Capítulo 10

David descansó casi diez minutos en la orilla, mientras la lluvia formaba charcos alrededor de sus rodillas. Finalmente se puso en pie e intentó orientarse. Había perdido el kayak, el remo, su comida, el agua y el móvil, pero todavía conservaba la cartera, asegurada con velero dentro del bolsillo superior de su salvavidas. Haber salvado las tarjetas de crédito y los verdes dólares mojados era una ironía de la idea de lo esencial. Tenía su Visa; viviría para ver el día siguiente.

Pero ¿qué dirección debía seguir? Había quedado con Sarah varios kilómetros río abajo, pasando por una zona despoblada. No se creía capaz de caminar esa distancia, con sus piernas temblorosas. Recordó haber visto una cabaña a ese lado del río, poco después de que empezara a llover. Era su mejor probabilidad de encontrar un teléfono.

A los diez minutos de su lento regreso, la orilla ascendió, convirtiéndose en un acantilado empinado y rocoso. David tuvo que subir por él, agarrándose a los salientes y a los troncos de los árboles jóvenes. Desde la cima no vio casas, sólo árboles y colinas que se extendían en la distancia. Los rayos habían cesado; eso era una bendición.

Sólo tenía que soportar el frío suplicio de recorrer los bosques con la ropa empapada. Después de avanzar casi un kilómetro más, la pendiente descendió por un empinado barranco donde un arroyo desembocaba en el río. Lo que solía ser un hilo transparente surgido de una fuente subterránea era ahora un largo salto de dos metros. Recorrió el arroyo arriba y abajo, en busca del paso más estrecho, tomó carrerilla y casi lo consiguió; un pie aterrizó en las hojas de la otra orilla, el otro se hundió en el agua y se le torció el tobillo.

—¡Hijo de puta! —Cayó hacia delante, sujetándose la zona dolorida—. ¡Cabrón hijo de puta!

Alzó el rostro a las nubes y emitió un alarido prolongado que el rugiente río embarrado redujo a nada. Y luego se echó a reír; qué patética, la ira de un hombre, comparada con la furia de la naturaleza. Se levantó, descubrió un palo que serviría como bastón no lejos de su mano y lo aceptó como una señal de la providencia.

Cuando llegó a la cabaña desconocida, no vio luces ni vehículos. La puerta estaba cerrada, las pocas ventanas tenían los postigos echados y se planteó brevemente forzar la entrada. Pero estas cabañas de cazadores casi nunca tenían teléfono; si el dueño no estaba en los alrededores con un móvil, todo era inútil. Lo mejor que podía hacer era regresar a su propia cabaña y desplazarse en bicicleta a la tienda que había a cinco kilómetros de distancia.

Mientras avanzaba por el bosque advirtió la presencia de ratas almizcleras y ratones que correteaban por la ribera inundada. Se sintió en el mismo barco, un refugiado más de la riada. Cuando una serpiente se sobresaltó a sus pies, comprendió el peligro de pisar una mocasín tan lejos de cualquier ayuda y caminó con más cautela sobre su tobillo dolorido.

No había notado cuánto se había alejado de la cabaña. Aunque sólo había estado en el río media hora, la velocidad de la corriente lo había arrastrado varios kilómetros río abajo y, cuando por fin vislumbró el claro de su jardín trasero, visible a fogonazos verdes entre los pinos, le pareció como un oasis, una alucinación fluorescente.

Dentro de la cabaña se despojó de la ropa mojada, la arrojó al suelo del baño y abrió el agua caliente de la ducha. Tenía la piel demasiado entumecida para saber si el agua ardía o estaba helada, pero cuando el vapor empezó a ascender se sentó en la bañera y dejó que el agua le corriese por la cara, el torso y las rodillas, descongelándolo célula a célula. Después de dormitar veinte minutos, comprendió que se arriesgaba a quedarse dormido, salvado del río sólo para ahogarse en su bañera. Cerró el grifo, se secó con una toalla y se acostó en su habitación, bien arropado con un cálido edredón. La luz digital de la radio despertador marcaba las cuatro y media; la tienda cerraba a las cinco los domingos. Ya era tarde para ir en bicicleta y telefonear. De todos modos, estaba demasiado agotado para moverse. Sarah estaría frenética pero, por ahora, lo único que él deseaba era sentir el milagro de sus pulmones, aspirando y espirando aire.

El reloj marcaba las cinco y media cuando David despertó y, mientras se despejaba, creyó haber dormido menos de una hora. Pero poco a poco fue advirtiendo el canto de los pájaros y el resplandor del amanecer que entraba por la ventana. Se puso una camiseta, entró en la sala y abrió la puerta que daba a la terraza.

Aunque el río seguía crecido y embarrado, el cielo estaba despejado; no quedaba ni rastro de la tormenta. A su alrededor, el mundo goteaba: de los árboles, de los aleros, de las esquinas del comedero para pájaros, y el sonido despertó de nuevo la profunda sensación de calma que había experimentado el sábado. Complacido por los tablones empapados que notaba bajo los pies, David extendió los brazos, alzó la vista al cielo y pensó: «Soy Adán, recién creado, Señor de mi jardín».

Con tres horas por delante antes de que abriese la tienda, sacó el caballete y la paleta, secó los muebles de la terraza y salió con una taza de café. Nunca habían los árboles brillado tanto, sus ramas, ébano pulido. Contempló los brazos extendidos de un sicómoro, de las arterias a los capilares, cada una de sus células frondosas cabeceando al borde del agua. Observó las ramas más bajas que se mecían en la corriente, mientras pensaba que su cuerpo era igualmente frágil, poco más que un palo flotando en el río.

Durante toda la mañana, David pintó su río ideal, aguas verdes salpicadas de motas blancas de sol, sombras de los árboles rozando su superficie. Cuando llegó el momento de partir a la tienda, se sintió decepcionado. No había terminado el cuadro, ni tampoco el rejuvenecimiento de su alma. Pero Sarah estaría muy preocupada y sus pacientes estarían esperando, conque se metió la cartera en el bolsillo delantero, fue al cobertizo y desenterró la bicicleta de entre un montón de macetas y sillas plegables.

Hacía años que él y Sarah no recorrían juntos, en bicicleta, esas pistas de montaña. Poco después de comprar la cabaña, se habían comprado unas bicicletas iguales, con la esperanza de explorar la zona sin el acompañamiento del motor del coche. Los primeros años habían pedaleado durante largas tardes por esas pistas, asustando a las ardillas y los ciervos. En una ocasión, un oso negro adolescente se había detenido en su camino, examinándolos con lenta curiosidad. David todavía recordaba su propia reacción, una combinación de sobrecogimiento y vulnerabilidad. Lejos del duro caparazón de su coche, ¿cómo iban a proteger sus brazos la garganta desnuda de su esposa?

Pero esta mañana no había osos ni ciervos. Su mirada se concentraba en los socavones de la pista embarrada, donde la riada había arrastrado gravilla a los bosques. Las rocas y los charcos le sacudían los riñones, de manera que cuando llegó al primer grupo de casas de las afueras de la aldea de Eileen, tenía las pantorrillas salpicadas como un cuadro de Pollock.

En el interior de la tienda, hizo una seña a la mujer que ocupaba la cabina de teléfono del fondo, pero ella no pareció advertirlo. Se compró un donut, una botella de zumo de naranja y el periódico local; después salió a las mesas de picnic y abrió el periódico.

El artículo principal hablaba del nuevo decano de la universidad, un antiguo catedrático de Yale que había llegado a la ciudad con la clara misión de frenar los excesos del sistema de hermandades universitarias. «Buena suerte», pensó David, abriendo la botella de zumo. Leyó la página por encima, hasta detenerse en el titular: LA RIADA DEJA TRES MUERTOS. Dos niñitas habían sido arrastradas por el riachuelo que pasaba por su jardín trasero. Triste, muy triste. Luego leyó el nombre de la tercera víctima: «David Robert McConell».

Se le puso la piel de gallina al leer las palabras «desaparecido y posiblemente muerto». Recordó la extraña sensación del río, cuando el sol apareció como una revelación divina y él sintió que su espíritu ascendía a la superficie. Aquí, en el medio infalible de la letra impresa, estaba la confirmación de su muerte.

Continuó leyendo. Supo que Sarah había llamado a la policía después de esperar una hora bajo la lluvia y de intentar localizarlo en el móvil. Pobre Sarah. Entró de nuevo en la tienda y fulminó con la mirada a la mujer que hablaba por teléfono. Ella se volvió de espaldas.

De nuevo en la mesa, David leyó los párrafos finales. La policía había encontrado su kayak y sus efectos personales a lo largo de la orilla, cerca de Buck Island. Hoy los equipos de rescate dragarían las aguas profundas por encima del embalse, utilizando perros en las embarcaciones, por si detectaban el cadáver. «Nunca me encontrarán ahí», pensó David y, mientras imaginaba su fútil búsqueda, una sonrisa inesperada tiró de sus labios. Se le ocurrió que no tenía que contactar con la consulta de inmediato. Nadie le esperaba en el trabajo esa mañana. La muerte le había concedido unas vacaciones y se sentía como un niño que, al despertar, se encontraba ante una nevada imprevista.

Claro que tendría que llamar a Sarah. Estaría desolada. Pero cuando se levantó una vez más para ir al teléfono, una extraña sensación lo retuvo. De algún remoto rincón de su mente, una emoción salió a la superficie: curiosidad morbosa. ¿Cómo reaccionaría Sarah ante su muerte? ¿Estaría destrozada por el dolor? ¿Lo echaría muchísimo de menos? ¿Le importaría tanto como le importaban todos esos bebés? ¿O, en el fondo de su alma, se sentiría aliviada? Llevaban tanto tiempo al borde de la separación, que tal vez aquello fuese una oportunidad, quizá voluntad divina.

Y entonces llegó el impulso, tan concreto que casi le dolió: un inconfundible deseo de huir. Era ridículo, por supuesto. Tenía una esposa, un trabajo, una hipoteca. Era una persona responsable, conocido por hacer siempre lo correcto. Pero ¿qué era lo correcto para un hombre que pasaba de los cuarenta, cuyo matrimonio y cuyo trabajo se habían estancado? ¿No había imaginado algo más en la vida, cierto sueño que aún era posible? A su alrededor, los árboles le incitaban con susurros, le animaban a desaparecer entre sus sombras; y, viendo la aprobación de sus ramas, David se sentó de nuevo.