva. He cantado, he bailado y me he divertido con el ritmo metido en el cuerpo.
He vuelto a Chipatala con Haxi, con Yankho y con Mara. Estaba invitada a quedarme en casa del novio de Marta, pero he preferido volver con mis compañeros. Mañana tenemos trabajo.
Hemos ido muy apretados en el coche de unos colegas suyos. Y me he tenido que sentar encima de Haxi. Yankho se ha sentado encima de Mara. Al principio, ella se había sentado sobre él, pero tiene un culo bastante grande con el que aplastaba al pobre Yankho (bueno, la verdad es que está muy gorda) y han tenido que cambiar de posición. Así que hemos hecho bastantes risas. Haxi me abrazaba. Yo iba bastante mareada por las cervezas y el porro y me dejaba abrazar y le abrazaba también a él. Al final me ha besado. Sus labios son plenos, como un higo abierto, y tiernos y suaves. Ha sido como hundirme en ellos. Disolverme. Y nada de no saber besar. Haxi sabe besar. Su lengua penetraba en mi boca, la recorría, cálida, y buscaba mi lengua. Han sido un montón de besos encadenados o un único beso largo e intenso...