Capítulo 5
A las once Sarah seguía holgazaneando en bata, salía y entraba de las mantas mientras tazas de té reemplazaban las copas vacías de vino en la mesita de noche. Cada mañana parecía levantarse más tarde, suspendida en algún punto entre la depresión y el lujo. Ya de niña le había encantado leer y adormilarse entre las sábanas, que el tiempo se enlenteciese hasta alcanzar el aturdimiento. Sus veranos más felices los había pasado como escritora free lance en sus años de doctorado, cuando se llevaba el portátil a la cama. Flotando en un mar de almohadas, había pasado las mañanas dándole al ratón, y a veces se quedaba dormida con la pantalla abierta en la barriga. David le había sugerido que incluyese una cláusula especial en su seguro médico para las úlceras de decúbito.
Ahora, con el Washington Post abierto a un lado de la cama, bien podría haberse quedado dormitando hasta el mediodía. Pero cuando el reloj digital marcó las once y media, recordó que Nate venía desde Charlottesville a almorzar. Lo había invitado para que echase un vistazo a las cosas de David y viese qué ropas le iban bien, qué recuerdos de la infancia guardaban un significado especial. Sarah tenía el cuarto de baño lleno de cachivaches masculinos que no quería: espuma de afeitar, betún de zapatos negro y Old Spice.
Con la llegada de Nate en mente, salió de la cama de inmediato y empezó a rebuscar en el armario. Una visita de Nate requería algo más que los habituales vaqueros y suéter. Pedía algo informal pero bonito, lo bastante para demostrar que no se estaba derrumbando. Miró faldas, blusas y pantalones antes de decidirse por un vestido de corte amplio azul claro. ¿Era demasiado veraniego para octubre? Probablemente todo su vestuario era demasiado veraniego para una viuda. Se calzó unas sandalias y sopesó y rechazó la idea de maquillarse; ya sería toda una hazaña cepillarse el cabello y encontrar el pasador que había caído bajo la cama.
Cinco minutos después, estaba tendida con la mejilla en la moqueta, concentrada en el brillo nacarado que atisbaba bajo la polvorienta cabecera de la cama. Cogió un lápiz de la mesilla de noche y estiró el cuerpo cuanto pudo, avanzando lentamente hacia el pasador rodeado de libros, calcetines y pañuelos de papel abandonados, mientras pensaba: «¿Es esto necesario? ¿Por qué tengo que arreglarme para Nate?». Pero la respuesta era obvia. Todas las mujeres se arreglaban para Nate. Estar junto a Nate con ropas andrajosas era parecer una alambrada que apuntalaba una pérgola de rosas.
Nate era un hombre guapo, un hombre cuyo rostro había condicionado su destino. De niño, su cabello oscuro y sus ojos azules, combinados con una lengua elocuente, habían dejado una estela de maestras encantadas, niñas aleladas y un hermano mayor levemente indignado. Según David, Nate era un chico dulce echado a perder por los halagos de los compañeros de clase.
Sarah no sabía si la afirmación de David era justa; ella siempre había sentido una tácita simpatía hacía su cuñado. Ahora, mientras se ceñía el pasador al cabello y entraba en la cocina, se detuvo ante la fotografía de Nate y David que colgaba en la nevera. En cualquier otra familia, Nate habría sido el hijo ideal: guapo, popular y brillante. Sin embargo, a los hermanos McConell los había criado una pareja de profesores de filosofía que valoraban más la vida de la mente que las maravillas de la carne, y que conservaban, desde su incómoda juventud, cierto prejuicio hacia los guapos triunfadores.
David fue el hijo con quien simpatizaban, un joven inteligente sin ser gallito, atractivo, pero no hermoso. La cara de David era, en cierto modo, más auténtica que la de Nate. Cuando los dos estaban uno junto al otro, Nate parecía la visión halagadora de un artista de los imperfectos rasgos de David.
Nate había dominado la escena social del instituto, pero en casa fue siempre el segundo. Los sobresalientes de David ensombrecían sus notables; su elección como presidente de la fraternidad de su facultad fue una sátira de la iniciación de David en Phi Beta Kappa. Aunque Nate había ganado una fortuna como corredor de bolsa de Merrill Lynch, su riqueza parecía obscena comparada con el idealismo de David.
Sarah oyó el coche de Nate mientras removía una jarra de limonada. Se alisó el vestido, se pellizcó las mejillas y lamentó, por primera vez, la ausencia de espejos en la casa. Se colocó los mechones de cabello suelto detrás de las orejas, abrió la puerta y recibió una impresión azul. Vaqueros, camisa milrayas azul y ojos azules que hoy eran sorprendentemente amables. Nate parecía haber descendido del despejado cielo otoñal.
—¿Cómo estás, Sarah? —Le rozó la mejilla con un suave beso.
—Royal Copenhagen —murmuró ella. También era la colonia favorita de David.
Al cerrar la puerta, vio un Mercedes plateado aparcado en la calle. Nate había vuelto a cambiar de coche en los dos meses transcurridos desde el funeral.
Se hizo cargo de una de las tres bolsas de comida que Nate llevaba en los brazos.
—Comeremos en el patio —dijo a su cuñado.
Nate había traído un pequeño festín: roast beef con pan de centeno, emparedados de pavo, bagels de salmón ahumado, ensalada de pollo, ensalada de patata, queso a las hierbas y tabulé. Varias baguettes. Comida para una semana. ¿Era evidente para todos que sobrevivía a base de manteca de cacahuete?
Sirvió dos vasos de limonada y dejó el de Nate sobre una servilleta.
—La bolsa es una pesadilla —respondió Nate, encogiéndose de hombros—. Tengo compañeros en el despacho llorando, en plan «fui yo quien les dijo que invirtieran los ahorros de toda su vida en acciones».
Sarah hizo un gesto de asentimiento mientras elegía un bagel. La compasión era lo que siempre había distinguido a David de Nate. David poseía un deseo intrínseco de aliviar el sufrimiento; a veces le había impacientado la necesidad de David de solucionar la vida a personas que no se preocupaban de sí mismas ni de él. Sin embargo, para Nate el negocio era el negocio, y si una pareja perdía la mitad de sus ahorros, ¿qué podía hacer él?
—¿Y cómo está Jenny?
Nate salía, desde hacía unos años, con una rubia agente de viajes. Le gustaba acompañarla a sus viajes al Caribe, donde se tomaba las piñas coladas de rigor mientras ella evaluaba comidas y maitres. En el funeral de David, ambos habían parecido de otro mundo, tan bronceados y saludables estaban, la muerte tan remota como el Círculo Polar Ártico.
—Ya no nos vemos. Esta semana está en Egipto.
—Oh, lo siento.
Sarah había pensado que quizá se casarían, pues Jenny había sido la única mujer que había mantenido la atención de Nate durante más de un año. Pero no se imaginaba a Nate en Egipto, con multitudes de mendigos tirándole de las mangas. Las multitudes empobrecidas eran la fascinación de David.
—¿Y tú? ¿Qué has hecho? —Nate le tendió el queso para untar.
Sarah se planteó, brevemente, decirle la verdad. Decirle: «He estado persiguiendo a tu hermano por supermercados y buscándolo entre los arbustos». Pero Nate no era el tipo de hombre que alentaba las confidencias.
—He vuelto a algunos de los voluntariados. He dicho a la universidad que organizaré la campaña de recogida de alimentos para Acción de Gracias y formo parte de la junta de la organización Habitat. Estamos recaudando dinero para dos casas que se construirán esta primavera.
—Y… —sonrió Nate—, ¿qué es lo que rifáis?
Ah, pensó Sarah, qué bien conocía él la rutina anual de la beneficencia.
—No querrías ninguno de los premios. Una enorme casa de muñecas victoriana, un edredón bordado, cosas así.
—Los premios no importan. —Se sacó un billete de cincuenta dólares de la cartera y lo metió bajo la bandeja de ensalada de pollo—. La de Habitat es una buena causa y yo nunca espero ganar.
Sarah contempló la cara de Ulysses S. Grant, mientras pensaba que los cajeros automáticos nunca daban billetes de cincuenta dólares. Nate iría dentro, a coquetear con las bonitas cajeras.
—¿Te has planteado volver a trabajar? —preguntó él.
Es verdad, el voluntariado nunca contaba como trabajo. Ella podía pasarse semanas recogiendo alimentos para los necesitados, pero si no había un cheque que mostrar a fin de mes, ¿de qué servía?
—Es posible que vuelva a enseñar el otoño que viene. Este año tenía previsto dar algunas clases generales de literatura inglesa y otras de redacción a los alumnos de primero, pero se las pasé a un colega después de la desaparición de David. He pensado darme un año para pensar qué quiero hacer a partir de ahora.
—Mantenerse ocupada es importante.
Las palabras de Nate eran automáticas.
Sarah hizo un gesto de indiferencia mientras se limpiaba las migas de los labios. Para ella, mantenerse ocupada nunca había sido un antídoto contra la tristeza. Lo había intentado, después de su segundo aborto. Había doblado sus cursos, recurriendo a Shakespeare y Wordsworth en busca de consuelo. Pero se había impacientado con sus estudiantes; preferían Jim Beam a James Joyce. Qué descuidados eran con sus preciosas vidas.
Por lo que ahora había tomado la dirección contraria, permitiéndose meses de reclusión y contemplación; precisamente lo que Nate deploraría. Cómo se horrorizaría, si supiera todas las horas que, durante las últimas semanas, había pasado en la cama leyendo y recordando, sus movimientos cada vez más lentos, como el ritmo del perezoso. Durante el resto del almuerzo ella comió en silencio, apenas atenta a las predicciones económicas de Nate mientras observaba cómo se arremolinaban las hojas caídas del jardín. Tras dar el último sorbo de limonada, Sarah dejó la servilleta en la mesa y se reclinó en la silla.
—Empecemos con la ropa.
En el dormitorio, le señaló el vestidor —«David era de tu talla»—, pero obviamente no era verdad. David y Nate eran de la misma altura y en la universidad quizá sus cuerpos fuesen parecidos, pero Nate iba a un gimnasio y mantenía sus músculos tan tersos como su cara, mientras que David, que jugaba a squash un día a la semana, nunca se había preocupado por luchar contra ese centímetro de carne que le asomaba por la cintura del bañador.
Nate no lo mencionó mientras entraba en el vestidor de David. Las americanas colgaban a la derecha, las camisas y los pantalones a la izquierda; los zapatos estaban pulcramente colocados en estantes.
—¿Tú ya has mirado esto?
Sí, Sarah había apartado lo que era sagrado: dos camisas Oxford que todavía olían a David (había dormido con ellas los primeros días de su ausencia); un suéter preferido, que ella le había regalado por su cumpleaños; una cazadora de cuero de la universidad; el esmoquin que había llevado en su boda; un abrigo de cachemir de un viaje a China (él estaba orgulloso del buen precio que había conseguido).
—Llévate lo que quieras. Todo lo que dejes irá a la beneficencia.
Lo dejó en el vestidor, bajo una claraboya, mientras ella se dirigía al tocador y abría el segundo cajón. Sacó una caja de cedro que había debajo de los calcetines y la ropa interior de David, la colocó en la cama y la abrió. Contenía la pequeña colección de joyas de David, unos objetos de valor más sentimental que real: los gemelos de plata que ella le había regalado por Navidad, el anillo de Williams. Se lo puso en el dedo índice y extendió la mano. A través de los dedos abiertos, vio a Nate en el vestidor sacándose la camisa, sus músculos tensos como teclas de piano.
Volvió a las joyas. Conservaría la llave Phi Beta Kappa de David y los dólares de plata que había coleccionado de niño. Nate podía quedarse todos los alfileres de corbata, los gemelos y el reloj de bolsillo de oro que había pertenecido al padre de ambos. Debajo del reloj, Sarah encontró una tela de seda roja y desenvolvió un pequeño tesoro. Se volvió hacia el vestidor, alzó un anillo de oro y estaba a punto de hablar cuando se le cortó la respiración.
David estaba ahí, sonriéndole. Tenía el aspecto de diez años atrás, su cabello gris volvía a ser negro y vestía la americana negra de sport y la camisa azul claro que siempre llevaba en cenas especiales. Cuando se acercó a ella, extendiendo la mano hacia el anillo, sus miradas se cruzaron y de pronto el rostro flotó, se convirtió en el de Nate, ahí de pie vestido con la ropa de su marido. Los dedos de Nate tocaron los suyos cuando tomaron el anillo de oro.
—El anillo de boda de papá. Me alegra que David lo conservara.
Deslizó el anillo en el anular, donde no había alianza alguna, y lo sostuvo en alto para que Sarah lo viese.
—¿Lo que depara el futuro?
A Sarah todavía le martilleaba el corazón.
—La ropa te viene bien.
—Creo que puedo llevar algunas de las camisas y americanas. Los suéteres no me gustan demasiado, pero igual me quedo éste.
Nate le mostró un suéter de lana azul oscuro, hecho a mano en Escocia. Excelente elección. Sarah vio los ojos expertos de Nate evaluando el guardarropa de David, deteniéndose en las mejores prendas y decidiendo que la mayoría de la ropa no valía la pena.
—Deberías echar un vistazo a las corbatas. —Sarah se levantó de la cama y entró en el vestidor, el hombro izquierdo rozando el pecho de Nate—. También algunas de éstas eran de tu padre.
Sarah bajó una percha de latón con corbatas.
—Sí —rio él—, las gordas. Pero volvió a tocar las telas, leer etiquetas, determinar su valor.
Sarah tenía que escapar de ese ambiente de adquisición.
—Voy a por una caja.
Abajo en el sótano, se sentó en el sofá y cerró los ojos, conmocionada por cómo Nate había parecido un David joven y guapo. De nuevo lo vio inclinarse hacia ella, tendiendo la mano para tomar el anillo con esas uñas inmaculadas. Cuando abrió los ojos, lo que vio fueron todos los muebles sobrantes que habían acumulado en diecisiete años de matrimonio. Un sofá cama, una mini nevera, viejas lámparas y mesitas, un televisor con pantalla de doce pulgadas. En un rincón, junto a la ventana, había una gran estantería blanca llena de pintura, pinceles, tiza, una carpeta de dibujos y acuarelas, y listones de madera que David convertía en marcos. Había un caballete apoyado en la pared y, a su izquierda, una caja alargada con óleos.
Sarah se acercó y empezó a ojear el contenido de la carpeta. En la universidad, David había experimentado con dibujos al carbón de mujeres desnudas que dormían, se bañaban, se desperezaban. Ella nunca había conocido a las modelos, nunca preguntó sus nombres; probablemente fueron el producto carnal de una joven imaginación. Para cuando llegó a la facultad de medicina, David ya se había avergonzado de sus dibujos de pechos y nalgas. Había cambiado a acuarelas de ancianos en que la pintura rodaba por sus mejillas en pliegues de carne que caían hacia abajo. Sarah sostuvo una con el brazo extendido: un hombre negro en una parada de autobús con gotas de pintura que modelaban las venas del cuello, su abrigo, un manojo de arrugas.
Se había enamorado de David durante la fase de las acuarelas. Ambos vivían en Nueva York. Él terminaba su primer año de residencia en Columbia justo cuando ella finiquitaba su último curso en Barnard, y se habían conocido en la recepción que siguió a un recital de poesía. No recordaba el nombre del poeta —pasaban por Barnard en incesante procesión—, pero sí el primer atisbo de David, solo en el extremo más alejado de la mesa de los canapés.
Sarah siempre sabía cuándo un hombre la miraba, ya desde su catorce cumpleaños, cuando había «florecido» (en palabras de su madre), pasando de tallo huesudo a algo redondeado y suave. De la noche a la mañana se había convertido en un objeto de evaluación masculina, un hecho más molesto que vigorizante, pues con demasiada frecuencia los ojos que la seguían pertenecían a viejos, o a hombres feos, o a hombres de rostros ansiosos cuyo único placer parecía residir en su capacidad de mirar fijamente. Por lo que se sintió aliviada, esa noche de mayo, al mirar al otro extremo de la mesa y encontrarse con que esa mirada en concreto provenía de un joven de veintitantos, bien vestido, hasta guapo, que sonrió cuando sus ojos se encontraron.
Recordó la entrada de David cuando se le acercó:
—Comida para niños —le había dicho, señalando con un gesto el plato de papel de ella, lleno de uvas sin pepitas y tacos de queso Cheddar.
Se presentó extendiendo la mano, diciendo cuánto le gustaba Ted Hugues (ése era el poeta, cómo lo podía haber olvidado), y ¿por qué no lo acompañaba al café de enfrente, donde la comida era mucho mejor?
Nunca antes se había encontrado Sarah con una seguridad tan descarada. Todas sus citas de universidad habían sido chicos dulces y torpes de gestos contritos. Pero David era un buque de optimismo de veintiséis años que había entrado en escena en el momento oportuno, porque ella se estaba acercando a la licenciatura con su temor habitual a los finales, a la caza de otro camino bien trillado que seguir. No había esperado que ese camino incluyera a un hombre; al menos, no tan pronto; violaba el credo de Barnard. Y, sin embargo, ahí estaba ese atractivo médico en prácticas, surgiendo como su estrella polar particular, y sí, lo acompañaría al café, y también a su apartamento y a cualquier tierra prometida que sus dioses le hubiesen anunciado. Al cabo de cuatro meses, vivían juntos; un año más tarde se casaron.
Suponía que era una insensatez haberse casado tan joven. Si hubiera vivido unos años por su cuenta, habría estado más preparada para su soledad actual. Pero dos cosas en la vida nunca podrían programarse: el amor y la muerte. Y, de todos modos, la insensatez de su juventud había sido mucho más feliz que todos los cálculos de su madurez.
Sarah dejó la carpeta y pasó a la obra reciente de David en la caja, óleos de paisajes con límites desdibujados entre los árboles, el río y el cielo. Ahí estaba la cordillera Azul que se extendía al este de Jackson, pliegue tras pliegue de morado y gris. Y aquí estaba el paso de Stuart, que cruzaba las Allegheny que se inclinaban al oeste. Ninguna de las obras de David era abstracta; siempre podía afirmarse con seguridad «aquí hay un acantilado, aquí una chimenea», pero todo estaba sujeto al movimiento y al cambio.
Se detuvo en una pintura de un hombre moreno en la cuarentena; el único autorretrato de David, y no su mejor obra. Los rasgos eran correctos, pero la boca se veía plana y vacía. Sólo los ojos tenían vida, la desafiaban con una pizca de humor. Mirarlos era como abrir una portilla en un barco que se hunde.
Se volvió al oír un crujido en la escalera y encontró a su cuñado mirándola.
—David hizo una obra preciosa. —Nate cruzó la habitación y miró por encima del hombro de Sarah—. Cuando éramos niños, él siempre dibujaba, todo lo que veía: personas, plantas, objetos de la casa. Decía que de mayor sería artista.
Sarah asintió con un gesto.
—Todavía se lo planteaba en la universidad. Pero no creyó que pudiese ganarse la vida como pintor. Ni mantener a una familia.
Pero no había habido familia. Ningún niñito de piel suave. Ningunas manos de bebé, con hoyuelos en lugar de nudillos. Tampoco facturas de dentista ni planes de ahorro para la universidad, entrenos de fútbol o lecciones de música. Sólo una esposa cada vez más insatisfecha que se encerraba en sí misma.
—Creo que fue una forma de escurrir el bulto. Las personas que se subestiman siempre utilizan a la familia como excusa. No debería haber abandonado sus sueños.
Claro, pensó Sarah. Qué fácil es romantizar la vida del artista cuando tú vuelves en Mercedes a tu piso de lujo.
—Fue un buen médico. —Sarah pasó del autorretrato de David a más paisajes.
—Sí, pero buenos médicos los hay a montones. —Nate no dejaría el tema—. Él tenía talento para la pintura. Debería haber seguido.
Debería, debería, el mantra de la vida de Sarah. Sacó un paisaje, la vista desde la parte posterior de la cabaña. A la derecha, una caña de pescar apoyada contra la barandilla de un pequeño embarcadero. A la izquierda, el río desaparecía tras una hilera de sicómoros.
—¿Has vuelto a la cabaña? —preguntó Nate.
—Margaret y yo fuimos la semana después de la riada. Yo quería acostarme en la última cama donde había dormido David. Era evidente que había estado allí la noche anterior, sólo había estirado las mantas y las sábanas asomaban por debajo.
Nate sonrió:
—A David nunca le gustó hacer la cama.
—Sí, así que metí las sábanas por debajo del colchón y alisé la colcha. Plegué las mantas y ahuequé los cojines. Supongo que fue una tontería, pero Margaret estuvo fenomenal. Me ayudó a desenchufar todos los electrodomésticos y tirar la basura. David había dejado un montón de cosas, como manzanas, pan y leche, por lo que tuvimos que vaciar la nevera. Y en el caballete había una pintura sin terminar de unos gansos en el río. Todavía había un pincel en un bote de agua, como si creyese que iba a volver al cabo de unos días.
¿Por qué le contaba a Nate todo eso? Se estremeció y Nate tendió los brazos, pero ella alzó la palma.
—Estoy bien, no es nada —dijo, enjugándose los ojos con el dorso de la mano.
—¿Crees que volverás allí?
Ella asintió. Había algo atrayente en la solitaria quietud de la cabaña, el refugio del escaparate de Jackson.
—Tengo que volver porque dejé cuadros de David en las paredes y los necesito para la exposición.
—Recibí tu nota. ¿Cuándo es la inauguración?
—Dentro de tres semanas, el viernes antes de Acción de Gracias. Pronto recibirás una invitación. ¿Has visto la galería?
—No.
—No es nada comparada con lo que hay en Washington o Nueva York, pero no está nada mal. La dueña, Judith Keen, era comisaria de la National Gallery antes de trasladarse aquí. Es amiga nuestra.
«Conocida» era más preciso. Judith no había sabido que David pintaba hasta que en agosto fue a su casa a darle el pésame a Sarah. Judith solía rehuir a las personas para quienes el arte era una afición ocasional. Las había a montones en Jackson, mujeres jubiladas que vagaban por los prados de vacas con pinceles, paletas y sillas plegables.
Sarah se había sorprendido de que Judith propusiera una exposición individual. El gesto parecía demasiado sentimental para la intelectual comisaria de faldas ceñidas, tacones y blusas en blanco y negro, como una versión rubia de Cruella de Vil. Supuestamente su galería era un oasis en el desierto y lo máximo que había hecho David con su arte era donar unos pocos cuadros a subastas benéficas de la ciudad. Pero Judith había dado tales muestras de asombro al ver los cuadros, alabando el uso de la luz de David e insistiendo en que «yo no tenía ni idea», que Sarah acabó accediendo; una exposición sería un bonito homenaje.
Devolvió el paisaje a la caja y se apartó.
—Mira si hay alguno que te guste. Y deberías echar un vistazo a esas fotografías, son todas de vuestra familia. —Sarah sacó algunos álbumes de las estanterías y los depositó en la mesa que había junto al sofá—. ¿Quieres beber algo? Voy arriba.
Nate negó con la cabeza y ella se marchó en busca de un Chardonnay.
Una hora después, Nate había escogido una docena de fotos y dos cuadros. Uno era un paisaje al óleo con un granero y una cerca, de hermosa factura, aunque Sarah nunca se hubiera imaginado que el tema atrajese a su cuñado. El otro era una acuarela de Helen, la madre de Nate y David, inclinada sobre un jardín de azucenas amarillas.
—Sí, éste es bonito.
Tendría que haber sabido que Nate lo elegiría. Helen era el gran amor de Nate; en comparación, todas las novias se antojaban insignificantes. Helen solía venir a Virginia huyendo de los inviernos de su Vermont natal, mucho más fríos después de que su marido muriese de un infarto. Muchas noches, con David ausente por alguna urgencia médica, Sarah y Helen pasaban horas junto al fuego, comparando listas de círculos de lectores, lamentándose de la gramática de los universitarios y compartiendo historias de los hermanos McConell.
Nate nunca supo cuánto lo admiraba su madre, cuánto la había maravillado su belleza cuando él pasó de niño a adolescente, preguntándose cómo su cuerpo podía haber creado semejante simetría. A veces, cuando Nate salía de una habitación, Helen alzaba las cejas y le decía a Sarah: «Una cosa bella es un goce eterno». El verso de Keats tenía un matiz maravillosamente irónico los días que Nate se mostraba huraño; la presencia de su madre tenía el efecto de reducirlo a una petulancia malhumorada.
Si Helen siguiese con vida, pensó Sarah, Nate podría haber sido el único hijo. Podría haber monopolizado la atención de su madre, convertirse en su razón de ser. ¿O quizás hubiera sido más difícil competir con un hermano muerto que con uno vivo? De todos modos, Helen había sucumbido a un cáncer de mama tres años antes, dejando a sus hijos sin ese punto del triángulo familiar que los mantenía unidos. Durante el último año, los hermanos apenas se habían hablado.
Sarah sabía que era una traición permitir que Nate adquiriese este símbolo de amor entre David y su madre. David había terminado el retrato de Helen como regalo para el Día de la Madre, matando las flores auténticas de Nate con estas azucenas pintadas. Pero Nate lo guardaría como un tesoro; todas las imágenes de Helen eran sagradas.
—Guárdalos para la exposición —dijo Nate, devolviéndolos a la caja—; simplemente, márcalos para mí.
Atardecía cuando Sarah ayudó a Nate a meter las cajas de ropa, libros y vídeos en el maletero del coche. La visita había sido más placentera de lo que ella esperaba. Nate le había enseñado a poner en marcha el cortacésped y le había podado todo el jardín. Había comprobado los líquidos de su coche y le había enseñado dónde estaba el depósito de aceite.
—¿Estarás bien? —preguntó Nate, de pie junto al coche.
—Claro. —Sarah le dio un abrazo algo forzado.
Y entonces él hizo algo extraño. Alzó la mano derecha y se la pasó por el cabello, apartándole el flequillo de la cara y deteniéndose detrás de la oreja, donde ahuecó la mano y le sostuvo el cráneo como si fuera una copa de coñac. Le inclinó levemente la cabeza hacia la suya y besó con delicadeza su mejilla izquierda.
Antes de que Sarah tuviese tiempo de pensar, él se iba en coche calle abajo, dejándola colorada en la acera. Hacía años que nadie la besaba con semejante ternura y el efecto había sido desgarrador. Se debatió entre la irritación y el asombro, preguntándose a qué estaría jugando Nate. Pero su piel, que aún ardía por la suave presión de aquellos labios, murmuró: «Más, más, más».