11
Los domingos, Jim Faber y yo solemos quedar para nuestra cena semanal en un restaurante chino, aunque a veces vamos a alguna otra parte. Me reuní con él a las seis y media, en el lugar de costumbre, y cuando apenas pasaban unos minutos de las siete ya me estaba preguntando si tenía que coger un tren o algo.
—Porque es la tercera vez en el último cuarto de hora que miras el reloj —dijo.
—Lo siento —me disculpé—, ni me he dado cuenta.
—¿Estás nervioso por algo?
—Bueno, es que tengo cosas que hacer más tarde —aduje—, pero aún tenemos mucho tiempo. No tengo que ir a ningún sitio hasta las ocho y media.
—Yo voy a ir a una reunión a las ocho y media, pero supongo que no es eso lo que tienes en mente.
—No, yo ya he ido esta tarde porque sabía que esta noche no me iba a quedar tiempo.
—Y esa cita que tienes… No estarás nervioso porque va a haber un montón de bebida, ¿verdad?
—Por Dios, no. La bebida más fuerte será Coca-Cola. A menos que alguien traiga Jolt, claro.
—¿Es una droga nueva de la que no he oído hablar?
—Es un refresco de cola. Como la Coca-Cola, pero con el doble de cafeína.
—No sé si lo podrás soportar…
—Ni siquiera sé si la voy a probar. ¿Quieres saber adónde voy cuando salga de aquí? Me voy a registrar en un hotel con un nombre falso y luego voy a meter a tres adolescentes en mi habitación.
—Prefiero que no me cuentes nada más.
—Y no lo voy a hacer, porque no quiero que tengas conocimiento previo de un delito.
—¿Estás planeando cometer un delito con esos tres críos?
—Son ellos los que lo van a cometer. Yo me limitaré a mirar.
—¿Quieres un poco más de lubina? —me preguntó—. Esta noche está especialmente deliciosa.
A las nueve en punto, ya estábamos los cuatro reunidos en una habitación esquinera del Frontenac, que costaba ciento sesenta dólares por noche. El Frontenac es un hotel de mil doscientas habitaciones construido hace unos cuantos años con capital japonés y vendido posteriormente a un holding holandés. El hotel se hallaba en la esquina de la Séptima Avenida con la calle Cincuenta y tres y desde nuestra habitación, situada en la planta vigésimo octava, se vislumbraba el Hudson. O se podría haber vislumbrado, de no haber estado bajadas las persianas.
Sobre la cómoda se hallaba una gran variedad de aperitivos, incluyendo bolsas de Cheez Doodles, pero no Pringles. En la neverita había tres clases distintas de Coca-Cola, seis latas de cada. El teléfono estaba ahora en el escritorio, y no en la mesilla de noche, con algo llamado acoplador acústico conectado al auricular y otro aparato llamado módem enchufado a la parte posterior. Compartía escritorio con el portátil de los Kong.
Había firmado en el libro del hotel con el nombre de John J. Gunderman y había dado una dirección de Hillcrest Avenue, en Skokie, en Illinois. Había pagado en efectivo, además de dejar el depósito de cincuenta dólares que se les exigía a los clientes que pagaban en efectivo y querían hacer uso del teléfono y del minibar. Lo del minibar me daba igual, pero el teléfono sí que lo necesitábamos. Por eso estábamos en aquella habitación.
Jimmy Kong estaba sentado frente al escritorio. Tecleaba a toda velocidad en el portátil y luego marcaba números en el teléfono. David Kong había acercado otra silla, pero estaba de pie, observando la pantalla del ordenador por encima del hombro de Jimmy. Un poco antes, David había intentado explicarme que, gracias al módem, el ordenador podía conectarse a otros ordenadores a través de la línea telefónica, pero básicamente era como querer explicarle los rudimentos de la geometría no euclidiana a un ratón de campo. Si bien comprendía las palabras que él utilizaba, seguía sin tener ni puta idea de lo que me estaba contando.
Los Kong se habían puesto traje y corbata, pero solo para cruzar el vestíbulo del hotel. Las americanas y las corbatas estaban ahora sobre la cama y ambos se habían arremangado. TJ lucía su atuendo habitual, pero en recepción no le habían dicho nada. Había entrado cargado con dos bolsas de comida, como si fuera un repartidor.
—Estamos dentro —declaró Jimmy.
—¡Bien!
—Bueno, estamos dentro de NYNEX, pero eso es como estar en el vestíbulo del hotel cuando lo que necesitas es acceder a una habitación de la planta cuarenta. Vale, vamos a hacer una prueba.
Hizo volar los dedos sobre el teclado y en la pantalla aparecieron combinaciones de números y letras.
—Estos cabrones siempre cambian la contraseña —dijo al cabo de un rato—. ¿Sabéis la cantidad de energía que dedican a impedir que la gente como nosotros entre en su sistema?
—Y se creen que lo van a conseguir.
—Si dedicaran toda esa energía a mejorar el sistema…
—Estúpidos.
Más letras, más números.
—Mierda —masculló Jimmy, mientras cogía su lata de Coca-Cola—. ¿Sabes qué?
—Es hora de recurrir a nuestro programa «de persona a persona» —indicó David.
—Eso era justo lo que estaba pensando. ¿Te apetece practicar un poco tu don de gentes?
David asintió y cogió el teléfono.
—Algunos lo llaman «ingeniería social» —me aclaró—. Con NYNEX es más difícil, porque advierten a sus empleados acerca de la gente como nosotros. La suerte para nosotros es que la mayoría de los trabajadores de NYNEX son gilipollas.
Marcó un número de teléfono y al cabo de un momento, dijo:
—Hola, soy Ralph Wilkes. Estoy reparando su línea. Ha tenido problemas para acceder a COSMOS, ¿verdad?
—Siempre los tienen —murmuró Jimmy Hong—, así que es una pregunta segura.
—Sí, ya —estaba diciendo David. Dijo algo en una jerga que no pude descifrar y después añadió—: Bueno, ¿cómo se conecta al sistema? ¿Cuál es su código de acceso? No, bueno, no me lo diga, se supone que no debe decírmelo por una cuestión de seguridad. —Hizo un gesto de impaciencia—. Sí, ya lo sé, a nosotros nos machacan con lo mismo. Mire, no me diga el código, limítese a teclearlo.
Una serie de números y letras aparecieron en nuestra pantalla y a Jimmy le faltó tiempo para introducirlos con nuestro teclado.
—Perfecto —dijo David—. Y ahora, ¿puede usted hacer lo mismo con su contraseña de COSMOS? No, no me la diga, solo introdúzcala. Vale.
—Perfecto —susurró Jimmy, mientras el número aparecía en nuestra pantalla.
Lo tecleó.
—Creo que ya está —le dijo David a la persona con quien estaba hablando—. A partir de ahora, no creo que tenga más problemas para entrar.
Interrumpió la comunicación y dejó escapar un profundo suspiro.
—Y creo que nosotros tampoco tendremos problemas. No me diga el número, solo introdúzcalo. «No me lo digas a mí, guapa, díselo a mi ordenador».
—De puta madre —dijo Jimmy.
—¿Estamos dentro?
—Estamos dentro.
—¡Hurra!
—Matt, ¿cuál es tu número de teléfono?
—No me llames —le advertí—. No estoy en casa.
—No quiero llamarte. Quiero comprobar tu línea. ¿Cuál es el número? Bueno, da igual, pues no me lo digas. «Scudder, Matthew». Calle Cincuenta y siete Este, ¿no? ¿Te suena eso?
Le eché un vistazo a la pantalla.
—Es mi número de teléfono —dije.
—Eso es. ¿Estás contento con ese número? ¿Quieres que te lo cambie, que te ponga otro número más fácil de recordar?
—Si llamas a la compañía telefónica para que te cambien el número —dijo David—, el procedimiento tarda una semana o así. Pero nosotros podemos hacerlo ahora mismo.
—Creo que me quedaré con el número que tengo.
—Tú mismo. Vaya. Veo que tienes un servicio muy básico, ¿no? Ni desvío de llamadas ni llamada en espera. Vives en un hotel, ¿no? Bueno, está la centralita, así que seguramente no necesitas la llamada en espera, pero sí tendrías que tener el desvío de llamadas. Imagínate que estás en casa de alguien, ¿no? Podrías hacer que las llamadas te llegaran directamente allí.
—No creo que lo use lo bastante como para amortizarlo.
—Es gratis.
—Yo creía que había que pagar una cuota mensual.
Jimmy sonrió y empezó a teclear de nuevo.
—Para ti es gratis —dijo—, porque tienes amigos muy influyentes. A partir de este momento, dispones del servicio de desvío de llamadas, cortesía de los Kong. Ahora estamos en COSMOS, o sea, en el sistema que hemos invadido, y ahí es donde estoy efectuando los cambios. El sistema que gestiona las facturas no tendrá noticia del cambio, así que no te va a costar nada.
—Lo que tú digas.
—Veo que utilizas AT&T para las conferencias. No elegiste Sprint ni MCI.
—No. Supuse que tampoco me iba a ahorrar gran cosa.
—Bueno, pues yo te voy a poner Sprint —dijo—. Te vas a ahorrar una fortuna.
—¿En serio?
—Sí, porque NYNEX desviará las conferencias a Sprint, pero Sprint no lo sabrá.
—Y, por tanto, no te las cobrará —añadió David.
—No sé.
—Confía en mí.
—Oh, no es que dude de lo que me estás diciendo. Es que no me sé si me gusta la idea. Es robo de servicios.
Jimmy se me quedó mirando.
—Estamos hablando de la compañía telefónica —dijo.
—Sí, eso ya lo sé.
—¿Crees que se van a dar cuenta?
—No, pero…
—Matt, cuando haces una llamada desde una cabina y consigues establecer la conexión, pero la cabina te devuelve igualmente la moneda, ¿qué haces? ¿Te la quedas o la vuelves a meter en la ranura?
—¿O se la envías a la compañía en sellos de correo?
—Ya veo por dónde vas —adiviné.
—Porque todos sabemos lo que ocurre cuando la cabina se traga la moneda pero no te deja llamar. Acéptalo, nadie tiene las de ganar cuando se enfrenta a la poderosa compañía telefónica.
—Supongo que no.
—Así que ahora tienes conferencias gratuitas y servicio de desvío de llamadas gratuito. Tienes que introducir un código para desviar las llamadas, pero te pones en contacto con la compañía, les dices que lo has perdido y ellos te explicarán lo que debes hacer. No tiene mayor secreto. TJ, ¿cuál es tu número de teléfono?
—No tengo.
—Bueno, pues tu cabina favorita.
—¿Mi cabina favorita? No sé. No me sé el número de ninguna cabina, tío.
—Bueno, pues elige una y dime dónde está.
—En Port Authority hay un grupo de tres cabinas que uso a veces.
—No sirve. Demasiados teléfonos, es imposible saber si estamos hablando del mismo. ¿Y alguna que esté situada en una esquina?
Se encogió de hombros.
—No sé, la Octava Avenida con la calle Cuarenta y tres.
—¿Norte o centro?
—Norte, en la acera este.
—Vale, a ver… Aquí lo tenemos. ¿Quieres anotar el número?
—Cámbialo —le propuso David.
—Buena idea. Te pongo uno más fácil de recordar. ¿Qué te parece TJ-5-4321?
—¿Como si fuera mi propio número de teléfono? ¡Eh, me gusta!
—Bueno, a ver si está disponible. No, ese ya lo tiene alguien. Bueno, pues vamos a probar en la otra dirección: TJ-5-6789. Perfecto, pues todo tuyo. Ya está cambiado.
—¿Cómo lo has hecho? —me maravillé—. Yo creía que cada zona tenía un prefijo distinto de tres números.
—Antes sí. Y todavía hay centrales telefónicas, pero sirven para el número concreto de la línea y no tiene nada que ver con lo que marcas. Para que lo entiendas, cuando marcas un número, como el que le acabo de dar a TJ, en realidad es lo mismo que el PIN que utilizas para sacar dinero en el cajero automático. No es más que un código de reconocimiento, en realidad.
—Bueno, sí, es un código de acceso —completó David—, pero accede a la línea y es la línea la que desvía la llamada.
—Bien, sigamos con tu teléfono, TJ. Es un teléfono de pago, ¿verdad?
—Correcto.
—Incorrecto. Era un teléfono de pago. Ahora es un teléfono gratuito.
—¿Así de fácil?
—Así de fácil. Supongo que algún imbécil informará a la compañía dentro de una o dos semanas, pero mientras tanto te puedes ahorrar unas cuantas monedas. ¿Te acuerdas de cuando jugábamos a ser Robin Hood?
—Ah, eso sí que era divertido —dijo David—. Una noche estábamos en el World Trade Center haciendo llamadas desde una cabina telefónica y lo primero que hicimos, claro, fue reconvertirla, o sea, hacerla gratuita…
—… porque si no, nos habríamos pasado toda la noche gastando monedas, lo cual es absurdo…
—… y Hong va y me dice que las cabinas tendrían que ser gratuitas para todo el mundo, igual que el metro también tendría que ser gratis y habría que eliminar todos los torniquetes…
—… o hacer que pudieran girar sin introducir la ficha, cosa que podría hacerse si estuvieran informatizados, pero son mecánicos…
—… lo cual es bastante primitivo, si nos paramos a pensarlo…
—… pero en el caso de los teléfonos sí que podemos hacer algo, así que nos pasamos unas dos horas…
—… más bien dos y media…
—… paseando por COSMOS, o a lo mejor era MYZAR…
—… no, era COSMOS…
—… y cambiando una cabina telefónica detrás de otra, liberándolas, haciéndolas gratuitas…
—… y Hong se empleaba a fondo, rollo «el pueblo al poder» y todo eso…
—… y no tengo ni idea de cuántas cabinas habíamos modificado cuando por fin lo dejamos. —Levantó la vista—. ¿Y sabes una cosa? A veces entiendo por qué NYNEX quiere empapelarnos. Si lo piensas bien, la verdad es que para ellos somos una putada.
—¿Y?
—Y nada, que también hay que entender su punto de vista.
—No, no es verdad —dijo David—. Lo último que hay que hacer es entender su punto de vista. Eso es tan inteligente como jugar a Pac-Man y llorar cuando te cargas a los malos azules.
Jimmy Hong no estaba de acuerdo y, mientras ellos discutían, yo me fui en busca de una lata de Coca-Cola. Cuando regresé, Jimmy dijo:
—Bueno, ya estamos en los circuitos de Brooklyn. Dame otra vez el número.
Yo lo miré, lo leí en voz alta y él lo introdujo en el ordenador. En la pantalla aparecieron más letras y más números, que para mí carecían del menor sentido. Jimmy siguió tecleando y en la pantalla apareció el nombre de mi cliente y su dirección.
—¿Es ese tu amigo? —quiso saber Jimmy. Le dije que sí—. No está hablando por teléfono —añadió.
—¿Eso también lo puedes saber?
—Claro. Si estuviera hablando, podríamos escucharlo. Se puede escuchar a cualquiera.
—Pero es muy aburrido.
—Sí, antes lo hacíamos, a veces. Pensábamos que escucharíamos algo interesante, alguien que hablaba de un asesinato o cosas de espías. Pero en realidad lo único que se escuchan son chorradas de lo más aburridas, tipo «compra leche cuando salgas de trabajar, cariño». Un tostón.
—Y hay tanta gente que no sabe ni hablar… Lo único que hacen es balbucir y tartamudear. Te dan ganas de gritarles que suelten ya lo que tengan que decir o que se dediquen a otra cosa.
—Aunque siempre queda el sexo telefónico, claro.
—No me lo recuerdes.
—A King le encanta. Te cobran tres dólares por minuto si llamas desde tu casa, pero si llamas desde una cabina de pago que previamente has enseñado a no ser de pago, entonces es gratis.
—Pero es asqueroso. Lo que hicimos una vez, en cambio, fue introducirnos en algunas de esas líneas para escuchar a la gente.
—Y luego interveníamos y hacíamos comentarios. Un tío se acojonó de verdad. Él pagaba por una conversación privada con una tía que tenía una voz increíble…
—… aunque a lo mejor tenía la cara de Godzilla, vete tú a saber…
—… y de repente le sale King en mitad de una frase y le fastidia la fantasía.
—La chica también se asustó.
—Chica, dice. Para mí que era una abuela.
—La tía empezó: «¿Quién ha dicho eso? ¿Dónde estás? ¿Cómo has entrado en esta línea?».
Durante toda esa conversación, Jimmy Hong había estado manteniendo otro diálogo; en este caso, con el ordenador. En ese momento, alzó una mano para pedir silencio y siguió tecleando con la otra.
—Vale. Dame la fecha. Fue en marzo, ¿no?
—El 28.
—El 28 del 3. Y nos interesan las llamadas al 04-053-094…
—No, su número es…
—Ese es el número de su línea, Matt. ¿Recuerdas la diferencia? Vale, lo que me imaginaba. Información no disponible.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que hemos hecho bien en traer tanta comida. ¿Alguien me puede pasar una bolsa de Doritos? Esto nos va a llevar un buen rato, eso es todo. ¿Te interesan las llamadas que hizo desde su teléfono, ya que estamos en esta parte del sistema? Es una lástima no aprovecharlo.
—Sí, podrían interesarme.
—A ver qué tenemos. Vaya, no quiere decirme nada de nada. De acuerdo, probemos otra cosa. Ya está. Vale, ahora…
Y justo entonces, el sistema empezó a escupir una lista de llamadas, ordenadas cronológicamente a partir de unos minutos después de la medianoche. Había dos llamadas antes de la una de la madrugada y luego nada hasta las 8.47, momento en que el sistema había registrado una llamada de treinta segundos a un número 212. Había otra llamada por la mañana y varias más justo después del mediodía. Luego nada entre las 14.51 y las 17.18, cuando Kenan había hablado con su hermano durante un minuto y medio. Reconocí el número de Peter Khoury.
Y nada más esa noche.
—¿Hay algo que quieras anotar, Matt?
—No.
—Vale —dijo Jimmy—. Pues ahora viene la parte difícil.
No sabría decir qué fue exactamente lo que hicieron. Un poco después de las once, se intercambiaron y fue David quien asumió el mando, mientras Jimmy deambulaba de un lado de otro de la habitación, bostezaba, se desperezaba, iba al baño, volvía y se zampaba un paquete de pastelillos Hostess. A las doce y media volvieron a cambiarse. David se fue al baño y se dio una ducha. Para entonces, TJ ya dormía a pierna suelta en la cama, completamente vestido sobre la colcha y agarrado a una almohada como si el mundo entero estuviera intentando arrebatársela.
A la una y media, Jimmy dijo:
—Joder, es imposible que no exista la manera de entrar en la NPSN.
—Dame el teléfono —le urgió David.
Marcó un número, gruñó, interrumpió la conexión, volvió a marcar y al tercer intento le contestó alguien.
—Hola. ¿Con quién hablo, por favor? Genial. Escucha, Rita, soy Taylor Fielding, de la Central de NICNAC y tengo una emergencia de Código Cinco. Necesito tu código de acceso a la NPSN y tu contraseña antes de que todo esto llegue a Cleveland. Es un Código Cinco, ¿me has oído? —Escuchó con mucha atención y, finalmente, acercó una mano al teclado del ordenador—. Rita, eres un cielo. Me has salvado la vida, en serio. ¿Te puedes creer que antes de hablar contigo lo había hecho con dos personas seguidas que no sabían que un Código Cinco tiene prioridad absoluta? Ya, claro, eso es porque tú prestas atención. Mira, si te echan la bronca por esto, yo asumo toda la responsabilidad. Sí, lo mismo digo. Adiós.
—Que asumes toda la responsabilidad —dijo Jimmy—. Eso me ha gustado.
—Bueno, me ha parecido lo correcto.
—Y ahora, ¿me explicas qué coño es un Código Cinco?
—No lo sé. ¿Qué es la Central de NICNAC? ¿Quién es Taylor Feldman?
—Has dicho Fielding.
—Bueno, se llamaba Feldman antes de cambiarse el apellido. No sé, tío, me lo he inventado, pero he conseguido impresionar a Rita.
—Parecías tan desesperado…
—¿Y no tendría que estarlo? Es la una y media de la mañana y ni siquiera hemos conseguido entrar en la NPSN.
—Ahora ya estamos dentro.
—Ah, qué gustazo. Te voy a decir una cosa, Hong, no hay nada que supere al Código Cinco. Te ayuda a saltarte todas las gilipolleces burocráticas, ¿me entiendes, no? «Tengo una emergencia de Código Cinco». Tío, con eso me la he camelado.
—«Rita, eres un cielo».
—Tío, tengo que admitirlo, me estaba enamorando de ella. Y ya hacia el final de la conversación, casi habíamos empezado una relación, ¿sabes?
—¿La volverás a llamar?
—Estoy seguro de que puedo sacarle una contraseña siempre que quiera, a menos que se huela que ha metido la pata. Si no es el caso, la próxima vez que la llame será como si nos conociéramos de toda la vida.
—Pues llámala algún día —sugerí—, pero no para sonsacarle códigos de acceso y contraseñas.
—¿Te refieres a llamarla para charlar y ya está?
—Esa es la idea. Puedes darle algo de información, pero no intentes sonsacarle nada.
—Genial —dijo David.
—Y luego, más adelante…
—Entendido —dijo Jimmy—. Matt, no sé si tienes la destreza necesaria con los dedos, o la coordinación mano-ojo, y lo cierto es que no tienes ni idea de tecnología, pero no me queda más remedio que admitirlo: tienes el corazón y el alma de un pirata informático.
Según los Kong, el proceso se ponía interesante de verdad una vez dentro de la NPSN, significara lo que significase.
—Esta es la parte más fascinante desde el punto de vista técnico —me explicó David—, porque aquí es donde intentamos obtener esa información que, según la gente de NYNEX, no está disponible. Eso te lo dicen solo para que los dejes en paz, aunque en algunos casos te estaban diciendo la verdad, o lo que ellos consideraban la verdad, porque lo cierto es que no sabrían ni por dónde empezar a buscar esa información. O sea, que es prácticamente como si tuviéramos que inventarnos un programa e introducirlo en su sistema para que nos proporcione lo que queremos saber.
—Pero —completó Jimmy— si no te interesa la parte técnica de todo el asunto, la verdad es que no parece una aventura muy fascinante.
TJ, que se había despertado, estaba de pie detrás de la silla de David y contemplaba la pantalla como si estuviera hipnotizado. Jimmy se dirigió al minibar en busca de una lata de Jolt. Yo me dejé caer en el único sillón de la habitación y concluí que David tenía razón: no me parecía una aventura especialmente fascinante. Me recosté en los cojines y no me enteré de nada hasta que TJ me llamó y me zarandeó suavemente con una mano en el hombro.
Abrí los ojos.
—Me parece que me he quedado dormido.
—Pues sí que te has quedado dormido. Hace un momento estabas roncando.
—¿Qué hora es?
—Son casi las cuatro. Las llamadas están empezando a salir.
—¿Podemos imprimir un listado?
TJ se volvió hacia ellos y les trasladó la pregunta. Los Kong se empezaron a reír. David consiguió serenarse y me recordó que no teníamos impresora. «Mi padrino es impresor», estuve a punto de decir, pero en lugar de eso me disculpé.
—No, claro. Lo siento. Aún estoy medio dormido.
—Tú quédate donde estás. Te lo copiaremos todo.
—Voy a buscarte un Jolt —dijo TJ.
Le dije que no se molestara, pero me llevó una lata igualmente. Bebí un sorbo, pero en realidad no era lo que me apetecía, ni tampoco estaba muy seguro de lo que quería. Me puse en pie y me desperecé para eliminar la rigidez de la espalda y de los hombros. Luego me dirigí al escritorio, donde David King seguía trabajando con el ordenador mientras Jimmy Kong iba anotando los números que aparecían en la pantalla.
—Ahí están —dije.
Estaban apareciendo en la pantalla, desde la primera llamada a las 15.38 para comunicarle a Kenan Khoury que su esposa había desaparecido. Luego tres llamadas, separadas entre sí por intervalos de unos veinte minutos. La última de ellas se había registrado a las 16.54. Kenan había llamado a su hermano a las 17.18 y la siguiente llamada se había recibido a las 18.04, probablemente justo antes de que Peter llegara a la casa de Colonial Road.
Luego había una sexta llamada, a las 20.01. Sin duda, era la llamada en la que les habían ordenado que se dirigieran a Farragut Road, donde habían recibido la llamada que los había hecho encaminarse a Veterans Avenue. Después de eso habían vuelto a casa, donde según los secuestradores Francine ya los estaría esperando, y allí se habían quedado, en una casa vacía, hasta las 22.04. En ese momento se había producido la última llamada, tras la cual se habían dirigido al Ford Tempo aparcado en la esquina con el maletero lleno de paquetes.
—Caray —estaba diciendo David—. Esto sí que ha sido instructivo de verdad. Porque teníamos que seguir, ¿sabes? Tú necesitabas cierta información y, por tanto, no podíamos abandonar. Cuando estás pirateando, llega un momento en el que te aburres y entonces te pones a hacer otra cosa, pero teníamos que seguir hasta derrotar el aburrimiento y ver qué se escondía al otro lado.
—Que era más aburrimiento —añadió Jimmy.
—Pero la verdad es que aprendes mucho. Si tuviéramos que volver a hacer lo mismo otra vez…
—Dios no lo quiera.
—Vale, pero si fuera el caso, podríamos hacerlo en la mitad de tiempo. Menos, porque el motor de búsqueda rápida se acelera cuando limitas…
Lo que dijo a continuación me resultó aún más incomprensible y dejé de escuchar, aprovechando que Jimmy Hong me tendía en ese momento una lista de todas las llamadas que se habían recibido en casa de los Khoury el 28 de marzo.
—Os lo tendría que haber dicho. Las primeras no me interesan, solo las siete llamadas que empiezan a partir de las tres y treinta y ocho de la tarde.
Revisé la lista. Jimmy lo había copiado todo: la hora de la llamada, el número de línea de la persona que había llamado, el número que habría que marcar para llamar a ese teléfono y la duración de la llamada. Era más información de la que necesitaba, pero tampoco hacía falta decírselo a los Kong.
—Siete llamadas, cada una desde un teléfono diferente —dije—. No, me equivoco. Utilizaron dos veces el mismo teléfono, para hacer las llamadas números dos y siete.
—¿Es esto lo que querías?
Asentí.
—Lo que esta información me proporcione ya es otra cosa. Podría ser mucho o poco. No lo sabré hasta que consulte un listín inverso y descubra a quién pertenecen esos números.
Se me quedaron mirando, pero no entendí por qué hasta que Jimmy Hong se quitó las gafas y parpadeó.
—¿Un listín inverso? Nos tienes aquí a los dos, sumergidos en las entrañas de la NPSN, ¿y crees que necesitas un listín inverso?
—Porque eso es un juego de niños —se ufanó David King. Se sentó de nuevo ante el teclado y dijo—: Vamos allá. Dame el primer número.
Correspondían todos a cabinas telefónicas.
Ya me lo temía. Se habían mostrado muy precavidos y profesionales en todo lo demás, así que lo lógico era suponer que no utilizarían teléfonos a través de los cuales se les pudiera rastrear.
Pero ¿por qué una cabina telefónica distinta cada vez? Eso ya era más difícil de entender, pero a uno de los Kong se le ocurrió una teoría que tenía bastante sentido: que se estuvieran protegiendo ante la posibilidad de que Kenan Khoury hubiera alertado a alguien capaz de intervenir la línea y localizar las llamadas. Al realizar llamadas breves, se aseguraban de que, en el caso de que alguien hubiera localizado la llamada, les diera tiempo de huir del escenario. Y el hecho de no utilizar más de una vez el mismo teléfono los protegía incluso en el caso de que Khoury hubiera hecho localizar alguna de las llamadas y tuviera vigilada la cabina desde la cual se había realizado.
—Porque, hoy en día, localizar una llamada es instantáneo —me contó Jimmy—. En realidad, ni siquiera la localizas, si tienes un equipo como este. Te limitas a mirar la pantalla y leer la información.
Pero ¿por qué habían bajado la guardia en la última llamada? Para entonces, ya estaban convencidos de que no corrían peligro. Khoury había seguido sus instrucciones al pie de la letra, no había tratado de impedir que recogieran el dinero del rescate y, por tanto, ya no tenía sentido adoptar unas medidas de precaución tan sofisticadas. Ese era el momento en que podrían haberse sentido lo bastante seguros como para utilizar el teléfono de su casa o apartamento. De haberlo hecho, ya tendría a esos cabrones. De haber empezado a llover en aquel momento, o de haberse dado alguna circunstancia que los hubiera obligado a quedarse en casa. De no haber querido ninguno de los tres dejar solos a los otros dos con el dinero del rescate.
Era una lástima. No habría estado mal tener un golpe de suerte, para variar.
Por otro lado, no tenía en absoluto la sensación de haber desperdiciado la noche ni los mil setecientos y pico dólares que me había costado. Había descubierto algo, y no solo que los tres tipos a quienes quería pillar eran muy precavidos, para tratarse de un trío de asesinos psicópatas sexuales.
Todas las direcciones estaban en Brooklyn. Y estaban todas localizadas en una zona bastante más reducida que la que abarcaba el caso Khoury en su totalidad. El secuestro y entrega del rescate se habían iniciado en Bay Ridge. La acción se habían desplazado después a Atlantic Avenue en Cobble Hill, luego hasta Flatbush y Farragut y, por último, había terminado con el abandono de los restos de Francine, de nuevo en Bay Ridge. Eso abarcaba una buena parte del barrio. Además, las actividades previas del grupo se extendían por Brooklyn y Queens. Por tanto, podían tener la base de operaciones en cualquier sitio.
Pero las cabinas no distaban tanto unas de otras. Tendría que coger la lista y un mapa para determinar la posición exacta de los teléfonos, pero de entrada ya tenía claro que se encontraban en la misma zona: en el lado oeste de Brooklyn, al norte de la casa de Khoury en Bay Ridge y al sur del cementerio de Green-Wood.
Que era donde habían abandonado el cadáver de Leila Álvarez.
Una de las cabinas estaba en la calle Dieciséis, otra en la calle Cuarenta y uno con New Utrecht, pero no lo bastante cerca como para que se pudiera ir a pie de una cabina a otra. Por tanto, habían salido de casa y habían cogido el coche para hacer esas llamadas. Sin embargo, lo lógico era pensar que su base de operaciones estuviera situada en ese barrio y, probablemente, no muy lejos de la cabina que habían utilizado en dos ocasiones. Se había acabado, ya tenían lo que querían, solo les quedaba hurgar un poco más en las heridas de Kenan Khoury… ¿Para qué molestarse, entonces, en recorrer diez manzanas en coche cuando no hacía ninguna falta? ¿Por qué no utilizar la cabina que les quedaba más cerca?
Que, casualmente, estaba en la Quinta Avenida, entre las calles Cuarenta y nueve y Cincuenta.
No comenté todos esos detalles con los chicos y, de hecho, muchas de esas ideas no se me ocurrieron hasta más tarde. Les di quinientos dólares por cabeza a los Kong y les dije que les estaba profundamente agradecido por todo lo que habían hecho. Ellos insistieron en que había sido divertido, hasta la parte aburrida. Jimmy dijo que le dolía la cabeza y que tenía la muñeca entumecida, pero que había valido la pena.
—Bajad primero vosotros dos —les ordené—. Poneos la chaqueta y la corbata y salid como si nada por la puerta. Yo quiero asegurarme de que no hayamos dejado ningún rastro en la habitación. Además, supongo que tendré que pasar por recepción para pagar lo que se deba del teléfono. Anoche dejé un depósito de cincuenta dólares, pero nos hemos pasado más de siete horas al teléfono, así que no tengo ni idea de lo que me pueden cobrar.
—Ay, señor —se lamentó David—. Es que no lo pilla.
—Es increíble —se sorprendió Jimmy.
—¿El qué? ¿Qué es lo que no pillo?
—Que no te van a cobrar nada de teléfono —dijo Jimmy—. Lo primero que hice una vez conectados fue saltarme la centralita. Podríamos haber llamado a Shanghái, y en recepción ni siquiera habrían tenido constancia de ello. —Sonrió—. Pero, total, que se queden el depósito, porque King se ha zampado unos treinta dólares en nueces de macadamia del minibar.
—Lo que significa treinta nueces de macadamia a un dólar cada una —dijo David.
—Pero si yo estuviera en tu lugar —apostilló Jimmy—, me largaría a casa y punto.
Una vez que se hubieron marchado, le pagué a TJ. Sacudió el fajo de billetes que le había dado, me miró, contempló de nuevo los billetes, luego a mí otra vez y, por último, dijo:
—¿Todo esto es para mí?
—Sin ti, no habríamos podido jugar. Has traído el bate y la pelota.
—Yo me esperaba cien —dijo—. Tampoco he hecho gran cosa, solo estar aquí sentado, pero cuando te he visto repartir tanta guita, me he imaginado que a mí también me tocaría algo. ¿Cuánto hay aquí?
—Quinientos —le respondí.
—Ya sabía yo que iba a ganar pasta. Tú y yo. Me gusta esto de hacer de detective. Soy un tío imaginativo, se me da bien y me gusta.
—Por lo general, no se gana tanta pasta.
—Da igual, tío. ¿En qué otro trabajo podría utilizar toda la mierda que sé?
—Entonces, ¿de mayor quieres ser detective, TJ?
—No voy a esperar tanto. Lo voy a ser ahora mismo. Que no te quepa duda, barracuda.
Le dije que su primer encargo consistía en salir del hotel sin llamar la atención del personal.
—Sería más fácil si fueras vestido como los Kong —le dije—, pero habrá que apañarse con lo que tenemos. Creo que lo mejor es que salgamos juntos.
—¿Un blanco de tu edad con un adolescente negro? Sabes lo que pensarán, ¿no?
—Sí, y ya se pueden imaginar todo lo que quieran, pero si sales tú solo, a lo mejor piensan que has intentado robar en alguna habitación y no te dejan marchar.
—Sí, tienes razón —convino—, pero no estás pensando en todas las posibilidades. La habitación ya está pagada, ¿no? La hora de salida es hacia mediodía. He visto donde vives, tío, y no es que quiera faltarte al respeto, pero tu habitación no mola tanto.
—No, no mola tanto. Pero tampoco me cuesta ciento sesenta dólares por noche.
—Bueno, pues a mí no me va a costar ni un duro, canguro. Me voy a dar una ducha caliente, voy a usar tres toallas para secarme y voy a dormir seis o siete horas seguidas en esa cama. Porque no es solo que esta habitación sea mejor que el sitio donde vives tú, es que es diez veces mejor que el sitio donde vivo yo.
—Ya.
—Así que ahora mismo cuelgo el cartel de «No molestar» en la puerta y me quedo aquí tranquilito, sin que nadie me agobie. Y a mediodía saldré de aquí sin que nadie se moleste en mirarme, porque un tío tan guapetón como yo solo puede haber venido a traerle la comida a alguien. Eh, Matt, ¿crees que si llamo a recepción y les pido que me despierten a las once y media, lo harán?
—Estoy seguro de que sí.