Capítulo 21
Después del concierto nocturno el padre Héctor, tendido en la modesta cama de su nueva casa africana, recordó con nostalgia la primavera romana. A pesar del cansancio del viaje le costó mucho tiempo conciliar el sueño. El calor era sofocante. No había querido abrir la ventana del dormitorio por miedo a las picaduras de los insectos. La mosquitera azul que pendía sobre su lecho le agobiaba y en lugar de utilizarla prendió una espiral, impregnada de repelente con aroma a incienso, que embalsamó al instante la atmósfera de la pequeña habitación.
La cabeza le daba vueltas. Miles de fantasmas poblaban su mente. Cerró los ojos y fue como sumergirse en un torbellino de sensaciones extrañas. Náusea, vértigo, miedo, anhelos... Se sintió flotar en el aire denso de la habitación y se contempló a sí mismo, yaciendo en aquella cama, en un punto inconcreto de un continente olvidado, rodeado de árboles inmensos, dentro de una grieta profunda, cerca de un lago de misteriosas aguas violeta... La caja de Pandora estaba abierta. Se agitó inquieto. Tembló. Ahora caminaba entre calles frescas y recoletas a la sombra de unos plátanos que bordeaban la acera. Pasaban pocos coches. Miró hacia el cielo. Azul. Balcones floridos, macetas, pérgolas y celosías. Consultó su reloj. Las cinco de la tarde. En el cruce entre dos avenidas leyó un cartel. Via Gallia. Estaba en Roma. Sonrió. Torció a su derecha hacia la via Pandosia y llegó, por fin, a la via Iberia. Allí estaba el convento. Su casa de Roma. Llamó al timbre y se abrió la puerta. Sor Agustina le dirigió una sonrisa con mojigatería obsequiosa.
—Hoy llega pronto, padre. Aquí tiene su llave. La cena a las siete, como siempre.
A las siete, como siempre. La habitación parecía una celda. Nada superfluo. Una estrecha cama, una mesa, una silla, un armario, la puerta de acceso al cuarto de baño. Austera pero limpia, muy limpia y con un balcón sumergido en la copa de un hermoso y viejo plátano. El padre Héctor corrió las cortinas. Las hojas del plátano despedían aromas de lujuria primaveral. El verde de los tiernos retoños arbóreos hacía daño a la vista, de tan vivo. Se arrodilló frente al crucifijo que adornaba, solo y descarnado, la pared desnuda y rezó.
Amaba Roma. Y Roma se le escapaba. No era sino un espejismo para él.
El día de su llegada la cúpula de San Pedro brillaba, blanca, armoniosa, perfecta, atrayéndole con su fulgor de bienvenida mirase desde donde mirase. Recorrió, ávido, desde el pequeño convento de la via Iberia, la via Claudia. Desdeñó el Coliseo y los espléndidos vestigios de los foros de la Roma Imperial... que no eran más hermosos, vetustos o espléndidos que las ruinas arqueológicas de cualquier lugar de su Perú natal. Quería tener Roma a sus pies. Su loco paseo le llevó a través de la ciudad barroca hasta la Piazza di Popolo. Subió, frenético, al mirador del Pincio. Allí estaba. Esa era la Roma que él quería contemplar. «Todo esto te daré si postrado ante mí me adoras». La ciudad de ciudades. El ombligo del mundo occidental. Magnífica, hermosa, pagana y santa. Ciudad de ciudades.
En los días siguientes a su llegada descubrió despacio, ahora sí, las mil caras diferentes que la conformaban. Instantáneas de Roma. Imaginó una lucha de gladiadores en la arena ensangrentada del Coliseo, bajo el aullido de una marea humana... El desfile de una legión victoriosa a su paso por el arco de Constantino... La vida muelle, placentera, y también cruel, en la Domus Aurea... Los sórdidos secretos que guardaban los muros del Castel Sant’Angelo. Se recreó paseando por las recónditas callejuelas, decoradas con decadentes palacios renacentistas de fachadas siena, que desembocaban en la Piazza Navona... Sí. Ciudad de ciudades.
Imposible nombrarlas todas, asimilarlas. Roma se escapaba, inaprensible, nueva y diferente cada día. Ciudad vital, sucia, estruendosa, plagada de motos y de pequeños vehículos prestos a lanzarse sobre el peatón fascinado y desprevenido. Un día el padre Héctor ascendió, casi sin aliento, los escalones que conducían a la cúspide de la cúpula de San Pedro. Contempló esa cúpula, maravilla de las maravillas en la ciudad de ciudades, desde todos los ángulos imaginables... Ciudad inagotable, eterna. El ajetreo de los cafés y las trattorias, el bullicio de las terrazas al aire libre, la calma relativa de las praderas verdes de Villa Borghese...
En el maremágnum que Roma representaba para él, dos símbolos mágicos, escogidos: el Panteón, el hermoso templo levantado por Agripa para honrar a todos los dioses, con el óculo abierto en su cúpula, y el Moisés de Miguel Ángel, pétreo y poderoso, de mirada terrible y luenga barba, ora cascada, ora llamarada. Volvía a ellos una y otra vez cuando estaba alegre y, también, cuando estaba deprimido. La cúpula del Panteón, vista desde su interior, le parecía más perfecta y primordial que la de San Pedro, aunque careciese de su magnificencia. Ingravidez. Sencillez. Vio llover, salir el sol y reflejarse el arco iris a través del óculo. Y el Moisés, aquel milagro esculpido en mármol blanco de Carrara. ¿Cómo era posible transmitir a la piedra inanimada el misterio de la vida con toda su potencia y su madurez?
El padre Héctor se adaptó pronto a las rutinas romanas. Aquel fue un periodo feliz en su vida. Un paréntesis tal vez. Por las mañanas asistía a las clases de Teología en la Universidad Gregoriana. Se compró una bicicleta de segunda mano y acudía pedaleando como muchos de sus compañeros, jóvenes, viriles y exultantes. La nueva ola católica. Curas «metrosexuales». Polacos, irlandeses, latinoamericanos. La nueva cantera del catolicismo, poco representada todavía entre las elites vaticanas. Curas modernos, preocupados por su físico, que habían sustituido el cilicio por el deporte para mortificar la carne.
Héctor José Alcázar se sentía satisfecho de sí mismo. Estaba en Roma para algo grande, de eso no cabía duda. ¿Para qué, si no, le habían mandado llamar? Había sufrido tanto... Había sufrido el infierno verde en Iquitos, aquella terrible humedad, aquel sofoco constante, sin más horizonte que la selva, virgen e impenetrable, y un río que era como un mar. Y había sido un sacerdote ejemplar —creía él—. Virtuoso, responsable, animoso. Una vez en Lima la suerte le había sonreído y se había convertido primero en el confesor y luego en el médico y amigo de confianza de una poderosa familia de la oligarquía limeña, los Beltrán de Zúñiga. Estaba el oscuro asunto de la pequeña chola pero eso pertenecía al pasado y al olvido. ¡Qué orgullosa se sentiría también su mamá el día que fuese nombrado secretario del Padre Superior! Pues ese era el cargo que se rumoreaba con insistencia para él.
Sin embargo, los días pasaban y las conversaciones se demoraban más de lo debido.
Algunas veces el padre Héctor se impacientaba, creía perder el ánimo y la esperanza. Entonces pedaleaba furioso hasta la pequeña iglesia de San Pietro in Vincoli para extasiarse durante horas ante ese fenómeno de mármol viviente llamado Moisés. Toda la fuerza de la creación divina estaba contenida en él. Perdía la noción del tiempo y, por fin, más calmado y sereno, regresaba al convento de la via Iberia.
Sor Agustina, la hermana portera, percibía su abatimiento nada más verlo entrar, cabizbajo y abstraído en sus pensamientos.
—Buenas noches, padre Héctor, y anímese, haga el favor, que las cosas de palacio van despacio —le reñía invariablemente, meneando la cabeza con sonrisa afable—. Y no me pierda el apetito, que aún es joven y buen mozo y tiene que alimentarse bien. Si no fuese usted un cura pensaría que padece mal de amores. Pero total, un cargo... Si no llega hoy, llegará mañana.
Por fin recibió la citación, tan deseada como temida.
El reverendo Jacinto Aguas, tesorero de la Orden y mano derecha del Padre Superior, le esperaba en un coqueto saloncito al amor de una mesa camilla vestida con faldas de color carmesí. Corría el mes de septiembre y las tardes empezaban a ser frescas.
Se saludaron con respeto y afecto. Ya se conocían y ambos simpatizaban. El reverendo le señaló el sillón contiguo al suyo y el padre Héctor tomó asiento exhalando un suspiro de alivio.
—A estas horas siempre tomo un vasito de vino dulce y unos bizcochos. ¿Me acompañará usted, padre Héctor?
—Con mucho gusto, reverendo.
El reverendo hizo tintinear una campanilla de plata y al instante se presentó la sirvienta llevando una bandeja con la colación.
Jacinto Aguas escanció el líquido de color ámbar en dos copas de cristal fino, ofreció una de ellas al padre Héctor y saboreó un bizcocho con mal disimulada gula.
—Me gusta mojar el bizcocho en el vino. Es mi pequeño vicio. Si me permite, padre...
El padre Héctor no pudo evitar un gesto mínimo de desaprobación que no pasó inadvertido a la mirada del otro. ¡Las veleidades sensuales de la curia romana!
El reverendo Aguas se frotó la oronda barriga con expresión culpable.
—Pues sí —comentó—. Pequeños vicios. Yo ya no soy joven y mi vida está hecha. No sea intransigente, padre Héctor. A mi edad, los pequeños vicios no son pecado. Pero vayamos a su asunto. Sabe muy bien que se ha barajado la posibilidad de concederle el nombramiento de secretario y que yo mismo he apoyado la idea con entusiasmo. Seré sincero, creo que se lo merece. Sí, a pesar de su intransigencia, por otra parte natural en un hombre joven y de creencias tan arraigadas como las suyas, me cae bien, padre Héctor, me cae bien. Ardor, ardor religioso, esa es la palabra. Es usted un hombre ardiente. Y Dios sabe que la Iglesia, en estos tiempos que corren tan tibios y descreídos, necesita de ese ardor. Pero... Hay un «pero», esa es la cuestión. Un asunto feo que algún enemigo suyo (porque usted tiene enemigos, ¿y quién no?) se ha empeñado en desempolvar. Corren rumores. Algo relacionado con una muchacha, ocurrido hace unos años en Perú. Me gustaría que usted me lo aclarase. Necesito saber a qué atenerme.
El padre Héctor había ido enrojeciendo mientras escuchaba las palabras del reverendo. Se removió nervioso en su asiento. Otra vez, otra vez esa historia. Bebió un sorbito de vino e intentó recuperar la calma.
—Reverendo, no sé exactamente qué tipo de rumores corren pero le aseguro que ninguno de ellos puede ser cierto. En aquella ocasión fui víctima de los delirios de una joven, una pobre loca confundida y desequilibrada.
—Explíquese.
—Bien. Reverendo, si me permite, y ya que me honra con su confianza, empezaré por el principio. Yo residía por aquel entonces en Lima. Por casualidad, entré en contacto con uno de los clanes más poderosos y acaudalados de la ciudad, primero como confesor de la anciana señora de la casa y más tarde como médico y amigo personal de la familia. Acudía muy a menudo a visitarles en su residencia ya que la señora estaba algo delicada de salud. El caso es que aquella joven, una criada, se fijó en mí. Ignoro el motivo. Reverendo, debe usted creerme, yo jamás alenté sus fantasías, pero ella, ante mi indiferencia, urdió las más viles estratagemas para llamar mi atención e involucrarme en su vida. Primero fueron cartas de amor, de pasión arrebatada, que yo leía estupefacto y después rompía en mil pedazos. Luego ella se fingió endemoniada e hizo partícipe a su señora para solicitar de mí un exorcismo. Y, por último, ya desesperada por la inutilidad de sus esfuerzos, inventó que yo la había violado y que estaba esperando un hijo mío. Naturalmente, yo recurrí a los tribunales y solicité pruebas periciales. Ella estaba realmente embarazada pero se demostró que el padre era otro... el chofer de la familia, un infeliz a quien ella había seducido para dar veracidad a sus intrigas. A pesar de que mi inocencia quedó probada, fueron tiempos terribles para mí. Sufrí una crisis nerviosa y hube de pasar unos meses recluido en una casa de salud. Le estoy contando la pura verdad, reverendo. Fue una experiencia espantosa.
Jacinto Aguas miró al padre Héctor con simpatía.
—Le creo, padre. Por supuesto que le creo. Sin embargo, no le ocultaré que la situación es delicada. Hay quien piensa que su nombramiento como secretario es, hoy por hoy, prematuro. Su historia es una extraña historia. Hay en ella un punto de locura, aunque no sea precisamente la suya, pero se habla también de otros asuntos, asuntos propios del Maligno: su manifiesto interés por el esoterismo y los rituales chamánicos, su don de lenguas, la vastedad de su cultura, impropia en un hombre tan joven...
—No me atormente, reverendo. Pasé cinco largos años en Iquitos, en la selva amazónica, usted lo sabe. Cinco años muy duros. Hay pocos lugares en este planeta tan inhóspitos como el llamado infierno verde. Pero yo creí que mi obligación era conocer a fondo la lengua, la cultura y las costumbres de aquellos a quienes debía evangelizar, simplemente por una cuestión de eficacia. Si de algo se me puede acusar en algún momento es de exceso de celo, reverendo, jamás de impiedad, laxitud o desobediencia.
El reverendo Aguas entornó la mirada y juntó las manos lentamente, uniendo las yemas de sus dedos, con gesto grave. Su voz sonó dura.
—Quizá pueda acusársele también de soberbia, hijo mío. De soberbia. Píenselo.
El padre Héctor, con un gesto de derrota, escondió la cara entre las manos y emitió un sollozo.
—Le diré lo que haremos —Jacinto Aguas acarició la cabeza del padre con afecto.— Esperaremos. Yo le apoyo pero sé que ahora hay que esperar. Mas no en la inacción. No podemos desaprovechar ni su valía ni su piedad. Esta pequeña Orden no puede permitirse el lujo. No disponemos de muchos hombres como usted. Pero se me ocurre una idea. ¿Ha oído hablar de Malaui? Seguro que sí. Siendo una persona tan culta...
—Sé perfectamente dónde está Malaui. Pero, reverendo, ¿no estará pensando en mandarme allí?
—Así es, padre Héctor. Creo que debe practicar la humildad en Malaui. Tenemos una plaza vacante de director en un hospital. El hospital de Chipatala. Sí, creo que se llama así. Renuncie usted al reconocimiento mundano, al menos por el momento. Al fin y al cabo, tan solo es vanidad. Vaya a África como misionero. Creo que es una tarea digna de usted.
Aquella noche, en Roma, el llanto de un saxo soprano rompió el silencio perfecto del pequeño convento de la via Iberia. Sor Agustina lo escuchó y deseó acudir a la habitación del padre Héctor para consolarlo, pero solo era una pobre monja y no se atrevió. En lugar de eso, abrió su balcón y se deleitó con la música. El padre Alcázar interpretaba a Bach.
Héctor José Alcázar despertó sobresaltado. Por un momento no supo dónde se encontraba y se sintió desorientado. Tanteó en la oscuridad y sus manos toparon con un pedazo de tela basto que pendía del techo. La mosquitera. Suspiró. Aquello era África. Estaba en Malaui.
En muchos aspectos Malaui se parecía a Iquitos. Y no era una apreciación objetiva, por supuesto, pero cualquiera que hubiese vivido un tiempo en los trópicos entendería al padre Héctor. Esa cualidad lumínica tan especial de la atmósfera, esa saturación de color y de brillo, el bullicio y la alegría de la gente. La vitalidad, en suma.
El hospital le impresionó agradablemente. Seguro que para los ojos europeos tanto abigarramiento suponía un desastre, pero el padre Héctor no era europeo y venía de donde venía. Valoró positivamente la tarea de su predecesora: él era capaz de percibir el esfuerzo que significaba conseguir que un hospital funcionase con una dotación precaria, un suministro desigual e intermitente incluso de lo más básico y un personal insuficientemente formado. Y Chipatala constituía un referente entre los hospitales de ese país. El padre Héctor estaba decidido a que continuase siéndolo. Ahora ese era su reto. Algún día regresaría a Roma con el orgullo del deber cumplido, pero por el momento estaba en Malaui.
La eficiencia era el sello personal de Héctor José Alcázar. Chipatala, en sus manos, seguiría funcionando. El padre Héctor no poseía la simpatía y la personalidad arrolladora que caracterizaban a la hermana Celsa; su espíritu era más oscuro, más frío y contenido pero, al igual que le ocurría a la hermana, su alma anhelaba la perfección aunque sus caminos para conseguirla fuesen otros.
Acompañado por la hermana Angelina visitó las instalaciones, hizo muchas preguntas, tomó notas.
—Venga, padre Héctor, le enseñaré el pabellón de mal nutridos. Ya sabe que le han concedido un premio al programa.
En el pabellón Yankho pasaba la consulta diaria ayudado por Haxi. Phala y Ada se afanaban en la cocina preparando las raciones de chiponde. El padre Héctor indicó con un gesto que continuasen y recorrió el pabellón en silencio al lado de Angelina. Le impresionó el dormitorio comunitario, la expresión de dolor y desesperanza en los rostros de los niños, las moscas que los cubrían, el olor...
—¿Por qué está tan sucio este dormitorio?
—¿Sucio? Se limpia todos los días. Las propias madres se encargan de ello.
—Huele mal.
—Pero eso es porque los niños se orinan y se defecan encima. Por eso acuden las moscas.
El padre Héctor se agachó junto a una de las madres, una mujer muy joven que, sentada en una estera de juncos, sostenía desmadejadamente a un bebé de ojos enormes y labios cubiertos de pupas. Acarició al bebé y este lloriqueó débilmente. La madre desnudó su seno fláccido e introdujo un pezón agrietado y oscuro en la boca del niño. El pequeño pareció calmarse.
—No lleva pañal. Solo ese trapo —comentó el padre con des-agrado.
—No tenemos pañales para todos. Y aquí no hay costumbre de usarlos.
—Eso es falta de higiene, hermana Angelina. Yo también soy médico y le aseguro que muchos problemas sanitarios se solucionan simplemente con higiene. No hace falta que los niños utilicen pañales desechables. En el Perú tampoco hay pañales desechables. Pero pueden usar pañales de tela. Que los laven sus madres en el lavadero del patio o donde sea. Un hospital tiene que ser un modelo de limpieza. Y esas colchonetas de plástico amontonadas con restos secos de papilla... ¿Por qué comen los críos en el dormitorio?
—No tenemos más espacio. Yo también le aseguro que hacemos lo que podemos, padre Héctor, y que sacamos adelante a muchos niños. Hable usted con el doctor Yankho, padre. Él es quien dirige el programa. Además, este programa de mal nutridos es gubernamental, el hospital solo presta las instalaciones. En realidad no es cosa nuestra.
Angelina y el padre regresaron a la sala principal. La consulta había terminado y algunas madres volvían al dormitorio con sus nenes en los brazos. Todas observaron al padre con curiosidad. En el patio también había ajetreo de niños y madres. Se escuchaban lloros y risas. La hermana dejó al padre Héctor en manos de Yankho y se escabulló, incómoda. Yankho saludó al padre muy cortésmente.
—Bienvenido a mi país, padre. Le deseo una estancia muy feliz entre nosotros. Ya veo que ha visitado nuestro pabellón.
—Así es. La hermana Angelina me ha informado de que la labor que realizan aquí es excelente y de que hace pocos días les han concedido un premio.
—¿Pero? No me lo diga usted, adivino por su mirada que hay un «pero» y que es, sin duda, el dormitorio común. No sé qué le habrá explicado la hermana. Lamentablemente, las cosas son como son. No podemos hacer más de lo que hacemos, al menos de momento. Supongo que Angelina le habrá dicho que este programa es cosa del gobierno. La inversión es escasa y aun así supone un gran esfuerzo teniendo en cuenta la crisis económica en la que se halla sumido mi país desde hace... Ni lo sé. Desde siempre, la verdad. Malaui es un país muy pobre. Este programa es un gran adelanto, ya le digo. Por lo menos supone el reconocimiento de que la infancia y la educación son importantes para el desarrollo futuro de nuestro país. Hasta hace muy poco tiempo el gobierno se desentendía totalmente.
Algo en las palabras y en la actitud corporal de Yankho hicieron comprender al padre Héctor que el médico malauí era un espíritu afín al suyo. Esbozó un gesto de simpatía.
—Me hago cargo, doctor Yankho, sin embargo, la higiene no es una cuestión de inversión, qué quiere que le diga, sino de voluntad.
—Y ese es, precisamente, uno de los problemas de fondo de la malnutrición. Falla la voluntad. La pobreza genera desidia y desesperación. Apatía, fatalidad. Debilidad para luchar. Un círculo vicioso difícil de romper. Usted tiene que saberlo. También procede de un país pobre. Y créame cuando le digo que nosotros lo intentamos. Obligamos a las madres a ducharse diariamente, insistimos en que mantengan aseados a sus bebés pero, repito, es difícil de conseguir. Aquí disponemos de agua corriente pero esta gente, en sus aldeas, tiene que recorrer kilómetros para acceder a un pozo, a una charca o a un manantial.
—Ya. En fin, no le prometo nada pero intentaré que lleguen algunos fondos para colaborar con este programa. Financiación privada. Conozco a algunas personas que no se fían de las organizaciones convencionales, aunque sean ONG, y que me hacen llegar periódicamente pequeñas cantidades de dinero. Les hablaré de ustedes.
—Cualquier ayuda sería maná caído del cielo para nosotros. Fíjese, padre, el premio que nos han concedido, y eso que hasta hemos salido en la televisión estatal, asciende a cinco mil kwachas. Una cantidad ridícula. Unos treinta dólares. Aparte de eso, solo recibimos unas cuantas cajas al año de leche de fórmula que nos proporciona Manos Unidas cuando se acuerdan y alguna ropa para los niños de la que llega en los contenedores.
En ese momento, Ada se acercó a ellos. Saludó al padre Héctor en inglés.
—¿Qué le ha parecido nuestro pabellón?
—De eso hablaba con el doctor Yankho. En general, el hospital me ha producido buena impresión pero observo que el programa de mal nutridos necesita algunas mejoras en sus instalaciones.
—Sí, salta a la vista —Ada suspiró—. Pero dependemos del gobierno para todo lo relativo a financiación.
—Intentaremos buscar soluciones, aunque no será cosa fácil. Por lo demás, veo que el equipo humano funciona y, en cierto sentido, eso es lo más importante.
—Le acompaño, padre —dijo ella—. Comeremos juntos en la casa de las monjas.
El padre Héctor y Ada caminaron hacia el edificio principal. En cuanto estuvieron solos, casi sin darse cuenta, empezaron a hablar en castellano. El padre inició el tuteo de forma natural.
—Me ha alegrado mucho conocerte, Ada. No esperaba encontrar a una española instalada en un hospital tan remoto del sur de África.
—Bueno, la hermana Celsa también era española. Hay unos cuantos españoles repartidos por las misiones de Malaui y también algunos latinoamericanos. Ya los irás conociendo. Aquí nos conocemos todos.
—Tendrás que contarme tu historia algún día. No es muy habitual que digamos. Quiero decir, sin ser misionera ni nada parecido.
—La verdad es que tampoco es nada del otro mundo. Vine aquí como voluntaria. Soy enfermera. Al principio estuve trabajando en un orfanato de esta misma congregación. Luego me puse en contacto con la hermana Celsa a través del padre James, un cura protestante de una misión cercana al orfanato. En Chipatala necesitaban una enfermera para el programa de mal nutridos... y aquí estoy. Ahora cobro un salario por cuenta del gobierno malauí, como el resto de mis compañeros de equipo.
—Ya. Pero te equivocas al decir que no es nada del otro mundo. No hay tanta gente dispuesta a dejar una vida confortable en Europa en aras de un ideal.
—No es la primera vez que lo hago, ¿sabes? También he estado en tu país durante un par de veranos, trabajando en un dispensario en Huaraz.
—¡Vaya! —se sorprendió él—. Esto se pone interesante. Así que conoces el Perú.
—Sí, y también Bolivia y Venezuela.
—Me gusta. Huaraz. La Cordillera Blanca. De joven escalé el Huascarán.
—Yo no llegué a tanto —repuso Ada con una sonrisa nostálgica—, aunque sí lo hizo Álvaro, mi novio. Tengo un recuerdo precioso del tiempo que pasé en Perú. Espero volver allá algún día. Me queda mucho por visitar. No conozco la selva, ni tampoco Arequipa.
—La selva. Yo viví cinco años en Iquitos. Ya hablaremos de eso algún día. Son experiencias que marcan. Seguro que alguien que ha viajado tanto como tú me entenderá muy bien. Pero, ¿y tu novio, Álvaro? ¿Él no está aquí, contigo?
—Hace tiempo que Álvaro no es mi novio. Por cierto, quería darte las gracias en nombre del personal de Chipatala por el maravilloso concierto de anoche. Creo que te has ganado el respeto y la admiración de todos con ese gesto.
—Amo la música —contestó el padre con sencillez—. Mi saxofón es algo más que un instrumento para mí. Es el único vehículo que poseo para expresar mis emociones, junto con mi quena y mi flauta de Pan. Se dice que las flautas andinas producen sonidos tan bellos como el viento cuando sopla entre los cañaverales. Son de factura sencilla, humilde, pero muy líricas. Supongo que ya lo sabes.
Habían llegado a la puerta de la casa de las monjas. Antes de entrar, Ada se volvió impulsivamente hacia el padre Héctor.
—Ayer reconocí una de las piezas que interpretaste con el saxofón. Era La quebrada de Humahuaca. Fue un momento increíble, aquí, en Malaui, bajo el cielo estrellado de África. Por favor, toca esta noche para nosotros con tu flauta de Pan.
El padre Héctor sonrió, halagado por las palabras de Ada.
—Lo haré en tu honor, Ada. Por los bonitos ojos y el hermoso corazón de la enfermera española. Te lo prometo.